(10° año de guerra en Oriente: 325 a. C.)
Alejandro explora el delta del Indo, a partir de Pátala: plan de retorno a Venia (finales de diciembre de 326-principios de enero de 325). —Itinerario de Crátero por la Aracosia (finales de julio-finales de diciembre de 325). —Itinerario de Alejandro y de Hefestión desde Pátala a Ormuz por la Gedrosia (el Beluchistán). —Alejandro pierde las tres cuartas partes de su ejército (finales de agosto-finales de diciembre de 325). —Bacanal de Alejandro de Pura a Ormuz (finales de diciembre de 325). —Periplo de Nearco por el océano índico, de Pátala/Karachi a Ormuz (20 de septiembre de 325-10 o 15 de diciembre de 325). —Reencuentro en Ormuz de Alejandro y sus generales (finales de diciembre de 325). —Conclusiones que pueden sacarse de la catastrófica expedición de Alejandro a «India».
Fue al llegar a la cima del delta del Indo, a Pátala, a finales del mes de diciembre de 326 a. C. o principios del mes de enero del año siguiente, cuando Alejandro estableció un plan definitivo para el regreso a Persia de su gran ejército. Pasó seis meses —de enero a julio de 325 a. C.— en esa ciudad, que fue su último cuartel general en la India. Al anuncio de su llegada, los habitantes de Pátala habían abandonado la ciudad por orden del gobernador indígena, Moeris; pero Alejandro, que necesitaba mano de obra y pilotos indígenas, desembarcó algunos destacamentos para dar caza a los fugitivos y obligarles a regresar a su ciudad. Al mismo tiempo ordenó a Moeris, que le había confiado su persona y sus bienes, hacer los preparativos necesarios para acoger a su ejército.
Mientras los ingenieros y los carpinteros de ribera reparaban los navíos de su flota en diques de carena rápidamente construidos, Alejandro explora el delta con barcos ligeros: lleva consigo una escolta de nueve mil hombres, mandada por su lugarteniente Leónato (el hombre que le había salvado la vida durante la guerra contra los malios). El rey, que quiere reconocer en persona los brazos del delta a fin de elegir el más navegable, toma primero el brazo occidental. Es entonces cuando empiezan las dificultades: los navíos deben franquear un banco de arena, obstáculo clásico de la desembocadura de un delta en un mar con mareas, con el que sus marinos, que hasta entonces sólo habían navegado por el Mediterráneo, nunca se habían encontrado. El flujo y el reflujo de las aguas son motivo de terror para los hombres de la tripulación y una causa de naufragio para los navíos, sobre todo porque los residuos del monzón, que sopla del sudoeste, tienen tendencia a oponerse al avance de los navíos hacia alta mar.
Una vez franqueada el banco, Alejandro, muy contento, ofrece un sacrificio a Poseidón, arrojando al mar un toro y un vaso de oro. Luego, aprovechando la marea creciente, regresa a Pátala para explorar el brazo oriental. Esta vez no le molesta el monzón, cuyos efectos son más débiles en ese brazo, y decide que por ahí ha de pasar su flota para abandonar el país de los indios.
Antes de partir definitivamente hacia Occidente, el macedonio toma unas últimas disposiciones administrativas referentes a la organización de su pequeño imperio indio, que apenas representa 400.000 km2. Le asigna de una vez por todas como límite oriental la orilla izquierda del Indo y el curso del Hifasis: en el norte, comprende tres reinos independientes, los de Abisares, Taxiles y Poro, que han firmado con él tratados de alianza; el sur, que corresponde a los territorios del Punjab meridional y el Sind en el actual Pakistán, se divide en dos satrapías, anexadas de facto al Imperio aqueménida: Alejandro instala en él un ejército de ocupación bajo las órdenes del estratego griego Eudemo.
En Pátala, Alejandro detiene definitivamente su plan de regreso a Persia: por vía terrestre, la partida tendrá lugar en la estación buena (verano de 325 a. C.), bajo el mando de Crátera y de él mismo; por vía marítima, se hará bajo la dirección de Nearco, que deberá esperar el equinoccio de otoño (septiembre de 325 a. C.) para hacerse a la mar, de acuerdo con el régimen de los monzones. El rey se cita con su almirante y su general en la entrada del golfo Pérsico para finales de año, y se dispone a despedirse de India, de sus elefantes, sus príncipes, sus brahmanes, sus gimnosofistas y sus pueblos.
1. Los itinerarios terrestres
El primero en partir fue Cratera, en julio de 325 a. C. Estamos mal informados sobre los detalles de su aventura, que los historiadores denominan sobre todo el «periplo de Cratera», ya que los cronistas antiguos se interesaron sobre todo en Alejandro y Nearco. No obstante, conocemos su itinerario.
Alejandro le había confiado tres regimientos de infantería, cierto número de arqueros, una parte de la caballería de los Compañeros y los soldados macedonios que resultaban poco aptos para el combate y que pensaba repatriar a Macedonia; el general también tenía a su cargo los elefantes. Dado lo voluminoso de semejante tropa, a Cratera se le había asignado un itinerario sin sorpresas, a través de los territorios de la Aracosia (relativamente conocida por Alejandro, que había fundado en ella Alejandría de Aracosia, en el emplazamiento de la moderna Kandahar, antes de partir a India). Saliendo del valle del Indo, debía dirigir su columna primero hacia el noroeste, pasar por Alejandría de Aracosia y alcanzar el río Helmend, que desemboca en una especie de mar interior (el actual lago Hamun, en la frontera de Irán y Afganistán), luego bajar hacía el sudoeste, hasta el océano índico. En total un periplo de unos 1.600 kilómetros a través de las montañas de Afganistán e Irán.
En la actualidad, y sobre un mapa, este itinerario parece muy sencillo. Pero en el año 325 a. C., por aquellas regiones desoladas que ninguna caravana cruzaba, donde no había ninguna ciudad, querer alcanzar las orillas del océano índico después de haberse perdido por las montañas afganas, era un reto casi imposible de lograr. Esperar encontrarse con Alejandro en un punto preciso (en Ormuz, en el emplazamiento de la moderna ciudad de Bender Abas) a unos 1.200 kilómetros del delta del Indo era puro delirio; y sin embargo, seis meses más tarde, a finales del mes de diciembre, el general Cratera se unió a su jefe en las cercanías de Ormuz, en otra Alejandría que Alejandro había fundado, Alejandría de Carmania. Su periplo había durado cinco meses, se había desarrollado sin mayores dificultades, salvo algunas fricciones con el pueblo indio de los ariaspos, en las orillas del lago Hamun. Cratera llevaba incluso en sus bagajes un regalo para Alejandro: había capturado a un tal Ordanes, un iraní que se había adjudicado un territorio personal en la región del lago. El rey mandó ejecutar en el acto al rebelde, que pensaba que nadie le encontraría en aquella lejana Aracosia. ¡Qué poco vale la vida de un rebelde!
El segundo en partir fue Alejandro, acompañado por su fiel Hefestión, un mes después de Cratera, a finales de agosto de 325 a. C. Llevaba consigo la mitad de los arqueros a pie, todos los hipaspistas (los portaescudos) y la caballería macedonia, incluida la de los Compañeros, en total unos 12.000 combatientes (algunos dicen que 20.000, e incluso más), a lo que hay que añadir la impedimenta militar y los civiles (cientos de mujeres y niños). Al partir de Pátala, su intención era dirigirse hacia el oeste para alcanzar el golfo Pérsico (no lo conocía, pero había oído hablar de él), permaneciendo siempre a menos de tres o cuatro días de marcha de la costa.
Sin duda con conocimiento de causa, había elegido el itinerario más difícil, más penoso y peligroso. La comarca que debía atravesar al salir de Pátala o, más exactamente, de Karachi, es decir, la franja litoral de Beluchistán (nombre moderno de la Gedrosia), se llama en nuestros atlas el Makkran; es uno de los lugares más pobres del mundo, y por sus informadores Alejandro conocía sus inconvenientes y peligros. Su travesía costó cara en vidas humanas al vencedor de Asia; como escribió Gustave Glotz, uno de los maestros de la historiografía griega, «estuvo a punto de encontrar su Berezina».
No obstante, al salir de Karachi al principio no había desierto. Alejandro avanzó primero con su ejército hasta el río Arabio, luego torció en dirección al mar para aprovechar los pozos de agua dulce a lo largo de la costa, a fin de que no le faltase el agua al ejército que transportaba Nearco en sus navíos, cuyo itinerario debía seguir el litoral. Así atraviesa el territorio de los arabitas, indios independientes como los malios, que aceptan someterse al persa; luego el de los oritas, que le niegan el homenaje: el rey ordena a la infantería limpiar su territorio y matar sobre la marcha a todos los que fuesen cogidos con las armas en la mano. Tras las primeras ejecuciones, la región finge someterse y Alejandro prosigue su marcha hacia el oeste. Llega a una aldea orita cuyo emplazamiento le seduce: «Podría construirse aquí una ciudad grande y próspera», le dice a Hefestión; y deja allí a su lugarteniente, con una guarnición, para que instale una colonia. Nombra luego un sátrapa para gobernar a los oritas y pone a su disposición un regimiento mandado por el compañero Leónato. Sabia precaución. Nada más irse el rey, los oritas se rebelan contra el sátrapa; Leónato aplasta la sublevación, mata a seis mil insurgentes y desde entonces el orden reina entre los oritas.
Ya tenemos a Alejandro y su columna estirándose en varios kilómetros por el desierto. Al principio todavía alberga algunas ilusiones. Por todas partes crecen árboles, que en esa estación están en flor, y sobre todo árboles de mirra, más altos que en cualquier otro sitio. Hacen las delicias de los mercaderes fenicios que acompañan a su ejército; estos hombrecitos, muy industriosos, cortan y hacen incisiones en los árboles que encuentran y cargan la preciosa goma en las alforjas de sus bestias de carga. El Makkran también abunda en raíces de nardo perfumado, del que esos mismos fenicios hacen buena cosecha. Pero poco a poco la vegetación cambia; a los árboles suceden los espinos, y sus espinas son otros tantos puñales para los jinetes. Luego desaparecen también los espinos y el desierto se convierte en un verdadero desierto: no hay puntos de agua, hombres y animales resbalan por las montañas de arena y hace tanto calor que sólo es posible marchar una vez que ha caído la noche.
Alejandro está ansioso. ¿Dónde encontrar los víveres y las reservas de agua de que debe disponer a lo largo de la costa para Nearco y los miles de hombres de tropa que su almirante transporta en los navíos? Envía patrullas hacia el interior, hacia la costa: vuelven con las manos vacías. Luego se impone el horror. Sus soldados no tienen casi nada que comer, ni agua que beber; el menor arañazo se envenena, los cojos y los enfermos son cada vez más numerosos, y se ven obligados a abandonarlos. Mueren a millares. Una mañana, al alba, el ejército macedonio llega a un gran oasis, donde abundan los víveres; Alejandro ordena repartir el grano que queda en unos sacos que manda cerrar con su propio sello y que envía hacia el litoral, con destino a Nearco. Pero los soldados y los guardias mismos, a punto de morir de hambre, rompen los sellos y distribuyen esos víveres entre los más necesitados: Alejandro no tiene valor para castigarlos.
Hacia principios del mes de noviembre, mientras el gran ejército macedonio se arrastra todavía por el desierto, los exploradores que le preceden vuelven al galope hacia Alejandro: le anuncian, con tanta alegría como los marineros de Cristóbal Colón gritando «¡Tierra! ¡Tierra!», que los árboles vuelven a aparecer, así como los rebaños y tímidos campos de cereales. Los macedonios han alcanzado Pura, la ciudad real de Gedrosia, la capital donde tiene su sede el sátrapa de la provincia. Alejandro concede a sus tropas seis semanas de un descanso bien merecido: la travesía del infierno había durado dos meses y Plutarco llega a decir que, al llegar a Pura, el ejército había perdido las tres cuartas partes de sus efectivos. El Conquistador no mataba sólo a los rebeldes y los enemigos, también mataba a sus soldados. Pero lo hacía con estilo. Un día que sus soldados, muertos de sed, le habían llevado en el fondo de un casco un poco de agua que habían recogido en un hoyo poco profundo, y tendían el casco a su jefe como habrían tendido un tesoro, Alejandro lo cogió y, a la vista de todos, derramó el líquido en la arena. Con este gesto quería proclamar que si no había agua para sus soldados, tampoco debía haberla para su rey.
Pura estaba situada a unos 350 kilómetros del estrecho de Ormuz, que separa la península Arábiga del resto del continente asiático y que es, en cierto modo, la «puerta» marítima del golfo Pérsico. El estrecho está obturado parcialmente por una pequeña isla alargada, la isla de Ormuz; en nuestros días, la punta del promontorio de la península que avanza hacia la costa asiática constituye el sultanato de Omán. Le corresponde, al otro lado del delta, la ciudad iraní de Bender Abas. Cuando consideró que sus soldados habían descansado suficientemente, Alejandro dejó Pura y se dirigió hacia el estrecho: ahí había citado, más o menos implícitamente, a Crátero y a Nearco (de hecho, la existencia de ese estrecho era vagamente conocida por navegantes persas, fenicios e indios a los que Alejandro y Nearco habían interrogado antes de partir de Karachi).
De creer a Plutarco y a ciertos historiadores antiguos, que el severísimo Arriano censura, la marcha de Pura al estrecho de Ormuz tomó el carácter de una verdadera bacanal. Dejemos la palabra al moralista de Queronea que, diga lo que diga Arriano, no solía dedicarse a los chismes por el placer de adornar sus relatos (hemos modernizado algo la versión de Amyot):
“Así pues, después de haber refrescado un poco allí [en Pura] su ejército, se puso en camino de nuevo a través de la Carmania [región de Persia comprendida, en líneas generales, entre las ciudades modernas de Kerman y de Chiraz, donde se encuentra Persépolis], donde durante siete días no dejó de banquetear mientras viajaba a través de la comarca. Circulaba sobre una especie de estrado, más largo que ancho, muy elevado, provisto de ruedas y tirado por ocho corceles, sobre el que no cesaba de festejar con sus amigos más íntimos. Ese estrado rodante iba seguido por una retahíla de carruajes, cubiertos unos de hermosos tapices y ricos paños de púrpura, otros de ramajes floridos, entrelazados, que se renovaban antes de que esas ramas se marchitasen, en los que se encontraban sus otros amigos y sus lugartenientes, todos ellos tocados con sombreros floridos, que bebían y también se daban grandes banquetazos.
En cuanto a sus soldados, en todas partes se los encontraba de pie, sin casco, con los brazos cargados de jarrones y copas, con cubiletes de oro y de plata en las manos a guisa de lanza, de pica o espada. Con la ayuda de grandes pipas, sacaban el vino de toneles desfondados. Se entregaban a sus borracheras, unos por los campos, otros sentados a la mesa, y por todas partes no había más que canciones, cencerradas y danzas, en las que participaban las mujeres del país, desgreñadas y ebrias. Esta cabalgada hacía pensar en una bacanal dirigida por el dios Dioniso en persona. Y cuando Alejandro hubo llegado al palacio real de Gedrosia, pasó todavía varios días más con su entorno y sus soldados, en borracheras, fiestas, banquetes y festines, danzas y juegos. Se dice que un día, después de haber bebido mucho, el rey asistió a la entrega de los premios de un concurso de danza, en el que se había distinguido un joven persa, Bagoas, del que estaba enamorado; después de haber recibido su recompensa, Bagoas, todavía vestido con su traje de bailarín, atravesó el escenario y fue a sentarse muy cerca de Alejandro, apretándose contra él. Entonces todos los macedonios que estaban presentes se pusieron a aplaudir y a hacer gran ruido, gritando con cadencia: «¡Besadle! ¡Besadle!», hasta que al fin Alejandro obedeció, cogió a Bagoas en sus brazos y le dio un beso en medio de los aplausos de todos.”
Arriano cuenta la anécdota, pero pretende no dar ningún crédito a ese relato. Creo que es un error: tras las pruebas que acababa de sufrir en el desierto del Beluchistán, cruzar Pura y sus alrededores imitando la bacanal de Dioniso cuando recorrió la India como triunfador («Dioniso Triunfa») era propio del carácter del joven que, una noche de borrachera en Fasélida, había ejecutado una danza de borracho alrededor de la estatua del poeta Teotecto o de vencedor ebrio que, cediendo a los caprichos de una cortesana, organizó la farándula incendiaria de Persépolis.
Sea como fuere, la bacanal de Alejandro terminó en la ruta de Ormuz. Asentó su campamento en un lugar cercano a Bender Abas, donde pronto se le unió Crátero con sus elefantes, que lo buscaba por los alrededores. También se le unió, procedente de Ecbatana, el ejército que había dejado allí cinco años atrás antes de partir en persecución de Darío.
Sin embargo, Alejandro estaba preocupado, e incluso inquieto: ¿qué pasaba con Nearco y su flota? Merecía la pena que se hiciese esa pregunta; fueran cuales fuesen los talentos de navegante del almirante, su periplo no dejaba de plantear peligros, incluso sin alejarse de las costas, porque antes o después tendría que plantearse el problema del agua y de los víveres y corría el riesgo de haberse enfrentado a las mismas dificultades que él, Alejandro, en los desiertos de Gedrosia. Por esa razón había mandado excavar pozos a lo largo de la costa y había dispersado algunos depósitos de víveres. Pero Nearco llevaba consigo la mayor parte del ejército macedonio y, si no llegaba a buen puerto, la desaparición de su flota sería un desastre irreparable, sobre todo si venía tras las enormes pérdidas que el propio Alejandro acababa de sufrir en el Makkran, cuyo recuerdo, a pesar de sus bacanales, no conseguía olvidar.
2. El periplo marítimo de Nearco
De los tres jefes que debían devolver el gran ejército macedonio, sus hombres y su impedimenta, desde el Indo hasta Persia, Nearco había sido el último en partir, porque había debido esperar a que el monzón fuese favorable. No obstante, desde la partida de Alejandro hacia la Gedrosia, a finales del mes de julio, los habitantes del delta habían empezado a agitarse, seguros de la impunidad; Nearco, cuya misión era llevar la flota hasta el golfo Pérsico y no restablecer el orden macedonio en Pátala y en Karachi, decidió no esperar la llegada del régimen de vientos regulares para levar anclas. Así pues, el 10 de septiembre de 325 a. C., se hizo a la mar cuando el monzón de verano aún no había concluido y el viento seguía soplando con violencia en alta mar, tomando el brazo oriental del delta, que antes ya había explorado Alejandro. Conocemos bien su aventurada odisea, porque llevó un diario de a bordo, perdido en nuestros días, pero cuyo contenido nos ha sido conservado por Amano, que lo utilizó para escribir sus Indike («La India»), como apéndice a su Anábasis de Alejandro. Damos a continuación el detalle de sus escalas (según Arriano, op. cit, libro VIII); recordemos —si es necesario— que los navíos de Nearco son trirremes: avanzan a remo y el viento sólo las molesta a través de las olas y las corrientes que produce sobre la superficie del mar.
Su plan es claro y preciso, como los de Alejandro. Se presentará ante las puertas de la ciudad como un simple visitante, en compañía de dos arqueros; en cuanto haya entrado, éstos neutralizarán discretamente a los guardianes de las poternas y, a una señal convenida que hará a uno de sus segundos, llamado Arquias, los macedonios se lanzarán al agua, nadarán hacia las poternas y entrarán por la fuerza en la ciudad; el resto no será más que un juego de niños. Por lo tanto, Nearco ordena dar media vuelta a sus navíos para ponerlos de cara hacia alta mar, de suerte que estén dispuestos a partir en cuanto los carguen, y él mismo avanza hacia la ciudad, como un curioso, en un esquife, acompañado de un intérprete. Se acerca a las murallas. Los habitantes salen y le ofrecen regalos de hospitalidad: atunes cocidos al fuego, pastas y dátiles. «¿Puedo visitar vuestra ciudad?», pregunta Nearco. Los habitantes que habían llevado los regalos asienten. Nearco se presenta en las poternas, los guardianes le abren la pesada puerta de madera que cierra las murallas y, nada más entrar en la ciudad, sus arqueros inmovilizan (o, lo que es más probable, apuñalan) a los guardias, mientras el almirante sube a las murallas, hace a Arquias la señal convenida y el intérprete grita a los habitantes, que echan a correr hacia sus armas. «No os mováis. Es Alejandro Magno el que me envía; dad vuestro trigo a mis hombres y no se os hará ningún daño; si no, arrasaré la ciudad después de mataros a todos.»
Los habitantes están lejos de ser rayos de guerra, empiezan respondiendo que ya no tienen trigo en sus graneros, pero los arqueros les disparan algunas flechas, lo que les hace obedecer. Los hombres de Nearco penetran en masa en la ciudad, los llevan a los graneros y se apoderan de los sacos de grano y harina. Una hora más tarde, todo el mundo está a bordo de nuevo y la flota de Nearco se hace a la mar, mientras aquellas buenas gentes, despojadas de sus cosechas pero felices por haber salido con vida de la aventura, invocan a sus dioses. Este golpe de mano del almirante fue el primer gran atraco a mano armada de la historia. No hizo correr ni una gota de sangre, pero no le reportó gran cosa ni resolvió el angustioso problema del avituallamiento de los hombres de Nearco, que se encontraba en una situación casi tan grave como la de Alejandro en los desiertos del Beluchistán.
3. Los reencuentros
El periplo de Nearco fue la mayor hazaña marítima —y única en su género— de la historia antigua. Duró, dicen los textos, unos ochenta días (Arriano díxit), lo que le permite llegar a Ormuz hacia el 10 de diciembre de 325 a. C., pero diversas comprobaciones indican que Nearco no llegó hasta finales de ese mes. Del centenar de navíos que había llevado de Pátala-Karachi a Bender Abas, sólo había perdido cuatro en la aventura.
Así pues, marineros y soldados desembarcan en Ormuz. Son acogidos por poblaciones amistosas, el país es rico en distintos cultivos —sólo carecen de olivos— y pasan varios días descansando, reponiéndose y redescubriendo los placeres terrenales.
Se acuerdan de los sufrimientos soportados, de los peligros corridos, de las tierras desérticas descubiertas, así como de las poblaciones salvajes encontradas, de los ictiófagos y las ballenas. En cuanto a los jefes de la expedición, Nearco, Onesícrito e Hidraces, buscan a Alejandro, que los espera cualquiera que sea la región (de hecho, se encontraba a unos 150 kilómetros en el interior de las tierras, con lo que le quedaba de su ejército y el de Cratera).
En este punto, Arriano no puede dejar de abandonar la pluma del historiador serio y crítico y tomar la del escritor novelesco. Nos dice que un pequeño grupo de macedonios, alejándose de la orilla, se extravían en el interior de las tierras. Encuentran entonces a un hombre vestido con una clámide como las que llevan los griegos y que realmente hablaba griego. Los primeros que lo ven se echan a llorar de alegría: después de tantas miserias, ver una persona vestida a lo griego y hablando su lengua materna les parece un milagro.
—¿De dónde vienes y adonde vas? —le preguntan.
—Estaba en el campamento de Alejandro, que no se halla muy lejos de aquí, y lo he dejado por unos días.
Los hombres, muy contentos, lo aclaman y aplauden, luego lo recogen y lo llevan ante Nearco. El griego le informa de que el campamento de Alejandro está a cinco días de marcha por mar y que Cratera ya se le ha unido con su columna. Luego propone al almirante presentarlo al gobernador de la región.
Después de visitar a este personaje, Nearco regresa a sus navíos. A la mañana siguiente, aprovechando la bajamar, los vara en la playa, lo bastante lejos dentro de las tierras para que seis horas más tarde no sean alcanzados por la pleamar, y monta el centro de un campamento militar clásico, rodeado de una doble empalizada, protegido por una profunda trinchera con terraplén, en la orilla derecha del Amanis. De este modo podrán repararse los navíos que hayan sufrido desperfectos, y dejará allí la mayor parte de sus tropas. Luego Parte, con su lugarteniente Arquias y cinco hombres, en busca de Alejandro.
Por su parte, el gobernador al que había sido presentado intrigaba. Sabía que Alejandro estaba muy preocupado por el destino de Nearco y su flota, de los que no tenía noticia alguna desde hacía tres meses. Por ello pensaba que, si era el primero en anunciar al rey la buena nueva del desembarco de Nearco, recibiría un magnífico regalo. Corre pues cuanto puede hasta el campamento de Alejandro; le dice que Nearco ha llegado a Ormuz y que su ejército está sano y salvo. Alejandro está lleno de alegría pero, antes de recompensar al gobernador, quiere ver a Nearco con sus ojos. Pasan varios días: Nearco no llega. Alejandro envía exploradores en busca de Nearco al desierto que separa su campamento de la costa; transcurren varios días más y los exploradores regresan con las manos vacías: no han encontrado a Nearco, ni sus tropas, ni sus navíos. El rey se irrita y ordena detener al gobernador por haber sido transmisor de noticias falsas y haber aumentado su pena haciendo brotar en su ánimo una esperanza sin fundamento.
Mientras tanto, algunos exploradores de los que habían salido en su busca encuentran a Nearco y Arquias vagando en el desierto a la busca del campamento macedonio. Los dos hombres, sucios, delgados, hirsutos, cubiertos de sal, son irreconocibles; les preguntan dónde está el campamento de Alejandro —los exploradores les informan, luego fustigan a los caballos de su carro y se alejan a través del desierto—. Arquias se asombra por la precipitación con que han desaparecido e informa de sus reflexiones a Nearco:
—En mi opinión, Nearco, si estos hombres están en la misma ruta que nosotros, en el desierto, no es cosa del azar: han sido enviados en nuestra busca y no nos han reconocido. Mira en qué estado nos encontramos. ¡Corramos a reunimos con ellos y presentémonos!
Alcanzan a los dos exploradores y Nearco les pregunta adonde van.
—Hemos salido en busca de Nearco y del ejército que transportan sus navíos —responden.
Entonces el almirante les dice:
—Yo soy Nearco, y éste es Arquias, mi lugarteniente. Llevadnos pues ante Alejandro.
Los exploradores los hacen montar en su carro y pocas horas más tarde el almirante y su lugarteniente son presentados a Alejandro, que a duras penas consigue reconocerlos y que se echa a llorar de alegría.
—Verte con Arquias me procura una alegría extrema —le dice el rey a Nearco, después de llevárselo aparte—. Pero cuéntame cómo han perecido los navíos y mi ejército.
Nearco le interrumpe:
—Rey, nadie ha perecido. Tus navíos están intactos, los hemos sacado a la playa y están reparándolos. En cuanto a los hombres, todos están sanos y salvos.
Las lágrimas de Alejandro aumentan y, sollozando de alegría, exclama:
—¡Por el Zeus de los griegos y el Amón de los libios, lo que me anuncias, Nearco, me alegra más que la conquista de toda Asia!
La alegría estalla en el campamento. Todas las fuerzas macedonias están ahora reunidas, con sus jefes (Alejandro, Cratera, Hefestión y Nearco). El gobernador al que Alejandro había mandado encarcelar por procurarle una alegría falsa es puesto en libertad. Se ofrecen sacrificios a Zeus Salvador, a Heracles, el antepasado de Alejandro, a Apolo Protector, a Poseidón y todas las divinidades marinas. Luego, como tenía por costumbre, Alejandro organiza juegos atléticos, un concurso artístico y una procesión con Nearco a la cabeza, a quien los soldados y marineros lanzaban flores y cintas.
Una vez cumplidos los deberes religiosos y acabados los festejos, había que volver a las cosas serias. Alejandro le dice a Nearco que en el futuro no quiere verle correr más peligros y que confiará la flota a algún otro. Pero Nearco se niega: «Rey, tú sabes que estoy dispuesto a obedecerte en todo y en todas partes. Pero si quieres complacerme, déjame llevar tu flota, intacta, hasta Susa, remontando el Tigris desde el fondo del golfo Pérsico. —La capital persa estaba a orillas del Karún, un río que desemboca en el Chatt el-Arab, la vía fluvial formada por la confluencia de las aguas del Tigris y del Eufrates—. Me habías reservado la parte más difícil y peligrosa de la expedición, déjame cumplir ahora la parte más fácil y gozar de la gloria, ahora al alcance de la mano, de haberla llevado a buen fin.»
Alejandro no le dejó acabar y le dio calurosamente las gracias. Luego Nearco y Arquias partieron de nuevo a través del desierto hacia su campamento, no sin que tengan que luchar todavía con algunas bandas bárbaras de Carmania, que aún no se habían sometido al macedonio. En Ormuz el almirante toma de nuevo el mando. La flota, una vez reparada, se hace al mar de nuevo.
Los reencuentros de Ormuz marcan el final de la gran campaña de Alejandro en la India, glosada por numerosos historiadores. Añadámosle nuestras propias glosas.
En primer lugar, conviene relativizar las cosas, tanto en el espacio como en el tiempo.
La «India» que intentó conquistar Alejandro no tiene nada que ver con esa enorme península triangular cuya base montañosa está formada por el Himalaya y el Hindu-Kush, y cuya cima es el cabo Comorin, de una superficie total de unos 5.500.000 km2, troceada en nuestros días en cinco estados (Pakistán, la República India, Bangla-desh, Nepal y Bután), uno de los cuales —la República India— tiene a su vez veinticinco estados. El territorio que fue objeto de su conquista representa poco más o menos, en superficie, la mitad del Pakistán actual (la comprendida entre las montañas afganas y el Hifasis), es decir, unos 400.000 km2 (a título de comparación: la superficie de Suecia es de 412.000 km2). Añadamos que por lo menos la mitad de esa mitad de Pakistán está compuesta por montañas poco habitadas y regiones desérticas, y que en la época había sin duda más habitantes sólo en la Grecia continental que en esa «India» en miniatura de Alejandro. En cuanto a su superficie, el territorio indio conquistado por Alejandro era al imperio del Gran Mogol (en su mayor extensión) lo que Bretaña es a la Francia de hoy; comparado con el Imperio persa, apenas representaba una satrapía. No hay motivo para pensar en una epopeya.
Podemos hacer una observación análoga por lo que se refiere al puesto ocupado por la aventura india propiamente dicha en la vida política y militar de Alejandro. De los trece años que duró su aventura asiática, la expedición india no le llevó más que un año (pasa a India en el otoño de 327 a. C., y deshace el camino en el otoño del año siguiente, a partir del Hifasis).
En segundo lugar, en el plano de las hazañas del macedonio en India, no hay gran cosa que recordar, salvo la batalla del Hifasis, que fue una pelea más que una batalla y que, sobre todo, no tuvo las inmensas consecuencias que se derivaron de las batallas del Gránico (la que le abrió Asia Menor), de Isos (que le abrió las puertas del Imperio persa) y de Gaugamela-Arbela (que le convirtió en el sucesor de hecho de los Grandes Reyes aqueménidas). En cuanto a su retirada a través del Beluchistán, fue como una «retirada de Rusia» avant la lettre. De hecho, la única gran gesta india tuvo por héroe a Nearco, pero pertenece a las grandes aventuras marítimas que más tarde ilustrarán los Vasco de Gama, Cristóbal Colón y Magallanes antes que a las epopeyas guerreras.
De ahí una primera conclusión: si la conquista relámpago del Imperio de los Aqueménidas fue un hecho de armas y de civilización prodigioso (capital para la historia futura de Europa), la conquista laboriosa, efímera y sin gloria de la mitad del Pakistán por el macedonio no tuvo consecuencias, directas o indirectas, para Europa.
En cambio, y ésta será nuestra segunda conclusión, las tuvo para el conjunto de la India en el plano cultural y religioso, pero Alejandro no tuvo nada que ver y lo único que aquí se analiza es la influencia persa, cuya vía natural de invasión de la península india pasaba por Pakistán.
De buena gana añadiré a estas consideraciones una última observación, a saber: el fracaso de Alejandro se debió al hecho de que ignoraba prácticamente todo de lo que iba a encontrar en su «India», y que por lo tanto no tenía ningún proyecto, en sentido estricto, como lo había tenido al disponerse a luchar contra los persas. A la pregunta: «¿Por qué razones Alejandro se empeñó en la conquista de India?» no hay respuesta racional, como no puede haberla para otros proyectos enloquecidos, como lo fue la cruzada predicada por Pedro el Ermitaño o las salidas hacia una especie de desconocido geográfico absoluto de Vasco de Gama o de Cristóbal Colón. Alejandro no tenía idea de lo que buscaba, por tanto no podía encontrar nada —salvo por un azar insensato— al final del camino, y, en un momento dado, las decenas de miles de macedonios, griegos y bárbaros que había arrastrado en esa búsqueda ciega se hartaron y exigieron que diese media vuelta.
Su destino no es, por tanto, comparable al de ningún otro conquistador; ni al de César, cuyo objetivo era claro: hacer vivir a los millones de seres humanos que poblaban el universo romano bajo una misma ley, con una misma lengua, con una misma moneda, un mismo calendario, para el mayor interés de todos; ni al de Mahoma, que se sentía investido por Dios de una misión que puede decirse evangélica, en sentido estricto; ni al de Carlomagno, análogo al de César, con la diferencia de que concernía no a los romanos sino a los cristianos; ni al de Gengis Kan, cuyo objetivo era realizar la unidad política y cultural de los pueblos de Asia Central; ni al de los revolucionarios iluminados, como Robespierre o Lenin, guiados como estaban por un credo humanitario y social que se ahogó en la sangre de las guillotinas y los gulags; ni al de Napoleón, que sumió a su patria de adopción en el abismo por exceso de ambición y a la que dejó jadeante durante medio siglo después. Y, en la medida en que Alejandro no sentía odio alguno contra ningún pueblo que pudiese ser el motor de su insensata anábasis, no se le puede asimilar tampoco a los dictadores modernos cuyo paso ha apestado el siglo XX.
De hecho, su destino no puede compararse con el de ningún otro conductor de pueblos, porque no se realizó de un modo uniforme. Para hablar como los matemáticos, diremos que la función que lo representa, después de haber sido constantemente creciente desde el tiempo de su nacimiento, conoció una discontinuidad en ese día de otoño del año 327 a. C. en que, sin preparación alguna, se adentró hacia el paso de Khaybar. Esa discontinuidad puede, como veremos más adelante, interpretarse como el producto de una ruptura de tipo psicótico con la realidad.