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Ondas

Al día siguiente era domingo. Sam decidió que era mejor contarles a Clive y Terry que le había visitado la policía. Primero fue a casa de Terry. A medio camino pudo oler que estaban preparando el desayuno, y en la cocina se encontró con Charlie, el tío de Terry, sin afeitar, aún en pijama, removiendo lonchas de panceta en la sartén.

—Está trasteando en el garaje —dijo Charlie con aspecto cansado y sin alzar la mirada.

Sam, al oír el sordo ruido de actividad, intentó entrar en el garaje. Estaba atrancado desde dentro. Golpeó la puerta y dijo quién era. Se produjo el sigiloso susurro del cerrojo al otro lado de la puerta antes de que Terry le dejara pasar.

—Ciérrala cuando entres —dijo.

En un lateral del garaje había un banco de trabajo. Terry tenía un trapo enrollado en un extremo de una barra de tubería.

—Parece una pieza bastante pesada —dijo Sam mientras observaba la bomba.

—A Alice le va a encantar ésta —dijo Terry.

Cogió un martillo y lo golpeó contra el extremo de la bomba con el trapo.

Sam pensó que la técnica de Terry era un poco peligrosa, y se lo dijo.

—¿No deberías usar un torno para cerrarlo?

—Es demasiado gruesa. Hay que darle unos golpes.

Terry volvió a golpear la bomba con el martillo y se produjo otro sonido sordo.

—Escucha, Terry. La policía vino a mi casa. Era por lo de las bombas.

Terry bajó el martillo y lo dejó colgando a su lado. Se quedó mirando a Sam con asombro.

—Ayer.

Los ojos de Terry pasaron al martillo que tenía en la mano y después a la bomba. Sopesó el martillo antes de darle a la bomba otro golpe.

—Supongo que será mejor que lo dejemos por un tiempo.

—Supongo.

—Quizá esta sea la última en una temporada.

—Mejor no hacer ninguna más.

Terry miró con tristeza a su último modelo. Ni siquiera había tenido tiempo de ponerle nombre. Se giró hacia la mesa de trabajo. Sostuvo la bomba con la mano izquierda e intentó comprimir el extremo de la tubería con una serie de golpes cortos, vigorosos y rápidos. Sam vio cómo los dedos de Terry se cerraban con delicadeza sobre el extremo de la tubería igual que se habían agarrado al pecho de Alice.

—Se lo voy a decir a Clive —dijo Sam—. ¿Vienes?

—Voy a terminar esto. Voy a ver a Alice a las doce en el estanque. Te veo luego.

Sam se encogió de hombros y se marchó. Al pasar por la ventana de la cocina, Charlie, aún en pijama, lo despidió con vagos gestos. Sam aún podía oír a Terry dando golpes en el garaje.

No había avanzado más de cien metros cuando oyó la explosión de la bomba.

Sam, Alice y Clive se sentaron junto al estanque aquella tarde. Después de que se establecieron los hechos, se sentaron sin hablar, cada uno sumido en un silencio espeluznante y privado. Miraban el estanque, observando los delicados círculos concéntricos, casi invisibles, que se ondulaban lentamente desde el centro y rompían contra la orilla arcillosa. Parecía sorprendente que aquellas ondas pudiesen generarse sin ni siquiera la acción de un guijarro contra el agua, y aun así, allí estaban, apenas discernibles aunque innegables, como si dieran respuesta a alguna alteración en el corazón mismo del agua.

Estuvieron allí sentados desde las tres de la tarde hasta que la oscuridad comenzó a descender lentamente, en entregas graduales. El agua succionó suavemente la oscuridad, la oscuridad llamaba a la oscuridad, hasta que la propia negrura pareció arrastrarse fuera del estanque y adentrarse en la tierra, hasta que el agua del estanque y la tierra que lo rodeaba alcanzaron una equivalencia, una intranquila tregua.

—Está oscureciendo —dijo uno de ellos.

Podría haber sido cualquiera, no importaba. Pero las palabras pronunciadas parecieron irradiar ondas concéntricas desde un centro pequeño e inmóvil, que viajaron hasta alguna orilla arrasada, desconocida, aterradora.