XVIII - ¡Salud al artista!

A finales de 324 a. C. o principios del año siguiente, Alejandro consigue dominar su dolor gracias, nos dice Arriano, al cariño con que le rodeaban los Compañeros. Abandona Ecbatana para ir a Babilonia, tanto para recogerse sobre la tumba de Hefestión como para poner en marcha otros proyectos. Aprovecha este viaje para dar una amplia vuelta por las montañas del actual Luristán a fin de imponer su ley a los coseos, pueblo montañés insumiso, vecino de los uxios a los que había combatido en el pasado. Estos coseos vivían en ciudades fortificadas en las montañas, entre Susiana y Media; su especialidad era el bandidaje y el pillaje, y ninguna fuerza armada había conseguido frenarlos. Cuando una brigada oficial llegaba a los lugares de sus fechorías, dejaban sus pueblos y se refugiaban en las cimas de las montañas vecinas, impidiendo así a las tropas regulares alcanzarlos para proceder a los ataques: una vez que esas tropas se marchaban, volvían a empezar con sus golpes de mano. Alejandro, ayudado por Ptolomeo hijo de Lago, consiguió acabar con ellos durante el invierno de 324-323 a. C., a pesar del frío y la nieve que cubría la región. Consiguió que se asentasen en sus aldeas y los convirtió en agricultores pacíficos, aunque feroces y muy apegados a sus tierras. Una vez concluidas estas operaciones de policía, Alejandro tomó la ruta a Babilonia y, en la primavera del año 323 a. C., llegaba a las orillas del Eufrates.

Podemos estimar que Alejandro llegó a la vista de Babilonia a principios del mes de marzo de 323 a. C. Tanto los autores antiguos como los eruditos modernos coinciden en la fecha de su muerte, que tuvo lugar el 13 de junio del año 323 a. C. Arriano —que nos describe minuciosamente las siete u ocho últimas semanas de la vida del Conquistador (op. cit., VIII, 15-28), que pasó en Babilonia y en sus alrededores (sobre todo en las riberas del Eufrates)— relata una veintena de acontecimientos que se produjeron durante ese período, incluidas su enfermedad y su muerte, que resumimos aquí en el orden en que él los presenta.

1. En Babilonia: los últimos proyectos de Alejandro

Camino de Babilonia, mucho antes de haber franqueado el Tigris, Alejandro tropezó con unos embajadores procedentes de Libia que ofrecieron una corona de oro al rey de Asia en que se había convertido y que iban a felicitarle. Luego fueron unos embajadores procedentes de Etruria, del Bruttium (comarca del sur de Italia, situada en la punta de la bota) y de Lucania (región de Italia meridional, colonizada por los griegos desde el siglo V a. C.), que iban con las mismas intenciones. Y como sólo se presta a los ricos, Arriano —que sin embargo suele mostrarse escéptico— no descarta la tradición según la cual también se presentaron al Conquistador embajadores procedentes de Cartago, de Etiopía, de las Galias y de Iberia. Era la primera vez, nos dice Arriano, que griegos y macedonios oían pronunciar los nombres de estos pueblos y descubrían la forma en que se vestían. Algunos historiadores antiguos de Alejandro afirman incluso que Roma habría enviado emisarios, pero esta información le resulta sospechosa a Arriano, y tiene razón.

Tras esto, Alejandro envía a uno de los suyos a Hircania (a orillas del mar Caspio), acompañado por algunos arquitectos y carpinteros de ribera para construir allí una flota de guerra. Sigue ateniéndose a su teoría de que el mar Caspio es un golfo que desemboca en el océano exterior, igual que el golfo Pérsico, y quiere verificarla: ese mar —que entonces se llamaba el «mar Hircanio»— es un gran mar, que recibe las aguas de ríos grandísimos como el Oxo (Amu-Daria) o el Jaxartes (Sir-Daria), de la misma forma que el océano Índico, en que desemboca el Indo.

Después de franquear el Tigris, Alejandro ve acudir a su presencia a unos adivinos caldeos que, conociendo su temperamento supersticioso, le advierten que no entre en la ciudad de Babilonia, porque el oráculo de su dios Belo les había puesto en guardia. «Será nefasto para Alejandro entrar en este momento en Babilonia.» El rey les responde con un verso de Eurípides: «El mejor adivino es el que predice lo mejor», pero los adivinos insisten: «Rey, no mires hacia el poniente, no lleves tu ejército por ahí; vete mejor hacia el este.» Por una vez, el supersticioso Alejandro no escucha a estos decidores de buena ventura y sigue adelante, porque sospecha que pretenden apartarlo de Babilonia por otra razón: el templo de Babilonia se cae en ruinas, y Alejandro había ordenado demolerlo y reconstruir uno nuevo en su emplazamiento; pero a los adivinos no les preocupaba ver las palas de los demoledores atacando su templo: en éste había numerosos escondrijos llenos de oro, que sólo ellos conocían y utilizaban.

Pero si Alejandro creía en adivinos, debería haber desconfiado. El verano anterior, un oficial macedonio a las órdenes de Hefestión había cometido algunos errores en su servicio y había interrogado a su hermano, un tal Pitágoras, para saber si le castigaría por ellos su general. Pitágoras inmola un animal, examina sus entrañas por referencia a Hefestión y constata que al hígado le falta un lóbulo; es un signo funesto, pero el oficial no tiene motivos para preocuparse: la desgracia ha llegado con la muerte de Hefestión. El oficial pide entonces a su hermano que haga un nuevo sacrificio para saber si será reñido por Alejandro. Pitágoras inmola otra víctima: también le falta un lóbulo al hígado. Conclusión de Pitágoras: lo mismo que Hefestión, Alejandro morirá, por lo que haría bien en no entrar en una ciudad sobre la que planean semejantes maleficios.

Alejandro franquea por fin el formidable recinto de Babilonia. Recibe ahí a unos griegos, a los que hace regalos, y encuentra una parte de la flota de Nearco y otros navíos, procedentes de Fenicia. Interesado por el emplazamiento fluvial, traza los planos de un puerto capaz de recibir mil navíos de guerra y arsenales que podrían completarlo, y unos días más tarde un ejército de obreros empieza a excavar el futuro Puerto Babilonia. Pensaba que esta región, fácilmente accesible desde Fenicia, podría convertirse en rica y próspera; y si se veía dominado por el deseo de partir a la conquista de Arabia, sería una buena base de partida. Además, buscaba un buen pretexto para lanzarse a la conquista de esa tierra árabe, de la que decían que era tan vasta como India: ningún embajador árabe había ido a Babilonia a saludarle. Arriano no cree en este casus belli de circunstancias: la verdad es que Alejandro siempre tenía una renovada sed de conquista. También tenía sed de sueños. Había oído decir que los árabes no tenían más que dos dioses, el Cielo, que contiene todo, y Dioniso; evidentemente les faltaba un tercer dios, porque todos los pueblos que había encontrado poseían una trinidad divina; se veía muy bien a sí mismo como tercer dios de los árabes.

Cuando se cansó de visitar Babilonia y sus alrededores, Alejandro decidió explorar el curso del Eufrates y, mientras los jornaleros excavaban el futuro puerto de la ciudad y los carpinteros de ribera iban haciendo sus trirremes, navegó río abajo hasta un canal situado a 160 kilómetros de Babilonia, por el que el río fluye durante las fuertes crecidas del verano y derrama sus aguas en una zona pantanosa. En efecto, el Eufrates nace en las montañas nevadas de Armenia y sus aguas permanecen bajas en invierno, pero crecen en primavera y sobre todo en verano, en el momento del deshielo de las nieves, y el país entero quedaría inundado si este desaguadero —llamado el Palácopas— no existiese o estuviese obstruido, porque el Eufrates inundaría las riberas. Además, le habían dicho que en ese momento 10.000 obreros asirios trabajaban para limpiarlo porque se acercaba el verano.

Había sido Arquias, el segundo de Nearco, quien había dado a Alejandro estas informaciones tan valiosas. Ese personaje entendía más que nadie de navegación y de ríos, y se le había encargado explorar las condiciones de navegación costera en dirección a Arabia, pero no se había atrevido a aventurarse más allá de la isla de Bahrein. Otros pilotos de Alejandro habían tenido el valor de ir más allá, en particular Hierón de Solos, que con un navio de treinta remeros había llegado hasta el fondo del golfo de Arabia (nuestro mar Rojo) y alcanzado la costa egipcia en Hierópolis; luego había vuelto a Babilonia y había hecho un informe detallado y cuantitativo de su viaje.

Alejandro se sentía eufórico. Inspeccionaba su imperio, había demostrado que un mismo océano bañaba todos los países de Asia, desde India a Babilonia y Arabia, no le había ocurrido nada molesto en Babilonia a pesar de las predicciones de los adivinos caldeos, y el viento que soplaba sobre el Eufrates azotaba agradablemente su rostro. Ese mismo viento tuvo el impudor de llevarse su sombrero para el sol y la diadema de Gran Rey unida a él. El sombrero se había hundido, pero la diadema se había enganchado en un junco, entre otros juncos crecidos en los pantanos, junto a una vieja tumba que contenía los despojos de un antiguo rey de Asiría. Un marinero se lanza al agua, nada hasta la diadema, la libera del junco y, para no mojarla al nadar, se la pone en la cabeza.

¡Sacrilegio! Todo el que llevase, incluso por accidente, la diadema real no debía ser dejado con vida. ¿Qué hizo entonces Alejandro? Según la mayoría de las fuentes antiguas, ofreció un talento al marinero por haber repescado la diadema, pero luego mandó cortarle la cabeza por habérsela puesto. Aristóbulo de Casandra (que, como ingeniero civil, tal vez se hallaba presente) precisa que se trataba de un marinero fenicio, que recibió desde luego un talento, pero que no le cortaron la cabeza: fue azotado simplemente.

A finales del mes de mayo, los embajadores sagrados enviados por Alejandro al oráculo de Amón están de vuelta. Hicieron el camino de ida por Siwah y el de vuelta por Tiro, Damasco, Asiría y ya están en Babilonia. Traen la respuesta de Zeus-Amón. El oráculo ha hablado y ha declarado que era conforme con la ley divina glorificar a Hefestión y ofrecerle sacrificios como a un semidiós. Y esta respuesta llena a Alejandro de alegría.

Pero esa alegría no le dispensa de escribir una severa carta al gobernador de Egipto, Cleómenes, cuyos embajadores acaban de informarle de que es un malvado. El rey le ordena construir un santuario para Hefestión en Alejandría de Egipto y otro en Faros y le promete perdonarle sus faltas pasadas y futuras si los santuarios le parecen bien construidos. Arriano desaprueba este paso de Alejandro (op. cit., VII, 23, 9): «No puedo aprobar este mensaje de un gran rey a un hombre que ha estado a la cabeza de un gran país y una numerosa población, pero que no obstante ha sido un desalmado.»

El 30 de mayo de 323 a. C. tuvieron lugar los funerales oficiales de Hefestión. Numerosos visitantes extranjeros acudieron a Babilonia para asistir a ellos, así como a los juegos y festines que serán organizados en honor del difunto. Se levanta un catafalco monumental: mide unos sesenta metros de altura y resplandece de oro y púrpura. Lenta y solemnemente sacan el cadáver de la tumba y lo levantan sobre la pira que ya está encendida. Los coros cantan los himnos de los muertos y el alma de Hefestión vuela hacia arriba con el humo. Luego es el cenotafio lo que entregan a las llamas y Alejandro dedica las ofrendas que van a seguir a su amigo, el héroe, el semidiós glorificado. Se sacrificaron dos mil animales —corderos, bueyes, vacas— a su memoria y su carne fue distribuida entre el ejército y los pobres.

2. El poeta va a morir

Hace calor, mucho calor en Babilonia, cuando se acerca el verano. Las calles de la ciudad están atestadas de soldados, de marineros y mercaderes que se preguntan por las intenciones de su rey: ¿para qué iban a servir aquellos cientos de navíos que carenaban en el puerto durante el día miles de carpinteros de ribera? ¿Para circunnavegar la Arabia y llegar a Egipto? Ciertos navegantes fenicios aseguraban que era posible. ¿Quizá para llevar un nuevo gran ejército hasta las puertas de Occidente, hacia aquellas columnas de Hércules (Gibraltar) sobre las que corrían tantas leyendas? Pero ¿cómo alcanzarlas, desde Babilonia o desde el golfo Pérsico? ¿Cuándo tendrían lugar los funerales de Hefestión, antes o después del solsticio?

En cuanto a Alejandro, no se le veía en Babilonia. Sin duda se acordaba en todo momento de la predicción de los adivinos caldeos, o tal vez estaba demasiado atareado en la inspección de los trabajos portuarios.

Pasaba jornadas enteras en pequeñas embarcaciones, circulando por las zonas pantanosas del Eufrates, infestadas de mosquitos y, cuando no estaba en el río, se le podía encontrar en su tienda, trabajando en la nueva formación que pretendía dar a su infantería. Tenía la intención de sustituir la falange clásica (formación que había creado su padre), compuesta por dieciséis filas de hoplitas, es decir, de infantes pesadamente armados, por una formación más diversificada, que le habían inspirado los pueblos de Italia y Sicilia: de adelante atrás, tres hileras de infantes pesados macedonios armados con largas lanzas, seis hileras de infantes pesados persas armados con jabalinas de caza, seis hileras de arqueros persas, y tres hileras de infantes pesados macedonios cerrando la marcha. ¿Estaría pensando en guerrear en Occidente? Ya se hablaba de Sicilia, de África, de Iberia y Occidente, que sería conquistado por los infantes, y de Arabia, cuyas costas podría conquistar la flota que estaba construyendo en los astilleros de Babilonia.

El sátrapa de Persia, Peucestas, había reclutado para él en su provincia 20.000 jóvenes persas. Al día siguiente de los funerales de Hefestión, Alejandro concluyó en persona las operaciones de incorporación de este contingente. La sesión tuvo lugar en los jardines del palacio real; Alejandro estaba sentado en un trono de oro, vestido con el traje imperial de los Grandes Reyes, con la frente ceñida con la diadema de Darío; detrás, inmóviles y con los brazos cruzados, los eunucos, con el traje de los medos. Ese día, por la tarde, una vez que terminó de asignar a los reclutas sus filas en las falanges, Alejandro dejó su asiento para ir a beber un poco de agua fresca y sintió la necesidad de bañarse unos minutos en una alberca del jardín. Sus amigos le siguen. De pronto, tras la hilera de los impasibles eunucos, aparece un hombre de baja estatura; tiene los ojos brillantes y la frente ceñuda. Salva la hilera de eunucos que, según exige el reglamento persa, no tienen derecho a moverse. Sube uno a uno los escalones que llevan al trono de oro, se viste la túnica púrpura, se ciñe la diadema de Alejandro y se sienta en su sitio, sin ningún otro gesto y con los ojos fijos. Los eunucos, que no tienen derecho a intervenir, empiezan a desgarrar sus ropas y a golpearse el pecho, como si hubiese ocurrido una gran desgracia. Aparece Alejandro. Al descubrir la escena palidece de rabia y manda preguntar a quien se ha apoderado de su trono quién es. El hombre se queda mudo cierto tiempo, luego, con la mirada siempre fija y la postura hierática, habla: «Soy Dioniso, de la ciudad de Mesena. He sido acusado, detenido en la playa y cargado de cadenas. El dios Serapis me ha liberado, me ha ordenado ponerme la púrpura, ceñir la diadema y sentarme aquí, sin decir una sola palabra.» Detienen a este hombre y lo someten a tortura: sigue diciendo que actúa por orden de Serapis, luego se calla. Evidentemente ha perdido el juicio: los adivinos, preguntados, declaran que es un mal presagio y lo condenan a muerte. Pero como vamos a ver, los acontecimientos se precipitan.

Alejandro murió el vigésimo octavo día del mes griego de Skirophorion (Daisios en macedonio), en la 114 Olimpiada (13 de junio de 323 a. C.). Tenía treinta y dos años y ocho meses, y estaba en el decimotercero año de su reinado.

Sus mujeres se desgarraron entre sí. Roxana, que siempre había estado celosa de Estatira, la hija de Darío III, la hizo asesinar, así como a la hermana de ésta, Dripetis (que se había casado con Hefestión); luego trajo al mundo, en los plazos normales de embarazo, un hijo, que por lo tanto era hijo de Alejandro y al que impuso el nombre de su padre. Se suele llamar al rey Alejandro III de Macedonia bien Alejandro Magno, bien Alejandro el Conquistador.

Dejaba dos hijos (Heracles, que le había dado la persa Barsine, y Alejandro, el hijo de Roxana); ambos fueron asesinados en su niñez en el marco de la «guerra de sucesión» a la que se entregaron los grandes de Macedonia (Antípater, Casandro, etc.), lo mismo que sus madres. En esta lucha por el poder Cleopatra, la hermana de Alejandro, también fue inmolada.

También dos mujeres de más edad habían contado en la vida de Alejandro: su madre, Olimpia, y la viuda de Darío III, la reina madre Sisigambis. La primera luchó hasta el año 316 a. C. contra todos los pretendientes, y de manera especial contra el macedonio Casandro, que se libró de ella entregándola a sus enemigos (la ejecutaron). En cuanto a Sisigambis, abrumada de pena, se negó a comer y murió de inanición y dolor, cinco días después de aquel al que llamaba su «hijo adoptivo».

Quedaba el Imperio de Alejandro. No se trataba de un Estado del que éste fuera el soberano, sino un conjunto heteróclito de territorios que había conquistado. Sus sucesores, los diadocos, se lo reparten, pero tras varios años de guerras desordenadas se disoció en un mosaico de estados territoriales donde floreció una brillante civilización helenística, que sufrió la influencia enriquecedora de las civilizaciones del Oriente Próximo.