¿Será posible que, al fin, hayas logrado ser feliz?, piensa mientras se afeita y observa en el espejo su cara radiante de felicidad. Porque es de felicidad, no hay duda, y en ese caso tenían razón los otros, los enterados, los sabios, los expertos. Todo era cuestión de esperar, de ir madurando, de encontrar tu ritmo, de no perder la fe, se lo habían dicho sus padres, sus profesores, sus amigos, sus novias, se lo habían dicho Montaigne y Bertrand Russell y los viajeros anónimos con los que emparejaba el paso en el camino de la vida, que tuviera paciencia, que no hiciera un drama del más pequeño contratiempo, que fuese reconciliándose consigo mismo y con el prójimo y ya vería como al final encontraba su lugar en el mundo. Y ahora, en efecto, lo había encontrado, había surgido casi sin buscarlo, como un obsequio del destino. O mejor, una ofrenda. No, quizá el mundo no es tan azaroso y contingente como a ti siempre te ha gustado creer.

Y era curioso. Porque a lo largo de su vida había conocido a todo tipo de gente que no era feliz pero que sin embargo sabía indicar muy bien la senda que lleva a la felicidad. Haz esto, te decían, o haz lo otro, ve por allí, no se te ocurra tomar aquel atajo, ten cuidado no vayas a caer en aquel hoyo o a tropezar en esa piedra, no comas de esa fruta, de esa fuente puedes beber pero de aquella

de allá no, sigue todo derecho, tuerce a la izquierda, haz noche en tal mesón, pasa de largo, ¿dónde vas tan ligero o tan cargado de equipaje?, ¿por qué andas tan deprisa o por qué tan despacio?… Siempre le asombró eso, lo mucho que todos saben de la felicidad y lo poco que esa ciencia les aprovecha para poner remedio a sus desdichas.

Un día, allá en la adolescencia, un profesor citó en clase una frase de Pascal: «Todos los infortunios del hombre vienen de no saber estarse quieto en un lugar». Fue como una iluminación, porque eso era justo lo que le ocurría a él, que no sabía estarse quieto en ningún sitio, y esa era la razón por la que no era feliz ni podría serlo nunca. Era llegar a cualquier parte o conocer a alguien, y a los pocos días, o acaso horas, e incluso minutos, la gente y las cosas empezaban ya a fatigarle y a estorbarle. Se llamaba Lino, y hasta su propio nombre le estorbaba también. Lino, le decían, y él miraba extrañado, medio arrugando el rostro, porque aquella palabra que lo nombraba no parecía que tuviera nada que ver con él. Lino, qué absurdo, qué ridículo. ¿Por qué la vida era así de rara, de arbitraria, de inhóspita?

Y sin embargo hoy esa palabra tiene un sentido, y hasta suena bonita. Ese eres tú, pues claro que sí. Lino, o Nilo (el río que todo lo anega para que todo vuelva a renacer), como lo llama Clara, el gran amor de su vida, el único, el imperecedero, con quien se casará el domingo, por cierto, aunque hoy es jueves y hasta entonces queda una eternidad. Y el lunes —maletas de cuero, neceseres, carritos rodantes— se irán de viaje de novios a Australia, y al instante resuenan en su memoria algunos nombres emblemáticos de aquel lejano continente: Kimberley, Davenport, Elliott, Alice Springs… ¡Australia! Parece mentira, con qué arte sutil va tejiendo el destino las vidas con los hilos del tiempo y del espacio. Lino: no, no estaba mal escogido ese nombre, y lo pronuncia en alto, y se acerca al espejo buscando en su cara los claros, los sencillos, los misteriosos signos de la felicidad. Estás guapo, le dice el espejo, y él le corresponde con una sonrisa seductora de gratitud, y otra vez piensa en la cantidad de recetas tan sabias como inútiles que le han dado desde niño para ser feliz y cómo ahora la dicha llega porque sí, sin más ni más, sin llamar a la puerta ni dar explicaciones. Ahora, al fin, había acabado su continuo y estéril deambular de un lugar para otro, siempre huyendo sin saber de qué, buscando algo que acaso ni siquiera existía en su imaginación.

Por eso, al escuchar aquella frase de Pascal, de inmediato la apuntó en su cuaderno, porque acababa de descubrir en ella el secreto de su carácter, de su más recóndito modo de ser. He ahí su vida definida en unas pocas y esenciales palabras. Sí, eso es lo que le pasaba a él, que no encontraba acomodo en ningún sitio. ¿Por qué? Imposible saberlo. Muchas cosas lo inquietaban y luego lo aburrían. Así que hacia los quince o dieciséis años decidió de una vez por todas que la vida no estaba hecha para él, cómo iba a estarlo, y menos aún cuando un día por ejemplo su padre se acercaba (lo oía avanzar por el pasillo con sus andares destartalados) y con la punta de la garrota lo hurgoneaba en las costillas. ¿No era ya hora de hacerle una visita a don Gregory? Ah, qué tiempos aquellos. Y su madre, allá donde estuviera, soltaba de inmediato su retahila: «Claro que ya va siendo hora», gritaba. «Lávate bien, péinate con agua, córtate las uñas, límpiate las botas y ponte ropa limpia, y sé cariñoso y simpático, y servicial, y sonríe, y no vayas a aparecer allí carraspeando y haciendo cosas raras y con esa cara de funeral que tienes siempre, que pareces un viejo. Y camina derecho, que vas a quedarte medio jorobado de tanto andar encogido, silbando y con las manos en los bolsillos».

Y el padre: «Ya has oído», y luego bajaba la voz y la ponía en plan cómplice: «Tú no seas tonto y hazle caso a tu madre, que a lo mejor cualquier día nos hacemos ricos y nos embarcamos los tres para Australia, tu madre, tú y yo. O nos compramos un coche descapotable y nos vamos a Asturias a pescar salmones. ¿No te gustaría? Aquellos ríos no son como estos de por aquí. Los ríos del norte son cantarines, y de aguas bravas, frías y transparentes. Y tú y yo nos vestiremos de pescadores de verdad, con botas altas de goma, chaleco verde y sombrerito tirolés. Como Franco, el muy cabrón». Y la madre: «Y quédate allí hasta la hora de cenar. No vayas a irte a las primeras de cambio, como haces siempre, que ya está bien de esa manía ridicula que tienes de escaparte de todos lados nada más llegar». «¡Hala, date prisa que ya vas con retraso!», lo urgía su padre, y volvía a darle en las costillas con la punta de la garrota.

Así que se lavaba, se peinaba, se lustraba el calzado, se ponía su mejor ropa, salía de casa, cruzaba el río, sucio y con vetas de grasa y remansos de espumas venenosas en las orillas, y se metía en el metro como si descendiera a los mismísimos infiernos. No, el mundo no era un buen lugar para vivir (tírate, vamos, ven, ya verás como no duele, le susurraba el tren al acercarse), y por otro lado cómo estarse quieto en un sitio, cómo escapar a la tentación de ponerse en marcha hacia cualquier otra parte, de convertir la vida en una fuga interminable, como ciertos héroes del cine con los que tanto se identificaba y que parecían condenados a vagar por el mundo como ánimas en pena. Cínicos, altaneros y buenos silbadores, y cansados de vivir, como tiene que ser, como él mismo era ya, sin necesidad de haber vivido tanto. Pero sus fugas y aventuras tenían poco de heroicas. La residencia quedaba muy lejos, casi en la otra punta de Madrid, y después del trayecto en metro aún tenía que caminar un buen trecho por unos desmontes y solares, y luego por una zona exclusiva de chalés de gran lujo.

Al pasar por allí remansaba el paso para recrearse por entre los claros de los setos y de las puertas enrejadas en la contemplación de los jardines, de los porches (donde solía haber hamacas, livianas lámparas colgantes y poltronas de mimbre), los miradores de cristal velados por visillos muy tenues, que debían de crear dentro un maravilloso ámbito de intimidad, los muros cubiertos de hiedra, las hojas caídas en el césped, porque hasta eso resultaba allí bonito y artístico, las buhardillas forradas de pizarra, el azul fosforescente y nervioso de las piscinas, las canchas de tenis, los cenadores, las glorietas. O el humo de las chimeneas, que no era el humo atareado de las casas pobres sino el elegante y el ocioso, el que parecía hecho para ilustrar una estampa idílica de Navidad. ¿Cómo sería vivir en un lugar así? No, Pascal no tenía razón, qué iba a tener. En una de esas mansiones sí que podía uno estarse quieto y contento para toda la vida. Y junto a las aceras había aparcados automóviles de ensueño, deportivos y grandes berlinas, y él pegaba la cara a las ventanillas para mirar la velocidad máxima del cuentakilómetros, las palancas y los botones, y casi podía percibir el olor a cuero y a maderas preciosas y a aquel otro aroma indefinible, embriagador, que exhalaban el lujo y el dinero. Luego carraspeaba y seguía adelante.

A veces, cuando regresaba ya de anochecida, las luces de las ventanas y los porches se proyectaban desvanecidas por los jardines, titilaban en las gotas de agua del césped recién regado, y dentro de las casas se oía acaso una voz, una risa, una música, el ladrido de un perro guardián, y luego era el silencio acunado por el susurro de los árboles, y en todo aquello él veía signos dichosos de una vida leve, que parecía flotar sobre el tiempo, sobre la sucia y enferma realidad del mundo de diario.

Una vez que pasó por allí con su padre para ir a ver a don Gregory, intentó calcular, el padre, el precio de aquellos coches y chalés. Porque el padre era un experto en traducir las cosas a dinero. Ese contenedor cuesta tanto, esos bidones de alquitrán tanto, el traspaso de ese local tanto, y tanto esa grúa, o esa carga de chatarra, o esa partida de sacos de cemento. Pero con los coches y chalés no fue capaz, no le salían las cuentas. Aquellas cosas tan selectas escapaban a su capacidad de cálculo. También a él, por cierto, le gustaba especular con el dinero, y a veces se imaginaba que era rico y que podía permitirse todos los caprichos que quisiera. Se paraba en las tiendas y en los restaurantes de postín. Examinaba la carta y decía: Hoy voy a comer esto y esto, y también esto, y siempre elegía lo más refinado y lo más caro. Por ejemplo: De aperitivo me va a poner unas alondras con salsa de trufas y unas conchas de púrpura, de primero sopa de ostras, de segundo merluza con gambas y faisán con uvas, y de postre una espuma de chocolate amargo y una torre de frutas exóticas con miel. Más allá, en una sastrería, se compraba cuatro o cinco trajes, dos chalecos, un sombrero de fieltro que le había dicho cómprame, por favor, llévame contigo, por lo que más quieras no me dejes aquí, y varios pares de zapatos; y luego un reloj, unos prismáticos, una motocicleta.

Y al final hacía la cuenta de todo lo que se había gastado, y así iba por las calles, lleno de ansias y rencores.

Sí, quizá el grueso de la felicidad está en el dinero, y todo lo demás, la religión, la cultura, la política, las cosas espirituales, las viejas virtudes de siempre, es un consuelo para tontos, pensaba siempre al pasar por allí. Y qué ridículo era caminar por esos lugares con aquella ropa de pobre que, en su afán de decoro, proclamaba aún más lastimosamente su modestia, y con el obsequio envuelto en papel de periódico y atado con cordeles que siempre le llevaba a don Gregory de parte de sus padres, unos dulces, un poco de embutido o de bacalao, unas conservas, un paquete de tabaco, un frasco de aguardiente. «Parecerías un huerfanito de Dickens», le diría Clara años después, cuando él le contó aquella época de su vida.

Uno de aquellos chalés estaba abandonado y la casa medio derruida, y en el jardín anegado de cascotes y malas hierbas vivían muchos gatos sin dueño. A veces, cuando llevaba cosas de comer, deshacía el paquetito y se las iba echando a los gatos, y en ese gesto estaba contenida la decisión de no ir a ver a don Gregory ese día. Lo mismo le ocurría cuando faltaba a clase. Iba al instituto y por el camino resolvía no ir, y aquella súbita decisión era más fuerte que todas las amenazas y súplicas que pudiera hacerle su conciencia. Se pasaba la mañana caminando al albur, sentado en un parque, dibujando al natural en su cuaderno, contando hormigas, tronzando palitos, tirando piedrecitas al río, y sufriendo la culpa de no haber cumplido su deber. Pero, si hubiese ido a clase, ahora estaría también quejoso de no andar libre y solo por el mundo. Quedaba con los amigos y no acudía a la cita, o acudía, pero para decir que su padre se había puesto enfermo, o que se le había muerto un pariente, y que tenía que volver de urgencia a casa. Y lo mismo le ocurría con don Gregory. No iba, es cierto, pero merodeaba en torno a la residencia, escupiendo, carraspeando y dando patadas a las piedras, o se sentaba en uno de los mojones que había a la entrada y desde allí escuchaba el fluir de la fuente, y hasta se adentraba un poco en el jardín, y así mitigaba la culpa de defraudar el mandato paterno. No entraba ni hacía por tanto la visita, pero rondaba el edificio mientras lo corroían las dudas y los remordimientos, y le parecía que de ese modo estaba cumpliendo con su deber, al menos en parte, y en parte cumpliendo también la penitencia que él mismo por adelantado se había impuesto.

¿Y qué pensaría la gente al verlo deambular con sus rarezas por aquellos parajes? Con sus rarezas, sí, porque tenía la impresión de que el mundo le hablaba, y él debía obedecer de inmediato sus peticiones o sus órdenes. Crúzame deprisa y sin respirar, le decía un puente; no se te ocurra pisarme, lo advertía una losa cuando ya iba a apoyar en ella el pie, de forma que tenía que saltar en escorzo para no desairarla; ¡detente y mírame al menos lo que tardas en contar hasta cien!, lo amenazaba con el ceño la estatua de un procer; tócame, le suplicaba el tronco de un árbol o una farola desde la otra acera, y él no podía bajo ningún pretexto desoír aquellas peticiones. Estaba lleno de rituales y manías, y a veces los viandantes se paraban, curiosos, asombrados, para verlo pasar. Si era invierno, iba encogido y arrebujado en el abrigo, las manos hundidas en los bolsillos, y al pasar por los descampados se le ensuciaban las botas y se le hacían pesadas con el barro, y entonces su andar torpe, como de buzo, debía de darle a su imagen un aire entre risible y lastimoso.

Por si fuera poco, a veces no controlaba el flujo verbal que, tras burlar a la conciencia, le venía libre y suelto a los labios. Decía cosas absurdas, monstruosas: «Alegres culos se mueven hacia oriente», por ejemplo, o «A otro cómputo con ese gallo». Por eso, para imponer orden en la mente y ahuyentar a aquellos espantajos, decía también frases rotundas, exactas, silogísticas, que pronunciaba además con timbre diáfano y didáctico, como desentrañando y rebañando los significados de cada sílaba, de cada palabra. El perro, o can, era un animal mamífero, dócil y ladrador. Sus signos más divulgados eran ocho, contando patas, orejas, rabo y hocico. Entre otros, prestaba al hombre servicios de pastoreo, de compaña, de guía y de guardián de propiedades. También estas rejas, seguía razonando, forjadas a golpe de martillo, protegen las propiedades de intrusos y ladrones. Esto es así porque, con su cabeza de hierro y su brazo liviano, el martillo golpea en lo duro y le da forma, y ese es su oficio y su razón de ser. Por tanto, el perro con sus ladridos y el martillo con sus porrazos, leales los dos al hombre, animal uno, objeto el otro, trabajan ambos para la misma causa. Los dos cantan a coro la misma canción. Si fueran versos, rimarían; si uno fuese viento, el otro haría de veleta. ¿Quién se atrevería a contradecir esto? Así que ahora, seguro de su mensaje y de su inteligencia, el mundo parecía ya más sólido, más fiable, y él más seguro de sí mismo. Y seguía adelante con sus tontunas y sus ritos.

«¿Ves? Aquí tienes el mundo convertido en fábula. Unos nacen ricos y otros pobres, y en ese sorteo está contenido lo esencial de la vida», dijo una vez su padre señalando y barriendo con la garrota los coches y los chalés, y aún más allá, a la ciudad entera y al infinito cielo, tan amplio y poderoso y colérico fue su gesto. Y era verdad: vivir suponía una lotería y todos estaban al albur del destino. Había una palabra que, al igual que la frase de Pascal, le abrió en un instante un tesoro de conocimiento. Esa palabra era contingencia, y se la oyó por primera vez a un profesor de ética. Fue oírla y entenderla en toda su potencia significativa de un solo golpe de intuición. El profesor llevaba, por cierto, una rebeca de punto de color granate y unos pantalones marrones de género, y con la uña del meñique no hacía más que intentar, cada vez con menos disimulo, sacarse una pizca de algo que tenía entre las muelas. Así de contingente, de casual, de arbitraria, es también la memoria. ¡Contingencia! ¡Qué gran palabra!, ¡qué maravillosa y compleja invención intelectual! Comparable a los refinamientos mecánicos de un coche deportivo. Una palabra capaz de definir en un suspiro nuestra pobre condición humana. «Contingencia», pronunciaba a veces en voz muy baja, un murmullo grave y ronco solo para él, y se estremecía ante los abismos de incertidumbre que al ensalmo de aquel sonido se abrían en su imaginación.

Porque nacíamos y vivíamos bajo la tiranía del azar. El ser pobre o rico, sano o enfermo, alto o bajo, guapo o feo, payo o gitano, o incluso ladrón o policía, estaba regido por la casualidad. Mazos de naipes lanzados por los aires. Hasta existir o no existir era apenas un incidente, un producto de la mera ocasión. Y contra el rodar de la fortuna no cabía sino resignarse cada cual a su suerte. Eso pensaba entonces, acaso porque necesitaba simplificar el mundo para entenderlo, de forma que, una vez simplificado, todo parecía tan evidente y hasta deslumbrante, que sus pequeñas teorías se convertían enseguida en creencias.

Y sin embargo, se decía luego, quizá las cosas no son del todo así, y pensaba en don Gregory, que con su audacia, su esfuerzo y su talento, y enfrentándose al despotismo de la contingencia, se había forjado su propio y singular destino. O eso al menos le habían contado sus padres. Una historia ciertamente ejemplar.

Don Gregory —don Gregorio Morel— emigró a Australia a principios de la Guerra Civil, cuando era muy joven, por oscuros motivos que nunca llegaron a saberse, y allí había vivido casi cincuenta años, hasta que ahora, ya viejo y desahuciado, volvía a España para cerrar aquí el círculo de su vida que él mismo había trazado con mano firme y magistral. En cuanto a Lino y a sus padres, eran los únicos parientes que le quedaban a don Gregory. O casi los únicos, porque eso nunca quedó claro. Alguna vez sus padres le habían explicado el parentesco, tan largo e intrincado que desde el principio él renunció para siempre a entenderlo. Y también, según los padres, don Gregory había hecho en Australia una gran fortuna. Cómo habían llegado a averiguarlo, él no lo supo nunca, pero tampoco lo preguntó, porque era algo tan obvio que hubiera sido de tontos intentar indagarlo. ¿Que a cuánto ascendería su capital? No era fácil calcular eso. Uno podía tasar el valor de un rebaño de ovejas, por grande que fuese, de una casa, de un tren, de un loro, de una fábrica de lana, incluso de una montaña o de un desierto. Pero don Gregory había vendido casi todas sus propiedades para convertirlas en acciones, en bonos, en fondos y en títulos, es decir, en dinero abstracto, y esto lo sabía el padre por una empleada de la residencia que había husmeado en su correo bancario, y el dinero abstracto, los bienes intangibles, eran para él un misterio casi tan impenetrable como el de la existencia de Dios o el origen del mundo. No, no sabía evaluar en cifras exactas su fortuna, pero en todo caso, por abstracta e intangible que fuese, debía de ser muy grande. Se quedaba pensando y al final decía: «Enorme», como dándole a esa palabra un valor exacto, casi matemático.

Y luego: «Y nosotros somos sus únicos herederos, o casi los únicos». Y la madre: «Por eso tú tienes que ir a verlo, darte a querer, agasajarlo, no seas tonto, que a alguien le tiene que dejar su herencia, y él no es de esos que se la dejan a los curas». Y su padre le guiñaba un ojo y hacía el gesto de conducir el descapotable, de llevar un sombrerito tirolés y de lanzar la caña en uno de aquellos ríos del norte, de aguas bravas y transparentes. Y, a modo de recordatorio, decía luego: «El muy cabrón».

Más de quince años habían pasado desde entonces. Y era curioso: si la vida se ha comparado desde antiguo a una obra de teatro, cuyo autor y director es el destino, no queda sino rendirse ante el arte diabólico con que ese gran artífice trenza las vidas y los días. A veces le sale una tragedia y otras una comedia, o un drama o un sainete, y casi siempre un surtido de todo. Pero es digno de ver y de admirar cómo una figura que aparece apenas entrevista en la primera escena acaba siendo un personaje principal muchos años después, o cómo un suceso de lo más nimio y fortuito se convierte finalmente en algo necesario y fatal, capaz de decidir el rumbo de una vida. Porque ahora, además de feliz, iba a ser también un hombre rico. Podría vivir en un chalet, y tener un coche deportivo, y llevar a su padre a pescar salmones en los ríos salvajes del norte, aunque a estas alturas de la vida ya no ambiciona esos lujos sino otros más modestos, más duraderos, más profundos.

Se ha hecho un pequeño corte en el mentón. Mejor así, porque los dioses de la superstición, dioses apócrifos pero dioses al fin, suelen tener por ley que cuando todo es perfecto es porque algún mal viene ya de camino. Retira los restos de espuma, se enjuaga la cara y examina en el espejo la pequeña herida sangrante, que ahora se restaña con una gota de colonia y una pizca de clínex. Va buscando con las yemas de los dedos los mínimos accidentes de la barba en la tersura de la piel, y entretanto escucha en la radio el boletín informativo de las 9.30. No, el mundo no va bien. Nunca ha ido bien. ¿Cuándo? Hay una guerra, hay un ciclón, hay un naufragio, hay plagas, miserias, asesinatos, huelgas, malestar general, pero él percibe esas noticias como una música de fondo, porque hoy la actualidad no está en los grandes sucesos sino en las humildes novedades de las cosas diarias de su entorno. O no, una música no, seamos precisos, quizá un vago tumulto, una disonancia inquietante, perros y martillos, voces de locos, gemir de enfermos, trepidar de máquinas, pero algo que solo de lejos le concierne.

La felicidad y el bienestar nos hacen egoístas, piensa vagamente. Quien los consigue, sería capaz de todo, de creer con fe ciega en dioses implacables y en ideas sanguinarias, y por supuesto de sojuzgar y de matar en nombre de ellos, con tal de conservarlos. Y si no, ahí está, para quien quiera oírlo (y él, que es historiador, puede ilustrarlo con múltiples ejemplos), el grito de dolor que atraviesa toda la historia humana, un grito que llega desde lo más remoto del pasado y que, resonando sin tregua, se aleja hacia el futuro, y hasta desde allí nos llega anticipado, amenazante, ese alarido de terror. Y se acuerda de Cándido, la novelita de Voltaire que leyó en el instituto y que volvió a leer de mayor. Sí, algunos vivían en el mejor de los mundos posibles. ¿Me habré convertido yo en uno de ellos? Quién se lo iba a decir a él, tan escéptico como ha sido siempre, tan arisco, tan convencido siempre de que vivir en este mundo era poco menos que estar ya en el infierno.

Ese pensamiento le produce un vago malestar, un escalofrío de miedo en la conciencia. Se acerca otra vez al espejo para penetrar mejor en el enigma de su imagen. Le parece captar aquí y allá en su rostro señales complejas, un fondo turbio y problemático en sus ojos, pero no persevera en la intuición sino que enseguida se distrae, y el espejo le dice: Vamos, sonríe, y él obedece, y con una sonrisa encantadora celebra la simplicidad de este jueves de mayo y la evidencia de que, en efecto, es un hombre atractivo. Sin querer gustar, siempre les gustó mucho a las mujeres, y se acuerda de la enfermera que cuidaba a don Gregory, él tenía quince o dieciséis años, y en cuanto a ella, ¿cuántos tendría?, imposible calcularlo, y tampoco se acuerda de su nombre, ¿dieciséis, diecinueve, treinta y cinco?, ¿María, Montse, Beatriz, Begoña? Ah, qué tiempos aquellos. Pero, así y todo, ¡qué poco recuerda del pasado!, del niño, del adolescente, del jovencito que fue hace solo unos años. La memoria se ha ido encanijando, hundiéndose entre las malas hierbas del olvido, tal como esas grandes civilizaciones de cuyo esplendor y abundancia apenas queda nada, unos trozos de pergamino, unas ruinas, la cara carcomida de un dios, algunas tumbas, el eco de dos o tres leyendas y poco más. Así también la memoria personal, la infancia sumeria, la adolescencia egipcia, la juventud troyana. Así será también mañana el presente fenicio de hoy. Pues nosotros mismos (no solo el tiempo) somos los bárbaros que entramos a saco en nuestras vidas, arrasándolo todo y fundando sobre las cenizas todavía tibias del pasado un nuevo y vigoroso imperio. Porque hubo un momento en que el adolescente que llegó a ser se volvió sobre el hombro y miró con sorpresa y piedad, y luego con desdén, al niño que había sido hasta apenas ayer. Y luego el joven de unos veinte años también miró hacia el pasado reciente con la misma compungida extrañeza con que el adolescente había mirado al niño, y tal como el joven maduro que ahora es mira al altivo jovencito de ayer… Eran miradas de conmiseración y de repudio, que condenaban el pasado al olvido. Y quién sabe si mañana ocurriría lo mismo, si toda la vida era así, un continuo tachar lo vivido con la mirada, como el paisaje visto desde un tren.

A veces se le venían a la memoria raras palabras sobrevivientes a los estratos más antiguos de su época escolar. Aparecían porque sí, sin haber sido convocadas, como hijos pródigos que imploraran o exigieran ser acogidos de nuevo por quien un día fue su dueño y señor. La palabra similicadencia y por ejemplo. O mantisa, o sorites. Y se las imaginaba allí afuera, descalzas y hechas harapos en la nieve, el pelo calvo, suplicando de rodillas, mendigando un poco de calor, un poco de piedad. Compadézcanse de esta pobre palabra sin amo, que prestó sus buenos servicios mientras pudo y que ahora, ya arcaica e inválida, nadie la quiere, nadie la dice ni la escribe, quién me vio y quién me ve, ay de mí, y quién me dará asilo en esta mi mísera vejez. Ah, qué tiempos.

Desnudo, destrabada la mente, va al dormitorio y comienza a ponerse la ropa que le ha elegido Clara para este día tan especial. Sus actos son lentos y placenteramente precisos. Parece un sacerdote en pleno rito, rodeado de objetos litúrgicos, el frasco de colonia, el ajuste de la correa azul de piel de avestruz del reloj, el toque de gracia en el cuello de la camisa, el móvil, el llavero, la cartera de bolsillo con sus muchos y exactos compartimentos. Que no se le olvide meter en ella las tarjetas de crédito y el carné de identidad. Que no se te olvide. ¿Cómo era la palabra? No hay prisa, no hay angustia. Telas suaves y finas, una fiesta para la piel. Una chaqueta desestructurada de algodón de color pistacho, unos pantalones claros y ligeros de corte chino, un conjunto de estilo casual. Parsimonia, eso es. Le da un poco de vergüenza esa ropa porque él siempre ha sido muy descuidado en el vestir. Cuando se encariñaba o se amoldaba a una prenda, iba con ella puesta la mayor parte del año. «Con esas pintas no llegarás a nada, ni nadie te dará trabajo, ni ninguna muchacha se enamorará de ti», le decía a menudo su madre. Pero su desaliño era también un modo de elevar su protesta contra un mundo hostil, donde al parecer no había reservado ningún buen sitio para él.

Se recrea en sus actos: ah, sí, el presente vale por sí mismo. Esa era otra de las recetas más divulgadas, quizá la más unánime, que le habían dado para ser feliz. Se lo decían todos: vive el momento, no seas tonto, que la vida es muy breve, que nos podemos morir mañana mismo, no añores el pasado ni te inquietes por el futuro, porque lo único real es el presente y el aquí y el ahora, y no hay más paraíso que este: poco o mucho, esto es lo que tenemos.

Pero aquella teoría tan sobrada de razón no era tan fácil de cumplir, porque el presente había sido para él una fuente inagotable de tedio y sinsabor, y recuerda las veladas lánguidas junto a don Gregory mientras la tarde caía con una lentitud mortal sobre el jardín. Sus días habían transcurrido bajo el magisterio de aquella languidez que aprendió de niño y que ya no lo abandonó nunca. Pero Clara —el amor— había venido a cambiar su visión del tiempo y de las cosas. Y pensar que durante años, casi desde siempre, él creyó que el amor era optativo, casual, y que se podía vivir sin él y sin la nostalgia de su ausencia. ¡El amor! Una de las tantas novelerías que se inventan los expertos para vender su mercancía a los pobres incautos que andan en busca de la felicidad. Como ratoncitos desesperados por un agujero donde cobijarse de los gatos, de ese gran gato que es la muerte y el mismo absurdo de vivir. O como si se tratara de una pócima mágica o de un tesoro legendario. Eso había sido el amor para él como quien dice hasta ayer mismo. Si Clara no hubiera aparecido en su vida, si aquel día de otoño no hubiese decidido acudir a la entrevista de trabajo, habría seguido vagando por el mundo como vagan eternamente los cuerpos celestes por el universo sin fin. Ese infinito espacio sideral hubiera sido para él Madrid, una ciudad más que sobrada para acoger en su seno a una vida errática, para ofrecerle un razonable laberinto por el que huir sin tregua ni esperanza, pero también sin desaliento. Un buen lugar para asistir al espectáculo de languidecer y ver languidecer a tus contemporáneos, y con ellos, los ideales, las modas, el arte, la indomable energía de una época que, como todas, parecía la única elegida para ser inmortal.

Pero el amor todo lo cambia, nos hace sabios, alegres, generosos, ya lo decía Platón y lo confirmaban la música melódica y la filosofía sentimental y los testimonios desgarrados de la gente que cuenta sus experiencias en las barras de los bares, en la radio, en los periódicos, en la televisión. Y sí, el amor todo lo cambia y lo trastoca. El pequeño y pobre apartamento en que vivía, por ejemplo. Clara lo había dignificado y embellecido con toques sutiles, como de varita mágica. Eran las 10 de un día radiante de primavera, pleno de cielo y luz. Pero unos estores japoneses filtraban la violencia del sol hasta darle al espacio y a los objetos una fresca tonalidad anaranjada. Una penumbra de oro en la profundidad de un bosque. Y así todo. A todo le otorgaba, con su arte incomparable, un aire de gracia, de distinción, de modernidad. Un día traía una maceta, otro día un cuadrito, una cerámica, un unicornio de cristal, unas flores flotando en un cuenco de agua, o un capricho de anticuario encontrado en el Rastro. O, por ejemplo, sin ir más lejos, el gran espejo cegato y con vetas de herrumbre donde se mira en este momento para verse con su ropa de estreno tenía ahora un fino marco de bambú, y solo con eso ya era distinto, parecía elaborado así a propósito, algo único y artesanal hecho en exclusiva para él, para que se viese y se recrease en su propia imagen, que también hoy parece distinta, más guapo y espigado, más seductor, más capaz de ingenio e ironía. Y muy dueño de sí, y con un amplio catálogo de gestos y sonrisas, listo para su exposición. Mira otra vez alrededor. Ya ha rescindido el contrato de alquiler y el domingo abandonará para siempre este lugar, y el lunes, cuando él ya vaya camino de Australia, vendrán unos operarios a hacer la mudanza, de la que solo se salvarán algunos objetos, muy pocos, y solo por su puro valor sentimental.

Pero esto pertenece ya al pasado y este es el reino del presente, se dice, se recuerda, mientras abre la puerta y sale al descansillo. Este es un día hecho de instantes preciosos, como las piezas mínimas que componen un vitral o un mosaico. Sí, una maravillosa obra de arte hecha de tiempo. No como en otras épocas de su vida, cuando solo encontraba sentido y consuelo en las cosas y en los sucesos antiguos y lejanos. Y otra vez se le vienen a la memoria las tardes abrumadas de lentitud y de tristeza en que languidecía junto a don Gregory. Hay una palabra que define a la perfección, hasta con su sonido, esa experiencia primordial en su vida. Es la palabra tedio. Un día tiene que hacer la lista de las diez o doce palabras esenciales de su existencia. La conoció más tarde, la palabra tedio, pero él ya estaba preparado para recibirla, acogerla, agasajarla y hacerla suya de una vez para siempre. Era una palabra que parecía hecha a su medida, como un traje o un anillo de boda.

Don Gregory vivía con otros diez o doce ancianos en un chalé grande y destartalado donde olía a vejez, a enfermedad, a medicinas, a orines, a lejía, a mierda y a muerte. Los ancianos se pasaban la tarde en el salón, sentados en sillones o en sillas de ruedas, dormitando, suspirando, blasfemando, haciendo ruiditos guturales, emitiendo de vez en cuando gritos desesperados y dementes. El salón tenía dos ventanales que daban a un jardín, y en él había una fuente cuyo murmullo colmaba los silencios e invitaba al sueño y a la divagación.

Don Gregory era alto, guapo y esbelto. Tenía unos hermosos ojos azules, ojos acostumbrados a mirar muy lejos y a abarcar mucho, los rasgos nítidos y angulosos, la piel de la cara finamente curtida y apretada a los huesos. Tenía un agujero en la garganta por un tumor que le habían operado hacía muchos años, de modo que hablaba con el pecho, con mucho esfuerzo, como si tuviera allí dentro un fuelle roto, y la voz le salía por el agujero, confusa y de ultratumba. Pero al principio apenas hablaban. Lino se sentaba a su lado y pasaban la tarde en silencio, con solo alguna pregunta ocasional, qué tal el colegio, cómo va tu padre de salud, cómo piensas ganarte la vida de mayor, a las que él respondía con desangelados laconismos.

Tampoco el ambiente invitaba a más. Un alto reloj de pared daba las horas y las medias con hondos y lúgubres tañidos cuyos ecos quedaban flotando ominosamente en toda la estancia, y luego en la memoria sobrecogida de los presentes. Don Gregory apenas se movía. Miraba a lo lejos, a un confín legendario, o bien la vista se le quedaba cuajada en el aire, la expresión noble, serena, imperturbable, aunque a veces parecía que una sombra de tristeza le velaba el rostro, o que insinuaba una leve sonrisa. ¿Qué estará pensando?, se decía Lino, y también él desmayaba la vista en el vacío, y luego cerraba los ojos, abrumado por los recuerdos, y se adormecía y languidecía como un anciano más. Pero a veces el pensamiento se ponía a volar por su cuenta. ¿Y si fuese verdad que don Gregory era tan rico como se decía y le dejaba a él toda la herencia?

Y entonces, ¿cómo sería ser millonario? Para empezar, podría vivir en uno de aquellos chalés de lujo, y comprarse un coche de carreras y todas las cosas que quisiera, por ejemplo, y se ponía a pensar y solo se le ocurrían cosas disparatadas, un pequeño submarino, un tigre, una pareja de bufones, un lago, y la mente se le iba llenando de monstruos, un telescopio, un serpentario, una estructura piramidal, un coche de bomberos, una colección de arpas y espadas, de modo que al final tenía que hacer un acto enérgico de voluntad para librarse de aquella pesadilla. Sí, quizá no tardase mucho en aburrirme de ser rico, pensaba, y, en efecto, imaginándose dueño de cosas caras y exóticas terminaba otra vez amodorrándose y languideciendo al compás de la fuente.

Así que las tardes transcurrían con una lentitud mortal, y él veía cómo iba oscureciendo en el salón y en el jardín hasta que alguien, cuando ya las cosas empezaban a desdibujarse, encendía unas lámparas cenitales de escasa potencia, cuya luz cadavérica traía un nuevo motivo de pesadumbre a aquel lugar. Más que nunca, Lino hubiera querido entonces estar en otra parte, levantarse con cualquier pretexto y huir de allí y correr libre por las avenidas y los descampados, correr con el viento en la cara hasta la extenuación y hacia no importa dónde. Vamos, ven aquí, no seas miedoso, huye conmigo y yo te llevaré en volandas, le decía el sendero de arena que atravesaba el jardín desde la casa hasta la verja. Pero él no se atrevía a aceptar aquella invitación y seguía allí sentado, escuchando la fuente y sintiendo solo el puro transcurrir del tiempo, entregado a la experiencia misteriosa y primordial y terrible del tedio. Por entonces tenía la manía de carraspear sin ningún motivo, si estaba solo con un tono fuerte y cavernoso, casi un rugido, y si no muy bajito, lo suficiente para oírse y saber que seguía vivo y de ese modo afirmarse ante el mundo. Así que carraspeaba un poco, se removía en la silla y se entregaba de nuevo a aquella espera sin objetivo ni sustancia.

Había una enfermera, o cuidadora, que de vez en cuando venía y le acariciaba el pelo y lo besaba en la cara, como si fuese un niño. También le ofrecía un caramelo o un chicle, y a la hora de la merienda le traía un café con leche y unas galletas, o un sándwich y un refresco. La primera tarde que fue allí, después de mucho mirarlo y remirarlo, se acercó y le dijo al oído: «¿De dónde ha salido este chico tan guapo que carraspea tanto?», y lo mordió tiernamente en la oreja. Lino sintió que el cuerpo entero se le llenaba de burbujas efervescentes, y lo siguió sintiendo cada vez que ella lo miraba de lejos con una larga sonrisa maliciosa y carraspeaba también, como una contraseña entre los dos. Cuando oscurecía, se quedaba más tiempo junto a él y a don Gregory, y sus caricias se hacían más largas y perturbadoras. A veces se sentaba a su lado, le tomaba la mano, entrelazaban los dedos y jugaban a hacer figuras con ellos, a enredarlos y desenredarlos, sobre el regazo de uno de los dos. Se acariciaban los dedos, sí, pero sus manos anhelaban y encontraban como por casualidad caricias más profundas.

Ahora bien, ¿hasta dónde eran fiables los recuerdos? Tantas veces había usado aquella experiencia como motivo de inspiración para sus placeres solitarios, que ya era incapaz de distinguir entre lo inventado y lo real. Ni siquiera recordaba con exactitud su nombre, ni su edad ni su aspecto. ¿Era morena y menudita, y muy joven, casi una adolescente como él, o era más bien mayor, o incluso madura, y de una exuberancia pronta ya a marchitarse? De las dos formas se la había imaginado durante muchos años y las dos versiones eran igual de misteriosas y excitantes. Una vez le dijo: «¿Me ayudas a una cosa?», y por unos corredores lo condujo hasta un cuarto donde había aparatos ortopédicos, sillas para inválidos, dentaduras postizas, cuñas y orinales, y allí lo besó en los labios y lo tocó y se dejó tocar con total y sucia y desaforada libertad.

Pero ¿fue de verdad así? A saber lo que otras vivencias y fantasías habrían añadido y quitado del original. En efecto, así de contingente y engañosa suele ser la memoria.

Y, sin embargo, la experiencia más duradera y real de aquellos tiempos, y que no admitía trampas ni invenciones, fue la del tedio. Y no solo en las veladas crepusculares con don Gregory, sino también en casa, en el barrio o en el instituto.

En las aulas, se sentaba en las últimas filas y desde allí asistía, con un aire desganado y crítico, y siempre en calidad de espectador, a la función didáctica que, sin apenas variantes, se representaba incansablemente cada día. Del amplio muestrario de conocimientos que los profesores desplegaban ante su clientela, apenas le interesaba nada, solo el dibujo, porque dibujaba bastante bien (sus manos, no exactamente él, habían nacido con esa rara y ciega habilidad), y algo también las ciencias naturales, en parte porque le gustaba el campo y sus criaturas —la vida en sus más claras y simples manifestaciones—, y en parte porque allí, en la naturaleza, su afición a la soledad encontraba el escenario más propicio e idílico. Por lo demás, estudiaba, sí. ¿Cómo van los estudios? Y él: Bien. Porque iban bien. Tomaba sus apuntes, hacía los deberes, y los exámenes le salían muy aseados de letra, de márgenes, de colores, de claridad expositiva, pero entretanto su mente y su corazón estaban puestos en otra parte, no sabía dónde, quizá en parajes exóticos y en vagos vagabundeos por la acogedora inmensidad del mundo, y tenía la sospecha de estar perdiendo el tiempo precioso de la juventud y derrochando sus mejores cualidades y esfuerzos en tareas que le eran indiferentes, nocivas, enojosas.

Y luego estaban los profesores. Había que verlos. Unos parecían descorazonados, otros cansados o aburridos, otros lo confiaban todo a la severidad y a la eficacia, y otros fingían un dinamismo que quería ser sincero y contagioso pero que a Lino le recordaban a esos payasos de circo que, de pueblo en pueblo, se esfuerzan cada noche en divertir a la concurrencia porque no tienen otra opción, porque ese es su oficio y en él han de poner lo mejor de su talento, de su pasión, de sus a veces escasas energías. Parecían buhoneros yendo y viniendo con sus fardos de sabiduría a cuestas, subiendo y bajando por valles y collados, escaleras arriba, escaleras abajo, a campo través por los pasillos. Y si eran dignos de admiración, también daba un poco de lástima el verlos allí, adultos y sabios como eran, y algunos ya viejos, mezclados siempre con los muchachos, condenados a convivir con la incansable, y cansina, y bullanguera juventud. Una tarde vio a un profesor en la calle y le causó una enorme extrañeza que caminase entre la gente como si fuese un ciudadano normal, uno más entre todos. Le pareció un impostor, alguien que se cuela de rondón en una fiesta a la que no ha sido invitado.

«¿No te gustaría ser profesor?», le preguntó una vez su madre. «No.» «Y entonces, ¿qué es lo que te gusta? Dime algo que te guste.» «No lo sé.» «Vaya por Dios. Con la de cosas que hay en el mundo y este muchacho no encuentra nada de su gusto.»

Y era verdad. Nada acababa de gustarle. Si en los estudios cumplía por compromiso, con los compañeros le ocurría más o menos igual. Se juntaba con ellos en el recreo, salían juntos los fines de semana, pero él apenas intervenía en las conversaciones, se mantenía al margen, como si también allí se sentara en la última fila, tendía a ensimismarse y a aburrirse, y estaba deseando encontrar un pretexto para marcharse y quedarse a solas y a sus anchas con su preciosa soledad. Entonces se ponía a caminar muy deprisa hacia no importaba dónde, y a veces le daban ganas de no volver a casa, de seguir adelante y no parar hasta el fin del mundo o de sus fuerzas. O de suicidarse, ¿por qué no? La primera vez que se le ocurrió la idea, de inmediato acudieron solícitos a su mente un montón de objetos, el cuchillo, el frasco de pastillas, el balcón, el río, el tren, todos diciendo, vamos, valiente, sáltame, tómame, tírate, híncame, ¿no ves que estamos aquí para poner fin a tus desdichas? Pero él los desoía y seguía adelante hasta que, al final, fatigado por la caminata, regresaba inevitablemente al barrio. El río, las calles y la gente de siempre, los olores y los ruidos que conocía desde la infancia, la fachada de ladrillo barato y leproso, la escalera oscura, sus pasos y el peso de su cuerpo subiendo hacia la mísera calidez del hogar.

Pero otras veces seguía con sus compañeros hasta el final de la jornada. A la caída de la tarde, cuando ya se habían agotado las diversiones y el dinero, el grupo hacía corro en un parque o en el pretil de un puente, y hablaba y discutía de música, de películas y programas de televisión, de fútbol, de viajes, de coches, de proyectos. Los encantos de las muchachas palidecían al final del domingo. Lino no sabía si desearlas o aborrecerlas. Había que ver sus uñas pintadas y repintadas de colores destellantes y exóticos, sus modestos y animosos adornos, el rímel y el carmín ya marchitos, los gestos aprendidos, la inocente confianza con que aguardaban el futuro y la angustiosa certeza de que sus ilusiones acabarían siendo en pocos años una reminiscencia borrosa y amarga desde la rutina y el fragor de la televisión y de los hijos de un matrimonio anodino y vulgar. Así acababa siempre el sueño del amor, y ninguna generación, desde el principio de los tiempos, había logrado escapar a esa historia incesante y fatal. Ahí estaba el caso de su madre. ¿No había soñado también ella en su temprana juventud con uno de esos amores románticos que los poetas y los músicos jamás se cansan de cantar? Su madre no era guapa, o mejor: Lino nunca pensó en eso hasta un día en que ella estaba sola en casa y él llegó por sorpresa y la vio sin querer ante el espejo del dormitorio conyugal. Era un espejo de cuerpo entero y ella estaba de pie vestida con una ropa antigua que él nunca le había visto, un traje negro, ceñido y escotado, el pelo apasionadamente revuelto, zapatos de alto tacón, y los labios rojos de carmín, y también pintados los ojos y las uñas… ¡y fumaba!, o al menos tenía un pitillo entre los dedos. Y así, quebrando gentilmente la cadera, se contemplaba en el espejo, y él la miraba fascinado por la puerta entornada a través del espejo, y solo entonces la vio, a su madre, como a una mujer, guapa, provocativa, maliciosa, y mucho más joven de lo que él siempre había creído. Fue una visión fugaz. De puntillas, avergonzado y confundido, salió de casa, y al regresar la vio como siempre, asexual, atareada, vestida con la bata y las zapatillas de diario.

A veces recordaba esa imagen mientras veía a sus compañeras al final del domingo y cuando, inevitablemente, acababan hablando del amor. Había uno, un tal Antón Navas, que era poeta y cantautor, y cuyo único tema era el amor, solamente el amor. Porque el amor lo era todo, era la fuerza que movía el mundo, la gran y única aventura capaz de darle un sentido pleno a la existencia. Se sabía cantidad de canciones, unas propias y otras ajenas, todas de amor, además de poemas de Quevedo, de Bécquer, de Neruda, y aunque era un muchacho feo, nervioso y enfermizo, sus gestos y su voz eran enérgicos y apasionados y su fe en el amor no admitía controversia. Algún día encontrarían a la mujer o al hombre de su vida. Todo era cuestión de estar atentos para percibir las señales anunciadoras y de irse preparando para ese gran momento. Y para merecerlo. Porque el amor había que merecerlo. Había que sortear las trampas de los falsos amores y no sucumbir a los sucedáneos de la felicidad. Mantenerse puro y fuerte en la espera. Quizá ese gran amor —el único, el eterno, el que el destino les tenía reservado— no llegase nunca, o llegase tarde, cuando uno ya era viejo, pero había que apostar por él y no conformarse con menos. Los demás fumaban, escupían, se ajustaban la falda o se repasaban el colorete, todos muy serios, abrumados por aquella teoría que venía avalada por versos y estribillos, y contra la cual poco cabía oponer.

A Lino, aquellos sones y patrañas lo aburrían y asqueaban, y enseguida se sentía exasperado por la terrible experiencia del tedio. Así que poco a poco empezó a no comparecer algún domingo, a poner pretextos, hasta que los otros se acostumbraron también a prescindir de él. Como el amor, tampoco la amistad era necesaria para vivir. Le bastaba consigo mismo, con sus propias miserias, para ir pasando el trago de la vida. Y de ese modo, se convirtió definitivamente en el joven solitario que siempre había sido y había aspirado a ser.

Pero tampoco en casa estaba a salvo del fantasma del tedio. Por ejemplo, recuerda ahora, cuando su padre lo llevaba a pescar. ¡Ah, qué tiempos! Bien la noche anterior, bien la misma mañana de sábado o domingo, decía: «Vámonos de pesca». El padre abría la marcha con la garrota y la caña al hombro, dando bandazos de borracho, y él iba a la zaga con la caja de herramientas, la cesta y la silla plegable. Como vivían junto al Manzanares, en unos minutos llegaban al lugar convenido y tomaban posesión del puesto. El padre armaba la caña, la cebaba, la lanzaba y se sentaba a esperar en la silla. Todo lo hacía muy despacio, con torpeza pero también con eficacia. Lino, a su lado, miraba la boya, los reflejos del cielo sucio de Madrid en el agua sucia del río, jugaba con los aparejos o con un palito en el suelo, o extraviaba la vista en el vago confín de la otra orilla. El padre esperaba de un modo firme y responsable. Todos los de su generación eran expertos en el difícil arte de la espera, pero él no sabía esperar, nunca supo esperar. A lo mejor es que los jóvenes de hoy, los que ni siquiera habían conocido la posguerra, no tenían aguante para estarse quietos y firmes en un sitio. Pero ellos, los mayores, y no digamos ya los más mayores, había que ver con qué entereza, con qué cuajo, con qué estoicismo sabían aguardar lo que acaso ni siquiera les habían prometido.

De vez en cuando, como testimonio de alguna honda cavilación, el padre decía una frase suelta y lapidaria. Decía por ejemplo: «Hubo un tiempo en que el hombre era recolector y cazador», «Los peces van con la luna», «Los ríos son fuente de vida», «Los metales pesados no son biodegradables», «En los años cincuenta y sesenta los taxis en Madrid eran un gran negocio», «Ahora en España el obrero vive muy bien, mejor que nunca», «La caballa está muy buena pero tiene demasiado mercurio», y de vez en cuando escupía al agua y mascullaba: «El muy cabrón».

También alguna vez iban de caza. «Vámonos de cacería», y subían a la terraza del inmueble y el padre les tiraba a los gorriones que venían a comer las migas de pan y los granos de trigo que les ponía de cebo. Se apostaba tras la puerta entreabierta que daba a la escalera y por allí apuntaba con la escopeta de balines. Había días en que no acudía ningún gorrión, o que llegaban después de una hora de estar apostados allí quietos y en perfecto estado de silencio, el padre sentado en la silla plegable y él de pie, una espera en estado puro, un casi no estar, una experiencia de tiempo casi mística… Y aunque él no hacía ningún ruido, absolutamente ninguno, así y todo el padre decía de vez en cuando muy bajito: «Chsss». Cuando había matado cuatro o cinco gorriones, los desplumaba, los destripaba, los salaba y se los comía fritos. Si cazaba una paloma, se la comía con arroz. «¿Y vosotros no queréis?», decía. Y ellos nunca querían. «Fíjate lo que te digo», dijo una vez con la boca llena, «algún día iremos tú y yo a cazar jabalíes y venados con rifles telescópicos». Y la madre: «Sí, y leones y elefantes». Y él: «¿Y por qué no? Qué sabrás tú».

El padre estaba jubilado desde hacía unos años, desde que el síndrome tóxico de la colza lo dejó incapacitado para trabajar. Aquello comenzó a ocurrir en 1981 y desató una catástrofe de más de mil muertos y unos cincuenta mil enfermos crónicos. La «cohorte de los afectados», como se decía entonces y como repetía a menudo el padre. Le habían contado la historia muchísimas veces, porque durante años, en casa, no se habló de otra cosa. La madre, y el propio Lino, habían consumido el mismo aceite, unas garrafas de plástico compradas en un puesto ambulante, y sin embargo a ellos no les había ocurrido nada. En las mismas familias, usando el mismo aceite, unos habían enfermado y otros no. Así que el mal no estaba en el aceite (y aquí la historia se ensanchaba y se embarullaba con todo tipo de remansos y bifurcaciones) sino en unas partidas de tomates de Almería cuyas plantaciones habían sido tratadas con ciertos abonos e insecticidas —«compuestos organofosforatos», precisaba el padre, que se había hecho erudito en el tema— procedentes de empresas demasiado importantes como para ser involucradas en aquella masacre. «Este es un tema político, y de ahí que se inventaran lo de la colza. Y lo peor, fijaos bien, es que de haberse dicho la verdad que ellos sabían desde el principio, el protocolo médico hubiera sido el apropiado y nos habríamos salvado todos o casi todos.» Le daban vueltas y más vueltas, incansablemente, a aquel asunto. Y, si no hablaban, el padre decía a veces desde lo más profundo del silencio: «Los muy cabrones», y en esa expresión estaba contenida en espíritu toda la historia.

Sufría dolores musculares y óseos, calambres, úlceras, insuficiencia respiratoria, jaquecas y flojera crónica. Hasta entonces, había trabajado en el metro, en el mantenimiento de los túneles. Se pasaba el día en la oscuridad de aquellos antros. Un día lo llevó con él para que viese lo duro que era ganarse la vida. «Esta es una de las pocas buenas lecciones que puedo darte», le dijo. Y sí, fue una buena lección, aunque en un sentido algo distinto al que el padre había imaginado.

Allí en los túneles las voces tendían a distorsionarse, y los ruidos lejanos de los trenes, del tráfico en la superficie, de los rumores de la ciudad y de las multitudes, reverberaban y llegaban convertidos en monstruos. Lo demás eran tinieblas, espectros bajo la luz exánime de los respiraderos, golpes de pico y maza rebotando por las galerías, estruendo de taladradoras, cucarachas, ratas, telarañas de antes de la guerra, haces de cables, olor a podrido, manos y rostros sucios, la figura demacrada y barbuda de un hombre que vivía en un hondo entrante, una especie de nicho, y que, alumbrado por una vela, tenía allí su hogar. «Ese es un indigente. No te olvides nunca de su cara», le dijo el padre —el padre, que entonces era joven y fuerte, y andaba a grandes trancos y hasta con cierto aire marcial.

Pero también recuerda el almuerzo en corro de los obreros a la luz de un farol. Cada cual comía de su tartera y con su navaja, pero compartían el pan y el vino, y había un ambiente de placidez, de concordia, incluso de alegría. Al menos así es como él lo recuerda. ¡Y con qué gusto comían y bebían! Luego fumaron, contaron chistes, cruzaron burlas y malentendidos, se llamaron por sus motes, hicieron planes para el fin de semana, rieron a coro y apuraron el vino. Y eran felices a su manera, allí, en la negra entraña de aquellas catacumbas. Y era una felicidad que, por momentos, a Lino le pareció envidiable. ¡Y qué distintas eran aquellas vidas y aquel modo de felicidad a los de los otros, los que vivían en la luminosa amplitud de los chalés, comían en mesas servidas por doncellas y conducían veloces y fragantes automóviles de lujo! Algún tiempo después, cuando iba a ver a don Gregory, siempre se le venía a la memoria aquel día que pasó con su padre y con sus compañeros de cuadrilla en los pasadizos del metro. Y en cuanto a la cara del indigente, no la olvidó jamás.

«¿Qué te ha parecido?», le preguntó el padre camino ya de casa. Y Lino, aunque dijo lo que el padre esperaba, que había aprendido la lección de lo difícil que es la vida, en el fondo pensó que no le importaría trabajar en los túneles —siempre, claro, pensó luego, y piensa ahora, que su trabajo consistiese solo en almorzar entre buenos colegas. Eso es. Nada de madrugones, ni de esfuerzos ni de penalidades. Ser obrero almorzante, y fumar y beber y reír y contar chistes, eso es lo que le hubiera gustado ser a él. Un paraíso para pobres.

Pero en todo caso, aquel día descubrió lo extraños y absurdos que son los caminos y atajos que van y vienen de la felicidad a la desdicha.

El padre, por ejemplo. Cuando se quedó medio tullido por el aceite de colza o más bien por los tomates de Almería, entró en una fase depresiva de rabia y de nostalgia de los viejos tiempos, pero luego, cuando mejoró algo y se acostumbró a convivir con sus dolencias, se puso a considerar las ventajas de su nuevo estado y empezó a animarse, cada vez más y más, hasta que llegó a la conclusión de que su minusvalía era un golpe de suerte, casi un privilegio. «Mejor la enfermedad que el trabajo en el metro; mejor esta maldición que la otra», dijo un día, y lo siguió repitiendo de por vida. Bien es verdad que la suya era una enfermedad llevadera. Aunque con esfuerzos y rachas de dolor, podía hacer una vida medio normal. Le concedieron una pensión, le dieron un carné que él le enseñaba a todo el mundo, y muy pronto, en cuanto se celebrase el juicio, lo indemnizarían con un buen montón de millones. Quince o veinte, calculaba. Y sí, el juicio se celebró pocos años después, y le tocaron —porque él pensaba en términos de lotería— unos siete millones de pesetas. ¿Qué más podía pedir?

Ahora podré llevarlo a pescar salmones a los ríos del norte, piensa mientras sale a la calle, y se detiene un momento en la acera para disfrutar del espectáculo de este precioso día de mayo. Es festivo, apenas hay tráfico ni viandantes, y todo está tan callado que por momentos, y hasta donde alcanza el oído, solo se escucha el piar de los pájaros. Un mirlo silba desde las frondas del Retiro. Todo invita a la vida. Vamos, sonríe, camina con más garbo, proclama ante el mundo la gloria de tu juventud, le dicen las cosas a su paso. Eso es, salmones en aguas bravas y no aquellos peces pequeños y sucios del Manzanares que sabían a fango pero que al padre le gustaban y se los comía bien fritos con la honrada voracidad del hombre recolector y cazador de los tiempos heroicos. «Con esos peces te vas a envenenar todavía más», le decía la madre. Y el padre, «Qué sabrás tú», le contestaba.

Porque el padre era experto en contaminación. Desde el principio se presentó y fue elegido vocal de la directiva de la cohorte de afectados, y más tarde, de aquella asociación se desgajó un grupo que formó cohorte propia, pero no ya para defender sus derechos sino para ir juntos a pescar, a comer al campo, a hacer excursiones a sitios pintorescos. Y no eran solo los del síndrome tóxico: también se habían sumado otro tipo de afectados. Allí había víctimas del alcohol metílico, de la salmonella, del plomo y del mercurio, de la manipulación laboral del amianto, del caucho, del plástico, de las fibras sintéticas, las lacas, el fósforo, las pinturas, los pesticidas, los pegamentos, los barnices y los disolventes, y otras plagas medioambientales, industriales y alimentarias. Cuando se reunían, cada cual con su tara, y visto al cabo de los años, a Lino se le viene a la memoria La parada de los monstruos, no lo puede evitar. Más de una vez fue con ellos, y de nuevo se encontró con el enigma insondable de la felicidad. Unos estaban ciegos o cegatos, otros estaban sordos, otros tenían cáncer, otros tenían atrofiados los cinco sentidos, había paralíticos, cojos, artríticos, y los que sufrían delirios, vómitos o temblores, pero así y todo, con sus discapacidades, con sus desgracias, con aquella especie de vejez prematura que les había caído encima de repente, así y todo comían y bebían a sus anchas, reían, bailaban, se gastaban bromas, dame, toma, prueba de esto, a ver esa bota, trae para acá, cántate algo, los hombres requebraban a las mujeres, las mujeres reían escandalizadas, cantaban aires regionales, se aferraban a la vida con un afán y un ansia que tenían algo de abyecto, de mezquino, de innoble. Hasta habían formado una rondalla con un repertorio de melodías fáciles y populares, y recibían subvenciones para dar conciertos por los pueblos de la provincia, donde los recibían con admiración y gran respeto, como ejemplos de superación ante la adversidad y a la vez mensajeros de nobles valores culturales. Y, por mediación del padre, Lino les hizo retratos a casi todos ellos, y todos querían salir no como eran sino mejorados y hasta enaltecidos. Los chalés, los túneles del metro, las enfermedades incurables… ¿Hasta dónde llegaba, en aquel descenso infernal, la determinación o la condena de ser felices, o al menos de encontrar en la inmundicia y en la desesperanza momentos, pedacitos, limosnas de felicidad?

De vez en cuando moría alguno de la cohorte y el padre iba al sepelio y a menudo lo llevaba con él, y también allí la gente encontraba ocasión para contar chistes, referir anécdotas, planear banquetes o excursiones, empinar el codo, y en definitiva, para pasar allí un buen rato. Al fin y al cabo, el muerto era el prójimo, y había que celebrar ese buen golpe de fortuna y reafirmarse en el presente, como aconsejaban los expertos. Porque de eso se trataba, de vivir un día más, un año más, del placer de sentirse superviviente, inmortal, frente a la fugacidad ajena.

A casi todos les gustaba la pesca, y el padre había aprovechado la ocasión para montar en casa un pequeño negocio de cebos, lombrices de tierra, gusanos de la carne que él mismo se procuraba poniendo al sol en el balcón unos despojos de gordura, babosas que criaba en un cajón y que alimentaba con desperdicios de verduras y hierbas silvestres, pececitos vivos del Manzanares que conservaba en bidones oxigenados por pequeños motores eléctricos, patatas y legumbres cocidas, saltamontes y escarabajos que capturaba, con la ayuda de Lino, en las orillas del río y en los solares y descampados de los alrededores. «¡Aquí vamos a terminar todos contaminados con estas guarrerías!», clamaba la madre al abrir la nevera y toparse con los recipientes de los cebos. Y el padre: «Bah, qué sabrás tú».

Siempre andaba urdiendo negocios, reciclar chatarra, trapos o papel, desguazar maquinaria industrial, criar perros de caza, montar un cebadero de cerdos, un molino de harina de pescado o de combustible de desechos orgánicos, o una pequeña fábrica de conservas de carne de carpa, de lucio y de siluro. Pero el plan legendario, su sueño imposible, que se puso a tramar en sus tediosos días de invalidez, consistía en fundar una empresa que le permitiera apoderarse de todo cuanto arrastran y contienen las aguas de los ríos y de los tesoros que guardan en sus fondos inexplorados. «Yo no tengo ya ni edad ni salud para eso, pero quién sabe si tú, con un poco de suerte, encuentras ahí la manera de hacerte rico en poco tiempo.» «Los tomates de Almería te han llenado la cabeza de pájaros», decía la madre. Pero él seguía a lo suyo. Resultaba increíble cómo no se le había ocurrido todavía a nadie. Porque en los lechos cenagosos de los ríos, y no muy lejos de las ciudades populosas y antiguas, debía haber por fuerza objetos de mucho valor: armas y armaduras antiguas, monedas de todas las épocas, joyas, obras de arte, restos arqueológicos, y en fin, todo cuanto las guerras, los desórdenes, las inundaciones, los naufragios y el mismo devenir azaroso de las generaciones y los siglos habrían ido extraviando y depositando allí, a la espera del hombre audaz que se atreviera a rescatarlo. Si se buscaban y encontraban tesoros en los mares, ¿por qué no entonces en los ríos? Con unos cuantos camiones grúas de dos ejes y seis toneladas, calculaba, sería bastante para rastrear los mejores tramos de los ríos de la región en busca de toda esa riqueza. «Y no me dirás que no es un oficio bonito el de buscar tesoros. Así que si un día te ves desesperado, ahí tienes un buen modo de ganarte la vida.»

Y Lino pensaba en los buscadores de oro de las películas del Oeste, y cuando volvía del idilio de aquella o de cualquier otra ensoñación, a veces tenía que respirar a fondo para salir a flote de la angustia que le producía su futuro: «Es verdad, qué va a ser de mí, cómo me ganaré la vida», y por más vueltas que le daba no conseguía imaginarse una profesión propicia para él. Y, sin embargo, algún papel en la vida estaría llamado a representar; no era posible que hubiera venido al mundo a ser un mero espectador. Y, de pronto, ahora recuerda algo que tenía olvidado desde hacía mucho tiempo. Una tarde estaba con unos amigos, sentados en el pretil de un puente, y hablaban del futuro, de lo que a cada cual le gustaría llegar a ser. Uno quería ser militar, otro marino, otro oficinista. Había uno que hasta quería ser trapecista de circo. Sí, la gente tenía proyectos, iba preparando el equipaje para el porvenir. Cuando le llegó el turno de hablar, no se le ocurrió nada, ni siquiera una mentira, por modesta que fuese, para salir del paso. Pero como los otros seguían esperando, él al fin habló, aunque muy vagamente, de vivir en el campo, de criar vacas y ovejas, incluso de emigrar a Australia, como un pariente suyo que se había hecho rico allí con ese mismo oficio. Alguien dijo: «Hazte perito agrícola». Todos lo animaron, le daban palmadas en el hombro, hablaban de lo hermoso que es el campo, la vida al aire libre, los animales, los montes, las llanuras, la soledad, la alegría de la primavera y la tristeza dulce del otoño. Y él entonces, de golpe, vio resuelta su vida, la vio desplegada ante él como el argumento de una película de acción. ¿Cómo no se le había ocurrido antes? Le dieron ganas de salir corriendo a casa y ponerse a estudiar ya para llegar cuanto antes a conquistar ese futuro.

Aquel fue uno de los momentos más felices de su vida. Se sentía exultante, sobrado de fuerzas y de fe en sí mismo para salvar todos los obstáculos, para afrontar todos los retos. Nada ni nadie podía ya retenerlo en su resolución de llegar a ser perito agrícola y vivir confundido con la naturaleza. En un instante su mente se llenó de imágenes. Se vio a caballo bajo un aguacero, se vio talando un árbol con el torso desnudo, de madrugada con la escopeta al hombro, silbando al atardecer por un sendero entre hierbas floridas camino del hogar. Estaban sentados en el pretil del puente y abajo se oía pasar el agua.

Luego, cuando cesó la euforia y se disipó el espejismo, se sintió más triste que nunca, como si le hubieran arrebatado un tesoro que tenía entre las manos y era suyo, y pensó que la tristeza de aquella pérdida no lo abandonaría ya nunca. A pesar de la brevedad de la ilusión, aquel fue uno de los mayores desengaños de toda su existencia. Así era la vida: la más pequeña esperanza, al frustrarse, podía provocar un derrumbe general, una catástrofe poco menos que apocalíptica. Nada era firme y todo contingente, concluyó una vez más. De pronto vislumbró con una clarividencia aterradora que la vida no merecía la pena ser vivida. Todo era tedio, y un lúgubre futuro, con solo el sobresalto de alguna efímera ilusión.

«Pareces un viejo», le decía la madre. «Nada te llama la atención, todo te aburre y nada te conviene.» Y el padre, dándole con la garrota en las costillas: «¿No va siendo ya hora de ir a ver a don Gregory?».

Así que otra vez salía a la calle, cruzaba el puente, se hundía en el metro, aflojaba el paso para recrearse en la visión paradisíaca de los chalés, y al fin oía sus pisadas en el sendero de arena que atravesaba el jardín hacia la residencia.

Pero un día ocurrió algo especial, algo que alteró el curso de su vida y contribuyó a modelar definitivamente su carácter. Fue un día de primavera, como hoy, como este jueves de mayo en que pasea sin prisas por su calle, por el barrio donde lleva viviendo solo unos meses pero que es suficiente para sentirlo como una extensión de su domicilio, de su hogar. Este es su territorio, y mira alrededor y de pronto aflora en su conciencia un sentimiento, o un querer sentir, que acaso yacía en él en estado letárgico y confuso desde hacía tiempo y que solo ahora se deja entrever en toda su deslumbrante novedad. Porque solo ahora descubre hasta qué punto le gusta la humilde perseverancia de las cosas y cuánto abomina de los cambios bruscos, de la interinidad de las ciudades, de las violentas arremetidas del progreso que de la noche a la mañana arrasan un edificio que llevaba ahí más de un siglo y que había alojado a ocho o diez generaciones, un parquecito con su estatua y su estanque, y con sus niños, sus ancianos y sus enamorados, unos árboles centenarios, el viejo restaurante de siempre. Como ocurre con los imperios, o con las meras vidas privadas, de cuya existencia queda acaso una foto, una carta, un vídeo, un nombre ya huero de significado, así también esta civilización algún día se extinguirá, y quién sabe si entonces los madrileños irán a engrosar el mismo lote de aqueos, tracios, ilirios, capadocios, acadios, númidas, amorreos, y otros que acaso no han legado a la posteridad ni siquiera el brillo de su nombre.

Pero, entretanto, le agrada y le serena el pacífico transcurrir de los tiempos, las ideas duraderas, y todo cuanto siga siendo hospitalario en el devastador avance de la historia. Mucho ha tenido que cambiar su manera de ser para descubrir y admitir sin rubor que ama la permanencia, la lentitud, los paisajes urbanos civilizados y dulcificados por el manso fluir de las costumbres. He aquí un pequeño supermercado regido desde hace años por un joven matrimonio chino. Han sacado a la puerta para su exposición cajas de frutas y verduras. Sonrisas, una mínima reverencia, una mano en el aire, buenos días, dos niños que corren a esconderse y se asoman risueños desde su escondite, buenos días. El bar, la farmacia, la óptica, el estanco, el quiosco de prensa, la administración de lotería. Cada cual firme en su condición, como las figuras de la baraja. Son lugares donde lo conocen por su nombre, lo saludan con desenfado y con respeto, saben sus gustos y se apresuran a atenderlos. Sin excesiva confianza, eso sí, porque nunca le ha gustado el comadreo ni el floreo verbal, y menos aún las confidencias. Pero no por falta de espontaneidad o de efusión, sino por cierto escepticismo y por que, en general, el prójimo le aburre, y sus opiniones y chascarrillos le parecen insulsos y vulgares. Sí, el arte de la convivencia es el arte de la distancia, y más para alguien como él, tan aficionado a sus soledades y a sus silencios. Y ya puestos, este sentimiento placentero de hoy se extiende aún más allá, adquiere dimensiones históricas, porque España, siempre tan torturada y azarosa, está viviendo su época más larga y próspera de democracia y también eso contribuye al prodigio de la normalidad. ¿Qué más puede pedir? Permanencia, he ahí otra palabra que, no sabe cómo, ha llegado a ser importante en su vida.

¡Cuánto he cambiado desde entonces!, piensa, desde aquel entonces en que lo próximo, lo familiar, lo previsible, todo eso, hoy tan querido, le resultaba tan odioso y mediocre. Y recuerda aquel otro día de primavera de hace muchos años, cuando don Gregory le dijo: «Salgamos al jardín». Eran los primeros días templados después de un largo invierno. Se sentaron al abrigo de un muro, en el mismo lugar donde se sentarían muchas tardes de aquella primavera, y entonces don Gregory se fue animando, saliendo de la hondura de su silencio, despertando del hermetismo y la tristeza en que parecía haber hibernado hasta aquel día. Hacía un sol tibio de gatos y, como los gatos, don Gregory levantó el rostro y entornó los ojos, en una actitud placentera de ofrecimiento, casi de adoración.

Y luego estaba el olor a tierra removida y fértil, a verdores nuevos, el susurro nupcial de los insectos, la levedad del viento perfumado de secreta frescura.

Con la punta de la bota, Lino hacía y deshacía montoncitos de arena. Así estuvieron un buen rato, hasta que don Gregory, sin mirarlo, le preguntó qué le gustaba más, el campo o la ciudad. «El campo.» ¿Y una motocicleta o un caballo? «Un caballo», mintió Lino, o quizá no, pensó de inmediato, quizá era sincero sin saberlo, y en ese instante decidió que en el fondo de su corazón, y ya para siempre, amaría más a los caballos que a las motos. Entonces se acordó de la tarde con los amigos en el pretil del puente y dijo por decir algo que de mayor le gustaría ser perito agrícola. Se oyó la respiración de fuelle roto de don Gregory. Lo miró. Su noble perfil tenía algo de esculpido, su pelo era acerado y corto, sus manos grandes y embastecidas por el trabajo. Dudó si preguntar o no, porque había en él algo de huraño, de inaccesible, pero de pronto se animó. ¿Era verdad que había vivido en Australia?

Don Gregory se tomó su tiempo para responder. Tenía que inhalar profundamente, formar y digerir la frase en el pecho y de allí echarla a rodar hacia la boca o la garganta, porque no estaba claro por dónde le salía, o más bien le regurgitaba, la voz. Había sido minero, marino, cazador y pastor. Las frases las decía a trozos, a cada golpe de voz un trozo, no más de dos o tres palabras, y luego una inhalación desesperada y otra vez a empezar. ¿Minero? Y de su respuesta resplandeció con luz propia la palabra ópalos. ¡Ópalos! La palabra resonó en su interior y se desdobló en ecos cada vez más lejanos. Trabajaban en el desierto, con temperaturas de hasta 50°, y también había estado en una mina de diamantes, en Kimberley (y Lino se quedó fascinado ante aquel nombre, Kimberley, tan hermoso, tan evocador), y en otra de oro, y hasta había sido pescador de perlas, y todo eso unas veces por cuenta ajena y otras por cuenta propia. Lo miró sin girar apenas la cabeza, los ojos casi cerrados, y sonrió con una cordialidad insospechada en él. Dientes fuertes, blancos, perfectos. Sí, tenía cierto aire a Gary Cooper.

Lino entonces se sintió a gusto y confiado y contó el plan de su padre para encontrar tesoros en los ríos. Don Gregory amplió la sonrisa y cabeceó entre divertido y admirado. «Qué hombre tan loco, cómo se le puede ocurrir algo así.» Aunque, bien mirado, si hay algo que vuelve locos a los hombres es la pasión por los tesoros. Él sufrió esa pasión, como casi todos los inmigrantes de aquellos años en que era más fácil que ahora creer en los portentos, pero luego se desengañó y se convirtió en pastor, en humilde pastor de bueyes y carneros, y así fue como, sin buscarlo y casi sin quererlo, encontró su verdadera vocación, y también su tesoro.

Y allí la historia de don Gregory se fue encauzando y ensanchando, y no ya esa tarde sino durante otras muchas de aquella primavera. Ya no era necesario que lo mandasen a ver a don Gregory. El iba de por sí tres y hasta cuatro veces por semana. Y sus padres lo interrogaban, intrigados con aquella rareza. «Pero ¿qué es lo que te cuenta?» «No sé, pues cosas de su vida.» «Pero qué cosas», y él les iba contando lo que don Gregory le contaba a él.

Era una historia vaga y fragmentaria. Frases sueltas alusivas a una vida que no se dejaba contar, porque no estaba hecha tanto de lances y episodios como de sentimientos y experiencias nimias, aunque secretamente esenciales, y todo eso rescatado desde la nebulosa de la nostalgia. Más que los hechos, contaba el escenario. Todo era allí salvaje, todo inmenso. Las praderas, las mesetas, las llanuras desérticas, las sabanas y las estepas salpicadas hasta el infinito por eucaliptos, acacias y palmeras, y aquí una cascada, o un enorme desfiladero excavado por torrentes voraginosos, o un lago de sal, y por todas partes arquitecturas geológicas que parecían sacadas de una pesadilla o de una mente alucinada. Era un paisaje indómito y fantasmagórico que Lino conocía por las películas y que ahora cobraba realidad, se hacía casi tangible en las palabras de don Gregory.

Por lo demás, y sobre todo en los primeros tiempos, la vida era allí ruda y primitiva. El rigor de las sequías, o las malas lluvias que agriaban la hierba, obligaban a veces a los animales a alimentarse de broza y de rocío, y a los hombres de culebras, de insectos, de larvas, de raíces. Había ciclones, incendios gigantescos que oscurecían el cielo, tornados, súbitas tormentas de granizo o de arena, todos los elementos embravecidos contra los pioneros de aquella tierra hostil. Había serpientes y arañas de picadura mortal, alimañas, perros salvajes. ¿Y bandoleros, indígenas sanguinarios, reyertas, persecuciones, cicatrices de bala y de cuchillo? ¿O eso lo añadió la imaginación con el transcurso de los años? Porque acaso fue más lo que él imaginó que lo que el otro dijo. Más la magia evocadora de las palabras y el apetito de aventuras que los hechos en sí. Pero ante todo fue el gozoso despertar de la fantasía hasta entonces sin buena tierra en que arraigar y contenida por la grisura de la vida diaria y por los aliviaderos del cine y de las promesas inciertas del futuro. Ahora, de pronto, descubría un mundo real donde aún era posible una vida de acción, una vida elemental hecha de días y de sucesos claros y singulares.

¡Y los nombres! Nombres de pueblos o ciudades, de ríos, de montes, de minas, de llanuras, que resonarían ya para siempre en su memoria como reclamo y testimonio de un sueño terrenal. Davenport, Macumba, Adelaida, Silverton, Alice Springs… Fuese lo que fuese lo que contó don Gregory, o lo que él se imaginó o deseó escuchar en su joven corazón romántico, lo cierto es que al conjuro de aquella historia y de la música nunca oída de aquellos nombres, algo se removió en su alma, vagos ideales que acaso esperaban su momento, la palabra mágica precisa que les permitiera irrumpir violentamente en la realidad y someterla a sus anhelos y desmanes. Se sintió pequeño, irrelevante, al tiempo que veía agrandarse a don Gregory, hasta adquirir casi dimensiones heroicas. El relato, por otra parte, estaba contado en un tono que destilaba una gran añoranza y una vena amarga y seductora de melancolía. Era el tono de los fracasos legendarios, no el fracaso de su padre, con sus humildes gestas y sus proyectos de poco pelo, sino otra cosa, algo que tenía que ver con la secreta grandeza de los derrotados con gloria en una lucha desigual, y donde el infortunio está asegurado de antemano, y que él conocía por el cine y por el instinto adolescente de la fatalidad.

Y los padres: «Pero ¿llegó a poseer minas, tierras, casas, bueyes y carneros?». Y sí, con el tiempo tuvo sus propios rebaños, sus tierras, la casa que él mismo construyó con sus manos, aunque ni le había hablado, ni él se había atrevido a preguntar, sobre la cuantía de su fortuna. Y la madre: «¿Y de amores qué? ¿No se casó, no tuvo hijos?». «De eso tampoco ha dicho nada.» «Ese tipo de hombres emprendedores no se casa», decía el padre. «Son avaros, y sus únicos amores son sus propiedades.» Y la madre: «¿Y para qué tanto dinero si luego no lo gasta?». «Pues por el gusto de tenerlo. ¿Te parece poco? Debe ser bonito tener millones y saber que los tienes, aunque vivas en una chabola y mojes un mendrugo de pan en un pocillo.» «¡Maldita sea!, eso es pecado.» «Qué sabrás tú. Mira», y enseñaba sus manos rígidas, torpes como garras, «esto sí que es pecado.»

Hasta que un día llegó con la noticia de que don Gregory lo había animado a irse y a establecerse allí. «¿A Australia?» El padre, la madre, y por supuesto él mismo, entraron en un estado caótico de estupor. «¿A Australia?» Se lo había dicho esa misma tarde, aunque sin darle apenas importancia. Con la primavera, todo recomenzaba. Era una época de ímpetus, de proyectos. Y Lino era joven, estaba en la edad propicia de los sueños y los imposibles. ¿Por qué no se iba a Australia? Allí había aún mucho futuro para un joven tan animoso como él. «¿No te gustaría irte, empezar allí una nueva vida?» Y el padre: «¿Y tú qué le dijiste?» «Que sí.» «Muy bien dicho, porque a lo mejor está experimentando contigo, a ver qué tipo de persona eres tú.» Ahora allí todo era más fácil, ya casi no había caballos sino rancheras y helicópteros. Ni había noches al raso, ni caminatas sin fin bajo un sol de fuego, ni hambrunas, ni casi ninguna de las penalidades de otros tiempos, pero así y todo aquella seguía siendo una tierra salvaje y hermosa. «¿Salvaje y hermosa? ¿Eso dijo?» «Sí, eso mismo. Y me dijo: Si quieres irte, yo te conseguiré allí trabajo y te pago el viaje. Y yo: ¿En el campo, de pastor? Y él: Te recomendaré a un gran amigo mío. Él será un buen patrón para ti, será tu tutor, y te ayudará en todo hasta que puedas establecerte por tu cuenta y volar solo.»

Y el padre: «Volar solo». «Sí.» «Y te paga el viaje. Entonces está muy claro que su idea es legarte alguna de sus propiedades», y había un eco solemne y trémulo en su voz, «una finca, o varias, que por fuerza serán enormes, como son allí todas las cosas, con su muchedumbre de rebaños, y sus caseríos y dependencias, y sus rancheras, y hasta es posible que su propio helicóptero.» Parecía hablar al dictado de un soplo sobrenatural. «Pero, antes, quiere ponerte a prueba, y que conozcas bien el negocio y seas digno de él. Tiene que ser así por fuerza y no puede ser de otro modo, porque no te va a mandar a Australia de simple pastor y allá te las arregles tú luego como puedas. Para eso no hace falta ir tan lejos, ni te va a pagar el viaje para que seas un pelagatos. No, él tiene un plan para ti, para tu futuro. ¿No veis que es claro como el agua? Y cuando te conviertas en un hacendado», y se le iluminó la cara, «nos iremos tu madre y yo contigo. Desde ahora te digo que no he de morirme sin montarme en un helicóptero.»

Y hasta la madre, siempre tan realista y escéptica, parecía rendirse a la evidencia de los hechos.

Y ahora, al cabo de los años, resulta que el lunes partirán para Australia, él y Clara. Será como viajar al pasado o volar hacia un sueño. La vida es breve, sí, pero en su pobrísimo decurso hay que ver qué inextricable laberinto puede llegar a urdir a veces. Y otras muchas veces, qué triste, qué monótona. ¿Quién habrá condenado al hombre a ser efímero para sembrar después en él la semilla maldita de la inmortalidad? Y siempre deseando y persiguiendo un imposible, cortejando un sueño que de antemano sabemos que no llegaremos siquiera a acariciar. Tántalo, Prometeo, Dédalo, los que iban en busca del Vellocino de Oro o de la Tierra Prometida, los que alzaron la Torre de Babel, los que anhelaban el Dorado o la Fuente de la Eterna Juventud, todos esos mitos y leyendas se encarnan en cada momento en todos los hombres, hasta en los más humildes, de todas las épocas y todos los países. Y al mismo tiempo, siempre trapicheando con la felicidad, incluso con la plenitud. Perseverando en nuestro ser. Nosotros, el pájaro lira, el perro sarnoso, el gusano, la ortiga, la piedrecilla esa del camino.

Pero él, hoy, resulta que es feliz, y al pensarlo, de un modo tan físico y real que casi lo dice y lo proclama en alto, siente en la espalda una culebrilla de terror. Cuidado con el destino, cuidado con la fortuna, cuidado con la felicidad. Cuidado. Se detiene desorientado en medio de la acera. Ha quedado a las 13.30 con Clara para ir juntos a la comida familiar, donde celebrarán en un ambiente íntimo y anticipado la fiesta grande del domingo. Allí los padres de Clara conocerán a los suyos, y al pensarlo no puede evitar sentirse avergonzado de ellos, sobre todo de su padre, imaginando el ridículo que pasarán si le da por hablar a voces de su pensión de invalidez —y, tan barullero como es, exhibirá el carné y lo hará circular entre los comensales—, de sus negocios y proyectos de negocios, de la pesca y la caza, de los tomates de Almería y de la cohorte de afectados. Ante los padres y demás parientes de Clara, que son tan finos, y de esa discreción y elegancia natural que solo da el dinero viejo. La verdad, no sabe si reírse o llorar.

Son las 10.35. ¿Adonde ir? Había pensado pasear por el Retiro para disfrutar de este día de primavera y de sus últimas horas de soltero, y luego sentarse en alguna terraza a leer el periódico o a contemplar el mero mundo y a dejarse mirar por las mujeres. ¡Qué lejos había quedado la angustiosa experiencia del tedio ante la anchura de un tiempo huérfano de expectativas o de acción!

Pero ahora, de pronto, se le han quitado las ganas de pasear. ¿Abulia, cansancio, una sombra de desilusión que cruza y oscurece un instante su mente? ¿Qué es lo que le pasa? Pero ¿qué te pasa?, le dice y le repite con un histérico parpadeo luminoso la cruz de una farmacia. Piensa en el lunes y siente una pereza repentina ante la perspectiva del viaje. Y cuando lleguen allí y vean la estepa y las montañas, o un canguro o un rebaño de ovejas, tendrá que exagerar ante Clara el asombro, el alborozo, la gratitud sin límites. Fingir emociones traspapeladas hace ya mucho tiempo. Oh, gracias, Clara, Clarita, gracias, mi amor, mi tesorito, ah, cuánto te querré siempre.

Carraspea bajo y lúgubre. Un perrillo que pasa con su dueño ha debido de oírlo porque lo mira y le enseña los dientes. Hacía tiempo que no carraspeaba. Dejó casi de carraspear precisamente cuando conoció a Clara, o mejor dicho, cuando la besó por primera vez, ¿te acuerdas? Ahí hizo la promesa de que ya estaba bien de andar esclavizado por aquella tontuna infantil. Hasta su madre se dio cuenta: «Vaya, parece que ya no haces esos ruidos y garganteos que hacías desde niño». Y el padre: «La de pájaros y peces que me espantó con esa tos maniática que tenía». No, ya apenas carraspeaba, pero ahora no solo le vuelve la necesidad de ese antojo sino que también siente como una vaga repugnancia física ante la idea del matrimonio. O quizá sea la responsabilidad ante el futuro. Pero el caso es que, de pronto, el presente se le hace insoportable. ¿Qué tendrían que decir ante esto los expertos, los que tienen remedios milagrosos para todo tipo de dolencias, la gente mágica y risueña que anda por el mundo difundiendo la buena nueva de la felicidad? Y, por cierto, se pregunta de repente, ¿esta era entonces la felicidad y su ridículo misterio? De pronto siente vértigo, náuseas, ante la banalidad de la dicha. ¿Y este era, pues, el desenlace de su vida? ¿Este su pálido sentido? Y entonces cede ante otra vieja manía ya desterrada, la de dejar la mente abierta a los desafueros del absurdo. Un montón de frases grotescas se le vienen de golpe a la cabeza: «Armas hartas de pan», «El rey de bastos va a la óptica», «Gatos calzados con cáscaras de nuez», «Por un huevo duro una estirpe abortada»…

Cuidando de que nadie lo vea, hace unos gestos furiosos y repentinos con las manos, cualquiera diría que hace conjuros o está intentando espantar una avispa, al tiempo que enérgicamente niega con la cabeza: no, no, no y no. Ya está, ya se calmó, ya está bien de supersticiones y puerilidades. Seamos serios, maduros, responsables. «La colonia contiene alcohol y esencias florales, y por ello restaña las heridas a la vez que perfuma la piel», «Llamamos glosopeda a una enfermedad del ganado producida por un virus», «En la antigüedad de los desiertos había hermosas pastoras de las que se enamoraban los patriarcas bíblicos y los príncipes beduinos junto a los pozos donde abrevaban los rebaños». Así, eso es, no adorar a falsos dioses, no volver a las supersticiones y chifladuras de otros tiempos. ¿Dónde estaba, además, la ironía, que tan buenos servicios le había prestado en momentos de incertidumbre y de congoja? ¿Dónde?

Como respondiendo a su llamada, una imagen viene en su auxilio para arrojar un poco de luz en este extraño trastorno anímico que acaba de sufrir. Se acuerda de aquellos trozos de carne rancia que su padre dejaba al sol para que las moscardas vinieran a poner los huevos de los que saldría luego el preciado asticot, que tan mortífero resulta en la pesca. Pues así son ciertas palabras, ciertos recuerdos, ciertas ideas, musiquillas, pequeñas ofensas, mínimas y recónditas culpas, fugaces experiencias de antaño. Vienen, te pican, te inoculan su germen y se van. Parece que no ha pasado nada, apenas un pinchacito que ni siquiera notas, pero te han dejado allí el fruto de una futura gusanera. He ahí el peligro de las pequeñas, inadvertidas cosas de la vida. Que algunas llegan para quedarse, y lo que era leve, casi intangible, y desde luego insignificante, fragua en cosa dura, pesada, importante y real. Y uno entonces se convierte en esclavo. Unas palabras, una mirada, un suceso superfluo y acaso ridículo, te conquistan y te someten a su voluntad, y del mismo modo que los gusanos comen y se alimentan de la carne, ellos te roen la razón, el carácter, la dignidad y hasta las buenas intenciones. Eres listo y ellos te hacen tonto. Eres guapo y ellos se las arreglan para que parezcas horrible.

Esta comparación, tan clara, tan didáctica, lo ayuda a expulsar de su mente los fantasmas que han venido a alterar la tersura de este día tan hermoso. Pero ya está, ya pasó. Es bueno conocer y aceptar tus debilidades, porque así les puedes plantar cara y enfrentarlas con éxito. Instalémonos por tanto de nuevo en el presente. Camina y mira escaparates. Elige menú en la carta de un restaurante. Lo lee todo, lo sopesa, y al final opta por una ensalada de cangrejos reales y la gallina en pepitoria, especialidad de la casa. Una elección sencilla para un día feliz, inolvidable. Ahora, si quisiera, podría entrar allí, o en cualquier otro restaurante de lujo, y pedir lo mejor y lo más caro, y casi instintivamente se echa la mano al bolsillo de la chaqueta y descubre que se ha olvidado en casa las tarjetas de crédito y el carné de identidad. Sonríe. ¿Para qué necesita ningún documento en un día como hoy? Su mejor presentación, su mejor garantía, es su propia persona. Y de beber, ¿qué prefiere el señor? Sigue su camino y más allá elige un reloj multiusos con pantalla táctil, cronómetro, termómetro, brújula, linterna, barómetro, calculadora, radio, altímetro… El que tiene ahora (son las 10.52) se lo regaló Clara, y es analógico, sobrio, con solo dos agujas y cuatro señales horarias, pero de una marca selecta y de un estilo minimalista y exclusivo. Su padre dijo al verlo: «Se nota de lejos que es un reloj muy caro. No sé por qué pero se nota». Y era verdad: solo los ricos son capaces de convertir lo sencillo en lujoso. Los pobres, cuando quieren poner algo de lujo en sus vidas, lo recargan todo, y todo les parece siempre poco. Y así, la pobreza encuentra su redención en los esplendores fúnebres de lo barroco, concluye. Y, de pronto: Vino de Kimberley, se decide al fin, y entonces cae en la cuenta de que su desmayo sentimental de hace unos instantes se debe a la moscarda australiana, que ha vuelto a eclosionar en este día de mayo. La misma felicidad, la misma euforia, pero también el mismo miedo sin causa ni nombre que sintió durante aquellos días en que no solo dio por hecho que su futuro estaba en Australia, sino que se puso a anunciarlo y casi a vivirlo por anticipado.

Se lo contó a los amigos, a los vecinos, a algunos profesores, a los pescadores asiduos del Manzanares («El chico se nos va a Australia a pescar tiburones»), y a veces salía de casa con la sola intención de encontrar a alguien a quien ofrecerle aquella noticia formidable. Y no se cansaba de referir siempre las mismas maravillas. Se había comprado libros y mapas y hablaba de Australia como de su aldea natal, nombraba sus lugares, describía los paisajes, la fauna y la flora, el clima, las costumbres, los recursos mineros, advertía de los peligros, y contaba cómo iba a ser su vida allí y cómo quizá llegaría a ser un hombre rico, dueño de tierras, de bosques, de rebaños (de bienes raíces, como le gustaba decir al padre), y en sus palabras había un tono entre ilusionado y melancólico de despedida, porque es verdad que le estaba diciendo adiós a su pasado, a sus compatriotas, a su ciudad y a su país, a sus hábitos y hasta a su propia lengua: de inmediato empezó a estudiar inglés y se despreocupó por completo de los otros estudios. «Es que me voy a Australia», decía por toda respuesta cuando alguien le pedía razón de su conducta. «¿Cómo estás?», le preguntaban, y él: «Me voy a Australia». «¿No te presentas al examen?» «No, es que me voy a Australia.» «Bésame», le pidió una tarde una chica, y él contestó con la misma frase, que era ya el santo y seña de su vida, la fórmula mágica que todo lo justificaba y lo allanaba, y contra la que nada cabía oponer.

«¿Y vas a dejar de estudiar?», le preguntaron en más de una ocasión. Y él se reía ante algo tan trivial, qué tonterías dice la gente, porque qué son los libros ante el galope de un caballo, el sinfín de un llano, la caza del búfalo, el rugir de una tormenta, o el simple crepitar de una hoguera en la noche. Era como comparar a un conquistador con un clérigo o un oficinista. No, sus valores y saberes no serían ya en adelante la sintaxis o la geometría sino el arte de percibir y entender las señales de la naturaleza, de manejar un látigo o un arma, de hacer lumbre en el campo o de descabezar con un machete a una serpiente. Además, nunca le gustó estudiar ni encontró placer o consuelo en el trato con los libros, y ahora menos que nunca. Y el padre: «La ganadería vale por una carrera, y hasta por varias», porque el ganadero era botánico, era meteorólogo, era veterinario, era topógrafo, contable, carpintero, albañil y hasta un poco filósofo.

Fueron días exultantes, de una actividad frenética incluso cuando no tenían nada que hacer. La madre le compró ropa y le repasó la que tenía, le daba consejos prácticos y morales, alzaba las manos al cielo en señal de desesperación y se movía por la casa como si la partida fuese inminente y no quedara tiempo de rematar el equipaje. En cuanto al padre, no podía estarse quieto salvo para hablar, y cuando hablaba era para buscar el modo de acompañar al hijo en su aventura portentosa, de partir también él hacia tierras lejanas y trabajar allí de capataz, de conductor de rancheras, de cazador, de guarda, de lo que le mandasen.

«¿Y qué? ¿Cómo va la cosa con don Gregory?», le preguntaban cuando venía de visitarlo. Bien, las cosas iban bien. Ya le había dicho que sí, que aceptaba su oferta para irse a Australia cuanto antes y empezar allí una nueva vida. «¿Y él?» El asentía, sonreía, lo animaba a perseverar en su decisión, le recordaba que la vida al principio iba a ser dura, lo aleccionaba, lo iba iniciando ya en el oficio, le enseñaba algunas frases en inglés.

Y así fue avanzando la primavera. Luego vinieron días de lluvia, estuvo lloviendo más de una semana y en ese tiempo no fue a ver a don Gregory. Por las tardes se quedaba en casa, imaginándose que ya estaba en Australia y que sobre la estepa caía una tremenda lluvia torrencial. Por la noche aspiraba el olor de la hoguera, oía el viento entre los eucaliptos y los ladridos a coro de los perros salvajes. Y todo eso le parecía más real, más intenso y hasta más cercano que las cosas cotidianas de siempre. Y era feliz. Allí, en Australia, conseguiría por fin estarse quieto y conforme en un lugar, acabaría con la manía de querer estar siempre en otra parte, echaría raíces en un sitio, en el sitio exacto que acaso el destino le tenía reservado.

Y entonces, adiós a la contingencia, al tedio, a vivir de prestado en el mundo, a los caprichos del azar, al temor a un futuro desdichado y mediocre.

Luego sobrevino lo inevitable, lo que quizá en el fondo de su corazón él —su instinto de la fatalidad— sospechaba que sería inevitable. Sin embargo, lo que en ningún momento imaginó es que esa misma tarde ocurriría también algo extraordinario, capaz de alterar su carácter y darle a su destino un rumbo inesperado. Al final del sendero estaba aguardándolo la enfermera, o la cuidadora, subida en el umbral y con las manos juntas y condolidas en el pecho, y echada un poco hacia el vacío en una actitud implorante y solícita. Debía de haberlo visto llegar y salía a recibirlo. Y él supo entonces todo cuanto había que saber, y con tanta seguridad que, saltando sobre el presente, pensó en el verano y se sintió abrumado por toda aquella inmensidad de tiempo que habría de recorrer, y pensó que luego vendría el otoño, el invierno, y llegaría la Navidad, y comenzaría un nuevo año y él habría de seguir caminando solo —tal como caminaba ahora por el sendero—, sin esperanza ni ilusión, y sin ningún lugar adonde ir o donde querer estar. En un instante vio su vida condensada en la imagen de un hombre y un camino, algo que él sabía por los libros y por los sermones pero que hasta ahora no había experimentado en toda su deslumbrante e insondable verdad.

Ella bajó a su encuentro, lo abrazó, le echó una mano por el hombro y lo condujo al cuarto de don Gregory. Todo estaba limpio y ordenado, listo para recibir a un nuevo huésped. La ropa la habían donado a una institución de caridad, y en cuanto a sus pertenencias personales, podía hacerse cargo de ellas si nadie con más derecho venía a reclamarlas. Estaban guardadas en una caja de zapatos. Eran objetos sin valor: unos billetes, unas monedas, un reloj de pulsera, una navaja, unas piedras negras y una cartera en cuyo portarretratos había una foto donde aparecía una mujer, un niño y un don Gregory joven. Él la miró, y solo con eso debió de preguntarle si eso era todo, porque ella respondió: «Sí, eso es todo». ¿Y no había dejado algo para él, una carta, una nota, unas palabras últimas…?, y ella contestó mordiéndose los labios y moviendo apenas la cabeza. Había muerto de repente y no tuvo tiempo de escribir ni de expresar sus últimas voluntades. Y, como ella no conocía su dirección, no pudo ni siquiera avisarlo para el entierro, y otra vez lo abrazó y se puso a manosearlo mientras le decía: «Pobre, pobrecito mío, que ya no podrá irse a Australia a ser un hombre rico».

Él notó que le subían las lágrimas y que iba a echarse a llorar en sus brazos, pero entonces ocurrió algo extraño, algo que le recordó a ciertas películas del Oeste, cuando a lo lejos suena una cometa y un escuadrón de caballería acude en tropel en auxilio de los héroes diezmados y a punto ya de sucumbir al enemigo, y así él vio cómo en su ayuda aparecía ahora un escuadrón a cuyo frente galopaba el orgullo, y tras él la ira, la dignidad y la arrogancia, y otras pasiones tan súbitas y desaforadas, que por un momento se quedó asombrado y temeroso de aquella fuerza que habitaba en él y que ahora surgía y se manifestaba con todo su poder.

Era como si hubiese sufrido una metamorfosis, como Gregorio Samsa, solo que él no se había convertido en un insecto sino en un hombre hecho y derecho, grave de tan serio, y lleno de un extraño vigor. Se soltó del abrazo y la miró fríamente, más que con saña, con desprecio y con asco. Carraspeó fuerte y tenebroso. Cómo se atrevía a compadecerlo. Todos los fragmentos de su esperanza rota se reunieron en un sentimiento de rabia y destrucción. Sin apenas esfuerzo, le dio un manotazo a la caja, un empujón a la mujer para apartarla de la puerta, un portazo al salir al jardín, una patada a una silla de ruedas que había junto al sendero, y luego anduvo muy deprisa durante mucho tiempo, y empezaba ya a anochecer cuando llegó al río y se sentó en el pretil del puente y descansó al fin. Los edificios estaban todavía iluminándose, una luz aquí, otra allí, y de pronto muy lejos una lucecita roja, y allá una figura verde de neón, y cada vez más y más luces, y al final se encendieron las farolas y el agua se llenó de colores y brillos temblorosos.

Examinó su vida y vio que solo quedaba de ella, tras el saqueo, el orgullo y la furia, y por supuesto el desprecio hacia el mundo. Pero con eso era bastante. No necesitaba más para vivir. Y era raro, porque nunca se había sentido tan fuerte como entonces. Dueño de una serena fuerza interior que valía mil veces más que el galope de un caballo o el desenfreno de una tempestad. Canguros saltarines, culebras, balidos de ovejas y mugidos de vacas. Por Dios, ¿cómo había edificado su casa con tan mezquinos materiales? ¿Cómo se había dejado persuadir de que esa era una vida noble y deseable? ¿Tanto soñar y anhelar para llegar a ser, en definitiva, un patán? Cagajones, boñigas, estiércol, blasfemias y berridos.

Pasaron unos muchachones camino de las promesas de la noche. Él les sostuvo la mirada hasta que los otros apartaron la suya. Con qué poder y con qué aplomo se enfrenta el mundo cuando no hay nada que perder. Nuevos conceptos, nuevas palabras habían venido a apuntalar su vida y a ensancharla y a proyectarla hacia ámbitos maravillosos, al lado de los cuales la inmensidad de una llanura resultaba ridicula. Y entre esas palabras había una donde todas las demás venían a reflejarse, a rendir un tributo de alegre sumisión. Esa palabra era ironía. Es lo que había quedado —el fértil remanso— tras la tormenta creadora de pasiones. Lo que hasta entonces había sido un vago término escolar era ahora una fuente insospechada de conocimiento, un nuevo modo de ver el mundo, un arma formidable con que defenderse de los espejismos y espantajos que nos salían al paso en el camino. Caminatas, polvaredas, helicópteros, perros salvajes, tediosos horizontes sin fin. Aventuras que no eran sino laboriosas, patéticas formas de rutina. Con qué clarividencia veía ahora las cosas. Lana, carne, bostas, relinchos y sudor. Y le daban ganas de reír. Había desaparecido la ira y ya solo quedaba la ácida paz del desdén y la burla.

Repasó los sucesos que le habían ocurrido en los últimos meses. A lo mejor todo era parte de un plan que tenía sobre él Dios, el diablo, la Providencia o el destino, pensó, y respiró hondo, feliz con aquella ocurrencia, con aquella estrategia mental que le permitía mofarse tan de soslayo de las altas instancias que gobiernan la vida. Oía el borbolleo del agua en la oscuridad, el agua amiga e incansable, mientras se mecía en el pretil y se dejaba invadir por el frescor de la noche y del río, y por la extraña sabiduría que sentía manar del fondo arcano de su corazón. Nunca más volvería a soñar sin fundamento. O mejor, nunca más volvería a soñar. ¿Para qué, si basta y sobra con el mero vivir? No atarse a nada, no atender a promesas, valerse por sí mismo. Aceptar con ánimo festivo la contingencia insultante de la vida y del mundo. Pactar con el tedio, y aceptarlo como nuestra patria natural. Se sentía crecer por dentro, y hasta tuvo que levantarse y respirar a fondo para escapar a aquella sensación física de éxtasis y asfixia.

Todo eso ocurrió en una tarde, aunque, ahora que lo piensa, ¿no será que la memoria ha concentrado en unas horas lo que fue un proceso de semanas o meses? No, no, piensa, fue una tarde de primavera, claro que sí, porque ahora se acuerda de que cuando llegó a casa sus padres estaban terminando la cena. Se detuvo en la puerta el tiempo justo para informar. Platos y cubiertos sucios, migas de pan y mondas de fruta. He ahí las ruinas de un día más que agoniza. «Se acabó la función», dijo, con su flamante manera de hablar. «Al final el protagonista muere, y resulta que tenía allá en Australia una mujer y un hijo.» El padre lo miró con la boca torcida y el bocado a medio masticar. «¿De qué función hablas?» Pero él no respondió. Sonrió y siguió por el pasillo y se encerró en su cuarto. Y allí, en el viejo aire familiar, con su olor a muchacho pobre, volvió a sentir un saludable y purificador desprecio por el mundo.