Allí fue donde comenzaron mis verdaderas fugas, piensa, mientras sigue caminando sin prisas y sin norte, ya tranquilo y reconciliado otra vez con el presente, y respira a fondo, como escapando a la asfixia que le produce el mero asombro de vivir, tal como respiró aquella lejana noche junto al río. Era primavera, como hoy, y como hoy el aire era fresco y perfumado de verdores tiernos y todavía amargos. Y también ahora, como entonces, en rara sintonía con la naturaleza, todo invita a reconstruir la vida sobre las ruinas de un pasado ya muerto.
Y diría que es del todo feliz si no fuese porque de vez en cuando un pensamiento fugaz, indescifrable, viene a turbar su dicha. ¡Cuánto le gustaría saber lo que piensa cuando aparentemente no está pensando nada! Cuando los pensamientos no se dejan pensar. Vienen, te rozan, revolotean un instante en torno a ti y enseguida se desvanecen, se hunden en la más pura nada y solo quedan de ellos las burbujas abominables del naufragio. Siempre le había ocurrido. Era como oír golpecitos, murmullos, al otro lado de la pared, allí donde sabemos con seguridad que no habita ni habitó nunca nadie. Un oscuro mundo virgen debía de bullir en los fondos abisales de la conciencia. Y a veces, una criatura de pesadilla aflora a la superficie y por un momento se deja entrever. Daba miedo pensar en esos horribles parajes de nuestro submundo.
Pero no, no te dejes tentar por abismos y monstruos. Mejor atender y entregarse a la clara realidad y a la luz de este día. Fíjate: el sol nuevo y limpio le da a las cosas volúmenes ingenuos. Aquí no hay engaños ni espejismos. Yo soy el cubo de la basura, yo soy el árbol, yo soy la esquina, yo soy el automóvil, parecen decir. Qué simple, qué inocente es el mundo. ¿Para qué complicar entonces la vida y embarullarla con palabras, recuerdos remotos, vagos temores y vanas fantasías? Mira, ahí tienes algo interesante que observar. Y, en efecto, un hombre y una mujer aparecen delante de él —deben de haber salido de una bocacalle o de un portal—, y por la energía de sus gestos y la aspereza de sus voces parece que van discutiendo. Así, eso es, aligera carga, olvídate de tus fantasmas y conviértete en espectador de esta humilde función de teatro que se representa en riguroso estreno únicamente para ti.
Veamos tus dotes de observación. Ella luce una larga melena fosforescente de color remolacha y lleva unas botitas rojas de cuero sintético, medias negras, una falda de colorines con volantes y un jersey negro perlado de chispitas palpitantes de luz. Parece joven, e incluso muy joven. El hombre es flaco y viste (o más bien exhibe) un ceñido y muy usado traje de rayadillo, y en su porte y en sus andares hay un vulgar alarde de elegancia. Es mayor que ella, quizá anda ya cerca de la mediana edad, y todo en él trasmite un aire sombrío, peligroso.
Por curiosidad, y por matar el tiempo, y ya que llevan el mismo camino, Lino los sigue a distancia, intentando averiguar algo del argumento de esos dos personajes. Desde luego, algo grave y quizá decisivo está ocurriendo entre ellos. Ahora se paran y hablan en susurros, apasionadamente. Lino ve el peinado fresco y el perfil guapo y tosco del hombre, inclinado hacia ella para hablarle de cerca, acaso para darle así a su discurso una mayor fuerza de persuasión o de amenaza. Habla como dejando bien remachada cada palabra, cada gesto. Ella escucha con la cabeza baja, mirando al suelo, pero tiene las manos crispadas y mueve la cabeza con una lenta e inquebrantable negación.
Un quiosco de prensa. Compra un periódico, lo abre al azar, se detiene también y hace que lee. Detective: he ahí una profesión que no le hubiera importado ejercer. El hombre y la mujer siguen hablando en susurros, pero enseguida van alzando las voces, y hay un momento en que él parece haber perdido la paciencia, porque da unos pasos por la acera como por un escenario, teatralizando así el colmo de su aguante, abriendo los brazos y poniendo a los espectadores por testigos de su inocencia, y sin olvidar nunca su papel de galán. Luego se acerca otra vez a ella, advirtiéndola muy seriamente con el índice. Ella, también airada, avanza a su encuentro y los dos se ponen a gritar en sordina. A Lino le llegan algunas palabras sueltas: «… por tu puta culpa», «uña y carne», «un día me harás perder la calma», «pero ¿tú qué te crees?», «tú y tu coño», «te juro por mis muertos», «como a una reina». De pronto ella, ofendida e indignada, intenta marcharse. Se vuelve con tal furia que la melena se le encabrita y durante un mínimo instante le hace una cola de medusa, cosa vista y no vista, porque en un vuelo él la alcanza, la agarra con saña por el brazo y, casi arrastrándola, la obliga a seguir caminando juntos y sin prisas, como si allí no hubiese ocurrido nada.
¿Qué debe hacer el espectador en estos casos? ¿Debería intervenir, irrumpir en escena como un personaje más de la función? Oiga, amigo, ¿por qué no deja en paz a la señorita? O mejor: Oiga, amigo, ¿nunca le han dicho a la cara que es usted un cobarde? O aún mejor: ¿un miserable y un cobarde? La frase queda así más llena y mejor rematada. Y más intimidatoria. Entonces se da cuenta de que hay otros viandantes que también se han parado a curiosear y que, dando por bueno el desenlace, y acaso decepcionados con él, continúan su camino, aunque mirando de vez en cuando atrás, por si acaso el espectáculo les reservara aún una sorpresa. Recuerda ahora que una vez, yendo a ver a don Gregory, su madre había amarrado el envoltorio de dulces y embutidos con una goma elástica, larga y gruesa, que él convirtió de inmediato en un arma mortífera. Estirándola hasta el límite de su resistencia, fue disparando contra las moscas, las avispas, las arañas, las hojas, las flores que se desbordaban sobre las rejas y muros de los chalés. Se imaginó que era poderoso, indestructible. Un justiciero, un vengador del mal. ¡Ay de los forajidos que se cruzaran en su camino! ¡Y con qué lenta y fría precisión tensaba la goma, apuntaba y soltaba la descarga mortal! Volaban alas, patas, pétalos, tallos, y no se arrepentía ni sentía compasión por nada ni por nadie, porque tenía que ser así, no había más remedio, era necesario para defender a los inocentes y salvar al mundo de su inminente destrucción. Anduvo con la goma en el bolsillo durante muchos días, hasta que luego, no recuerda qué pasó, la extravió o se cansó del juego, tan infantil para su edad. Valor y cobardía, he aquí otras dos palabras fundamentales para añadir al vocabulario básico de su vida.
Avergonzado de sí mismo y del prójimo, decide seguir a la pareja, por si en algún momento tuviese que salir en defensa de la mujer. Pero esa decisión, recela enseguida, ¿no será también teatro, una pequeña ficción urdida por la mala conciencia para salvaguardar su dignidad? Porque, llegado el caso, ¿tendría valor para enfrentarse a ese hombre de tan fea catadura? ¿Y cuál sería, por cierto, su estrategia? ¿Arremeter, defenderse con patadas y manotazos? Salvo en la infancia, nunca se ha peleado con nadie. No sabe luchar. Pero habría testigos, curiosos, que intervendrían en su favor y llamarían a la policía, y todo sería cuestión de prolongar la refriega verbal o, en el peor de los casos, aguantarlo a distancia durante unos minutos. Claro que, ¿y si el tipo gastaba navaja? No hay más que verlo: sus andares petulantes, el perfil pálido y siniestro cuando se vuelve para mirar a la mujer, la fácil determinación con que la lleva por el brazo, casi en volandas. ¿Y qué podría hacer él entonces? Encogerse y retroceder, buscar algún objeto que esgrimir —el periódico—, parapetarse tras un banco, una farola, un buzón de correos.
Se imagina el brillo mortal del acero (vamos, acércate, ven a jugar conmigo, le dice), sus fulgurantes acometidas, el absurdo de ir a morir en un altercado callejero precisamente hoy, el día más feliz de toda su existencia. Y, sin embargo, sigue caminando tras la pareja. No sabe con certeza si dentro de él hay un gallo o un gallina, pero en cualquier caso no soporta la idea de ser un cobarde. Y si abandona ahora, quedará como cobarde, y como cobarde habrá de presentarse hoy ante Clara y ante su familia, y entonces ya no podrá ser plenamente feliz. La vida no le ha dado ocasión de medir su hombría, pero por ciertos indicios, por ciertos arranques de coraje, y por cómo había reaccionado en situaciones arriesgadas, siempre dio por hecho que era un hombre valiente. Pero esa valentía, ¿hasta dónde llegaba? Y, por otro lado, ¿tiene uno derecho a no ser un hombre valiente? ¿Es ese un derecho legítimo? No, no podía permitirse el nubarrón de una duda en un día tan luminoso como hoy.
No soy un hombre fuerte, piensa, y casi sin querer se busca y se ve reflejado en la cristalera de una agencia bancaria. Alto, delgado, esbelto, un poco desgarbado quizá, un poco cigüeño, como decía su madre, pero en cualquier caso atractivo, o al menos siempre les gustó a las mujeres, y le resultó fácil enamorarlas, y deja que el pensamiento se le extravíe por esos derroteros. Y más con aquel aire solitario y desprotegido, serio y ensimismado, que apuntaba ya en su adolescencia y que se incorporó como un rasgo distintivo a su imagen y a su carácter después de la muerte de don Gregory.
«Bah, quizá no era tan rico como suponíamos», dijo y zanjó el padre en cuanto se recuperó de la desilusión. «Y si lo era, con su pan se lo coma, que tú no necesitas recorrer medio mundo ni meterte en aventuras pastoriles para forjarte un porvenir. Quién sabe si su muerte no es un favor que nos hace el destino, como me pasó a mí con los tomates de Almería.» Y la madre: «Lástima del tiempo perdido, y de tantas golosinas que se comió a nuestra costa». «Y un gran favor además. Porque ahora, ya estás forzado a estudiar o a aprender un oficio, ya no te queda otro remedio, con lo cual resulta que, en vez de pastor, podrás ser boticario, abogado, mecánico o lo que tú quieras. Sí, en todo esto se ve la mano sabia del destino.»
Pero no hacía falta que nadie le diera ese consejo, porque como una venganza, o como una huida hacia lugar seguro, había surgido en él de repente el afán insaciable de estudiar y saber. ¡Estudiar y saber! Igual que había monstruos en las profundidades cenagosas de su alma, también debía de habitar allí algún misterioso genio bienhechor que ahora venía a rescatarlo de una ilusión pueril y a anunciarle solemnemente que no había desiertos, ni océanos, ni continentes, ni aventuras, comparables al infinito mundo del conocimiento. El conocimiento acumulado por las generaciones en el decurso de los siglos: esa era la más hermosa y hospitalaria hoguera en la noche inmensa de los tiempos.
Y acabó el bachillerato y se matriculó en Filosofía y Letras. El padre se acercaba de puntillas, entornaba con sumo cuidado la puerta y se asomaba por el solo placer de verlo estudiar, los codos hincados en la mesa, la mirada absorta en el fluir incesante de un libro. «Duro con él», lo animaba, como si jaleara a un torero en un lance de riesgo.
Había pensado especializarse en Historia del Arte, y con ese objeto eligió ya en el primer curso una optativa que servía de introducción a la materia. Las clases eran aburridas e invitaban al sopor, al ensueño, a la desesperación, a la apatía. Los alumnos, quince o veinte, tomaban apuntes, pero en los márgenes de las hojas aparecían nubes, rostros, formas inventadas, caprichos geométricos. La voz del maestro sedaba la conciencia, la vista se desparramaba en el vacío, la voluntad anhelaba disolverse en el tiempo. Era el tedio, el viejo tedio de siempre, que regresaba ahora confundido con el arte, con la sabiduría.
Exasperado, Lino miraba distraído aquí y allá, y muy pronto, quizá ya desde el primer día, se encontró con la mirada de una muchacha que se sentaba en la primera fila de pupitres. Tenía una larga melena de color castaño y cada tanto tiempo se la recomponía y oxigenaba (enérgicamente, con una mezcla de resignación y de cólera, porque parecía llevar la melena como un castigo de la providencia), o se recogía una de las crenchas con una horquilla que sujetaba unos instantes en la boca, y en el curso de todo ese proceso aprovechaba para mirar furtivamente atrás, a Lino, que se sentaba en la última fila, y lo mismo cuando se inclinaba para buscar algo en su bolso, que era muy grande y que ella dejaba en el suelo, junto al pupitre, y donde al parecer no era nada fácil encontrar las cosas, de tantas como había, y cuando se producía algún ruido en el aula —el crujir de la madera si alguien se removía en el asiento, un golpe de tos, un bolígrafo que se caía, o un lúgubre carraspeo que acaso solo ella escuchaba— también se giraba atrás, como si indagara su origen, pero buscando únicamente a Lino, y siempre con aquellas miradas tan breves y tan poderosas, tan inquietantes, tan intensas.
Aunque sus experiencias sentimentales no eran muchas, a Lino le bastaban para saber que aquellas miradas eran señales, mínimos y perentorios mensajes que ella le enviaba, y a los que él respondía de inmediato, quizá por aburrimiento, o por curiosidad, o más probablemente por oscuros imperativos que ni él, ni acaso ella, podían desoír. Cuando pasaba algún tiempo sin emitir señales, él clavaba los ojos en la larga melena y al ratito ella sentía la necesidad apremiante de mirarlo y de comprobar que, en efecto, también él la miraba. Luego se volvía furiosamente hacia el profesor como ofendida por algo. Porque aquellas miradas eran también de malhumor, casi de indignación, como si algo en Lino la irritara profundamente y necesitara demostrárselo cada poco tiempo.
Era menuda, frágil y bonita, aunque sus ínfulas de hermosura estaban muy por encima de su verdadera belleza. ¿O quizá no? No resultaba fácil saber si era muy guapa, y hasta arrebatadoramente guapa, o solo guapa, o de un atractivo modesto e incluso vulgar. Lo mismo le ocurría con los pájaros carpinteros, con los perales silvestres, con el río Manzanares, con los cuadros de Dalí, con los peces, con las luciérnagas. Todo era ambiguo, todo subjetivo, y no había forma de discernir entre lo esencial y lo accesorio.
A Lino no le atraía especialmente, pero le gustaba su melena castaña, siempre tan limpia y suelta, y la insidiosa habilidad con que la manejaba y la lucía, su gran bolso lleno de objetos, sus modos refinados, la pulcritud y el orden que imponían su sola presencia, su ropa cara, su aire desdeñoso —que ella exhibía como un atributo más de su hermosura, y que quizá lo era—, la mezcla, acaso fingida, de inocencia y de sabiduría que había en sus miradas, sus jerséis holgados, sus zapatos pequeños y siempre relucientes. Eso es lo que le gustaba de ella, piezas sueltas, detalles nimios, cositas de aquí y de allá. No era mucho, pero fue suficiente para iniciar una historia de amor.
Un día, a la salida, sus pasos coincidieron por un paseo entre plátanos otoñales. Ella se llamaba Inés y tenía un perro pequeño que se llamaba Don Juan. Los dos pusieron lo mejor de sí mismos, sus mejores prendas, en la risa de celebración. Sin embargo, Lino pensó en los perros salvajes de Australia y se dijo, no sin cierto ánimo de revancha: Algún día se lo contaré, le hablaré de los perros de verdad, de los verdaderos perros, y entonces veremos cuál de las dos historias puede más.
Caminaron un rato compartiendo el mismo silencio, como columpiándose gentilmente en él, muy mundanos los dos, y cuando aquel momento mágico comenzaba a languidecer, casi hablando a la vez coincidieron en la belleza de los paisajes en otoño. Aquella declaración equivalía ya a una confidencia. Ella era gallega. Adoraba el mar y las tardes lluviosas junto a la ventana. Le encantaban las nécoras, y conservaba de la niñez el recuerdo de un cálido y limpio olor a establo, y al hacer esa confesión se abrazó mimosamente a sí misma. Lino percibió aquel olor como algo propio y hasta sintió nostalgia de esa pérdida irreparable.
Dibujaba muy bien. Por eso iba a estudiar Historia del Arte. Otro día fueron a un café y, a petición suya, ella buscó en el bolso y sacó un bloc de dibujo y un plumier de madera con lápices y carboncillos y dibujó objetos y figuras que Lino no recuerda. Pero sí recuerda muy bien que al ver sus manos tan delicadas y eficientes sobre el papel se sintió excitado y fuertemente atraído por ellas. Cuando se inclinó para examinar mejor los dibujos se encontró con la caricia casual de su cabellera, y también le gustó su fresco aroma a fresa. Luego ella fue al baño a lavarse las manos y él aprovechó para curiosear por encima en su bolso. Vio una cajetilla de Marlboro, una tortuga de trapo que servía de llavero, una cajita de lata con caramelos de violeta, un paquete de támpax, y también aquellas cosas le gustaron. Entonces pensó que si su pelo era castaño y sus manos tan leves y veloces, y si tenía aquella tortuga tan graciosa en el bolso, y si había nacido en Galicia, eso no eran accidentes sino cualidades que ella se había ganado, o privilegios que la naturaleza o la fortuna, por justos y secretos designios, habían querido concederle.
Pura contingencia, piensa ahora, mientras sigue a la extraña pareja, que otra vez se ha detenido a hablar. Eso había sido el amor para él antes de conocer a Clara. Y lo sabía ya entonces. Por eso se dijo: No lo hagas, no se te ocurra hacerlo, huye, ahora que estás todavía a tiempo. Era ya de noche. El la había acompañado hasta las inmediaciones de su casa y estaban de pie en una esquina solitaria, frente a frente, demorando el adiós, sin saber cómo cerrar la despedida. Fue unos días después de la escena del café. Pero se sintió obligado, era casi cuestión de cortesía, o más aún: de honor, y no podía decepcionarla. O peor: humillarla. No, no podía hacerlo. Si había llegado hasta allí, ya no quedaba otra que seguir adelante. Ella lo esperaba, lo exigía. ¿Cómo irse así, sin más ni más? Tenía que haber huido antes, no ahora, se dijo. Ahora ya era tarde. Vamos, ¿a qué esperas?, le decían a coro las cosas de alrededor.
Y la besó. La besó y, de inmediato, sin tiempo siquiera de saborear sus labios, se sintió obligado a hablar de amor, a justificarse y a solemnizar el momento con algunas palabras trascendentes. Porque se sentía culpable, deudor, ladrón sorprendido con las manos puestas en lo ajeno. Así que carraspeó y dijo: «Te quiero», y con esas dos palabras comenzó oficialmente el idilio.
Ahora iban juntos a la facultad, se les veía juntos en los pasillos o en la cafetería, se sentaban juntos en el pupitre delantero, salían juntos y juntos de la mano se alejaban por el paseo entre los plátanos otoñales, y así pasó el tiempo, y Lino ve en la memoria el rápido sucederse de las estaciones, el paseo cubierto de hojas amarillas, las ramas desnudas, los charcos helados, los primeros verdes de la primavera. Pasaba el tiempo y él nunca supo, y acaso ni siquiera se preguntó, si estaba en verdad enamorado de aquella muchacha, si en verdad deseaba compartir su vida con ella, unir sus fuerzas, sus anhelos, y caminar juntos hacia un horizonte de promisión. No, las cosas eran así y así había que aceptarlas. Así estaban bien, para qué darle vueltas a asuntos que, como casi todos en la vida, estaban regidos por los caprichos del azar. Y si el destino existía, pues quién sabe si no era justamente eso lo que el destino le tenía reservado.
Abandonándose por tanto a los acontecimientos, se limitó a tomar posesión de su botín sentimental, de la cabellera de la amada, de sus manos, de los objetos que atesoraba en el bolso, de su lírica niñez gallega, de su fragilidad, de su belleza ambigua.
Y ambigua fue también su relación. E incluso sus relaciones eróticas. Más de una vez, al besarla, al acariciarla, sentía una especie de desazón, de apatía, de tedio, de ganas de estar en otra parte. Porque, en el fondo, era una desconocida para él, y es de suponer que también él para ella. Quizá habían perdido la oportunidad de ser ellos mismos en el mismo instante de conocerse, como quien toma un camino equivocado y, cuando quiere darse cuenta, ya es tarde para volver atrás. Pero el caso es que nunca existió entre ellos la efusión espontánea y sincera, y más bien parecían representar los papeles que cada cual se había adjudicado ventajosamente desde el primer momento…
¿Fue así? Imposible saberlo, cómo penetrar los misterios del corazón humano, donde lo cierto y lo fingido alternan y se codean de igual a igual. Y luego, un día avanzado de primavera, un día tal como hoy, ocurrió un hecho mínimo y esencial, y tan misterioso como aquel otro en que sucumbieron al espejismo del amor.
Una mañana, en la cafetería de la facultad, vio cómo Inés se comía un huevo duro. Eso fue todo. Estaba partido en dos mitades rellenas de atún y mayonesa y adornadas con una tira de pimiento rojo. Ella estaba sola en la mesa y él acababa de entrar y se quedó inmóvil al verla, fascinado con aquella escena. Ella nunca pedía de comer, parecía que se sustentaba del aire, y como mucho mordisqueaba con desgana un fruto seco o una patata frita. Aquella casi mística inapetencia era también parte de su encanto, de su modo de ser. Ahora, sin embargo, había aprovechado la ausencia del amado para pedir las dos mitades del huevo duro, además de un buen trozo de pan. Fue algo digno de ver. Con un ansia canina, engulló medio huevo, y casi enseguida el otro medio, y con los carrillos hinchados y la boca deformada por la voracidad, aún le dio un mordisco al pan, y allí anduvo un rato masticando y deglutiendo y lidiando con aquel bocado monstruoso, mientras la mayonesa le escurría por la barbilla y con un dedo ella la recogía y la rebañaba para devolverla a su lugar. Hasta en cierto momento le pareció que miraba de reojo a los lados como defendiendo la pitanza de posibles competidores.
Y entonces ocurrió que, del mismo modo que al principio se enamoró o creyó enamorarse de ella por un detalle nimio, ahora se desenamoró de golpe por la misma razón. Así de absurda y de ridícula era la vida. O quizá no, quizá había detalles que guardaban una gran veta de conocimiento y valían por una larga indagación. Porque al verla devorar el huevo, Lino creyó intuir algo esencial del carácter de la amada, algo hasta entonces oculto y hasta celosamente preservado. Ahora, como una súbita revelación, venía a conocer en profundidad a aquella desconocida con la que había pensado compartir su vida hasta el fin de los tiempos. Al instante repudió su cabellera, sus manos, el limpio olor a establo, la tortuga de trapo, y el catálogo entero de dones que adornaban su belleza ambigua. Todo un mundo de hogar, de hijos, de parentela, de cumpleaños y onomásticas, de mansas veladas otoñales y alegres correrías veraniegas, de bienes gananciales y viejos álbumes de fotos, todo eso, todo un prometedor futuro de Babel, se vino abajo en un instante. Y entonces pensó una vez más, y esta vez de forma ya definitiva, que se puede vivir sin amor, claro que sí, que hay muchos que no lo conocen ni lo necesitan y acaso ni siquiera lo añoran, a pesar de lo que vocean los expertos, los sabios, los místicos de la felicidad y del placer. Y él sería uno de ellos. Vivir de espaldas al poderoso y oscuro reclamo de la especie. No, no estaba mal ese proyecto de vida para un joven cuyo legado era solo el orgullo.
Ese mismo día provocó una discusión y rompió con ella, volvió al último pupitre, y al curso siguiente, en vez de matricularse en el turno de mañana, se apuntó al vespertino, y cuando llegó el momento de elegir especialidad, huyendo de la Historia del Arte, optó por la mera Historia, y dentro de ella, por la Historia Antigua. Así de contingente —de ridícula, de suicida— era la vida humana.
De modo que, en poco más de un año, y en una atropellada escala de decisiones corajudas, huyó de Inés, huyó de la Historia del Arte, huyó del tumo de mañana, huyó del presente hacia la más remota antigüedad histórica, y al otro curso se mudó a la Universidad a Distancia y, de esa manera, huyó también y para siempre de las aulas y del trato con sus condiscípulos.
Y así hasta hoy. O mejor, hasta que conociste a Clara. Doce o trece años deambulando por un mundo inhóspito, yendo siempre de paso, sin detenerte apenas en los sitios, dejándote llevar por la corriente del azar y del tiempo, y huyendo como de la peste cuando algo —un lugar, una tarea, un ambiente, una persona— te invitaba a la permanencia, a descansar en la costumbre, a construir una vida estable y un modo definitivo de ser.
Está parado junto al muro, con el periódico abierto, pero su mente está absorta en el pasado, y ni siquiera se acuerda de la pareja a la que está siguiendo, cuando he aquí que un grito viene a sacarlo del ensueño. ¿Qué pasó, qué ha pasado, qué pasa?, se pregunta, intentando regresar al presente. Ve a la mujer trastabillarse hacia atrás, con una mano en la mejilla, la boca abierta aún por el grito y los ojos desmesurados de cólera y de espanto, hasta que va a dar contra la valla metálica entre la acera y la calzada.
«¡Cabrón, hijo de perra!», grita. El hombre se acerca sin prisas, sin descomponer nunca la figura ni la expresión fría y apática, y con una mano apresa y aparta la mano de la mujer en la mejilla y con la otra, utilizando solo el pulgar y el índice, le pinza la cara con la misma alevosa maña que si le presionara la tráquea, se la sube, exponiéndola a la autoridad de su mirada, y sin alzar la voz le dice algo, y parece que la conmina, que la amenaza con buenos consejos, pero todo en susurros. Ella vuelve a gritar, o más bien lo intenta, porque él le tapa la boca haciendo un cuenco con la mano y la empuja contra la valla, quebrándole la cintura, y por un momento el busto de la mujer se dobla peligrosamente hacia atrás, como si fuera a descoyuntarse, mostrando la garganta indefensa y desnuda. El hombre no parece hacer el menor esfuerzo y, asomándose a ella desde arriba, algo le dice, le pregunta, porque la mujer responde, implora, entre asfixia y sollozos: «Está bien. Ya, ya, ya vale».
Lino detestaba la moda tan morbosamente placentera de husmear en la vida privada del prójimo, pero aquellos dos individuos habían hecho pública su intimidad y ahora ya no era cosa de dos sino de todos. Ellos, o más bien él, habían involucrado a los demás en sus asuntos particulares. Hay que hacer algo, piensa. No, aquello no debía permitirse, aunque solo fuese porque contaminaba de maldad a todos cuantos miraban o pasaban de largo sin atreverse a intervenir, y que no eran solo testigos sino también y ante todo embajadores y legatarios de la sociedad, y la cobardía de cada uno era la cobardía de todos, y de la civilización entera, y de todas las generaciones cuyo pasado histórico hundía sus raíces en lo más hondo de los tiempos, y de todo lo cual él era ahora su representante y valedor. El encarnaba en este momento al género humano. Era el depositario de sus valores, de su honor. Y grandes palabras —dignidad, altruismo, justicia, coraje, fraternidad, filantropía, libertad, misericordia, abnegación…— compusieron en su mente un hermoso retablo de divinidades laicas y benévolas. Era el momento de la acción.
Lino avanza unos pasos y alza una mano con el periódico enrollado. «¡Eh, oiga, amigo, ya está bien, ¿no?, ya vale, déjela!» Su voz alerta a los viandantes, y la sorpresa congela por un momento a todos en sus puestos y en sus actitudes: el hombre con la cara apenas vuelta hacia Lino, enfilándolo con una mirada remota y analítica, Lino con el periódico en alto, un poco al modo de la estatua de la Libertad con la antorcha iluminadora y justiciera, la mujer vencida hacia atrás en el gesto patético de querer zafarse de la mano del hombre, la cabellera fosforescente colgando inerte en el vacío, y los viandantes quietos en las posturas en que los sorprendió el evento.
Un mundo de títeres, irreal y grotesco, hasta que el hombre suelta a la mujer y se dirige sin apuro, paso a paso, hacia Lino, que recoge el periódico y enseña la otra mano en son de paz.
Lino lo ve acercarse, detenerse ante él, mirarlo inexpresivamente, la cara pálida, los ojos entornados y mortecinos. Quizá todo pudiera arreglarse con unas palabras conciliadoras, dichas en un tono desenfadado y amistoso: Vamos, amigo, no se haga mala sangre, no merece la pena, mire qué buen día hace, y acompañar la frase con una jovial apertura de brazos y una sonrisa de cordialidad. Pero no tiene tiempo de hablar porque el tipo, sin tomar impulso con la mano, le suelta un bofetón, y tras esperar a que Lino enderece la cabeza, le da otro con el dorso. Todo ha sido muy rápido, un visto y no visto, casi un juego de magia. Luego se queda mirándolo, con la mano presta (en el dedo anular luce una sortija de oro con una gruesa piedra azul, y su muñeca es pálida y delgada), como esperando a ver si tiene bastante o acaso necesita más.
Lino se lleva la mano a la boca y la retira manchada de sangre. Es la primera vez que le pegan desde que es hombre y le parece mentira que esto le esté ocurriendo precisamente a él. Mira la sangre y mira la cara del tipo, como buscando una relación entre las dos. Carraspea, oye por dentro el lúgubre rugido, y entonces deja caer el periódico y le lanza un puñetazo a la cara, pero el tipo lo esquiva casi sin moverse, poniéndose apenas de perfil, y responde con otro, corto y certero, en el mentón, y con la misma mano le da otro de inmediato en la boca. Lino retrocede, trompicándose, y mientras recupera el equilibrio se pregunta qué va a hacer ahora, cómo reaccionará ante aquella nueva ofensa pública, y él mismo se queda sorprendido al ver su reacción: arma los brazos en plan boxeador profesional, y un poco encorvado y con los puños en el rostro, moviéndolos como si pedaleara a cámara lenta, se acerca al adversario, pero no a lo derecho, sino dando un rodeo hacia él. El otro espera, impasible, y con la mano de la sortija lo invita a acercarse, a pelear. Y Lino avanza, sí, pero yendo y viniendo y manteniéndose siempre a una distancia prudencial. No tiene sensación de peligro, y todo aquello empieza a parecerle ridículo, ilusorio, un juego de muchachos. Está claro que el otro no va a moverse de su sitio, de modo que la defensa consiste solo en mantenerse ahí, esgrimiendo los puños, ganando tiempo, hasta que alguien acuda en su socorro. En cambio, sabe que si ataca saldrá perdiendo siempre. Piensa: Lo mío es la Historia Antigua, y no batirme a golpes y en plena calle con un chulo de putas. El no saber luchar, por un lado lo enorgullece; por otro lo avergüenza. Así que, entre unas cosas y otras, se hace fuerte en su posición, sin atreverse a más. No ataca, pero tampoco retrocede, y hay un instante en que siente tedio, el viejo tedio de siempre, que esta vez viene a reinar también en el tiempo de la aventura, de la acción.
Luego, todo se precipita hacia su desenlace. La mujer grita, corre hacia el hombre con la furia pintada en el rostro y no se sabe muy bien si lo ataca o lo abraza, pero en cualquier caso lo empuja y lo entorpece, y Lino aprovecha entonces para acercarse y darle de arriba abajo con el puño en la cara, tan fuerte como puede, mordiéndose rabiosamente el labio inferior y vengando en el golpe cuantos agravios le han infligido desde la más tierna infancia, y aún le da otros tres o cuatro puñetazos, aunque ya erráticos, mientras grita «¡Arausio!», «¡Cannas!», «¡Gaugamela!», «¡Salamina!», «¡Dunkerque!», y acto seguido salta atrás, como asustado de su audacia, y adopta de nuevo la estampa clásica del boxeador. En el asalto, se le ha debido de caer algo, debe de ser el móvil, porque oye un golpe seco y enseguida un menudo dispersarse de piezas sueltas por el suelo. El otro aparta de un empellón a la mujer, que rueda por la acera, y resueltamente se dirige hacia Lino. Pero en ese momento suenan gritos, voces de mando, un silbato, y poco después se encuentra rodeado de curiosos, que le sonríen, lo felicitan, lo agasajan, se interesan por su salud, le examinan las heridas, le ofrecen un clínex, uno le trae el periódico, otro las piezas del móvil, y otro le da un botón de la chaqueta que ha perdido en la refriega. «¿Quiere poner una denuncia?», le pregunta un policía. La gente lo anima («Por supuesto», «Estos tipos tienen que estar todos en la cárcel», «Yo lo acompaño», «Y yo»), pero él duda, está aturdido, no consigue fijar el pensamiento en nada. Su mirada se cruza entonces con la del rival. Nunca ha visto tanto odio junto en unos ojos, y aún resalta más ese odio porque la boca le hace un subrayado amenazante de desprecio y de burla. Apenas lo ha oído hablar, no sabe cómo es su voz, y también da miedo ese silencio tan hondo, tan sustentado, tan seguro de sí. De pronto le entran ganas de huir, de estar ya en otra parte, como tantas veces le ha ocurrido en la vida. Escapar, escapar lejos de ese lugar y ese momento. La policía le pide su nombre y su dirección, por si tuviera que declarar, pero no los documentos, afortunadamente, porque no los tiene y quién sabe si eso no lo haría pasar en un instante de héroe a sospechoso. Los curiosos ya casi lo arrastran para ir a la comisaría, pero él se suelta de todos, levanta las manos en señal de paz y se disculpa: «No, no, por favor, tengo mucha prisa y voy ya con retraso».
Se aleja rápidamente por calles secundarias y luego acorta el paso y respira hondo, intentando calmarse. Sí, ha actuado como debía. Es más: al rechazar el protagonismo, los elogios, los momentos de gloria, ha añadido a su conducta un punto de ejemplaridad. El héroe que, rehusando ceñirse los laureles, y sin querer dejar atrás el eco de su nombre, prosigue su camino, anónimo y gentil.
Y se acuerda de Esquilo, de su epitafio, donde dice que fue hijo de Euforio, que combatió a los medos, de largas cabelleras, y que de su valor fue testigo la batalla de Maratón. Gran ejemplo el suyo. Humilde soldado antes que insigne dramaturgo. Se mira en un espejo: un pequeño corte en el labio y una mancha morada en el mentón. Eso, y el botón de la chaqueta que aún conserva en la mano, y las piezas del móvil que lleva en el bolsillo, son las pruebas explícitas de su valor. Si esto se supiera después, en el banquete, con todos los comensales ya reunidos, si le preguntaran por las heridas y por el botón, y si él contara lo ocurrido (no enseguida, por supuesto, sino en pocas y sobrias palabras tras mucho hacerse de rogar), todos lo felicitarían, lo mirarían con sorpresa, con admiración, brindarían en su honor, y Clara se sentiría orgullosa de él, Oh, Nilito, amor mío, y se acurrucaría contra su pecho, y él diría No, no, por favor, cariño, dejémoslo, yo solo hice lo que cualquier ciudadano haría en una situación así.
Pero entonces, ¿de dónde le viene este comecome, este secreto malestar que siente ante lo que acaba de ocurrir? ¿No lo han alabado y cumplimentado todos, incluida la policía? Si compareciera ante una asamblea de ciudadanos —los más escogidos, los más sabios, los más venerables, los más graves y estrictos, los más…, ¿cómo era la palabra?—, solo habría para él aplausos y alabanzas, sin posibilidad de la más mínima objeción. Bien mirado, este es, aunque amargo, un ingrediente más de la felicidad de este día. Y sin embargo, no, no, hay algo que no encaja, algo que desafina, algo que, de vez en cuando, y de un modo casi físico, le produce en la conciencia una punzada de dolor.
¿No debería ir a casa, a lavarse y a coserse el botón? Pero cuando lo piensa está entrando ya en el Retiro por una ancha avenida. De pronto se encuentra deslumbrado violentamente por el sol. Los ojos le lloran, se le llenan de chiribitas de colores, de explosiones de luz, y con el mismo clínex con que se restañó la sangre se seca ahora las lágrimas, y luego el sudor de la frente, y la cabeza le da vueltas y se siente a disgusto, casi con náuseas, lleno de malhumor y con ganas de estar en cualquier parte pero lejos de aquí y lejos incluso de este jueves de mayo, que sea ya lunes por ejemplo, o martes, y esté ya en Australia, o aún mejor: que hayan regresado de Australia y vivan ya en Madrid, protegidos por la rutina y a salvo de sobresaltos, de celebraciones, de éxtasis amorosos. Descansar, sí, eso es, descansar, aunque inmediatamente se pregunta: ¿Y descansar de qué?, ¿de qué tengo yo que descansar?
Como un oasis, ve una terraza sombreada junto al estanque y elige la mesa más fresca y apartada. ¡Conspicuos!, eso es. Otro pequeño triunfo arrebatado a las adversidades de este día. Pide una cerveza, la más grande, da un largo trago y sí, ahora se siente ya mejor. Se toca el mentón. Duele, duele. Quienes lo vean así, bebiendo y reposando, seguro que no sospechan que ese joven, solitario y anónimo, acaba de protagonizar un lance poco menos que heroico. Y entonces se pregunta: ¿Soy un hombre valiente? No lo sabe. Ha habido una pelea que lo ha puesto a prueba, pero aun así sigue sin saberlo. Es verdad que ha salido en defensa de la mujer, que se ha enfrentado a un tipo en verdad peligroso, un profesional de la violencia, que lo han casi aclamado por su actuación intrépida, y es verdad que él no es un luchador, es un hombre de letras y de paz, y así y todo, entre los viandantes es el único que ha dado un paso al frente (¿cómo se llama eso?), y sin embargo algo le dice que no, que ha jugado con cartas marcadas, que en el fondo ha actuado como lo que es, como un cobarde. Un cobarde que, desesperado por su cobardía, se disfraza de valentón y hasta se cree su propia fábula, su pueril impostura. Sí, casi todas las virtudes no son sino vicios disfrazados, como decía alguien, quizá también Pascal.
Otro trago. Gallardía, eso es, y para celebrar el hallazgo da un golpe en la mesa con la palma de la mano, y de paso se dice: Ya está bien de chorradas. Ya está bien de torturarse por nada, de sentirse culpable hasta de las buenas obras que uno hace. Y hasta de las pequeñas hazañas que uno intenta. Al golpe en la mesa, acude el camarero. Confuso, pide algo de comer, un pinchito, no importa de qué, la especialidad de la casa. Ensartado en un palillo, el camarero vuelve enseguida con medio huevo duro relleno de atún y mayonesa y adornado con una tira de pimiento rojo. Lino acepta con una sonrisa la ironía del destino. La sabia ironía que tantas veces ha olvidado para entregarse a la mostrenquería del pesimismo. Un huevo duro lo liberó en tiempos de un amor falaz y un huevo duro viene también ahora a liberarlo de una tristeza no menos infundada. Porque, de pronto, otra vez se siente feliz, y olvidándose de sí mismo, de arrepentimientos, de dudas, de escorias y laureles, mira alrededor, al mundo, a este resplandeciente y prometedor día de mayo. Y sí, ahí está la vida, ancha, plena, caudalosa en su avance.
Padres con niños, deportistas, pandillas de jovencitos, ciclistas, un jorobado que vende globos de colores, jubilados en chándal. La mínima, intangible eternidad de los instantes. Y el agua deslumbrante de sol, y los cómicos gritos de histeria de las mujeres en las barcas. Por allí mismo pasó un día de septiembre del año pasado, cuando acudió a la entrevista de trabajo con el señor Levin. Lo había leído en el periódico: «Hotel internacional necesita joven para recepción. Experiencia, inglés, don de gentes, técnicas de comunicación, buena presencia». Cualquier otro día, en cualquier otra ocasión, hubiera pasado de largo, sobrevolando apenas las palabras, pero en ese instante se detuvo en ellas, las leyó varias veces, y por su mente empezó a rondar la tentación de optar a ese puesto. ¿Por qué no? Era absurdo, desde luego, porque él carecía por completo de experiencia en el ramo de la hostelería, pero algo le susurraba: Vamos, preséntate, ¿no ves que cada palabra de ese anuncio ha sido escrita para ti? Venga, ponte tu trajecillo, pon en tu boca una pincelada de ironía y acude al reclamo, donde total no tienes nada que perder. Fue como una inspiración; o mejor, un presentimiento. Y aún oyó decir: Y ve sin esperanza, ve derrotado de antemano, así sufrirás menos y lucirás más guapo y seductor.
Era temprano, y para hacer tiempo dio un rodeo por el Retiro y estuvo un rato apoyado en la baranda del estanque, mirando los peces, el agua tiritando de frío, el vago contorno de los sauces al otro lado de la orilla, la sustancia invisible del aire. Era para estar triste. Tenía treinta y dos años y allí estaba, sin trabajo, sin amigos ni amores, sin ilusiones, viendo sin ver, pensando sin pensar, encenagado en la misma rutina de siempre. Tantas veces se había preguntado por el sentido de la vida, que la pregunta, de tan vieja y usada, estaba ya inservible. Era un día nublado ya casi de otoño y vestía un traje gris de franela, el único que tenía, y que reservaba para estas ocasiones. La mirada muerta registraba el mero acontecer de las cosas, los senderos solitarios, las hojas marchitas o caídas, el pájaro, la nube, la tierra fresca por donde iban avanzando sin fe sus pasos solitarios. «A ver si te admiten en el hotel y asientas de una vez por todas la cabeza», le dijo la madre mientras le cepillaba el traje y le estiraba las arrugas. Y el padre: «Y no te olvides de hablar de todos los trabajos que has tenido, que todo eso es también experiencia».
Y era verdad. ¡Qué de trabajos había tenido en tan poco tiempo! Habían sido años anodinos, años recién pasados y de los que ya solo quedaban unas pocas ruinas en la memoria, años etruscos, vagos y remotos aconteceres sin sustancia. Casi todos los días salía temprano a buscar trabajo, a «bichear», como decía el padre. Pero ¿adonde ir? Su currículo, más que escaso, era extravagante. Bien es verdad que tenía conocimientos de informática y un nivel aceptable de inglés y de francés, pero esos datos prometedores parecían quedar desautorizados y en entredicho por la licenciatura en Historia Antigua y su habilidad para el dibujo artístico. Los entrevistadores lo miraban con preocupación o con desconfianza, y a partir de ahí se creaba ya un clima de incomodidad que llevaba inevitablemente a un rápido y fatal desenlace. Ese era el panorama de su vida cuando pasó por el Retiro aquel día de otoño para acudir una vez más a una entrevista de trabajo.
Y ahora, lo que son las cosas, por un golpe de intuición, solo por eso, se había obsesionado con conseguir un puesto de recepcionista en un hotel y acabar así con su errática vida laboral. Era absurdo, pura superstición, pero algo le decía que esta vez el destino estaba de su parte, que como los pueblos antiguos, tras tocar el fondo de la decadencia, tendría que haber por fuerza un renacer, el comienzo de una época de esplendor.
El despacho era amplio, moderno y funcional. El señor Levin, subdirector, estaba enfrascado en unos papeles y apenas levantó la vista para invitarlo con una mano a tomar asiento al otro lado de la mesa. Siempre atento a lo suyo, le hizo algunas preguntas rutinarias: nombre, edad, lugar de residencia, idiomas, conocimientos informáticos, estudios… Asentía y asentía levemente, pero cuando oyó lo de licenciado en Historia Antigua lo miró sin alzar la cabeza, ojos y cejas sorprendidos sobre las pesadas y anticuadas gafas de pasta negra, que tenían algo de antifaz. Era mayor, ya casi viejo, grande y flaco, y fumaba con avidez. Tenía los labios muy gruesos, y el de abajo se le había descolgado y le sobresalía mucho, dándole al rostro un aire voluptuoso y jocundo de sátiro. Encendió un cigarrillo, se recostó en el sillón y miró a las alturas con ojos suspirantes. Va a citar a Heródoto, se dijo Lino, toda la conciencia alumbrada de pronto por el relámpago de ese presentimiento.
—El gran Heródoto, padre de la Historia —dijo, en un tono reverencial de evocación.
Lino pensó en decir algo erudito o ingenioso, pero finalmente decidió no disputarle a su interlocutor el brillo del instante. Se limitó a celebrar la frase con una sonrisa de complicidad, pero tan discreta que resultó más bien de condolencia.
—¿Y cómo es que no se dedicó a lo suyo, quiero decir a investigar, a excavar, a escribir, a vivir recogido en las penumbras de un archivo, de una biblioteca, de un museo…? —preguntó, pero de un modo impreciso, reflexivo, como sin exigir una respuesta rigurosa.
Y no, no era fácil contestar a eso, y mira el medio huevo duro, que es ya casi un símbolo de su vida, y en los días malos hasta de la vida en general. No era fácil. Por un lado, la Historia Antigua dejó de interesarle mucho antes de acabar los estudios. Era curiosa la vida de los asirios o de los babilonios, quién lo duda, y la de aquellos pastores que arreaban lejos con sus rebaños y sus dulces canciones y sus niños flautistas y que al cabo del tiempo regresaban convertidos en guerreros y fundaban de la nada un imperio, y el esplendor y la decadencia y la destrucción final de esos imperios, pero, al igual que pasa con los sucesos más relevantes o prometedores de nuestra vida —el amor, el estudio, la amistad, el viaje, la religión, el arte, los deportes—, también cansan, y pronto acaban por mostrar su inevitable urdimbre de monotonía y trivialidad. Los grandes nombres, los artífices de la historia, perdían pronto su brillo y la calidez de su latido para un joven pálido y apasionado que leía a la luz de una lámpara en un barrio de Madrid y que alimentaba también el latido y el brillo de un difuso ideal. Caía la tarde, la luz de seda de las farolas se posaba temblorosa en el río, llegaba la hora de cenar, y entonces eran los comentarios ocasionales de los padres mezclados con el ruidito de los cubiertos, con las voces vecinas y el rumor de fondo de la ciudad, y una noche acogedora por delante, pero que contenía la amenaza de un nuevo día, con el sinsabor de sus tardes aciagas, con sus arameos, sus nabateos, sus hititas, sus batallas, sus pactos, y en cada página un rodar de siglos, tan vano como el sucederse de sus propias horas, y todos aquellos muertos imposibles de imaginar de tan antiguos y olvidados… Pero sí, una vez intentó dedicarse a lo suyo, a la enseñanza, explicar a los jóvenes el ya casi inaudible eco del pasado. Fue el único intento de perseverar en su tarea de historiador.
—Por ejemplo, la enseñanza. ¿Por qué no se ha hecho profesor?
Lino se alarmó ante la posibilidad de que entre el señor Levin y él hubiese presagios compartidos. De que se adivinasen, no el pensamiento, pero sí lo que está a punto de decirse y que a veces se dice y a veces se reprime en el último instante, cuando ya va cantando camino de los labios. Alguna vez le había pasado eso, y había tenido la sensación de que también el otro, su interlocutor, captaba el eco de sus palabras pensadas y no dichas.
—Sí, di clases en un colegio —dijo.
Tenía la sensación de ir pisando terreno minado. Si decía, como así era, que no soportaba a los alumnos, el señor Levin podía entender que lo mismo le ocurriría con los huéspedes, tan antojadizos e impertinentes algunos como los más desaplicados escolares. Tampoco tenía muy claro si fue eso precisamente lo que ocurrió. Llevaba casi un mes dictando clases y las cosas iban medianamente bien. Es cierto que los alumnos lo miraban, o eso le parecía a él, con una mezcla de lástima y de estupor, que bostezaban, que se desperezaban ostentosamente, aunque sin la menor malicia, que hablaban por lo bajo, que dormitaban, que pedían permiso a todas horas para ir al baño, y que debía de haber entre ellos una especie de secreto, porque de vez en cuando, y también sin malicia, se echaban a reír, y al intentar reprimir las risas hacían gestos cómicos y aún se reían más. Pero así era la adolescencia y así las servidumbres de los maestros, y no había que darle la menor importancia. Era un colegio privado y lo habían contratado para medio curso. Y un día, sin embargo, se marchó en plena clase. No por nada, porque nada anómalo ocurrió. Era una clase como cualquier otra. Había hecho en la pizarra un cuadro sinóptico del siglo XVI español. Al volverse para explicarlo y desarrollarlo, de repente se sintió invadido por el mismo hastío que sufrían sus alumnos. Largamente los estuvo mirando, mientras añoraba praderas en flor, estepas infinitas, lluvias torrenciales, rumor de abejas, noches inmensas junto al fuego. Entonces dejó cuidadosamente la tiza en la bandeja del encerado, sacó un pañuelo y se limpió cuidadosamente las manos, tomó sus cosas sin ninguna prisa, saludó con una reverencia y se marchó. Cuando iba por el pasillo, volvió sobre sus pasos, se asomó por la puerta cuidadosamente entreabierta y dijo en sordina, muy bajito: «Que os jodan». Esas fueron todas sus experiencias pedagógicas.
El señor Levin esperó sin apuro a que Lino encontrara las palabras precisas.
—Lo dejé porque prefiero tratar con gente adulta.
—Comprendo —dijo—. ¿Y durante cuánto tiempo ejerció de profesor?
—Unos meses…
—¿Un semestre quizá?
—No, algo menos.
—Ya.
Se quitó con la punta de dos dedos una pizca de tabaco en el labio inferior.
—¿Qué otros trabajos ha tenido?
—Bueno —dijo Lino, ganando tiempo, dudando entre contar mucho o apenas nada. Porque tenía una dilatada experiencia laboral, aunque todos eran trabajos ocasionales y medio ridículos. La primera ocupación se la buscó su padre, siendo aún estudiante. Uno de los tipos estrafalarios que frecuentaba, miembro de la cohorte de afectados, necesitaba un ayudante para su empresa de chatarra. «Ya que tienes las mañanas libres, bien podías echar allí unas horas», le dijo el padre, «y de paso aprendes un oficio, que nunca viene mal.»
Tomaron el metro, y luego un autobús que tardó mucho en llegar a un lugar del extrarradio que era ya casi campo, con solares, vertederos de ripio, chabolas, casitas bajas con parras en la puerta, bloques aislados de viviendas en construcción, algunas naves industriales y poco más: la avanzadilla del progreso. El tipo se llamaba Nogales, Novales, o algo así, y andaba muy encorvado, casi en ángulo recto, abrumado por una gran joroba, y su negocio consistía en un corral atestado de chatarra y una caseta de tablones, que le servía de oficina y vivienda. Había unas gallinas sueltas y un perrillo sucio y legañoso, que parecía también pertenecer a la cohorte de afectados. Esa era toda la infraestructura.
Hacía un buen día de sol y el tal Nogales, o como se llamase, armó al aire libre una mesa con una tabla y unos hierros y, buscando cada cual algo que le sirviera de asiento, hicieron corro alrededor de unos vasos de vino y una lata de sardinillas en aceite. La memoria, que tantas cosas ha olvidado, guarda sin embargo ese detalle nimio con la nitidez del primer día, como si el tiempo, más que gastarlo, lo hubiera salvado y preservado de entre las ruinas —tal como pasa con algunas civilizaciones antiguas— para dar testimonio de una época que sucumbió para siempre al olvido.
Trabajó allí durante algunos meses, tres o cuatro días por semana. Su tarea consistía en seleccionar, clasificar y dividir en lotes la chatarra. Cada algún tiempo venía un camión y descargaba en el corral un montón amorfo de desechos metálicos: recortes, virutas, desperdicios de obras —vigas, varillas, forjados, mangueras, cables, tuberías—, y todo tipo de piezas y sobrantes (de plomo, de cinc, de cobre, de acero inoxidable, de calamita, de aluminio, de bronce, de latón), además de vehículos siniestrados, mobiliario industrial, y cuantos residuos y despojos pudieran ser chatarrizables. De vez en cuando venía un camión y se llevaba la mercancía ya seleccionada. Este era el negocio.
En días de lluvia, aquello se convertía en un lodazal, las gallinas se metían entre los pies buscando lombrices, Nogales no paraba de aguijonear con órdenes y consejos (y era admirable ver con qué rara agilidad, que parecía un espadachín, se movía su figura grotesca por los montes de chatarra a medio derrumbar), y era agotador aquel tráfago de separar unas cosas de otras según el metal, el tamaño, el grado de contaminación —baterías, filtros, condensadores, neumáticos, anticongelantes—, el posible aprovechamiento en el mercado de segunda mano, y siempre chapoteando entre la suciedad, y luego el frío, las aristas, los filos cortantes de los fierros… Había como una trágica ironía entre la chatarra y la Historia Antigua: el desguace, el confuso acopio de material, la distribución de aquellas sucias ruinas en lotes más o menos coherentes.
El padre iba allí con frecuencia a pasar la mañana, y también daba órdenes, y en su intento por ayudar entorpecía aún más la tarea: qué espectáculo, él y Nogales, los dos tullidos, los dos obstinados, los dos desplegando una actividad delirante, los dos afanándose en aquel caos de detritus como en su elemento natural. A media mañana hacían un alto en el trabajo. Se reunían los tres en la caseta y en un infiernillo de gas freían unos huevos de aquellas gallinas que vivían y medraban entre la chatarra y la mugre, y en el buen tiempo asaban carne al aire libre. Solo entonces el perrillo se animaba, movía el rabo y ladraba un poco para hacerse notar.
Una mañana, en plena faena, Lino decidió abandonar aquel trabajo. Se quitó las manoplas, el mono y las botas de agua y empezó a vestirse de limpio. El padre, Nogales y el perrillo se le quedaron mirando extrañados. «¿Qué pasa, que tampoco te conviene este oficio?», dijo el padre. «Prefiero otra cosa.» «¿Y qué tiene de malo la chatarra? En algún lado tendrás que ganarte la vida.» «Ya me buscaré lo que sea.» «La juventud de hoy se ha vuelto muy señorita», dijo Nogales. Y el padre: «Bueno, tú sabrás lo que haces». Y luego, mirándolo de arriba abajo, casi con compasión: «Si tuvieras al menos una minusvalía…»
—¿Otros trabajos? Bueno, pues por ejemplo…, escribí artículos para una enciclopedia universal —dijo, consciente de lo ridículo que resultaba sacar a relucir como mérito aquel insignificante pasaje laboral de su vida para aspirar a un puesto de ayudante de recepción en un hotel. Y como el señor Levin no comentó nada, sino que siguió esperando (y parecía el profesor que en un examen se arma de paciencia para darle una segunda oportunidad de respuesta a un alumno), añadió que también había trabajado un tiempo como guía turístico.
El señor Levin alzó las cejas, admirado de aquella notable mejora introducida en su currículo.
—¿En qué países y ciudades?
—Madrid y alrededores.
—Toledo, Aranjuez, Cuenca… —evocó en un tono romántico el señor Levin.
En otras circunstancias, hubiese sentido la rencorosa necesidad de marcharse, de escapar, de desaparecer cuanto antes de allí. Murmurar para sí: Que te jodan, y dar un portazo a sus espaldas. Pero aquel día había ido sin fe, sin esperanza, guiado apenas por una intuición que no comprometía a nada, y seguro de que no tenía nada que perder. Se sentía travieso, irónico, como si aquello fuese un juego donde se podían apostar sin riesgo las más grandes fortunas porque las reglas eran tan arbitrarias como las del sueño o la imaginación. El señor Levin, con una mano invitadora, lo animó a explayarse. Y él contó —sin entusiasmo, sin énfasis, sin apuro, y con un leve tono de cansancio en la voz— que sus funciones consistían en planificar itinerarios, organizar excursiones, dirigir grupos, elaborar informes…, y como el señor Levin seguía moviendo la mano, también él continuó enumerando tareas: gestionar, coordinar, animar, motivar, atender, promover, resolver, prever…
El señor Levin, los codos en la mesa, entrelazó los dedos de las manos, que las tenía grandes y huesudas, a juego con la quijada, y lo miró beatíficamente por encima de ellas. Lino se sintió de nuevo turbado por la impresión de que el señor Levin le estaba adivinando el pensamiento.
—¿Cuánto tiempo estuvo de guía?
—No recuerdo bien, quizá unos meses.
—¿Diez meses por ejemplo?
—No. Tres, o quizá cuatro.
—O quizá menos. ¿Lo dejamos en dos?
—Sí, dos está bien. Fue en verano y…
—¿Por qué lo dejó?
Pero esto era lo más difícil de explicar. ¿Por qué huía de los sitios, por qué de pronto necesitaba estar en otra parte, donde no lo conocieran y pudiera pasar inadvertido, libre de obligaciones y reproches?
Se come el huevo duro y apura de un trago la cerveza. ¿Por qué? Nunca había indagado a fondo ese lado oscuro de su vida. O quizá no había tanto que indagar. Manías de niño que se prolongan y fraguan en creencias o en poderosas y ciegas razones que uno no puede ya desatender. Muchas veces, y esto ya desde niño, temía ser descubierto, desenmascarado. Pero ¿por qué, se preguntaba, si él no era un impostor ni tenía nada que ocultar? Hace un rato, por ejemplo, cuando desertó de su papel de héroe por miedo de que alguien lo acusara de lo que acaso era en el fondo: un cobarde disfrazado de fanfarrón. Y cuando iba a ver a don Gregory creía que los demás leerían en su rostro las más secretas intenciones. Ya viene aquí este a camelarse al viejo, a ver si se muere pronto y le deja la herencia. Véanlo ahí, tan jovencito y ya tan ruin. En los exámenes, a veces no ponía todo lo que sabía para que no fuese a pensar el profesor que había copiado. Con los amigos, a veces hablaba más de lo que le hubiera gustado, y gastaba bromas y fingía una especie de jovialidad, y todo para que no pensaran que su carácter callado y solitario era una forma de arrogancia. Incluso ante los desconocidos, en la calle, en el metro, en cualquier parte, se sentía a veces como obligado a demostrar su inocencia, e incluso a alardear de ella haciendo algunas señales llamativas, dar saltitos de atleta, silbar muy fuerte, desperezarse, canturrear y moverse a ritmo, y una vez, qué vergüenza le da recordarlo, hasta se puso a hacer flexiones con los brazos en la barra de un autobús, y todo para que los otros viesen que él no tenía nada que ocultar, nada de qué esconderse. Por eso, cuando cometía un error, un fallo, una pequeña falta, empezaba a darle vueltas, a obsesionarse, a torturarse, como si se tratara de un delito, de una grave infracción, de una deshonra pública que lo perseguiría ya para siempre. Hasta de muy niño, si el padre no pescaba nada, se sentía culpable, causante del fracaso. Y las pocas veces que se confesó, le hubiera gustado decir al sacerdote: Póngame la penitencia, que ya me encargaré yo de buscarme la culpa.
Sí, quizá allí estaba, en el mundo indefenso y sombrío de la infancia, el porqué de sus espantadas y sus fugas. Una vez, tras muchos meses de estudio, se presentó a unas oposiciones de Correos. Eran multitud los aspirantes, cientos y cientos, todos reunidos en el patio de un colegio, y alguien con un altavoz los iba llamando por sus nombres para que pasaran a las aulas de examen. Cuando oyó el suyo, se calló. Lo repitieron otras dos veces, y él sintió el absurdo y a la vez la evidencia de llamarse así, y un súbito vértigo ante el abismo que se abre entre las palabras y las cosas. Carraspeó por lo bajo y no se atrevió a identificarse, y aún menos después de haber sido nombrado tres veces y haberse negado él tres veces a sí mismo. Luego, discretamente, fue yéndose hacia la salida y escapó. Y cuando le propusieron un contrato y un ascenso a jefe de equipo de guías turísticos, porque era un buen guía y tenía dotes de organización y de mando, él, acosado por las expectativas, aturdido por la responsabilidad, pretextó un problema familiar y renunció así a un futuro prometedor.
Pero tampoco eso se lo contó al señor Levin, o al menos no en aquel momento. En aquel momento se limitó a decir que dejó el trabajo de guía por otro más estable: monitor y animador en una casa de cultura.
—¿Para jóvenes, jubilados…?
—Para discapacitados.
—¿Alguna ONG?
—No, un servicio municipal.
—¿Y qué hacía con los discapacitados?
—Leíamos, veíamos películas, hacíamos juegos, debatíamos…
—Un trabajo apasionante —dijo el señor Levin—. Supongo que allí encontró al fin una tarea grata y perdurable, ¿no es así?
Lino no contestó. Parecía que el señor Levin había descifrado su carácter y empezaba a burlarse de él. Entonces decidió dar por concluida la entrevista. Y ya iba a ponerse en pie para iniciar la despedida, cuando se abrió la puerta y entró una joven, ágil y resuelta —y no había más que oír sus pasos y el alboroto que causó su mera presencia—, que se acercó al señor Levin, lo besó en la mejilla y al mismo tiempo aprovechó para mirar fugazmente a Lino con una sonrisa cauta y luminosa.
—Perdona que te interrumpa, tío.
—No te vayas. Enseguida acabamos —dijo el señor Levin.
Fue hasta la ventana, miró al cielo, encendió un cigarrillo y luego recostó un hombro en la pared para asistir desde allí al desenlace de la entrevista. ¡Qué guapa es!, se dijo Lino. ¡Y qué elegante! ¿Y qué decir del fresco y leve aroma que había dejado a su paso? Por un instante le vino a la memoria la vieja y misteriosa fragancia del cuero y la madera de los automóviles deportivos y del césped recién regado de los chalés por donde pasaba para ir a visitar a don Gregory. Como si tuviese dieciséis años y la estuviese espiando por entre los claros de los setos. Vestía con sencillez —unos pantalones finos de pana, una camisa blanca, una chaqueta gris cortada al desgaire—, pero de lejos se notaba que eran prendas caras y exclusivas, y aún más por el descuido o la naturalidad, o por el exquisito desaliño, de niña desaplicada a la salida del colegio, con que ella las lucía.
—¿Alguna ocupación más relacionada con la hostelería?
—No.
—Pero sí habrá tenido otros muchos trabajos, y es de suponer que todos más o menos efímeros.
—Bueno…
—Por favor —y otra vez lo invitó con la mano a hablar sin reparos.
¿Qué hacer? Quería irse, y con la misma fuerza deseaba quedarse. Quería hablar y callar al mismo tiempo. Quería ser Ulises ante el rey Antínoo y contar la historia entera de su vida, pero también el sabio que confía todo el caudal de su saber al magisterio del silencio. Quería estar y no estar, quería que todo aquello fuese un sueño y temía a la vez despertar de él a la pesadilla de la realidad. Y, entretanto, ella lo observaba atentamente. Lino no se atrevía a comprobarlo pero sentía, y con qué intensidad, la fijeza de su mirada. ¿Lo estaría mirando con arrogancia y con desdén, y hasta con cierto enojo, por lo estorbadizo que era, y por lo mucho que tardaba en contestar y en marcharse de allí? Pero, a juzgar por el modo en que había sonreído, y por la música de su voz, quizá su mirada y su porte solo expresaban el sereno dominio de sí misma, solo eso. Y él allí, con su trajecillo de franela y sus zapatos lustrados para la ocasión, listo para responder a las preguntas del señor Levin y hacer públicas sus miserias en cada respuesta.
Entonces decidió hablar, pero para ella, secretamente para ella, y que ella lo adivinara, lo supiera, sin pudor ni vergüenza, y sintió por adelantado el placer de dilapidar la escasa dignidad que le quedaba, sabiendo que solo una cínica exhibición de sinceridad podía salvarlo del ridículo. Así que carraspeó lúgubremente por lo bajo y contó que había trabajado de chatarrero, de encuestador, de teleoperador, de vendedor de perfumes, de seguros de vida, de enciclopedias, de pulseras magnéticas, de camarero en un tren, de agente canino…
—¿Agente canino?
—Agente municipal, quiero decir. Me encargaba de multar a quienes no recogían los excrementos de sus perros.
—¿Quiere decir que vigilaba a los dueños, los seguía por las calles y…?
—Más o menos.
—¿Y tenía un sueldo fijo y un uniforme?
—Iba de incógnito y trabajaba a comisión.
—Y abandonó el trabajo a las… Déjeme adivinar —y embriagando la mirada, buscó inspiración en las alturas—. ¿A la semana?
Pero no esperó respuesta sino que preguntó por sus otras actividades, la de chatarrero y camarero en un tren por ejemplo: ¿qué extraños quehaceres eran aquellos para un experto en edades antiguas? Lino agradeció la ironía del señor Levin y se sintió a gusto, autorizado a contar con toda seriedad, y sin ahorrarse detalles crudos o superfluos, su experiencia en el mundo de la chatarrería, la caseta, las gallinas, el jorobado, el padre tullido, la selección de desechos industriales por las mañanas y de datos de Historia Antigua por las tardes. Y como el señor Levin se interesase por el padre tullido, él contó lo de la colza y los tomates de Almería. Aquello ya no era una entrevista laboral sino una especie de tertulia de sobremesa donde se contaban pasajes de una vida no exenta de anécdotas curiosas. Y ella debía de estar muy interesada en el relato porque había olvidado el cigarrillo en una mano lánguida a la altura del rostro y el humo le difuminaba los rasgos y le daba cierto aire clásico de mujer fatal. Luego se acercó a la mesa para apagar el cigarrillo (¡y con qué energía descabezó la brasa y aplastó la colilla contra el cenicero!), y él desvió un instante la mirada sin inmutarse ni alterar el ritmo ni el tono de su voz. Vio sus movimientos elásticos, sus manos, sus labios infantiles, su pelo negro y corto, sus ojos grises, frescos y luminosos, que lo miraban con una gran fijeza analítica, como queriendo escarbar en su interior. ¡Qué guapa es!, volvió a pensar, y sintió por adelantado la nostalgia que le causaría su ausencia cuando dentro de un rato dejase de verla para siempre.
Finalmente, y ya abreviando, contó que en efecto había sido camarero en un tren durante un par de meses (y enfatizó las últimas palabras) en la línea Madrid-Valencia, pero que lo dejó por motivos personales que no venían al caso, y con ese laconismo medio hostil concluyó su discurso.
Se hizo un silencio ya definitivo, como definitiva era también la imagen que había dejado para ser evaluada ante aquel tribunal: alguien con inútiles conocimientos históricos, en el crepúsculo ya de su juventud, que había deambulado sin objetivos ni provecho por los bajos fondos del mundo laboral. Conocimientos, por otra parte, que habían ido perdiendo su brillo y su viveza, hasta convertirse en un sueño borroso, en pura chatarra, en notas desperdigadas de lo que un día fue una hermosa canción que se cantó entera y a compás. Durante años, había vivido a veces solo, en habitaciones alquiladas o en el mejor de los casos en un pequeño apartamento, y más frecuentemente en casa de sus padres. Hubo épocas de desánimo, de tumbarse en la cama y abandonarse a la anchura del tiempo, de ver cómo los días se iban amontonando y confundiendo unos con otros, tan hueros de aconteceres que no había modo luego de rescatarlos del olvido. Pero también hubo tiempos mejores. Hubo por ejemplo una época en que se entregó apasionadamente al dibujo. A lo mejor allí encontraba una tarea que lo fijara de una vez por todas en el mundo. Se apuntó a una academia, iba a museos y exposiciones, leía libros de arte, se pasaba las horas dibujando. Y se entregó con tal empeño a aquel proyecto, que ya temía que la vida se le quedara corta para tan grande afán. Una tarde de verano estaba dibujando en su cuarto pero las moscas no lo dejaban trabajar. Entonces tuvo una idea repentina y descabellada. Acababa de comprarse un estuche de acuarelas. Una a una, fue atrapando con la mano a las moscas y pintándolas con un pincelito, cada una de un color. Les pintaba las alas y la panza y luego soplaba hasta que la pintura quedaba suelta y seca. Y cada vez que pintaba una, la metía en una cajita de cartón, y así hasta quince, azules, rojas, amarillas, verdes y entreveradas. Entonces abrió la cajita y las moscas se echaron todas a volar en una explosión multicolor, y era un espectáculo de verdad bonito, líneas de colores entrelazándose alocadamente, formando inagotables figuras de calidoscopio siempre en movimiento. Era hermoso. Era sencillo y era hermoso. Humildes moscas pintadas de humildes colores. Entonces se dijo: La vida vale más que el arte. Nunca conseguiré hacer una obra mejor de la que he hecho hoy. Y lo que son las cosas: en ese momento comprendió que carecía de talento o de convicción y abandonó para siempre el dibujo.
Y otra vez caía en el desánimo y en la abulia. Pero, de pronto, una mañana se levantaba emprendedor y casi eufórico. Entonces hacía propósitos de enmienda, y hasta se hacía con una libretilla en que apuntar las normas y proyectos que habían de presidir en adelante su conducta para iniciar una vida nueva y provechosa. Y apuntaba: mejorar su inglés y su francés, buscar tema para la tesis doctoral, cuidar su aspecto físico, relacionarse con la gente, hacer amigos, cortejar a alguna muchacha, ser constante, no dar cuartel a la pereza, preparar oposiciones para archivos y bibliotecas, ampliar el vocabulario, no carraspear en vano, no dejarse llevar por súbitos designios destructivos, hacer un curso de informática, un máster de algo, aprender a tocar algún instrumento musical, leer y estudiar más, ahorrar para viajar a Egipto y a Mesopotamia… Eran tareas y exhortaciones nobles y hacederas, pero eran tantas las que se le ocurrían, había tanto que anhelar y emprender, que al final licenciaba la libretilla para entregarse directamente a la nostalgia de todos aquellos deseos inalcanzables.
El señor Levin sonrió y carraspeó para anunciar y enmarcar así una nueva pregunta. Y otra vez supo Lino con infalible clarividencia lo que le iba a preguntar.
—¿Está casado?
—No —y su respuesta se encabalgó sobre la pregunta.
—¿Vive solo?
—A veces. Ahora no.
—Bien —el señor Levin abrió los brazos, dando así por concluida la entrevista—. ¿Algo más por su parte?
—No.
Las 12.25. Falta una hora para la cita con Clara y hay que ver la de cosas que han ocurrido en este día, desde que se levantó tan ágil y feliz, tan emprendedor, tan dueño de sí mismo y del futuro, listo para explorar aquella vastedad de tiempo virgen que se extendía ante él, hasta este mismo instante en que mira el reloj y repasa su modesta odisea de las últimas horas. Muchas, muchas cosas, casi un laberinto de situaciones y sucesos, unos más grandes y otros más pequeños, unos reales y otros imaginados, unos de hoy y otros de ayer, pasado y presente yendo juntos de la mano por el mismo camino, mezclados en un único cauce temporal.
Han pasado todas esas cosas y ahora no ocurre nada. Se comió el huevo duro, apuró la cerveza, y el recuerdo de la primera vez que vio a Clara lo ha dejado con la boca floja y los ojos idiotizados en el aire, mecido en una especie de limbo terrenal. La vida se ha quedado de pronto huérfana de acción. Pero también así se está bien, ¿no? ¿Para qué más? ¿Para qué más argumento en la vida que este? Cuando vuelva del viaje de novios se va a poner a estudiar en serio la filosofía oriental, de la que ahora solo tiene una vaga noción de armonía y de quietud. A lo que él le ha llamado tedio y sufrido como tedio durante tantos años, podía haberle llamado también paz, profunda reconciliación consigo mismo y con el mundo, e incluso con el cosmos, solo que él no ha sabido quizá escuchar la secreta música de las cosas ni apreciar el misterio que hace resplandecer en cada instante el manso y sutil oficio de vivir. Al contrario: siempre angustiado por la ausencia de objetivos, por el ansia de acción. Y sí, tenía razón Pascal, ahora entiende la mucha luz y sabiduría que se encierran en tan breves palabras.
Y, sin embargo, es incapaz de quedarse quieto. Es quedarse quieto y volverle al rato el viejo fastidio de vivir. Ha armado el móvil para llamar a Clara pero algo ha debido de romperse por dentro porque el móvil no rula. Ahora juega con el botón de la chaqueta pero el botón tampoco rula, se le queda atascado entre los dedos pegajosos de sangre. Se acaricia el mentón. La herida se ha hinchado y extendido y seguro que ahora estará feo y hasta malencarado. Y ha debido de hacer movimientos bruscos y raros durante la pelea porque, si intenta girar el torso o estirarse, se le levantan puntos de dolor en el cuello, en la espalda y —ahora se da cuenta— en la mano y en la muñeca con que golpeó el rostro del otro. ¡Con qué ganas le dio y con qué ganas duele ahora y con qué ganas se afana en forzar la mano para medir el alcance del dolor y recrearse en él! ¿Cómo era aquello de las heridas en los pechos son como estrellas que guían a…, adonde? Y además tiene el pelo lacio y la lengua gorda. Si tuviese que hablar en público ahora, saludar a la familia de Clara, echar un discursito, es para mí un honor, etcétera, las palabras le saldrían sordas, pastosas, malogradas. Hace la prueba. Carraspea y dice en alto por lo bajo, procurando pronunciar muy despacio y muy claro, y poniendo un timbre cavernoso en la voz: «Las heridas en los pechos son estrellas, etcétera, es para mí un honor, ¿sí?, ¿sí?, ¿se me oye bien desde las cabañas y los claustros?», y en efecto, parece que tiene telarañas en la garganta y carne crecida en la lengua y en el paladar.
Se siente feo, torpe, desaliñado, precario y sucio. Sobre todo sucio. Sucio de sangre, de sudor, de mayonesa y huevo duro, de polvo, de rabia sorda y de dolor. ¿Qué hacer? Le gustaría ir a casa a lavarse y a cambiarse de ropa, pero ya es tarde para eso, y además le da pereza, y es como si la pereza formara también parte de la suciedad. Y piensa: Bien mirado, la verdad es que he vivido siempre sucio, como todos o casi todos, porque no hay agua ni jabón que pueda limpiar la suciedad del existir. Esta solemne ofrenda verbal a sí mismo lo devuelve más animoso a la querencia de la realidad. Hay que encontrar una fuente, y la idea de la fuente cobra en su imaginación algo de maravilloso y legendario. Así que espabila los ojos y mira alrededor, y entonces parece que vuelven a ocurrir cosas, que la vida se despereza tras un sueñecito y lentamente emprende otra vez su camino, fluye por su cauce, retoma su argumento. Ahí está de nuevo la acción, la incansable y bendita trama de aconteceres mínimos: las barcas meciéndose en el agua, el agua rizada por el viento, el viento en las hojas, las hojas que al temblar se encienden y se apagan, el aire, el espacio, la música humilde de un acordeón, la alegría de la gente, y nubes a lo lejos, ahora las descubre, grandes nubes aisladas como fantásticos macizos montañosos. Quizá a la tarde haya tormenta, piensa, y esa esperanza lo anima a reconciliarse otra vez con la vida, con este ya inolvidable día de primavera.
Los ojos, los oídos, los sentidos todos no dan abasto para percibir e intuir tantas y tantas cosas. Pero ¿cómo entenderlas?, ¿cómo hilarlas por medio de un concepto?, piensa, y bien se ve aquí que la inteligencia, esa intrusa, acaba de incorporarse también a la mirada para recordar que no basta con mirar, que hay que entender también. ¿Cómo entender el mundo? Esos municipales a caballo, esa niña triste que chupa de un refresco y le echa pizquitas de chocolate a las palomas y a los gorriones, aquel vendedor de pompas gigantes de jabón, algunas tan grandes como jaulas de loros, esa hoja que cae meciéndose en el aire y no acaba nunca de caer, esa adolescente con pantalones cortos, niqui ajustado, cascos de música y la melena al viento que pasa patinando y adelanta ahora a los caballos. La velocidad, la música callada, el ritmo de las piernas y el torso, los pantaloncitos: suficiente para enamorarse de ella, para correr tras ella, para fundar con ella un hogar y una estirpe y envejecer juntos y poder decir al final: Hemos vivido, hemos vivido y hemos conocido la felicidad. Podemos dar testimonio de ello. Los dos ya ancianos junto al fuego. ¿Te acuerdas, cariño, cómo nos conocimos aquella mañana de mayo en el Retiro? Toda la vida sacada del hilo de un instante. Y eso entonces qué es, ¿ridículo o grandioso?
Siente una vez más el soplo de la contingencia, pero continúa entregado a la contemplación porque, contingente o no, el mundo es un puro milagro, y más ahora que la inteligencia se ha quedado atrás, royendo engolosinada el hueso de la intrascendencia de vivir. Son momentos de gran inspiración. Mira, y el alma no puede menos que exclamar: ¡Una monja!, ¡un mirlo en el césped!, ¡otro mirlo!, ¡y otro!, ¡una bicicleta!, ¡una pelota de colores y un niño tras ella! Los sigue, por el solo gusto de mirarlos, va barriendo el espacio con los ojos y de pronto…
De pronto siente un acceso de náuseas, como si quisiera vomitar de golpe todo lo que ha visto, el mirlo, la monja, la bicicleta, los caballos, todo. Pero no, qué tontería, a quién se le ocurre pensar algo así. Debe de ser un tipo parecido a aquel pero no exactamente aquel. ¿Dónde está la inteligencia que no aparece cuando más se la necesita? Aquí tendría ella ocasión de lucimiento para inferir que esta situación es inviable y por fuerza ilusoria. Todo invita a pensar que estamos ante una licencia retórica de la realidad, una apariencia, un vulgar espejismo. ¿O es que acaso no lo detuvieron, al menos para interrogarlo, para apuntar sus datos? Y, en cualquier caso, ¿cómo es que tuvo tiempo para encontrar su rastro y seguirlo hasta aquí? ¿Pura casualidad también, como el caso imaginario de la patinadora, como el caso real de Clara, como los tomates de Almería, la muerte de don Gregory y tantas otras cosas? Cualquiera diría que las fuerzas que rigen el azar o el destino siguen empeñadas en convertir su vida en una absurda aunque ingeniosa obra de arte.
Porque es él, no hay duda. Abre y se embosca tras el periódico y se asoma apenas para asegurarse del prodigio. Está parado junto a un árbol, con su traje ceñido y su delgadez viciosa y enfermiza. Lleva ahora unas gafas de sol. Imposible saber si lo está mirando en este mismo instante, aunque da por hecho que lleva vigilándolo hace ya tiempo. Las gafas le dan un aire todavía más avieso y mafioso a su rostro ilegible.
¿Y ahora qué hacer? Parecen dos ajedrecistas que no tienen claro a quién le toca mover ficha. O dos actores que se han metido en un jardín y esperan a que el apuntador les dé el pie para retomar sus papeles.
¿Siente miedo? No lo sabe, pero decide que no. Y para demostrarlo, cierra y enrolla el periódico, llama a gritos y con la mano en alto al camarero, paga y se va yendo. ¿Otra vez el mismo vicio disfrazado con los ropajes de la misma virtud? Es posible. Un acto enérgico y valiente, sí, pero un acto de cobardía al fin. Porque ¿qué estoy haciendo ahora sino huir?, se dice, y por un momento está tentado, como quien escribe y tacha furiosamente una frase mal hecha, de huir hacia su enemigo y encararse con él. O arremeter a lo bruto sin más explicaciones. Rodarían por el suelo entre blasfemias, puñetazos, mordiscos y patadas, y luego se presentaría en el banquete hecho un Cristo, roto y rasguñado, contando que no había sido nada, señores, apenas un ajuste de cuentas con un matón que me salió al paso, de ahí estas heridas en los pechos, resplandecientes como estrellas.
Perdido en esos devaneos pasa ante el tipo muy despacio, sin saber adonde mirar pero en cualquier caso sin mirarlo, el perfil duro y desganado, y se aleja por la misma avenida por la que llegó. Para darle un sentido más explícito al conjunto de todos estos actos, en un quiosquillo se mezcla con unos niños, compra unos ganchitos y se los va comiendo uno a uno, caminando sin prisas, haciendo un arte de la ociosidad. Caminando como un actor cuyo nombre no recuerda ahora. Ya se acordará luego. Y piensa: Tenía que haberlo mirado. Evitar la pelea está bien, de eso no me avergüenzo, ¿qué se puede decir contra la prudencia?, pero rehuir la mirada, ¿no sería buscar ventajosamente refugio en el desprecio? Quien no se atreve a nada, a despreciar sí se atreve. Ganas le dan de volver atrás y decirle: Antes no te miré por desprecio; ahora vengo a mirarte para sustentar ante ti ese mismo desprecio. Y seguro que el otro quedaría confundido ante la hermosa complejidad de esa frase. Luego embrocaría la bolsa y lentamente haría caer ante él hasta el último de los ganchitos. Como quien derrama la copa, profana el brindis, dilapida porque sí una fortuna. Y para rematar la faena, podría decirle alguna de esas frases tontas que se le ocurren a veces: Rumor de glebas en atrios invernales, guardaré la sonrisa en el bolsillín de la mortaja, inflemos a los cerdos al soplo de las gaitas…
De ese ensueño viene a sacarlo el rumor de una fuente. Se adentra por un sendero de arena y, para protegerse de pensamientos más sombríos, distrae la mente con enunciados fáciles e indestructibles: En el Retiro hay muchas fuentes. Las fuentes alivian y arrullan al caminante fatigado. Generosos veneros subterráneos las abastecen, y a menudo estatuas de asunto mitológico las presiden e ilustran. Así se unen en ellas lo artístico y lo provechoso. Grandes poetas las han cantado en versos memorables. Con esa cantinela llega a una pequeña glorieta donde, en efecto, hay una fuente que mana bajo la tutela de un fauno y la umbría de un ciprés. A los lados, sendos bancos de mármol. «Sendos bancos de mármol.» ¡Qué delicia hablar en claro y edificante castellano! Llamar a las cosas por sus exactos nombres, descansar en la gramática del mundo incomprensible, de la vida extenuante. Las palabras, ¿no es ese nuestro mejor y más seguro hogar?
Todo eso piensa, y con la misma pasión metódica con que armó aquellas frases, se quita ahora la chaqueta, se remanga, se lava, se enjuaga la boca, se moja la nuca, se esponja y airea la camisa, se sopla en las axilas, mira con alarma los cercos de sudor, se los olisquea y otra vez piensa en la posibilidad —remota, inasequible— de regresar a casa, al menos a cambiarse de ropa y a darse un poco de desodorante y de colonia. Podía buscar un teléfono y llamar a Clara para avisar de su retraso, y aparecer luego ante la concurrencia disculpándose de lejos con los brazos abiertos y su mejor cara de consternación, una entrada irónica y triunfal, y caminando hacia ellos…, ¡eso es!, Robert Mitchum, ahora se acuerda, aquel modo rítmico e indolente de avanzar balanceándose como a cámara lenta, que parecía que iba bailando con las caderas y los hombros, y así, con ese mismo meneíllo y contoneo, va hasta un banco y se sienta. Como si imitara a una gallina, aletea con los brazos, y hasta cacarea bien en alto, y el frescor del aire lo reconforta y lo anima a anudar el hilo roto de la acción.
¿Por dónde iba la vida, su argumento, su devenir, su conflicto, su evolución psicológica? Las 12.50. Bien, hasta aquí las tontunas. Ahora descansará unos minutos y, ya refrescado y sereno, irá derecho a la cita con Clara. Y entretanto, ¿qué hacer? Ha estado evitando pensar en el tipo que lo persigue, cegando la mente con imágenes y frases de impecable factura, pero ahora no queda otro remedio que volver a él. No, no tiene miedo, ahora ya está seguro, a pesar de que sabe que ese hombre estará vigilándolo en este mismo instante, aguardando su ocasión, y quizá por eso —para demostrarle y demostrarse que no le teme, para acobardarlo y confundirlo— ha venido aquí, a este rincón solitario, y aquí sigue, y ha representado para él, en su honor, algunas chifladuras, y ya se sabe que los locos ofuscan e intimidan a los más atrevidos.
Ni siquiera mira alrededor, para qué. Sabe que está ahí. ¿Quién no ha experimentado algún repentino avistamiento del futuro inmediato? Hay pálpitos, presagios, intuiciones. Un oscuro conocer de aquello que aún no está listo para ser conocido. Y ahora cae en la cuenta, cree recordar, que cuando se disponía a alejarse del altercado, y exactamente en el instante en que el otro lo miró con aquellos ojos tan llenos de odio, y tan seguros del poder de su odio, tanto que había un fulgor de burla en ellos, tuvo la certeza de que aquel tipo habría de aparecer de nuevo y muy pronto en su vida. Y hasta pensó que ahí se ve cómo la contingencia es casi siempre la fuente elemental de la fatalidad.
Sí, hay cosas que se saben. Le ocurrió al leer el anuncio en el periódico, y le ocurrió también cuando cerró a sus espaldas la puerta del despacho tras la entrevista con el señor Levin. La entrevista había sido un desastre, pero a pesar de la vergüenza que sentía, algo muy hondo lo invitaba rumbosamente a la esperanza. Un coche dio unos cortos bocinazos en su honor: Lo lograste, chaval, le dijo.
Y al cruzar ante un bar, una máquina tragaperras lo saludó al paso con una alegre musiquilla de feria. Y, en efecto, pocos días después recibió un correo convocándolo a una segunda cita. Se obliga a recordar, a concentrar la memoria en un punto, en parte para evadirse del presente y en parte para convencerse de que hoy es un gran día, el primer día de una vida definitivamente feliz, y cuyas raíces se hunden en aquella mañana en que lo recibió de nuevo el señor Levin.
Se lustró los zapatos, su madre le cepilló y le planchó a conciencia el traje de franela, el padre (que no había viajado ni pernoctado nunca en un hotel) hizo un elogio de los grandes hoteles internacionales, y cómo son miniaturas exactas del ancho y variopinto mundo, con sus distintas razas, lenguas, modas, usos y costumbres, y al otro día volvió a entrar en el despacho del señor Levin, que esta vez lo recibió en la puerta, le estrechó la mano y lo invitó a sentarse de nuevo frente a él. Era un día frío y luminoso y el despacho estaba inundado de luz. El señor Levin encendió un cigarrillo y esperó a saborearlo antes de hablar.
—Quiero ser el primero en felicitarle y desearle una feliz y larga estancia entre nosotros. Tras una ardua y reñida deliberación, ha sido seleccionado entre más de cuarenta aspirantes al puesto.
¿No había cierta ironía en sus palabras? Sin saber qué decir, Lino correspondió al cumplido con un discreto homenaje de asombro. Luego carraspeó, y el señor Levin debió de interpretar el carraspeo como el tímido preludio de una declaración, porque ladeó obsequiosamente la cabeza y adelantó una mano invitándolo a hablar. Parecía que la conversación empezaba a quedar al albur de los malentendidos. Y, en efecto, sin saber muy bien si poner o no en su voz un punto de reticencia, dijo que esperaba no defraudar esas deliberaciones —y enfatizó esta palabra— que tan generosamente habían llevado a elegirlo entre tantos candidatos, sin duda más cualificados que él.
El señor Levin, complacido quizá por la respuesta, o quizá burlándose de ella, y sin más, fue derecho al asunto y en pocas y aprendidas palabras describió el hotel y su funcionamiento.
Había 5 plantas, 110 habitaciones, 6 suites, además de restaurante, servicio de buffet, cafetería, salón de conferencias, salas de reuniones, sauna, gimnasio, parking y otros servicios menores que ya iría conociendo. El equipo directivo lo componían la directora («La señorita Clara Levin, a quien ya conoció usted en este mismo lugar»), el subdirector y jefe de recepción, que era él mismo, un gerente y un ayudante de dirección. En cuanto al resto del personal, había cinco recepcionistas y seis gobernantas, además de cocineros, camareros, limpiadoras, botones y otros empleados auxiliares que ahora no venía al caso enumerar. Todos, engranados como las piezas de un reloj, hacían funcionar con exactitud y diligencia la maquinaria del hotel. Cada cual tenía su tarea, y todas las tareas eran fronterizas entre sí. Un fallo, por mínimo que fuese, en el escalón más bajo del organigrama solía llegar a las alturas convertido ya en un gran problema. El más humilde instrumento de una orquesta, si desafina en una nota, puede arruinar toda una sinfonía. Y así siguió un rato, haciendo metáforas, muy en plan pedagogo, sonriendo de vez en cuando o usando un tono solemne que sonaba más a sorna que a exhortación.
En cuanto a su trabajo, consistía en lo siguiente: dos o tres días a la semana, según las necesidades, se presentaría en el hotel a las seis de la mañana, supervisaría la presentación del buffet, controlaría la entrada en él de los huéspedes, y luego, hasta las dos de la tarde, trabajaría de ayudante de recepción. Otros dos o tres días a la semana ejercería de jefe de recepción en el tumo de noche. «Las noches son tranquilas», dijo, «y el trabajo es escaso, aunque a veces es también delicado.»
Lino escuchaba y, por entre los claros del discurso, se acordaba de la señorita Clara Levin y se preguntaba si no irrumpiría de pronto en el despacho, como la otra vez. Entonces, entre esperanzado y temeroso, tenía que hacer verdaderos esfuerzos para reprimir las ganas de carraspear. En cierto momento recordó que, cuando ella entró en el despacho, todo lo que allí había de hermoso (los cuadros, la mañana otoñal tras la ventana, los finos objetos de escritorio, la elegante discreción que adquiría el silencio en aquel lugar), todas esas cosas se pusieron a su servicio, enmarcándola, realzándola, cediéndole gentilmente sus más preciadas cualidades. ¿Dónde estaría ahora? ¿Qué haces que no vienes? Y ¿qué haría si apareciera en este mismo instante? ¿Se levantaría para saludar o ser saludado? ¿Le daría las gracias? Porque quizá era ella la que había intercedido en su favor, en arduas y reñidas deliberaciones, para que lo eligieran (a él, que carecía de experiencia y de méritos) entre tantos candidatos a un puesto tan prometedor, y tan difícil de conseguir. Se acordó del presentimiento que había tenido al leer el anuncio en el periódico y se preguntó una vez más si todo aquello no sería obra de los sabios antojos con que el destino arma y encubre sus jugadas maestras. ¡Qué misteriosa era la vida! ¡Qué insignificante pero qué misteriosa!
Luego, con el tiempo, siguió diciendo el señor Levin, cuando llegase a ser un buen recepcionista y entendiese a fondo la maquinaria y el espíritu del hotel, y teniendo en cuenta que la familia Levin era propietaria de otros muchos hoteles, pues podría llegar hasta donde su valía y su ambición se lo permitieran. Se abría, pues, ante él, un brillante futuro. En cuanto a la remuneración, no tendrían problemas para entenderse a la primera.
—¿Qué le parece la propuesta?
—Bien, muy bien —dijo Lino, y no pudo evitar esta vez un hondo y lúgubre carraspeo.
—¡Pues no se hable más! —dijo el señor Levin, y dio una palmada en el aire, a modo de conclusión—. Por cierto, y como usted bien sabe, el gran Heródoto, padre de la Historia, cuenta que los antiguos persas tenían por ley la sabia costumbre de discutir sus negocios en estado de sobriedad, y luego en estado de embriaguez. Si en ambos casos llegaban al mismo acuerdo, cerraban el trato, y si no, rompían amigablemente y quedaban en paz. ¿Qué le parece si acabamos nuestra conversación en la cafetería?
¡Qué grande y qué feo es!, pensó Lino cuando lo vio venir a su encuentro. Todo en él era un tanto desmesurado y caricaturesco, la quijada, la frente, los labios, las manos, las gafas, la espalda, la estatura, los zapatos, y como era flaco, hasta el mismo esqueleto hacía evidente su tamaño medio descomunal.
Al señor Levin el camarero, sin preguntar, le sirvió un whisky, y Lino, ante la mirada afectuosa e invitadora de los dos (el camarero sonreía con la botella lista en el aire), se atrevió con otro. Al rato el señor Levin empezó a tutearlo, y la conversación fluía ya de un modo jovial y espontáneo. Y puede decirse que en aquellos instantes empezó oficialmente para Lino la nueva y definitiva y portentosa etapa de su vida.
Entre otras muchas cosas, Lino recuerda que hablaron (sobre todo el señor Levin, que era quien llevaba el peso del coloquio, en tanto que él se limitaba a hacerle un discreto y amable contrapunto) del placer y del fastidio de los viajes, de la pintura rupestre, de la caída del Imperio Romano, de la caza con galgo, de la fugacidad de la vida, de la batalla de Dunkerque, de personajes de cómics, de sus actrices favoritas, y al llegar ahí, y al evocar a Elsa Martinelli, que era su favorita, el señor Levin suspiró, puso la mirada en la lejanía de un ideal, y luego le preguntó a Lino si tenía novia. Y recuerda que en ese momento la conversación perdió de pronto la alegre y casi traviesa variedad que había tenido hasta entonces.
Hasta entonces, Lino había hablado, había bebido y en ningún momento había dejado de mirar furtivamente aquí y allá, en parte para familiarizarse con su nuevo lugar de trabajo y en parte y sobre todo por si veía, aunque solo fuese de lejos, a la señorita Clara. Era un hotel moderno y confortable, de un lujo sobrio y funcional, y con amplios espacios por donde los huéspedes y los empleados se movían con presteza y sigilo. Luego, al segundo whisky, que el señor Levin pidió sin consultarle, y según el alcohol le iba nublando la conciencia y estimulando la imaginación, el recuerdo de la señorita Clara, y la sugestión de su cercanía y de su posible y acaso inminente aparición lo dejaban a ratos en un lamentable estado de euforia o de idiotez. Así que cuando el señor Levin le preguntó si tenía novia, él se sobresaltó y se ruborizó, y creyó que una vez más aquel hombre le había adivinado el pensamiento. «No, no, no», se apresuró a decir, como si le hubieran preguntado algo ofensivo o disparatado, y embuchó medio vaso de whisky. Pero ¿qué tontería es esta?, se dijo entonces, y recordó y actualizó todas las prevenciones y menosprecios que siempre le habían inspirado el amor y su vana retórica. Luego la conversación derivó hacia otros temas, pero él se quedó tan embebido en lo suyo, que ya no recuerda más de lo que hablaron ese día.
Y sí, allí comenzó el que hasta hoy habría de ser el último capítulo de su vida, cuyo pasaje final se estaba escribiendo precisamente hoy, ahora, este jueves de mayo.
Y lo que parecía que iba a ser un desenlace convencional —brindis, regalos, baile nupcial, luna de miel— se ha enmarañado y enturbiado con la aparición de pequeños sucesos anómalos, triviales huevos duros, cosas sin importancia, pero capaces de alterar violentamente el curso de la historia. ¿Cómo era aquello del reino, el caballo, la herradura y el clavo? Contingencia: he ahí una palabra que sigue siendo tan potente, tan actual, tan aterradora como el primer día que llegó a sus oídos.
Unos niños irrumpen corriendo y gritando en la glorieta y se ponen a beber en la fuente. Frescos y ansiosos sorbos para jóvenes corazones dichosamente fatigados. Las 12.52. Se levanta y, la chaqueta al hombro, sale al paseo y enfila hacia la salida. Ahí siguen las nubes, hinchándose de negro, extendiéndose sobre la ciudad y trayendo ráfagas alborotadas de frescor, pero también un anuncio de opresión y bochorno. Camina sin apuro. Sabe que el tipo no va a atacarlo —hay demasiados testigos—, que de momento se limita a seguirlo, a indagar sus caminos, sus lugares habituales, y a esperar su ocasión. Ya cerca de la puerta, haciendo como que manipula el móvil, mira disimuladamente hacia atrás. Cualquiera de las siluetas flacas que se ven a lo lejos o confundidas con otros paseantes puede ser él. Recuerda algunas películas de persecuciones, donde la víctima se apresura, corre, se trompica, cae, se levanta y sigue apresurándose, pero todo es inútil, porque en la ley implacable del destino está escrito que inevitablemente será alcanzada por su perseguidor, el cual en ningún momento ha acelerado el paso sino que camina sin prisas, y hasta recreándose en la lentitud, pero con la misma fría y mortal determinación que hay en su rostro… Eso es, así, también él irá despacio, perezoso, turisteando, al encuentro con Clara, y enseguida entrarán en el restaurante, y un par de horas después saldrán todos juntos, montarán en los automóviles y ya no volverá a verlo nunca más. Nunca más. Y la historia proseguirá su curso hacia un final feliz.
En los libros y en las películas, sin embargo, las cosas pasan de otro modo, ¿no es cierto? Todo cuanto ocurre sirve a un conflicto, al que hay que cebar como a un monstruo insaciable. Conflicto, por cierto, que no cesa, que continuamente se renueva, se ramifica, se tensa más y más según se va acercando a su desenlace, a su resolución. Claro que, bien pensado, así es también la vida, ¿no? ¿No es la vida un conflicto incesante? ¿Y no es precisamente la falta de conflicto lo que nos sume en el tedio y en la melancolía? Se queda dudoso, sin saber qué pensar. ¿Hasta dónde el arte y la naturaleza intercambian, comparten atributos, confunden sus fronteras? Por ejemplo, su vida. ¿Se parece en algo a una novela? Sí, por qué no, podría ser la obra de un artífice, ahora que la ve de lejos, todas las piezas engranadas y toda la entera máquina de sus días funcionando a pleno rendimiento. Quizá algo pobre de acción y de conflicto, salvo la última parte, cuando entró a trabajar en el hotel. Ahí sí, ahí su vida merecería música de fondo, una banda sonora con alguna disonancia al principio, dulce y acompasada después, y luego un crescendo imparable —todos los músicos agitados y despeluzados— hacia la gran apoteosis nupcial.
Ah, y las pequeñas y secretas ofrendas del destino. La importancia de los detalles. La pincelada magistral. El uniforme, por ejemplo. Nunca se había puesto un uniforme, jamás había vivido esa experiencia singular hasta que entró a trabajar en el hotel.
Tras unos días de aprendizaje, una mañana le entregaron el conjunto, compuesto de zapatos, pantalones, chaleco y pajarita, todo negro, y una camisa blanca, y en el pecho una chapita dorada con su nombre. Cuando pasaba del comedor a la recepción, sustituía el chaleco por una chaqueta también negra, y la pajarita por una corbata verde con el emblema de la empresa.
Al principio se sintió ridículo y le daba vergüenza salir y que lo viese la gente vestido como de monigote. Pero, sobre todo, se sentía humillado. El uniforme proclamaba su alegre pertenencia a la servidumbre, su condición de subalterno, de criado, y lo que era peor, de quien ha hecho votos de lealtad y obediencia, apostatando así de sus principios, de su carácter levantisco, libre y orgulloso. Por otra parte, resultaba también ridículo, además de absurdo, que el laberinto de su vida (o al menos como laberinto la imaginaba él), por donde tantas vueltas y revueltas había dado buscando una salida, fuese a desembocar al fin en las dependencias auxiliares de un hotel. ¿Eso era entonces lo que el destino le tenía reservado?
Por un momento estuvo a punto de volver a vestirse de calle y desaparecer para siempre de allí. Así, sin despedirse. Quizá el señor Levin supiera comprender, perdonar. Pero luego, cuando deambuló un poco por el hotel y vio que nadie reparaba en él salvo para saludarlo o hacerle alguna pregunta a la que no tuvo problemas para responder (al contrario, él mismo se quedó sorprendido de la autoridad de sus informaciones), se sintió más confiado y animoso. Un botones lo saludó con una leve cabezada y lo nombró de usted en un tono sumiso y cantarín. Una mujer madura de aspecto deportivo le dejó al paso una mirada ambigua de simpatía. Entonces se atrevió a cruzar el hall, como quien sale a escena en plena función, y sus pasos eran largos, resolutivos y a compás, un poco al modo de Henry Fonda, cuyos andares siempre le habían gustado mucho: las zancadas que salen de muy arriba, casi de la cadera, como los gallos o los avestruces, y que parece que avanzan sin esfuerzo, poderosas y fáciles. Así él.
Total que, entre unas cosas y otras, entre las cartas que llevaba y los faroles a los que se atrevía, y buscando la manera de conciliar el oro de su orgullo con el baldón del uniforme, en pocos días se forjó una nueva imagen, casi una nueva y estratégica forma de ser para desenvolverse en aquel ambiente desconocido y quién sabe si hostil. Ante todo, decidió adoptar un aire circunspecto, distante al tiempo que cortés. Hablaba poco y sin prisas, y su voz era grave y clara. Sopesaba cada palabra antes de pronunciarla, y el tono le salía firme y natural. No sonreía porque sí, como otros, sin ton ni son, y enseñando los dientes, sonrisas hueras y convencionales, sino solo cuando la ocasión lo requería, y sus labios, que los tenía grandes y bonitos, sabían mostrar muy bien una amplia gama de sonrisas donde no faltaba el leve asombro, la complicidad, la tolerancia, la ironía, la súbita consternación, la reticencia, el toque picaro, el mero encanto que vale por sí mismo. Todo eso y más. Y también la carcajada, espontánea y discreta, en el momento justo. La carcajada que iguala por un instante a las clases sociales. Ah, la importancia de los detalles, vuelve a decirse, al recordar cómo le cambió el carácter con solo ponerse el uniforme.
Enseguida, comenzó la rutina laboral. Los días en que entraba a las seis de la mañana, el hotel estaba muy en calma, a media luz, aunque ciertos ruidos aislados y remotos, como una orquesta que ultima la afinación de los instrumentos, anunciaba ya la cercanía del zafarrancho general. Lino se ponía el uniforme y entraba en la cocina. La cocina era enorme, brillante de lumbres y metales, y a aquellas horas había un ambiente sordo de sonambulismo, y solo se oía el ruido de los cacharros, del borbollear, del batir, del crepitar, del cortar y majar, del gruñir y blasfemar de los empleados malhumorados por el sueño y las prisas (aunque nunca faltaba alguno que cantiñeaba entre dientes), y Lino pasaba entre ellos, saludando, haciendo que inspeccionaba, gastando alguna broma, camino del buffet.
Allí, por las inmensidades del salón comedor, se afanaban en silencio los camareros, y Lino, como un profesor en día de examen, se paseaba entre las mesas y los largos mostradores ya listos con la repostería, el pan, las bebidas, la fruta, las ensaladas y algunas otras viandas frías. A las seis y media, cuando se abrían las puertas del salón, ya estaba él en la entrada, de pie ante un atril, recibiendo a los comensales y tomándoles el número de habitación. Le gustaba estar allí, con el bolígrafo automático en la mano, jugando y cliqueando con él, y saludar con su encantadora sonrisa sin dientes, y desde luego sin las palabras afectadas y los gestos zalameros de otros. Por momentos, se sentía orgulloso de su uniforme, del modo tan elegante y personal con que lo llevaba. También respondía preguntas: cuáles eran los lugares más renombrados de la ciudad, cómo se iba a tal sitio, dónde se podía alquilar un coche o sacar entradas para tal museo o tal espectáculo. Y él contestaba cada vez con mayor oficio y aplomo.
Aquellas eran las mejores horas del día. Luego, hacia las diez, una camarera lo relevaba ante el atril, y él cambiaba el chaleco por la chaqueta y la pajarita por la corbata y pasaba a ejercer de ayudante de recepción. Allí comenzaba otra historia, y por más que intentaba mantener su imagen flemática y sus modos ponderados y eclécticos, a veces cedía a la incertidumbre, al titubeo, a la culpa, a la sensación de ridículo, y cuando quería darse cuenta había vuelto al sórdido malestar que le minaba el ánimo desde hacía tanto tiempo.
Aunque el jefe de recepción era el señor Levin, quien realmente dirigía aquello era una joven pulcra, severa, aséptica, muy profesional, muy estirada, y de pocas y exactas y cortantes palabras. Se llamaba Octavia y todo lo hacía con mucha energía y precisión. Solo en el modo de taconear se notaba que sabía muy bien adonde iba y qué iba a hacer allí, y que con ella no valían bromas ni pretextos.
Sonreía a los huéspedes de un modo rápido y mecánico, y una vez que la sonrisa había cumplido eficazmente su función, volvía a la seriedad de siempre. La boca le hacía un morrito infantil y como enfurruñado que podía haber sido de lo más erótico si ella lo hubiese permitido. Y lo mismo el tipo, que lo tenía esbelto y gracioso a pesar de ser más bien bajita, y cuando caminaba, siempre tan resuelta y enérgica, las nalgas y los senos se le meneaban y alborotaban con una malicia instintiva de lo más tentadora, y los ojos de los hombres se desviaban un momento para ver pasar lo que, enseguida, resultaba ser solo una ilusión. Porque el duro taconeo abajo, y la expresión ceñuda arriba, negaban e invalidaban aquellos encantos, aquella invitación al éxtasis, y todo lo convertía, en efecto, en una ilusión, en un breve espejismo, en un ensueño apenas entrevisto. Jamás cometía fallos, ni los permitía. De modo que a Lino no le funcionaba con ella la imagen decorativa, aquella especie de trampantojo que se había inventado para manejarse con soltura en aquellos ambientes.
Ahora bien, si Lino se equivocaba o dudaba en algo (cosa que al principio ocurría con frecuencia), ella no se enfadaba, ni lo reprendía abiertamente, sino que tenía otras maneras más sutiles de expresar su enojo, su repulsa, su fastidio, su escándalo: un ligero alzar la cabeza y mostrar el filo arrogante y desdeñoso de su perfil, un ostentoso apartar la cara para no ver, para no querer ver, un gesto enfático de infinita paciencia, una mueca de asco en el morrito enfurruñado. Cuando Lino carraspeaba, aunque lo hacía muy por lo bajo, ella lo oía y lo miraba con un reojo de aprensión, como si fuese testigo y víctima de una grosería.
Así que era difícil aprender y tratar con ella. No le gustaba enseñar, y en su actitud estaba contenida la decisión de no admitir preguntas, y tampoco Lino se hubiera atrevido a plantearlas. Pero cuando enseñaba, lo hacía y lo explicaba todo tan rápido, era tan expeditiva y tan segura, que no había forma de enterarse de nada. «¿Está claro?», decía. Y Lino, para evitar males mayores, decía siempre que sí.
En cuanto al otro recepcionista del turno de mañana, se llamaba Moisés, y era un caso digno de ver y de admirar. Su aspecto era vulgar, anodino. Tenía el pelo lacio, muy pegado al cráneo, y peinado pulcramente a la raya. Lucía bigote, y casi siempre se lo estaba toqueteando, pellizcándoselo, haciéndose trencitas o peinándoselo con los dedos, y lo mismo hacía con las gafas. Cuando se dirigían a él, él de inmediato corregía mínimamente la posición de las gafas o se acariciaba el bigote con preocupación. También a veces el mentón, pero como si tuviese una gran barba de respeto.
Por lo demás, no había forma de sacar nada en claro de él. Era callado, humilde y servicial. Ahora bien, si era o no eficiente, esto ya era más difícil de averiguar. En apariencia, al menos, sí lo era. Lo que ocurría es que, en cualquier cuestión, por pequeña que fuese, casi siempre encontraba algún imprevisto, algún obstáculo, algún pequeño fallo en el sistema, algún problema que a menudo creaba a su vez nuevos problemas, que a su vez se ramificaban y enredaban hasta acabar todo en un laberinto, en una maraña prácticamente ingobernable. Por eso, era imposible saber si era o no competente, porque convertía lo explícito en dudoso y lo simple en hermético, y no había obviedad que, examinada detenidamente, no resultase problemática, y por un lado daba la impresión de que dominaba su oficio hasta los detalles más recónditos, aunque por otro lado también podía uno pensar lo contrario, que su virtuosismo era solo torpeza, y no había modo de saber a qué atenerse. Cuando ya parecía que iba a solucionar la cuestión planteada por el huésped, un chasquido de contrariedad con la lengua anunciaba que la cosa iba aún para largo, y más por la concienzuda lentitud con que trabajaba. Pero su aire de laboriosidad, de entrega incondicional a la tarea, además de su modestia y su dulzura en el trato, lo ponían a salvo de cualquier queja o reproche. Nadie tan aplicado y paciente como él, pero tampoco nadie como él tan sobrante, incluso tan laboriosamente ocioso. Nunca perdía los nervios, nunca se alteraba, nunca alzaba la voz. Los clientes veteranos lo evitaban, y se dirigían a Octavia, y luego a Lino, que pronto aprendió a gestionar reservas, a registrar a los huéspedes que venían y a preparar la cuenta de los que se iban, a tramitar documentos, a despachar tareas administrativas y comerciales, a coordinarse con otras secciones y, en fin, a resolver todo tipo de demandas o de problemas. A menudo, se daba el caso de que Octavia y Lino atendían a varios clientes que hacían cola mientras Moisés, desocupado, estaba no obstante allí, con su estar sin estar, atento, disponible, tocándose el bigote, acariciándose la supuesta barba del mentón, rectificándose las gafas… Pero la gente, como por instinto, prefería evitarlo. Era, Moisés, por rememorarlo en pocas palabras, un hombre misterioso.
Con Lino, era igualmente amable, dulce y escurridizo. Al principio, Lino le preguntaba, queriendo aprender de él, pero sus respuestas eran siempre tan vagas, tan conjeturales, tan llenas de arrepentimientos y puntos suspensivos, que muy pronto renunció a consultarle nada. «¿Vives lejos del hotel?», le preguntó una vez. Y él, después de un rato: «Bueno, el transporte público ha mejorado mucho en Madrid», y sonrió angelicalmente. Y otra vez: «¿Llevas mucho tiempo en el hotel?» Y Moisés: «Yo creo que la más antigua de todos es Octavia». Una vez, recuerda ahora de pronto, lo sorprendió mordiéndose a hurtadillas, y con verdadera saña, los hollejos de junto a las uñas. «Lo que le pasa a Moisés», le diría Clara pocos meses después, «es que se le ha subido la humildad a la cabeza.»
Ah, Moisés, esos viajeros con los que uno se empareja en el camino de la vida y de los que apenas se llega a saber nada. Como el domingo no puede asistir a la boda por razones que él ha explicado con muchos pormenores pero que Lino no ha logrado entender bien, o quizá ni siquiera lo ha intentado, y según le ha contado Clara, y por causas también confusas, ayer mismo envió su regalo al restaurante al que se dirige en este momento para que se lo entreguen de su parte discretamente, después de los postres, cuando ya se hayan levantado de la mesa y estén a punto de salir a la calle. Quizá se avergüenza de su regalo y no quiere que sea exhibido en público. ¿Qué le habrá comprado ese hombre tan simple pero a la vez tan enigmático? Imposible siquiera imaginarlo.
Entretanto, ha acelerado el paso, no mucho, y se ha prohibido a sí mismo mirar hacia atrás, para no convertirse en cómplice de su perseguidor. ¿Y si en el último momento, cuando se encuentre con Clara, decide aparecer, surgir ante ellos con su bruta presencia, atacarlos, tomar venganza en los dos, ojo por ojo, por la afrenta sufrida? Esos tipos carecen de escrúpulos y no le temen a la ley. Cuidado con ellos, cuidado con esos rufianes de poco pelo, porque ellos, precisamente ellos, y acaso ellos más que nadie, tienen un alto y desesperado sentido del honor. A su modo, han de cuidar y hacer valer ante los suyos los blasones de su prestigio, y las normas y protocolos que rigen en esas pequeñas mafias pueden llegar a ser más estrictas y más sagradas que entre gente de la más rancia alcurnia. Cuidado con los parias cuando se sienten llamados a defender su fama. ¿Cómo era aquello de al rey la vida y la no sé qué se ha de dar, blablablá, pero el honor es patrimonio del alma y el alma solo es de Dios? ¿No era un villano quien decía eso? Cuidado, pues, con los villanos.
Quizá un policía, eso es, cuando ya esté a punto de reunirse con Clara. Oiga, señor agente, ahí hay un tipo que. Y contarle. Él se encargaría de custodiarlos hasta el restaurante. Pero ¿y su honor? ¿Qué era aquello de comparecer ante Clara y ante la familia de Clara y la suya propia protegido por un policía? ¿Y qué pensaría de él su rival, por cierto, cuya opinión —ahora lo descubría— le importaba tanto o más que ninguna? Entre el honor ajeno y el propio se encontraba indefenso y solo ante el peligro. Y eso que vivimos en una época decadente y en plena crisis de valores, donde se supone que el honor es ya una antigualla, despojos cómicos de un pasado esplendor.
Se detiene ante un escaparate de electrónica barata. Quiere mirar hacia atrás pero no se atreve. O mejor: no se digna mirar. Una mirada explícita solo podría interpretarse como una manifestación de amenaza o de miedo, dos pasiones odiosas, ridículas, en un día como hoy. Siempre le ha gustado la bisutería electrónica. Por eso está ahí, mirando. Los cartones de los precios son más grandes que la mayoría de los productos, y hay muchos colorines, parece un pobre bazar de juguetes, o una feria de pueblo, con parpadeo de bombillitas y cadenetas luminosas, y sin embargo ahí hay de todo, muchas cosas en miniatura, como si fuesen de mentira, ordenadores, televisores, móviles, aparatitos de música y de fotografía, consolas portátiles, videocámaras, caprichos digitales, todo a buen precio, todo sofisticado, asombroso y ameno. Sí, como cuando era niño y se extasiaba ante una tienda de juguetes. ¿Y es en esto, en estas mágicas quincallas, donde ha venido a acabar la promesa maravillosa del progreso?
Este pensamiento, azaroso y sombrío, lo enemista un poco consigo mismo y con la época en que le ha tocado vivir. Como las promesas fallidas del progreso, tampoco las de este jueves que se anunciaba tan maravilloso parece que vayan a cumplirse, al menos de momento. Y se acuerda otra vez de Moisés. Como él, así es también la realidad, ambigua, opaca, y a veces de una simplicidad o de una inocencia que, por eso mismo, tenemos que complicar y justificar con teorías para que parezca creíble.
El, Moisés, hubiese sido un buen recepcionista de noche. Quizá. Las noches eran tranquilas, sobre todo cuando, hacia las doce, se habían recogido casi todos los huéspedes. Entonces las luces se atenuaban, el silencio iba colmando los espacios y él encendía una lamparita para leer o dibujar a lápiz en su cuaderno caprichos de su propia invención, o se adormecía, o hacía breves rondas por los pasillos, atendía a los clientes trasnochados, conversaba con la gobernanta de guardia o con el encargado de seguridad, o salía un rato a tomar el fresco a la calle, y a veces daba saltitos para estirar las piernas, se desperezaba, o caminaba un poco por la acera, con grave lentitud, presumiendo de responsabilidad, y luego volvía a entrar como si aquella fuese su casa, aquellos sus dominios, aquellas las seguras entrañas de una fortaleza o de un cubil. Le gustaba no tener jefe, ser la máxima autoridad del hotel, andar suelto a su antojo, y durante las primeras semanas disfrutó de esa sensación de libertad.
Después, empezó a aburrirse, a sentirse preso en su propia y libre rutina, a percibir en toda su escandalosa dimensión la banalidad de su tarea. ¿Qué hacía él allí, vestido de fantoche? ¿Qué tenía que ver él con los hoteles? ¿Qué le importaban a él el tránsito y la intendencia de los viajeros por el mundo? Pero, por otro lado, ¿dónde iba a encontrar un puesto mejor y más cómodo que aquel? Allí se estaba bien. ¿Para qué quería más? ¿Qué más daba una cosa que otra? ¿No ves que el tedio es intrínseco a la vida antes que a la tarea? Sí, eso haría: abandonarse al río del tiempo y dejarse llevar por donde quisiera la corriente. Haría como su padre, como Moisés y como tantos: negociar con la vida y llegar a un pacto de mínimos, a un simple pacto de no agresión, tú no me das mucho y yo tampoco exijo más.
Pero detrás de todas esas divagaciones, piensa ahora, y quizá lo intuyó ya entonces, acechaba el fantasma de Clara. Durante el primer mes solo la vio tres veces. La primera fue cuando se acercó, o mejor, cuando yendo de inspección, lo vio en la puerta del buffet, de pie ante el atril y, gratamente sorprendida al verlo, fue hasta él, le dio la mano y le preguntó qué tal le iba en su nuevo trabajo. El se sintió tímido, apocado (¿dónde estaban sus sonrisas cautivadoras?, ¿dónde sus modos elegantes y sueltos?), y le salió un torpe manoteo y un ademán atropellado de asentimiento mientras decía, o más bien balbuceaba, algo así como «bien, muchas gracias, muy bien». Ella sonrió y dijo de corrido que estaba encantada de tenerlo entre los empleados de la casa. Iba con el ayudante de dirección, un tipo alto y guapo de mediana edad, y de inmediato reanudó con él la conversación y el paseo que había interrumpido para saludarlo.
Lino se sintió confuso y ridículo, pero enseguida cobró algún ánimo, aunque solo fuese porque le había parecido distinta y menos atractiva que la primera vez. La primera vez era una joven moderna, apasionada, con un algo de travesura adolescente en sus gestos y en sus movimientos, y ahora era una señora previsible, neutra y profesional.
La segunda vez la vio en la puerta del hotel. Él había salido para indicarle algo a uno de los huéspedes y en ese momento ella se bajó de su automóvil, un Golf rojo, y subió a toda prisa la escalinata dejando a su paso un saludo apurado y jovial. Entonces le pareció arrebatadoramente hermosa. Luego, muchas veces, dibujando incluso algunos apuntes en su cuaderno, revolvió y forzó la memoria para recuperar y restaurar los detalles más turbadores de aquella escena inagotable: el modo tan ágil con que se había bajado del coche (llevaba una falda corta y suelta y él no pudo evitar la visión fugaz —y el blanquísimo fulgor— de sus piernas abiertas al saltar bruscamente del asiento a la acera), la gracia un poco desmañada de su figura apresurándose a brinquitos por las escaleras mientras trataba de ponerse la chaqueta sin saber qué hacer con el bolso y las llaves, el pelo agitado, la falda y las caderas moviéndose a ritmo, el zapato de tacón que casi pierde en el camino, la mano ondulando apenas los dedos a su paso.
Pero ¡había tantas cosas que no lograba recordar! Por ejemplo, ¿lo había mirado? A veces creía que sí, otras que no, y otras (y estas eran las peores) le parecía que sí, que lo había mirado, pero sin reconocerlo, sin dignarse siquiera reparar en él. Escarbaba en su memoria en busca de vestigios como un arqueólogo en los estratos de una ciudad sepultada en el olvido muchos siglos atrás. Y es que era una escena tan rica en imágenes, en significados, en hipótesis, que se perdía en ella sin lograr abarcarla y verla desplegada en un tiempo e inscrita en un espacio, y todo era un rebobinar y amontonar pormenores, átomos, piececitas sueltas, fragmentos que no encajaban entre sí. Tanto le obsesionaba y torturaba aquel recuerdo, que estaba deseando volver a verla para tener un nuevo punto de vista al que atenerse y un término medio en que descansar de los vanos trabajos de la imaginación.
La tercera vez tuvo ocasión de verla muy de cerca, porque él estaba de pie ante el mostrador explicando a un matrimonio japonés una ruta turística en un mapa y ella entró en recepción y se sentó en la silla de Lino para hacer una consulta de urgencia en el ordenador. A hurtadillas, haciendo como que buscaba con la punta del lápiz itinerarios alternativos, y manteniendo así la atención del matrimonio en el lápiz y el mapa, contempló su perfil, su cabello lustroso y muy negro, sus ojos, sus labios, los accidentes mínimos de su piel, y aspiró su leve fragancia a frescor silvestre y hasta le pareció percibir el latido de sus sienes confundido con el de su propio corazón, y desde el principio supo que le iba a ocurrir lo mismo que la vez anterior, que no estaba sacando nada en claro y que después intentaría recrear inútil y fatigosamente en la memoria lo que su mente y sus cinco sentidos, en ese mismo instante, eran incapaces de conocer y percibir. Porque había algo en ella que, en efecto, le era incomprensible, que escapaba a la misma evidencia de lo próximo y de lo real, de lo casi tangible. Una puerta que daba a un jardín se abrió al fondo de golpe y la enmarcó en una explosión de claridad. Ella se volvió a Lino sobresaltada por el ruido, y por un momento la violencia del contraluz le dio al óvalo de su cara y a unos mechones de su cabellera deshilados por la brusquedad del movimiento una textura evanescente, espectral. Y esa fue la imagen más precisa que le quedó de aquel tercer encuentro.
Luego la vio otras veces, siempre de lejos y fugazmente, pero él esperaba su aparición a todas horas, y así fue como sin darse cuenta se encontró viviendo en un continuo estado de alerta, esperanzado y a la vez angustiado por la posibilidad de su presencia. Las diversas imágenes que atesoraba de ella se le mezclaban de tal modo que se anulaban unas a otras y no conseguía recordarla con nitidez. Es más, a veces no conseguía recordarla sino muy vagamente, y entonces tenía que remontarse a los orígenes, a la mañana en que la vio por primera vez. Unicamente aquella escena se mantenía clara y distinta en la memoria. Y es que hay cosas, piensa, que solo pueden mirarse una vez, solo una vez, y ya para siempre se es deudor de esa mirada, que se impone y sojuzga a todas las que vengan después, de modo que uno ya está condenado a vivir cautivo de aquella experiencia inaugural. Y todo lo que suceda más tarde, las largas contemplaciones, los agudos vislumbres, las reflexivas miradas, serán siempre afluentes, hipótesis tributarias, de aquella visión primera y principal. La vida es tediosa, sin duda, pero a la vez es tan breve que parece que todo se va en inauguraciones…
Total, que por ese camino, y como no podía ser de otra manera, llegó el momento de preguntarse: ¿Me estaré enamorando de ella?, porque no se atrevía aún a pronunciar su nombre. ¿Sería ese el amor —el maravilloso desorden, la deliciosa llama— de que hablaba la gente, y el que aparecía evocado a todas horas en un tono de desencanto o de celebración en las canciones, en las novelas, en el cine, y que infectaba por igual el arte y la vida, a los pobres y a los ricos, a los analfabetos y a los sabios? Siempre le había parecido necio y cursi todo ese éxtasis retórico, pero no más que la fe en un dios o en una utopía. Y sin embargo ahora dudaba, se preguntaba si sería verdad que nadie está a salvo de su amenaza (o de su redención, según se mire), si el amor viene porque sí, sin pedir permiso, y que todo lo allana a su paso, y que uno no lo elige, como tampoco elige los catarros, el nombre que lleva o la súbita melancolía de un atardecer. Había una expresión, ¿cómo era?, son esos dichos que andan flotando a la deriva en la memoria, restos de algún viejo naufragio, y de los que se alimentan los sueños, las demencias, los inspirados desvarios de los borrachos. La intrincada red amorosa, eso es. ¿Habría quedado también él atrapado en esa tan intrincada red?
A veces le parecía que sí, que se había enamorado desesperadamente de ella y que sería capaz de armar una catástrofe con tal de destruir aquel amor o salir triunfante de él. Otras veces, recurriendo a las trampas y sutilezas de la ironía, se desdoblaba en el enamorado y en el observador del enamorado, y entonces el observador se burlaba de los sentimientos tontos y pueriles del enamorado, y le decía: Pero ¿no ves, insensato, que lo que tú llamas amor es solo lujuria, orgullo y amor propio, afán de desquite, nostalgia y rencor del mundo del lujo y del dinero, como cuando eras muchacho y te parabas a espiar y a envidiar a las felices criaturas que habitaban en los chalés? Cáscatela y sigue tu camino, chaval, que esa mujer no es para ti.
Sin darse cuenta, se le renovaron y recrudecieron las manías de la adolescencia. Manías que eran conjuros pero que nada podían contra la autoridad de aquel sentimiento siempre tan viejo y a la vez siempre tan nuevo y asombroso. Sí, era como una red de la que no había forma de librarse. Intrincada, estaba bien puesta esa palabra. Y de nada le servía la ironía, ni el gustoso apego a su soledad autosuficiente, ni los lúgubres carraspeos, ni su capacidad para el desprecio, ni sus conocimientos históricos, que lo surtían de ejemplos esclarecidos sobre el destino atroz de los proyectos humanos, ni las frases absurdas o de impecable factura lógica, ni los buenos consejos que le daban las cosas, la avecilla que le decía al pasar, gilí, gilí, el ulular de una sirena que lo despertaba al amanecer para advertirle de la inminencia del abismo en el que iba a precipitarse, ni tampoco le valía de nada la convicción de que el mundo es pura contingencia, y el amor es solo la patraña de que se sirve la especie para asegurar su perpetuación.
Nuevas palabras esenciales le salían ahora al paso, palabras que querían existir pero que no existían aún, que uno iba a pronunciarlas y le salía un suspiro, una queja, una risa, un carraspeo, un aullido de lobo, palabras que venían gestándose desde hacía siglos, desde los más rudos principios del lenguaje, y que todavía no habían logrado eclosionar, llegar a ser, y que por eso había que nombrarlas con vagos circunloquios, con atisbos poéticos, con tropos y canciones, con controversias filosóficas, o con torpes decires y silencios extáticos a la luz de la luna. Así era de laboriosa y de dispersa la retórica del amor. Ridícula y cursi, sí, pero portentosamente válida para decir con elocuencia lo que el lenguaje no había conseguido colonizar aún.
Como el animal enfermo o herido, que se esconde en la espesura y gruñe a los intrusos, también él buscó amparo en el fondo de su madriguera. Allí, huraño y lastimado, conoció el placer de entregarse incondicionalmente a la fatalidad, la añoranza de lo no vivido, la alegre y grata servidumbre, la enajenación y plenitud de los sentidos, el vivir en la contradicción como pez en el agua, la furia, la desesperación, la dejadez y el ansia, los celos, la esperanza, el miedo…, todo el repertorio sentimental imaginable, y en una palabra, conoció el amor, el mismo que afligió a los cartagineses, a los babilonios, a los númidas, a los acadios, a los caldeos, y cuya línea incandescente atraviesa todas las edades de la historia y llega hasta hoy, hasta este instante en que está parado ante el escaparate de electrónica, mirando, recordando, pensando, intentando entender algo de lo que ha sido su vida y a través de qué caminos ha llegado hasta aquí, hasta este extraño día de mayo.
Las 13.10. Qué despacio va el tiempo. Qué de cosas pueden ocurrir, y no digamos ya ser recordadas, en una mañana, o en solo unos instantes. Una sombra en el cristal le muestra la estampa maltrecha de su cara. Además del mentón, también se le ha hinchado y amoratado el labio inferior y la mejilla, y si se acaricia con la lengua o los dedos siente toda esa parte dolorida, tanto que quizá no pueda comer, o solo cosas blandas y masticando despacio por el otro lado. Está feo, deforme, con lo guapo y apuesto que estaba esta mañana cuando salió de casa, emisario y portador de magníficos dones terrenales, por qué la vida es tan así, tan intrincada, tan jodida, y otra vez se nota sucio y pegajoso, y la lengua pastosa. ¿Y qué va a hacer, por cierto, dirá la verdad o qué dirá?, porque alguna explicación tendrá que dar, y qué va a explicar él con la lengua pastosa y hablando solo con una parte de la boca. Hace la prueba y, en efecto, al llegar a los labios la voz se le convierte en bulla.
De pronto, una ocurrencia luminosa. Le confesará la verdad a Clara, y luego, los dos juntos, se inventarán una mentira y se la contarán entre risas cómplices a los demás. Le dolerá la risa, y ese será un nuevo motivo para nuevas risas. ¿Ves? Salvo la muerte, todo tiene algún tipo de arreglo en este mundo. Así vivimos, haciendo pequeñas chapuzas para ir remediando los estropicios nuestros de cada día. Y, ya ves, lo que parecía un drama pasará a ser una broma, un divertimiento, un juego secreto entre enamorados. Y es que también las cosas de la vida son graduables, como esos aparatos de audio o de vídeo donde se puede afinar el sonido o la luz hasta los más leves, casi imperceptibles matices. Luego, en la sobremesa, a lo mejor cuentan la verdad. Con amplia gama de registros y tonos, con pausas elocuentes, con todos los recursos que ofrece el arte gestual, con figuras retóricas, graduando el discurso, la forma y el fondo, mezclando lo cómico y lo trágico, porque ningún avance técnico podrá jamás equipararse a las sofisticadas prestaciones de la dialéctica, es decir, a la finura técnica del espíritu. El viejo espíritu al que la superstición del progreso, esa gran tienda de juguetes, ha ido dejando medio arrumbado en el desván, precioso pero inútil armatoste de una época ya medio borrosa…
Alentado por estas agudezas, que no están al alcance de todos, se vuelve de repente atrás y mira burlón, sofisticado, a su adversario. Allá está a lo lejos, o eso al menos parece. ¿Será él? Hay poco tráfico y pocos transeúntes. El tipo está parado con la Puerta de Alcalá al fondo. A un lado y a otro, calles anchas, geométricas, bulevares con fuentes y terrazas, aceras arboladas por donde da gusto caminar y reposar un rato del camino. La perspectiva parece un grabado idílico del Siglo de las Luces, de los sueños nada monstruosos de la Ilustración. Y allí, imprecisa, inscrita en uno de los vanos de la Puerta, aparece como en miniatura esa figura anómala, el bárbaro que merodea en torno al imperio, a la civilización, y aguarda su momento.
Pero ya basta de juegos históricos. Ya está, ya vale: ya. Carraspea fuerte, casi un rugido de terremoto en ciernes, para espantar de la mente a esos fantasmas, respira hondo, suspira y sigue su camino. Pero enseguida se topa con un bar y, sin más pensar, entra en él. Un whisky rapidito, apenas un golpe de muñeca, para subir los ánimos y avivar el ingenio, y restañar y anestesiar de paso la herida del labio, y sentir sobre todo la deliciosa invitación a la audacia y al libre albedrío, como le pasaba cuando compartía tragos con el señor Levin en el bar del hotel.
Quién sabe si no fue él, el señor Levin, quien encauzó su destino hasta el día de hoy, porque cuando supo que había sucumbido al amor, que estaba inficionado por aquel dulce y mortal veneno, decidió huir para siempre de allí. Así es como actúa un hombre de carácter. Un día se dijo: Huiré esta misma noche, de madrugada. Pero esa misma noche decidió que la fuga sería mejor mañana, o tal vez pasado mañana. La noche siguiente pensó: Esperaré un poco más a ver qué pasa. Aunque solo sea para demostrarme que me iré cuando yo quiera, no cuando quiera el miedo. Pero la decisión era firme: Un día de estos me marcharé de aquí para siempre. Dueño de sí y de su destino, ese fue el plazo que se impuso: un día de estos.
Y era curioso: nunca hasta entonces había tenido tantos motivos para huir, pero nunca tampoco tantos para quedarse, y esos dos términos —irse, quedarse— se bastaban para formar un laberinto, una red intrincada de la que no había manera de escapar.
Las mañanas le eran ya insoportables. Se le hacía enojosa la relación con los demás, y en el ambiente estaba a cada instante el presagio, que era promesa y amenaza, de que ella podía aparecer de pronto ante él y leer en su cara la causa vergonzosa de su desdicha, que era también oprobio. A veces la veía pasar por el hall, y algo debía de haberse descompuesto en su percepción del espacio porque la veía muy lejos, casi en una dimensión irreal. Le costaba sonreír a los huéspedes, a veces la voz se le desmayaba al hablar, y la vista se le apelmazaba en el aire, o bien el pensamiento se obstinaba en querer hacer el oficio del corazón, intentando darle alcance a las emociones, o perdía el hilo de las tareas más fáciles y rutinarias. Hasta Octavia, que al menor fallo lo reprendía con miradas fulminantes de enojo, ahora lo miraba sin comprender, desarmada por su actitud bobalicona, lo cual lo emparejaba con Moisés, los dos inofensivos, estorbadizos, aportando en cada momento a la escena un aire celestial, beatífico, y desde luego exótico para la recepción de un gran hotel.
Quizá por eso, porque ya con Moisés el nivel de incompetencia —que toda buena empresa debe prever y tolerar— estaba asegurado, lo fueron relegando cada vez más al turno de noche. ¿No te importaría pasar al último turno?, ¿podrías sustituir mañana a Fulano?, quizá sería bueno para todos no rotar tanto los horarios, le insinuaban, lo aconsejaban, y él sí, claro, decía, cómo no, porque además las noches eran más propicias para su desánimo, a pesar de que la soledad y la anchura del tiempo lo alimentaban a la vez con todo tipo de fantasías y pesadillas.
Hasta entonces, ya un par de veces había aparecido en plena noche el señor Levin y le había saludado de pasada camino del despacho. Qué podía hacer en el hotel a aquellas horas intempestivas era un misterio para Lino. Las dos veces se encerró allí durante mucho tiempo y al final salió pálido, vacilante, caminando con lenta y torpe solemnidad, saludó con la mano y se fue. «Sufre de insomnio y viene aquí a matar el rato», le dijo el guarda de seguridad. «Está muy solo», le dijo un botones. «Cuando se va de putas le gusta tomar aquí la última copa», le dijo el cocinero jefe. «Está muy enfermo y alarga así el tiempo que le queda», le dijo un camarero. «Tiene una historia muy triste que nadie conoce», dijo una de las gobernantas.
Eso fue antes del naufragio amoroso, de la intrincada red. Luego, cuando ya estaba negociando con sus demonios y ángeles custodios la fecha de la fuga, una noche de principios de diciembre apareció el señor Levin y con la cabeza lo invitó a acompañarlo. Fueron a la cafetería, y no solo esa noche sino otras, unas dos veces por semana, y así fue convirtiéndose en contertulio y confidente del señor Levin, de sus discursos a media luz, vagos y fragmentarios, oscuros y con repentinas iluminaciones, con rachas de ficción y con crudos arranques de franqueza, como es propio de la sensación de impunidad que produce el alcohol, el insomnio y la noche.
Iban a la cafetería, y allí, en la penumbra, Lino ejerciendo de camarero y el señor Levin sentado en un taburete al otro lado de la barra, bebían whisky y hablaban en voz baja, y según el tema, casi en susurros. Cuando llegaba al hotel, el señor Levin ya venía muy bebido y fumado, y se notaba que había mucha trastienda detrás de todo aquel beber y fumar. Y nunca perdía la compostura, ni cometía jamás ninguna torpeza de borracho. Sus tragos eran largos y amorosos, y cerraba los ojos para mejor saborearlos. Lino por su parte hablaba poco, escuchaba con atención y se iba también emborrachando para aliviar sus propias penas o darles alas a sus más secretos ensueños.
El señor Levin hablaba en un tono festivo, o quizá habría que decir mejor dramático-festivo. Hablaba no importa de qué, se abandonaba a los caprichos de la conversación y mezclaba asuntos variopintos, de la vez que corrió 100 metros en 10,4 segundos, de cuando interpretó en el colegio el gran monólogo de La vida es sueño, y lo recitó entero, de putas —precios y ofertas—, de las estrategias del mariscal Rommel y del general Montgomery en la batalla de El Alamein, de las sabias modulaciones de Sinatra en My way, por ejemplo, y la cantaba, la voz cascada y grave y muy bien afinada, de las desventuras del pueblo armenio, de la comida tártara. Sabía muchas cosas raras y curiosas, casi todas estrambóticas y desde luego inútiles, como la velocidad máxima del hipopótamo, las costumbres sexuales de las arañas o el funcionamiento de las primeras, las primitivas cajitas de música del siglo XVIII.
Una noche habló del amor. Su voz fluía lenta y cálida en la penumbra, pero el relato era borroso, continuamente interrumpido por digresiones que desembocaban en otros relatos menores, y a Lino le costó entender el argumento y el tema principal de la historia, hasta que al fin supo que, en efecto, estaba hablando del amor. También él, viejo y feo, había sucumbido a esa pasión, se debatía en la intrincada red, trapicheaba con el mítico anhelo de la felicidad.
Apura el chupito de whisky y con el rostro y el pulgar pide otro. Todo se baraja y confunde en el recuerdo de aquellas desperdigadas confidencias nocturnas. El señor Levin no había sido afortunado en el amor. Cómo iba a serlo. Su fealdad, su desproporción, aquel modo tan grande y huesudo y desusado de ser, sus trazas fúnebres, su boca como de avaro en caricatura, todo eso ahuyentaba y es de suponer que repugnaba a las mujeres.
—No como tú —lo amonestó con el índice—, que eres un joven atractivo y, cómo decir, con un aire de puertas para adentro, un aire misterioso y como inaccesible que debe de despertar curiosidad en las mujeres, además de las más hermosas e inconfesables impudicias.
Lino aprovechó para abominar del amor. Habló de falacia, de farsa, de ñoñería y cursilería y palabrería, de artificio, de amaneramiento, de simulacro, de ridiculez, de esclavitud, de elementales instintos disfrazados pudorosamente de ideales… Estuvo de lo más inspirado y locuaz en aquella diatriba contra las supercherías del amor. Tanto, que el señor Levin comentó:
—Solo un enamorado sin esperanza podría hablar con tanta y tan autorizada saña del amor. ¿Quién es ella? —pero no esperó respuesta sino que continuó hablando de lo suyo como si tal cosa—. Pero, como te iba diciendo, aquí donde me ves, a pesar de esta facha, de toda esta osamenta —y enseñó las manos a manera de muestra—, así y todo un día ocurrió un milagro. Ahora ya soy casi viejo, pero cuando la conocí era aún casi joven. Entre medias, han transcurrido todos esos años en que ya se enfriaron los últimos rescoldos de la juventud y por las junturas de nuestra vivienda se cuela el viento helado que anuncia la cercanía de la vejez. Y no sé qué pudo ver en mí aquella muchacha tan joven, tan guapa y tan llena de gracia. Fue sin duda un milagro. Habrá que creer en los milagros, en alguna instancia superior, en un afortunado desorden primaveral, o en esa magnanimidad legendaria del azar que permite a los pobres encontrar un tesoro o una lámpara mágica. Se llamaba Paula —y por un instante se quedó escuchando la estela musical que dejó en el silencio aquel nombre—. Te la presentaré —y sacó la cartera, y una a una, a la luz del mechero, le fue enseñando a Lino varias fotos.
En ellas aparecía una joven en distintas ciudades. «Aquí está en Oviedo, aquí en Avignon, aquí en Beirut, aquí en Sevilla, aquí en Montevideo», iba explicando el señor Levin. Más que joven, parecía una muchacha con pinta de estudiante en viaje de fin de curso, menuda, esbelta y muy bonita, siempre vestida de un modo informal, zapatillas deportivas o viejas botas andarinas, vaqueros o faldas sencillas, niquis o jerséis holgados, un chubasquero, un abrigo que le quedaba grande, sola o acompañada, seria o risueña, el pelo largo revuelto o peinado, suelto o recogido, pero siempre graciosa y expresiva.
Luego le enseñó fotos de los dos, del señor Levin y de Paula: apoyados en la borda de un trasatlántico con la infinita mar al fondo, ante una famosa fuente de Roma, sentados a una mesa con velas y brindando con altas copas de champán —ella con traje de noche, él de gala, con pajarita—, bailando en un salón lujoso, entre maderas nobles y suntuosas lámparas cenitales, y allá lejos, un cantante vestido de blanco que interpretaba con los brazos abiertos y el dolor en el rostro la intensidad lírica de la canción. El señor Levin era más joven, incluso mucho más joven, y más apuesto, pero no era solo cuestión de años sino de actitud, de ganas de ser joven, de voluntad innegociable de vivir. O quizá era solo la sugestión de belleza que irradia el amor y la felicidad.
Eso es lo que vio Lino a la luz escasa y palpitante del mechero, imágenes que se estremecían, que mostraban como a fogonazos algunos detalles y dejaban otros en la duda o en la oscuridad. Lino pensó que no había mejor ilustración que esa para el relato en claroscuro que estaba escuchando.
Y la voz, que iba adquiriendo el modesto privilegio que se adjudican los borrachos, los enamorados o los profetas a ponerse solemne y oscura, a hablar solo para los elegidos, para los merecedores de un discurso que no admite otra respuesta que la fe incondicional y la adhesión inquebrantable.
Y así, dijo el señor Levin:
—Y doy gracias a Dios, en quien no creo, y me postro ante él, por haber obrado, o al menos permitido, el milagro de que yo (gracias acaso a cualidades que había en mí pero que yo desconocía, o que ella, Paula, me atribuyó graciosamente), de que yo lograra, digo, conmover y enternecer aquel joven y bullicioso corazón.
Guardó las fotos y la cartera, y con aquel gesto del farandulero que recoge sus títeres, dio por concluido el primer capítulo de su historia. Y Lino se preguntaba: ¿Por qué me contará a mí todo esto, cosas tan recónditas, tan casi innombrables, que acaso ni a los amigos más íntimos se les debe contar? Secretos que no deben profanarse jamás, y que sus dueños están condenados a llevarse con ellos a la tumba. Y pareció que de nuevo aquel hombre le adivinaba el pensamiento, porque antes de continuar con su historia, otra noche le dijo:
—Supongo que te habrás preguntado por qué te hablé de algo tan personal y privado a ti, precisamente a ti, a quien apenas conozco. A cuento de qué estos desahogos. Pero es que, según mi modo de ver las cosas, tú no eres un desconocido para mí. Es posible incluso que, en cierto modo, te conozca mejor que tú a ti mismo. No es fácil explicar esto. Sois como una secta y sois inconfundibles. Me refiero a vosotros, los fugitivos, los prófugos, los que van de paso y aprisa por la vida como si la vida fuese un viaje hacia una meta y hubiera que apresurarse a cada instante, sin detenerse nunca. Me admiro, y a la vez os compadezco, por ese modo que tenéis de vivir de prestado, de empezar a desdibujaros y a empalidecer apenas llegáis a un sitio, del visto y no visto, del aquí y del allá, de ese dejar en cada lugar la incertidumbre de vuestra presencia, creando así en los otros la duda, la posibilidad de que la vida tenga mucho de ilusión o de sueño, o de que los fantasmas existan de verdad. Te reconocí enseguida, casi en cuanto te vi. Igual que los santos llevan su aura, también vosotros tenéis algo, un aire, un modo inestable de estar, el cansancio del viajero sin rumbo, la inquietud ante la amenaza de la permanencia…, una actitud ante la vida que os hace poco menos que inconfundibles. No sé explicarlo mejor, pero yo sé lo que me digo.
Se estaba bien allí, en la penumbra, protegido por ella, ajeno a las realidades perentorias del mundo y del futuro, bebiendo, oyendo el tintineo celestial del hielo en los vasos, abandonándose a las palabras del señor Levin, jugando a reconocer la importancia de las pausas por el enardecimiento de la brasa del cigarrillo, como el faro para el marinero, por la largura de los tragos, por la densidad de la nube de humo, por los silencios también acogedores, que no necesitaban ser justificados o vestidos recatadamente por palabras vanas o de ocasión.
Se quitó las gruesas gafas de pasta negra, se frotó los ojos y se quedó un rato pensativo.
—¡Ah, el placer y el talento de vagabundear por el mundo sin rendiros a nada, ni siquiera al amor! —dijo finalmente, en un tono declamatorio—. Es más, al amor menos que a nada. Como Ulises, siempre de isla en isla, de suceso en suceso. Reiniciando la vida cada poco tiempo. Viviendo a poquitos. No sois muchos. Quiero decir los de verdad, los esquivos de corazón, los tránsfugas genuinos, los nómadas puros… Porque en este gremio hay muchos impostores, meros amantes del viaje, gente errática, paranoicos, escaladores, submarinistas, vulgares peregrinos. Y fíjate, a mi manera humilde —ironizó— también yo juego a ser uno de los vuestros. Huyo de casa al hotel y del hotel a casa. Un par de veces por semana voy al burdel. Por cierto —dijo, como si recordara de pronto algo importante—, ¿tardarás aún mucho en huir también de aquí?
—Bueno, estoy en ello —dijo Lino, no supo si en serio o en broma.
—Te creo y te comprendo, porque también Paula era una fugitiva. Por eso me tomo la libertad de contarte a ti lo que no le he contado nunca a nadie.
Entonces le habló de Paula. La conoció un domingo en el Retiro en una sesión de marionetas al aire libre. Era una tarde de junio. Su voz parecía contar de memoria lo ya evocado muchas veces.
—Andaba la bruja con su escoba y su caperuza de color naranja maquinando algo, cuando de pronto se puso a tronar y a llover y niños y padres salieron encorvados y corriendo en tropel y ella y yo nos quedamos solos, frente al retablo vacío, y entonces yo, que vestía como siempre de negro, le ofrecí mi paraguas grande y negro, y durante un buen rato nos apresuramos bajo el diluvio y contra el viento, hasta que al fin conseguimos refugiarnos en una cafetería, con los zapatos empapados, alegres, apurando las últimas risas, el cabello revuelto, felices y excitados por la aventura recién vivida, incluso aún no acabada de vivir, porque nos quedaba todavía algo del desenlace, el café, los gestos cómicos, las gotas de colores que aún nos caían del pelo en los ojos, y sobre todo el relato de lo ocurrido, que con sus variaciones, sus comentarios, las enmiendas a dos voces, parecía que no acabaríamos nunca de contarlo.
»Ella estaba en Madrid de paso, viviendo provisionalmente en casa de una amiga. Eso fue el domingo. El lunes comimos juntos y después fuimos al cine, y a la salida del cine nos cayó otro chaparrón. Otra vez fuimos a una cafetería y otra vez nos convertimos en narradores de nuestras andanzas. No sé cómo adquirimos enseguida la costumbre de contar a cada paso lo que acabábamos de vivir, y siempre el cuento duraba más que lo vivido. Discutíamos los detalles, cada cual defendía su punto de vista, discrepábamos en las descripciones, volvíamos atrás para corregir algo o atar un cabo suelto, nos alternábamos en la narración y cada uno reivindicaba el privilegio de contar en exclusiva una escena, nos quitábamos la palabra, hablábamos y gesticulábamos a la vez, y como muchas veces no nos poníamos de acuerdo en la exposición de los hechos, teníamos que volver a empezar, a discutir, a conceder a regañadientes, a amenazar con romper las reglas del juego, porque aquel era un juego, sí, pero muy serio en las apuestas, porque en él, acaso sin saberlo, poníamos en riesgo nuestro futuro, nuestra vida… Qué sé yo. Será que el amor, entre otros materiales, está hecho de palabras y fábulas. Será, una vez más, el milagro del verbo. Total que, al cabo de siete días y de decenas de pequeños relatos, se vino a vivir a casa. Todo su equipaje consistía en una mochila y un bolso de mano. Además de toda su gracia, su belleza… Así fue como se obró el milagro. ¿Qué te parece?
—No sé, es una historia… —iba a decir «es la historia de siempre», pero finalmente dijo que era una historia extraña y hermosa.
—Y te lo parecería aún más de haber conocido a Paula. Era un poco de todo y un poco nada, como soléis ser todos vosotros, los que no lográis arraigar en ningún sitio, ni siquiera en una afición, en un trabajo. Era un poco actriz, un poco escritora, un poco cantante, un poco bailarina. Tenía un alma dispersa de artista. Comía a deshora cualquier cosa, una manzana, una pizza, un helado. No tenía horarios, pero tampoco le importaba tenerlos, tomarse ya en pijama un vaso de leche, darme un beso e irse a dormir temprano. ¡Y era tan amorosa y a la vez tan esquiva! Era tan pura y espontánea, era tan de súbito alegre, y luego tan dulce en sus tristezas… Sus pasiones y sus desganas, todo en ella era adorable. Su presencia lo llenaba todo. Tanto, que cuando se ausentaba dejaba un vacío terrible y desolado, y no solo en la casa sino en el barrio, en la ciudad, y uno diría que hasta en el mundo y en el universo. Su ausencia era lo más parecido al infierno que he conocido nunca. Y ahora escúchame bien, jovencito, tú que eres experto en edades y episodios antiguos. Yo entiendo la ira de Dios por comer de la fruta prohibida, y entiendo que esa desobediencia le bastase para expulsar del paraíso a sus criaturas y condenarlas a ser mortales y a ganarse el pan con la cerviz y el espinazo en una tierra dura y miserable. No, quizá no sea un castigo excesivo.
Y te digo esto porque yo sé lo que es habitar en el paraíso. Viví en él seis meses y diez días. Luego, como era de rigor, fui expulsado por el ángel de la espada flamígera.
»Yo lo comprendí desde el primer momento. Comprendí que ella iba de paso, sin detenerse apenas en los sitios ni pararse mucho a tratar con la gente. Yo lo sabía y vivía angustiado por la certeza de su marcha. Esto no puede durar mucho, me decía. A veces ella se iba, hacía pequeños viajes, pequeñas escapadas. Estaba fuera un día o dos, incluso tres, y luego regresaba. Como un pájaro a medio amansar. Y cuando se iba yo creía que esa vez era la última, la definitiva, y que ya no volvería a verla nunca más. Como si viviéramos de verdad en el paraíso, Paula andaba a menudo desnuda por la casa, o con una camisa o una chaqueta mía por toda vestimenta. ¿Y sabes cómo me llamaba?
Lino respetó escrupulosamente la expectativa de la pausa.
—Mi Polifemo, me decía. Y también mi gigantón, mi lagarto Sansón, mi coloso, mi titán, mi enormidad. ¿Y qué puede hacer uno en un caso así? ¿Qué podía hacer yo, si ya estaba condenado de antemano al infierno de la soledad? Me esforzaba, amigo, yo me esforzaba. Inventaba continuamente motivos de asombro para retenerla, para que lo nuestro durase todavía un poco más, siempre un poco más. Me abrazaba a cada instante del presente como el náufrago a su madero. La sorprendía con regalos, viajábamos a menudo, hicimos un crucero, un safari, visitamos desiertos, selvas, cataratas, ciudades inmortales, montañas sagradas, islas vírgenes, y como le gustaba la novedad y la aventura, saltamos juntos en paracaídas, y juntos bajamos en una balsa por un río proceloso… Y luego, naturalmente, nos lo contábamos. Y aquello, para mí, con un whisky y un pitillo en la mano, era mejor que la misma aventura. Íbamos a conciertos, al teatro, la animé a recibir cursos de interpretación, de canto, de ballet, de escritura. Y ella se apuntaba y parecía que ahora sí, que al fin había encontrado su vocación, su lugar en el mundo, tanto era el gusto y la pasión con que se entregaba a las cosas en el albor de los intentos. Luego, un día cualquiera, dejaba de asistir a las clases. Ay, mi Polifemo, decía, y se refugiaba en mis brazos, ella tan leve, yo tan desmesurado.
»¿Y qué más podía hacer? Leía historias para luego contárselas (el gran Heródoto me proporcionó muchas), historias de amor, de guerra, reales o fantásticas, trágicas o jocosas, teorías para exponérselas, versos, canciones, adivinanzas y sentencias para dar brillo a los momentos muertos, raras curiosidades, cuántos ratones necesita diariamente un gato para una dieta equilibrada, la longitud de la lengua de la jirafa, la velocidad máxima del hipopótamo, los años luz de las estrellas, los latidos por minuto del corazón del colibrí. Porque, en mi esfuerzo y en mi miedo, yo intuía que mientras durasen las palabras duraría también aquella maravillosa realidad. Cada pequeño relato era la garantía de un día más en el paraíso. Tu Polifemo tiene algo que contarte, le decía. Tu lagarto Sansón tiene una sorpresa para ti. Porque aprendí a hacer pompas de jabón, aros de humo, sombras chinescas, juegos de mano, aprendí a disfrazarme y a hacer el payaso como un profesional. Y así, día a día, iba ganándome el derecho a ser amado por aquella criatura prodigiosa. Hasta que al fin, y como la situación era ya insostenible, ¿sabes lo que hicimos? Prueba a adivinarlo. No es muy difícil.
Lino se concentró en la historia, se imaginó una conversación trascendente entre enamorados.
—Supongo que algo relacionado con grandes conceptos… —tanteó la respuesta—. No sé, creo que es ahí, en esos casos, cuando se dice: Tenemos que hablar. Y en esa expresión está contenido el compromiso de ser sinceros por encima de todo. Y hasta cambia la voz, que se hace honda, desgarrada, para que se note bien la sinceridad, ¿no es así? Nunca he entendido por qué los enamorados confían tanto en la sinceridad, como si fuese una pócima mágica, un modo de purificación, o como si el resto del año viviesen en la impostura o el embuste.
—Sí, algo de eso hubo —dijo el señor Levin—. Hubo, en efecto, una larga y sincera conversación. Y es verdad que la sinceridad es algo así como la misa mayor de los enamorados. Hablamos y hablamos, y al final hicimos un pacto. De acuerdo, tú te vas cuando quieras. No hace falta que avises y aún menos que des explicaciones ni que caigas en la vulgaridad de dejar una nota, a modo de limosna. No, cuando quieras, haces tu equipaje y te vas. Pero, eso sí, cuando quieras, dentro de un mes o de diez años, si quieres volver vuelves. También sin avisar. Tu Polifemo te estará esperando cualquier día a cualquier hora. Y si no vuelves nunca, yo viviré al menos con la esperanza de tu regreso. Ese fue el pacto. Incluso le pusimos un nombre, el Pacto de las Risas Errantes, porque justo cuando llegamos a ese acuerdo y lo cerramos con un brindis, dos o tres viandantes pasaron riendo y corriendo por la calle, y entonces nosotros abrimos la puertaventana del balcón y vimos un espectáculo portentoso, o eso nos pareció. Llovía mansamente sobre la ciudad desde un cielo sin nubes, con solo una gasa violeta que se perdía en el horizonte, y las gotas brillaban con las primeras luces del amanecer. Te juro que jamás he vivido un instante más hermoso en mi vida.
También yo tendría que hacer un pacto conmigo mismo, un «tú y yo tenemos que hablar sinceramente y dejar algunas cosas claras», se dice mientras sale del bar tras el tercer chupito y enfila el último trecho que lo separa ya de Clara, que es tanto como decir de su ingreso oficial en el futuro. Entretanto, le queda un brevísimo presente por vivir. Las 13.22. Bien, bien. Ha salido del bar más animado, porque ni se le ha ocurrido mirar atrás ni aparentar esta calma sincera que ahora siente, dueño de sí y de la porción del mundo a la que tiene que atender. Incluso podía también ponerle nombre al pacto que va a cerrar consigo mismo un día de estos, o ahora mismito, por qué no, por ejemplo Pacto del Trueno, porque muy lejos en este instante suena un trueno. Una violenta ráfaga de aire agita las ramas de los árboles v levanta aquí y allá remolinos de papeles, hojas, bolsas de plástico, nubes de arena revuelta con plumas de palomas.
Lino se sube las solapas, hunde las manos en los bolsillos del pantalón y, encogido y aprisa, camina pegado a las paredes. De pronto tiene una explosión de lucidez, una perspectiva histórica de su propia existencia, y se ve a sí mismo como el hombre joven que se apresura un jueves de mayo de principios del siglo XXI por una calle de una gran ciudad al encuentro de una mujer con la que va a compartir el resto de su vida. Como Dante, al emprender este viaje, está a mitad de su camino. A un lado el pasado, al otro el futuro. Como si caminara por el filo de una espada. Lo mismo dijo el señor Levin cuando, después del pacto, vivía con el alma en vilo, preguntándose cada día si no estaría asistiendo a las últimas horas de su idilio. «Era como caminar por el filo de una espada», dijo. Estaba ya bien entrado diciembre cuando le contó esto, porque recuerda que acababan de adornar el hall con un árbol luminoso de Navidad.
Hasta que un día, en efecto, se fue. Y contó el señor Levin que al principio le mandaba algunas fotos y postales. Vivió unos meses en Berlín, luego en Estambul, en Cádiz, en Praga… Pero nunca le dio su dirección.
—Yo le había dicho, le había rogado: Te mandaré dinero a donde me digas. No por nada, solo por el gusto de hacerlo. Luego, fue dejando de escribir. De esto hace ya once años, cuatro meses y cinco días, y en ese tiempo solo han llegado seis postales, con breves y borrosas palabras de recuerdo y de afecto. Once años preguntándome por dónde andará, con quién estará viviendo ahora y cuánto tiempo le durará a ese hombre afortunado el milagro de la felicidad. Once años imaginándome su cara, su voz, su pequeño y amoroso cuerpo, su risa, la grave madurez de sus tristezas, su boca mimosa y la ligereza de sus pies desnudos cuando corría a buscar protección y a acurrucarse entre mis brazos.
Hubo días en que disfrutó de su sufrimiento, como el asceta de su cilicio y su vergajo. Hozaba alegremente en el muladar de la desdicha porque solo así alcanzaba una plenitud de sentimiento comparable a la que conoció con Paula. Era, el sufrimiento, como una droga, y más si lo endulzaba con alcohol, con insomnio, con música, con monólogos interminables. Era el placer anestesiante de revolverse contra el propio dolor y golpearlo con la misma inquina con que el dolor lo golpeaba a él. ¿Quieres guerra? Pues ya veremos quién de los dos resiste más.
—Pero luego comprendí que aquel dolor era innoble, indigno de Paula y de mí, y me dije: ¿De qué te quejas, Polifemo? Aunque breve, has conocido una felicidad tan grande como inmerecida, y que ni en lo más remoto de tu fantasía soñaste nunca conocer. Celébralo y vive agradecido por ese regalo del destino. ¿Es que no tienes bastante con la esperanza de su regreso, con la ilusión, por débil que sea, de volver a vivir otra temporadita en el paraíso? Aprende de los que creen en Dios por encima de todo, y cree también tú en lo tuyo, acuérdate del santo Job, y ten fe, y siéntete afortunado por la brevedad del idilio, porque así no pudo ser mancillado por la monotonía, por la resignación, por las miradas bajas y los silencios ya definitivos, cuando ya no quedan cuentos que contar, ni ganas de hacerlo. Pocas cosas quizá haya tan grandes, tan heroicas, tan puras, como aceptar con alegría y gratitud la intensa fugacidad de las cosas… Todo eso me decía a mí mismo, y mucho más. Me pasaba el día filosofando, y me contaba mis propias experiencias, el ir y venir de cada día, palabras y palabras, como cuando estaba con Paula y se nos iban las horas en narrar y reinventar nuestros pequeños sucesos cotidianos, alquimistas que convertíamos el plomo en oro, el vulgar laboreo de la vida en secretas y magníficas aventuras sin principio ni fin.
»Y no sé cómo, poco a poco me fui atreviendo con la convicción de que Paula regresaría algún día. Quizá mañana, o la semana entrante, o el año que viene a más tardar, ella aparecerá de pronto para descansar en mis brazos de sus erráticas correrías por el mundo. Y entonces esa espera se convirtió en un proyecto al que servir, el más ambicioso y temerario que había tenido nunca, y sin duda comparable a los más grandes que hayan podido urdir los conquistadores, los santos, los guerreros, los locos, los artistas… Quizá ya viene de camino, me decía. Todo consiste en tener paciencia, en estar preparado para ese momento, en regar las plantas, en ir renovando el mobiliario y la decoración, en engrasar las cerraduras, en tener siempre cosas ricas para comer, regalos que desembalar, sábanas frescas y nuevas donde dormir, historias que contar, y cuidar de ti mismo para que cuando ella vuelva no se dé apenas cuenta de lo viejo que estás.
»¡Ah, lo que puede la esperanza cuando uno se creía ya sin ella! Incluso me compré un canario, porque sabía que a ella le gustaban los pájaros. Era un canario flauta, de raza, las plumas rizadas, muy bueno, o al menos eso me dijeron. Le compré una jaula grande de tres alturas, con todo tipo de lujo y accesorios, ¿y sabes lo que pasó con él? Era muy joven, estaba empezando con sus primeros trinos, y por allí cerca había un perro que se pasaba ladrando todo el día. ¿No te imaginas lo que ocurrió? Pues que el canario aprendió a ladrar. Los pájaros cantores al parecer lo imitan todo, y al mío no se le ocurrió otra cosa que imitar a aquel perro, que, por cierto, tenía un ladrar grave y medio afónico. Daba miedo ver a aquella criatura tan pequeña, tan delicada, haciendo aquellos ruidos monstruosos. Creí que estaba enfermo, así que lo llevé al veterinario y allí, ante él, se puso a cantar lo único que sabía, y entonces el veterinario se echó a reír y me dijo: Vaya, le ha salido un canario ladrador. Y yo me puse muy contento porque pensé que a Paula le gustaría tener un pájaro que ladra. Es lo primero que le contaré en cuanto aparezca, y solo por eso ella empezará a quererme otra vez. ¿Ves? Cuando uno espera algo con tanta fe, parece que todo lo que ocurre anuncia la inminencia de un final feliz.
Y al llegar ahí, a esa frase, el señor Levin se calló. Y debió de dar por concluida la historia, porque enseguida cambió de conversación y ya no volvió a hablar más de aquel asunto. Lino pensó que acaso ya no había más que contar, que seguía ilusionado con la vuelta de Paula, atareado en la espera y preparándolo todo para aquel momento de redención y de felicidad.
Pero la verdadera continuación de la historia la supo después, y no por el señor Levin sino por Clara, porque él era demasiado cuidadoso con el prójimo como para abrumarlo con pesares ajenos. Supo así que el señor Levin tenía sus días contados, que cuando empezaron a hablar en la penumbra de la cafetería del hotel ya sabía que le quedaba apenas un año de vida y que, por tanto, ya no había mucho tiempo para esperar el regreso de Paula. «Quizá llegue unos días después de mi muerte», decía, según le dijo Clara, a la que le encargó que sobre su tumba solo pusieran: «Tu Polifemo», nada más, porque con eso bastaba para dar seña de su vida. Y era curioso, porque los creyentes religiosos esperan el paraíso eterno tras la muerte, y él lo esperaba antes, incluso un poco antes, y la muerte venía a poner fin a su ambicioso y fugaz proyecto de salvación.
Y esa era su historia, contada por él mismo en aquellas noches de invierno, y oída por él, por Lino, que en el curso de aquel relato no pudo evitar pensar en su propia y también desventurada historia de amor.
Y ahora, según las cuentas, le queda medio año de vida. Lleva con entereza y elegancia su enfermedad, y aunque no habla de ella, de vez en cuando le guiña un ojo a Lino, y Lino sabe que, aunque también enferma, aún conserva la esperanza de que Paula llegue a tiempo para vivir juntos algún pequeño suceso —un chaparrón, ese mendigo con sombrero de paja, el niño que se acerca de puntillas y sin respirar a una paloma—, cualquier cosa digna de ser contada luego durante horas en la limpia calidez del hogar, picando cosas ricas, dando sorbitos de licor o de menta, y creando de nuevo un paraíso de caricias, de besos, de palabras.
¿Llegará Paula a tiempo?, se pregunta. ¿Por qué no? También parecía imposible acceder a Clara, y mucho más aún conquistarla, y ya ves con qué facilidad se obró también aquel milagro. Y ahora recuerda que, entremedias de la historia del señor Levin, hablaron de otras muchas cosas, curiosidades, anécdotas dispersas, variaciones de viejos temas, y una vez Lino sacó a relucir, como quien no quiere la cosa, al ayudante de dirección, a aquel tipo alto y guapo de mediana edad que solía acompañar a Clara en sus rondas por el hotel. Sabía que Clara estaba soltera, pero no sabía, y necesitaba saber, y se moría de ganas por saberlo, si tenía novio, y si pensaba casarse con él. Por eso preguntó si aquel tipo, Mario Monti se llamaba, era acaso el prometido de Clara. Y recuerda que el señor Levin (definitivamente aquel hombre le leía el pensamiento) alzó la cabeza para mejor poner en escena una mirada divertida de asombro. «Vaya, por fin te has atrevido a confesar de quién estás enamorado», dijo. Lino intentó un gesto de inocencia que el señor Levin, adelantando una mano en son de paz, lo obligó a dejar inconcluso.
—Hace mucho tiempo —dijo al rato—, yendo por la calle vi a través del cristal a dos enamorados sentados frente a frente en la mesa de un café. Nunca podré olvidar aquello. Estaban frente a frente y se miraban, eso era todo. Pero, ¡Dios mío!, ¡qué forma de mirarse! Me detuve sobrecogido a contemplarlos, y no sé cuánto tiempo estuve allí. Es igual, podían haber sido horas, o siglos. Se miraban y no se cansaban ni se cansarían nunca de mirarse. Y si toda la gente del café y de la calle se hubiese reunido alrededor para asistir de cerca a aquel espectáculo, ellos habrían seguido mirándose igual, ajenos a todo cuanto no fuese el éxtasis, como esas miradas entre espantadas y enloquecidas de los santos cuando se les aparece allá en lo alto una divinidad. Y hubo un momento en que tuve la impresión de que si hubiese interpuesto una mano entre aquellas miradas me la hubiese quemado, como atravesada por un hierro candente. La historia del corazón de los enamorados se lee en las miradas como en un libro abierto.
Siguió un largo silencio. ¿Por qué le contaba aquello? A Lino le hubiese gustado seguir indagando, preguntar por ejemplo por qué lo eligieron a él entre muchos si apenas tenía méritos para aspirar al puesto. Y hubiera malvendido el alma por preguntarle si también Clara sentía algo por él, si había leído algo en su mirada, porque estaba seguro de que el señor Levin lo sabía todo sobre el amor, y que no había pregunta, por difícil que fuese, que él no supiera contestar. ¿Por qué no sincerarse y decirle que estaba a punto de abandonar el hotel para escapar a la tortura de un deseo que era del todo irrealizable pero al que a la vez era incapaz de renunciar? Él, que le había confiado su más hondo secreto, sabría aceptar y comprender también el suyo. Le daría buenos consejos, y quién sabe si no lo animaría a la esperanza. El abismo, en edad y en belleza, que había entre el señor Levin y Paula, era más o menos comparable al que mediaba en calidad social entre él y Clara. ¿Quién mejor para contarle sus ansias amorosas? Pero no se atrevió. Finalmente el señor Levin suspiró y dijo: «¡Ay, pobre Clarita!», pero no con ánimo de prolongar o retomar aquel asunto sino para cerrarlo, definitivamente, con aquella exclamación que a Lino le resultó de lo más enigmática. Y al oír su nombre dicho así, Cíarita, y además en términos compasivos, le pareció más accesible, más al alcance de un joven humilde como él pero con cualidades sobradas para enternecer a cualquier mujer que conservara en su corazón un rescoldo de romanticismo. Y a partir de ese día, quizá por motivos de salud, quizá por secretos designios sentimentales, el señor Levin dejó de acudir por la noche al hotel.
¡Clarita! Y de pronto el presente y el pasado se unen, se funden en un único instante compartido, porque allí a lo lejos, al otro lado de la calle, entre las frondas de los árboles del bulevar, ve a Clara, a Clarita, que le hace señas aspando los brazos y gritando su nombre: «¡Lino!, ¡Nilito!». Y él corre a su encuentro, y ella avanza a compás hasta el borde de la acera para llegar con el tiempo justo de recibirlo y fundirse con él en un abrazo de reencuentro pero también de estreno de un porvenir que comienza aquí, ahora, bajo las primeras gotas de lluvia de este jueves de mayo, que parecen bendecirlos y celebrar con ellos este primer momento indecible de dicha.
«Pero ¿qué te ha pasado?», y le acaricia muy suavemente la mejilla y los labios con la yema de los dedos, «¿qué te ha pasado y por qué no has llamado ni respondías a mis llamadas? ¿Por qué?» Y él le cuenta, pero muy por encima (ya habrá tiempo de disfrutar de los detalles), sin decir nada de la persecución de su adversario, y desde luego con la promesa de que no se lo contará a nadie, para no imponer ese tema sombrío durante la festividad de la comida. Dirán cualquier cosa, que se ha golpeado con una puerta o que resbaló en el baño, pero la auténtica verdad será un secreto entre los dos, y al conjuro de esa palabra, secreto, se crea entre ellos un delicioso ambiente de complicidad. Durante el abrazo, él la ha tomado por la cintura y la ha hecho girar en el aire, y en una de las vueltas se ha detenido y ha repartido velozmente la vista por todas partes buscando al otro, pero el otro no está, no se le ve, quizá es que se le ha enfriado la ira y ha decidido marcharse, dejar las cosas como están.
«Así que saliste en defensa de la mujer. ¡Qué valiente eres!», y antes de que él intente protestar, ella se le adelanta con renovada convicción: «Sí, no digas que no, no te hagas el humildito, porque muy pocos se hubiesen atrevido a tanto». Él le enseña las piezas del móvil y el botón de la chaqueta e insinúa un gesto cómico de dolor, invitándola también a reír ante esos pobres despojos de su hazaña y el aspecto ridículo de su cara maltrecha pero alegre. Y ella se ríe, y en ese momento suena un trueno sobre sus cabezas y se dan cuenta de que la lluvia empieza ya a mojar, y ese es el punto que faltaba para darle al encuentro un aire definitivamente jovial.
Es como mentira, piensa, había entrado a trabajar en el hotel a principios de otoño, había hablado a solas con ella por primera vez a últimos de diciembre, y ahora se apresuraban, felices y abrazados, no solo hacia la comida de celebración familiar de este jueves de mayo, sino más lejos, hacia el banquete de bodas del domingo, y aún más allá, hacia todos los años, con su infinita miríada de instantes, que les quedaban por vivir.
Era el futuro que ellos mismos habían elegido antes de llegar a hablar a solas, antes incluso de intercambiar un signo explícito de intimidad. Porque fue así. Una noche él estaba en recepción, sentado y con los pies en alto, dibujando en su cuaderno, cuando de pronto notó en el ambiente algo anómalo, una señal de alarma, y entonces levantó la vista y la vio frente a él. Estaba apoyada teatralmente en la pared, vestida con un traje negro de fiesta y unos altos zapatos de tacón que le realzaban y modelaban la figura, los labios encendidos y frescos de carmín, el abrigo caído y amontonado en el suelo y sostenido displicentemente por una mano como desmayada en el vacío, la otra entretenida en jugar a rizarse un mechón del cabello, inmóvil, observándolo con curiosidad, y diríase mejor que con preocupada curiosidad, quizá desde hacía ya tiempo.
Eran las dos de la mañana y debía de venir de alguna celebración navideña, y parecía agotada por el trajín, por el sueño y quizá también por el alcohol. Sí, quizá sobre todo por el alcohol, qué otra cosa si no podía explicar aquella audacia. Lino la miraba boquiabierto, con el lápiz en la mano, inmovilizado también en esa actitud, sin saber qué hacer ni qué decir.
Pensó: He aquí una situación absurda, imposible de resolverla con dignidad, sin avergonzarse mañana, y quizá para siempre, de lo ya irreparable. Pero no. Avanzó sin prisas, arrastrando el abrigo, rodeó el mostrador, dejó el abrigo en cualquier parte, se acercó a él, encendió un cigarrillo mientras lo miraba inquisitivamente desde muy cerca y desde muy arriba, y acto seguido le arrebató el cuaderno y dijo: «¡A ver qué haces!», y frunciendo la boca con severidad crítica se puso a examinarlo.
—¿Y esta de aquí soy yo? —dijo al encontrarse con su propio retrato—. ¿Y esta también? ¿Y esta tan fea también soy yo? —decía mientras pasaba las hojas—. ¿Así es como me ves?
Lino se levantó y se puso a su lado para mirar juntos el cuaderno.
—No están tan mal, teniendo en cuenta que son solo bocetos, apuntes hechos de memoria. Aunque es verdad que tú eres mucho más guapa y más interesante.
—¿Y por qué no me has dibujado así, guapa e interesante?
—Lo intento, pero no lo consigo. No soy un gran dibujante, y solo los grandes son capaces de captar eso que muy de vez en cuando, o muy borrosamente, aparece en el rostro, y que es lo que define el carácter profundo de cada persona —su voz era suave y firme—. Solo los grandes consiguen atrapar al vuelo el alma de una persona o de un paisaje.
Ella, quizá como homenaje a una respuesta tan discreta, se volvió hacia él, entornó los ojos, dio una larga calada al cigarrillo y le echó todo el humo en la cara.
—Lo que me figuraba. Un chico listo pero un poco pedante —dijo, impostando una voz de detective en pleno éxtasis deductivo.
Y quedaron mirándose, frente a frente, a menos de un palmo de distancia. Ahora, si quisiera, si me atreviera, podría besarla, pensó Lino, apoderarme de lo que tan fácilmente se me ofrece. Pero algo lo advirtió de que no debía hacerlo, de que tomar aquel atajo era una trampa y supondría un error acaso irremediable. No, no, de ningún modo podía transgredir las reglas de aquel maravilloso, casi soñado juego. Y por un momento pensó que, en efecto, se había quedado dormido mientras dibujaba y que todo aquello no era más que un sueño. Porque, si no era así, ¿en qué extraña dimensión de la realidad tenía lugar aquella escena?
Y ahí fue cuando de pronto lo comprendió todo. Sí, claro que era un chico listo, un artista frustrado pero con el talento intacto para utilizarlo en el arte menor de la vida. Porque de pronto tuvo una intuición comparable a la de los grandes pintores que logran percibir lo más escondido y esencial de las cosas. Era una idea deslumbrante de puro elemental. De pronto comprendió («Y yo antes que tú», le confesaría Clara más tarde) que ella le correspondía con el mismo amor desesperado y solitario, y que una gran parte del idilio entre ellos se había desarrollado ya sin palabras y hasta sin la presencia real de los protagonistas. Una elipsis sentimental que explicaba, ahora que se veían a solas por primera vez, lo mucho que sin saberlo se habían adentrado en su secreta relación amorosa. No estaban empezando una historia, sino que se incorporaban a ella en un momento ya muy avanzado, cuando todas las piezas estaban casi listas para su desenlace.
Y no, no había bebido ni una gota de alcohol, estaba completamente sobria y era dueña absoluta de sus actos.
Y lo mismo él. Lo único que pasaba es que habían andado ya, y ahora lo descubrían, mucho camino juntos. Ese era todo el prodigio, y por eso la conversación fluía tan fácil, porque era como si hubieran hablado ya muchas veces y cada cual conociese los puntos débiles del otro, los trucos dialécticos, los matices de la voz, las burlas convenidas. Sí, tenían razón los que le atribuían al amor todo tipo de fantasías y de milagros.
Clara se echó atrás y lo miró analíticamente.
—Tú también eres un chico guapo e interesante —dijo, señalándolo con el dedo y con un acento de extrañeza en la voz, como si acabara de descubrirlo en ese mismo instante, y siguió pasando las hojas del cuaderno.
Y él le iba explicando cada dibujo, su significado, su porqué. Ese era el Manzanares de noche, con las luces de las farolas palpitando en el agua, esa feliz rondalla de lisiados estaba compuesta por afectados del aceite de colza, esa era la moto, una Harley, que le hubiera gustado tener y que nunca tendría, esa es una nave fenicia, esos dos cráneos muestran las diferencias entre el homo sapiens y el de neandertal, aquí estás tú otra vez, pero dibujada con mala intención, para ver cómo serías si fueses fea, eso es un capricho, una pura invención, cosas que uno hace cuando no sabe qué hacer o cuando tiene el pensamiento en otra parte…
Estaban los dos de pie, las caras muy juntas, y cuando ella se volvía (tenía un flequillo de lo más gracioso) para atender a la explicación de Lino sus alientos se mezclaban un instante, y a veces él hablaba despacio para prolongar ese instante, y una de las veces que ella ladeó la cabeza hacia él para ver el dibujo desde una nueva perspectiva, él se apartó y a dos manos se rascó la mejilla y la boca: «Me haces cosquillas con ese pelo tan despeinado que tienes», le dijo, como si fuesen viejos camaradas y hubiesen incorporado ya los reproches a su relación. Y era tan guapa, y todo en ella era tan delicado, y eran tantos los detalles dignos de admiración —una peca, la mínima franja pálida que había dejado en la piel el tirante del sujetador, un arañacito en el hombro, el vello rubio apenas insinuado en el antebrazo y en el arranque de la espina dorsal—, que Lino supo que, si no conseguía enamorar la, la nostalgia de su pérdida sería infinita, y se vería condenado a llorarla durante el resto de su vida.
Ella no dijo nada, pero no se apartó y siguió mirando los dibujos y dejándose mirar y haciéndole cosquillas, y entonces Lino no pudo evitar un profundo y casi inaudible carraspeo.
—¿Y ese ruidito? —preguntó sin volverse ni dejar de curiosear en el cuaderno.
—Una manía de niño.
—Es horrible. Parece el suspiro de un rinoceronte. ¿Y este de aquí quién es?
—¿Ese? —era su ayudante, el señor Monti—. No sé, tú sabrás.
Clara se volvió y lo miró de lleno a los ojos. Lino creyó que iba a decir algo importante o comprometedor, pero solo dijo, muy seria:
—Yo también tengo una manía infantil, pero nunca se la he contado a nadie. ¿Quieres saberla?
—Creo que estás deseando contarla.
—Verás. Cuando quiero concentrarme en algo, serenarme, necesito chascar junto a la oreja la punta de las uñas. ¿Te gustaría oírlo?
—Es lo que más deseo en el mundo.
—Escucha —y le acercó la mano a la oreja y él escuchó el rápido y rítmico tictac de las uñas y sintió el roce y el calor de sus dedos, y vio la delicada concavidad de su axila, y vio el nacimiento de sus senos, y se los imaginó con tanta intensidad y verismo que sus dedos se electrizaron ante la inminencia física de la caricia y de la plena posesión de lo que, estando tan al alcance de la mano, era a la vez inalcanzable. Porque quizá ella estaba jugando con él, pensó entonces, quizá era la euforia de la fiesta y de la Navidad, la impunidad del Año Nuevo, el capricho de la mujer rica que juega a provocar, a torturar, a ponerse al alcance de sus subordinados.
Se apartó con una mirada dura, entre de enemigo y de galán. Y ella:
—¡Qué tarde es ya! —como si el reloj de las uñas le hubiera dado la hora exacta—. Me voy a dormir —dijo, y bostezó mimosamente—. ¿Me das la 104? —y tendió a la altura del rostro, en un gesto que a Lino le recordó el arte egipcio, la palma de la mano.
Lino le dio la tarjeta.
—Buenas noches —dijo, y se fue hacia el ascensor con el abrigo colgando desaliñadamente al hombro.
Y así comenzó el idilio, como si cada cual hubiese tomado un atajo y ahora se encontrasen en el camino para hacer juntos la parte final del trayecto. A partir de esa noche todo lo hicieron muy aprisa, atropelladamente a veces, pero sin saltarse ninguna de las formalidades que exigía el cortejo. Hubo encuentros apresurados, conversaciones entrecortadas, silencios nerviosos y largos silencios solidarios, ambiguos sobreentendidos, inspirados momentos en que la plena conciencia del enredo que estaban tramando entre los dos afloraba a sus ojos, uniéndolos en un dulce temor ante la promesa irrevocable que se cernía ya sobre ellos… Hubo precipitados intercambios de regalos, besos de cortesía y mínimos roces que se convertían en secretas caricias, y por supuesto la relación antológica de sus vidas. Era como si cumplieran un trámite, como si hojearan un documento y pasaran velozmente las páginas introductorias, la letra pequeña, para llegar cuanto antes a las palabras imperativas y reveladoras.
Él regresó un par de días por semana al turno de mañana y ella encontraba siempre el modo de conversar un rato con él para ir rellenando así aquella especie de formulario sentimental que entre los enamorados es de obligado y placentero cumplimiento. Era difícil recordar el orden de aquella loca sucesión de escenas. Una noche se reunieron en su despacho de directora para que él le hiciera un retrato tomado del natural y sin las imprecisiones y fantasías propias de la memoria. Pero ni él estaba inspirado ni ella tenía paciencia para posar, así que se dedicaron a hablar, a callar, a mirarse, acogidos y confabulados en un tiempo lento y perezoso que tenía algo de hogareño, casi de conyugal.
Había que darse prisa, y por eso empezaban muchas cosas que dejaban luego a medio hacer. Un día ella dijo, vergüenza le daba confesarlo, que no sabía nada de pintura y que por qué no iban a un museo y él la enseñaba a mirar un cuadro, a descubrir la incomprensible belleza de aquel arte. Así que una mañana de domingo fueron al Prado y él le explicó (después de preparárselos a conciencia) Las Meninas y El jardín de las delicias. Clara iba de lo más elegante y formal, con un abrigo azul muy largo de estilo marinero, los botones de cobre, y unos botines también de color cobre muy bien acordonados. Eso es lo que mejor recuerda de todo lo que vio y explicó esa mañana.
Luego fueron a otros museos. Él le explicaba lo que era una acuarela, un óleo, una epifanía, una perspectiva cromática, la iniciaba en los distintos estilos pictóricos, la enseñaba a recrearse en los detalles, la animaba a viajar a otra época para confundirse plenamente con una escena, con un fragmento de tiempo que el pintor había acertado a salvar del olvido, del vertiginoso y devastador devenir de la historia. ¿No era extraordinario ver cómo el arte conseguía hacer real el viejo e imposible sueño de la inmortalidad, que tanto atormenta en vano al hombre? ¿No era eso un verdadero milagro, el único en el que se podía creer sin necesidad de recurrir a un acto desesperado de fe?
Pero eran palabras efímeras, superfluas, que se marchitaban de inmediato en el aire, que enseguida olvidaban para ponerse a hablar de sus cosas, de aquel otro milagro que eran ellos mismos cuando se miraban en las pausas de la disertación. Parecía que fuesen con retraso y tuvieran que apresurarse para cumplir los plazos en las fechas previstas.
Otro día, a la salida del tumo de mañana, Clara se ofreció a llevarlo a casa. El vivía en un pequeño apartamento que había alquilado cerca del hotel, y ella lo sabía, pero Lino aceptó la invitación con la misma gratitud que si viviera en el fin del mundo. Bajaron al garaje y poco después salían a bordo de un Mercedes automático de alta gama. Lino, que jamás había montado en un coche así, se sintió torpe, inseguro, sobrante. Un intruso. ¿Qué derechos o méritos lo asistían para ir de igual a igual en aquel automóvil con aquella mujer tan guapa, tan rica, tan desenvuelta, tan inteligente y dueña de sí misma?
Pero ella logró que él se sintiera cómodo con su conversación llana y espontánea, y con aquel cuidado con que lo trataba, que parecía animarlo a representar más a menudo el papel de protagonista. Llegaron enseguida a casa, pero siguieron todavía mucho rato dentro del coche, hablando, callando a dúo, mirándose, conspirando, acostumbrándose a estar juntos sin motivo, solo porque sí, en aquel espacio íntimo donde olía a cuero, a maderas finas, al humo del cigarrillo de Clara, y a Clara, sobre todo a Clara, porque desde el principio él había sucumbido sin saberlo a aquel aroma misterioso y enloquecedor.
Algún que otro día comieron juntos cerca del hotel, y él se quedó admirado de la soltura con que ella dominaba el arte, tan natural y a la vez tan sofisticado, de comer. Otro día fueron al zoológico, a ver a los canguros. Otro día fueron a Aranjuez, y Clara llevó una cámara y se hicieron fotos en los jardines y junto al río y a los palacios. Otro día…
¿Y de qué hablaron en esa dispersa concatenación de momentos? Lino le habló de sus padres, de la cohorte de afectados, del proyecto quimérico de irse a Australia, de su deseo igualmente incumplido de ser pintor o crítico de arte, de sus manías, de su modo escéptico de ver la vida, de sus teorías sobre el amor y la felicidad, de sus palabras favoritas, las que habían ido moldeando su manera de ser y de pensar (contingencia, tedio, absurdo, ironía, destino…), de su vagabundeo vital y laboral (porque ya de pequeño no era capaz de permanecer quieto en un sitio y sentía de pronto la necesidad de huir, de estar ya en otra parte), de sus devaneos amorosos, de sus gustos gastronómicos, de todos aquellos manjares que había escogido en las cartas de los restaurantes caros e inasequibles… Hablaba de su origen humilde con orgullo y rencor, como si su extracción social tuviese algo de aventura, de riesgo, de logro, frente a la vida monótona, segura y previsible de ella.
Y así, su historia se fue entrelazando con la de Clara: deliciosas o trágicas minucias de la infancia, veranos adolescentes en la costa, estancias juveniles en Londres, algunos viajes exóticos, altos estudios financieros en una universidad con ardillas y cedros, trabajos iniciáticos en un banco, en una agencia de viajes, en una línea aérea, en tres hoteles, antes de asumir la dirección de uno de ellos. «Ya, ya sé que es muy poco, apenas nada», se apresuró a decir, «comparado con tus apasionantes experiencias de chatarrero o de agente canino, y no digamos con las expediciones de caza y de pesca que hacías con tu padre, y eso por no hablar de la cohorte y su rondalla. Lo sé, y sé que me tengo bien merecido tu compasión y tu desprecio.»
Y de ese modo, entre bromas y veras, también ella habló de sus amores, breves y episódicos. Tenía veintiocho años y aún no había encontrado ni remotamente al hombre de su vida. Al igual que él, llevaba ya tiempo considerando la posibilidad —nada dramática— de no esperar nada del amor. Pero la historia de su tío y de Paula, tan conmovedora y tan hermosa, la hacía dudar, y desde luego la había convencido definitivamente de no resignarse jamás a una relación tibia y de conveniencias, donde la costumbre y las buenas maneras hicieran el trampantojo del verdadero amor.
Llegados a ese punto, dejaban que el silencio, casi siempre más elocuente e incisivo que las palabras, sacara sus propias conclusiones. Y aunque no entendían con claridad el lenguaje del silencio, aceptaban unánimemente su discurso y lo hacían suyo sin dudar, y con una mirada sellaban el acuerdo. Como los grandes pintores, también ellos rescataban del olvido pedacitos de tiempo de su propia vida, mínimos recuerdos, vagas sensaciones, que no parecían llamados a sobrevivir pero que de pronto, al ensalmo de sus palabras, adquirían una pátina de prestigio, de algo tocado por el aura de la inmortalidad. He ahí, pues, otro milagro del amor.
Y, siguiendo con las formalidades que exigía el protocolo, y siempre a toda prisa, como si hubiesen de recuperar el tiempo perdido, ella le regaló por sorpresa un estuche escolar de dos pisos lleno de lápices, plumas y carboncillos. Él correspondió, también por sorpresa, con un mechero antiguo, de martillo, comprado en el Rastro. Ella, con un libro ilustrado sobre reptiles australianos. Él, con un colgante de semillas. Ella, con un perfume. Él, con unas siemprevivas. Ella, con una piedrecita azul, que era un amuleto para llevar siempre en el bolsillo. Él, con un pececito de colores en una pequeña pecera esférica, al que había que cuidar y alimentar todos los días. Luego siguieron con regalos útiles, domésticos, una prenda de vestir, un adorno para el salón, una lamparita, un exprimelimones. Eran obsequios cada vez más personales, más íntimos, más comprometedores.
De igual modo, también las conversaciones se aventuraban cada vez más en territorios vedados, en asuntos que solo pueden abordarse con susurros y balbuceos. Había que dar ese paso: compartir también las pequeñas miserias, ciertos secretos inconfesables que son los que anudan indisolublemente un lazo de amistad o de amor: aquella vez que traicioné al amigo o que no ayudé al necesitado, que mentí a sabiendas, que presumí de lo que no tenía, que humillé al débil o me humillé ante el fuerte, que hurté, que miré a otra parte, que envidié, que me alegré del mal ajeno, que hablé a destiempo o que callé cuando tenía que haber hablado, que me atribuí méritos impropios, que dejé que otro recibiera el castigo que me tocaba a mí, que ambicioné, que exigí, que golpeé, que hice sufrir o que no supe perdonar. Eran infamias calculadas para que fuesen comprendidas y compartidas, e incluso admiradas por la valentía de la sinceridad y por lo que la sinceridad tiene de ofrenda y de homenaje, pero también cuidadosamente elegidas y censuradas para que no contuvieran ningún ingrediente que invitara a la vergüenza o al repudio. Para que pudieran ser absueltas y olvidadas al hilo mismo de la confesión.
Cuando se dieron cuenta, se habían adentrado tanto cada cual en la vida del otro, que ya no hubieran podido volver atrás sin una declaración oficial de ruptura. Una vez, en la torpeza de la despedida, se besaron sin querer en los labios. En otra ocasión, se miraron por unos instantes con tal intensidad y embelesamiento, tan entregados uno al otro, y tan largamente a pesar de la brevedad de la mirada, que Lino se acordó del señor Levin, de lo que le había contado de unos enamorados, y pensó que, en efecto, cualquiera se hubiera quemado de haberse interpuesto entre sus ojos plenos de fervor. Y otra vez, al contar uno de ellos alguna de sus penas y al querer consolarlo el otro, sus manos se buscaron con tal urgencia y avidez que derribaron una copa de vino, y tanto el beso casual, como la mirada candente, como la caricia no consumada de sus manos, eran avisos, señales que anunciaban la cercanía del desenlace.
Y así fue, porque cuando ya habían cumplido con el entero ritual del idilio, llegó el momento de la última escena, del cierre magistral de la historia. Un día de finales de febrero, y como ya había ocurrido alguna otra vez, Lino recibió la orden de sustituir hasta la medianoche a una de las gobernantas, que a última hora había excusado su ausencia por una repentina indisposición. Luego, cuando ya hubiese cesado el trajín de los huéspedes, bajaría de nuevo para relevar al recepcionista de guardia. De modo que hacia las diez subió a la planta principal y se instaló en el pequeño despacho de la gobernanta. Todo era allí pulcro y exacto. Dejó la puerta entornada para que la franja de luz en el pasillo sirviera de guía a quien necesitara de sus servicios, se sentó, encendió el ordenador, examinó algunos papeles, curioseó en los cajones de la mesa, y al rato ya no supo qué hacer. Fue hasta la ventana y contempló los edificios iluminados y las luces de la calle, las farolas, los semáforos, el parpadeo de los reclamos publicitarios y el ir y venir de los automóviles, y por un momento sintió el viejo y fastidioso tedio de vivir. Y el sinsentido del mundo y de la vida. «Todos los infortunios del hombre vienen de no saber estarse quieto en un lugar», recordó. Era una noche fría y calma, y estuvo allí un buen rato, mirando y sin pensar en nada.
A las 10.50 sonó el teléfono. Le informaban de recepción que el huésped de la suite principal había pedido un sándwich vegetal y un vaso de leche. La suite quedaba justo al lado del despacho. Pasó el aviso a la camarera, y poco después oyó sus pasos, los golpecitos respetuosos en la puerta, el breve intercambio de palabras, y otra vez los pasos alejándose por el corredor. Buscó algo para leer. Encontró una guía de restaurantes de Madrid y se puso a hojearla, fijándose solo en las especialidades y en los precios. Poco después sonó el teléfono de la suite. Remoto, ilusorio, por momentos inaudible, oyó el bulto de la conversación. Exasperado por el aburrimiento, miró otra vez por la ventana, volvió a curiosear en los cajones, salió al pasillo, no tanto para estirar las piernas como para matar el tiempo, ese tiempo sin acción, sin pensamiento, sin sustancia, tiempo vano y de nadie a cuyo trasluz se puede entrever el abismo de la eternidad y de la nada, y al que, en efecto, hay que matar, como a las sabandijas, a las alimañas, a los ogros. «¡Má-ta-lo!, ¡má-ta-lo!», le iban diciendo con imperiosos susurros los pasos que daba en la moqueta.
Volvió al despacho y prosiguió la lectura de la guía en el punto en que la había dejado. Al rato, decidió jugar a enumerar peces por orden alfabético. Era algo que hacía a menudo con países, con ríos, con marcas de automóviles, con árboles, con artistas de cine. Se recostó en el sillón, cerró los ojos y se concentró en el juego. Atún, boga, carpa, delfín…, y ahí se atascó. Eb, ec, ed, ef, eg, se puso a hacer combinaciones. En eso estaba cuando sonó de nuevo el teléfono en la suite. Sonó cuatro, cinco, diez veces, y al parecer nadie lo atendía. O quizá sí, pensó cuando dejó de sonar, pero en voz tan baja que era imposible percibirla.
Eran las 11.35. Se quedó absorto, con un codo en la mesa, pensando vagamente en el pez pero con la mente abierta a otras divagaciones. A las 11.45, de nuevo el teléfono. Esta vez salió al pasillo y pegó la oreja a la puerta de la suite. Y esta vez supo con seguridad que, en efecto, no contestaba nadie. Sonó muchas veces, cada llamada más apremiante que la anterior, y cuando dejó de sonar, se hizo un enorme e inquietante silencio. Unos minutos después, fatídico y atronador, otra vez comenzó a sonar. Quienquiera que llamase debía de estar tan alarmado como lo estaba él. Algo estaba ocurriendo allí dentro. El que llamaba, claro está, a pesar de su insistencia, no podía saber si había alguien o no en la habitación, pero él sí lo sabía, porque lo había oído hablar por teléfono, y de haber salido después, era imposible que lo hubiera hecho con tanto sigilo como para no percibir desde el despacho el golpe de la puerta y sus pasos en el corredor.
¿Qué hacer? Había que tomar una decisión y le correspondía tomarla a él. ¿Estaría tan dormido y sedado para no despertarse con los repetidos timbrazos del teléfono? O quizá estaba enfermo, y entonces urgía llamar a un médico. O quizá, se dijo, y en el titubeo que siguió cruzó por su mente la búsqueda del pez que empezaba por «e», quizá esté muerto, y en ese caso hay que avisar a la policía, y todo eso lo iba pensando mientras buscaba la ficha del huésped en el ordenador. Carlos Lagos, ochenta y dos años, empresario… No necesitó más. Juntó los ochenta y dos años con el sándwich vegetal y el vaso de leche, alcanzó la tarjeta maestra y, después de llamar a la puerta cada vez más fuerte y con mayor autoridad, la abrió, la entornó lentamente y entró en el salón de la suite.