—Así que no vas a ningún lugar concreto.

—Bueno, sí, voy hacia el norte, como ya le he dicho.

—Pues yo te puedo llevar hasta Aranda de Duero. De allí para arriba ya te las ingenias tú solo.

—Ah, pues bien, me parece muy bien, y se lo agradezco mucho.

—Entonces, como el camino es largo, si te parece podemos empezar por presentarnos. Pero, eso sí, hagámoslo en pocas palabras. Nada de rodeos ni de comentarios marginales. Vayamos directos a lo esencial, y tutéame. Mi nombre es Julio, pero debes llamarme Gálvez, que es mi apellido, y así es como me llaman todos. En la empresa donde trabajo (luego, si hay ocasión, te hablaré de ella) nos llamamos siempre por el apellido. Y del mismo modo que unos son Moreno, Bermúdez o Castro, yo soy Gálvez. Pronúncialo, a ver qué tal suena en tu voz.

—Gálvez.

—Muy bien. Ahora te toca a ti.

—Yo soy Lino.

—Lino —pronunció Gálvez, sílaba a sílaba—. Sigamos. Natural de Burgos.

—De Madrid.

—Cuarenta y seis años.

—Treinta y dos.

—Divorciado.

—Soltero.

—Agnóstico.

—Sí… Yo, más o menos también.

—Eso es una imprecisión y no debería valer. Pero, en fin, lo daremos por bueno. Trabajo en el Grupo Pascual, sección de Recursos Humanos.

—Yo ahora estoy sin trabajo.

—Estudios medio-altos. Diplomatura en Psicología, máster en Liderazgo y Dirección de Grupos, cursos varios de Gestión de Calidad y Medio Ambiente y Prevención de Riesgos Laborales.

—Arqueólogo.

—Salud, buena. Del uno al diez, me doy un nueve con siete.

—Yo… un siete con cinco.

—Altura, uno setenta y uno.

—Uno ochenta y dos.

—Ochenta y dos kilos.

—Yo no lo sé muy bien. Unos setenta y cinco.

—No —le echó un vistazo profesional—. Setenta y uno o setenta y dos.

Estuvieron un rato en silencio, atentos a la carretera. El autobús urbano lo había dejado en algún lugar de la autovía de Burgos, y él había caminado por el arcén hasta llegar a una gasolinera, y allí había pasado la noche, primero en la cafetería y luego recostado y escondido entre un montón de neumáticos de desecho. A ratos durmió, pero en una duermevela de donde entraba y salía continuamente la pesadilla de la realidad. No tenía que haber huido, pensaba, se torturaba. ¿Cómo es que no tuvo un mínimo atisbo de lucidez para regresar al restaurante, decir que salió a tomar el aire, o mejor, a buscar una farmacia de guardia para comprar analgésicos, sentarse a la mesa, tomarse el postre, casarse el domingo y partir el lunes hacia Australia? ¿Qué mejor escondite que ese, el de la vida honesta y cotidiana?, en tanto que ahora, si denunciaban su desaparición, como seguramente ya habrían hecho, su foto aparecería en los periódicos, y tanto los policías como los testigos del altercado callejero, lo reconocerían, y no habría más que tirar del hilo para descubrir al criminal.

Sin embargo, huyó. Allí, entre los neumáticos, intentó buscar la razón de una conducta tan torpe, tan irracional. Quizá huyó aturdido y asustado por el crimen. Matar y huir son acciones fatalmente consecutivas. Como picar y rascarse, saltar y caer, inspirar y expirar. Por otro lado, aunque se ocultase mimetizándose en una vida digna y rutinaria, aun así, no tardarían mucho en descubrirlo y sacarlo a la luz como asesino, porque él sería uno de los primeros sospechosos, y en cuanto juntaran las piezas de la hora del crimen con su ausencia del restaurante, el enigma quedaría resuelto de inmediato. Sí, quizá por eso huyó, porque sabía que, de cualquier modo, estaba ya perdido, y que su única opción era la fuga. O quizá… Pero no, esto no se atrevía apenas a pensarlo. Quizá no había huido tanto del crimen como de Clara y de su futuro conyugal. ¿Cuántas veces le había hecho jurar ella que no huiría de su lado, que aquella manía de escaparse de los sitios y de eludir los compromisos, como la manía de carraspear, ya eran cosa del pasado, tonterías de una época felizmente olvidada? Y él le juraba, cómo iba a huir de ella, por Dios, qué cosas se le ocurrían, si ella era todo para él y sin ella su vida carecía de sentido. Y en su conciencia adormecida irrumpía a cada momento la voz de Clara y la tristeza de su rostro cargado de asombro, de reproches, de lágrimas. ¿Cómo iba a soportar el peso de esa enorme culpa que había caído sobre él?

En ese devaneo pasó la noche, y al otro día, bien temprano, se situó a la salida de la gasolinera haciendo con el dedo y el rostro tímidos gestos de autostop. Al fin un Opel Vectra de color azul se detuvo a su altura. «¿Puede usted llevarme?» «¿Adonde vas?» «En dirección norte.» «Sube.» El conductor era fuerte, calvo, enérgico, y parecía un hombre de mundo. Desde el primer momento, Lino se sintió a gusto junto a él. Por los aireadores entraba el fresco de la mañana, olía a limpio, los asientos eran mullidos y el coche se deslizaba con suavidad por la autovía, de modo que enseguida se abandonó a una sensación de levedad y de confort.

—Tenemos suerte con la estatura y el peso, ¿no crees? —dijo Gálvez.

—¿Suerte? ¿Por qué?

—¡Hombre! Uno setenta y uno y uno ochenta y dos. Son dos buenas estaturas. Y tampoco de peso andamos mal.

Lino no supo qué decir.

—¿Tú sabes cuánto medía Kant, el filósofo? —dijo Gálvez.

—Creo que era más bien bajito.

—¿Bajito? Era un enano. Medía uno cincuenta. El mayor filósofo de la modernidad medía uno cincuenta. Metro y medio.

—Y eso qué importa. La altura del pensamiento no se corresponde con la del pensador.

—¿Cómo que no? Según las circunstancias, ya lo creo que importa, y mucho. Imagínate que hubiera nacido en España. ¿Cuánto tiempo crees tú que habría tardado cualquiera de los muchos tipos avispados que hay en este país en llevarlo al circo o en meterlo de torero cómico? Le habrían puesto un mote: el Gran Kantín, o Manolito Kantín, porque su nombre era Enmanuel. En España los enanos ejercen solo de enanos. En el Siglo de Oro, por cierto, hubo en España un dramaturgo jorobado, y también casi enano, que se llamaba Ruiz de Alarcón. Pues ese lo tuvo bien jodido. Ya de por sí ser jorobado es una buena putada del destino. Ser jorobado y dramaturgo es todavía peor. Pero ser jorobado, dramaturgo y español, eso es ya el colmo de los males. Lo que te dije: en España el jorobado es jorobado. Esa es su profesión. En este país, ciertas ideas las hemos tenido siempre muy claras. Tú eres arqueólogo. Da gracias a Dios por no haber nacido bizco, cojo, enano o tartamudo.

—Pues Franco era bajito y con la voz afeminada, y ya ves.

—Precisamente. Quien a hierro mata a hierro muere. Bonito reloj. ¿Qué hora tenemos?

—Son casi las ocho.

—Pues entonces vamos a desayunar. Abre la guantera, que está climatizada, y mira a ver qué encuentras dentro. Lo sacas y lo pones todo encima del salpicadero.

Lino fue sacando botellas, tetrabriks y paquetes de zumos, batidos, agua mineral, flanes y natillas, leche, yogures, mantequilla, galletas dulces y saladas, queso, bolsitas de snacks…, y Gálvez le iba diciendo: «Saca, saca, no tengas miedo de sacar. Y mete bien la mano, que al fondo hay servilletas, cucharitas y cuchillos de plástico». Todos los productos eran de la marca Pascual.

—Puedes comer todo lo que quieras. Todo es natural, todo es sabroso, todo es fresco, todo es saludable, y todo está elaborado con materias primas de la más alta calidad.

Mientras comían, Gálvez le habló de la empresa y de su trabajo en ella. El Grupo lo había fundado de la nada don Tomás Pascual Sanz, en 1969, el mismo año, por cierto, precisó, en que el hombre llegó a la Luna. Hoy, Pascual tenía miles de empleados, más de mil camiones y unos mil seiscientos vehículos ligeros. Y el capital, cien por cien español.

—Nuestro lema es (todas las palabras van en mayúsculas): La Calidad y Tu Salud, Nuestra Razón de Ser. Y no es palabrería, sino compromiso real con nuestros clientes y con nosotros mismos. Todos los empleados compartimos esos ideales y trabajamos sin desmayo para mejorarlos cada día. El Grupo, por otra parte, está muy implicado con el medio ambiente y la cultura, y a eso dedica una buena parte de sus recursos.

Lino, mientras escuchaba, tomaba batidos y galletas con mantequilla, y por cada galleta suya le pasaba otra a Gálvez, y entre galleta y galleta le iba dando una cucharadita de arroz con leche. Y sí, se estaba a gusto allí, comiendo y viajando junto a aquel hombre tan afable y tan hospitalario.

Por lo demás, la producción estaba dividida en Familias (Aguas, Zumos, Lácteos, derivados del huevo…), las cuales se subdividían en otros miembros (flan, mantequilla, leche…), que a su vez daban lugar a las diferentes marcas por todos conocidas.

—Una organización compleja y a la vez sencilla. Yo diría incluso que perfecta.

En cuanto a su trabajo, consistía en visitar a ganaderos, agricultores, proveedores, y en general a todos aquellos autónomos que de un modo u otro trabajaban para el Grupo.

—Mi misión consiste en motivar, estimular, inspeccionar, indagar, advertir, reforzar vínculos y, por decirlo en pocas palabras, velar para que no decaiga nunca el nivel de excelencia. De ese modo, les recuerdo a nuestros empleados la grandeza del Grupo y la responsabilidad que supone pertenecer a él. Si tienen problemas, incluso problemas de índole privada, yo se los resuelvo. No en vano soy psicólogo. Si están tristes, yo los alegro. Si están furiosos, los amanso. Y así, mi tarea es, ¿cómo decir?, armonizar el conjunto. Si los empleados son felices, de esa felicidad participarán a su modo también los animales, las vacas, las gallinas, y hasta los árboles y la hierba, y así nuestros clientes, al consumir nuestros productos, compartirán también esa felicidad. La armonía del conjunto: esa es nuestra filosofía. ¿Qué te parece?

—Muy interesante.

—Para ser sincero, y no me importa confesarlo (al contrario, me siento orgulloso de decirlo), el Grupo es lo más sólido, lo más duradero y seguro, y lo más ilusionante que hay en mi vida. Es el lugar al que siempre regreso, y el que siempre me acoge como a un hijo. Yo nunca he sentido la dulce pertenencia a una patria o a un club de fútbol, pero en tiempos tuve un hogar, que es otro de los lugares sólidos más reputados y fiables para mucha gente. Pero a Paquita, mi mujer, a la que yo quería y sigo queriendo con locura, no le gustaba que estuviera tanto tiempo fuera de casa. Porque mi trabajo me obliga a viajar continuamente y sin horarios fijos, y debo estar siempre disponible. Y ella me decía: «¡Ay, Jujú (porque ella me llamaba siempre Jujú), esa vida que llevas!», así, despectivamente. «Nunca se sabe cuándo vas a venir, y cuando vienes, nunca se sabe cuándo te marcharás». En el fondo, yo creo que estaba celosa del Grupo. «Eso no es vida.» Y yo: «Es que eso es precisamente mi trabajo. Esa es su gracia», le decía. Hasta que un día me dijo: «Mira, guapo, o el Grupo o yo». Y así fue como nos separamos. Me pregunto si tú —y lo miró un buen rato a los ojos, tanto que Lino estuvo a punto de decirle que atendiese a la carretera— tienes también un sitio sólido y estable adonde ir.

—No —dijo Lino.

—¿Ni siquiera las ruinas y excavaciones? Atapuerca sería un buen sitio para ti. Todo el día con la espátula y el pincelito descubriendo huesos y pequeños utensilios.

—No —volvió a decir Lino—. Nunca he tenido un sitio así —y pensó que era verdad lo que decía, y que en el hotel, aún después de su compromiso con Clara, se sintió siempre extraño, casi un intruso. No, nunca había tenido un lugar al que acogerse y en el que descansar de los trajines de la vida.

—¿Sabes, Lino? —dijo Gálvez—. Cada vez que recuerdo a Paquita me dan ganas de llorar, y a veces de reír. Eso me ocurre también con algunas palabras. Por ejemplo prístino, entrambos o señero. Al principio me parecieron grandes y graves palabras, llenas de pompa como los obispos, pero luego empezaron a parecerme cómicas, y a veces las pronuncio en alto y me entra la risa floja, yo solo, mientras voy conduciendo. Pues eso mismo me pasa con Paquita. Era una mujer maravillosa. Yo no sé cómo te gustan a ti las mujeres, pero a mí me enamoran las que son pequeñas y saltarinas, las que son como niñas, y se asustan y gritan por cualquier cosa. Oye, cambiando de tema, si te pregunto qué va a hacer un arqueólogo por el norte, supongo que me dirás que vas con la idea de escribir un libro, ¿no?

—Sí, esa sería una buena respuesta. Un libro ilustrado, porque me gusta mucho dibujar.

—Pues en la cara llevas dibujada en esbozo tu vida. Verás, mi profesión me obliga a penetrar como un cirujano con su bisturí en el alma de los demás. Soy un espíritu observador y deductivo. Y un experto en caracteres. Y llevo muchos años viajando y conociendo a todo tipo de viajeros. ¿Me permites que diga lo que pienso de ti?

—Por supuesto.

—Juraría que tú estás huyendo de algo.

—¿Yo?, ¿huir? Qué absurdo. No sé cómo has podido llegar a esa conclusión.

—Pues bien fácil es: no hay más que mirarte. Para empezar, esa ropa tan buena, tan elegante y tan moderna que llevas. ¿Desde cuándo los arqueólogos en paro van vestidos así? Además, se ve que está nueva, acabada de estrenar, y ya la llevas sucia y arrugada, y te falta un botón en la chaqueta. Y el reloj, y los zapatos, y ese morarán que tienes en la cara. ¿Y qué hace un tipo como tú al amanecer en una gasolinera? ¿Y por qué no llevas equipaje, ni siquiera una bolsa de mano? Mira, te diré una cosa. Huir no es nada excepcional, ni tampoco es de por sí malo. Hay mucha gente que huye. Más de la que te imaginas. Yo, que viajo mucho desde hace muchos años, lo sé muy bien. Ahora todo el mundo tiene coche y hay muy buenos medios de transporte, pero antes era de lo más frecuente. Aun así, todavía los recojo de vez en cuando, a los fugitivos, y los llevo de un lado para otro y los ayudo a huir. Hablo con ellos y les doy de comer. Yo no soy quién para juzgarlos. Ya sé que muchos creen que quien huye es culpable de algo. No digo que no, pero los inocentes también huyen. También ellos tienen sus motivos para huir. Como yo no soy policía, no entro en culpas o inocencias, pero a todos ellos se les suele conocer muy bien. Hay quienes huyen a alguna parte, quienes se limitan a deambular, y quienes solo buscan poner tierra por medio. Algunos dicen, como tú, que quieren viajar para escribir un libro, o por el gusto de viajar y ver mundo. Pero no: ninguno busca nada. Huyen, y eso es todo. Van a la desbandada. Eso sí, todos están en crisis. Es gente que, por una causa o por otra, ha descarrilado. Una ruptura sentimental o laboral, una súbita conciencia de la madurez, la muerte de un ser querido, un no saber qué hacer con la vida, y en fin, cualquier otro tipo de pena o de fracaso. ¿Y sabes lo que hacen muchos cuando entran en crisis? El Camino de Santiago. Se visten de romeros, y allá que se van con su bastón, su concha y su calabaza. Yo he pensado alguna vez en montar un negocio de chiringuitos psicológicos a lo largo del Camino de Santiago, donde se ofreciera asistencia profesional por un precio módico para ayudar a superar o a aliviar los traumas. Y de paso se venderían medicamentos, remedios naturales, alimentos ecológicos, bebidas energéticas, literatura especializada, amuletos exóticos, y hasta se podría ofrecer un servicio de relación amistosa o sentimental, o meramente sexual, con otras personas también en crisis. Y hasta le he puesto nombre: Psicojack. Ese sería un buen negocio para sacarles los cuartos a los fugitivos.

—¿Y qué tipo de fugitivo crees que soy yo?

—¿Tú? —y otra vez lo miró larga y perspicazmente—. Veamos. Robar, no has robado, no tienes pinta de ladrón. De violador, tampoco. Y además, no creo que tú tengas problemas para enamorar a las mujeres. Yo diría que eres un hombre limpio, honrado, incapaz de hacer mal a nadie. Ahora bien, el caso es que huyes de tu ciudad natal, dejando tras de ti a tu familia, a tus amantes, a tus amigos y conocidos, quizá un trabajo, una novia, además de tus costumbres, y hasta tu ropa y tus pequeñas pertenencias. ¿Algún marido celoso quizá? —y lo miró como para leer la respuesta en su rostro—. ¡No! ¿Qué más delitos hay?

Estuvieron unos minutos callados, cavilando.

—¿Un crimen quizá? —dijo Gálvez finalmente.

—¡Qué barbaridad! —dijo Lino, y se arranchó en el asiento, como si se preparase para una conversación de lo más divertida.

—Mira, Lino, múltiples lecturas y experiencias me tienen prevenido contra cualquier espanto. No digo que hayas matado a nadie a propio intento y con alevosía, Dios me libre. No hablo del psicópata ni del criminal nato, sino del asesino accidental. Es decir, del criminaloide, que es su nombre técnico.

—Es decir, el que mata sin querer, por casualidad.

—De eso ya no estoy yo tan seguro —dijo Gálvez, y se rascó problemáticamente la cabeza—. Quizá las cosas no ocurren por casualidad. Quizá todo lo que pasa forma parte de un plan, de un vasto plan cuya maquinaria desconocemos, y donde todos estamos implicados. La secreta armonía del conjunto, ya sabes.

—Eso es muy confuso. Para eso haría falta un Dios, y tú eres agnóstico, ¿no?

—Lo soy, por no decir que soy ateo, y si quieres, retiro las palabras que he dicho y las enuncio de otro modo. Lo diré así: lo que tú, y tantos como tú, llaman casualidad, se puede llamar también aparición. Aunque no hay Dios, yo creo que los milagros existen. Digamos que son milagros laicos.

—Por ejemplo —bromeó Lino—, un ateo al que le toca la lotería.

—No digo que no. O, por ejemplo, el amor. ¿Qué es el amor sino una aparición? La amada se le aparece al amado, Laura a Petrarca, Julieta a Romeo, Paquita a mí mismo. ¿O es que a ti no se te ha aparecido nunca una mujer? Y esa aparición sobrenatural es el resultado de un proceso complicadísimo que a veces dura muchos años. Es como el jaque mate tras una larga y reñidísima partida de ajedrez. O, por ejemplo, la muerte, que es de lo que íbamos hablando. El caso del criminaloide es un ejemplo obvio de aparición. Si mata, es porque la víctima se le aparece, como la amada al amado, y ese encuentro es por fuerza fatal. No sé si me explico, pero yo creo mucho en esto de las apariciones. Algo pasa aparentemente por casualidad, pero una vez que pasa todos comprendemos que era necesario que pasara así, y que no podía pasar de otra manera. A Colón, por ejemplo, se le apareció América, y a Newton la manzana, y ahora ya sabemos que esos encuentros no fueron casuales, en el sentido neto de la palabra. O, sin ir más lejos, yo esta mañana me he aparecido a ti, o viceversa. Nunca he entendido por qué la religión se ha apoderado en exclusiva de las apariciones.

Lo miró para recabar su opinión.

—No se, no sé —dijo Lino.

—Hombre, desde Kant para acá, saber no sabemos nada con certeza. Ni siquiera podemos estar seguros de lo que vemos. Por saber, no está del todo claro que tú y yo vayamos ahora camino de Aranda. Pensamos y hablamos por hipótesis, por aproximaciones. Para entendemos, debemos tener un poco de fe (otro término, por cierto, del que se han apoderado las religiones) uno en el otro. O dicho de otra manera: tenemos que hablar como si el pequeño Kant no hubiera existido. Kant ha malogrado sin querer muchas amistades y muchos amores, y ha ayudado a crear a esos héroes del silencio tipo Humphrey Bogart o Bartleby, que para los psicólogos son casos de manual, o tú mismo, cuando con ese «no sé, no sé», dicho así dos veces, parece que estás hablando en profundidad de grandes cosas. ¿Somos o no somos amigos?

—Sí —dijo Lino sin dudar, porque sentía vagamente que Gálvez era, o iba camino de ser, el mejor amigo que había tenido nunca, a pesar de la brevedad de la relación. Así de pobre había sido su vida.

—Pues entonces debemos tenernos fe. Y es que pocas cosas hay tan dulces y descansadas como la amistad. Y ahora te voy a enseñar algo que no conoces para que lo pongas en tu libro y lo guardes en tu corazón. Y de paso haremos un poco de deporte. ¡Hay que llevar una vida sana! —y le dio a Lino una fuerte y amistosa palmada en la rodilla.

Se desvió de la autovía y tomó una pequeña carretera secundaria entre un bosque bajo de pinos y chaparros.

—Siempre que paso por aquí me paro a hacer deporte. Ya verás cómo me conservo a mis cuarenta y seis años. ¡Mira! —gritó de pronto.

Acababan de atropellar a un conejo. Detuvo el coche, bajaron y contemplaron el pequeño cuerpo todavía agonizante.

—Aquí tienes un caso de aparición. El problema es si el conejo se nos ha aparecido a nosotros o si nosotros nos hemos aparecido al conejo. Lo que te dije: la vida está llena de milagros, unos los hace Dios y otros el diablo. Si quieres llevártelo, ya tienes la cena. O nos lo repartimos, para uno la carne y para el otro la pellica.

—No, no, yo no sabría qué hacer con él.

—Entonces me lo llevaré yo —y lo metió en el maletero.

Pocos kilómetros más allá, la carreterita se hizo de tierra, y aún siguieron un buen rato por ella hasta que el bosque empezó a clarear y a mostrar a lo lejos un paisaje de cerros y barrancos pedregosos, pelados y rojizos. Entonces, como por obra de encantamiento, se desviaron por un sendero y enseguida salieron a un lugar tan inesperado y tan bonito que Lino se quedó boquiabierto, sin dar crédito a lo que veía. Estaban ante una extensión ondulante, toda hecha de pradera, con árboles gigantescos de troncos retorcidos y musculosos y formas caprichosas, y aquí un laguito con las orillas adornadas de piedrecitas blancas, y allí un apretado corro de arbustos, y a lo lejos una ermita y un frontón para jugar a la pelota. Bajaron del coche y se quedaron contemplando el panorama. Hacía un día muy claro y azul, y con tanta luz que había que chafar los ojos para mirar el espectáculo.

—Aquí tienes el enebral de Hornuez. Mira esos árboles, a ti que te gustan las cosas antiquísimas. Son los enebros más grandes y viejos de España, y quizá del mundo. Algunos tendrán más de mil años. Son como divinidades, como ídolos de poderosas tribus primitivas. Aquel de allí es el de la Señorita, y aquel —y señalaba con el dedo— el del Confesionario, y aquel, que es el más grande de todos, es el de la Borrega. En el de la Borrega fue donde se le apareció la Virgen a un pastor, en mil doscientos cuarenta y seis. Iba el pastor a cortar una rama para hacer fuego, y en ese momento se le apareció la Virgen para llamarlo al orden. Aquí en España siempre ha gustado mucho quemar y cortar árboles. Cómo será la cosa que, para salvar un solo árbol, tiene que bajar de los cielos la Virgen. Aquello fue un milagro, quiero decir que al pastor no le diera por prenderle fuego a todo el enebral, y eso por no hablar de cómo también el enebral sobrevivió a los constructores de naves para el imperio, a los leñadores, a los carboneros, a los viajeros que van de paso, a los urbanizadores y a los españoles en general, y en memoria de tales portentos se construyó aquella ermita que allí ves. ¿Qué hubiera dicho nuestro querido y pequeño Kant de todo esto?

—Y aquello ¿qué es? —y señaló al apretado corro de arbustos.

—Un laberinto para los niños. Una vez al año, la gente de los alrededores celebra aquí una romería.

Abrió el maletero del coche y sacó una camiseta y un calzón de deporte.

—¡Vamos, póntelos!

Y Lino no protestó. Al contrario, le pareció bien, y acorde con todo cuanto estaba viviendo esa mañana. Gálvez hizo lo mismo, y enseguida los dos estuvieron equipados para la ocasión. Lo único que desentonaba eran los zapatos de Lino, pero aun así eran ligeros y flexibles para correr y saltar por aquel lugar maravilloso.

—Te echo una carrera de aquí al frontón —dijo Gálvez, y con el canto de la zapatilla trazó una raya y adoptó la postura del corredor en línea listo para partir.

Lino hizo lo mismo, y a la voz de tres salieron corriendo a todo meter por la mullida y ondulante pradera, dando gritos y sorteando árboles a su paso.

Ganó Gálvez de largo. En el repecho final, Lino fue desacelerando la marcha hasta detenerse por completo, sin fuelle, con los pulmones doloridos por las alentadas de aire fresco, los músculos casi agarrotados, porque no corría así, entregando en cada instante todo su vigor, desde niño, en tanto que Gálvez, allá en la cima, calvo, fuerte y peludo, todavía corría en seco, como desentumeciéndose, como si aquello hubiera sido solo un precalentamiento para él.

Desde lo alto, se veía el paisaje descarnado, pobre e inhóspito que Lino había vislumbrado antes desde el coche. Era un secarral montuno que acaso no sirviera ni para cabras. Solo culebras y alacranes podrían medrar allí. Y, sin embargo, en el fondo de las quebradas se veían las manchitas verdes de algunas huertas, pequeños árboles esbeltos, oscuras tierras de labor. Todo en miniatura, como visto desde un avión.

—Ahí empieza la verdadera Castilla —dijo Gálvez con voz dramática, y los dos se quedaron sobrecogidos, mirando al horizonte, sin atreverse a decir más.

—Bueno, y ahora una de dos, o entramos en la ermita a rezar o echamos un partido de pelota —y enseñó una pelota de cuero que llevaba en la mano.

—Pero si yo no he jugado nunca a eso.

—Piensa que toda tu vida anterior (como le ocurrió al conejo hace un rato) han sido preparativos, pretextos y conspiraciones, para llegar a este lugar y a este preciso instante.

—Eso es absurdo.

—Es decir, que prefieres rezar, postrarte ante la Virgen que se le apareció al pastor para salvar un solo árbol. A lo mejor eso te parece más lógico.

—No, yo no he dicho eso.

—Pues entonces no se hable más. Vamos a veintiún puntos, y te doy diez de ventaja —y se pusieron a jugar.

Gálvez jugaba duro y largo y Lino corría detrás de la pelota, y cuando conseguía restarle sus voleas raramente alcanzaban el muro, y a los pocos envites tenía la palma de la mano hinchada y dolorida. Pero aun así echaron dos partidas, y al final Lino se recostó contra la pared, sudoroso y cansado como no recordaba haber estado nunca.

—¡Pues vaya un alfeñique! —se burló Gálvez de él—. Y yo que pensaba retarte a boxear, a luchar, a hacer flexiones, a saltos de longitud y de altura, a lanzamiento de pesos… Ya te dije que soy un atleta —y se puso en pose de forzudo culturista, haciendo exhibición de tórax y de bíceps—. Pero aun así tenemos que pelear, al menos una vez, para que compruebes en ti mismo lo fuerte que estoy.

Se puso frente a él en posición de ataque y le dijo:

—¡Defiéndete, fugitivo!

Se trabaron con brazos y piernas, pero a Gálvez le costó muy poco voltearlo e inmovilizarlo con una llave de presa sobre el suelo.

—¿Te rindes?

—Sí.

—¡Más fuerte!

—¡Sí!

Bajaron sin prisas por la pradera, entraron en el laberinto de arbustos y jugaron a extraviarse en él, y cuando salieron, Gálvez le dio con el codo y le dijo:

—¿Sabes lo que necesitamos ahora? Un buen baño.

—¿Dónde?

—¿Dónde va a ser? Pues en el estanque, ¿no lo ves?

—Pero esa agua estará muy fría.

—Pues mejor. A ver si va a resultar que, además de alfeñique, eres también friolero. ¡Vamos! —dijo, y se desnudó por completo—. Te echo una carrera hasta el agua.

Y Lino, sin pensárselo dos veces y sin ningún pudor, se desnudó también, y a la voz de tres salieron corriendo hacia el estanque. El agua estaba clara y fría, y solo les llegaba a las rodillas, pero ellos mal que bien se zambulleron, bucearon, chapotearon y jugaron a echarse embozadas y patadas de agua, y luego se sentaron en el fondo del estanque y se lavaron y se retaron de nuevo a ver quién era capaz de atrapar un pececillo o una rana.

—En este estanque —dijo Gálvez—, nuestro pequeño Kant hubiera sido feliz.

Cuando salieron del agua, Lino se sintió a gusto, extrañamente dichoso, caminando desnudo sobre la hierba y entre los enebros milenarios. Gálvez sacó dos toallas del coche, y después de vestirse se tomaron un batido de chocolate y unas cortezas de cereales con sabor a jamón. Lino estaba agotado y sentía que su cuerpo volvía a ser joven de verdad.

Salieron de nuevo a la autovía y enfilaron los últimos kilómetros hacia Aranda.

—Pues ya enseguida nos despedimos —dijo Gálvez—. Yo me quedo en Aranda, en la factoría, y tú continúas hacia el norte. Oye, Lino, ¿tú tienes alguna pasión o afición secreta más o menos inconfesable?

—Pues no sé —se quedó pensando Lino—. Tengo muchas manías, pero pasiones secretas creo que no.

—Yo sí tengo una, y me da mucha vergüenza confesarla. Y digo que es secreta porque no se la cuento casi a nadie. Pero a ti te la voy a contar porque te considero un buen amigo. Mi pasión secreta es la pesca furtiva de cangrejos.

—Pues no sé qué hay de secreto en eso. Es una afición de lo más inocente.

—No lo creas. Para empezar, un empleado del Grupo, y más un empleado de alto nivel como soy yo, no debería dejarse arrastrar por esas turbias aficiones. Es inmoral, sencillamente es inmoral. Si un día me pillan los forestales, o me registra el coche la Guardia Civil, tendría que abandonar el Grupo, no me quedaría otra opción. Esto de las opciones es un gran misterio. Entre Paquita y el Grupo, yo elegí el Grupo, y entre el Grupo y los cangrejos, resulta que, de algún modo, elijo a los cangrejos. ¿Dónde está la escala de valores? En mí tienes un caso elemental de que, en cuanto a los valores, vivimos una época de decadencia, y en esto está de acuerdo casi todo el mundo. Pero yo no lo puedo evitar. Lo he intentado de muchas maneras, y todas sin éxito. Conozco sitios que solo yo conozco, sitios recónditos en ríos y en arroyos lejanos, a veces a cientos de kilómetros y tomando atajos por caminos forestales, y luego a pie, de noche, a campo traviesa, cargado con la impedimenta, horas y horas de penalidades y peligros que me podría ahorrar con solo quedarme en casa y renunciar a esas expediciones temerarias. Y sin embargo, todas las semanas salgo al menos dos noches a pescar, que son dos noches sin dormir, viviendo en estado de alerta y poniendo en riesgo mi honor y mi futuro. Pero no lo puedo evitar. Tendrías que venir un día conmigo para vivir esa experiencia. Echar los reteles y esperar en la oscuridad, oyendo los rumores del bosque. ¡Ah, y la cena! Suelo llevar, entre otras cosas, tortilla de patatas, albóndigas, carne con tomate, ensaladilla rusa, chipirones encebollados, buñuelos de bacalao con pimientos fritos, alitas de pollo, un par de botellas de vino, una petaca de whisky… Lo pasaríamos bien juntos, y nuestro pequeño amigo Kant, si viniera con nosotros, también lo pasaría bien. Aunque, la verdad, yo prefiero ir solo.

—¿Y pescas mucho?

—Ya lo creo. Entre quince y veinte docenas por noche.

—¿Y qué haces con tantos cangrejos?

—¡Los vendo! Hay un pueblo cerca de Aranda donde vive un tipo de lo más extraño, que se llama Olmedo, Jesús Olmedo, y ese es el que hace de intermediario. Yo se los vendo a él y él los distribuye por aquí y por allá. ¡Un gran tipo ese Olmedo! Tú que eres historiador y medio artista, te llevarías bien con él, porque sois un poco de la misma calaña. Algunos le llaman Robinson, por lo solo y aislado que vive de la civilización. Tiene una finca muy bonita, la Olmedilla, que fue de sus padres, y antes de sus abuelos y de sus más remotos antepasados. Pues a ese es a quien le vendo los cangrejos. O se los cambio por huevos, por verduras, por aves de corral…

—Pues a mí, todo eso que cuentas no me parece tan grave como tú lo pintas.

—Bah, qué sé yo, y qué sabrás tú. Porque Olmedo es enemigo acérrimo del Grupo. Odia nuestra empresa y nuestros productos. Dice que todo lo que hacemos es artificial, antinatural, insalubre, engañoso, y otras cosas peores que no me atrevo a repetir. Y yo lo entiendo, porque Olmedo no solo es ecologista radical sino que rechaza en bloque todo lo moderno. Yo creo que es un hombre triste e infantil. Pero lo que ya no se entiende es que yo le permita hablar mal del Grupo. Y no solo eso, sino que, bien por no discutir, bien por debilidad, o bien por alguna otra oscura e innombrable razón que prefiero ignorar, le llevo la corriente, y yo mismo, cuando quiero darme cuenta, me veo hablando mal del Grupo y de sus productos y de su gente, y rivalizando en blasfemias con Olmedo. Es vergonzoso, lo sé, y es profundamente inmoral, pero no puedo evitarlo. Así que, entre los cangrejos y mis conversaciones clandestinas con Olmedo, me siento…, no sé, como que soy un impostor y que llevo una doble vida. Entonces me acuerdo de nuestro pequeño y amado Kant, y me digo: Mira, Gálvez, uno no puede andar siempre con el imperativo categórico a cuestas. En la vida hay problemas insolubles, y tenemos que aceptarlos así y acostumbrarnos a convivir con ellos, y tú eres uno de esos problemas. Pero no: siempre quiero resolver los conflictos a palos y meter en cintura a las contradicciones, y eso no es modo de encontrar la secreta armonía del conjunto. Al revés, lo único que consigo es crear nuevos conflictos y llenarme de angustias y cargos de conciencia. Hay cosas imposibles de resolver, incluso para un experto en Liderazgo y Recursos Humanos, averías que no tienen arreglo, y tendríamos que aprender a caminar en la oscuridad…, no sé si me explico.

—Perfectamente, entre otras cosas porque yo también soy uno de esos problemas insolubles. Una vez (no se lo he contado nunca a nadie) rompí con mi novia porque la sorprendí comiéndose un huevo duro.

—¡Joder, cómo te las gastas!

—Es un enigma que todavía no he conseguido resolver.

—Ni lo resolverás nunca. La historia se hace a veces con cosas insignificantes, como el huevo duro o los cangrejos. Y es que el mundo está lleno de pequeños problemas insolubles —se ratificó Gálvez—. ¿Por qué no jugamos a eso, a los problemas insolubles y a los males inevitables? Por ejemplo, la convivencia pacífica entre el lobo, la oveja y la lechuga. O el agua y el aceite. Te toca.

—La muerte.

—Esa es muy buena. Ahora voy yo. La cuadratura del círculo, la imposibilidad de inventar una afeitadora eléctrica que apure tanto como la cuchilla.

—Esa tampoco es mala —dijo Lino—. La incapacidad del hombre para estarse quieto en un lugar.

—El inevitable agotamiento a medio-largo plazo de los yacimientos petrolíferos.

—El asco irreprimible de muchas personas a los caracoles y a las yemas de Santa Teresa.

—La tendencia de la plata al envejecimiento, la fragilidad de las tazas de té, la pereza y la inconstancia de las nubes de verano, la mansedumbre siempre peligrosa de los toros de lidia.

—La buena vecindad entre los dioses, la incompatibilidad del amor con los huevos duros o del catarro con la ensalada de lechuga.

—La eterna discordia entre la lluvia y los perritos pequineses.

—Muy buena, sí señor. La doble vida a que se ve arrojado el cuchillo, o cualquier otro objeto cortante.

—El razonable pero imposible parecido entre una rata y una ardilla.

—La desavenencia entre las aguas residuales y las fosforescentes.

—El antagonismo del pulpo consigo mismo.

Y así, diciendo tontunas, entraron en Aranda y llegaron a la factoría. La factoría estaba en las afueras, cerca de la plaza de toros y al lado mismo de un tanatorio. Tenía muchos y mastodónticos tanques y chimeneas y tubos de metal que relucían al sol de la mañana, y había un continuo hormigueo de camiones y vehículos ligeros, y por todas partes se veían —muy pequeñitos— obreros vestidos con monos blancos impolutos.

—Aquí nos despedimos —dijo Gálvez.

—Sí.

—¿No te gustaría trabajar en el Grupo? Si echas una instancia, yo puedo recomendarte. Podrías ser mi ayudante, y luego heredar mi puesto. Y aquí encontrarías además un lugar para toda la vida.

—No, creo que seguiré mi camino.

—Oye, Lino, ¿tú crees en el perdón de los pecados?

—No te entiendo bien —dijo Lino, que había abierto la puerta y tenía ya un pie en el asfalto.

—Verás. Yo creo que hay poquísima gente que sepa perdonar. Existe la indulgencia, la educada hipocresía, el silencio de los ofendidos, la misericordia, la tolerancia, la comprensión, el olvido, la generosidad, incluso la generosidad del desprecio… Pero ¿el perdón? No sé, yo creo que no. Ese es otro problema insoluble, y por eso la religión se ha apoderado de él. Las religiones siempre se apoderan de los imposibles, y luego los gestionan a su manera. Pero, entre los hombres, entre los Ferrer, los Silva, los Segarra, los Gómez o los Gálvez, o entre las Paquitas o las Maritrinis, entre esos, bah, yo creo que el perdón de los pecados es una utopía más entre las utopías.

Lino no supo qué decir.

—Comprendo lo que dices, y creo que lo comparto.

Se bajó del coche y ya desde la ventanilla se despidió de Gálvez.

—Gracias por todo.

—Igual volvemos a vernos. A lo mejor, cuando menos lo esperemos, volvemos a aparecemos uno al otro. Quién sabe si el presente, dentro de la secreta armonía del conjunto, no está ya trabajando para provocar un nuevo encuentro.

—Pues quizá.

—Toma —y le dio una botella de agua y un paquetito de galletas—. De ahí para arriba, todo es norte.

Puso el coche en marcha, y ya desde la entrada de la factoría, se asomó por la ventanilla y le gritó:

—¡Adiós, fugitivo! ¡Y suerte!

Qué inventivo y dicharachero era aquel hombre. Con sus continuas invitaciones a la palabra y a la acción, había conseguido que se olvidara de sus penas para entregarse a los humildes pero seguros placeres del presente. Y era curioso, porque en el peor trance de su vida había conseguido momentos exultantes de felicidad. El puro gozo de vivir, como a veces le ocurría en la niñez.

Ahora, sin embargo, estaba inmóvil y en silencio frente a una carreterita mal asfaltada que se perdía a lo lejos, y sentía cómo de nuevo se iba apoderando de él la culpa, el sinsabor de la desdicha, la indefensión, el espanto ante los sucesos que había vivido en las últimas horas y los muchos e inciertos que le quedaban por vivir. ¿Qué iba a ser de él? ¿Qué podía hacer sino seguir huyendo por la anchura del mundo? Como Orestes, que tras matar a su madre huyó perseguido por las furias, o como aquella ninfa, Ío se llamaba, a quien una diosa transformó en vaca y la condenó a errar por el mundo hostigada día y noche por tábanos y moscas. Y aquella pobre vaca con alma de ninfa salió de Grecia, cruzó todo el Asia Menor, cruzó a nado el Mediterráneo con los tábanos en el lomo y, ensangrentada y llagada, llegó hasta Egipto en su terrible deambular.

Y no, no eran historias antiguas y fantásticas, mitos salidos de la niñez de la razón, sino noticias siempre actuales y verídicas, y tan bien documentadas como las que traían los periódicos con toda suerte de datos y detalles. Como a ellos, también a él le tocaba andar a la ventura por el mundo. Y como ellos, sin esperanza de alcanzar el perdón. Porque ¿qué Dios, qué tribunal, qué golpe de fortuna podría absolverlo de sus culpas? O de sus errores, eso era lo de menos, porque de un modo u otro, culpable o inocente, el caso era que el conjunto de sus actos durante el jueves había terminado por crear un problema insoluble. Como la decadencia imparable de los abrelatas, de los chalecos de punto, de los cortaúñas y de los infanzones (Esta le hubiera gustado a Gálvez, pensó), y su ocurrencia le produjo casi un ataque de risa. Los infanzones. Este es, pues, mi trágico destino, se dijo, y no me queda otra opción que aceptarlo. Y no paraba de reírse.

Y la risa lo sacó de sus cavilaciones sobre el pasado y lo devolvió de nuevo a las noticias de la actualidad.

Lo primero que hizo fue hacer recuento de sus pertenencias, como Robinson Crusoe tras el naufragio. Medio paquete de pañuelos de celulosa, además de otros ya usados y manchados de sangre y mayonesa, 62,55 euros, el botón de la chaqueta, las llaves de casa, las piezas del teléfono móvil, una botella de agua y un paquetito de galletas. Esos eran todos sus recursos para iniciar una nueva vida. En cuanto al hecho anómalo de que ayer, al salir de casa, se olvidara de las tarjetas de crédito y del carné de identidad, debió de ser una de las tantas celadas que el destino le había tendido en ese jueves desdichado.

Despacio, tonificado por el ejercicio físico y por el baño, echó a andar carretera adelante. Era una preciosa mañana de primavera. Apenas había tráfico, y podía recrearse sin apuro en los placeres del camino. Le parecía mentira ir por allí, por aquellos lugares nunca vistos, sin equipaje, sin rumbo, sin deberes, tan a trasmano de la costumbre, cuando ayer mismo se levantó confiado y eufórico, y con el porvenir felizmente resuelto. Y sin embargo ahora, a pesar de la incertidumbre y de la desgracia que había caído sobre él, notaba en el fondo de su ánimo el latido de una fuerza interior, una secreta y loca alegría que no recordaba haber sentido desde hacía mucho tiempo, quizá desde nunca.

Era una zona llana, y del lado izquierdo se veían a lo lejos las arboledas del Duero difuminadas por una leve bruma que ya empezaba a levantar. Y aquí una viña, y allí un barbecho, y más allá unas parcelas de regadío, y una charca con algunas cigüeñas, y un hato de ovejas, y bosquecitos ralos de pinos y de encinas, y cerros pedregosos de monte bajo y conejero. Y la apretada multitud de flores y hierbas que crecían en los márgenes de la carretera. A su paso se callaban los grillos, saltaban los saltamontes, volaban las avispas y las mariposas, escapaba una lagartija, brillaban como plata viva los hilos de una telaraña, se inmovilizaba y mimetizaba un escarabajillo de colores que bebía de una gota de rocío en el filamento de una flor de cardo azul, todo un mundo mínimo y delicado bullía y se afanaba en aquella floresta olvidada de Dios y de los hombres. Y alrededor, el currichichí de la perdiz, el balar de una oveja, el silbo de un mirlo, el breve y purísimo trémolo de una alondra.

Se sentía joven, sano, libre, el alma de muchacho. Más allá, cruzó ante una cementera y aligeró el paso para escapar al polvo, al fragor de las máquinas y al humazo de los camiones. Cuando se dio cuenta iba ya lejos y seguía caminando a ritmo de marcha. ¿Dónde vas tan deprisa?, se dijo. El sol empezaba ya a calentar con fuerza. Se detuvo, cansado y sudoroso. Se quitó la chaqueta, se la echó al hombro y se volvió a mirar atrás. Allí estaba el camino, convertido hoy más que nunca en la gran metáfora de la vida. Recordó otra vez cómo el adolescente que llegó a ser se detuvo un momento y miró sobre el hombro para repudiar al niño que había sido, y cómo el jovencito hizo lo mismo con el adolescente, y el hombre maduro que empezaba ya a ser con el jovencito que fue hasta ayer mismo. ¿Y no deseaba también ahora, al volver los ojos sobre sus pasos, borrar con la mirada el día de ayer, y con él los últimos años de su vida?

Pero no, eso era imborrable. Ahí estaba el nudo de la cuestión, el problema insoluble. Hasta entonces sus fugas habían sido inofensivas, pero ahora dejaba atrás un cadáver, a la mujer amada, a la familia, y a su propio y espléndido futuro. Era como si su vida se hubiera convertido de pronto en ruinas de una antigua y próspera civilización. Por un momento volvió a pasar por su mente la posibilidad de regresar y arreglar entre todos el asunto, echar tierra encima, dejarlo correr, con la complicidad incluso de la policía, porque los padres de Clara eran muy influyentes y porque aquel tipo al que mató en defensa propia y casi sin querer estaba mucho mejor muerto que vivo. Quizá ni siquiera ingresaría en prisión, porque al fin y al cabo lo que hizo tenía algo de heroico. No para darle una medalla, pero sí para perdonarlo con secretas palabras de complicidad. Y Clara lo comprendería: «¡Oh, Nilito, amor mío, qué valiente eres!», dijo, ¿o es que ya no te acuerdas? Huir: ese había sido su peor error. Porque quien huye declara su culpa ya en la huida. «También los inocentes huyen», había dicho Gálvez. Y era verdad, aunque también era seguro que la policía y el juez no pensarían lo mismo.

Por supuesto que lo juzgarían y lo condenarían por asesino, y la palabra asesino lo sobrecogió, porque invalidaba de golpe a todas las demás palabras que podían definirlo: historiador, dibujante, recepcionista, hijo, enamorado, buen ciudadano, cierto dominio del francés y el inglés, solitario, un tanto melancólico… Pero era inútil. Donde se diga asesino, que callen las demás palabras. Quién le iba a decir que a su colección de palabras esenciales, contingencia, tedio, ironía, y todas las demás que lo habían guiado por el camino de la vida, se iba a sumar ahora de pronto la palabra asesino.

¿Ves?, se dijo, en cuanto has dejado de andar y de huir, han vuelto a atormentarte las furias y los tábanos. Así que los espantó con la mano y reanudó la caminata con la chaqueta al hombro, silbando fuerte, y andando cada vez más aprisa.

Entró en una cabina telefónica del primer pueblo que encontró y llamó con la casi segura esperanza de hablar con su padre, que era quien solía atender el teléfono en casa. No con la madre, que se pondría a hacer preguntas y a intercalar reproches y a exigirle explicaciones claras y concretas, sino con el padre, que como andaba absorto en su mundo particular y extravagante, daba por buenos, sin mayores reparos, los mundos particulares de los demás. Tampoco se atrevió a llamar a Clara, porque también ella le exigiría la verdad, y no entendería tampoco por qué no volvió al restaurante, o por qué al menos no la llamó por teléfono para contarle lo ocurrido, sino que huyó, así, sin avisar, sin una explicación ni una disculpa, dejándola —a ella y a su familia— en una situación desesperada, humillante y ridícula. No, mejor utilizar al padre de intermediario y pacificador.

—Oye, que soy yo.

—¡Santo cielo, por fin apareces! Pero ¿qué te ha pasado?, cuéntame, ¿cómo es que desapareciste de repente? No hemos pegado ojo en toda la noche. ¿Estás bien?

—Sí, sí, estoy bien, perfectamente.

—¿Y por dónde andas?

—Voy hacia el norte, es todo lo que puedo decirte por ahora.

—Pero ¿por qué?, ¿a cuento de qué todo esto? Tenías que haber visto a la pobre Clara y a sus padres. A Clarita le dio un ataque de nervios y se puso a romper copas y platos contra el suelo. Estaba como loca. Se hizo sangre en los labios de tanto mordérselos, quería arrancarse el pelo, y gritaba: «¡Lo sabía, lo sabía!, ¡sabía que iba a huir, lo sabía!», y se arañó los brazos y hubo que sujetarla para que no se arañara también la cara. Un desastre. Pero ¿qué es lo que te pasó?, ¿adonde coño fuiste que…

—Ya te lo contaré todo en su momento, ahora no puedo.

Se oyó entonces el escándalo de voces de la madre y los siseos enérgicos del padre mandándola callar.

—¿En qué lío se ha metido esta vez? ¿Qué nueva manía es esta? Dile que cuando lo coja lo mato —la oyó gritar.

—¿Y entonces la boda? —dijo el padre.

—La boda ya veremos. Supongo que será más adelante. Y ahora escúchame bien, que esto se va a cortar. ¿Habéis denunciado mi desaparición?

—Ayer noche pusimos la denuncia.

—¡Pregúntale a ese sinvergüenza cuándo piensa volver!

—Bueno, pues quiero que vayas ahora mismo a la comisaría y la retires. Dile que ya he aparecido, que todo fue un equívoco, que me emborraché, o lo que te parezca.

Había hecho sus cálculos. Si ayer fue fiesta, y si archivaban hoy mismo la denuncia, era seguro que en unas horas no habrían podido relacionar su desaparición con la aparición del cadáver de un delincuente habitual en un portal oscuro de un oscuro barrio de Madrid. Aunque, claro, el verdadero problema (insoluble) es que la policía tenía su nombre y dirección, y era seguro que tarde o temprano lo llamarían, aunque fuese por pura rutina, para declarar. Y ahí empezaría a quedar la trama al descubierto.

—Mejor les cuento que te dio un ictus cerebral momentáneo, con pérdida de memoria. O que te intoxicaste con unos mejillones. Yo conocí a uno que…

Otra vez se oyeron los gritos de la madre y los siseos del padre.

—No, por favor, no compliques todavía más las cosas. Solo tienes que decir que ya he aparecido, que todo fue una falsa alarma. Solo eso. Y también quiero que llames a Clara y que le digas que estoy bien y que ya la llamaré para explicarle todo. Dile también que la quiero.

—¿Y por qué no la llamas tú?

—Ahora no tengo tiempo de explicarlo.

—¿Qué dice? —gritó la madre.

—Que está bien y que todo se arreglará pronto. Es tu madre, que está aquí al lado, y que no ha parado de llorar desde ayer.

—Dale un beso y dile que lo siento.

—Bueno, y entonces ¿cuándo piensas volver?

—No lo sé, en cuanto pueda.

—¿Y no necesitas nada?

—No, nada. No os preocupéis por mí.

Hubo un largo silencio y se oyó a lo lejos el llanto de la madre. Y al rato, en voz baja:

—Si pudiera, me iba contigo. Siempre quise conocer el norte.

Salió de la cabina con los ojos empañados de lágrimas. Era triste, todo aquello era triste. Sus padres eran buenos, y una nueva culpa venía a sumarse a las que ya le roían la conciencia: el no haberlos querido como se merecían. Pero, ahora que tenía valor para pensarlo con sinceridad, con dura y cruel sinceridad, quizá no había querido nunca a nadie. Acaso ni siquiera a Clara (y quién sabe si en el fondo no huyó también de ella, y quizá sobre todo de ella, volvió a pensar), y por querer, ni siquiera se había querido a sí mismo. Un eunuco sentimental. Y ahora estaba allí, en mitad de la acera, deslumbrado por el sol, con los ojos llenos de chiribitas de colores, y todavía más deslumbrado por el asombro del tajo brutal en el tiempo que había dividido su vida en dos y cómo ahora no tenía pasado ni futuro, y en cuanto al presente, y aquí se frotó los ojos, hizo visera con la mano y miró alrededor. Un pequeño bar con dos mesas de plástico y unas sillas blancas y sucias también de plástico en la puerta, un balcón con geranios, calles angostas, casas pobres de adobe, un olmo enfermo, las torres de una iglesia llenas de nidos de cigüeñas, un cartelón escrito a mano sobre el dintel de una casa particular: «Comestibles».

Era la 1.30. Entró en la tienda y compró un panecillo y una lata de atún. Lo atendió una mujer mayor, desaliñada, con un vestido flojo de faena.

—¿Cuántos habitantes tiene este pueblo? —le preguntó.

—Pues yo creo que unos cuatrocientos. Pero no me haga caso, porque ahora con los coches y las urbanizaciones ya nadie sabe cuántos tiene.

Salió con la bolsa y deambuló un rato por el pueblo. Muchas casas estaban abandonadas y otras medio en ruinas. En una de ellas, la techumbre se había vencido sobre las vigas y entablados, y entre la confusión de tejas y maderas había crecido un boscaje de hierbas y pequeñas flores sobre un lecho de musgo. Lino recordó vagamente algunas lecturas de la Generación del 98. Una placita de tierra con un tobogán y dos columpios. A la sombra fresca de la iglesia, sentados en un múrete de piedra, unos viejos veían pasar la vida. Demasiada luz, demasiado cielo azul para iluminar tan pocas cosas, y tan pobres. Siguió caminando hasta que llegó de nuevo al punto de partida.

—¡Qué! ¿Ya los ha contado? —le preguntó la mujer desde la puerta de la tienda.

—Son muchos menos de los que usted decía.

—Tire por ahí —y le señaló con la mano— y los encontrará a todos juntos, y ya verá como no podrá contarlos.

Fue por donde decía la mujer y enseguida se encontró en las afueras del pueblo, ante un sendero de tierra entre huertos y pequeños sembrados de cereal, ya verde y espigado. Como ningún camino iba a llevarlo a ningún lado, echó a andar por él, con la idea de encontrar un lugar solitario y ameno donde comer y dormir un rato. Porque le estaba entrando sueño, mucho sueño, y aún más con el sonido del agua atareada de una acequia que, oculta entre zarzas y mimbres, discurría al borde mismo del camino. Aun así, andaba a buen paso, la chaqueta al hombro, los zapatos y los bajos del pantalón sucios de polvo y barro, y en el alma una honda y sombría atracción por lo desconocido.

Dejó atrás una zona yerma, con matorrales dispersos y matas de tomillo y cantueso. Allá al fondo, el camino subía y torcía a la derecha casi en ángulo recto para entrar en una zona fresca y boscosa, porque se veían sobresalir las copas frondosas de algunos árboles sobre la línea ya próxima al horizonte. Se apresuró en su busca, y al revolver la senda se quedó atónito, parado ante un espectáculo inesperado y singular. Toda una ciudad se extendía ante él, una ciudad oculta, como surgida de la nada por la magia de un genio, como en los viejos cuentos de Las mil y una noches. A ambos lados, y hasta donde podía verse, se sucedían y amontonaban chalés y edificios de cuatro y cinco plantas, algunos ya acabados y habitados y otros todavía en construcción, y entre ellos había calles, unas asfaltadas y otras muchas de tierra aún sin nivelar, y en unas había aceras, alcantarillas y farolas, y en otras no, y en unas partes las obras iban ya muy avanzadas, y en otras a medias, y otras estaban en el puro esqueleto, con solo unas vigas o unos encofrados, o alguna planta a medio vestir, o una escalera que iba a dar al vacío, todo de cemento crudo, y en algunas trabajaban los obreros y en otras no había nadie y parecían como abandonadas, y por todas partes se veían grúas, hormigoneras, carretillas, contenedores, montones de escombros, de ladrillos, de arena o de grava, de granito, de tejas, de lanchas de pizarra. En una plaza había un parque ya acabado, con sus setos, sus arbolitos, sus juegos para niños, sus bancos y su estanque con nenúfares y peces de colores, pero al lado se levantaba un ingente montón de ripio, que al parecer también servía de basurero para algunos vecinos.

Era una ciudad a medio hacer, como las de los pioneros en las películas del Oeste, solo que aquí todo era ostentoso y a lo grande. Los chalés tenían ínfulas de palacetes, o al menos representaban más de lo que eran, y no había más que observar las fachadas de piedra vista, los remates góticos de las buhardillas y cresterías, los porches sustentados por columnas de gran estilo clásico, las escalinatas de mármol, las balaustradas, las estatuas, florones y guirnaldas de yeso, y aunque en principio aquello estaba hecho para ser lujoso, y de hecho lo era, más bien parecía una impostura o un remedo del verdadero lujo, sin que se supiera bien de dónde surgía la ambigua falsedad de aquel ímpetu estético finalmente fallido. Lino recordó los chalés a los que se asomaba de muchacho cuando iba a visitar a don Gregory. Estaban escondidos tras los setos y entre la espesura de los jardines, y sin aparentar ni presumir de nada, sin apenas dejarse ver, secretamente lo insinuaban todo. Aquí, sin embargo, se alzaban para ser vistos y admirados, y presumían de todo, y sin embargo todo se quedaba en el ansia de la presunción y la apariencia. No era el decoro del joven que se honra con sus mejores galas la tarde del domingo, sino la exhibición y el ruido de quien se sabe con derecho a sonar y a exhibirse.

Y aquello parecía no tener fin, porque a un lado y al otro, y más allá de las últimas viviendas, ya se estaba explanando el terreno para acotar nuevas parcelas y levantar nuevas construcciones. Al lado de un pueblo tan pequeño, tan antiguo y tan pobre, aquella opulencia urbana tenía algo de desaforado, de irreal, casi de monstruoso. En pocos años, pensó Lino, todo aquel emporio, todas aquellas mansiones, se quedarían viejas prematuramente, desenmascaradas por el tiempo, y sin siquiera la esperanza de una decadencia digna.

Un buen rato anduvo Lino paseando absorto ante aquel espectáculo, tanto más insólito cuanto que había surgido de unos campos despoblados donde uno hubiera esperado encontrar antes una punta de cabras que una ciudad de ensueño. Entonces se acordó de los grandes árboles que había visto de lejos. ¿Dónde estaban? Porque aquí los que había eran pequeños, recién plantados, y la ciudad entera quedaba desabrigada en invierno y expuesta al sol ardiente en verano. Pero, yendo y viniendo, acabó por encontrarlos. Rodeó el muro pulcramente encalado que los cercaba, llegó al portón de entrada y leyó a un lado en letras inscritas en baldosas: La Olmedilla. La secreta armonía del conjunto, fue lo único que se le ocurrió pensar. Porque aquel era el lugar del que le había hablado Gálvez, y donde iba a vender los cangrejos de sus noches furtivas, y ahora de pronto se le aparecía, tenía lugar ese milagro laico, como hubiera dicho Gálvez de haber estado allí. Le habían ocurrido últimamente tantas cosas extrañas, que ya no se asombró ante aquella nueva jugada del azar. ¿Qué estaría el destino tramando contra él? Dio otra vuelta al recinto, que a su vez estaba circundado por altos edificios y por chalés construidos o a medio construir.

Las rejas del portón estaban abiertas y Lino entró sin pensarlo dos veces, atraído por el desafío de la fortuna, por la fatiga del camino, por el agobio del calor. Un sendero de arena entre setos y árboles lo transportó de golpe a lo que parecía un oasis en medio de aquel yermo opulento. Oyó un rumor de agua, encontró una veredita en la vegetación y fue a dar a una alberca entre higueras, y a una fuente cuyo chorro salía por la boca de una cabeza de dragón. Era un rincón idílico. Solo se oía el canto de los pájaros y el zumbido de las avispas. Las higueras casi metían las ramas en el agua, que era transparente y se movía y latía como si tuviese vida propia. Una rana, que tomaba el sol en el brocal, saltó al agua trazando una alta curva y se la vio con todo detalle cómo bajaba y se escondía entre unos hilos de hierbas ondulantes que verdeaban en el fondo. Ganas le daban de desnudarse y darse un baño en aquella agua tan clara y quitarse el polvo y el sudor y el sofoco que traía del camino. Pero se conformó con lavarse las manos, la cara y el pelo, y beber a morro de la fuente.

Salió otra vez al sendero de arena. Más allá, entre grandes árboles, había una vieja casa de labranza, muy bien conservada, con un porche de madera de cuya viga delantera colgaba, con su cadena para tocarla, una campanita dorada que recordaba a la de los antiguos barcos del Misisipi. Arriba, en lo más alto del tejado, ondeaba una bandera pirata.

Frente a la casa había un comedor de verano muy bien hecho, una construcción rústica de madera con solo el techo y la pared del fondo y una mesa grande, de reciedumbre castellana, con ocho sillas de altos respaldos y aire ceremonioso. Sin otra cosa que hacer, se acercó al comedor, se sentó en el borde de la mesa y esperó, como un jugador ya resabiado, la siguiente jugada del azar. Al fondo se veía solo la espesura de la vegetación, y de allí llegaba de vez en cuando el cloqueo de una gallina, el canto de un gallo, el pau pau de un pavo o el balar de un cordero. Pensó: Debe de sonar bien esa campanita en este lugar tan limpio y silencioso.

—¡Qué! ¿Viene a comprar algo?

De algún lado había salido un hombre seguido por un perro. El hombre era un vejete —ese fue el término que se le ocurrió a Lino, tanto por su edad y su físico como por su aire modesto y servicial—, vestido con un mono azul, los bajos del pantalón remetidos en unas altas botas de goma verde, y que traía un cubo de plástico en la mano. El perro se le adelantó y se acercó a Lino haciéndole fiestas. Era un perro guapo, de buen pelaje, de tamaño mediano y raza indefinida.

—No se fíe mucho de él —dijo el vejete—. Se llama Comediante porque, aunque nació aquí y tiene ya ocho años, todavía no conocemos sus intenciones. Unas veces es muy mansito y otras muy bravo, sabe ladrar de varias maneras, y tan pronto es el perro más fiel del mundo como entra en el gallinero y se come los huevos.

Se sacó un pañuelo arrugado del bolsillo trasero del mono y se enjugó las lágrimas.

—Y es muy rencoroso. Al que le haga alguna perrería, se la guarda, y en cuanto puede, se pone al acecho y se le tira a los tobillos. Así que no le haga mucho caso no sea que le muerda. Es un hipócrita.

—Yo creía que la hipocresía era cosa de personas y no de perros.

—Qué va, los animales tienen también su doblez. Hasta las ovejas y las gallinas, que parecen todas de un mismo carácter, tiene cada cual su manera de ser.

Dejó el cubo en el suelo y con el dorso de la mano se limpió el sudor de la frente.

—Entonces, si usted no viene a comprar nada, será que viene a vender algo.

—Ni una cosa ni otra. Venía a ver al dueño, a Jesús Olmedo.

—Pues no está. Ha ido a Aranda a repartir la verdura y los huevos.

Comediante los miraba por turno como si siguiera el hilo de la conversación.

—¿Y tardará mucho en venir?

—Eso nunca se sabe, porque tiene una novia en Roa y a veces se acerca a verla y se queda a comer allí. En fin, usted verá lo que hace. Yo me voy a echar el pienso al ganado.

Lino se quedó pensativo, mirando a Comediante, que enseguida bajó humildemente los ojos.

—Quizá podría esperarlo ahí, junto a la alberca, si a usted no le importa. Hace calor, es tarde, y esa es la única sombra de los alrededores.

—Pues claro, espérelo usted ahí todo el tiempo que quiera. A lo mejor llega enseguida o a lo mejor no llega hasta la noche.

Volvió a coger el cubo.

—Si necesita algo, no tiene más que tocar esa campana. Y ahora, fíjese usted en Comediante. Vamos a ver si se viene conmigo o si prefiere quedarse con usted. Seguro que ya ha hecho sus cálculos y tiene bien pensado lo que más le interesa.

El vejete se fue y el perro se quedó con Lino.

—¡No se fíe usted de él! —le gritó el vejete volviendo apenas la cabeza.

Dispuso sobre el brocal de la alberca el contenido de la bolsa. Abrió la lata de atún, dividió en dos mitades el panecillo usando de cuchillo la llave de casa, y también con la ayuda de la llave fue volcando y distribuyendo el contenido de la lata sobre una de las rebanadas de pan. Extendió un clínex a modo de mantel y puso sobre él unas cuantas galletas. Después vació la botella de agua mineral y la rellenó con el agua fresca de la fuente. Juntó las dos caras del pan, las apretó con cuidado para no verter el aceite, y en vez de llevárselo a la boca, se inclinó con la boca bien abierta para el primer mordisco. Entonces Comediante, que había asistido a todas aquellas operaciones sin perderse detalle, sentado sobre sus patas traseras y estirado e inmóvil como esfinge, lanzó a los cielos un aullido de lo más hondo y lastimero.

Mientras masticaba el primer bocado, Lino le tiró una galleta, que Comediante atrapó al vuelo. Al segundo mordisco, otra vez el aullido, tan quejumbroso que encogía de pena el corazón. Esta vez le echó solo media galleta.

Al tercer mordisco, y como esta vez su aullido no obtuvo ninguna recompensa, se alzó en dos patas y se puso a mover las otras dos en el aire y a dar vueltas y a hacer filigranas y a ladrar alborozado en lo que parecía un número de circo, ante lo cual Lino no pudo sino premiarlo con otra media galleta. De inmediato, dio una carrera y volvió con un palito en la boca, que dejó a los pies de Lino, ladró e hizo ademanes de que, si se lo tiraba, él iría a buscarlo y lo traería de nuevo, como así ocurrió, con lo cual se ganó otro pedazo de galleta. Luego le dio la pata a Lino, que se la estrechó a la vez que le ponía en la boca un trocito de miga de pan, después de rebañar con ella el fondo de la lata.

A partir de ahí, y como al parecer había agotado su repertorio de habilidades, las repitió de nuevo, pero esta vez sin éxito. Lino se despreocupó de él —aquel perro ya empezaba a resultarle cansino— y se dispuso a seguir comiendo. Entonces sonó un rumor lúgubre, como un lejano rodar de piedras, que al principio Lino no supo de dónde provenía, y hasta pensó en alguna hormigonera, pero en ese momento Comediante empezó a babear y a sufrir convulsiones y a poner ojos sanguinolentos de loco. Era de allí, de él, de su interior, de donde salía aquel ruido. Lino se subió al brocal y lo miró asustado, pensando si aquel perro no estaría rabioso, y hasta buscó una higuera donde encaramarse en caso de peligro. El perro hacía cosas rarísimas. Se arrastraba por el suelo, se revolcaba, gruñía, intentaba morderse el rabo, echaba espumarajos por la boca, adoptaba figuras y andares excéntricos, como si estuviera borracho, y hubo un momento en que, arrugando todo el hocico y mostrando amenazadoramente las encías y los dientes, se agachó como dispuesto a tomar impulso para saltar sobre el brocal. Lino le enseñó el bocadillo, hizo el gesto de tirárselo y, en efecto, en cuanto Comediante ensayó el amago de ir a por él, se lo tiró tan lejos como pudo. Comediante corrió en su busca y Lino esperó subido en el brocal, sin atreverse de momento a otra cosa. Así que este era un lugar idílico, pensó, donde solo se oía el arrullo de los pájaros y de las avispas, donde pensaba descansar del camino y encontrar una tregua a su desdichado deambular. Y mira con qué arte sutil el destino ha ideado la forma de volver a burlarse de ti. Qué irónico, qué contingente, qué absurdo y qué ridículo.

En esos pensamientos estaba cuando apareció de nuevo Comediante, todavía relamiéndose, moviendo el rabo en son de paz, las orejas gachas, y con una cara que, más que de mansedumbre, era de pura y beatífica candidez. Se acercó a la alberca, se agarbó sumiso, sin osar mirar arriba, avergonzado de sí mismo, y con un quejido de arrepentimiento que parecía el llantito inconsolable de un niño.

«Qué hijo de puta eres», dijo Lino. Se bajó del brocal —y ahí Comediante elevó el tono trágico de su llanto—, se comió medio paquete de galletas, echó un trago de agua, orinó, buscó un lugar entre sol y sombra y se tumbó con los ojos aborregados ya de sueño. Comediante se le acercó reptando y gimiendo, solicitando su perdón, y le lamió las manos y se juntó a él para abrigarlo y unir su sueño al suyo. Y al ratito, en efecto, los dos dormían abrazados, con las respiraciones acompasadas, como dos criaturas inocentes de toda maldad y toda culpa.

Soñó que estaba comiendo gazpacho en una mesa muy grande, él solo, y que de pronto entraba volando una paloma mensajera, se posaba en la mesa y, agotada por la travesía, se acercaba al cuenco y se ponía a comer gazpacho con él. En una pata llevaba puesto el anillo de estaño que contenía el mensaje. Cuidadosamente separó la tira de metal y un papelito cayó sobre la mesa. De lo que ponga aquí depende mi vida, aquí está escrito todo cuanto necesito saber para no precipitarme en los abismos de la desesperación, se dijo, mientras desenrollaba el papel e iban apareciendo ante sus ojos las primeras letras del mensaje.

Pero en ese mismo instante lo despertó una escandalera de ladridos y violentos tirones de ropa. Se puso en pie de un brinco, con el corazón desbocado de espanto, sin saber en qué tiempo ni en qué lugar estaba, y entonces vio que Comediante lo estaba atacando, le ladraba, le gruñía, le mordía los tobillos, y aunque no llegaba a hincar los dientes sí apretaba hasta hacerle daño, y luego retrocedía y otra vez a empezar. «¡Chucho! ¡Chucho!», le gritó, e intentó espantarlo a patadas. Pero Comediante las esquivaba con facilidad y le correteaba alrededor, y una de las veces le ganó la espalda y se le agarró a los bajos del pantalón y ya fue imposible liberarse de él. Por más que le voceaba y lo sacudía y lo arrastraba, el otro no parecía dispuesto a soltar su presa.

En ese forcejeo estaban cuando apareció un hombre por la veredita, gritó algo, un sonido inarticulado, y entonces sí, entonces Comediante lo soltó, corrió hacia el hombre y desde allí siguió ladrando ferozmente y haciendo como que, si no lo sujetaban, se tiraría otra vez sobre Lino.

—Chsss —dijo el hombre, y Comediante se calló, aunque todavía seguía gruñendo por lo bajo—. ¿Le ha mordido?

—Pues creo que sí —y se agachó para comprobarlo.

—Ya verá como no. Hace que muerde, pero apenas aprieta —y era verdad, porque solo tenía señalados superficialmente los dientes—. Como me ha oído llegar, se ha puesto a defender la casa de intrusos para hacer méritos ante mí. Siempre que me oye llegar, finge que está haciendo algo útil. Por ejemplo, mira al cielo y ladra como si hubiese visto un águila y estuviera ahuyentándola. O hace que ha visto un ratón y se pone al acecho. Y todo para darse a valer. Es el mayor farsante que uno se pueda imaginar.

Como si hubiera adivinado que hablaban de él, rabo entre piernas desapareció con sigilo entre la vegetación.

—Usted es Jesús Olmedo, ¿no?

—Sí, ya me ha dicho Emilio que quería verme.

Olmedo era un hombre flaco y fibroso, barbudo, no muy alto, cincuentón pero con aspecto todavía juvenil.

—Pues sí, me habló de usted Gálvez, Julio Gálvez, y también me habló de este sitio, y por pura casualidad resulta que pasé por aquí y se me ocurrió entrar a saludarlo. Y además este lugar es tan bonito…

—¿Y qué le contó el tarambana de Gálvez?

—Poca cosa. Que le vendía cangrejos, y que a usted no le hacen mucha gracia los productos Pascual.

—¡Qué jodio Gálvez! ¿Y qué más le dijo?

—Que es usted una especie de Robinson Crusoe. Se ve que le aprecia y que le tiene mucha simpatía.

—Y yo a él, aunque siempre que nos vemos acabamos discutiendo. Oye, ¿y tú qué haces por aquí?, si no te importa que nos tuteemos.

—No, al contrario. Soy historiador, especialista en Historia Antigua, y voy un poco a la ventura, buscando vestigios del pasado, y también por el gusto de vagabundear.

—Pues estás en el sitio apropiado, porque toda Castilla es una ruina.

Olmedo hablaba con energía y convicción, y tenía una dicción alta, sonora y muy bien modulada.

—Sin embargo, tú no estás aquí precisamente rodeado de ruinas —y giró un índice en el aire abarcando los alrededores.

—Bah, eso forma parte de la futura ruina de estas tierras malditas, y de su gente ignorante y palurda. Yo, a mi manera, también soy historiador, aunque aficionado, y sé de lo que hablo.

—Gálvez me dijo que eras también un poco artista.

—No, qué más quisiera yo. Me gusta mucho la escultura, pero solo soy un buen artesano. Mira, esa cabeza de dragón de la fuente la he hecho yo. Y también la alberca, y la mesa y las sillas que quizá has visto allí fuera.

Lino miró a la alberca cuando Olmedo la mencionó y vio que había desaparecido el medio paquete de galletas que había dejado sobre el brocal. Qué hijo de puta.

—Supongo que habrás venido en coche.

—No, qué va. Gálvez me trajo hasta Aranda y desde allí he venido andando.

—Ya. ¿Y ahora adonde piensas ir? Pronto empezará a anochecer.

Solo entonces se dio cuenta Lino de que había dormido casi seis horas.

—Pues, la verdad, no lo sé, no tengo planes ni rumbo fijo.

—Entonces, si quieres, te invito a cenar, y ya buscaremos luego un sitio para que pases la noche.

—Muy agradecido —dijo Lino, y abrió los brazos para darle más fuerza a sus palabras, y quizá inspirado en aquel gesto, Olmedo lo miró, y miró alrededor, y finalmente dijo:

—¿No llevas equipaje?

—No…

—Mejor, así se camina más libre y más ligero.

Le dio con la cabeza, y uno tras otro tomaron por la veredita y salieron al sendero de arena.

Olmedo era un hombre apasionado y hablador. Le enseñó primero sus dominios. En un cobertizo con techo acristalado a dos aguas, que había construido él mismo, y que servía para guardar herramientas, sacos de grano, recipientes, jaulas, ropa de faena y otros mil cachivaches, tenía también su taller de escultor. Le enseñó y describió algunas de sus obras, una reproducción en escayola del rostro de El grito, de Munch, la barbilla y el puño de El pensador, de Rodin, unas ondas de las barbas del Moisés, de Miguel Ángel, la frente y los cuernos de la cabra de Picasso, y otras particularidades de obras célebres. «Yo apenas invento nada, no tengo talento para la invención. Solo copio. Y no obras enteras sino detalles, porque como ya te he dicho, yo soy más artesano que artista, y me gusta lo concreto, y aunque esté mal decirlo, tengo un sentido agudo y exacto para la realidad. Sin ir más lejos, ¿no te has dado cuenta de que te falta un botón de la chaqueta y de que llevas en la camisa unas manchitas de pintura roja?» «A mí también me gustan los detalles», dijo Lino, «y creo que muchas veces la belleza en el arte es un conjunto de detalles bien armonizados. Yo dibujo, y creo que no lo hago del todo mal.»

Hablaron del arte, de sus pintores y cuadros y detalles favoritos, y siguiendo con la visita, Olmedo le mostró a Lino otras obras suyas de artesanía, el comedor de verano con los respaldos de las sillas labrados con viñetas de tareas campesinas, un arca de madera con sus herrajes y marquetería, el gallinero y su instalación eléctrica, y lo más extraordinario de todo, los espantapájaros de la huerta, que hechos de paja y vestidos cada cual con su traje, eran personajes famosos de ficción. Allí estaba Silver, el pirata de la pata de palo, allí aparecía el Conde de Montecristo vestido ya de conde y señalando con dedo acusador a los traidores, el cazador Quatermain con su rifle de madera apuntando a los pájaros, el Zorro con su sombrero y su antifaz y su capa al viento y el florete en la mano en actitud de ataque, el capitán Hatteras, ya viejo y loco, oteando con su catalejo las vastas extensiones polares, los detectives Hernández y Fernández con sus bastones levantados en actitud amenazadora, don Quijote con su lanza y su escudo, el capitán Trueno, Tarzán, y todas las figuras eran de tamaño natural y formaban, dispersas aquí y allá, un conjunto de lo más extravagante, pero asombroso y bonito de veras.

—¿Y qué? —preguntó Lino—, ¿tienen éxito con los pájaros?

—Qué van a tener. Los pájaros ya se conocen el truco, y hasta se posan en ellos sin ningún respeto. Ahora me arrepiento de haberlos puesto ahí, porque es triste que los héroes de antes acaben de peleles entre acelgas y calabazas. Ellos están hechos para otro tipo de hazañas que espantar a los pájaros. ¿No te parece un espectáculo triste?

—Visto así, es posible, pero no deja de ser un homenaje —dijo Lino—, y es hermoso verlos ahí, aunque sea de espantapájaros. A mí me gustan, y no los veo en absoluto ridículos. Ellos siempre, allí donde estén, conservarán su dignidad. Además —se le ocurrió de pronto—, se puede pensar que en realidad no están luchando contra los pájaros sino contra todas esas grúas y mamotretos de la urbanización.

Olmedo se rió de buena gana.

—Ese ha sido un buen golpe —dijo—, aunque tampoco parece que en esa batalla tengan mucho que hacer.

La finca medía algo más de una hectárea y estaba muy bien aprovechada. Además de la huerta, había un poco de cereal y de barbecho, una parcela para patatas y legumbres, algo de viña, ocho o diez corderos, dos colmenas, un amplio gallinero con una zona alambrada al aire libre donde convivían en buena hermandad gallinas, pavos, faisanes, pintadas, patos, codornices, y dos olivos, un nogal y algunos árboles frutales.

Sí, pensó Lino, Olmedo era un Robinson Crusoe que con sus buenas mañas había creado un pequeño reino casi idílico. Y Emilio, el vejete, era su Viernes, y hasta tenían su perro, y ellos eran los únicos que vivían y trabajaban allí, en aquella especie de isla en medio del páramo y del monstruo creciente de la urbanización.

Cenaron los tres en el comedor de verano, sopa de ajo y gallo viejo de corral con tomate, pan de trigo, queso, miel, fruta y vino, y copas heladas de aguardiente para la sobremesa, todo elaborado por ellos mismos con los productos de la casa.

Olmedo era, en efecto, un gran aficionado a la historia, aunque siendo como era un hombre escéptico de las generalidades y al que le gustaba lo exacto y lo concreto, su curiosidad histórica era muy distinta a la de Lino. Nada de grandes épocas, de estirpes reales, de interminables guerras o de civilizaciones milenarias, sino algo mucho más humilde y preciso: la historia de Castilla, y más específicamente del trozo de Castilla en el que le había tocado vivir, y no tanto el grueso trazo de los siglos como la cuidadosa caligrafía de los datos y episodios puntuales, menudos, a veces casi insignificantes. Esa letra pequeña de la historia le decía a él más del pasado y de sus gentes y modos de vida que las grandes panorámicas o los vastos pasajes de un imperio.

Y así, para ilustrar su visión de la historia, se puso a hablar apasionadamente y con cifras exactas de cuántos olivos, cuántas fanegas de trigo o de viña, cuántos molinos de pan o de aceite, hubo en su pueblo y en los pueblos vecinos durante los siglos de los Austrias. Sabía al detalle el pago de los diezmos en especies o en maravedíes. Y, dentro de los diezmos, los pontificales, los de realengo o los de señorío, y si se pagaban en cahíces de harina, en tinajas de vino, en gallinas, en corderos, cerdos o terneros, en quesos, en frutas, en huevos, en legumbres, y todo desglosado en sus cantidades exactas, lo que le tocaba pagar a cada vecino, tanto en este pueblo, tanto en el otro o en el de más allá, en cargas de cereal, en cántaras de aceite, en arrobas de lana, de lino, de miel, en libras de azafrán, y cuántos hidalgos habitaban en cada lugar, que esos no pechaban, ni tampoco pechaban los nobles ni los clérigos, y cuántos artesanos, que esos sí pechaban, había en cada sitio, herreros, tejedores, zapateros, guarnicioneros, carpinteros, arrieros, barberos, sastres, pescadores de río, y cuántos campesinos, que esos también pechaban, y cuántas yuntas y cuánta tierra tenía cada labrador, y eso por no hablar de los jornaleros, los verdaderos parias que ni siquiera aparecen en los libros de historia, y que eran más de la mitad de la población de Castilla, y en muchos pueblos el sesenta y el setenta por ciento, y que trabajaban de sol a sol y que apenas ganaban para subsistir.

—En Castilla, con una yunta y un celemín de tierra ya eras rico.

Esa era, pues, la trastienda del imperio español, y la leyenda de una Castilla altiva y poderosa, que además de sufrir en sus carnes las más pesadas cargas y despotismos del imperio seguía sobrellevando y expiando el bulo de un pasado esplendor que no existió jamás.

Bebía más que comía, y con el discurso se había ido exaltando hasta alcanzar un tono de la más indignada elocuencia. Emilio, el vejete, comía en silencio, despacio y con aplicación, sin levantar la vista del plato, y de vez en cuando sacaba el pañuelo y se limpiaba los ojos de lágrimas. Lino había escuchado muy atento hasta que de pronto, después de haber notado un vago malestar, descubrió que Comediante le estaba mordiendo los tobillos. O hacía por mordérselos. Era casi una caricia, pero con la advertencia de que, si su mensaje no era atendido, acabaría mordiéndoselos de verdad. Por cortesía, y por no interrumpir el discurso tan inspirado de su anfitrión, cosa que Comediante debía de saber por experiencia, Lino le fue pasando con disimulo trocitos de carne o de pan untado, y Comediante le lamía las manos con gratitud, pero al rato ya estaba otra vez queriendo morderle los tobillos.

—¿Y sabes cuál es la conclusión a la que llego siempre después de leer algún libro de historia? Que el hombre está a medio civilizar y que es malo por naturaleza. O porque la sociedad lo ha hecho malo, que para el caso viene a ser lo mismo. Malo o estúpido, que no sé qué es peor. A veces me ocurre que leo un periódico o veo un telediario y hay cosas, atrocidades, miserias, injusticias, bárbaras razones de Estado, avidez y soberbia, crueldad ilimitada, que no entiendo, que no alcanzo a entender. No entiendo cómo todos los buenos sueños del hombre son violados y pisoteados cada día. Pero si en ese momento me acuerdo de que el hombre es malo por naturaleza, o en general es estúpido, entonces todo queda explicado, y las piezas encajan a la perfección unas con otras. Ese es todo el secreto para entender lo que en apariencia parece incomprensible. Eso es lo que creo, y en general pienso que la vida no merece la pena.

—Sí, yo siento más o menos lo mismo —dijo Lino, aunque en tono dubitativo.

Pensó que aquel hombre sabía quizá pocas cosas, pero las que sabía eran sólidas, y las sustentaba con sincera pasión. Ya había acabado y rebañado el plato de gallo y sigilosamente le pasó los huesos y los pellejos a Comediante, que se fue con ellos y al fin lo dejó en paz.

—Pero, a la vez, la vida es hermosa y da gusto vivirla —matizó sus palabras.

—¡Ah, ya lo creo que sí! —dijo Olmedo, y esbozó una sonrisa y se quedó con la mirada perdida en alguna lejana añoranza.

Entonces habló de los tiempos pasados, de los viejos tiempos, cuando todo aquello era campo y silencio, y apenas había coches, y sus padres y los cinco hermanos vivían juntos en la casona que había allí enfrente. Tenían una buena finca, con regadío, cereal, viña, muchos frutales, más de doscientas ovejas, veinte vacas, una granja de aves —en fin, lo mismo que había ahora pero mucho más grande y abundante—, y vivían sin lujos pero con cierta holgura. Tanto es así, que tres de los hermanos, entre ellos él, estudiaron el bachiller en Aranda, y el padre hasta les dio la opción, si querían, de emprender estudios superiores, y él estuvo dudando si irse a Madrid a cursar Bellas Artes, pero finalmente los tres hermanos decidieron volver al campo, con los suyos, atraídos por la llamada de la tierra donde habían nacido y sobre todo donde había transcurrido la infancia, que suele ser la edad en que arraiga la semilla del destino y de cuyas entrañas brota el manantial de casi todas las nostalgias futuras. Y ahí subió la voz para entonar la elegía de aquel mundo perdido para siempre, la alegría y los cantos y las bromas y las comidas y las sobremesas al aire libre cuando el esquileo, cuando la siega y la trilla, cuando la vendimia, o cuando de niños y no tan de niños iban a nidos, a grillos, a ranas, a lagartos. Cuando los días eran más espaciosos y cabía en ellos mucha vida. Cuando los cinco hermanos corrían y corrían por el campo infinito hasta caer rendidos de cansancio, los jóvenes corazones latiendo jubilosos, llenos de contento y aún ávidos de acción. Cuando la vida era más pura y más austera, y los placeres y los juegos más sencillos y baratos que ahora. Cuando todavía la codicia no había envenenado y corrompido tan brutamente el corazón humano, y cuando hasta la pobreza era más limpia y llevadera que hoy, y citó a Camus, que era uno de sus autores favoritos. Otros escritores a los que veneraba eran Melville, Poe, Jack London o Stevenson, lecturas juveniles que se habían sumado con sus aventuras y fantasías al mundo perdido de entonces, como si hubieran sido reales y la modernidad los hubiera profanado hasta destruirlos por completo. Su alma y su cuerpo estaban llenos de las sensaciones de aquel dorado antaño. Los olores del trigo en el verano y de la tierra fresca en el otoño, de la lumbre recién encendida, del polvo del camino cuando al atardecer pasaban de recogida las ovejas, de las primera hierba primaveral segada a golpe de guadaña, o el sabor de los higos impregnados de sol —el verano entero contenido en una mínima gota de miel—, o los primeros y misteriosos rumores del amanecer, y esas sensaciones se habían mezclado con los recuerdos imaginarios y también sensitivos de los mares del Sur, de las ballenas y los tigres, de las canciones de piratas, de la carne dulzona de las focas, hasta formar con todo ello un mundo acaso más sólido y real que el de los días tediosos del presente…

El guiso de gallo viejo seguía intacto. Su mejor alimento era la nostalgia, la palabra, el vino, el aguardiente. Emilio, el vejete, apenas acabó de comer, se levantó, dio las buenas noches y se fue a dormir. Hacía fresco, y se oía el rumor del viento entre los árboles. Y luego todo aquel mundo se vino abajo de repente.

—Un día aparecieron unos contratistas, muy bien vestidos y con mucha dialéctica (para entonces nuestros padres habían muerto), y nos llenaron la cabeza de pájaros. Nos ofrecieron todo tipo de lujos y de cosas modernas, nos pintaron con su coro de voces un futuro lleno de prodigios. Aquello era pura magia. Me río yo de los cánticos de las sirenas. Y mis hermanos se dejaron seducir por aquellas voces fariseas. Deslumbrados por las promesas, vendieron su parte de la hacienda a cambio de un piso y de algo de dinero, y se fueron a trabajar a la Michelín, a Pascual, a Glaxo, y yo me quedé solo, a mí no me embaucaron con sus cantos, a mí me recordaban tal cual a aquellos tahúres y vendedores de brebajes milagrosos del Misisipi, y rechacé todas sus ofertas y me enfrenté a sus amenazas y aquí estoy, y aquí seguiré de por vida. El resto ya lo sabes. Talaron los árboles frutales, los olivos, los castaños, las encinas, los pinos, arrancaron la viña, desecaron el regadío, allanaron los cerros, todo se lo llevaron por delante. Y de la noche a la mañana empezaron a levantar inmuebles y chalés, como en una nueva versión enloquecida de la fiebre del oro.

—¿Y qué ha sido de tus hermanos?

Apuró la copa de aguardiente e hizo con la lengua un chasquido de decepción.

—Pues eso mismo estaba yo pensando. Se han casado, tienen hijos y viven en sus pisitos. Es decir, disfrutan del paraíso que les prometieron. Todos están entrampados con créditos que quizá no consigan pagar nunca. En el mejor de los casos, se pasarán toda la vida pagando letras de chalés, de coches, de vacaciones por el Caribe, de cachivaches electrónicos, y así, sin darse cuenta, se están convirtiendo en esclavos. Y hay que verlos, a ellos y a otros, cuando vienen a los chalés. Hasta los modos de felicidad se los han vendido como una mercancía más, y se pasan el día dando grititos de euforia, riendo, regando el césped o cortándolo con la segadora mecánica, encendiendo la barbacoa, tomando bebidas con pajitas, tumbados con gafas de sol en las chaise longue junto a las piscinas, vestidos siempre con pantaloncitos cortos, o lavando el coche con la goma… —y fue remedando los gritos, las risas y las actitudes—. Parece que están cumpliendo un ritual. Bah —y volvió a chasquear la lengua—, todo es aprendido, todo imitado, y ni siquiera saben ser felices a su propia manera.

Siguieron bebiendo y bebiendo aguardiente, y al final Olmedo se puso a recitar con una voz profunda, lenta y trascendente poemas de Antonio Machado, que se lo sabía casi todo de memoria, y por quien sentía una devoción ilimitada. Y Lino pensó: He aquí un hombre puro, o al menos con un gran afán de pureza. Quizá su discurso, y su visión de la vida, sean ingenuos, pero quizá por eso sean aún más auténticos y valiosos, por atreverse a ser ingenuo en estos tiempos. Y no por ignorancia, sino por renunciar de antemano a refugiarse en una complejidad insincera, y por sustentar sus ideas en la práctica. Y luego cantó —y Lino lo acompañó en lo que sabía— coplas populares, y hasta se atrevió con una jota.

Cuando se levantaron de la mesa, ya en plena noche, sus pasos eran vacilantes y alegres. Comediante salió de la oscuridad y los festejó con saltos y cabriolas. Se despidieron en el cobertizo: allí había un camastro para Lino.

—No sé cómo agradecerte tu hospitalidad.

—Nada, no hay nada que agradecer. Faltaría más.

—Quizá —dijo Lino, intentando darle forma a una idea que le venía rondando desde hacía tiempo—, quizá podría trabajar aquí una temporadita. Haría lo que fuese, no importa qué, por solo la comida y la estancia.

Olmedo lo miró sin apuro a los ojos y chasqueó la lengua.

—Eso ya es más complicado —dijo—. Mira, ya que has hablado de Robinson Crusoe, imagínate que esto es una isla, donde vivimos Emilio y yo, que somos sus únicos habitantes, y que no necesitamos a nadie más. Y ahora imagínate que tú eres un náufrago que ha sido arrojado a estas playas. Y no es broma, ¿eh?, porque pareces totalmente un náufrago. Pues bien, hagamos lo siguiente. Quédate aquí un tiempo, lo que tardes en construirte una balsa, y luego te vas, te embarcas hacia el infinito mar del mundo. Este es el trato que te propongo.

Y en eso quedaron, y antes de irse, todavía Olmedo habló de la falta de romanticismo de estos tiempos, de la droga del dinero, del afán de gastar y tener, y ya cuando se iba se volvió para recitar desde la oscuridad otro poema de Machado.

Se quitó los zapatos y la chaqueta, apagó la luz y se derrumbó sobre el camastro. Había sido un día muy largo, un día sin desperdicios, vivido minuto a minuto con gran intensidad, y estaba agotado como después de una travesía de muchos años por mares y desiertos, como Marco Polo, pensó, y en su mente aparecieron imágenes exóticas de emperadores y templos chinos y, extraviándose en ellas, empezó a adormecerse. En un claro de la duermevela pensó en Clara y no sintió el menor remordimiento, porque tanto ella, como la familia de uno y otro, como el altercado fatal con el tipo, y como todos los sucesos del jueves, parecían muy lejanos, ajenos a él de tan lejanos, a pesar de que habían ocurrido ayer mismo. Cuando los ojos se acostumbraron a la oscuridad, empezó a reconocer los contornos de algunos objetos y el espacio que lo rodeaba. Se veían muchas estrellas a través del techo de cristal. Luego, los objetos, el espacio, las estrellas, el camastro, los emperadores y los templos, y él mismo, se pusieron a girar y a dar brincos, como si la maquinaria del mundo hubiera enloquecido. Se tumbó boca abajo y escondió la cabeza bajo la almohada, intentando escapar a los delirios del alcohol, y buscando con las manos algún asidero para no caer dando tumbos en la oscuridad de un abismo sin fondo. Con voz borrosa, apenas una bulla gutural, recitó algunos versos y cantó unas coplas, y así se fue hundiendo en el sueño.

Lo despertó un lejano y agudo pitido de alarma en la conciencia. Se levantó sobresaltado del camastro, intentando comprender lo que estaba ocurriendo o a punto de ocurrir. Y lo primero que vio es que el espejismo del tiempo se había difuminado, incluso había invertido sus proporciones, porque de pronto era como si volviera otra vez a ser jueves, como si todo lo que había ocurrido acabara de ocurrir en ese mismo instante. Entonces lo comprendió todo. ¿Por qué has tardado tanto en llegar, en encontrarme?, pensó. Porque ahora sí, ahora empezaba a saber de verdad lo que era aquello de los tábanos y las furias. No la teoría, no los libros, y ni siquiera la imaginación, que tanto puede, sino el acoso y la tortura real del aguijón, del mordisco, del flagelo, de la uña emponzoñada, del hierro al rojo, de la persecución implacable de los zumbidos, de las voces funestas y las carcajadas burlonas que recuerdan y avivan el fuego de la culpa. La acción y el alcohol, además del asombro y la incredulidad, y las seis horas de sueño bajo las higueras, habían atenuado, casi ocultado, hasta entonces la verdadera dimensión de la desgracia que había caído sobre él. Pero al fin la culpa le había dado alcance, y todo lo que no había sentido en el momento de la fechoría y en las premuras de la huida, lo experimentaba ahora por junto y de repente. ¡Y cómo dolía! No era ya la conciencia, sino los muslos, las raíces de las muelas, las sienes, un picor acá y una punzada allá, lugares del cuerpo desconocidos hasta entonces, secretas vísceras que ahora se ponían a palpitar sin ton ni son, y una hormiguilla por brazos y piernas que no lo dejaba sosegar.

Nunca, nunca había sentido tanto dolor, tantos y tan desesperados remordimientos como ahora. No solo por el tipo al que mató sino sobre todo por Clara. El dolor y la vergüenza que habría sentido Clara ante la insólita cobardía de su fuga volvían ahora a él multiplicados vertiginosamente por la culpa. Se sentó en el camastro, se levantó, volvió a sentarse. No podía soportarlo, y no había alivio posible para él. Ganas le daban de golpearse, de hacerse daño, de acabar incluso con su vida, si tuviera con qué. Cualquier cosa menos aquel sufrimiento intolerable.

En ese momento alguien llamó arañando la puerta. Como un autómata, fue a abrir, y Comediante entró moviendo alegremente el rabo. Se tumbó e intentó dormir de nuevo. Comediante se tendió en el suelo, pero al ratito se subió al camastro para unir su reposo al de Lino, y Lino lo abrazó buscando ese mínimo, ese pobrísimo consuelo. Pero era inútil. Era imposible conciliar el sueño. Tampoco a Orestes y a la vaca los dejarían dormir, pensó, ni siquiera eso, ese último refugio para los desesperados de este mundo. Nunca había pensado en lo que el sueño tiene de descanso, de absolución, de paraíso.

Al rato se levantó, buscó a tientas los zapatos, se los puso sin usar las manos y salió dando tumbos del cobertizo. Todavía el alcohol le nublaba la mente. Eran las cinco de la mañana. La noche había devuelto a las cosas el misterio esencial de sus orígenes. Tomó la veredita y a mitad de camino se apartó a un lado y vomitó la sopa de ajo, el gallo, el vino, el aguardiente, las galletas y los productos de Pascual, y hasta los sorbos de liebre y las espumas de mollejas del jueves. Cuando remitieron las náuseas, fue derecho a la fuente y metió la cabeza bajo el chorro frío y luego se quitó la camisa y se limpió los restos amargos de la vomitona. Todavía le venían algunas arcadas, y el ansia de echar fuera hasta las propias entrañas lo obligó a encogerse y a buscar apoyo en el brocal de la alberca. En el agua se estremecían las estrellas al soplo de la brisa, y la intuición de toda esa belleza —el aire, el agua, el fuego, el leve mecerse de las hojas de las higueras que hundían sus raíces en la cálida hondura de la tierra— agravó su dolor, pero le trajo a la vez un lejano alivio, como el mensaje de un mundo aún benevolente y hospitalario para él.

Cuando se le pasaron las náuseas, experimentó un repentino bienestar. Era joven, y sentía en su cuerpo el poder invencible de su juventud. Y ahora sabía lo que tenía que hacer. Se ató bien fuerte los cordones de los zapatos, se puso la camisa, salió al sendero de arena y, apagando los pasos, se dirigió al portón. Lo abrió muy cuidadosamente, lo entornó y, desde fuera, volvió a echar el cerrojo. Solo entonces se dio cuenta de que Comediante le había tomado la delantera y lo esperaba ya impaciente para emprender la marcha. Abrió y entornó de nuevo el portón y lo instó a entrar con un susurro y un gesto llenos de autoridad. Comediante amenazó con ponerse a ladrar y despertar a todo el mundo, con lo cual Lino cambió el susurro y el gesto en una humilde imploración de silencio.

A toda prisa —¡y cómo agradecía aquella actividad su cuerpo joven!— se puso a caminar por la calle principal de la urbanización. Solo se oía el canto de los grillos y sus pasos veloces en el asfalto. Enseguida salió a campo abierto. Allí echó a correr, guiado por la lumbre de las estrellas. De vez en cuando veía a Comediante trotar fuera del camino, por entre los árboles y los matorrales. Con la primera luz del día, también él tomó a campo través. Era joven, era incansable, y superaba con una facilidad pasmosa todos los obstáculos que se oponían a su paso. Y era curioso: no se cansaba. Era como si una fuerza interior hasta entonces desconocida lo impulsara hacia delante sin apenas esfuerzo. ¿Les ocurriría lo mismo a Orestes y a la vaca? ¿También ellos habrían recibido, junto con el castigo, el don de ser infatigables en la huida? Subía y bajaba cerros, sorteaba rocas y chaparros, saltaba troncos y torrenteras secas, bebía de los arroyos, atrapó una rana y Comediante vino a verla y la olisqueó por si era de interés para el común negocio de los dos, corrió tras una liebre que le salió de entre los pies y la vio alejarse perseguida por los ladridos de su compañero, trepó a un árbol, tiró piedras, encontró unos espárragos silvestres y se comió lo tierno, encontró a un pastor y habló un rato con él, y a una perrita que tenía, Comediante se puso a seducirla, y cuando ya se le había montado encima el pastor lo espantó a voces, y con el garrote y con el amago de una piedra, pero Comediante mal que bien acabó la faena mientras enseñaba los colmillos, y entonces el pastor se encaró con Lino y Lino salió corriendo sin mirar atrás, y enseguida oyó los alegres ladridos que le iban a la zaga. Uno por joven y el otro por perro, no se cansaban de brincar y correr.

Y era digno de ver lo bonito que estaba el campo, con el sol ya a plena luz sacándoles todavía chispas a las gotitas de agua del amanecer cuyo peso combaba las hierbas, los tallos de grama, los juncos recién nacidos junto a las riberas, y todas las cosas iban desnudándose del misterio aterrador en que las había sumido la noche para proclamar de nuevo la sencillez de su existir.

Pero Lino pasaba veloz sin pararse a admirar esos prodigios mínimos. Iba espantando a su paso entre la alta hierba bandadas de jilgueros o de mariposas, encontró un nido de perdiz con doce huevos y, aunque le soltó una patada, no pudo evitar que Comediante se comiera uno y se metiera otros dos en la boca y saliera huyendo a todo correr, al pasar junto a una huerta cogió al paso una pera que le ofreció una rama que sobresalía por la pared, un pescador les regaló una trucha y un par de cerillas y se la comieron a medias en torno a una hoguerita, él y Comediante. Y siguieron corriendo. Cerca de un caserío les salió al paso un gran mastín furioso. Lino buscó a Comediante, esperando que lo defendiera, o al menos que ayudase a dispersar el ataque, pero entonces vio cómo su compañero caminaba humildemente a tres patas, el rabo recogido y la cabeza gacha, haciéndose el cojo y el inofensivo, que daba pena verlo, de modo que el mastín lo despreció o lo ignoró y se fue a por Lino. Y a Lino no le quedó otra que correr a todo correr con el mastín pisándole los trancos, hasta que al fin cesó la persecución. «Qué hijo de puta eres», le dijo a Comediante cuando lo vio trotar con sus cuatro patas y el rabo en pompa como un penacho de gala con el viento a favor.

Corrían a veces tan deprisa, dando tanto vuelo a su avance, que daba la impresión de que alcanzarían al mismo horizonte. Del gris de una loma al verde de un valle, del violeta de una ladera a la pálida blancura de un llano desértico. Anduvo por tierras pedregosas, por roquedales, por duros campos de terrones, por entre girasoles y eucaliptos, hasta que coronaron un cerro y se detuvieron pasmados ante una aparición o un espejismo que parecía también salido de las Las mil y una noches. No muy lejos se veía allí al fondo la factoría de Pascual, con su gran despliegue de torres y depósitos de aluminio, deslumbrantes a la luz del sol, tanto que no podían mirarse sino muy brevemente y apartando enseguida la vista, los ojos cegados por tan repentino fulgor.

Ya más despacio, aunque a buen ritmo, tomaron el camino hacia casa. En el correntón de un arroyo, Lino se desnudó y se lavó de sudor y de polvo el cuerpo entero. Comediante lo miró frunciendo el ceño y ladeando la cabeza, queriendo entender, y cuando se acercó a beber del agua que caía salpicando y cantando, Lino aprovechó para empujarlo con el pie y tirarlo a lo más hondo del arroyo. Salió pingando, se sacudió las lanas y se puso a ladrar alegremente. Se tumbaron al sol, y cuando se secaron, emprendieron sin prisas el último trecho del camino.

Eran las 9.30 cuando entraron en la ciudad fantasma. Aquella caminata frenética de cuatro horas había sido presente en estado puro, sin apenas mezcla de tiempos pretéritos o imaginarios, sin darle ocasión a la memoria de entrar a saco en la conciencia con su horda de espectros y demonios, de jueces y verdugos, y así tiene que ser, se dijo, de esto se trata, en esto consiste el remedio, el mágico elixir, en no parar, en consumir y agotar en el acto las energías de cada instante, cabeza que renace cabeza que te corto, agilidad en la mente y presteza en la mano, en aturdirse y purificarse con la acción, porque no hay pena que no se acobarde ante el empuje de la acción, en no concederse treguas, en la continua prontitud, ras, ras, ras, iba haciendo con la boca, tajando cabezas con la mano, he ahí la única medicina posible, una guerra perpetua en la que no ganarás pero en la que tampoco serás nunca vencido, y en definitiva esa es tu última y mísera morada de paz en este mundo, y en cuanto te detengas o ceses en la brega te alcanzarán de nuevo las furias y los tábanos de la culpa y te torturarán sin piedad ni descanso. Así que no pienses, no recuerdes, no elucubres, cierra la mente al pensamiento, porque cuanto más forcejees con lo irremediable más prendido quedarás en esta intrincada red en que la vida te atrapó al vuelo un inocente día de mayo. Así, eso es, actuar, hacer, agitarse, caminar contando los pasos, calcular las distancias, y sobre todo no pensar, o pensar solo tonterías, asuntos esotéricos, por qué las trompetas miran tanto al cielo, dónde se esconde el viento en los días calmos, cuántas nueces caben en la garra de un oso, quién cuida del arca del bacalao, qué artífice inventó las hermosas barbas de los asirios, había infinitos temas sobre los que tratar y especular, y si no canta y baila y come lo que puedas, acuérdate de la cohorte de afectados y cómo eran felices con solo unas notas de acordeón —ay, el ritmito que se mete en el cuerpo y te envenena con la ilusión de una segunda y brevísima juventud— o soplando la ceniza de un trozo de carne recién salida de las brasas antes de llevársela a la boca y quemarse con él entre las carcajadas anticipadas de la concurrencia. Cualquier cosa menos quedarse quieto e indefenso ante el monstruo invencible de la realidad, o caer en el error de intentar combatirlo con sus propias armas.

En eso iba, charloteando consigo mismo, cegando la mente con palabras, cuando se topó con los alegres tenderetes de un mercadillo ambulante, y la alegre música de rumbas y raps que salían de los puestos. Se acercó a uno de ropa, y después de algún regateo se compró una muda, unos vaqueros, una camisa, un jersey de cuello cisne y unas fuertes botas laborales de caucho y de lona, y a cambio dejó su ropa, sus zapatos y casi todo su dinero. Solo se quedó con unas monedas para llamar por teléfono a Clara.

Con su nueva indumentaria se sintió renovado, más irresponsable de sus actos, más libre y seguro de sí mismo. Se vio al pasar ante una cristalera y, en efecto, parecía otro. Más allá vio un perro y entonces se acordó de Comediante. Se había olvidado por completo de él, pero en cuanto traspasó el portón y pisó el sendero de arena, unos fieros ladridos dieron la alarma de la llegada de un intruso.

—Buen día para pasear —dijo el vejete al verlo.

—Y para trabajar —respondió Lino—. Dígame qué puedo hacer.

—Hombre, usted es un hombre fino y…

—¿Quiere que limpie el gallinero?

—Ya lo limpio yo todos los días.

—Pues hoy lo limpiaré yo.

Entró en el cobertizo, escogió algunas herramientas y se fue camino de la huerta. Tengo que llamar a Clara, se dijo, pero aplazó la decisión para más tarde. Removió la arena y el serrín, retiró el estiércol, limpió a fondo los comederos y bebederos, y cuando terminó le pidió al vejete que le pusiera más faena, y el vejete le dijo que ya que tenía tan buenas ganas de trabajar que rastrillara la zona alambrada en torno al gallinero por donde andaban de pastoría las aves, y él la rastrilló deprisa y a conciencia, tan deprisa, tan obstinadamente, con tanto tesón y tanta saña, y doblando tanto el espinazo, que el vejete le dijo que esas no eran formas de trabajar, que las cosas había que hacerlas a su ritmo y compás, como se habían hecho siempre, con gusto y sin apuro. Que lo suyo parecía más un pecado que una virtud.

Pero él siguió a su manera, trabajando como si cumpliese un castigo o una penitencia, con una especie de furor expiatorio que ya no cesó en todo el día. Y cuando no hubo nada que hacer, él encontró por su cuenta nuevas tareas, casi todas de muy dudosa utilidad. Cavó lo que ya estaba cavado, barrió lo barrido, podó lo podado, sacó lustre a lo ya más que limpio, y cuando quiso darse cuenta era la hora de comer. Tengo que llamar a Clara, se dijo durante la siesta, mientras iba dejándose dormir, y desde el sueño un soplo de vigilia le recordó de nuevo con voz admonitoria que tenía que llamar sin falta a Clara, pero cuando despertó siguió trabajando y haciendo que hacía hasta el anochecer. Mañana la llamo, se dijo, se prometió, mientras contaba las estrellas desde el camastro, con la mente limpia de pensamientos y de imágenes.

Al día siguiente era domingo, pero apenas amaneció él salió a caminar y a correr por los campos, acompañado por Comediante, y cuando regresó se bañó en la alberca y otra vez limpió el gallinero y rastrilló y podó y deshierbo y desterronó, y así todo el día, y solo en la sobremesa de la cena, envalentonado por el aguardiente, se atrevió a ponerle palabras a su secreto pensamiento: Mañana sin falta, sin pretextos que valgan, llamo a Clara.

Y el lunes, en efecto, después de sus correrías por el campo, se acercó al pueblo y, sin saber bien lo que iba a decirle, la llamó. Nadie respondió al otro lado de la línea, y tampoco saltó el contestador. Repitió la llamada cinco o seis veces, cada vez más animado con aquella absurda y liberadora esperanza de no obtener respuesta. Entonces la llamó al hotel, deformando la voz, y Octavia lo informó con su tono de autómata que la directora no estaba ni estaría en el hotel durante las próximas semanas. «¿Y el señor Levin?», preguntó. «¿De parte de quién?» Entonces colgó y se quedó un rato con la mano puesta pesadamente sobre el teléfono. Yo he llamado y ella no está; no es por tanto mi culpa, pensó, pero de inmediato rechazó aquel pensamiento bastardo, impuro, a cuya sucia tentación no había podido sustraerse.

Entonces llamó a su padre.

—Soy yo, Lino.

—Ah, eres tú.

Le extrañó, y lo alarmó, el laconismo de su padre, y lo frío y lejano de su voz.

—¿Qué tal estáis?

—Bien, sin novedad.

—Oye, tengo pocas monedas y esto se cortará enseguida. He llamado a Clara, a su casa y al hotel, y no contesta. ¿Qué sabes de ella?

—Clara no quiere hablar contigo ni quiere saber nada de ti, y menos aún desde que se enteró de que te fuiste sin motivos y por tu propia voluntad. Tú sabrás lo que has hecho y en qué negocio andas metido.

—¡Dile a ese canalla que yo tampoco quiero saber nada de él! —se oyó la voz dura y cortante de la madre—. ¡Dile que no se le ocurra presentarse por aquí, que esta ya no es su casa, ni él es nuestro hijo, ni queremos volver a verlo nunca más!

Metió la última moneda.

—Vuelve a llamarla, o ve a verla, y dile que necesito hablar con ella, que es importante lo que tengo que decirle.

—Eso no puede ser —dijo el padre—. Además, ayer mismo se fue de viaje.

—¿Adonde?

—No lo sé. Solo nos dijo que se iba de viaje para mucho tiempo. Vino a vernos y estuvo muy cariñosa con los dos. Esta vez la que lloró fue tu madre, y ella la consoló con muy buenas palabras, y al final nos dio un beso y nos dijo que se acordaría siempre de nosotros.

—Yo puedo explicar lo que pasó —empezó a decir, asustado por el giro adverso de los hechos. No esperaba tanta severidad. Ahora Clara y sus padres habían unido sus indignadas voces contra él. Solidarios en la ofensa, habían hecho causa común para repudiarlo como hijo y esposo. Aquello significaba una ruptura en toda regla—. Yo puedo explicar…

Pero en ese momento la comunicación se cortó, bien porque la moneda no daba para más, bien porque el padre había colgado en una declaración solemne de hostilidad en nombre de esta nueva cohorte de afectados de cuyos males él era el único y malvado culpable.

Camino de la granja, algunas hilachas de pensamiento cruzaron por su mente. Por ejemplo, que Clara, como él, había huido. Los dos, llamados hace unos días (¿cuántos?, y necesitó ayudarse con los dedos para hacer la cuenta) a vivir para siempre juntos y felices, eran ahora dos pobres fugitivos. O, por ejemplo, que ahora, en lugar de ir camino de Australia en feliz viaje nupcial, estaba solo de verdad, sin ningún lugar adonde ir. Ya no había Clara, ni hotel, ni matrimonio, ni viaje a Australia, y tampoco había padres. Y por tener, ya no tenía tampoco su modesto y pequeño apartamento de Madrid, porque hoy era precisamente el día de la mudanza y se llevarían de allí todos sus enseres y sus objetos personales, y también su carné de identidad y sus tarjetas de crédito. Todo. Los documentos y las tarjetas los mandarían al hotel o a casa de sus padres. Tenía ahorrados unos ocho mil euros, que le hubieran venido muy bien para iniciar una nueva vida. Pero ahora, ¿cómo iba a presentarse en busca de su mísera hacienda ante la airada cohorte de afectados que había dejado atrás? Así que ahora no poseía ni siquiera un pariente, ni un amigo, ni una moneda, ni un triste documento de identidad. Pensó: Ay, Clara, Clarita mía, amor mío de mi alma, por qué el destino se ha valido de mí para herirte tan duramente y a traición. También pensó: No me han dicho nada de la policía. Quizá ni siquiera intenten localizarme, ¿para qué? Seguro que ese tipo tenía tantos enemigos y frecuentaba tan malas compañías que no tardarían en encontrar entre ellos a cualquier sospechoso. Y si no lo encontraban daba igual. No iban a gastar tiempo y dinero en esclarecer aquel caso. Lo darían por cerrado sin mayores escrúpulos, y el crimen quedaría archivado e impune. Un escalofrío de júbilo y de terror le corrió por la espalda ante el impacto emocional de aquella palabra: impune. Y más allá pensó: Con todo, la desgracia te ha hecho libre. Pero le pareció un pensamiento tan pomposo que lo alejó con un manotazo de hastío y de repugnancia. Y ya no quiso pensar más.

Siguió de náufrago en la granja durante otros cuatro días. Desde el principio, desde que lo vio trabajar con tan oscuro ahínco, y salir de madrugada a correr por el campo, Olmedo lo observaba y callaba. Luego, empezaron a trabajar juntos y a compás, recreándose en el arte de cada tarea, y Lino aprendió a regar, a escardar, a usar la hoz y la guadaña, el azadón y el hacha, la paleta y la sierra, a picar el trébol, la alfalfa y la ortiga, y todas las mañanas ayudaba a recoger la hortaliza, la fruta y los huevos y los dejaba listos en el maletero del viejo Renault en que Olmedo los llevaba a Aranda y a otros pueblos. Comían por su cuenta, cada cual a la hora que más le convenía, pero cenaban juntos, y Olmedo y Lino, y Comediante a sus pies, hacían la sobremesa hasta bien entrada la noche. Hablaban siempre de lo mismo, de la mala calidad de estos tiempos, de la inconsciencia de la gente, del mal gusto reinante, y si elegían cualquier otro tema, Olmedo siempre llegaba a conclusiones escépticas, desencantadas, pesimistas. Todo lo dominaba el ansia de tener. Lo que el ojo veía y el dedo tocaba, el alma quería poseerlo al instante. Y todo se le hacía poco al que ya tenía mucho. Vivíamos en una sociedad pueril, deshumanizada, insolidaria. Luego, al calor del aguardiente y al amparo de la noche, salían a relucir los viejos tiempos, cuando la vida era más dura pero más cálida y sencilla que ahora, y entremedias Olmedo evocaba los mejores episodios de sus hermosos héroes de ficción. Y al final siempre acababa recitando a Machado y cantando las pocas coplas que sabía.

El martes le escribió una larga carta a Clara, explicándole con detalle todo lo ocurrido. El miércoles empezó a sentir la necesidad de levantar el vuelo, de estar en otra parte, de expiar sus errores y culpas en otros caminos y otros ámbitos. Había roto amarras con el pasado y llegaba la hora de hacerse a la mar en el sentido riguroso del término. Así que el viernes, bien de mañana, le dijo a Olmedo que su balsa ya estaba lista para partir. Olmedo le regaló una mochila, una cantimplora, una navaja, un bastón para el camino, un sombrero de paja, una manta enrollada y atada sobre la mochila y algunas cosas de comer. «Ahora sí que pareces un caminante de verdad, listo para la aventura», le dijo. También le dio cincuenta euros, que Lino no quiso aceptar de ningún modo pero que Olmedo le metió a la fuerza en un bolsillo de la chaqueta. Se despidió con mucha cortesía del vejete, y luego, con un largo y sentido abrazo, de Olmedo. «Si vuelves a naufragar en estas costas, ya sabes dónde tienes una isla de acogida.» Hasta Comediante, que estaba en primera fila asistiendo muy serio a la ceremonia de los adioses, se sumó a ella con un aullido lastimero. Lino le tendió la mano y Comediante se acercó y le dio la pata, y con esa despedida, y después de volverse desde el portón para un último adiós, emprendió camino hacia otras tierras.

Con su equipo completo de caminante, se sintió ligero, audaz, henchido de juventud el corazón. No había mayor tesoro que el de la libertad. ¡Cuántos oficinistas, secretarios, ingenieros, directores de bancos o de hoteles, profesores, ebanistas, conserjes, escritores, y en general gente cautiva de un sitio y de una profesión, de un hogar, de parientes y amigos, de compromisos y deberes, lo envidiarían y se cambiarían por él en este instante, por su condición de hombre exento de horarios y tareas, sin vínculos que lo atasen a nadie, sin familia, sin cargas, sin jefes ni subordinados, emancipado de todo poder y servidumbre, rotos los lazos con el pasado, sin un futuro que forjarse, y con toda la vastedad del mundo ante él, porque ese sería en adelante su único hogar, su única patria verdadera! Exento también de la tiranía del dinero, del lucro, del ahorro, de los vanos placeres del consumo, porque él necesitaba poco para vivir, un trozo de pan y algo de unte o acompañamiento, y acaso un techo prestado en noches de ventisca y de frío. Lo demás, el propio camino se lo iría regalando. ¿Qué más se necesitaba para vivir, siendo la vida, como es, tan breve y de por sí tan pobre de aventuras? Por tener, ni siquiera tenía documentos, y por tanto carecía oficialmente de nombre, de fechas, de números, de lugar de residencia, de estado civil, de nacionalidad, de profesión. Al pasar por los pueblos, miraría con una sonrisa irónica a los trabajadores que se afanan en la permanencia. Y quién sabe, quizá encontrara un sitio donde detenerse una temporada, un trabajo eventual, una amistad o un amor pasajeros, una habitación propia con una maceta y unos libros y el toque personal de un adorno como signos de perduración, de la posibilidad de un proyecto duradero, pero que no se prolongaría más allá de lo que tardase en leer los libros o en marchitarse la maceta. ¿No era eso lo que había deseado siempre, pasar de largo hacia otra parte? Como el río de Heráclito, él necesitaba cambiar continuamente, ser él mismo pero a la vez ser otro a cada instante. Y con el esfuerzo y la austeridad del camino, iría pagando sin darse cuenta sus culpas, sus errores, sus remordimientos.

Iba caminando sin prisas, con ritmo firme y desahogado. Miraba alrededor y todo lo encontraba propicio y hermoso, lo verde, lo gris, lo mojado y lo seco, lo lejano y lo próximo, lo pequeño y lo grande, todo era digno de alabanza y de asombro, todo parecía hecho para acompañar y festejar en sus andanzas al viajero. Por un momento desconfió de aquella súbita pasión estética, y por su mente pasó en un vuelo el presagio de las fatigas y miserias que acaso le tenían reservadas los avatares del camino. De modo que se aplicó al presente y, paso a paso, siguió adelante, concentrado en la acción, y sin atender ya a los cantos tentadores de la imaginación y la conciencia.

Comió a la sombra de un pino. En la mochila había pan, vino, miel, sal, una tartera con guiso de gallo viejo, otra de bacalao rebozado, pimientos asados, dos huevos duros, cuatro tomates, una botellita de aceite y otra de vinagre, y un frasco grande de aguardiente. Si esto pudiera ser, si la mochila fuese mágica, me quedaría a vivir para siempre aquí, debajo de este pino, pensó mientras se tumbaba para reposar tras la comida. Durmió casi dos horas, y cuando se despertó tenía un punto de dolor en la cabeza. Pesadamente, reanudó el camino. Iba por un sendero de tierra, pero ya casi al atardecer encontró una carretera secundaria hacia el norte y tiró por ella sin pensarlo dos veces.

Durmió al raso, arrebujado en la manta, y en sus muchos desvelos tuvo miedo de los animales salvajes, de los insectos, de los escorpiones y las víboras, de la noche, de la inmensidad del campo, de los rumores inquietantes, del panorama de su propia vida. Se levantó cansado y malhumorado contra sí mismo y contra el mundo. Había dormido al resguardo de unos matorrales, sobre un lecho de hierba seca, pero alrededor se extendía una llanura con algunas pequeñas lomas en la lejanía, y no se veía ninguna señal de vida, una casa, un rebaño, el humo de una hoguera. Tendría que haber comprado una libra de café, se dijo, y le extrañó usar la expresión de sus padres, una libra, cuando lo mandaban a la tienda. Nunca hasta hoy le había faltado el café por las mañanas, y he aquí que de pronto, ante esta pequeña carencia, sintió lástima de sí mismo. Después del discurso de ayer sobre la libertad y la alegre ligereza de espíritu que otorga la renuncia a los bienes materiales, ahora ansiaba un trago caliente de café y una embozada de agua clara para lavarse y despejarse de las telarañas del sueño y de las aprensiones y miedos de la noche. Pero qué agua iba a haber en las soledades de aquel mísero secano sin fin. Se hizo un lavado de gato con el agua de la cantimplora, se comió un huevo duro y echó un largo trago de aguardiente.

Antes de ponerse a andar, se recordó que, en el primer pueblo que encontrara, compraría una libra de café y algo de azúcar. También unas galletas, fue diciéndose camino adelante, y una pastilla de jabón, y una maquinilla de afeitar, salvo que se dejara la barba, y unos analgésicos para el dolor, y unas tiritas, y un mechero para hacer lumbre, y un cacillo para calentar el agua del café, y unos mínimos aparejos de pesca por si encontraba un arroyo truchero, que no en vano algo de ese arte había aprendido sin querer de su padre, y una colchoneta, y un par de pares de calcetines, gordos y de algodón, y quizá otros pantalones más finos, o un chándal, y un mapa, para saber al menos por dónde iba, y una linterna, importantísima, porque ser dueño de una luz siempre da seguridad en la noche, es casi un arma, como el fuego contra los lobos, y unas tijeras, y un cuaderno de dibujo y unos lápices y carboncillos, porque el dibujo, y la contemplación ensimismada que exige cada trazo, amenizarían y enriquecerían sus muchas horas de soledad, y así, entretenido con aquella retahíla, y alarmado también por la cantidad de cosas que le eran necesarias apenas iniciado su vagabundeo, siguió avanzando por la carretera.

Cuando empezó a calentar el sol, no encontró ni un árbol a cuya sombra descansar del camino. Tampoco agua donde llenar la cantimplora ya vacía. Todo era campo yermo y solitario. Pero al coronar un alto apareció de pronto un pueblo, tan mimetizado con los ocres y pardos de la tierra que tardó unos instantes en distinguirlo. La única nota de color era el blanco de los zócalos y las tumbas del cementerio. El pueblo tenía solo ocho o diez calles, y una placita con dos bancos y un olmo muerto. Parecía un pueblo fantasma. Y también el paisaje tenía algo de fantasmal, porque las casas se apiñaban al borde de una profunda depresión del terreno por cuyo fondo discurría un regato con las orillas pobremente verdecidas de matojos y juncos.

Nadie por aquí, nadie por allá, nadie por ningún lado. Pero, yendo y viniendo, oyó voces, encontró una puerta abierta, traspasó apenas el umbral, y todos los que había allí dentro se callaron al verlo. Aquel lugar medio en penumbra era el único bar, y a la vez la única tienda de comestibles, y el único estanco, y la única droguería y ferretería y panadería y zapatería del pueblo. Allí, en aquella especie de bazar que era a la vez una vivienda privada, estaban reunidos ocho o diez viejos, y algún que otro mozo ya talludito que hacía también de viejo, todos muy abrigados, bebiendo vino y quintos de cerveza, y trabados en una conversación que, al aparecer Lino, dejaron en suspenso para atender cada cual a su vaso o a su botellín. Lino saludó, pidió una cerveza, se presentó como estudioso y admirador del medio rural, e intentó unirse a la tertulia con algunas preguntas sobre el pueblo, su historia, su presente, su devenir. Pensó que ese breve currículo le serviría de salvoconducto. Pero los otros, quizá por desconfianza o por desinterés, o bien por cierta hostilidad o fastidio ante quien venía a entrometerse en sus asuntos y en sus hábitos, no solo rehuyeron sus preguntas sino que se confabularon en un silencio hermético, de forma que se notaba que, mientras el forastero permaneciera allí, no iban a reanudar la conversación, ni a iniciar otra nueva. Preguntó cuántos habitantes tenía el pueblo. El silencio se hizo aún más incómodo y sepulcral. Al fin, uno de los viejos dijo: «Con precisión, eso nadie lo sabe». «Bueno, sobre más o menos», intentó Lino allanar la respuesta, en un tono conciliatorio. «Pocos.» Siguió otro largo silencio. Se oían en el suelo golpecitos de garrota, que a Lino le parecieron de impaciencia y contrariedad. Lino pidió una segunda cerveza y un aperitivo para acompañarla. El tabernero, o tendero, o panadero, o zapatero, o lo que fuese, sin preguntar nada, abrió una lata de almejas chilenas y se las sirvió en la misma lata junto con un palillo que dejó sobre el mostrador. «¿Ustedes gustan?» «Que aproveche», se oyó un borroso coro de voces. Al rato preguntó de qué solía vivir tradicionalmente la gente por aquellos lugares. «De lo que se puede», le contestaron. Lino no supo qué hacer. Callarse, podía interpretarse como un enfado o una rendición; seguir preguntando, era exponerse al escarnio de aquellos vagos laconismos. Otro largo silencio y una nueva pregunta: «¿Adonde se llega por aquí?» «Eso depende de lo lejos que vaya usted. Por ir, se puede ir hasta el fin del mundo.» «Pero ¿por aquí se llega a Burgos?» «Burgos queda muy lejos», y esa fue toda la información que sacó en claro.

Lino había pensado que, hablando con la gente, ganándose su confianza e incluso su simpatía, quizá pudiera dormir allí esa noche bajo techo, y quién sabe si hasta pasar allí unos días a cambio de cualquier pequeña ocupación. También había pensado hacer algunas compras, al menos el cazo, el café y la linterna, pero desistió de meterse en ese laberinto. Pagó y preguntó si le podían llenar la cantimplora. «Eso, en la fuente, que está el agua más fresca», dijo alguien, no el tabernero sino uno de los del grupo.

Buscó la fuente, comió a la sombra del olmo, echó la siesta junto al regato, y a media tarde retomó su peregrinaje.

Durante más de tres meses anduvo a la ventura, entregado a los azares del camino, y sin parar en los lugares más de dos o tres días. Como iba indocumentado, hacía en el mejor de los casos trabajos esporádicos, a los que se ofrecía por la voluntad, ayudar en la carga o descarga de un camión o de un remolque (frutas, pacas, estiércol, materiales de construcción, hortalizas, animales para el matadero), limpiar un establo, recoger patatas, deshierbar un corral. En Burgos hizo de guía para extranjeros, y en otras ciudades y pueblos turísticos consiguió vender algunos dibujos de monumentos emblemáticos tomados del natural a la vista de todos. Pasó por muchas urbanizaciones donde le ofrecieron puestos de peón de albañil o de mozo de carga, pero él siguió de largo en busca de tareas más livianas y ocasionales, y también y ante todo porque su negocio consistía en caminar sin tregua y al albur del momento. Vendió el reloj, y entre unas cosas y otras se iba defendiendo, porque apenas necesitaba nada para sobrevivir.

Dormía al raso, al resguardo de unos arbustos, de unas rocas, de una pared, y si tenía ocasión, en albergues y casas de acogida, pero sus sueños eran apenas devaneos breves y confusos, llenos de pesadillas, que lo dejaban en un estado lamentable de agotamiento y de estupor. Se lavaba y lavaba la ropa en los arroyos, y se afeitaba usando el agua como espejo. Comía pan y latas de conserva, algo de queso, de fiambre, de fruta, y poco más. Adelgazó, su piel se tostó y se curtió, sus músculos y fibras se endurecieron, y en su cara afilada fue apareciendo una expresión sombría e indescifrable incluso para él mismo.

Algo debía de estar removiéndose en los fondos fangosos del alma. O quizá había empezado a removerse cuando uno de aquellos días se animó a llamar a casa, por si había alguna novedad. Y, en efecto, la había. Con palabras secas y precisas su padre lo informó de la llegada de una carta, remitida en sobre oficial desde el hotel, dentro del cual estaba la carta que le había escrito a Clara. «Viene sin abrir.» «Entonces, rómpela.» Estuvieron un rato en silencio, sin saber ninguno de los dos qué decir, hasta que se cortó la comunicación. Con la devolución formal de la carta, se rompía también el último vínculo, la última esperanza de regresar y ser acogido como hijo pródigo en el mundo que había dejado atrás. No supo si aquella novedad era un motivo de alegría o de infortunio, o si debía sentirse ahora más libre o más desamparado que antes. He ahí otro problema insoluble, se dijo finalmente, y cargó con la mochila y siguió adelante con su vagabundeo.

Más de una vez, de día o de noche, lo sorprendieron en el camino los chaparrones y las grandes y aparatosas tormentas del verano, que tan gustoso júbilo le producían cuando estaba al amparo de casa. Hubo noches frías, con heladas al amanecer, y aunque se compró un chubasquero y un saco de dormir, y aunque a veces hacía un poco de fuego para calentarse, se despertaba tiritando y sin fuerzas ni ganas para seguir adelante. En largos días de lluvia vivió horas y horas, sin nada que hacer, bajo unos soportales, o sentado o tumbado en un banco bajo la marquesina de una parada de autobús, o avanzando encogido bajo los aguaceros y sobre el barro del camino. A veces iba por las sendas y a veces tomaba a campo través. Un día se hizo un chamizo con palos y ramas en la profundidad de un bosque y vivió allí una semana, y durante ese tiempo no pudo dormir, era imposible, porque apenas conseguía amodorrarse soñaba con Clara y con el muerto y se despertaba aterrorizado e incapaz ya de permanecer quieto en el lecho. Tenía que levantarse, pasear, lavarse en un arroyo, sentarse al sereno hasta el amanecer. Así que, obligado por el insomnio y por el hambre, continuó su marcha, seguro ya de que no podía detenerse, de que solo en los trabajos de la huida encontraría algo de paz para su conciencia.

Anduvo por tierras de Burgos, de La Rioja, de Soria, por montes y valles, por bosques y llanuras, y hubo días en que no sabía ni le importaba por dónde iba ni adonde lo llevaban sus pasos. A veces sentía aún el ímpetu del camino, el júbilo de la libertad, el placer de pasar la mañana dibujando el entramado de un árbol o ensayando la perspectiva que hacían unos leves tallos de grama al proyectarse sobre unos montes en la lejanía. El contacto con la naturaleza lo serenaba y lo bendecía con los deleites de la contemplación. La misma sensación de entregarse generosamente a la anchura del mundo experimentaba cuando se detenía a hablar con alguien, a escuchar esas voces que traían el eco de otros mundos, de otros modos de ver las cosas y valorar la vida. Pero llegó el momento en que dejó de dibujar, de pensar, de mirar, de hablar al paso con la gente, obsesionado solo por el camino, por lo que se había convertido no ya en una tarea o en una búsqueda, y aún menos en un modo de vida, sino únicamente en una manía sin contenido, la más disparatada, esforzada e inútil que había tenido nunca. Un día, a finales de julio, le picó una abeja, se le inflamó un ojo, y entre eso y las ampollas de los pies, no pudo menos que acordarse de Orestes y de la vaca lo, y de los arriesgados lances de los héroes antiguos, y a la luz de aquellos casos épicos, su vida le pareció ridícula, falsa, carente de la más mínima grandeza. Ni siquiera sabía de lo que huía —si es que aquello merecía el nombre de huida—, ni adonde ni por qué. Una mísera abeja. ¿Dónde estaba ahora la mirada irónica que en otros tiempos lo ayudó a desenmascarar las vagas trascendencias con que suelen disfrazarse los más banales sucesos de la vida?

En el curso de su deambular, descubrió principios nuevos sobre asuntos que creía tener claros desde hacía muchos años. Descubrió por ejemplo que, en efecto, no necesitaba mucho para vivir, pero siempre que tuviese cerca y al alcance de sus posibilidades todas las cosas más o menos superfluas a las que le gustaba renunciar. Descubrió que, en efecto, amaba también la soledad, pero a condición de que hubiese gente alrededor, testigos ante los que pudiera mostrar su carácter silencioso y huraño, porque él no era un eremita, carecía de la pureza de quien se aparta del mundo para vivir en el más absoluto anonimato. No, él era una especie de solitario social, que necesitaba de los demás para reafirmarse en su recogimiento. Así que esta es la soledad de que tanto se habla y se canta, pensaba cuando, en efecto, supo al fin lo que era sentirse solo de verdad.

Y descubrió en la práctica y de una vez por todas el tedio del camino, de la acción, del viaje. El viejo tedio de vivir que lo perseguía desde la adolescencia. No, tampoco en el camino y en el cambio iba a encontrar su lugar en el mundo. Al contrario: si antes, cuando tenía la casa paterna o una vivienda propia, o un trabajo, además de un barrio y de una ciudad, ansiaba y envidiaba la libertad del vagabundo, ahora empezaba a anhelar un lugar estable —aunque fuese un tonel, como Diógenes, o un entrante en la oscuridad, como aquel indigente que vivía en un túnel del metro— donde estarse quieto y ser feliz en la quietud, como sugería Pascal. Y con la monotonía de los días tan largos y las noches de insomnio al raso, le volvieron los remordimientos, recrudecidos y enriquecidos por nuevas culpas, casi olvidadas hasta entonces: aquella vez que le robó unas monedas a su madre o se avergonzó en público de su padre, cuando de niño le pegó a un compañero más débil y cobarde que él, cuando ensartaba vivos en los anzuelos de pescar lombrices, saltamontes o grillos, cuando abandonó a Inés con el pretexto de verla comer un huevo duro, cuando renunció a estudiar Arte por ella, para evitarla, lo cual lo llevó a descubrir tan a deshora que en realidad nunca había tenido coraje para elegir su propio destino, sino que siempre se había dejado llevar por las circunstancias o por la voluntad de los demás. Sí, la suya había sido en general una vida bastarda e inauténtica. Y no, tampoco su incesante deambular lo purificaba de sus culpas ni lo ayudaba a encontrar la paz de espíritu que cada vez ansiaba más.

Y también descubrió el absurdo de aquella vida itinerante. ¿Es que iba a pasarse así los años, yendo malamente de un lado para otro? ¿Se pasaría la vida haciendo de falso vagabundo? ¿Y qué iba a hacer cuando cayese enfermo, o cuando viniesen los cierzos y las lluvias y los días cortos y tristes del invierno? ¿Tiraría para el sur, como las aves migratorias?

Hacia mitad de agosto empezó a sentirse mal. Se cansaba enseguida, tosía, sentía náuseas con solo oler las latas de conserva y a veces vomitaba lo poco que comía, y de lo único que tenía ganas era de echarse a un lado de la senda, tumbarse e intentar dormir. Vinieron días fríos y lluviosos, el campo estaba empapado de agua, los caminos se encharcaron y enfangaron, y entre la debilidad y la falta de trabajos ocasionales y llevaderos, a Lino empezaron a escasearle las pocas monedas diarias que necesitaba para sobrevivir. Esto es lo que me merezco, se decía, pero aun así, el castigo solo está empezando. No se atrevió a mendigar a la luz pública con la mano tendida, pero en las panaderías, en las tiendas de comestibles o en los restaurantes a la hora del cierre, pedía algo para comer, y de ese modo siguió adelante hasta los primeros días de septiembre.

Era el tiempo de las setas y las moras, y mucha gente, familias enteras, se echaban al campo en busca de ellas. Los niños se encargaban de las moras y los mayores de las setas. Los niños gritaban y corrían, las mujeres vestían prendas de colores y se reían a carcajadas por cualquier cosa, y los hombres, ataviados festivamente a lo campestre, hacían también con gracia sus papeles de trabajadores serios y concienzudos. Cuando paraban para comer, las mujeres formaban un corro y los hombres otro, y los niños jugaban a perseguirse entre los árboles, y cuando los llamaban para comer, se iban siempre con el corro de las mujeres. Las mujeres se burlaban y se reían de los hombres, y los hombres aceptaban con buen humor aquellas burlas y risas y aquel alegre secreteo a sus espaldas. Luego, agarraban sus cestas, sus navajitas, sus bastones, y seguían trabajando. A Lino le hubiera gustado tener largas piernas y pasar a grandes trancos y con la camisa inflamada de viento camino de alguna tarea urgente y decirles adiós de lejos con la mano, sin detenerse: «¡¡Ehh!!», diría; y los otros: «¡¡Ehh!!» «¡¡Adiós!!» «¡¡Adiós!!»

Esto era en tierras sorianas, en la limpia profundidad de sus bosques de pinos. Lino vio aquellas escenas, y en su alma y en sus ojos aparecieron un mirar inocente y un sentir tierno como no había experimentado jamás. Quizá yo también podría ser feliz así, buscando setas y comiendo en corro, pensó. Con mi cesta y con mi navajilla. Pero ¿cuánto tiempo tardaría en aburrirme y en aborrecer las bromas y tontunas y coloquios triviales de unos y de otros? ¿Por qué le resultaba tan difícil ser feliz, como lo era con tanta facilidad aquella gente? Luego irían a sus casas, se bañarían, harían la cena, comentarían los incidentes de la jornada, verían juntos algún programa de televisión, y los niños se irían pronto a dormir, que mañana había que madrugar para iniciar un nuevo día. Así de hermosa y así de superficial era la vida. ¿Qué había de malo, de triste, de fastidioso, de desalentador, en todo eso? Así debieron de vivir también los alfareros macedonios, los médicos sirios, los ilustradores persas, los oficinistas caldeos, los herreros sumerios, los orfebres egipcios, los labradores y burgueses de la Edad Media. ¿O es que valía más su desdicha y su desasosiego que la modesta felicidad de los demás? ¿Estaba su tristeza hecha con materiales más nobles que la alegría diaria de los otros —alegría extraída a veces del fondo de la vida con el esfuerzo y el afán del minero en busca de su pepita de oro—, de la cohorte de afectados por ejemplo?

En ese turbio devaneo anduvo muchas jornadas, algunas sin comer, más por desidia que por necesidad, y todas sin dormir. Un día de mediados de septiembre decidió parar. Había pasado la noche en vela en una estación de tren abandonada, y al salir a la carretera se sentó en una piedra y se dijo: Hasta aquí hemos llegado. No tenía fuerzas para seguir. Aquí me quedaré sentado, a esperar la siguiente jugada del destino, el golpe de azar que la vida contingente y absurda me tenga reservado.

El día había amanecido frío y nublado, pero ahora el viento se había llevado las nubes y él se fue adormeciendo al calorcito de un tibio sol ya otoñal. Soñó que un automóvil se detenía junto a él y que alguien le gritaba: «¡Buenos días, fugitivo!» Oyó tan claramente el grito que abrió los ojos y, en efecto, allí estaba Gálvez saludando desde la ventanilla de su Opel Vectra.

—¡Gálvez! —dijo, con la voz entrecortada por el asombro y la emoción.

—He pensado mucho en ti, y creí que te encontraría en cualquier momento, siendo como somos los dos profesionales del camino. Pero yo me imaginaba que estarías más al norte.

—Ahora voy hacia el sur, por el invierno.

—Pues yo voy a Madrid, a una reunión de alto nivel. Si quieres, te llevo hasta allí.

Lino se quedó alelado, sin saber qué decir.

—¿A Madrid? —dijo al fin.

—Sí, allí tiene el Grupo su gran sede.

A Madrid, se quedó pensando. ¿Le ofrecía acaso el destino una última ocasión de redimirse, de saldar sus deudas, de alcanzar el perdón y poner en sus días un poco de orden y sosiego? No pienses, se dijo, déjate llevar por el viento, como las hojas y los pájaros.

—Pues no se hable más —dijo, y dejó sus aperos de caminante en el maletero y tomó asiento junto al conductor.

—¿Ves esa estación de ferrocarril? —preguntó Gálvez antes de partir.

—Sí, ahí he pasado la noche.

—Es curioso. Las grandes obras perduran, o tardan mucho, siglos y siglos, en convertirse en ruinas, y no pierden nunca su dignidad sino que, por el contrario, la reafirman en la vejez. Tú que eres arqueólogo lo sabes mejor que yo. Una catedral, una pirámide, una vía romana, un obelisco. Pues bien, yo creo que una línea férrea como esa, que va de Sagunto a Santander, es decir, del Mediterráneo al Cantábrico, es una obra tan valiosa y difícil, o más, que muchas de las antiguas. Y, sin embargo, ha durado muy poco, y ahora todo, la vía, las traviesas, las estaciones, los talleres, todo, es ya una pura ruina. Una ruina joven y ya innoble. Si miras en los raíles podrás leer: Altos Hornos de Vizcaya, 1930. Y hace ya años que dejó de funcionar. Así que esa gran obra, más propia de cíclopes que de hombres, ha durado unos sesenta años, o quizá menos. Mi padre la vio nacer y morir. A mí me produce una gran tristeza esa mezcla de grandeza y de fugacidad. Por cierto, ¿tú has visto la película El doctor Zhivago?

—Sí, por lo menos dos veces.

—Pues se rodó en parte por estas tierras, y una de las principales escenas se hizo precisamente en esa estación, y en ella aparecemos de extras mi padre y yo.

—No me digas.

—Sí. Se nos ve solo un momento, pero somos nosotros, mi padre muy joven y yo muy niño, los dos vestidos de campesinos rusos, con aquellas gorras que luego hizo famosas Lenin.

Puso el coche en marcha.

—No tienes muy buen aspecto —dijo al rato—, y veo que ya no llevas el reloj y que te sigue faltando el botón de la chaqueta. Así que no te pregunto cómo te ha ido, porque lo llevas pintado en la cara. Tampoco te voy a preguntar por dónde has andado porque me dirás que por ahí, como no podría ser de otra manera. Así que te preguntaré solo una cosa. ¿Tienes hambre?

—Creo que sí.

—Pues ya conoces el camino. Mete la mano a ver qué encuentras.

Lino comió con mucho apetito por primera vez desde hacía muchos días. Se comió un paquete de galletas con mantequilla, una cajita de quesos, cortezas de maíz, cuatro flanes, y se bebió otros tantos batidos, y para finalizar un cartón entero de leche entera, y entretanto Gálvez conducía en silencio por no distraerlo del gusto y la concentración con que comía, y solo cuando apretó el cartón vacío y se quedó ensimismado, con la vista perdida en el aire, le dijo:

—Despierta de tu oscura noche y busca en la guantera, al fondo del todo, y allí encontrarás una bolsita de cuero. Sácala y dámela.

Y Lino sacó la bolsita, y de la bolsita Gálvez le fue dando como a un niño una pastilla para la tos, un expectorante, un analgésico, un antipirético y un reconstituyente, y Lino se tomó todo sin rechistar y luego cerró los ojos, se quedó traspuesto un par de horas, y cuando despertó se sintió muchísimo mejor. Incluso volvía a estar alegre por primera vez en mucho tiempo.

Gálvez había puesto muy bajito una música melódica de orquesta, y entre eso y el rumor de los neumáticos parecía que el coche se deslizaba sobre un piso de seda. Empezaban a abandonar los bosques y a entrar en una zona llana y cada vez más pobre y despoblada. Miró a Gálvez, su cabeza calva y maciza de luchador, su cuello musculoso, su perfil sereno y atractivo.

—¿Sabes a quién me encontré el mismo día que me dejaste en Aranda? —le preguntó.

—A Olmedo. Ya me dijo que pasaste con él una semana. ¿Te acuerdas de lo que te dije, que para los que no creemos en Dios también existen los milagros y las apariciones? ¿Te acuerdas o no?

—Me acuerdo.

—Y tú no me creíste, hombre de poca fe. ¡Qué tendrá que ver el ser o no ser ateo con los prodigios! Ya ves, yo me aparezco a ti, te hablo de Olmedo, y luego Olmedo se te aparece a ti, y hoy tú y yo nos hemos aparecido uno al otro. ¿No es extraordinario? ¿No hay una secreta y misteriosa armonía del conjunto? Aunque, claro, el problema es que muchas veces esa armonía la urde el mismo demonio. Pero no nos pongamos a filosofar. ¿Qué te pareció Olmedo?

—Me pareció un hombre generoso, pesimista, y de una pureza casi infantil, en el mejor sentido de la palabra. Tenía que haber nacido en otra época, o haber seguido siempre siendo niño.

—¿Otra época? ¿Es que ha habido en España otra época mejor que esta? Bah, a Olmedo lo que le pasa es que ha descubierto el secreto más obvio pero mejor guardado por nuestra especie: que estamos en manos del tiempo y que la vida es solo un breve y fugaz vuelo, como decía el poeta. Yo soy psicólogo, y algo sé de estas cosas. No nos gusta la época en que vivimos porque no somos inmortales; cierto paisaje no nos complace porque Dios no existe; tal hotel nos parece sucio e incómodo, o el arroz poco hecho, y odiamos al cocinero y al hostelero, porque una punzada en el hígado nos recuerda de pronto que hemos de morir y que con nosotros morirán los mejores secretos de nuestro corazón. Y eso es lo que le pasa a Olmedo, que protesta de todo porque sabe que todo, y sobre todo él, es perecedero, y por eso se emborracha todas las noches y recita a Machado y canta jotas y habla de celemines y maravedíes.

—Y si fuese inmortal, ¿qué? —dijo Lino—. Si fuese inmortal le pasaría lo mismo. Yo creo que lo que le ocurre a Olmedo es que no ha nacido para ser feliz.

—Puede ser. La psicología no ha penetrado aún esos misterios. ¿Sabes, cambiando de tema, lo que hacía cuando te vi sentado al borde del camino? Venía hablando solo. Me gusta mucho hablar solo. Mientras conduzco, echo grandes discursos, me enredo en interminables monólogos. Mientras conduzco y también en casa, o en las noches que dedico a la pesca del cangrejo. Me da vergüenza decirlo, pero en estos tiempos de ocio digital, yo soy como Olmedo, un caso perdido para la modernidad.

—¿Y de qué hablas?

—Ah, eso es lo de menos, porque lo que digo no tiene ni pies ni cabeza. Hablo a lo que salga, cuidando mucho, eso sí, el léxico y el oleaje de la frase. El contenido apenas me importa, porque de lo que se trata, y aquí conectamos de nuevo con el tema de la brevedad de la vida, es de provocar una gran crecida verbal que arrastre en su empuje los malos pensamientos. Y ya sabes a qué pensamientos me refiero. Con un poco de cultureja, se puede hablar y hablar sin temor a que se agoten las pilas de la invención y del lenguaje. Es como comer pipas o hacer pompas de jabón. Y yo solo, oyendo mis ocurrencias, a veces me emociono y a veces me descojono de la risa. Luego alguien me dice en la oreja: «Recuerda, Gálvez, que tú también eres mortal». Y ahí se acabó el juego.

—A mí me pasaba algo parecido de adolescente, que me daba por decir frases absurdas.

—¿Por ejemplo?

—No recuerdo ninguna. Hace ya tiempo que abandoné esa manía.

—Pues, hablando de eso, yo me invento refranes absurdos, pero que parecen verdaderos, y nadie me los ha discutido nunca, porque además los refranes no se discuten. A ver si me acuerdo de alguno. Por ejemplo: «Al cura en Semana Santa, quita vino y dale manta». ¿A que suena bien?

—Ya lo creo.

—O este otro: «Moscas en enero, lluvia en abril y en agosto sombrero». Y ahí va otro más: «El amor y el interés, si cuentas bien salen tres». Lo importante en este negocio es la rima. Si algo rima, la gente se lo cree, o por lo menos calla y no discute. Bueno, salvo Olmedo, que como sabe que es mortal, me discute todo lo que digo. ¿Viste los espantapájaros?

—Los vi, y me pareció algo extraordinario. Aunque, más que una celebración o un homenaje, aquello parece un cementerio de héroes. No sé, es un espectáculo bonito, pero que da pena.

—Pues yo siempre que voy allí le digo: Olmedo, ¿cuándo vas a poner en el huerto a ese pequeño gigante que es Kant? A mí me haría mucha ilusión verlo ahí con su levita, su peluca blanca, su chistera y su reloj de bolsillo, pequeñito, insignificante entre esas enormes coles y calabazas que cultivas, como un gnomo, pero enarbolando contra los pájaros, mano en alto, su obra inmortal. Pero Olmedo dice que no, que el huerto es un espacio consagrado a los héroes y que allí no hay sitio para Kant.

Y entonces nos ponemos a discutir sobre quiénes son o no son los verdaderos héroes, qué entendemos cada cual por honor, por aventura y por audacia, hasta que nos emborrachamos y acabamos cantando coplas obscenas a la luz de la luna. Oye, Lino, cambiando de tema, ¿qué has encontrado por ahí? ¿Has encontrado algo que merezca la pena, un buen lugar para construir tu cabaña junto a algún río que, como el agua famosa de las coplas, pase hacia la mar, que es el morir, pero por donde remonten en primavera los salmones? ¿Has encontrado algo así?

—No. Creí que mi lugar podía estar en el camino, y he intentado convertirme en vagabundo, lo he intentado, pero tampoco me gusta esa manera de vivir. Lo único que he sacado en claro es que la vida no hay dios que la entienda. Ese sí que es un problema insoluble. La vida es…, cómo decir…

—Mira, joven fugitivo —lo interrumpió Gálvez—, si quieres podemos hacer algunas alegorías sobre la vida, que es el único modo de entender algo de ella. Porque si la miramos de frente, nos deslumbrará con el fulgor de su misterio. Hagamos, pues, alegorías, pero ya te advierto que, por muchas que nos inventemos, todas nos saldrán fúnebres y cortadas por el mismo patrón. Empiezo yo. La vida es como una larga sesión de manitas de póquer. Uno toma los cinco naipes que le caen en suerte, los estudia, evalúa sus posibilidades, calcula sus esperanzas y miserias, se descarta (salvo los que, por la razón que sea, se consideran ya servidos), toma los naipes de renuevo con la ilusión de ligar una buena jugada. A veces la liga y otras muchas no. A veces va de farol y echa el resto y a veces no se atreve a apostar con un póquer de ases. A veces gana y la mayoría de veces pasa o pierde, pero nunca logrará hacer saltar la banca, como era su secreta ambición, y al final saldrá del tugurio sin un chavo, el pelo revuelto, los ojos febriles, y sin ningún lugar seguro adonde ir. Ahora vas tú.

—Yo pienso que la vida es algo así como un viaje en metro o en tren donde tú eres el único pasajero y donde van anunciando por los altavoces: «Próxima estación, Escuela Elemental; próxima estación, Primer Amor; próxima estación, Desengaño Amoroso…» Y luego vendrán las estaciones Grupo Pascual, Matrimonio, Paternidad, Adulterio, Suicidio, Divorcio, Crimen, Exilio…, y así hasta llegar, que a veces llega cuando menos lo esperas, a la estación Hospital, y luego la última de todas, el fin de trayecto, cuyo nombre todos conocemos.

—Esa alegoría no te la hubiera discutido ni siquiera Olmedo, nuestro infantil y triste Robinson. A ver esta otra. El edificio de nuestra vida, ¿sobre qué cimientos descansa, qué materiales se emplearon en su construcción, cuánto tiempo y cuánto trabajo y cuántos salarios se invirtieron en excavar, en nivelar, en desescombrar, en cubrir aguas, en fraguar los anclajes? Hay que ver qué de empresas y cuánta maquinaria se necesitó para alzar esa obra que allí ves, tan sólida, tan altanera, tan rematada en su prestancia, que parece hecha para la eternidad, ¿y de qué sirvió todo si luego y de pronto una mirada equivalente a un terremoto, una burla, una delación, un momento de ira, un dolor en el costado, un huevo duro o una noche furtiva de cangrejos puede echar abajo todo el conjunto en un instante?

—Esa tampoco te la hubiera discutido Olmedo. Cuando hablabas de excavar pensé que la vida es también el minero que se afana sin cesar en la profundidad del fango con la esperanza de encontrar una esmeralda que le dé fuerzas y nuevas esperanzas para seguir cavando en busca de otra, y así sucesivamente.

—Desengáñate, joven amigo. Las alegorías sobre la vida son aburridas, previsibles, y no nos llevan a ninguna parte. Dejemos, pues, este tema, y en vez de hablar de la vida, nos vamos a dedicar a vivir —y aceleró y poco después giró hacia una carretera secundaria.

—¿No iremos a hacer deporte? —se sobresaltó Lino.

—No, ya no es hora. Además, yo ya he corrido esta mañana diez kilómetros, he cruzado a nado un pantano y he levantado veinte veces a pulso un tronco de cincuenta kilos. Ya te dije que soy un atleta.

—¿Y entonces adonde vamos?

—A comer.

—Pero yo no tengo dinero…

—Ni falta que te hace —zanjó la cuestión Gálvez.

Llegaron a un pueblecito y entraron en un pequeño restaurante cuyo dueño, y los comensales que ya estaban comiendo, saludaron a Gálvez con grandes muestras de alegría y muchos miramientos. Gálvez les gastó bromas a todos, y los otros no hacían más que decir: «¡Hay que ver este Gálvez!»

—¿Y de qué conoces tú a todos estos?

—¿Yo? No te puedes imaginar, mi pequeño e inexperto Lino, la cantidad de gente que yo conozco. Ve por cualquier pueblo de las dos Castillas, métete por Cantabria o por La Rioja, entra en las tabernas y salones selectos de Madrid, y pregunta por Gálvez, y ya verás como siempre hay alguien que me conoce o ha oído hablar de mí. ¡Vaya preguntas que haces!

Comieron sardinas asadas de aperitivo, y luego sopa de picadillo y cordero asado, y de postre queso fresco de cabra, y una frasca de tinto —espeso, recio— de la región.

—¿Quién se acuerda ahora de las alegorías? —dijo Gálvez cuando apuró su último trago de vino.

Ya en silencio, salieron a la autovía y enfilaron deprisa hacia Madrid.

—¿Tienes padres? —preguntó Gálvez cuando entraban ya en los primeros barrios de la ciudad.

Lino pensó entonces en la posibilidad de ir a verlos, pero la desechó de inmediato, aunque solo fuese por la pereza que le daba tener que defenderse de la interminable sarta de reproches y gritos contando la historia entera de aquel aciago día de mayo. Mejor iría mañana, y seguro que ellos lo comprenderían y acabarían compadeciéndose de él. Los abrazaría, les pediría perdón por todas las faltas que hubiera podido cometer desde niño, y de paso recuperaría sus documentos y tarjetas, y se marcharía con el corazón ligero y en paz. O quizá no tanto, pensó de pronto, quizá habría una investigación abierta por el crimen y estarían buscando al culpable, pero sin prisas, dejando actuar por su cuenta a la torpe pero implacable maquinaria de la justicia, de modo que un día cualquiera, cuando el asunto estuviese ya casi olvidado, unos golpecitos en la espalda mientras caminaba por la calle, o en la puerta de su casa a horas intempestivas, o su nombre pronunciado interrogativamente a la salida de un cine, anunciasen el fin del caso y el comienzo de su perdición. Y en cuanto a Clara…

—Que si tienes padres.

—Ah, sí.

—Y sin embargo algo me dice que, hoy al menos, no vas a ir a verlos.

—No, no creo. Quizá otro día.

—Ya. Tampoco irás a casa de algún amigo.

—No, tampoco.

—A lo mejor te da por presentarte en una comisaría y ponerte a hablar por los codos. Y todo por conseguir el ansiado perdón de los pecados.

—No lo sé. No sé lo que voy a hacer. No tengo ni idea. Pero es verdad eso de que el perdón de los pecados no existe para los que no creemos en las divinidades. Ahora lo comprendo muy bien.

—Bueno, no te creas todas las cosas que te cuentan, porque sobre eso habría mucho que hablar. Te lo digo yo, que soy un gran pecador. Y, por lo que adivino, tampoco vas a seguir hacia el sur.

—Me parece que no.

—Así que estás jodidamente solo. Mira, te voy a dar mi número de móvil. Búscate una pensión o un hotel, y si quieres, mañana me llamas, nos volvemos juntos para Aranda e intentamos que entres a trabajar en el Grupo. Serías mi ayudante. Allí, en el Grupo, tendrás al menos un hogar, casi una patria —y le dio una tarjeta—. Buscas, pues, una pensión, te duchas, te afeitas, das un paseo, comes algo y te vas a dormir. Y antes de dormir, te tomas unas pastillas que yo te daré. Y pide hilo y aguja y cósete de una puñetera vez ese maldito botón de la chaqueta. Te parecerá una menudencia, pero no lo es. Esas pequeñas cosas son más importantes de lo que tú crees. Y ahora escucha bien lo que voy a decirte, porque no pienso repetirlo. Es muy sencillo: Mañana será otro día. Cuando te levantes, abres la ventana de par en par, te pones de pie frente a ella y haces cien flexiones, aspirando hondo al subir y expirando al bajar. Arriba y abajo, aspirar y expirar, ese es todo el secreto.

—Gracias, Gálvez, muchas gracias por todo. Oye, ¿y a ti cómo te va?, que no has contado nada de tus cosas durante el camino.

—Como siempre. Sigo con mi doble vida, el Grupo de día y los cangrejos por la noche. Y sigo añorando a mi Paquita del alma. Hace poco hablé con ella y me dijo: «Jujú, si dejas el Grupo vuelvo contigo para siempre».

—¿Y tú qué le dijiste?

—Se me rompió el corazón, porque con ella y con los cangrejos yo sería el hombre más feliz del mundo. Pero no puede ser, lo nuestro es como lo de Romeo y Julieta y otros amores trágicos. Hay cosas que son imposibles, sin que se sepa bien por qué. ¿Sabes una cosa? De buena gana me iría contigo hacia el sur. En el fondo, también yo soy un fugitivo. Correríamos juntos grandes aventuras, y el mundo se nos quedaría pequeño para nuestras ansias viajeras. Y quién sabe, igual hasta nos hacíamos famosos. Pero eso tampoco puede ser. Mira, ahí hay una boca de metro.

Detuvo el coche e hizo con las manos un gesto de final de función.

—Toma —y le tendió tres billetes de veinte, y unas pastillas, y atajó por adelantado cualquier intento de rechazo o protesta—. Es solo un préstamo, porque quizá mañana, o cualquier otro día dentro de muchos años, volvemos a aparecemos uno al otro. Recuerda que para los incrédulos también existen los milagros. ¡Hala, bájate, que ya voy con retraso!

—Gracias —dijo Lino, y como le pareció poco por los favores recibidos, tras recoger su equipaje quiso volver con nuevas y emotivas palabras de gratitud, pero Gálvez ya había arrancado y solo alcanzó a levantar débilmente una mano para decirle adiós.

Así se quedó, con la mano alzada en trémula señal de ofrenda y despedida incluso cuando Gálvez había ya desaparecido, pasmado ahora por la incertidumbre del nuevo capítulo de su vida que se abría bruscamente ante él. Vio un parquecito solitario y se sentó en un banco, y allí estuvo mucho tiempo, intentando juntar los trozos desperdigados de su vida para entender cómo había llegado a ser lo que ahora era, uno de los tantos problemas insolubles que hay en el mundo, un breve laberinto que acaso carecía de salida. ¿Qué podía hacer? ¿Qué vas a hacer?, le preguntó una súbita y ya otoñal racha de viento. ¿Y si me entregase?, pensó sin convicción. Pero no. El se sentía culpable, y ruin y desalmado, sí, pero por Clara, no por aquel rufián al que mató en legítima defensa, y al que volvería a matar sin el menor remordimiento porque, en definitiva, él era el causante de la desgracia de Clara, y de la suya propia y de la de todos los demás. Si pudiese comparecer ante un tribunal que lo juzgase por el daño que le había hecho a Clara y a los suyos, solo por eso, lo haría sin dudar, correría a hacerlo como el sediento que se precipita a trompicones y de bruces en la sucia charca del oasis. Sediento de castigo, de tormento, de purificación. ¿Qué hacer? Estaba atardeciendo, y de las frondas de una acacia salía el escándalo de los pájaros que se afanaban ya para dormir. Quizá Gálvez tenía razón. Dar un paseo, tomarse las pastillas, coserse el maldito botón, y dormir, sobre todo dormir, y al otro día hacer gimnasia y respirar el aire nuevo de la mañana, y dejar que la propia vida fuese haciendo su oficio…

Pero tampoco aquella era una solución. De pronto pensó que quizá lo que él necesitaba era contar su historia, confesar sus culpas y a la vez defenderse de ellas, escucharse a sí mismo y aligerar la carga que llevaba encima, compartir con alguien su desdicha, y ser enjuiciado con severidad, sí, pero también con la misericordia y la dulzura que merecía su caso. Eso es, contar, hablar, someterse al grave pero amistoso escrutinio del prójimo.

Entonces se acordó del señor Levin. El era un hombre sabio, lleno de autoridad moral, y lo conocía muy bien, y sabría escucharlo con cuidado y ser imparcial en sus consejos y en su veredicto. Y esa sí que sería, por otra parte, una confesión en toda regla, porque el señor Levin era quien mejor podía representar a las verdaderas víctimas, y quien podría defenderlo, y justificarlo, ante ellas.

No lo pensó dos veces. Entró en una cabina telefónica, hizo un par de llamadas, buscó una pensión, se duchó, se afeitó, se cosió el botón de la chaqueta (y al hacerlo le emocionó que, a pesar de su torpeza con el hilo y la aguja, estuviese reparando aquel mínimo pero a la vez, y secretamente, grave desperfecto), y unas horas después estaba con el señor Levin en la cafetería del hotel, bebiendo y hablando en la penumbra, como en los viejos tiempos. El señor Levin tenía solo un hilito de voz y estaba flaco, demacrado, la boca sumida y los ojos febriles en un rostro que dejaba traslucir ya el contorno exacto de la calavera. Pero mantenía la misma actitud atenta y burlona de siempre. Esperó sin prisas a que Lino comenzara a hablar, pero Lino no encontraba las palabras precisas y solo le salía un angustioso balbuceo de aflicción.

—Supongo que querrás contarme algo —intentó ayudarlo—. ¿Una historia quizá?

—Sí. Es una historia que no he tenido ocasión de contársela a nadie, ni a Clara, que es a quien tenía que habérsela contado nada más ocurrir, ni a usted, ni a mis padres, ni a los padres de Clara ni a nadie…

—Y ahora vienes a contármela a mí.

—Necesito contársela a alguien y nadie mejor que usted. Me muero por contar esa historia, y porque llegue a los oídos de Clara y alcance su perdón, o al menos su comprensión y su piedad.

Entonces el señor Levin se levantó, rodeó la barra y fue poniendo sobre ella platitos y cuencos con frutos secos, con pepinillos y aceitunas, con canapés, con pastas, con tapas de tortilla, de queso, de embutido, y después fue a abrir la puerta que daba al jardín para que entrara el fresco de la noche, y al fin volvió a sentarse en su taburete y extasió la vista en las alturas.

—Paula y yo nos pasábamos la vida contándonos las historias de nuestras pequeñas andanzas diarias, y esos fueron quizá nuestros mejores momentos de felicidad. Y siempre, antes de ponemos a contar, sacábamos cosas ricas para comer y para beber, y nos instalábamos muy cómodamente, porque así es como saben bien los relatos, y a veces son tan gustosos que, entre vivir y contar, si me dieran a elegir, no sé muy bien con qué me quedaría. Al final lo que perdura son las historias, y lo demás es pasto del olvido. Así que, desahógate, como hice yo contigo, y comamos y bebamos, y ya verás como al final, puestas al descubierto por las palabras, las cosas son más claras y livianas que antes.

Y Lino entonces echó un buen trago de whisky, tomó un bocadito, y comenzó a hablar, al principio con indecisión y torpeza, tanteando, buscando un norte, un motivo que lo guiara en el infinito mar de las palabras, y un tono en el que se sintiera cómodo y seguro, hasta que encontró el hilo y la música que buscaba y poco a poco el relato comenzó a brotar con fluidez, empezando por la mañana de aquel jueves de mayo, cuando observó en el espejo, mientras se afeitaba, su cara radiante de felicidad. Porque era de felicidad. El domingo se casaría con Clara, el gran amor de su vida, y el lunes se irían de viaje a Australia, el lugar con el que tanto había soñado en la adolescencia. ¿Qué más podía pedirse a la vida? El señor Levin escuchaba serio y concentrado absolutamente en el relato. La voz de Lino sonaba sincera, cálida y convincente. Habló sin prisas de la mañana de aquel jueves de mayo, del altercado callejero, de la persecución del tipo al que se había enfrentado, y de cómo antes de los postres salió a tomar el aire a la puerta del restaurante, y del regalo de Moisés, y del malentendido y de la fatalidad que lo llevaron finalmente a defenderse del crimen con un crimen, y de su huida atolondrada, y entre sorbos y bocaditos, habló por extenso de Gálvez, y de Olmedo, y de Comediante, y de su mísera peregrinación hasta este mismo instante en que estaba contando aquellos raros pasajes de su vida.

Y según contaba, según las palabras hacían renacer el pasado de sus propias cenizas, algo iba naciendo y desbordándose en él, un sentimiento de gratitud y de concordia con el mundo, consigo mismo y con el prójimo, representado por el señor Levin, que seguía escuchando con prontitud e intensidad, y por un momento se imaginó que, igual que Orestes cuando llegó a Atenas tras su penosa travesía de expiación, estaba declarando ante una asamblea que no solo estaba allí para escucharlo sino también para juzgarlo, y condenarlo o absolverlo, por sus errores, sus culpas y sus méritos. Pero había algo en aquella mansa noche de septiembre que invitaba a la benevolencia y a la levedad. Convertida en palabras, es verdad que su vida adquiría ahora algún sentido, aunque fuese difuso y contingente. La secreta armonía del conjunto, pensó, y el recuerdo de Gálvez lo obligó a sonreír y a dar, con esa sonrisa, por concluido su relato.

Siguió un largo silencio. Y Lino se sintió muy bien allí, feliz, purificado, sin un futuro al que temer y, por una vez, sin necesidad ni ganas de estar en otra parte.

—Es una historia trágica y absurda como la vida misma, y yo me encargaré de contársela a Clara. Clarita es una mujer fuerte y sabrá salir adelante. Tu historia la consolará, como te ha consolado a ti, y como consolará a tus padres cuando se la cuentes. ¿Irás pronto a verlos?

—Mañana iré sin falta —y era verdad que pensaba hacerlo, porque aunque triste y pesaroso por todo lo vivido en los últimos meses, se sentía como liberado de una carga inhumana, y con fuerzas para, mañana mismo, poner un poco de orden en su vida y seguir buscando su lugar en el mundo.

—¿Sabes que he ido más de una vez al Manzanares a pescar con tu padre?

—¡No!

—Claro que sí. Nos hemos hecho amigos, y a veces vienen también algunos de la cohorte de afectados.

Y siguieron bebiendo, comiendo y hablando, y unas veces comentaban los pormenores de la historia de Lino, y en otras se internaban por nuevas galerías narrativas que les salían al paso.

—Oye, Lino, quiero pedirte un favor —dijo de repente el señor Levin.

—Cómo no.

—Quiero que cuando vuelva Paula, y estoy seguro de que ella volverá algún día, seas tú quien la recibas en mi nombre. Dejaré encargado en mis últimas voluntades que cualquier carta o llamada de Paula te sea transferida de inmediato a ti. Quiero que seas mi albacea sentimental, quien hable por mí cuando yo ya no esté, y quien escuche por mí las historias que ella sin duda traerá para contarme. Y quién sabe, quizá os enamoráis y termináis siendo felices los dos juntos. Siempre he creído que estabais hechos el uno para el otro. Sí, quizá tiene razón Gálvez con eso de la secreta armonía del conjunto.

—Será un honor para mí —dijo Lino con sincera solemnidad.

Y, aunque hubo un silencio de apesadumbrada melancolía, enseguida el señor Levin propuso un brindis para celebrar el acuerdo y pasaron a hablar de otras cosas.

Y cuando el señor Levin le preguntó qué planes tenía para el futuro, Lino dijo sin dudar que mañana, nada más levantarse, haría cien flexiones ante la ventana abierta al aire puro del nuevo día, que luego iría a visitar a sus padres y que luego daría un largo paseo antes de comparecer ante otro tipo de auditorio, que acaso fuese menos benévolo con él. Allí, contaría su historia por segunda y última vez.

—Comprendo —dijo el señor Levin—. Aunque quizá te da por huir en el último instante…

Lino carraspeó lúgubremente por lo bajo.

—No, creo que esta vez llegaré hasta el final.

El señor Levin sonrió, alzó y agitó el vaso en una señal de reconocimiento y homenaje. Y, mientras bebían, en el aire seguía sonando el eco de aquella musiquilla celestial.