XIV - El sueño indio

(8° año de guerra en Asia: 327 a. C.)

La India de Alejandro es, de hecho, el moderno Pakistán. —¿Por qué partió Alejandro a la conquista de India? —Preparación de la expedición (primeros meses del año 327). —Salida de Bactra (primavera de 327). —Estancia en Alejandría del Cáucaso (verano de 327). —El gran ejército penetra en India por el paso de Khayhar (principios de otoño de 327). —Alejandro pacifica las montañas del Ganáhara: los aspasios, los gureos, los asácenos (otoño de 327). —Toma de la Roca de Aornos (otoño de 327). —Toma de Dirta (finales de otoño de 327). —Invernada en las riberas del Indo (invierno de 327-326).

Lo que los antiguos griegos llamaban «India» no era el enorme subcontinente indio, cuya existencia ni siquiera sospechaban. Se trataba tan sólo de la cuenca del Indo, aprisionada entre las altas montañas del Hindu-Kush y el Beluchistán por el oeste, y el desierto de Tar (250.000 km2 de superficie) por el este; dicho en otros términos, el actual Pakistán. Desconocían la parte peninsular de la India, tanto el valle del Ganges como el Decán: marchando hacia el Indo, Alejandro pensaba que iba a alcanzar el fin del mundo, el mar Oriental, y, más allá, el océano en que ese mar desemboca.

Esta «India» era vagamente conocida por los relatos de tres autores que Alejandro debió de leer cuando pensaba en extender su Imperio persa hasta el país de los indios: el viajero jonio Hecateo de Mileto (siglo VI a. C.), que lo visitó durante su periplo por Persia y del que dejó una descripción en su Periégesis («Viaje alrededor del mundo»); el historiador y geógrafo Herodoto (484-425 a. C.), que en sus Historias no habla de esa India sino de oídas; el médico Ctesias de Cnido (405-398/397 a. C.), que estuvo adscrito a Ciro el Joven y luego a Artajerjes II, autor de escritos sobre Persia (los Persika) y sobre India (los Indika). Las regiones en que se desarrollaron sus operaciones fueron las llanuras al oeste del Indo (la actual North West Frontier Province, o NWFP), el Beluchistán, el Punjab y el Sind.

1. La India de Alejandro

La India —es decir, de hecho la cuenca del Indo— en que penetró Alejandro a principios del otoño del año 327 a. C., y donde dio vueltas y batalló hasta finales del verano del año siguiente, nos ha sido descrita por Arriano, su biógrafo, en un apéndice a su Anábasis titulada La India. No hay que olvidar que Arriano escribe cinco siglos después de la muerte de Alejandro, y que no visitó ese país. Escribe a partir de los autores antiguos, que nos cita: el viajero griego Megástenes, que entre los años 302 y 297 a. C. fue encargado por el emperador persa Seleuco (fundador de la dinastía de los seléucidas, que reinó en Persia desde 301 a 64 a. C.) de varias misiones ante el rey indio Chandragupta; Eratóstenes (275-194 a. C.), fundador de la geografía matemática; y Nearco, el almirante de Alejandro, a quien éste encargó llevar su flota desde el golfo Pérsico a Grecia y que relató su periplo por el océano índico.

Esta «India» empieza, de hecho, en el Indo; las montañas y las llanuras del Beluchistán (que forman parte del actual Pakistán y de la región que se extiende entre Kabul y el Indo, bordeada por el río de Kabul, de 700 kilómetros de largo y que desemboca en el Indo) tampoco forman parte de ella. Arriano es riguroso: «Así pues llamaré "India" —nos dice— al territorio al este del Indo, e "indios" a los que lo habitan.» El límite septentrional de esta pequeña «India» que empieza en el Indo son las altas montañas que los griegos llamaban el «Cáucaso» (que no tiene nada que ver con nuestro moderno Cáucaso; lo distinguiremos llamándolo «Cáucaso indio»); termina a unos 2.000 kilómetros más al este por el mar Oriental (el océano índico de nuestros atlas modernos) y 2.500 kilómetros más al sur por el mismo mar, en el que el Indo desemboca mediante un delta, comparable según Arriano al Nilo egipcio, y que los autóctonos llaman Pátala.

Los antiguos griegos no sabían nada más sobre esta India del Indo, e ignoraban todo lo demás de la península. Cinco siglos después de Alejandro, Arriano posee algunos datos más: conoce la existencia del Ganges, y de una «multitud» de ríos, cincuenta de los cuales son navegables y todos muy largos, según él, aunque se equivoca cuando afirma que el Indo y el Ganges son más largos que el Nilo. Arriano también conoce la existencia del régimen de los monzones: India, escribe, recibe durante el verano «masas de lluvia»; sabe que la población de India es muy densa, que implica un grandísimo número de tribus, que las ciudades son innumerables, que sus habitantes están divididos en castas y hablan lenguas diversas. Nos informa de que entre ellos hay ciudadanos comerciantes, agricultores pacíficos y montañeses salvajes, pero que los indios nunca guerrearon contra ningún pueblo, y que ningún pueblo guerreó contra ellos antes de los persas y de Alejandro. Por último, Arriano da crédito a la leyenda que atribuye a Dioniso la introducción de la civilización y la religión en India y menciona la presencia de estados rivales, gobernados por reyes.

Alejandro estaba lejos de saber tanto. Sólo tenía ideas muy vagas sobre la geografía y el clima del país, sabía que en él se practicaba el culto a Dioniso, y había oído hablar a viajeros sogdianos de un rey llamado Poro que poseía un vasto y fértil reino cerca del río Hidaspes, afluente de la orilla izquierda del Indo. Todo esto no constituía motivo suficiente para partir a la conquista de un país desconocido.

Así pues, ¿por qué Alejandro, que había alcanzado sus objetivos tras volverse amo absoluto del Imperio de los Aqueménidas, que se había apoderado de todos sus territorios y sus tesoros, que se había convertido en un nuevo Gran Rey respetado por todos, que había llegado a crear una dinastía, puesto que su mujer, la persa Barsine —con la que se había casado después de Isos—, acababa de darle un hijo, Heracles (nacido a principios del año 327 a. C.), tuvo necesidad de montar una expedición hacia India que amenazaba con provocar cierto enfado entre sus tropas e incluso entre sus allegados? Ocho años antes, los macedonios habían salido de su tierra para castigar a Darío III, y Darío había sido castigado; Alejandro los había convencido para castigar luego a Beso, que había asesinado a Darío, y Beso había sido castigado; también había prometido vengar a los atenienses, cuyos templos habían incendiado en el pasado los persas, además de haber ofendido a sus dioses, y los atenienses habían sido vengados mediante el incendio de Persépolis; no podía volver a Grecia sin asegurarse de que Persia le obedecería en adelante desde lejos, y había exterminado o ganado para su causa a todos los señores persas susceptibles de levantar, tras su partida, el estandarte de la revancha: había amordazado todas las oposiciones en Bactriana y Sogdiana.

En resumen, no tenía nada ni a nadie que temer. Los persas que se alistaban en su ejército le eran fieles. Ni Macedonia ni Grecia tenían ya nada que temer del ex Imperio persa: había llegado el momento de hacer las maletas y recuperar las riberas palpitantes del Mediterráneo, las discusiones en el agora, los Juegos de Olimpia, los perfumes de Grecia, los favoritos de Atenas, las prostitutas de la acrópolis, los doctos filósofos que enseñaban bajo los pórticos, las justas oratorias, los placeres del teatro, en resumen recuperar de nuevo la civilización. ¿Por qué este joven a quien ya nadie podía dirigir la palabra sin prosternarse, que entraba en terribles crisis de cólera cuando no se compartía su opinión, que no dudaba en matar a sus amigos más queridos, que se había proclamado dios, que ya no tenía sentido de la realidad ni de los sentimientos, quería partir hacia aquella India desconocida?

Todas las razones que han propuesto los historiadores pasados o presentes para explicar esa bulimia de conquistas resultan poco satisfactorias.

El gusto por lo maravilloso y por la aventura, dicen a veces, asociado a cierta curiosidad geográfica, teñida de misticismo: ¿no es el descendiente de Hércules y no debe demostrarlo realizando hechos que ningún mortal hizo jamás?

Pero este gusto de un hombre solo, que había alcanzado los objetivos racionales y realistas que se había fijado, ¿merecía correr los riesgos de un gran ejército agotado en marcha hacia un país desconocido, con desprecio de las responsabilidades elementales que incumben a un jefe de Estado? Alejandro había destruido un edificio político y militar equilibrado que se llamaba Imperio persa; lo había sustituido por un edificio idéntico, o al menos semejante, que se llamaba Imperio macedonio. Sin embargo, mientras que el primero se apoyaba en fundamentos seculares, el del macedonio era totalmente nuevo. El Imperio macedonio no tenía leyes, ni tradiciones, ni siquiera religión nacional en una época en que la religión era un cimiento fundamental: puesto que era joven y todopoderoso, puesto que estaba rodeado de consejeros avisados, de filósofos, de tantos intelectuales helenos expertos en el arte de construir sistemas políticos, ¿a qué esperaba Alejandro para edificar algo duradero, en lugar de partir una vez más hacia una cabalgada sanguinaria en países desconocidos, rumbo a pueblos que no amenazaban su Imperio, si es que puede llamarse así a un universo humano tan polimorfo y potencialmente inestable y frágil como el Imperio persa, cuyos fragmentos acababa de recoger?

La explicación más verosímil es quizá la más prosaica. A saber, que Alejandro pasó brutalmente, a raíz de una crisis original, de un comportamiento «normal», en relación con la realidad a un comportamiento «patológico» en relación con sus pulsiones. Ya hemos evocado este problema y hemos explicado las conductas contradictorias de Alejandro como resultado de una pérdida de control efímero del sentido de la realidad en provecho del polo pulsional de su personalidad —el ello, como lo llama Freud—, lo cual nos permite calificar estas conductas de psicoides (es decir, que se parecen a conductas psicóticas, a «crisis», sin implicar por ello una psicosis permanente). Ahora bien, desde hace dos años Alejandro consigue controlar cada vez menos la realidad que le rodea y plegarla a las exigencias del polo pulsional de su realidad, por lo que las conductas de esta clase se multiplican: las torturas infligidas a Beso antes de su ejecución, las matanzas de los sogdianos rebeldes y los escitas, el asesinato de Clito, la conjura de los pajes, la obsesión de la proskynesis, todo esto no tiene nada que ver con un comportamiento positivo relacionado con una realidad hostil. En otros términos, con la ayuda del etilismo Alejandro va hundiéndose lentamente, pero con seguridad, en una psicosis de agresión o destrucción. Se convierte en lo que en el pasado se llamaba un «loco» y en nuestros días un psicótico. Frente a lo real, unas veces lo destruye y otras delira.

Así pues, nada puede impedirle ya embarcarse en esa loca aventura india, puesto que no tiene en cuenta las realidades: ni el hecho de que, bajo esas latitudes, partir en campaña en la estación cálida es un error de bulto, ni los riesgos de motín de un ejército para el que esa expedición carecía de interés —no había nada que saquear— ni razón de ser. Y, a pesar de los problemas que puede causarle Sogdiana si se aleja de ella, a pesar del descontento de sus soldados, va a pasar los primeros meses del año 327 a. C. formando un nuevo gran ejército, muy distinto, como veremos, del ejército con el que había salido de Anfípolis siete años antes.

La satrapía más cercana a India, o al menos aquella por la que pasaba la ruta que va de Bactriana al Indo, era la de Parapamísada, que deriva su nombre del conjunto montañoso que la cubre, unido al macizo del Hindu-Kush (se trata de la actual provincia del Kabulistán, en Afganistán). Alejandro había fundado ahí dos años antes, en la primavera de 329 a. C., la ciudad-guarnición de Alejandría del Cáucaso (del Cáucaso indio, por supuesto), que debía servir de base de partida a su campaña de India.

Cuando se encontraba en Bactra, situada a unos 250 kilómetros de Alejandría del Cáucaso, el rey ya había tenido ocasión de entablar relaciones con los señores asentados en el valle del Indo. De ahí que tuviese en su entorno un príncipe indio llamado Sisicoto, que había huido con Beso a Bactriana y después se había unido al macedonio, a quien desde entonces servía con toda lealtad. Alejandro también había entrado en contacto con Taxiles, rey de Taxila (cuando se convertían en reyes, los soberanos indios tomaban el nombre de su país), un reino indio situado en la ribera izquierda del Indo, entre éste y uno de sus afluentes, el Hidaspes (el Jhelum moderno). Este monarca le había enviado emisarios a los que había interrogado sobre el Punjab, un país llano y fértil situado entre el Himalaya, el Indo y el desierto de Tar. Este nombre significaba «el país de los cinco ríos», según le habían dicho los embajadores, y a ellos debía su fertilidad el Punjab, que era tan grande como la satrapía de Egipto. Taxiles estaba en guerra con varios vecinos suyos, en particular con el rey Poro, que gobernaba el país de Paura, y había propuesto a Alejandro montar una expedición conjunta contra ese soberano.

En función de las informaciones que había recogido, Alejandro había formado un ejército mucho más numeroso que aquel con el que había desembarcado en Asia Menor en el año 334 a. C., no sólo porque le habían dicho que los indios eran muy numerosos, sino también porque muchos de sus soldados habían regresado a Macedonia o Grecia, o estaban inmovilizados en las guarniciones de Bactriana y Sogdiana, donde amenazaban con provocar motines en cuanto les diese la espalda.

Cuando a finales de la primavera de 327 a. C. salió de Bactra, iba al frente de un enorme ejército cosmopolita de unos 120.000 infantes y 15.000 jinetes (según Plutarco), en el que había, además de macedonios, griegos y tracios, soldados procedentes de todas las partes del Imperio: jinetes de Bactriana y Sogdiana, marineros de Fenicia, de Egipto y Chipre, que el rey necesitará para descender por el Indo. Europeos y asiáticos, olvidando sus feroces enfrentamientos, ya no son enemigos: van a combatir a las órdenes de un mismo jefe, a quien muchos ven como un nuevo Gran Rey, para recuperar de los indios las provincias perdidas por los últimos Aqueménidas.

En efecto, en el pasado, India (entiéndase: la cuenca del Indo) había pertenecido a Persia. El gran rey Ciro el Grande (558-528 a. C.) había conquistado la provincia de Gandhara, es decir, el valle del río Kabul hasta el Indo, y la parte occidental del Punjab, así como la región de Quetta. Luego Darío I (521-486 a. C.) había conquistado el Sind (el valle inferior del Indo, entre Hiderabad y Karachi), y su flota había llegado a descender por el Indo hasta su delta. Pero sus sucesores habían sido incapaces de mantenerse en los territorios indios, las poblaciones del Sind y el Punjab se habían liberado del dominio persa, y ahora eran los montañeses del Himalaya los que amenazaban permanentemente las satrapías del noreste del Imperio. Así pues, era a una guerra de reconquista a lo que Alejandro invitaba a los pueblos persas, y la alianza con Taxiles, cuyo reino se adentraba en el Punjab, volvía posible la empresa: «¡Marcharemos sobre los pasos de Darío I!», había podido decir Alejandro a los señores de Bactriana y de Sogdiana.

La estructura del ejército también fue modificada. La Guardia Real es distinta de la caballería de los Compañeros y se halla bajo las órdenes directas de Alejandro; los Compañeros están repartidos en cuatro unidades de mil jinetes (cuatro hiparquías) en lugar de dos, bajo las órdenes de cuatro hiparcas: Hefestión, Perdicas, Crátero y Demetrio; aparecen además divisiones de lanzadores de jabalina y arqueros a caballo (Alejandro había descubierto la eficacia de los arqueros escitas). Estas innovaciones tienen por objetivo multiplicar los elementos móviles; por lo demás, las unidades de infantería y caballería ligera siguen sin cambios, salvo en su número.

Con un ejército semejante, Alejandro está seguro de conquistar «su India» y de marchar hacia el este hasta alcanzar el gran mar Oriental, en cuyas riberas termina por el este el mundo habitado.

2. La campaña de 327 a. C.: de Bactra a Dirta

A finales de la primavera o a principios de verano de 327 a. C., Alejandro sale de Bactra, la capital de Bactriana, donde han sido reunidas sus fuerzas, y el gran ejército avanza por la ruta que lleva a la barrera montañosa del Hindu-Kush y, al otro lado de la misma, a Alejandría del Cáucaso. Para cubrirse las espaldas, deja a Amintas, hijo de Nicolao, en Bactriana, con 10.000 infantes y 3.500 jinetes.

Alejandro marcha a buen paso. Cruza Aornos, Drapsaco y franquea por segunda vez el Hindu-Kush, que en abril de 329 a. C. ya había franqueado en sentido contrario, por otro paso, más directo que a la ida. Diez días después de su salida, está en Alejandría del Cáucaso, capital de la satrapía de Parapámiso. Allí Alejandro cumple su oficio de rey: releva del mando al gobernador de la ciudad, cuya administración se considera defectuosa, y reemplaza también al sátrapa en funciones (ambos eran iraníes, los sustituye por otros iraníes).

Hasta finales del verano, mientras sus tropas vivaquean tranquilamente, merodea por la región, ofrece un sacrificio solemne a Atenea y se informa sobre el mejor itinerario a seguir para penetrar en India. A su lado está, para aconsejarle, el príncipe Sisicoto, y es en Alejandría del Cáucaso donde conoce a otro indio, Taxiles, que le habla de su conflicto con el príncipe Poro, le propone su alianza y le promete veinticinco elefantes.

Alejandro traza su plan de campaña con sus informadores, sus aliados y sus generales. La ruta directa que lleva al Indo sigue las riberas del río Cofén (actualmente el río Kabul, que cruza la ciudad de ese nombre), pero pasa por Gandhara, una región erizada de montañas pobladas por tribus particularmente belicosas. Así pues, divide su ejército en dos columnas: una, mandada por Hefestión y Perdicas, partirá en dirección al Indo, siguiendo el Cofén, penetrará en India por el paso de Khyber (o Khaybar; es un desfiladero estrecho y célebre, que une Afganistán con Pakistán y por el que actualmente pasa la vía férrea Kabul-Rawalpindi-Lahore, donde en 1842 un ejército británico fue sorprendido en una trampa y masacrado por los afganos) y pacificará la ruta del Gandhara; él, con la otra columna, tomará el camino de las montañas circundantes, para someter a sus poblaciones y así poner el ejército de sus dos lugartenientes al abrigo de los ataques de flanco o de las emboscadas.

Todo esto no se hizo sin combates, como es lógico, y los más duros fueron librados por Alejandro en las montañas del Gandhara. Hefestión y Perdicas, en cambio, llegaron sin obstáculos a las orillas del Indo y, mientras esperaban la llegada de su jefe, empezaron a construir un puente para pasar el río.

El jefe se hace esperar. La travesía de los cantones montañosos se ha vuelto peligrosa no sólo por la presencia de poblaciones hostiles, sino también por la topografía del lugar. En efecto, entre el Hindu-Kush y el Indo, el Cofén recibe, por su orilla izquierda, una serie de afluentes que delimitan territorios en los que viven unas tribus particularmente turbulentas, que conocen la montaña a la perfección y son expertas en golpes de mano sangrientos. Alejandro va a tener que batirse contra poblaciones indias cuyos nombres nos dicen las fuentes: los aspasios, los gureos, los asácenos. Los combates son largos y sangrientos porque estos adversarios son valientes y experimentados, pero no tienen tamaño suficiente para batirse con el ejército macedonio.

Alejandro asola primero el país de los aspasios que huyen delante de él, quemando sus aldeas y sus cosechas antes de desaparecer en las montañas y abandonando sus rebaños: así se apoderará de 250.000 animales de cuerna, los más bellos de los cuales serán enviados más tarde a Macedonia. Luego el macedonio llega al país de los gureos y los asácenos. Allí los indios son mucho más numerosos que en las demás partes de la montaña: Arriano (op. cit., IV, 24) pretende que su ejército contaba 30.000 infantes, 2.000 jinetes y 30 elefantes, y que se habían encerrado en una fortaleza (un lugar llamado Masaga), ante la que Alejandro hubo de levantar el asedio: la plaza cayó al cabo de tres días y casi todos sus defensores fueron muertos, incluido su rey.

Los gureos y otros indios huyen por todas partes. Tomando senderos de cabras, se refugian en una altura que los autores antiguos llaman «Roca de Aornos» (Avarana en la lengua del país, que significa «inaccesible a los pájaros»), donde terminan concentrándose todos los indios de la región opuestos a los macedonios. Para Alejandro es un regalo: una vez conquistada la Roca, habrá reducido todas las fuerzas de la resistencia local, y su ejército, que avanza al pie de las montañas, por la ruta principal, no encontrará ya obstáculos hasta el Indo.

La famosa Roca es, de hecho, un promontorio de 24 kilómetros de perímetro y una altura de 1.600 metros. Se alza en el centro de un meandro del Indo y lleva el nombre de PirSar en los mapas modernos de Pakistán. Está cubierto de bosque, y cuenta con numerosos manantiales: una tropa de varios miles de hombres puede resistir perfectamente varios días, alimentándose de frutas silvestres y de caza. Además, parece inexpugnable: sus paredes son abruptas en todas partes, y sólo es posible acceder a la cima por una escalera a pico, tallada incluso en la roca. Una leyenda pretendía que nadie había logrado tomarla nunca, ni siquiera Heracles, el hijo de Zeus; Arriano, que nos cuenta con todo detalle la forma en que Alejandro consiguió conquistar la Roca, nos hace partícipes de su escepticismo a este respecto (op. cit., IV, 28, 2):

De hecho, ni siquiera puedo afirmar con certeza que Heracles (sea el de Tebas, el de Tiro o el de Egipto) haya alcanzado realmente India. Creo incluso que nunca estuvo allí. Pero cuando los hombres chocan con obstáculos, tienden a aumentar su dificultad inventando una historia según la cual esos obstáculos han sido insuperables, incluso para Heracles. Y personalmente creo que, respecto de esa Roca, el rumor público habla de Heracles por vanagloria.

Era lo que faltaba para estimular a Alejandro, a quien dominó el deseo de realizar lo que su antepasado Heracles no había conseguido: apoderarse de la Roca. Su plan era asaltar la posición y, si no podía tomarla así, agotar a sus ocupantes con un largo asedio. Instaló sus bases en una pequeña población cercana a la Roca, llamada Embobina, en la que dejó al general Crátero con una parte del ejército y ordenó llevar todo el trigo posible para alimentar a los asaltantes. Él partió con elementos móviles (200 jinetes, 100 arqueros a caballo, un batallón de infantería ligera) e instaló un campamento personal en las cercanías del promontorio.

Entonces recibió la visita de indígenas de la región, que acudieron a sometérsele y le ofrecieron mostrarle el lugar por donde resultaba más fácil tomar la Roca. Envió con ellos al compañero Ptolomeo, hijo de Lago, con arqueros, el batallón de infantería ligera y una unidad de élite de infantería pesada; la orden era controlar el emplazamiento del que hablaban los indígenas y hacérselo saber, mediante señales, cuando la posición hubiera sido tomada. Dicho y hecho: Ptolomeo se apodera de los lugares sin ser visto por los indios situados en la parte superior de la Roca, los rodea de una empalizada y una trinchera y luego, una vez acabadas estas fortificaciones, sube a un punto elevado desde el que Alejandro podía verlo, y blande una antorcha encendida a guisa de señal.

Tras recibir la señal, el rey decide atacar al día siguiente. Al alba, lanza su ejército al asalto de la Roca, pero no consigue escalar sus paredes demasiado empinadas. En cuanto a los indios, se vuelven contra Ptolomeo; pero éste, gracias a sus arqueros y sus lanzadores de jabalinas, resiste. Llegada la noche, los bárbaros se repliegan.

Alejandro, por su parte, ha tomado una decisión: al día siguiente, al alba, atacará la Roca. Envía entonces nuevas instrucciones a Ptolomeo; éste, una vez iniciado el ataque, deberá lanzarse al asalto por su lado, de suerte que los indios se vean cogidos entre dos ejércitos asaltantes. Este plan fracasó el primer día y los macedonios fueron rechazados por los dos lados. El combate continúa al día siguiente: Alejandro manda repartir picos y palas a sus soldados, que tardan tres o cuatro días en elevar una especie de plataforma de tierra y piedras que permite disminuir la distancia que separa a sus arqueros y sus catapultas de la cima de la Roca, aumentando por consiguiente la eficacia de los tiros.

En la tarde del quinto día los macedonios se apoderan de una colina que está casi a la misma altura de la Roca. Aterrados, los indios comprueban que sus enemigos están cerca y que al día siguiente se verán obligados a enfrentarse a ellos. Tratan entonces de ganar tiempo y envían a Alejandro un heraldo para hacerle saber que están dispuestos a evacuar la Roca e incluso a dejársela a cambio de un tratado; de hecho, tenían la intención de demorar las negociaciones y aprovecharla noche para dispersarse y volver a sus aldeas respectivas. Alejandro finge aceptar y suprime los puestos de guardia que había colocado al pie de la Roca, y los indios inician una retirada discreta. Entonces el rey toma consigo setecientos miembros de su Guardia Real, un batallón de infantes y sube a la parte de la Roca abandonada por los indios; tras él suben los hombres de su ejército y ocupan toda la Roca. Luego, a una señal dada, se precipitan sobre los bárbaros que estaban evacuando el lugar y los matan sin piedad; otros, dominados por el pánico, se arrojan a los precipicios que rodean la Roca.

Alejandro ha vencido. Se ha apoderado de la Roca que el mismo Heracles no había podido tomar. Instala una guarnición en la plataforma, confía su mando al príncipe Sisicoto y, después de comprobar que el tercer pueblo indio, el de los asácenos, ha desaparecido de la región sin decir ni pío, prosigue su marcha en dirección al Indo.

En el camino Alejandro se entera de que los asácenos no han desaparecido, sino que se han refugiado en la fortaleza de Dirta, en alta montaña. Su príncipe ha muerto durante el sitio de Masaga, pero su hermano ha reunido un ejército de dos mil hombres, con quince elefantes. Debido a la altura (la región es particularmente árida y desértica), el asaceno cuenta con que a Alejandro no le parecerá indispensable subir hasta Dirta, cuya existencia tal vez ni siquiera conoce. Así pues, espera reconquistar su país, e incluso quizá agrandarlo, una vez que el macedonio se haya marchado hacia el valle del Indo.

El príncipe se equivocaba. Alejandro sabía comprar las conciencias —había aprendido a hacerlo en Persia— y mantenía una nube de espías indígenas que le informaban de todo lo que ocurría en la región. De modo que, una vez terminado el asunto de Aornos, el rey tomó varios miles de infantes y se apresuró a marchar sobre Dirta: no era el príncipe asaceno lo que le interesa, ¡eran sus elefantes! La nueva de su llegada desanimó al indio, que se dio a la fuga con sus infantes y sus elefantes: la fama sanguinaria de Alejandro asustaba a todo el mundo. El rey envió en vanguardia un pequeño destacamento para encontrar el rastro del príncipe y de sus paquidermos; a los exploradores no les costó mucho descubrir que huían hacia el este, y empezó la persecución a través de las espesas selvas vírgenes de la comarca.

Finalmente los soldados macedonios detuvieron a algunos indios aislados. Éstos le dijeron que el asaceno ya había franqueado el Indo con su tropa —hombres, mujeres y niños—, pero que los elefantes habían sido abandonados en los claros que bordeaban el río. La persecución se reanuda, y los macedonios ven ir a su encuentro un pelotón de soldados indios: no son combatientes asacenos, son rebeldes que, sublevados por la incapacidad de su príncipe, se han apoderado de él, lo han matado y le han cortado la cabeza que aportan, como presente, a Alejandro. Éste decide entonces que la persecución ha concluido —¡para qué perseguir a un ejército sin jefe!—, pero que hay que encontrar a los elefantes.

Se organiza una batida en las orillas del Indo. Encuentran a los elefantes que, asustados por el estruendo de los cazadores, huyen hacia las montañas; dos de ellos se precipitan en un barranco, pero los trece restantes son capturados vivos. Luego Alejandro alcanza por fin el Indo. El río está bordeado por varias hileras de árboles fáciles de abatir, que proporcionan madera para armazones; sus soldados la utilizan para construir barcas y balsas, que transportarán a él y a su ejército hasta el puente que Perdicas y Hefestión han hecho construir y donde le esperan, para cruzar el Indo.

El otoño ha terminado. Ha llegado el momento de que el Conquistador monte sus cuarteles de invierno: lo pasará a orillas del río, con todo su ejército.