El televisor estaba encendido y sin voz, y su luz era suficiente para distinguir el entorno. Sobre una mesita, la bandeja intacta con el sándwich y la leche. Caminó con cuidado, matando los pasos, los oídos llenos de silencio, como si fuese un ladrón y no un empleado diligente y solícito. Vio un ordenador portátil, también encendido, una maleta abierta y sin deshacer, una botella de whisky casi vacía, con su vaso y su cubitera de hielo al lado, un libro abierto y boca abajo —una novela en rústica de Agatha Christie—. Se asomó al baño y encendió la luz: una bolsa de aseo, una maquinilla eléctrica de afeitar, un cepillo de dientes, el suelo salpicado de gotitas de agua, y al otro lado de la encimera del lavabo un frasquito volcado y destapado con algunas pastillas desparramadas en lo que parecía un movimiento torpe y precipitado.
Alcohol, pastillas, ochenta y dos años. Una frase absurda entró a saco en su mente: «El demonio anda suelto entre los girasoles». Sin tocar nada, actuando con decisión pero sin prisas, abrió la puerta corredera del dormitorio y, antes de entrar, pensando en los interrogatorios de la policía, examinó memoriosamente el escenario. Las persianas estaban a medio bajar y las cortinas a medio correr, y entre la luz que se filtraba de la calle, con su palpitar de neones, el resplandor del televisor en el salón y la blancura de las sábanas, había en el dormitorio una irreal penumbra azul. La brisa que entraba por las ventanas entreabiertas mullía y hacía flotar muy suavemente los visillos. Lo demás: ropa oscura de hombre tirada y amontonada en un sillón, y un reloj luminoso que marcaba las 11.56. Eso era todo.
«Señor Lagos», dijo, y lo repitió tres, cuatro, cinco veces, en un tono cada vez más alto y alarmado, mientras se acercaba a la cama con las manos ya listas para tocar, y acaso remover, aquel cuerpo quieto y arropado solo por la sábana. «Señor Lagos», repitió, esta vez en voz baja, casi implorante, inclinándose hacia él y poniéndole una mano en el hombro.
Y entonces todo ocurrió como en los sueños, donde existen de verdad el infierno y el paraíso, donde uno puede vivir la más aterradora pesadilla o el prodigio de una dicha inefable, donde apenas un mínimo accidente, el sudor de la mejilla en la almohada o acaso la lejana bocina de un automóvil que se coló y se incorporó a la trama del sueño, separan la extrema fealdad de la suma belleza, el placer del horror, la agilidad de la torpeza, el anhelo de ser inmortal de la ilusión liberadora de la muerte y la nada. Porque de pronto el anciano cuerpo del señor Lagos se giró y le echó los brazos al cuello y lo atrajo y lo arrastró consigo mientras con voz ronca de comeniños le decía: «Ya te tengo. Al fin caíste en la trampa de la que ya nunca lograrás escapar».
Lo demás son sensaciones, recuerdos que atesora el cuerpo más que la memoria. El limpio frescor de las sábanas, la enorme, casi infinita, amplitud del lecho, la luz de los anuncios que en cada destello le mostraba una porción mínima y maravillosa de la realidad, el olor y el sabor inconfundibles de aquella carne tan deseada y tan prohibida, la palabra esturión, que se le vino de pronto a la memoria y anduvo un rato jugueteando por la mente, la promesa que se hizo de no carraspear nunca más en la vida, el juramento de que ya nunca querría huir, estar en otra parte que no fuese junto a ella, el estupor que no acababa de rendirse ante la evidencia, una súbita ráfaga de aire frío que entró por la ventana —los visillos como colas de novia— y los impulsó a alcanzar el edredón y a refugiarse bajo la ropa, en lo oscuro, en lo cálido, en lo seguro, allí donde se pierde la vergüenza, donde la inocencia se confunde alegremente con la maldad. Como si fueran niños escondidos de los mayores, irresponsables de sus palabras y sus actos.
—¡Qué perversa! ¿Cómo fuiste capaz de algo así?
—Porque tú nunca te hubieras atrevido a nada. Tu orgullo y tus complejos no te hubieran dejado. Si fuese por ti, estaríamos toda la vida entre miraditas y suspiros.
—Pero ¿y la botella de whisky?, ¿y la ropa de hombre?, ¿y el frasco de pastillas?, ¿y los datos falsos del huésped? Seguro que te divertiste mucho con el juego.
—Me lo pasé muy bien, pero no era solo un juego. Era también un homenaje. En realidad, fuiste tú quien me dio la idea y quien me animó a llevarla a la práctica.
—¿Un homenaje?, ¿una idea mía? Bah, te estás burlando de mí.
—Qué va, fue un homenaje al azar, a la contingencia, al absurdo, al destino, al tedio, a la ironía, al amor que no existe, a la felicidad inalcanzable, a todas esas palabras y teorías de las que tanto te gusta hablar y presumir. ¿No dices que ellas han regido siempre tu vida?
—Sí…
—Pues ya ves cómo al final se juntaron todas para decidir también tu porvenir.
—Eres malvada, una auténtica bruja.
—Y los datos del huésped no eran tan falsos como tú crees. Por eso te dejé una novela de Agatha Christie, para animarte a investigar, a examinar esos detalles que tanto admiras en la pintura pero que a veces no sabes descubrir en la vida real. Fíjate, por ejemplo, en el nombre y en la edad. Carlos Lagos, ochenta y dos años. Es irónico y es contingente, pero no es del todo absurdo ni azaroso. ¿Lo comprendes ahora? Y ahora repíteme otra vez que ya se acabó para siempre esa manía de huir de los sitios y de la gente, júrame que nunca, nunca, huirás de mi lado.
Así era Clara, nerviosa, enérgica, impulsiva, y con un fondo imaginativo que hasta entonces no había tenido ocasión para manifestarse.
Y ahora corren abrazados bajo la lluvia, apresurándose hacia el futuro que habían elegido y sellado aquella noche de febrero que todavía, al recordarla, tiene algo de cosa soñada, de juego, donde todo está felizmente gobernado por la contingencia, por la ironía, por la casualidad.
No son todavía las dos y ya están todos reunidos en el amplio salón del comedor privado, tomando el aperitivo de pie, haciendo corros cuyos integrantes cambian al mismo ritmo que las conversaciones, donde los temas duran apenas unos instantes, de modo que todo parece hecho a juego con los deliciosos bocaditos que ofrecen al vuelo las bandejas, un canapé, una fritura, un sushi, un vasito de salmorejo, un chupito de paella, un sorbo de sesos de liebre o una espuma de mollejas caramelizadas, y con la indumentaria de los comensales, trajes ligeros de hilo en tonos claros y calzado a juego para los hombres, y telas frescas y vaporosas y zapatos de medio tacón para las mujeres, todos alegres, discretos y elegantes.
Han venido, por parte de Clara, sus padres, a quienes Lino ya conoce, su tío carnal Carlos y su esposa Miriam, un matrimonio muy consolidado en las postrimerías aún galantes de la madurez, su abuela, que a Lino le recuerda vagamente a algún miembro de la familia real inglesa u holandesa, alguna reina madre en vacaciones de verano, y el señor Levin, y por parte de Lino, solo sus padres, ella vestida con un conjunto de gran decoro comprado para la ocasión, y él con su viejo traje negro de paño y los zapatos también negros, los que Lino le ha conocido desde siempre, y por un momento piensa que así habrán de enterrarlo algún día, en esa última solemnidad de las pocas solemnidades que ha habido en su vida: el día de su boda, el día del bautizo del hijo, los días del juicio por lo de la colza, y quizá poco más. Con un traje le ha bastado para cumplir con dignidad en los momentos más graves de su vida. La dura formalidad del padre y de la madre, no solo en el vestido sino también en los usos sociales, contrasta con la soltura y la gracia natural de los otros. Pero no hay problemas de trato: esa misma y graciosa soltura los acoge como a dos más entre ellos, para que se sientan a gusto y sin complejos, aunque es difícil que los padres puedan corresponderles en la misma medida.
Ya han tenido lugar los saludos y las presentaciones. Todos han besado y cumplimentado a todos. Ha habido reverencias, abrazos, cordiales apretones de manos, palmadas en la espalda, fingidos gestos de asombro o de reproche, euforias reprimidas, sonrisas luminosas, todo en un tono contenido, sin voces ni aspavientos, como si ese ceremonioso barullo lo hubiesen ensayado muchas veces. También han tratado ya los dos temas estelares de la actualidad: la tormenta y la lesión en la cara de Lino.
Casi todos, sorprendidos y espoleados por el chaparrón y los truenos llegaron mojados, algunos con sofocos, y esa pequeña aventura creó enseguida un ambiente jovial y dicharachero, porque todos podían opinar con pleno derecho, y aportando cada cual sus propias e intransferibles experiencias. Solo el padre de Lino no dijo nada, pero Lino notaba que una idea, que acaso no se atrevía a exponer, lo corroía por dentro. Y también sabía que tarde o temprano la acabaría exponiendo. En cuanto a la madre, secundaba con educadas sonrisas las anécdotas de los demás. Luego, con la ronda de besos, salió a relucir la cara de Lino, y todos le hicieron corro y con tantas preguntas no lo dejaban contestar. Confabulados en la mentira, y con una seriedad que los ponía a veces al borde de la risa, Clara y Lino se alternaron para contar la versión de la puerta, inventándose detalles sobre la marcha. Era de noche, ¿a quién se le ocurre ir a oscuras al baño?, hubo un golpe de viento, quizá los primeros avisos de la tormenta que se avecinaba, y además había tenido una pesadilla de la que, en el momento del golpe, no había acabado de desenredarse del todo. Eran jóvenes, eran los novios, eran los protagonistas, eran los elegidos, y todo cuanto decían venía avalado y condonado por aquella otra aventura de quienes se disponen a internarse intrépidamente en el futuro, tan lleno de riesgos, es cierto, pero en el caso de ellos tan sobrado de dulzuras, de juegos, de promesas. Este relato a dos voces era la primera entrega de esas secretas dulzuras compartidas, y un signo de la benevolencia con que el futuro los acogía en su seno.
Y ahora los invitados hablan formando inestables grupos coloquiales. Picotean en las conversaciones como en las bandejas. Hablan del campo, de lo bonito que estará en estos días de primavera, de leves achaques, de la emoción ya anticipada del domingo, de Clarita, de cómo parece que fue ayer cuando era niña y corría entre campos de flores, circunstancia que la abuela aprovecha para contar algunas anécdotas de la infancia de Clara, y el tío Carlos para elogiar la belleza de quien ya ejerce oficialmente de novia —quizá por cortesía, Clara se ruboriza—, de la luna de miel, de modo que los que han visitado Australia hablan de los encantos de aquellas vastas latitudes, y hay valoraciones encontradas sobre la carne de avestruz. Se habla de vinos y de rarezas culinarias. El tío Carlos es partidario de la cocina vanguardista, y la tía Miriam de la tradicional. Discuten un momento entre ellos y enseguida hacen las paces con un beso en los labios. El padre de Clara habla poco, pero escucha con tanta autoridad que parece siempre el protagonista de la conversación. La madre, una mujer guapa y de expresión triste y soñadora, mira de vez en cuando y a hurtadillas a Lino con una sonrisa que parece también la sonrisa cómplice y pudorosa de una novia. Los más habladores son los tíos. Él es el único que no lleva corbata sino un pañuelo de seda gris al cuello. Han viajado mucho, han hecho cruceros y safaris, travesías por selvas y desiertos, y no hay ciudad ni paisaje de los que no tengan algo que comentar, de modo que en los corrillos enseguida sale a relucir alguna anécdota de sus muchos viajes. Se llaman entre sí con diminutivos amorosos, lo cual los cohesiona aún más como pareja. Se nota que se quieren y que están hechos uno para el otro y para ser felices juntos hasta el fin de sus días. Un fotógrafo profesional entra en la sala, hace su trabajo sin molestar y se va.
Todo es leve, banal y encantador. El señor Levin, aunque apenas habla porque la enfermedad le ha medio matado la voz, escucha risueño y se esfuerza por parecer contento y no desentonar del grupo. Solo al padre se le ve algo incómodo, y es que no entiende estas conversaciones sin hilar, mudables, que no traban ni van a ningún lado, que apenas esbozadas se las aparta como si fuesen ya inservibles, siendo él como es obsesivo en los temas, que —como en el caso del traje— uno solo le ha valido siempre no ya para una comida sino para toda la semana, con sus largas secuencias de entusiasmo, de dudas, de melancolía, de furia, de indiferencia, de lentas y abismadas cavilaciones y de repentinas rachas de elocuencia. Y ahora se encuentra con esta especie de baile dialéctico, donde continuamente se cambia de pareja. Están hablando de una cosa, y de pronto ya están hablando de otra y con otros hablantes. Además él no conoce ni sabe valorar el arte de la ironía y del ingenio. Está bebiendo mucho vino, y cuando pasa una bandeja se cuelga la garrota del brazo y mira y remira las viandas sin decidirse por ninguna, pregunta al camarero, qué es esto, de qué está hecho lo otro, toma al fin el bocadito y lo examina de cerca antes de llevárselo a la boca. La madre intenta sosegarlo, moderarlo, no bebas tanto, no te pongas a compadrear con los camareros, le estará diciendo, y él, bah, qué sabrás tú. En un momento dado se acerca a la abuela, que tiene la memoria algo perdida y se la ve como ausente y al margen de la fiesta, y le ofrece un canapé. Ella hace un gesto simpático de sorpresa y con dos dedos va a tomar el canapé pero él le dice que no, que abra la boca, y ella no solo la abre sino que también cierra los ojos, y él le mete dentro el canapé y se echa atrás para ver el efecto que su obsequio produce en la anciana. Todos ríen, todos celebran el detalle, y entonces él, animado por el éxito, al fin se atreve a dar su parecer sobre la tormenta. Lino lo oye disertar con voz apasionada y le llegan palabras y frases sueltas, aunque tampoco necesita oír más para entender entero su discurso, que viene oyendo desde niño. Habla de lo buenas que son estas tormentas para limpiar la atmósfera de smog. Habla del anhídrido carbónico, del óxido de azufre, de la lluvia ácida, del plomo, del benceno, de las partículas en suspensión, de los miles de muertos —en cifras exactas— que produce la polución urbana en Madrid o en Tokio, y entra en detalles, problemas respiratorios y cardiovasculares, infecciones irreversibles en los órganos blandos, cáncer, gastritis, anemia, y eso por no hablar de los desechos industriales o de la contaminación alimentaria…, y ahora la madre le tira del faldón de la chaqueta, él la mira extrañado y los oyentes aprovechan la pausa para mudar de conversación o de corro. Cuando por un momento se quedan solos, la madre le reprocha algo entre dientes y él hace un gesto de enojo y de desdén y se queda mohíno y como ofendido. Está bien, parece decir, ya no hablaré más, no te preocupes que no pienso abrir el pico en toda la comida, porque aquí parece que todo el mundo puede hablar menos yo. Tiene cojones, y toma al vuelo de la bandeja otro vaso de vino.
Cuando se sientan a la mesa, todavía está seguro de su enfado, y se le ve en la cara la decisión heroica de no volver a hablar. Se sientan, se acomodan, despliegan algunos las servilletas, y entonces es como si comenzase el segundo acto de la función, porque la escenografía ya es otra y los comensales están quietos en un sitio, y es de suponer que habrá que buscar nuevas conversaciones y despacharlas en un tono menos voluble y chispeante. En cuanto al espacio, la mesa es redonda y su composición es admirable: los manteles de hilo, la porcelana, la plata, el fino cristal de las copas, el centro de flores frescas, el sigilo de los camareros uniformados que ya se afanan alrededor, por ahora sin provecho pero ya con ganas de agradar. Y en cuanto a las conversaciones, de momento no han arrancado, pero ya hay un preludio de exclamaciones, de apartes, de carraspeos, de dichos aislados, de oídos prestos, de suspiros, que van preparando la aparición del primer tema. A Lino siempre le asombró, en esta refinada clase social, cómo sus conversaciones y sus pausas resultan impermeables a los flujos sombríos de la realidad, cómo callan sin pudor al silencio, con qué elegancia saben aburrirse. Largas veladas formales y monótonas los han educado quizá en el arte de vivir el tedio sin angustia, sin exasperación. Sus gestos son ociosos, soberanos, sin otra significación que la sugerencia de la fortuna que han invertido en adquirirlos.
Pero de momento todos callan, y el silencio que más se nota es el del padre, porque él no sabe callar, no domina tampoco ese arte, y el silencio entre extraños le parece de mala educación. Si no fuese por su promesa de no hablar, seguro que ya hubiese cargado él con la responsabilidad de romper el silencio. Del mismo modo, también se vería obligado a mostrar su alegría y a proponer brindis, e incluso a atreverse con algún chiste verde, como es propio y natural de una celebración de boda. Pero se contiene, porque los otros, que sin duda son dichosos y están también alegres, no parecen muy dispuestos a proclamarlo. La madre, recta en su asiento, con las manos apoyadas formalmente en el borde de la mesa, espera, y todo cuanto ella es, y cuanto parece, está contenido y expresado en ese otro arte humilde y no exento de épica que es el de saber esperar. Lino sufre por los dos: están incómodos y como fuera de lugar. Y tampoco él se encuentra a gusto. La euforia del aperitivo, el fraseo trivial, el esfuerzo de sonreír sin ganas y de ser amable y hasta encantador, todo eso le ha creado cierto malestar, y en él empieza a latir el viejo deseo de irse, de estar en otra parte. El señor Levin, que es el único que podría conciliar esos dos mundos, no está para discursos, y aunque parece formar parte activa del grupo, atento a todo y disponible para todos, está también lejos, a saber dónde.
—¿Y cuándo volvéis del viaje de novios? —pregunta la abuela, y ahora sí, ahora ya la conversación fluye, una cosa lleva a la otra y de ese modo se habla del viaje, del piso de los novios, que ya todos han visto y admirado, del verano ya próximo y de cómo deberían proponerse pasar unos días juntos, y se habla de la vieja casona junto al mar, que Lino conoce por los relatos de Clara, de un viñedo en Aquitania, de una gira por el sur de Italia.
—A Lino le gustaría viajar a Grecia, a Egipto y a la antigua Mesopotamia, ¿verdad, cariño?
—Ah, pero tenéis toda la vida para hacerlo —dice la madre de Clara.
—Si vais a Palmira —interviene el tío Carlos—, es obligatorio alojarse en el hotel Zenobia.
—Allí pasaba largas temporadas Agatha Christie —dice su esposa.
Lino y Clara intercambian una risueña mirada de complicidad.
—Por cierto —dice Clara—, tengo un secreto para todos, pero no me preguntéis nada porque no lo pienso decir hasta el final. Es un secreto estupendo. Os vais a quedar todos emocionados y con la boca abierta.
Lino le hace un tímido gesto de reproche.
—Ya de niña le gustaban mucho los secretos —dice la abuela.
—No os podéis perder el aperitivo a la sombra de los olivos —dice el tío Carlos.
—Y los atardeceres desde un castillo…
—El castillo de Qalah —precisa su esposo.
—Sí, ese. Son los atardeceres más bellos del mundo —dice en un tono transido de nostalgia—. ¿Te acuerdas, Charli, de aquella cabra que te atacó en el Bagdad Café?
—Y nunca quería decirlos, hasta que un día se convirtió en vendedora de secretos —recuerda la madre de Clara—. «Tengo un secreto, ¿me lo compras?», decía. Y según la importancia del secreto, así era el precio.
—¡Qué diablillo!
—También se alojaron allí el rey Faisal y Zsa Zsa Gabor, y aquel aviador que…
—Tenemos que volver a nuestra querida casona, todos juntos, como en los viejos tiempos.
—¿Recuerdas? Allí tomamos por primera vez champán azul.
—¿Azul?
—Una vez encontró un nido de mirlo, y no nos quiso vender el secreto por nada del mundo.
—No, eso fue en Masai Mara. Es una mezcla de vodka y de frutas exóticas, con el toque azulado del blueberry y la cáscara de naranja.
—Todos juntos, aunque sea por última vez.
Traen las cartas, pero el tío Carlos prefiere encomendarse a las sugerencias del maître y él les recomienda unos entrantes para compartir, que todos aceptan encantados. Luego se concentran en los segundos platos, piden consejo al maître, expresan sus dudas, se ayudan unos a otros, hasta que al fin cada cual pide lo suyo. El padre de Clara se encarga de los vinos, y también a todos les parece muy bien la elección.
Durante los entrantes se habla de la antigua ruta de la seda, del crecimiento económico de China, de María Callas, de la primera bicicleta sin ruedecitas supletorias que tuvo Clara, de accidentes domésticos, y algunos aportan sus propios casos, se retoma el ataque de la cabra en el Bagdad Café, que le produjo un fuerte esguince de tobillo al tío Carlos, de viejas películas en blanco y negro, de las cuatro estaciones del año y del encanto particular de cada una de ellas, del pescado tan exquisito que se come en Biblos, de la colección de mariposas y de tebeos antiguos que había heredado la abuela de su difunto esposo, de aquella vez que Clara se cayó y se rompió un diente persiguiendo a un conejo, de cuántos años suele vivir una cabra, de aves exóticas, de las estrellas del hemisferio sur, de espías célebres (uno de ellos solía alojarse en el hotel Zenobia, era muy famoso pero ahora mismo no se acordaban de su nombre), de cócteles, de pequeños pueblos de Cantabria, de la humilde belleza de los atardeceres de verano en las estepas castellanas.
El padre calla, come y bebe. La madre escucha con una expresión solícita y seria, demasiado seria quizá para los temas que se tratan, y a veces se anima, con muchos miramientos, a tomar un bocado. El señor Levin, que casi no come, apenas una pizquita de algo, ha pedido un whisky nada más sentarse a la mesa y se lo bebe a sorbitos lentos y gustosos. Ha debido de hacer buenas migas con el padre, porque tras un intercambio de gestos interrogativos el señor Levin le hace una seña al camarero y de inmediato el padre tiene ante sí un whisky, y ambos insinúan un brindis desde lejos.
Cuando se sirven los platos principales, cada cual se concentra en el suyo y la conversación queda por ahora en suspenso. Luego, cuando hayan degustado los primeros bocados, ya se irá retomando, con nuevos temas y acaso en tono más alegre, pero entretanto, apenas se cruza algún que otro comentario, o un exquisito ronroneo de placer, o una exclamación, signos carentes de significado, es cierto, pero que crean lazos comunicativos en el grupo y ayudan a mantenerlo cohesionado.
De pronto, y Lino sabía que ese momento fatal terminaría llegando, el padre se anima al fin a tomar la palabra.
—Volviendo a lo de la tormenta —dice—, habría mucho que decir sobre sus efectos benéficos. Porque si por un lado limpia la atmósfera, por otro arrastra con ella las partículas de ceniza y, junto con otros desechos, los transporta a los ríos, o los filtra por entre las junturas del suelo hasta los manantiales subterráneos, con lo cual, lo que las tormentas descontaminan en el aire lo contaminan luego en las aguas, y no está claro si son o no beneficiosas para el medio ambiente. Porque las aguas van a los ríos y de los ríos pasan a la mar, como bien se sabe, de modo que al final los peces que comemos a lo mejor están envenenados de dioxinas por culpa de esa tormenta a la que tantos galanteos y aleluyas se le han dedicado aquí antes.
—Cállate ya —murmura la madre.
—No, no, si lo que voy a decir viene como anillo al dedo en este lugar y en este instante. Por ejemplo, el pez espada, o emperador, como también se dice —y señala al plato de la abuela—. Ese pez no es bueno para la salud. ¿Por qué? Porque tiene mucho mercurio.
Se oye el tintineo de copas y cubiertos.
—¿Es posible? —dice el padre de Clara.
—Está demostrado. Y lo mismo pasa con el marisco. En realidad, todos los peces, unos más y otros menos, tienen mercurio. Pero los peores y más dañinos para la salud son el pez espada, el tiburón y la caballa. Esos peces hay que comerlos muy de vez en cuando, como mucho una vez por semana, aunque lo mejor es no comerlos nunca. Ni probarlos.
Como todos escuchan serios y perplejos, y como la abuela se ha quedado con el tenedor en el aire en el momento en que iba a llevárselo a la boca, el padre dice:
—Pero tienen una carne muy rica, y al fin y al cabo, de algo hay que morirse, ¿no? —y espera a que alguien le ría la broma—. Por cierto, yo tenía un amigo, para que vean ustedes cómo es esto de la contaminación, Alonso Patiño, tú lo conociste —le dice a la madre—, que se hizo vegetariano para tener mejor salud y esperanza de vida. Total, que consiguió un permiso para plantar un huerto por donde la M-30, a la orilla misma del Manzanares. Allí cultivaba de todo, también legumbres y patatas, y hasta tenía un pequeño gallinero, y de eso comían él y su familia. Y ¿qué ocurrió? Que entre los vertidos industriales, las aguas residuales, los desechos domésticos que iban también al río, los abonos y la lluvia ácida, todo le salió con un altísimo contenido en plomo y en bismuto, y la familia entera enfermó de saturnismo.
Hace una pausa, por si alguien quiere preguntar qué es eso del saturnismo.
—No podían respirar, se ahogaban, tenían vómitos y diarreas, les entraban sudores fríos, y toda la piel se les llenó de pompas y de granos, algunos tan gordos como huevos de paloma.
—Déjalo ya —dice la madre.
—Es verdad —dice Clara por decir algo—, la mayoría de las cosas que comemos tienen muchos aditivos químicos.
—Eso, con perdón —dice el padre—, es una milonga. Porque está científicamente demostrado que los antioxidantes, los colorantes y los conservantes no son ni mucho menos peores para la salud que el pez espada —y otra vez señala a la abuela, que sigue con la boca abierta y el tenedor en el aire—. Todo esto de la contaminación alimentaria y ambiental, por no hablar de la radiactiva y la electromagnética, es un mundo donde hay mucha leyenda e ignorancia.
El tío Carlos intenta cerrar ese asunto introduciendo otro, el avistamiento de ballenas en las islas Azores, ¿te acuerdas, cari?, pero el padre, harto y escarmentado por la volatilidad de las conversaciones, no está dispuesto a abandonar el tema, y menos ahora que ha hecho carne en él.
—¿Y qué me dicen ustedes del síndrome de la colza, que mejor habría que llamarlo de los tomates de Almería? —y sube la voz y aviva el gesto, y echa el torso adelante, apoderándose así de la atención de los oyentes, y dispuesto a contar por entero su historia.
—Ya está, déjalo ya —dice, implora la madre.
Pero Clara y el señor Levin le sonríen, y lo escuchan con curiosidad, y eso lo anima a seguir hablando y a contar lo de la colza, muy por encima para lo que es él, pero aun así en su totalidad, desde los primeros efectos de la intoxicación hasta los siete millones de pesetas con que lo indemnizaron muchos años después. Los comensales escuchan, unos con más agrado que otros, y también algunos camareros, discretamente, se han sumado al relato. Habla, gesticula, bebe, mira a todos para que nadie se le distraiga, y apenas concede ni se concede pausas. Y así, toda la vieja historia va saliendo a escena. Sale la cohorte de afectados, las minusvalías, la relación de sus males —espasmos nerviosos, tumores, ceguera, parálisis, neumonías, deformidades óseas—, las fiestas, las rondallas, cuando iban por los pueblos dando conciertos, mensajeros de la cultura y ejemplos de la voluntad y el afán de superación, sale la antigua vida de mantenedor de túneles en el metro, todo el día metido en aquellas tenebrosidades, sus jornadas de caza al rececho de gorriones y palomas y las de pesca en el Manzanares —aquellos peces, bien frititos, y acompañados de un buen vino de Méntrida, estaban exquisitos, y mucho mejor para la salud que el pez espada—, y allí sale también su pasión por los negocios, los que hizo —como por ejemplo la venta de cebos de pesca: lombrices, asticot, grillos, babosas, bermejuelas— y sobre todo los que ideó pero que no pudo llevar a cabo por falta de efectivo, como por ejemplo una fábrica para exportar a países pobres carne envasada de lucio y de siluro, un molino de pienso elaborado con restos orgánicos de basura doméstica para cebar un millar de cerdos Yorkshire, o el rastreo de ríos en busca de tesoros.
—Uno de la cohorte, un tal Antón Nogales, un chatarrero con el que trabajó Lino en sus tiempos de estudiante, ese se hizo millonario con los desechos industriales. Compraba partidas de chatarra en bruto por diez, y luego hacía lotes y los vendía por treinta o por cuarenta. Juntó un gran capital y lo escondió todo en un jardín botánico.
—¿Cómo? —pregunta el padre de Clara.
—Paraísos fiscales —le apunta por lo bajo la madre.
—Bah, paraísos, jardines, ¿qué más dará una cosa que otra? Y ahora, vamos a brindar por los novios —dice, y todos levantan las copas, y con el brindis parece que el padre da por cerrada su intervención.
Pero, tan larga y apasionada ha sido, y tan exigente en la atención solicitada, que todos han dejado el plato a medias, incluido el padre, que al ver el panorama le dice a Lino:
—¿Cómo era aquello que tú contabas de los antiguos babilonios y las momias en los banquetes?
Y Lino, en pocas palabras, cuenta aquella costumbre de sacar una momia y pasearla entre los comensales cuando decaía el apetito y las ganas de fiesta.
—Aquella gente sabía lo que se hacía —dice el padre—. Que la vida es muy corta y hay que disfrutarla todo lo que se pueda.
Así que cada cual vuelve o aparenta volver a su plato. El padre apura de muy buena gana su guiso de carne, y los demás picotean o escarban en lo suyo, y poco después los camareros despejan la mesa para los postres, los cafés y las copas.
Vuelve ahora la rutina de las conversaciones minimalistas y los ritos de la felicidad conyugal. Vuelven los sobrenombres y diminutivos mágicos, terapéuticos, cari, querida, Charli, mi amor, tesoro, Nilito… Lino siente entonces un hondo malestar, que acaso se ha ido gestando durante toda la mañana, y de pronto tiene una revelación instantánea de su propio futuro. Se le presenta en imágenes nítidas, certeras, infalibles. Ve a Clara empujando un carrito de niño y a él al lado llevando de la mano a otro ya andarín. Ve escenas de las comidas familiares, de los veranos en la costa, de los regalos de Navidad, de Reyes, de cumpleaños, aniversarios y onomásticas, y oye las exclamaciones de sorpresa, de enternecida gratitud. Siente el lento transcurrir de las mansas tardes conyugales. Oye los nombres y las frases mil veces usadas que han de presidir su nueva vida y que no serán muy distintos a los que usan en estos momentos el tío Carlos y la tía Miriam. Se ve envejecer en una vertiginosa sucesión de estampas hogareñas. He ahí el mejor y más divulgado modelo de felicidad. Y está bien que sea así. ¿Por qué ha de pedirse a la vida más de lo que la vida puede dar? Y sin embargo hay algo en esa generosa ofrenda de la fortuna y en su sedante armonía que lo desasosiega, que lo atemoriza. Demasiada gente a su alrededor, demasiadas palabras, demasiadas responsabilidades. Y no sabe cómo, entonces lo invade el tedio insoportable de sus días venideros, el vértigo ante el absurdo, el pánico ante la escandalosa y trivial fatalidad de las leyes que gobiernan la vida y el mundo…
En el momento en que empiezan a servir los postres, se levanta para ir al baño. Necesita estar solo unos momentos, carraspear fuerte, escuchar los buenos consejos de las cosas, refrescarse la cara y lavarse las manos, que otra vez nota sucias y pegajosas. Luego regresará, más animado y optimista, liberado ya de sus estúpidas manías. Al levantarse, el señor Levin lo mira como alarmado por algo, como si una vez más le adivinara el pensamiento, y Clara le sonríe, le guiña un ojo, le hace un mínimo ademán de despedida ondulando los dedos.
Entra en el baño, orina y carraspea, se lava a fondo las manos y se enjuaga la cara. Todo muy lento, como si se tratara de un rito de purificación. Mientras se seca, se mira en el espejo. ¿Qué es lo que le pasa? ¡Eh, tú, qué te pasa! Quisiera desentrañar el enigma de su rostro, o al menos encontrar en él algo legible (¿dónde está la razón que no viene en su auxilio?), pero ni siquiera lo intenta, ¿para qué?, si nunca lo consiguió en tantos años por qué iba a hacerlo precisamente ahora, y más con la hinchazón morada que le deforma la expresión, aunque ya no tanto, ya va pareciéndose poco a poco a sí mismo. Pero, aun así, qué raro es también parecerse uno a sí mismo. Hace un gesto de contrariedad ante el espejo: ¿por qué le pasan estas cosas?, ¿por qué estos malestares repentinos y este ridículo pero irresistible deseo de huir, de mudarse de sitio a cada instante? Algo va mal, piensa, algo incontrolable está a punto de ocurrir. Las cosas de alrededor, quizá intimidadas ante la fuerza del presagio, no lo aconsejan, no le dicen nada: hoy el mundo calla, y los objetos lo ignoran, concentrados cada uno en su cometido, en su hermética condición de cosas. La papelera es solo papelera, el cuadro de la pared es solo cuadro, los fluorescentes, las toallitas, el dispensador de jabón líquido, su propia expresión impenetrable.
Carraspea de nuevo. Hace una morisqueta y se adecenta el rostro. Bien, ahora vuelves a la mesa, te comes el postre, pides un whisky, participas en las conversaciones, y cuando Clara cuente la verdadera causa de tu cara maltrecha, aceptas con ironía tu papel de héroe, cambias enseguida de tema, y ya el silencio se encargará de los laureles y las moralejas.
Ya más tranquilo, libre de presagios y demonios, sale del baño. Un camarero le sonríe y hace por moverse, poniéndose a su disposición. ¿Desea algo el señor?, parece decir. Por no desairarlo, Lino le pregunta: «¡Qué! ¿Ha pasado ya la tormenta?». Ofuscado al no poder complacerlo, el camarero dice: «Creo que sí, pero ahora mismo se lo digo con seguridad», y se dirige a la puerta de la calle para comprobarlo. Lino lo sigue y sale a la acera con él. Los dos miran al cielo y otean el ambiente. Sí, la tormenta ha pasado, pero parece que aún chispea un poco, ¿no? Intercambian algunas frases sobre la bondad de las lluvias primaverales para los campos áridos de España y la luz tan bonita que tiene ahora la tarde. El camarero se dispone a entrar y hace el gesto de cederle el paso, pero Lino con una mano dice que no, que entrará enseguida, que de momento prefiere seguir afuera, despejarse, respirar este aire fresco y puro que ha dejado la tormenta a su paso.
Las nubes ahora son blancas y el viento las empuja y las separa y cada vez hay más cielo, muy limpio y muy azul. Da gusto reposar los ojos en las cosas, los tejados, los balcones y miradores, las hojas caídas, los árboles… Entonces lo ve. Está allí, casi enfrente, bajo la marquesina de una tienda, con su aire imperturbable y siniestro, y ahora, al ver que Lino lo ha descubierto, lo saluda burlonamente, agitando una mano como si saludara a un niño, y luego con la misma mano, moviéndola con grave lentitud, como si dirigiese la maniobra de un vehículo pesado, lo invita a venir, a cruzar la calle y a reunirse con él.
Lino lo mira y no entiende, no acaba de creer lo que está viendo. Se había casi olvidado ya de aquel hombre, y hasta del incidente, cosas que le parecían ya lejanas y medio ilusorias, y he aquí que ahora reaparecen convertidas en algo que es ya una pesadilla. Se queda inmóvil, asombrado, aturdido, sin saber qué hacer. No tiene ganas de entrar y volver a sentarse a la mesa (además, entrar equivaldría a una cobardía manifiesta), y aún menos de ir al encuentro de aquel tipo, de aceptar su invitación a la pelea. Únicamente quiere estar aquí un rato, a solas, porque necesita sus dosis de soledad como el heroinómano las suyas, y seguro que en poco tiempo se recuperará del bajón anímico que ha sufrido.
En ese punto ocurre algo insólito. Debe de ser un malentendido, un exceso de celo e ignorancia por parte de un camarero, no el de antes sino otro, un hombre ya viejo (a Lino le recuerda en algo a Pepe Isbert), que acaso pensando que abandona definitivamente el local, ha salido a toda prisa para darle alcance, menos mal que todavía no se había ido, y hacerle entrega de una bolsa, de un encargo que dejaron aquí para usted, para que se lo diésemos sin falta, el señor que vino insistió mucho en eso. «Buenas tardes, señor, espero que la comida y el servicio hayan sido de su agrado y que volvamos a verle pronto por aquí», dice, y vuelve a recogerse.
Lino se queda como alelado en mitad de la acera. Es verdad que siempre pensó que la vida era azarosa y absurda, pero de un modo general y teórico, casi metafísico, no con tantos detalles eslabonados con tal rigor y lógica como ahora, como en todo este loco y maldito día de mayo.
Quizá el camarero lo ha confundido con otro. Mira dentro de la bolsa, ve una tarjeta prendida en el papel de regalo que envuelve un objeto pesado y vagamente triangular, y antes incluso de leerla recuerda y cae en la cuenta: claro, es el regalo de Moisés, que quizá porque lo compró a última hora, o a saber por qué otra extraña razón o conveniencia, lo dejó en el restaurante para que se lo entregaran al término de la comida familiar.
Cuando vuelve a mirar enfrente de la calle, el rival ya no está. Visto y no visto. ¿Qué otro truco de magia le estará preparando la realidad en este mismo instante? Entonces decide entrar (por fin la razón ha comparecido para poner un poco de cordura en sus actos), contar a todos —la pequeña y bendita tribu familiar— lo que ocurrió y lo que está ocurriendo y llamar de inmediato a la policía. Con la policía no hay magia que valga. Para la policía, la contingencia y el absurdo son un juego de niños. Ellos sabrán poner orden y paz en este día de mayo. Pero en ese momento ve al tipo —la cara pálida y angulosa, el traje ceñido, su delgadez enfermiza, que a Lino le resulta mucho más peligrosa que si se tratara de un forzudo de circo— que viene hacia él por la misma acera del restaurante. Está muy cerca, prácticamente le ha cortado la retirada y quizá no tenga tiempo ya de huir. Quizá lo alcance en el intento de abrir la puerta y lo acuchille contra ella, sin opción de retroceder o encogerse para esquivar o mitigar las puñaladas.
Sin saber qué hacer, si arriesgarse a entrar o enfrentarse allí mismo con él, se decide por un término medio, por la secreta lógica del azar: echa a andar en dirección contraria a su rival, en principio para alejarlo de allí, y luego ya se verá qué hacer. Piensa en Edipo, en Prometeo, en Antígona, porque como ellos, como los héroes de la tragedia griega, parece que está condenado a afrontar la situación él solo, sin intrusos o cómplices que perturben la pureza de esta historia acaso fatal.
Uno tras otro caminan por la calle, y Lino no sabe si avivar o acortar el paso, como tampoco sabe si está huyendo o no, si su estrategia es producto del temor, de la prudencia, de la audacia o de la pura casualidad: unos dados lanzados al azar del tapete. En todo caso, le da la sensación de que sus pasos son menos eficaces y sonoros que los de su perseguidor. Tuerce por una calle y después por otra, como si fuese a tiro hecho a algún lugar concreto. Entre la tormenta, la hora de la siesta y la festividad del día, las pequeñas calles por las que transita están desiertas. Solo se oye con nitidez el canto de los pájaros y los pasos de los dos caminantes; lo demás son ruidos lejanos y confusos. No conoce este barrio antiguo de la ciudad, y camina con decisión pero sin rumbo. Le gustaría mirar atrás y ver si el otro le va ganando terreno, pero mejor no hacerlo, porque en este trance y en estas soledades una mirada valdría tanto como una acción, y precipitaría un desenlace acaso rápido y mortal. Porque si su adversario ha tenido la paciencia de seguirlo durante la mañana, y de esperarlo luego frente al restaurante, es porque está firme en una convicción, y seguro de sí. Sabe lo que ha de hacer, y no tiene prisa por hacerlo. No, con él no valen ruegos, disculpas ni palabras amables. Ese hombre está dispuesto a matarte y parece que tú mismo estás colaborando con él en su designio. Quizá no tenía un plan, y tú se lo estás proporcionando gratis, convirtiéndote así en empresario, dramaturgo, director, escenógrafo y actor principal de tu propia muerte. Qué gilipollas eres, qué torpe para resolver los problemas prácticos de la vida.
Y aquí se detiene el bullebulle de su mente. Atender a los problemas prácticos y concentrarse en ellos. Dejarse de antiguallas griegas y de vislumbres filosóficos. De pronto le parece que los pasos del otro suenen ya más cerca. Cuidado, cuidado, ándate con cuidado. ¿Y si se acerca con veloz sigilo y te apuñala por atrás? Te hunde la navaja en la espalda, un metisaca, un visto y no visto, y como si aquí no hubiese ocurrido nada, continúa su camino, y ahí te quedas tú quieto, arrimado a la pared, ridículo y agonizante. Y así acaba tu historia. He ahí tu muerte convertida en comedia.
Tanto se persuade con esta idea, que siente físicamente la presencia del otro y el ya inminente contacto helado del acero en su carne. Luego, todo ocurre muy rápido. Alertado por el repeluzno del peligro, sacando valor y furia del espanto, el hombre bragado y de carácter que hay en él se da la vuelta con tal decisión y tanta acometividad pintada en el rostro, que su rival, que ya en efecto se le venía encima, duda por un momento. Lleva adelantado y presto el puño de la mano derecha, y Lino ya sabe lo que esconde en él.
Esta vez no huye ni intenta un gesto de conciliación. Retrocede unos pasos para ampliar el campo de batalla, cualquier cosa menos dejarse arrinconar, y de reojo busca un lugar a sus espaldas donde poder maniobrar y defenderse del ataque inminente. Reculando, poniendo la bolsa por delante, entra en un portal, y cada paso suyo atrás es contrarrestado por un paso adelante del otro, de forma que parecen ejecutar un movimiento sincronizado, casi a ritmo de danza. El portal es angosto y oscuro. Siendo este un barrio antiguo, y antiguo también el edificio, es seguro que por aquí habrán pasado gentes que murieron hace ya mucho tiempo, siglos, cada cual según la moda de la época: gregüescos, jubones, calzas, chupas y basquiñas, tricornios y levitas, y está bien que se le ocurran estas cosas, tan aparentemente fuera de lugar pero que lo ayudan a concentrarse y cierran el camino a pensamientos de inseguridad o de temor. La figura del otro se recorta, flaca y funesta, en el contraluz de la puerta. ¿Qué hacer ahora? De pronto ve el brillo del acero. Si retrocede más, enseguida se topará con algún obstáculo, y esa será su perdición.
No lo piensa un instante. El movimiento que se dispone a ejecutar ya lo venía pensando por el camino, ensayándolo con la imaginación en todos sus detalles. Esa era su esperanza, su única esperanza. Y ahora cuenta además con la oscuridad, y con el papel de cobarde que ha representado durante todo el día, para mejor aprovecharse del factor sorpresa. Echa el torso atrás, hace volar un par de veces la bolsa sobre su cabeza y la estrella contra el rostro del otro. El otro se queda quieto y como sin dar crédito, bien por el golpe, bien por el estupor ante lo inesperado del suceso, y según está así de quieto, Lino voltea la bolsa y lo golpea de nuevo, y esta vez el otro se lleva las manos a la cabeza, se tambalea, da unos pasos desorientado, se inclina hacia el suelo como si fuese a vomitar. Y ahí, con la nuca bien al descubierto, Lino le da un último golpe, esta vez a dos manos, levantando bien alto la bolsa, como si la ofreciera en sacrificio a un dios solar, y dejándola caer con toda la fuerza de sus brazos y de su ciega desesperación.
Todo ha transcurrido en silencio, pero es ahora cuando se hace de verdad el silencio. Un silencio que se extiende por todo el inmueble, por la calle, por el barrio, por el jueves y por el enorme, casi infinito vacío que hay ahora en la mente de Lino. Es un silencio que aturde de tan grande, y que parece que la gente va a salir de sus casas escandalizada a ver qué pasa, qué extraño fenómeno es este, cualquiera diría que se avecina el fin del mundo o que ha estallado otra guerra civil. Y en ese silencio está también la prueba de que el hombre que yace a sus pies está muerto y bien muerto. No lo toca por no dejar huellas, pero no hay más que ver los ojos extraviados y la boca abierta en el intento de un último grito o de un sorbetón de aire para saber que este hombre ya nunca más va a perseguir a nadie.
Asoma el perfil de la mirada por el portal. No hay nadie a la vista. Sale a buen paso, como si fuese con prisas pero sin alarma a hacer una gestión, y sigue caminando, apresurándose por un laberinto de calles y callejas. Ha perdido la noción del tiempo. Ahora ya no es el jueves de mayo hacia las cuatro y media de la tarde de hace apenas un rato sino cualquier otro día y cualquier hora de no importa qué año. Va a tirar la bolsa a un contenedor, pero en el último momento no puede resistir la curiosidad de ver su contenido. Desgarra el papel sin tocar el objeto que contiene y no necesita apenas mirar para reconocer una reproducción en bronce de El escriba sentado, tal es el regalo de Moisés, un inocente homenaje a su vocación de historiador.
El azar y el absurdo, y la veleidad de las cosas, guiarán mis pasos y velarán por mí, piensa, mientras sigue andando por donde sus pasos quieran llevarlo. De pronto desemboca en la plaza de Neptuno. Apremiado por un automóvil, cruza la calle medio corriendo. Al otro lado, hay un autobús urbano con las puertas abiertas listo para partir. El conductor, que ha debido de bajar a echar un cigarro, y que tiene ya un pie en el estribo, al verlo correr, le da con la mano para que se apresure, y él se apresura, salta a la plataforma, da las gracias, paga su billete y se acomoda en un asiento cualquiera. Es por ahora el único viajero, y quizá sea mejor así, porque de ese modo habrá menos testigos contra él. Oye el bufido de las puertas, y de inmediato el autobús parte en dirección norte.