¿Por qué unos países son mucho más ricos que otros? Para ser más exactos, ¿por qué los salarios reales —los salarios ajustados al coste de la vida— son más altos en unos países que en otros? En vísperas de la Primera Guerra Mundial, los salarios reales de Londres eran siete veces más altos que los de Cantón, mientras que doscientos años antes habían sido más o menos comparables (teniendo en cuenta las diferencias en las pautas de consumo)[1]. Y ello pese al hecho de que entre 1700 y 1900 la economía mundial se hizo mucho más integrada, con unos flujos sin precedentes de capital, bienes y trabajo. Hoy, en una nueva era de globalización, encontramos diferenciales similares. Los salarios fabriles de China ya no son una vigésima parte de los de Estados Unidos como ocurría en 2005; de hecho, está previsto que entre 2012 y 2015 aumenten de la décima a la quinta parte de los salarios estadounidenses. En términos de paridad de poder adquisitivo, la brecha es todavía más pequeña. El número de Big Macs que un empleado de McDonald’s puede comprar con una hora de trabajo es solo cuatro veces más alto en Estados Unidos que en China[2]. Y, sin embargo, es todavía una brecha significativa.
Aunque existe un consenso generalizado en torno a la idea de que estos diferenciales se relacionan con diferencias en la «productividad total de los factores», apenas hay acuerdo con respecto a qué elementos son responsables de tales diferencias. Las explicaciones que acentúan el papel de la geografía, el clima, la enfermedad o los recursos naturales resultan menos convincentes hoy de lo que parecían en el siglo XVIII. El conocimiento científico, la innovación tecnológica y la integración del mercado han reducido enormemente la importancia de la distancia, el clima y los gérmenes, mientras que se ha hecho evidente que la riqueza mineral puede ser una maldición tanto como una bendición. Las explicaciones que afirman la existencia de diferencias raciales en inteligencia o laboriosidad ya nadie se las toma en serio. Existen pronunciadas diferencias de coeficiente intelectual entre poblaciones genéticamente indistinguibles, como los alemanes occidentales y orientales antes de 1991, o los irlandeses y los irlando-estadounidenses en torno a 1970. También podemos detectar cambios mucho más rápidos en el coeficiente intelectual medio a lo largo del tiempo que pueden explicarse en términos de biología[3]. Los papeles de la religión, la cultura o el «carácter nacional» han intrigado asimismo a los sociólogos durante largo tiempo. Pero la evidencia de la historia económica es que los cambios de la pobreza a la prosperidad generalmente ocurren de manera demasiado repentina y en demasiados entornos culturales distintos como para poder explicarse en tales términos.
En cualquier caso, las diferencias de bienestar económico dentro de los países son en algunos aspectos tan grandes como las diferencias entre ellos. En 2007, la renta media de los estadounidenses que integraban el 1 por ciento superior en términos de renta era treinta veces la renta media de los estadounidenses que formaban el 99 por ciento restante. Es este otro diferencial que ha cambiado rápidamente en los últimos años; sin embargo, a diferencia de la desigualdad entre países, la desigualdad dentro de ellos ha ido en aumento en lugar de disminuir. En 1978, el percentil superior era solo diez veces más rico que el conjunto de todos los demás. Según la mayoría de indicadores, la sociedad estadounidense es tan desigual hoy como lo era a finales de la década de 1920[4]. Otra forma de decirlo es que una enorme proporción de los beneficios de los treinta y cinco últimos años de crecimiento económico ha ido a las manos de la superélite. Eso no fue así en el período comprendido entre la Gran Depresión de la década de 1930 y la Gran Inflación de la de 1970. Entre 1933 y 1973, la renta media (antes de impuestos) del 99 por ciento aumentó en un factor de cuatro y medio; pero entre 1973 y 2010 de hecho cayó[5].
Entonces, ¿qué está pasando exactamente? Como hemos visto, las explicaciones estrictamente económicas que se centran en el impacto de las fuerzas financieras («desapalancamiento»), la integración internacional («globalización»), el papel de la tecnología de la información («deslocalización» y «subcontratación») o la política fiscal («estímulo» frente a «austeridad») no ofrecen suficientes explicaciones. Hemos de sumergirnos en la historia de las instituciones para entender la compleja dinámica de convergencia y divergencia que caracteriza al mundo actual. Los déficits democráticos del capítulo 1, la fragilidad reguladora del capítulo 2, el imperio de los legistas del capítulo 3 y la sociedad incivil del capítulo 4: estos elementos ofrecen mejores explicaciones de por qué hoy Occidente ofrece un menor crecimiento y una mayor desigualdad que en el pasado; en otras palabras, por qué hoy es Occidente el que se encuentra en el estado estacionario que definiera Adam Smith.
En estas páginas finales deseo plantear qué es lo que mi diagnóstico de una gran degeneración institucional en el mundo occidental implica para el futuro. A fin de responder a esa pregunta tomaré prestada la famosa tipología del que fuera secretario de Defensa estadounidense Donald Rumsfeld, quien dividía las cosas entre las que «sabemos que sabemos», las que «sabemos que no sabemos» y las que «no sabemos que no sabemos», aunque añadiendo una cuarta categoría: la de las cosas que «no sabemos que sabemos». Esos son también los escenarios futuros que conocen bien los estudiantes de historia, pero que ignoran todos los demás.
Empecemos por lo que sabemos que sabemos. Aparte de las leyes de la física y la química, es improbable que las siguientes cosas cambien de manera significativa en un futuro previsible: la distribución normal (o gaussiana) de la inteligencia en cualquier población, los sesgos cognitivos de la mente humana y nuestros comportamientos biológicos evolutivos. También podemos asumir que la población global seguirá creciendo hacia los 9000 millones de habitantes, aunque con casi todo ese incremento concentrado en África y el sur de Asia, y que en el resto del mundo la estructura de edades se inclinará aún más hacia los ancianos. Por otra parte, al menos de algunas materias primas clave —como metales básicos y tierras raras en particular— seguirá habiendo unas reservas finitas. No obstante, parece probable que el ritmo de la difusión tecnológica global siga siendo alto, y ello incentivará la continuada migración de personas del campo a la ciudad. Por lo tanto, en el siglo XXI las nuevas «megaciudades» del mundo en desarrollo —conurbaciones con poblaciones de más de diez millones de habitantes— desempeñarán un papel definitivo. Hoy existen ya veinte de ellas: seis (encabezadas por Shanghai) en China y tres (encabezadas por Bombay) en la India, además de Ciudad de México, São Paulo, Dhaka, Karachi, Buenos Aires, Manila, Río de Janeiro, Moscú, El Cairo, Estambul y Lagos. Según el Instituto Global McKinsey[6], entre 2012 y 2025 estas y otras 420 ciudades no occidentales podrían generar casi la mitad de todo el crecimiento mundial.
En muchos aspectos, esta es una perspectiva apasionante. El físico Geoffrey West ha mostrado que el proceso de urbanización genera tanto economías de escala (en infraestructuras) como rendimientos de escala crecientes (en creatividad humana). En sus propias palabras: «Las ciudades son… la causa de que se viva bien. Son los centros de creación de riqueza, creatividad, innovación e invención. Son los lugares apasionantes. Son los imanes que atraen a la gente». West y sus colegas del Instituto Santa Fe de Nuevo México han identificado dos notables regularidades estadísticas. En primer lugar, que «toda cantidad infraestructural… desde la longitud total de las carreteras hasta la longitud de las líneas eléctricas, pasando por la longitud de las conducciones de gas… se escalaban del mismo modo que el número de gasolineras». Es decir, que cuanto más grande era una ciudad, menos gasolineras per cápita se necesitaban; una economía de escala con un exponente bastante constante de alrededor de 0,85 (lo que significa que, cuando la población de una ciudad crece en un 100 por ciento, necesita incrementar el número de gasolineras per cápita en solo un 85 por ciento).
En segundo lugar, y de forma más sorprendente:
Elementos socioeconómicos… como los salarios, el número de instituciones educativas, el número de patentes producidas, etcétera… se escalaban en lo que nosotros denominamos una forma superlineal. En lugar de tener un exponente menor de uno, lo que indicaría economías de escala, el exponente era mayor de uno, lo que indicaba… rendimientos de escala crecientes… Esto supone que, de manera sistemática, cuanto mayor es la ciudad, más salarios cabe esperar, más instituciones educativas en principio, más eventos culturales, más patentes producidas, más innovadora resulta, etcétera. De manera remarcable, todo ello en el mismo grado. Había un exponente universal que resultaba ser aproximadamente del 1,15, lo cual… viene a decir lo siguiente: si doblas el tamaño de una ciudad de 50.000 a 100.000 habitantes, de un millón a dos millones, de cinco a diez millones… obtienes sistemáticamente un incremento aproximado del 15 por ciento en productividad, patentes, número de instituciones de investigación, salarios [per cápita]… y obtienes sistemáticamente un ahorro del 15 por ciento en longitud de carreteras e infraestructuras generales[7].
La gente incluso anda desproporcionadamente más deprisa en las grandes ciudades que en las pequeñas. Hay asimismo un abanico desproporcionadamente más amplio de posibles empleos en los que trabajar. Todo ello se explica mejor en términos de efectos de red. Es cierto que hay también externalidades negativas igualmente importantes: las ciudades más grandes tienen problemas desproporcionadamente mayores de delincuencia, enfermedad y contaminación. Pero si somos capaces de innovar lo bastante rápido —argumenta West—, nuestras megaciudades podrán evitar, o al menos posponer, el momento del colapso[*].
El análisis de West explica por qué el proceso de urbanización —que en muchos aspectos está en la raíz de la historia de la civilización— es algo más que exponencial. No obstante, aunque sus datos proceden de todo el mundo, sabemos que existe una importante diferencia en los beneficios de la urbanización entre Nueva York o Londres, por una parte, y Bombay o Lagos, por la otra. A finales de julio de 2012, un fallo masivo de la red eléctrica en el norte de la India —que dejó sin electricidad a 640 millones de personas— vino a recordarnos que las megaciudades son redes muy frágiles. Hoy sabemos, asimismo, que de vez en cuando en la historia de Nueva York —en especial a finales de la década de 1980, cuando los crímenes violentos alcanzaron su punto álgido— las externalidades negativas de las redes urbanas han estado a punto de superar a las positivas.
El argumento planteado en este libro implica que los beneficios netos de la urbanización están condicionados por el marco institucional en el que operan las ciudades. Allí donde hay un gobierno representativo eficaz, donde existe una economía de mercado dinámica, donde se respeta el imperio de la ley y donde la sociedad civil es independiente del Estado, los beneficios de una población densa superan a sus costes. Pero allí donde no rigen esas condiciones sucede lo contrario. En otras palabras, en un marco institucional seguro, las redes urbanas son lo que Nassim Taleb denomina «antifrágiles»: evolucionan de formas que no solo se muestran resistentes a las perturbaciones, sino que de hecho se fortalecen con ellas (como Londres durante el Blitz alemán). Pero allí donde no existe ese marco, las redes urbanas son frágiles: pueden desmoronarse frente a perturbaciones relativamente pequeñas (como Roma cuando fue atacada por los visigodos en el año 410).
En el espagueti western El bueno, el feo y el malo, hay una memorable escena que resume muy bien la actual economía mundial. El Rubio (Clint Eastwood) y Tuco (Eli Wallach) han encontrado finalmente el cementerio donde saben que está enterrado el oro que buscan, un enorme cementerio de la guerra civil. Eastwood mira su pistola, luego mira a Wallach, y pronuncia la inmortal frase: «En este mundo hay dos clases de tipos, amigo. Los que llevan la pistola cargada… y los que cavan».
De manera similar, en el orden económico posterior a la crisis hay dos clases de economías. Las que tienen enormes acumulaciones de activos, incluidos fondos soberanos de inversión (que actualmente superan los cuatro billones de dólares) y reservas de divisa fuerte (5,5 billones de dólares solo en los mercados emergentes), son las que llevan la pistola cargada. Las economías con enormes deudas públicas (que hoy día suman casi 40 billones de dólares en todo el mundo), por el contrario, son las que tienen que cavar. En un mundo así merece la pena, pues, tener recursos subterráneos. Pero estos no están distribuidos en absoluto de manera equitativa. Según mis cálculos, el valor estimado de mercado de las reservas de minerales del subsuelo verificadas en todo el mundo ronda los 359 billones de dólares, de los cuales poco más del 60 por ciento están en manos de solo diez países: Rusia, Estados Unidos, Australia, Arabia Saudí, China, Guinea (que es rica en bauxita), Irán, Venezuela, Sudáfrica y Kazajistán[8].
Entremos ahora en el reino de lo que sabemos que no sabemos. No sabemos en qué medida los descubrimientos de recursos (sobre todo en las partes de África donde aún no se han hecho prospecciones) y los avances tecnológicos (como la fractura hidráulica) incrementarán la reservas de recursos naturales en los próximos años. Tampoco sabemos qué impacto tendrán las crisis financieras en los precios de las materias primas y, por lo tanto, en el incentivo para explotar nuevas fuentes de combustible y materiales. Por último, no sabemos con certeza cómo va a afectar la política a un sector que es más vulnerable a la expropiación y a la tributación arbitraria que ningún otro debido a la naturaleza inmueble de sus activos. Sabemos que la combustión ilimitada de combustibles fósiles probablemente producirá cambios en el clima de la Tierra, pero no sabemos exactamente cuáles serán o cuándo resultarán lo bastante perturbadores para generar una respuesta política significativa. Hasta entonces, Occidente seguirá entregándose a fantasías sobre energías «verdes», y el resto del mundo seguirá quemando carbón tan rápido como pueda desenterrarlo, en lugar de hacer las cosas que realmente reducirían las emisiones de dióxido de carbono: construir centrales nucleares y de carbón limpio, reconvertir los vehículos para funcionar con gas natural e incrementar la eficiencia energética del hogar medio[9]. Todas estas cosas que sabemos que no sabemos explican los extraordinarios altibajos en los precios de las materias primas que hemos presenciado desde 2002.
También pertenecen a la categoría de lo que sabemos que no sabemos dos clases distintas de catástrofes naturales: los terremotos y los tsunamis que estos causan, que son generados aleatoriamente por los movimientos de las placas tectónicas de la tierra (de modo que podemos saber su localización, pero no el momento en que se producen o su magnitud), y las pandemias, que surgen a partir de la mutación similarmente aleatoria de virus como el de la gripe. Lo más que puede decirse sobre estas dos amenazas para la humanidad es que matarán a mucha más gente en el futuro que en el pasado debido a la creciente concentración de nuestra especie en ciudades de la región de Asia y el Pacífico, que, contra toda lógica, a menudo están ubicadas cerca de fallas geológicas debido a la afición humana a las zonas costeras. Si a ello se añade el problema de la proliferación nuclear, no parece poco razonable considerar el mundo un lugar más peligroso de lo que lo fue durante la guerra fría, cuando la principal amenaza para la humanidad era el riesgo calculable de que se produjera el resultado del peor escenario posible en un sencillo juego de dos participantes. Hoy afrontamos más incertidumbre que riesgo calculable: tal es el resultado de cambiar un mundo bipolar por uno interconectado.
Por su propia naturaleza, lo que no sabemos que no sabemos resulta imposible de prever. Pero ¿qué hay de lo que no sabemos que sabemos: las lecciones que nos ofrece la historia, y que la mayoría de la gente decide ignorar? Cuando a finales de 2011 se les pidió que enumeraran «los principales riesgos que podrían desbaratar el crecimiento en los mercados de crecimiento rápido durante los tres próximos años», cerca de un millar de ejecutivos de ámbito global identificaron las burbujas de precios de activos, la corrupción política, la desigualdad de la renta y el fracaso a la hora de abordar la inflación como los cuatro más importantes[10]. Puede que en 2014 esos temores parezcan infundados. Desde el punto de vista de un historiador, los verdaderos riesgos en el mundo no occidental actual son los de la revolución y la guerra. Esos son precisamente los acontecimientos que cabría esperar dadas las circunstancias antes descritas. Las revoluciones las causa una combinación de máximos en el precio de los alimentos, una población joven, una clase media creciente, una ideología perturbadora, un régimen viejo y corrupto, y un orden internacional debilitante. Todas esas condiciones están presentes hoy en Oriente Próximo; y, desde luego, la revolución islamista ya está en marcha, aunque bajo la engañosa etiqueta occidental de Primavera Árabe. Por lo que hay que preocuparse es por la guerra que casi siempre sigue a una revolución de tal magnitud. Y ello porque, pese a la optimista afirmación de Steven Pinker de que la tendencia a largo plazo de la historia humana es la de alejarse de la violencia, la incidencia estadística de la guerra no muestra ninguna pauta parecida[11]. Como en el caso de los terremotos, sabemos dónde es probable que haya guerras, pero no podemos saber cuándo estallarán o cuál será su envergadura.
La revolución y la guerra no son amenazas nuevas. En el siglo XVIII, la ideología perturbadora que surgió de la Ilustración se convirtió en la base de dos grandes retos para el imperio anglófono que por entonces se extendía por todo el planeta. Al tener que combatir a la revolución en ambos lados del Atlántico, el Estado británico acumuló una enorme deuda pública, principalmente como resultado de sus guerras contra la Francia revolucionaria. Al final de la era napoleónica, la deuda nacional británica superaba el 250 por ciento del PIB. Sin embargo, el posterior desapalancamiento —que redujo la carga de la deuda en un orden de magnitud, dejándola en solo el 25 por ciento del PIB— fue quizá el de mayor éxito de toda la historia escrita. La inflación no tuvo aquí en absoluto ningún papel. El gobierno británico experimentó constantemente superávits primarios propios de tiempos de paz, gracias a una combinación de disciplina fiscal y una tasa de crecimiento superior al tipo de interés. Este «hermoso desapalancamiento[*]» no estuvo libre de episodios desagradables, en especial a mediados de la década de 1820 y finales de la de 1840, cuando las políticas de austeridad provocaron el malestar social (y no lograron aliviar una catastrófica hambruna en Irlanda). Sin embargo, el proceso de desapalancamiento coincidió con la fase clave de la primera revolución industrial —la fiebre del ferrocarril— y la expansión del Imperio británico a la que casi sería su máxima extensión. La lección de la historia es que un país que alcanza la innovación tecnológica y una expansión geopolítica provechosa es capaz de salir de debajo de una montaña de deuda[12].
¿Puede Estados Unidos emular esta hazaña? Lo dudo. En primer lugar, las evidencias sugieren que es muy difícil alcanzar un mayor crecimiento bajo una pesada carga de deuda. En su estudio de 26 episodios de «sobreendeudamiento» —casos de países avanzados cuya deuda pública superó el 90 por ciento del PIB durante al menos cinco años—, Carmen y Vincent Reinhart y Ken Rogoff mostraban que los sobreendeudamientos se hallaban asociados a un crecimiento inferior (de 1,2 puntos porcentuales del PIB) a lo largo de períodos prolongados (que duraban una media de veintitrés años), reduciendo el nivel de producción en casi una cuarta parte en relación con la tendencia previa a dicho sobreendeudamiento[13]. De manera harto significativa, el impacto negativo en el crecimiento no era necesariamente el resultado de unos tipos superiores de interés real. Un aspecto crucial aquí es el carácter no lineal de la relación entre deuda y crecimiento. Dado que la carga de la deuda solo reduce el crecimiento cuando supera el umbral del 90 por ciento del PIB, el hábito de incurrir en déficit llega a hacerse bastante arraigado antes de volverse perjudicial. Esta evidencia les plantea un serio problema a aquellos economistas keynesianos que creen que la respuesta correcta a una reducción de la demanda agregada a través del desapalancamiento del sector privado es que el sector público —ya endeudado de por sí— pida prestado aún más dinero. Y también pone en duda la validez de la afirmación de que los bajos tipos de interés de los bonos del Tesoro estadounidenses constituyen una señal del respaldo del mercado a la idea de que el Estado puede y debe emitir más deuda[14].
Igualmente remota es la perspectiva de que un avance tecnológico comparable al ferrocarril pueda proporcionar a Estados Unidos su tarjeta de «salga de la cárcel». La cruda realidad es que, visto desde la posición privilegiada de 2012, resulta sumamente improbable que en los próximos veinticinco años (2013-2038) presenciemos cambios más espectaculares de los que la ciencia y la tecnología han producido en los veinticinco anteriores (1987-2012). Para empezar, el final de la guerra fría y el milagro económico asiático proporcionaron estímulos únicos e irrepetibles al proceso de innovación en la forma de una masiva reducción de los costes laborales y, por ende, del precio del hardware (por no hablar de todos los doctores universitarios exsoviéticos que por fin pudieron hacer algo útil). La revolución de la tecnología de la información que se inició en la década de 1980 fue importante en cuanto a su impacto en la productividad dentro del territorio estadounidense —aunque tampoco convendría exagerar este punto—, pero sin duda en este momento nos hallamos en el reino de los rendimientos decrecientes (cuyos síntomas son la deflación más el subempleo debido en parte a la automatización del trabajo no cualificado). Del mismo modo, los avances en la ciencia médica que podemos esperar como resultado del éxito en el mapeo del genoma humano probablemente se traducirán en nuevos aumentos de la esperanza de vida; pero, si no realizamos avances comparables en neurociencia —si logramos prolongar la vida del cuerpo, pero no la de la mente—, las consecuencias económicas netas serán negativas, puesto que no haremos sino incrementar el número de ancianos dependientes.
Mi pesimismo sobre la probabilidad de un deus ex machina tecnológico se sustenta en una simple observación histórica. Los logros de los últimos veinticinco años no han sido especialmente impresionantes comparados con lo que hicimos en los veinticinco años precedentes, 1961-1986 (por ejemplo, llevar hombres a la Luna). Y los hitos tecnológicos de los veinticinco años anteriores a aquellos, 1935-1960, fueron aún más notables (como la división del átomo). En palabras del empresario estadounidense Peter Thiel, quizá el único escéptico en un radio de cien millas de Palo Alto: «Queríamos coches voladores, y en lugar de eso tenemos 140 caracteres»[*]. La velocidad de los viajes ha disminuido desde los días del Concorde. La energía verde es una «energía inasequible». Y nos falta ambición para «declarar la guerra» a la enfermedad de Alzheimer, «a pesar de que casi una tercera parte de los estadounidenses de 85 años padecen alguna forma de demencia»[15]. Asimismo, los optimistas tecnológicos tienen que explicar por qué el rápido progreso científico y tecnológico en aquellos períodos anteriores coincidió con un conflicto masivo entre ideologías armadas. (Pregunta: ¿cuál era la sociedad científicamente más avanzada del mundo en 1932 en función del número de galardonados con el premio Nobel de ciencias? Respuesta: Alemania). Las implicaciones son claras. Tener más información y más rápida no es algo bueno en sí mismo; el conocimiento no es siempre la cura, y los efectos de red no son siempre positivos. En la década de 1930 hubo un gran progreso tecnológico. Pero este no acabó con la Depresión; para eso hizo falta una guerra mundial.
Cansado de guerras de contrainsurgencia y consciente de la riqueza de combustible fósil hoy accesible por fractura hidráulica —y que en 2035 podría poner fin a su dependencia del petróleo de Oriente Próximo—, Estados Unidos está poniendo fin rápidamente a sus cuatro décadas de hegemonía en esa región. Nadie sabe quién o qué llenará el vacío. ¿Un Irán nuclear? ¿Una Turquía neootomana? ¿Los islamistas árabes capitaneados por los Hermanos Musulmanes? Quienquiera que sea quien salga victorioso, es improbable que llegue allí sin derramamiento de sangre. Pidámosle a cualquiera que trabaje en el tenebroso mundo de la inteligencia que enumere las mayores amenazas que afrontamos, y probablemente incluirá el bioterrorismo, la guerra cibernética y la proliferación nuclear. Lo que tienen en común estas cosas, obviamente, es el modo en que la tecnología moderna puede potenciar a los individuos y grupos radicalizados (o simplemente chiflados). Seguramente no pasará mucho tiempo antes de que otra cosa que no sabemos que sabemos se haga evidente a quienes no son historiadores: que es cuando los imperios se retiran, y no cuando avanzan, cuando la violencia alcanza su punto álgido. Y la violencia puede manifestarse también en el corazón del imperio. El «cliómetra» Peter Turchin sostiene que «el próximo pico de inestabilidad [de violencia] debería producirse en Estados Unidos en torno a 2020»[16].
Los países llegan al estado estacionario, como afirmaba Adam Smith, cuando sus «leyes e instituciones» degeneran hasta el punto de que todo el proceso económico y político está dominado por una élite orientada a la búsqueda de ingresos. He tratado de sugerir que este es actualmente el caso en una parte importante del mundo occidental. La deuda pública —declarada e implícita— se ha convertido en una forma de que la generación más vieja viva a expensas de los jóvenes y de las personas aún no nacidas. La regulación se ha hecho disfuncional hasta el punto de aumentar la fragilidad del sistema. Los abogados, que pueden ser revolucionarios en una sociedad dinámica, se convierten en parásitos en una estacionaria. Y la sociedad civil se debilita y se reduce a una mera tierra de nadie entre los intereses corporativos y el Estado. En conjunto, estas son las cosas a que me refiero cuando hablo de la gran degeneración.
Poco antes de que yo terminara este libro, el presidente estadounidense pronunció un discurso que ilustra muy bien este punto:
Si has tenido éxito, alguien en el camino te ha ayudado en algo. En algún punto de tu vida ha habido un gran maestro. Alguien ha ayudado a crear este increíble sistema estadounidense que tenemos y que te ha permitido prosperar. Alguien ha invertido en carreteras y puentes. Si tienes un negocio, no lo has construido tú. Alguien más lo ha hecho posible. Internet no se inventó sola. La investigación del gobierno creó internet para que todas las empresas pudieran ganar dinero con ella.
… Hay algunas cosas, como combatir los incendios, que no hacemos cada uno por nuestra cuenta… De modo que nos decimos a nosotros mismos ya desde la fundación de este país: ¿sabes qué?, hay cosas que hacemos mejor juntos. Fue así como financiamos la Ley de Derechos del Soldado. Fue así como creamos la clase media. Fue así como construimos el Golden Gate o la presa Hoover. Fue así como inventamos internet. Fue así como enviamos un hombre a la Luna[17].
Esta es seguramente la auténtica voz del estado estacionario: el mandarín principal arengando a unos súbditos distantes en las provincias. No es que la interdependencia aquí implícita entre el sector privado y la economía sea mala. Es la exageración del argumento la que resulta inquietante, como si hiciera falta el Estado para construir cada pequeña empresa o, de hecho, para «crear la clase media». Aún más inquietante es la notoria ausencia en el discurso de cualquier proyecto futuro comparable con aquellos del pasado que se mencionan (el Proyecto Manhattan habría sido un ejemplo todavía mejor, pero por lo visto no es políticamente correcto).
Ya es bastante malo ver pregonar el capitalismo de Estado como modelo económico por el Partido Comunista chino. Pero oír esgrimirlo al presidente estadounidense como un tropo retórico desprovisto de contenido práctico hace que este escritor, por lo pronto, añore la alegre y confiada mañana de 1989 en que realmente parecía que Occidente había ganado, y que se había iniciado una gran regeneración.