Capítulo 10

Ganancias

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Al igual que en otros temas, la principal preocupación de los escolásticos acerca de las ganancias era el estatus moral de las mismas. Las ganancias pueden surgir tanto de actividades comerciales como industriales. Los doctores claramente señalaron que la producción y la negociación no justificaban per se las ganancias. Éstas sólo eran justas cuando resultaban de la compra y venta a precios justos (precios de mercado sin fraude, coerción o monopolios)[1]. Duns Scoto († 1308) parecía defender la noción de que era función del «buen príncipe» velar por que los mercaderes obtengan precios suficientemente elevados como para compensar sus costos[2].

Sus opiniones fueron rebatidas por la mayoría de los autores escolásticos tardíos, inclusive por sus compañeros de la orden franciscana. San Bernardino de Siena, por ejemplo, llegó a la conclusión de que es imposible establecer legalmente un nivel de ganancia «justa»; si es legal perder, debe ser legal ganar[3]. Citando el ejemplo de un mercader que compró un bien en una provincia a un precio corriente de 100 y luego lo transportó a otra provincia donde el precio corriente era 300, llega a la conclusión de que el mercader puede quedarse con esa ganancia. De la misma manera, debería perder si luego, al llegar a esa provincia, se encuentra con que el precio de mercado descendió a 50. Es parte de la naturaleza de los negocios, alguna vez se gana y otras se pierde[4]. A esta misma conclusión llegaban la mayoría de los autores escolásticos tardíos: la ganancia resultaba de las variaciones en las estimaciones del mercado. No era función del gobierno ni cuestión de la justicia distributiva determinar cuánto debía ganar el mercader.

Sarabia de la Calle fue categórico en su juicio de que la actividad empresarial y el comercio debían, por definición, estar sujetos a pérdidas y ganancias, y que éstas deberían depender de la evolución de los precios. Cuando hay mucha abundancia de bienes y mercaderías, es probable que los precios caigan y que los comerciantes sufran pérdidas[5].

No es el justo precio como a ellos les costó ni se ha de tener respecto a sus costas ni trabajos ni industrias, sino a la abundancia de mercaderías, y a la falta de mercaderes y dinero, porque estas cosas son causa que el justo precio sea menor de lo que a ellos les costó, y en este caso es justo que pierdan, porque de otra manera no se daría el caso en que los mercaderes justamente perdiesen, sino que siempre ganasen[6].

Lo opuesto se da cuando las condiciones de oferta son las opuestas:

El justo precio es no teniendo respeto a los gastos y trabajos de los vendedores, sino el que nace de la falta de mercaderías y abundancia de mercaderes y dineros; y en este caso los mercaderes pueden justamente ganar, como en el primero justamente han de perder[7].

Juan de Medina fue uno de los críticos más locuaces de la idea de que los mercaderes siempre deberían poder vender sus bienes a precios que garantizasen una ganancia «justa». Señalaba que, cuando los precios aumentan, los mercaderes pueden obtener una importante ganancia incluso cuando sus costos y labores son insignificantes o nulos. Cuando los precios bajan, los mercaderes deberían sufrir una pérdida, pese a que hayan incurrido en grandes gastos[8].

Sería injusto que los mercaderes sólo fueran responsables de las ganancias y no de las pérdidas. Aquellos que por su propia voluntad se dedican a los negocios deben quedar expuestos a las pérdidas y a las ganancias y no es justo que quieran imputárselas a los consumidores o a la república[9]. En los únicos casos en que se podía considerar una ganancia justa era cuando el gobierno fijaba los precios de venta. Cuando un mercader realiza una tarea a encargo del rey, éste justamente debería velar por que se cubran sus costos y se recompense su obediencia[10]. Era claro que para Medina la práctica de subsidiar pérdidas no sólo dañaba a los consumidores sino también a la sociedad en general (la república).

Mariana era de la misma opinión:

[…] los que viendo arruinada su hacienda se adhieren a la magistratura como el náufrago a la roca, y pretenden salir de sus apuros a costa del estado, hombres los más perniciosos, todos estos han de ser rechazados, evitados con el mayor cuidado[11].

García criticaba a los mercaderes que siempre se consideraban con derecho a una ganancia,

[tjienen un gran engaño en esta parte los negociantes y mercaderes, pareciéndoles que vendiendo sus mercaderías, tienen derecho de siempre ganar y nunca perder, y así quieren siempre venderla con ganancia. Es este muy grande engaño y muy diabólica persuasión: porque el arte de los negociantes, y de los que granjean comprando y vendiendo, deve estar ygualmente subiecta a pérdida y a ganancia, como lo truxere la fortuna[12].

Así como la fortuna podía deparar ganancias, también podía producir pérdidas. El juego y la suerte también fueron analizados por los escolásticos. Sus escritos, en relación con el juego por dinero, son otra prueba de que para ellos las ganancias no son objeto de la justicia distributiva[13]. Según Domingo de Soto, «por derecho natural puede cualquiera, mediante el juego, hacer entrega a otro de sus bienes»[14]. Se basa en Santo Tomás para demostrar que jugar por dinero puede, incluso, llegar a ser una virtud (para reparar las fuerzas del espíritu y del cuerpo)[15]. Si no se condena ganar dinero jugando a los dados o a los naipes es obvio que no se condene al que gana dinero produciendo o comerciando. Si la ganancia del juego no es materia de justicia distributiva (ya que se toma como un contrato), es natural que tampoco las ganancias comerciales sean objeto de justicia distributiva. El juego suele satisfacer necesidades menos apremiantes que las que satisfacen otras actividades humanas.

Más adelante, Domingo de Soto señalaba:

Las cosas adquiridas con el juego pasan al dominio de quien las ganó […]. Nadie puede dudar que, según el derecho natural, puede cualquiera traspasar a otro el dominio de sus bienes mediante el juego: porque, como más arriba queda dicho, no hay cambio de dominio más conforme con la naturaleza que el que se hace por libre voluntad[16].

Pero no sólo es ésta la razón, ya que, si quisieran, «los dos jugadores pueden hacer donación gratuitamente de sus bienes»; en el caso del juego, continúa diciendo De Soto, hay un cierto contrato:

Do ut des. Es decir: Yo expongo mi dinero para que tú, a la vez, expongas el tuyo. Y tan grande es el peligro del dinero de uno como el del otro. Y tampoco ha de condenarse que el asunto se encomiende a una suerte dudosa, es decir, a un suceso cuya causa sólo conoce Dios; porque, de este modo, la palabra suerte no significa nada absurdo entre los cristianos. Ciertamente otros muchos asuntos humanos que son lícitos, se suelen confiar a la incertidumbre de la suerte[17].

Muchas veces los empresarios ganan dinero debido al azar, para los escolásticos esa ganancia les pertenecía justamente. Las ganancias, en sí mismas, son moralmente indiferentes. Pueden ser mal o bien usadas. De acuerdo a Santo Tomás, es apropiado señalar que las ganancias son un fin inmediato de los negocios (negotiationis finis). De Roover cita la opinión de San Antonino: «como todo agente actúa para alcanzar un fin, el hombre que trabaja en la agricultura, en la lana, en industrias y otras actividades similares, el fin inmediato que persigue es la ganancia»[18].

Para Santo Tomás, las ganancias también podían ser justas cuando:

  1. Tenían por objeto cubrir los gastos de la familia del comerciante.
  2. Eran destinadas a ayudar a los pobres.
  3. Garantizaban que el país no quedara desprovisto de bienes esenciales.
  4. Compensaban la labor del negociante.
  5. Resultaban de las mejoras efectuadas en el producto[19].

También legitimó las ganancias producidas por la variación en los precios y aquellas obtenidas debido a cambios producidos por el transcurso del tiempo. Es más, justificaba las ganancias para compensar los riesgos de transporte y almacenaje[20].

El decir que las ganancias son un fin inmediato legítimo para aquellos que se dedican a negociar no contradice la condena escolástica a aquellos que persiguen las ganancias como fin último. Uno de los temas más difíciles que exploraron fue el de las meretrices y el derecho que ellas tenían a quedarse con las ganancias que resultaban de la venta de sus cuerpos. La respuesta era muy cautelosa. Pese a que como moralistas condenaban el acto de la prostitución, declararon que tales mujeres tenían derecho a recibir una compensación monetaria por sus servicios. Esta actitud frente a actos inmorales era resultado de poner en práctica el principio tomista de que no toda prohibición o recomendación de la ley natural normativa necesita una ley positiva que la haga cumplir. Como bien señaló E C. Copleston:

No se desprende [de la filosofía tomista] que cada precepto y prohibición de la ley natural moral debe ser incorporado en la legislación; porque pueden existir casos en que tal proceder puede no conducir al bien público[21].

San Antonino notó que muchos contratos pecaminosos (tales como la prostitución) son permitidos para utilidad de la república, y de ningún modo esto significaba que esas acciones eran buenas[22]. Unas décadas después, Conradus Summenhart escribió en su De Contractibus que las meretrices «que por acuerdo reciben un precio, pecan por prostituirse pero no por recibir una remuneración»[23]. Martín de Azpilcueta concordaba:

De manera que las mujeres públicas, que se ponen a ganar con sus cuerpos malaventurados, aunque pecan por ello, pero no pecan tomando su salario, ni son obligadas a restituirlo, y aun pueden cobrar lo que les fuere prometido[24].

Antonio de Escobar fue uno de los primeros autores en generalizar las conclusiones escolásticas referentes a las ganancias producidas por la prostitución a las ganancias resultantes de otras ramas de negocios. Dedujo que, pese a la maldad intrínseca de la venta de los favores de la prostituta, los mismos producían placer, y las cosas que producen placer merecen un precio. Asimismo, la tarifa de la prostituta es algo que se da libremente (nadie puede argumentar que fue compelido a asistir a un prostíbulo). Notando que la mayoría de los doctores compartían su juicio, Escobar estipuló que deberíamos razonar del mismo modo al analizar otros tipos de ganancias: nadie puede ser obligado a restituir ganancias obtenidas sin fraude, mentira o extorsión[25]. Citando, como tantos otros, a San Agustín, Pedro de Aragón concluyó que «los malvados no son los negocios sino los negociantes»[26].