XIII - La guerra en Afganistán

(6° y 7° año de la guerra en Asia: 329-328 a. C.)

Divergencias de puntos de vista entre Alejandro y los macedonios a la muerte de Darío. —Reorganización del ejército macedonio y partida para Bactñana (finales de diciembre de 330). —Descanso en Aracosia (enero-marzo de 329). —Paso del Hindu-Kush (abril de 329). —Ocupación de Bactrianay travesía del Oxo (¿mayo de 3291). —Toma de Maracanda e inicio de la campaña de Sogdiana (verano de 329). —Alejandro marcha sobre el Jaxartes: primer encuentro con los montañeses de Sogdiana (agosto de 329). —Rebelión nacionalista de Espitámenes en Sogdiana (agosto-septiembre de 329). —Fundación de Alejandría Extrema (septiembre de 329). —Victoria sobre los escitas (octubre de 329). —Liberación de Maracanda, sitiada por Espitámenes (octubre-noviembre de 329). —Cuarteles de invierno en Bactra-Zariaspa (diciembre de 329-marzo de 328). —Orientalización del comportamiento de Alejandro: la proskynesis (principios de 328). —Juicio y ejecución de Beso (marzo de 328). —Las embajadas escitas a Zariaspa (principios de 328). —Nueva sublevación en Sogdiana y muerte de Espitámenes (febrero-octubre de 328). —Alejandro toma sus cuarteles de invierno en Nautaca (invierno de 328-327). —Alejandro en la Roca de Sogdiana: Roxana (primavera de 327).

A los ojos de los macedonios —generales, oficiales y soldados—, extenuados por la fatiga, las heridas y la gloria, ricos con mil botines, la muerte de Darío, a mediados del verano del año 330 a. C., significaba el final de la guerra en Asia, el término de aquella colosal anábasis emprendida cinco años antes por su joven rey. Ahora su tarea había terminado: lo único que a Alejandro le quedaba por hacer era ocupar el trono abandonado del Gran Rey, como sucesor legítimo de los Aqueménidas, y volver a su patria.

Alejandro no ve las cosas de la misma forma. Las hazañas que ha realizado y las conquistas que ha hecho no son para él otra cosa que el prólogo de su epopeya. Él, el sucesor de los Aqueménidas, debe restablecer su Imperio y su autoridad. Debe castigar a Beso, el usurpador, que se ha proclamado rey y dueño de las provincias orientales del Imperio persa después de haber asesinado a Darío, y aplicarle la ley del talión. Debe castigar a los señores persas rebeldes y recompensar a los aliados. Así, poco a poco, se convertirá en el amo de Asia, como le había prometido el oráculo de Zeus en Gordio, en el mes de mayo de 334 a. C., cuando había cortado el nudo gordiano. Y a partir de ahí, ¿por qué él, el hijo de Zeus-Amón, no podría llegar a ser el amo de la totalidad del mundo habitado?

Así pues, entre Alejandro y su ejército existe un malentendido latente. Sus soldados piensan que la anábasis toca a su fin y el retorno a Macedonia está cerca; Alejandro, en cambio, considera que su epopeya no ha hecho más que empezar, y no es imposible que el complot de Filotas, a finales del año 330 a. C., sea la señal anunciadora de ese desacuerdo tácito, que será seguido por otros incidentes en el transcurso de los dos o tres años futuros. No obstante, no son sus hombres los que murmuran: las primeras resistencias proceden de su estado mayor y su entorno próximo. Le reprochan, sobre todo, no comportarse como vencedor tras sus victorias, sino trabajar por la reconciliación de vencedores y vencidos y la fusión de las naciones y los pueblos, griegos, macedonios o bárbaros. Y quizá porque confusamente tenía conciencia de la existencia de un desacuerdo posible entre él y sus generales había reaccionado con tanta rapidez y severidad frente a Filotas y Parmenión, a pesar de los lazos que lo unían a estos dos hombres.

Dicho esto, en diciembre de 330 a. C. todavía no ha acabado con los sátrapas orientales, asesinos o cómplices de los asesinos de Darío. Como hemos referido anteriormente, se había librado de dos de ellos, Barsaentes, sátrapa de Aracosia, y Satibarzanes, sátrapa de Aria; por lo tanto, le quedaba apoderarse de Beso, sátrapa de Bactriana, y someter a su autoridad todas las satrapías orientales (las que los griegos llamaban las «satrapías superiores»), es decir Gedrosia (el Beluchistán actual), territorio a caballo entre Pakistán y Afganistán; Aria, Aracosia, Bactriana (las tres correspondientes poco más o menos al Afganistán actual) y Sogdiana (parte del actual Uzbekistán). Estas operaciones político militares le llevaron tres años: concluyeron durante la primavera o el verano de 327 a. C. Pero al mismo tiempo Alejandro se afirmaba como el sucesor de los Aqueménidas, adoptaba las costumbres y la etiqueta de los persas y hacía de los vencidos los iguales de los vencedores: esto era inadmisible para los macedonios y los griegos, y de ello derivaron conjuras y dramas.

1. Primer año de guerra en Afganistán (329 a. C.)

La guerra que se dispone a librar Alejandro no se parece en nada a las expediciones que ha conducido hasta entonces tanto en Asia Menor como en Persia o en Media. Va a tener por teatro principal el territorio del actual Afganistán.

En efecto, Alejandro va a adentrarse por comarcas de las que no dispone de ninguna información y que va a descubrir prácticamente a medida que avance. Apenas sabe nada de las poblaciones que tendrá que someter, salvo que son numerosas, unas veces sedentarias y otras nómadas, y que están particularmente adaptadas a los combates en alta montaña y a la guerrilla, semejantes a esa población que se ha visto obligado a combatir en Drangiana y a la que sólo pudo vencer incendiando los bosques en los que se escondía. Finalmente los guías arios y partos que lo acompañaban le habían advertido que tendría que franquear montañas que tocan el cielo, por rutas cubiertas de nieve y hielo y sin ningún medio para conseguir avituallamiento.

Antes de abandonar Frada, a finales del mes de diciembre del año 330 a. C., Alejandro debe proceder por tanto a la reorganización de sus tropas, dado que va a lanzarse no contra un ejército nacional como era el de Darío, sino contra bandas de guerreros dirigidas por señores locales y apasionadamente apegados a su independencia. Adoptarán sin duda una estrategia de acoso, los combates que tendrá que librar no serán batallas campales, como las de Isos o Gaugamela, sino combates defensivos frente a grupos más o menos numerosos de jinetes atacando a los elementos aislados de su ejército, para luego huir a la estepa o al desierto y volver a aparecer en otra parte unas horas o unos días más tarde.

El macedonio va a fragmentar por tanto su gran ejército en pequeñas unidades móviles, a aumentar su caballería ligera (los países que atraviesa poseen excelentes caballos, pequeños y nerviosos, adaptados al terreno y al clima); inspirándose en el armamento asiático, crea escuadrones de lanzadores de jabalina y arqueros a caballo (los primeros reciben en griego el nombre de hippocontistes; los segundos, el de hippotoxotes). Alejandro piensa también en lo que nosotros llamaríamos los uniformes de sus soldados, que deben corresponder a las condiciones climáticas propias de Afganistán: necesitan turbantes para proteger sus cráneos de las insolaciones y, para calzar a los infantes destinados a caminar sobre la nieve o el hielo, sustituye las sandalias griegas o macedonias por una especie de botas.

Además, dada la topografía montañosa de las regiones que se verá obligado a atravesar y su ignorancia respecto a la existencia o no existencia de ciudades importantes en estos países misteriosos, tiene que desplazarse no simplemente con soldados, sino también con administradores, funcionarios civiles, servicios de intendencia y sanidad, almacenes, tiendas rodantes necesarias para el equipamiento y el avituallamiento de hombres y caballos. Al parecer, Alejandro también pensó en las expansiones de sus hombres y proveyó a su ejército de un numeroso séquito de cortesanas, sin duda el primer lupanar militar de campaña de la historia. Finalmente, preocupado por comportarse como conquistador civilizador, el macedonio lleva consigo toda una tropa de rétores, encargados de enseñar el griego a los hijos de los señores vencidos y de educarlos, de ingenieros, de corresponsales de guerra, de mercaderes, de arquitectos: para dominar el país ocupado, instalará a lo largo de su camino de conquistador colonias militares en las pequeñas ciudades que encuentre o en las que funde a ese efecto, y que siempre recibirán el nombre de Alejandría.

Digamos algunas palabras más sobre los países atravesados. La Bactriana, donde se ha refugiado Beso, es una llanura bien irrigada que se extiende entre el pie del macizo montañoso del Hindu-Kush (cima culminante: 7.690 metros; los antiguos creían que se trataba de una prolongación del Cáucaso y lo llamaban el «Cáucaso indio») y el alto valle del Amu-Daria (el Oxo, para los griegos). Entre este río y el Sir-Daria (el Jaxartes de los griegos) se extiende otra zona fértil: es Sogdiana. Más allá de ésta nomadeaban los escitas independientes (los Saca), que llevaban sus rebaños hacia el norte, hasta el lago Balkash.

De Frada (cuyo emplazamiento estaba cerca de la moderna Farah), el macedonio se dirigió primero a Aracosia. Allí fundó Alejandría de Aracosia (la actual Kandahar) y dispuso una guarnición e indudablemente un embrión de administración; luego se dirigió hacia la actual Kabul (que está situada a 1.800 metros de altitud), y alcanzó los montes de Parapamísada donde, según las fuentes (por ejemplo, Diodoro de Sicilia, op. cit, XVII, 82, 1), tuvo que luchar contra el pueblo de los parapámisos, al pie de los cuales fundó Alejandría del Cáucaso (a cincuenta kilómetros al norte de Kabul). Luego hubo de franquear la alta barrera montañosa del Hindu-Kush, cosa que hizo sin duda a principios del mes de abril de 329 a. C., después de haber permanecido inactivo de enero a marzo, porque la nieve era muy espesa en las montañas e impedía el avance de hombres y carros. Escuchemos a Diodoro de Sicilia:

“Su país [el de los parapámisos] está totalmente cubierto de nieve y el frío excesivo hace difícil su acceso a los demás pueblos. La mayor parte de la comarca [al pie del Parapámiso] está formada por una llanura desprovista de árboles, dividida entre numerosas aldeas. El techo de las casas está hecho de una cúpula de ladrillos reunidos en punta. En medio del techo se ha dejado una lucera por donde escapa el humo y, como el edificio está cerrado por todos los lados, sus habitantes están bien abrigados. La abundancia de la nieve hace que la población pase una buena parte del año en casa, donde todos tienen su provisión de víveres. […] Esta comarca entera no ofrece a la mirada verdor ni cultivo, sino la blancura resplandeciente de la nieve y del hielo que se ha solidificado en ella. Ningún pájaro anida allí, ningún animal salvaje que pase: todos los cantones de este país son inhóspitos y difícilmente accesibles.”

Op. cit., LXXXII, 1-4.

A pesar del clima y de los obstáculos de toda clase, el ejército macedonio franqueó el Parapámiso, luego el «Cáucaso indio», saludando tal vez de paso la enorme roca (4 estadios de altura, es decir, 720 metros y 10 estadios de perímetro, 1.800 metros) sobre la que habría sido encadenado el Prometeo de la fábula mitológica. Finalmente Alejandro llega a la vertiente noroeste del Hindu-Kush, es decir, a Bactriana.

Delante de sí tiene varias pistas que conducen en su totalidad hacia la llanura por desfiladeros que controlan las aldeas de Drapsaco (actualmente Kunduz) y de Aornos (actualmente Tash-Kurgan) y que llevan a Bactra (la actual Balj), la capital de Bactriana, también llamada Zariaspa. Beso y su ejército (siete mil jinetes bactrianos, más un contingente de sogdianos) le esperan a la salida de Aornos: el sátrapa está decidido a no dejarle seguir adelante. Pero Alejandro desemboca en la llanura por el paso de Drapsaco y enfila directamente hacia Bactra-Zariaspa. Cuando Beso se entera, comprende que todo está perdido, ya que el ejército macedonio es mucho mayor y más poderoso que el suyo, y trata de salvarse huyendo.

El sátrapa abandona por tanto Aornos y decide refugiarse en la orilla derecha del Oxo («el más grande de los ríos del Asia», afirma Arriano), cuyas aguas en esta época del año (a principios de primavera) están muy crecidas (alcanzan su más alto nivel en el mes de julio). Pero la mayor parte de su caballería se niega a seguirle y sus guerreros bactrianos regresan a sus casas: a Beso no le queda otra solución que retirarse con los elementos sogdianos de su ejército hasta Nautaca en el emplazamiento de Karachi (en Uzbekistán) y Maracanda (la actual Samarcanda).

Mientras tanto, Alejandro se ha apoderado, casi sin tener que combatir, de la aldea de Drapsaco y las ciudadelas de Aornos y Bactra: se había convertido en el amo de Bactriana. Sólo permaneció en Bactra-Zariaspa unos pocos días, el tiempo necesario para desmovilizar a los soldados que habían terminado su temporada (se trataba de macedonios y tesalios) y reponer su caballería, porque había perdido muchos caballos al franquear el Hindu-Kush. Tras confiar esta provincia, rica y fértil, a su suegro, el viejo general Artábazo, avanzó sin más tardar hacia el Oxo, que franqueó a la altura de Alejandría Tarmita (la actual Termez).

La travesía del Oxo le planteó un problema. El río tenía seis estadios (más de un kilómetro) de ancho y era más profundo que ancho. Alejandro no poseía barcos y no había en la región bosques que pudiesen procurarle madera en cantidad suficiente para construir un puente. Además, el fondo del río era arenoso y su corriente impetuosa: las estacas y postes que los pontoneros habían intentado plantar habían sido barridos como paja.

Al ver esto, Alejandro mandó reunir las pieles que los soldados utilizaban para levantar sus tiendas, ordenó llenarlas con la paja más seca posible y coserlas todas juntas, sólidamente, muy prietas, para que el agua no pudiese penetrar. El enorme edredón flotante así confeccionado fue lanzado sobre la superficie del río, que el ejército atravesó sin mayores problemas, durante cinco días, en el mes de abril o mayo del año 329 a. C. (Amano, II, 30, 4).

Una vez cruzado el Oxo, Alejandro persiguió a Beso y a sus guerreros sogdianos en la ruta de Maracanda. Fue entonces cuando Espitámenes y Datafemes, los principales jefes sogdianos, que no querían ver a Alejandro invadir su provincia, le enviaron emisarios para decirle que estaban dispuestos a entregarle a Beso: le bastaría con enviarles un pequeño destacamento, con un oficial al mando, y ellos le entregarían al sátrapa, a quien por el momento consideraban su prisionero. Los sogdianos creían que Alejandro sólo quería a Beso y que, una vez capturado éste, volvería sobre sus pasos.

Al recibir estas propuestas, el macedonio aminora la marcha de su ejército y, a guisa de «pequeño destacamento», envió a los sogdianos un verdadero regimiento de tres mil o cuatro mil hombres (jinetes, infantes, arqueros) a las órdenes de uno de sus mejores lugartenientes, Ptolomeo, hijo de Lago, que recorrió los trescientos kilómetros que separaban los dos ejércitos en cuatro días, mientras Alejandro seguía tranquilamente su marcha hacia la capital de Sogdiana.

Cuando Ptolomeo llegó al campamento de los sogdianos, no encontró alma viviente: según Arriano, Espitámenes y Datafernes todavía dudaban de entregarle a Beso, porque era ésta una acción contraria a su código de honor. Ptolomeo recorrió unos cuantos kilómetros y llegó a una gran población fortificada, donde Beso acampaba con unos pocos soldados: los jefes sogdianos y sus tropas ya habían abandonado el lugar, porque sentían vergüenza de entregar ellos mismos a Beso. El general macedonio ordenó a su caballería rodear la plaza y mandó a un heraldo que proclamase a los bárbaros que les dejaría la vida y la libertad a cambio del sátrapa. Los sogdianos abrieron las puertas de la plaza, Ptolomeo penetró en ella y se apoderó del asesino de Darío; luego dirigió una carta a su rey para preguntarle qué debía hacer con Beso. Alejandro le respondió que lo depositase desnudo, encadenado y con un collar de hierro al cuello, a la orilla de la ruta por la que él mismo avanzaba con su ejército. Ptolomeo obedeció al rey sin dudar.

Cuando al día siguiente o a los dos días de esta detención llegó el rey y vio a Beso, sentado y desnudo, en el borde de un foso, mandó detener su carro y lo interrogó: ¿por qué haber detenido a Darío, que era pariente y benefactor suyo, le preguntó, y haberlo llevado cargado de cadenas para luego matarlo? Beso le respondió que no había actuado solo, sino que ese arresto se había hecho de acuerdo con el entorno de Darío, con la esperanza de conciliarse la buena voluntad de Alejandro vencedor. Tras esta respuesta, el rey de Macedonia ordenó al verdugo que azotase a Beso delante de las tropas mientras enumeraba sus crímenes. Luego el sátrapa fue entregado a Oxiartes, hermano de Darío, y conducido a Bactra-Zariaspa para ser juzgado y ejecutado (según Arriano); según otras fuentes, Beso habría sido mutilado al modo persa y llevado luego a Ecbatana, para ser ejecutado delante de una asamblea de medos y persas durante el invierno de 329 ? 328 a. C.

En cuanto a los nobles sogdianos, que habían esperado salvaguardar la independencia de su provincia, lo consiguieron a su propia costa: cuando Beso hubo sido entregado, los macedonios se apoderaron de los caballos que había en los pastos y, una vez equipada su caballería, Alejandro continuó su ruta, al galope, hacia la capital de Sogdiana, Maracanda, sin preocuparse siquiera de tomar la ciudad de Tribactra (la moderna Bujara). Los sogdianos no pudieron hacer otra cosa que someterse, pero muchos lo hicieron de boquilla, mientras Alejandro, después de haber tomado Maracanda (verosímilmente a finales del mes de junio del año 329 a. C.), se movía en dirección al río Jaxartes (el Sir-Daria), atravesando la satrapía durante el verano de 329 a. C.: empezaba la campaña de Sogdiana (o, si se quiere, de Transoxiana, el país al otro lado del Oxo).

Así pues, Alejandro marcha ahora hacia el Jaxartes, anunciando con ello su intención de anexionarse la provincia caspia entera, lo cual no deja de crear cierto malestar entre sus soldados y oficiales, que están hartos de esa guerra interminable: dado que Beso ha sido capturado y Darío está vengado, ¿qué va a hacer su rey en aquel infierno afgano? La respuesta es clara: Alejandro considera que, para su Imperio, el Jaxartes es una frontera más segura que el Oxo. De todos modos, el rey ha renovado sus efectivos y los veteranos que protestan han sido recompensados y desmovilizados; ¿por qué habrían de quejarse ahora?

La campaña empieza mal. Algunos macedonios que se habían dispersado para buscar forraje fueron atacados de improviso por una importante tropa de bárbaros de las montañas (Arriano afirma que eran unos treinta mil). La mayoría fueron muertos o llevados en cautividad. Estos bandidos, una vez dado el golpe, se refugian en sus montañas, erizadas de rocas y bordeadas de precipicios. Alejandro monta rápidamente una expedición punitiva contra los asaltantes. Al principio, los macedonios tienen que retroceder ante las nubes de dardos y el propio Alejandro es alcanzado por una flecha que le atraviesa la pierna y le rompe el peroné. Sin embargo, sus soldados terminan apoderándose de las posiciones y los bárbaros son matados allí mismo o perecen al arrojarse desde lo alto de sus rocas (según Arriano, sólo sobrevivieron ocho mil). Este encuentro, primer hecho de armas de la campaña de Sogdiana, tuvo lugar seguramente en el mes de agosto del año 329 a. C.

Pocos días más tarde, unos emisarios se presentan en el campamento de Alejandro; son embajadores de unos pueblos que nomadean desde hace siglos en las fronteras orientales del Imperio persa, los escitas, llamados «independientes», debido sobre todo a su pobreza y su justicia (según Arriano). Alejandro los devuelve a sus tierras, acompañados de plenipotenciarios encargados en principio de concluir un tratado de amistad, aunque en realidad su objetivo es observar la naturaleza de su territorio, su número, sus costumbres y su armamento.

Alejandro aprovechó estas relaciones de amistad con los escitas para explorar el más oriental de los territorios persas: el amplio valle del Fergana, muy fértil, cuyo centro atraviesan las bullentes aguas del Sir-Daria, que bajan de las montañas del vecino Kirguizistán. Para proteger su imperio de las invasiones nómadas, y sobre todo de los escitas, los Aqueménidas habían edificado siete ciudades-fortaleza, la más grande y mejor defendida de las cuales se llamaba Cirópolis. Después de inspeccionar el entorno a caballo, el rey proyectó construir una octava a orillas del Jaxartes, en el emplazamiento de la moderna Jodjen (la Leninabad soviética); el lugar le parecía estratégicamente bien situado, tanto en el plano ofensivo (con vistas a una invasión del país de los escitas) como en el defensivo (para proteger el Imperio persa contra las invasiones de los bárbaros). En razón de su posición geográfica, tenía la intención de llamarla Alejandría Extrema (Alex-Eskhaté): debía cerrar el valle del Fergana.

Fue entonces cuando a finales del mes de agosto o a principios del mes de septiembre de 329 a. C., Sogdiana se rebela brutalmente. En Maracanda y las ciudades del Fergana, los sogdianos se apoderan de los soldados macedonios de las guarniciones, los matan y empiezan a reforzar las defensas de sus ciudades. Luego, desde Bactriana y Sogdiana, rebeldes armados llegan en muchedumbre y el movimiento se generaliza. El hombre que había preparado este levantamiento no era otro que Espitámenes, el señor sogdiano que había entregado Beso a Alejandro unas semanas antes, y tenía a los escitas por aliados.

En ese momento Alejandro presidía en Zariaspa una asamblea de nobles de Sogdiana, que habían pactado con su vencedor. Cuando se entera de que Sogdiana se subleva, el rey reacciona con su rapidez habitual. Improvisa una campaña de asedios en las orillas del río: tiene que apoderarse una por una de las ciudades rebeldes, donde los habitantes se han atrincherado detrás de las murallas.

La fortaleza más peligrosa es Cirópolis, cuyas murallas había construido en otro tiempo Ciro el Grande y en la que se han reunido la mayoría de los rebeldes de la región. El general Crátero tiene por misión recuperar la plaza y el sitio dura varios días porque sus altas murallas resisten los asaltos de los infantes y de las máquinas de asedio. Finalmente Alejandro descubre que es posible penetrar en la ciudad siguiendo el lecho de un torrente que la atravesaba y que entonces estaba seco; toma consigo un pequeño número de hombres, algunos arqueros y, escurriéndose por ese sendero improvisado, llega con ellos al corazón de Cirópolis sin que los bárbaros, ocupados en combatir en las murallas y vueltos hacia las máquinas de asedio, se den cuenta. Una vez en el interior de la ciudadela, Alejandro manda abrir dos o tres puertas que no están defendidas y el resto de su ejército penetra fácilmente.

Al darse cuenta de que su ciudad ha sido invadida, los sogdianos se precipitan, con las lanzas y las espadas en la mano, sobre los macedonios. La batalla es dura: el mismo Alejandro recibe una pedrada en la cabeza y otra le golpea en el cuello; Crátero resulta herido por una flecha, así como otros oficiales; luego llega el encuentro cuerpo a cuerpo y los macedonios, más numerosos y mejor armados, se apoderan de la plaza después de matar a ocho mil sogdianos, mientras otros quince mil se refugian en la ciudadela que domina la ciudad. Alejandro invade ese imponente edificio y, dos días más tarde, la falta de agua obliga a los bárbaros a rendirse: todos fueron ejecutados. Los restantes nidos de águila del Fergana fueron fácilmente recuperados por las fuerzas macedonias y, en todas estas ciudades, el castigo fue terrible: los hombres fueron pasados a cuchillo, las mujeres y los niños sorteados y entregados a la soldadesca, y así miles de bárbaros fueron exterminados o reducidos a esclavitud.

Alejandro piensa que ha ganado la partida, pero surge otro peligro: un ejército de escitas —los que unos días antes le habían enviado emisarios— llega a orillas del Jaxartes y se prepara para franquearlo; por otro lado, Espitámenes ha asediado la guarnición macedonia de Maracanda. El rey tiene que batirse en dos frentes. Envía un cuerpo de 2.400 hombres, mandado por el licio Farnuces, para liberar la capital invadida y hacer frente a los escitas. Además, activa la construcción de Alejandría Extrema: en tres semanas la ciudadela está terminada, provista de murallas y llena de soldados (macedonios, mercenarios griegos y bárbaros) y Alejandro se permite el lujo incluso de organizar, fuera de las murallas, un concurso hípico y juegos atléticos (¿septiembre de 329 a. C.?). A orillas del Jaxartes, sin embargo, la situación es más delicada. Al otro lado del río los escitas son cada vez más numerosos; insultan a Alejandro, que les hace frente, a la manera de los bárbaros: «Si te atrevieses a venir a luchar con nosotros, te darías cuenta de la diferencia que hay entre los escitas y unos bárbaros de Asia como los sogdianos.» Alejandro, exasperado por estas provocaciones, decide pasar el río con sus hombres y atacarles: manda preparar un puente flotante como había hecho para franquear el Oxo y ofrece un sacrificio a Zeus con vistas a la batalla que va a librar. Pero los presagios no le son favorables y debe renunciar a llegar a las manos con los escitas, que siguen tratándole de cobarde. Ruega al inevitable adivino Aristandro que lea los presagios en las entrañas de nuevas víctimas: éste cumple a conciencia su tarea y declara a su rey que los presagios anuncian que va a correr un grave peligro. Alejandro le responde que es preferible afrontar los mayores peligros antes que ser objeto de burla por parte de los escitas, después de haber conquistado todo Asia como él ha hecho.

«Los presagios no son súbditos tuyos —le dice entonces Aristandro—, y no te darán predicciones diferentes porque tú les pidas predicciones diferentes.»

A pesar de todo, Alejandro decide seguir adelante. Lanzan sobre el río pieles de tienda llenas de paja y cosidas; en su orilla se apostan las tropas macedonias y en el punto en que el Jaxartes es menos ancho se colocan las piezas de artillería (catapultas y otras máquinas). Luego, a una señal convenida, las máquinas disparan dardos y piedras contra los escitas que, a caballo, van y vienen a lo largo del río: sorprendidos ante estos proyectiles que los alcanzan desde tanta distancia, se alejan del río. Al verlo Alejandro ordena que toquen las trompetas y, abriendo la marcha, avanza sobre el puente flotante; el resto del ejército le sigue con arqueros y honderos a la cabeza: mediante una descarga abundante e ininterrumpida impiden a los escitas avanzar y de este modo cubren el desembarco de los infantes y los jinetes.

Cuando todo su ejército ha pasado el Jaxartes, Alejandro ordena cargar y se lanza sobre el enemigo con su caballería dispuesta en columnas, mientras que sus arqueros y lanzadores de jabalinas siguen alejando a los escitas. La táctica tradicional de estos últimos consistía en rodear a sus adversarios y hostigarlos acribillándoles con flechas: el método de combate decidido por Alejandro les impide aplicarlo, porque las columnas que los atacan son demasiado largas para poder ser rodeadas impunemente. Poco a poco los escitas se desbandan y terminan por huir, perseguidos por los jinetes macedonios y griegos. Su derrota habría sido total… si sus adversarios, y Alejandro el primero, no hubiera cometido la imprudencia de beber agua del río para apagar su sed (hacía mucho calor y la sed los atenazaba). ¡Ay!, aquel agua no era potable y pronto se pudo ver a los veinte mil soldados de Alejandro y a su jefe presa de una violenta e incoercible diarrea que salvó la vida a los escitas: sin esa turista imprevista que acababa de herir a sus adversarios, todos habrían sido aniquilados. ¡Gracias a las amebas y los colibacilos, sólo dejaron en el campo un millar de muertos —entre ellos su jefe, un tal Satraces— en las orillas del Sir-Daria!

En cuanto a los macedonios, volvieron al campamento agotados, vacíos y enfermos. El mismo Alejandro se encontraba en un estado crítico y no podía sostenerse sobre el caballo. Así se verificó la profecía de Aristandro: había vencido, pero corriendo un gran peligro… intestinal. Sea como fuere, la lección dio sus frutos. Unos días más tarde, embajadores enviados por el rey de los escitas fueron a ver a Alejandro para presentarle las excusas de su rey: lo que había ocurrido no era cosa de la nación escita, le dijeron, sino de bandidos y saqueadores a los que el rey de los escitas desaprobaba totalmente. Alejandro aceptó la versión y las excusas, y todo quedó en eso.

Se acercaba el invierno. Con la conquista de Cirópolis y la derrota de los escitas en las orillas del Sir-Daria, la calma había vuelto a la frontera oriental del antiguo Imperio de los Aqueménidas, pero el fuego de la insurrección aún no se había apagado en Maracanda.

Hemos visto más arriba que Alejandro había enviado al licio Farnuces a liberar la capital de Sogdiana, sitiada desde el comienzo de la insurrección por el infatigable Espitámenes. Éste había levantado el asedio al anuncio de la llegada de los macedonios y había salido a su encuentro: los había esperado en el río Politimeto (el actual Zeravchan), con un ejército sogdiano reforzado por 600 jinetes escitas. El general de Alejandro se había dejado sorprender y, de los 2.400 hombres de su contingente, sólo le quedaban 300 jinetes, todos los demás habían sido muertos y Maracanda estaba de nuevo sitiada.

Arriano (op. cit., IV, 6, 6) nos describe claramente cómo se desarrollaron los combates. Farnuces había dispuesto su ejército en orden de batalla (infantes y jinetes) en un terreno descubierto, con vistas a un enfrentamiento clásico; pero como se sabe, los sogdianos y los escitas luchaban de otra forma: sus jinetes describían grandes círculos alrededor de sus enemigos inmóviles y los acribillaban con flechas, lanzando gritos de guerra y, cuando los macedonios hacían algún movimiento para cargar, huían a galope tendido en caballos mucho más rápidos que los de sus adversarios.

Farnuces se había retirado entonces hacia un valle arbolado cercano al Politimeto, donde los bárbaros ya no podían aplicar esa táctica; por desgracia, Cárano, que mandaba la caballería macedonia, comete entonces un error imperdonable; trata de buscar refugio para sus hombres y sus caballos al otro lado del río, sin indicárselo a su jefe ni a los demás comandantes de unidades. Los infantes, al ver a los jinetes alejarse del campo de batalla, los siguen sin haber recibido la orden, y los sogdianos, advirtiendo el error cometido por los macedonios, se precipitan a caballo en el río, les impiden avanzar, los acribillan con flechas y el pánico se apodera de los hombres de Farnuces, que se refugian como pueden en un islote en medio del Politimeto. De inmediato son rodeados por los escitas y la caballería de Espitámenes, que abaten a todos con sus flechas y jabalinas, sin hacer prisionero alguno.

Alejandro se enteró del desastre del Politimeto a principios del mes de noviembre de 329 a. C. y decidió marchar sin tardanza contra Espitámenes. Aunque en esa época del año los días fuesen más cortos, la temperatura aún era clemente y podían hacer largas etapas a caballo sin sufrir el calor ni la sed. Se lleva consigo a la mitad de la caballería de los Compañeros, sus infantes y sus arqueros, y en poco más de tres días cubre los casi trescientos kilómetros que separan Alejandría Extrema de Maracanda. Al alba del cuarto día llega ante la capital de Sogdiana y contempla, con el corazón encogido, los dos mil cadáveres de macedonios que siembran la llanura o flotan sobre las aguas del río. Manda enterrar a sus soldados como puede y, lleno de rabia, parte en persecución de Espitámenes y de sus tropas, que huyen hacia el desierto: asola todo el valle del Politimeto hasta Bujara, quemando las aldeas y las cosechas, matando a las poblaciones sin distinciones de edad ni sexo (otros autores afirman que su locura vengadora causó más de cien mil víctimas), hombres, mujeres y niños, y rechaza a los escitas al desierto. Luego, a finales del mes de noviembre, abandona Sogdiana, vuelve a pasar el Oxo y regresa a Zariaspa, capital de Bactriana, donde dispone sus cuarteles de invierno.

2. Segundo año de guerra en Afganistán (328 a. C.)

La pacificación sanguinaria de Sogdiana —sanguinaria y provisional, como vamos a ver— y la guerra contra los escitas, que empezaban a parecerle un peligro mayor para el Imperio aqueménida del que se había apoderado, habían impedido a Alejandro concentrarse en lo que podríamos llamar «asuntos de Estado». Se dedicó a esa tarea durante los meses del invierno del 329-328 a. C., que impedía cualquier campaña militar en aquellas regiones cubiertas ahora de nieve y hielo.

Alejandro había instalado su corte y su cuartel general militar en Zariaspa (también llamada Bactra; en el emplazamiento de la moderna Balj, que separa ese estado del Uzbekistán mediante el Amu-Daria). Las modificaciones de su personalidad que habían aparecido en Zadracarta el año anterior se afirman entonces. Si seguimos los relatos de sus antiguos biógrafos, el fogoso conquistador se transformó en monarca aqueménida: en Zariaspa reina un fasto oriental que nada tiene que ver con la etiqueta estricta y militar de un campamento macedonio.

El rey, vestido a la oriental la mayoría de las veces, convoca allí a los señores que, desde la época de Darío, cumplían la función de subgobernadores (con un grado inmediatamente inferior al de sátrapa) y que los griegos llamaban hiparcas. Estos notables se comportan con Alejandro como lo hacían con el Gran Rey: cuando se presentan ante él, se arrodillan, tocan el suelo con su frente y no se levantan hasta que se les invita a hacerlo. Este rito de prosternación —la proskynesis— era entre los griegos un honor reservado a los dioses y, excepcionalmente, a los héroes. En Zariaspa, Alejandro se complace en esta clase de homenaje que le testimonian sus súbditos persas, y desea extender su uso a sus vasallos macedonios y a los helenos que, como es evidente, lo rechazaron (véase más adelante, la actitud de Calístenes, que llevaba su diario de campaña).

Alejandro había pretendido organizar aquella potente guerra afgana para apoderarse de Beso; ahora que había conseguido sus fines, debía juzgarlo y condenarlo por el sacrilegio que este último había cometido asesinando a Darío y poniéndose la tiara imperial del Gran Rey. Por esa razón, entre otras, había convocado a los hiparcas de Bactriana y Sogdiana, a fin de aplacar sin duda su gusto por la rebelión. También había ordenado detener a los cómplices de Beso que a finales del año 330 a. C. todavía estaban en libertad, es decir los generales persas felones Arsaces y Brazanes. Estos dos personajes fueron capturados (el primero en Aria, el segundo en Partía) por los sátrapas de esas provincias, que se llamaban respectivamente Estasanor y Fratafernes, y llevados por ellos a Zariaspa para ser juzgados.

De acuerdo con las costumbres persas, Beso, regicida y usurpador, compareció ante la asamblea de los hiparcas, presidida por Alejandro, que leyó personalmente el acta de acusación. Para el juicio se había puesto la túnica blanca de los Grandes Reyes y había trocado su casco de penacho blanco por la tiara de los emperadores persas. Los hiparcas declararon de forma unánime a Beso culpable de los crímenes de que se le acusaba y decidieron que sería ejecutado de acuerdo con las costumbres de Persia. Así pues, Alejandro ordenó que le cortasen la nariz y las orejas, como esas costumbres exigían, y que lo llevasen a Ecbatana, la capital del Imperio. Allí, el día de la fiesta nacional y religiosa persa (sin duda durante el equinoccio de primavera, el 21 de marzo de 328 a. C.), fue crucificado en un árbol, en el que murió. Aunque los autores antiguos no nos lo precisan, podemos pensar que sus cómplices sufrieron el mismo destino.

Arriano juzga con mucha severidad al rey de Macedonia por haberse comportado así, y es verosímil que el entorno de Alejandro quedase tan sorprendido como él:

“Por lo que a mí se refiere, lejos de aprobar este castigo excesivo de Beso, juzgo bárbara esa mutilación de las extremidades y admito que Alejandro se dejó llevar a rivalizar con la riqueza de los medos y los persas, y con la costumbre de los reyes bárbaros [es decir, no griegos] de mantener la desigualdad entre ellos y sus súbditos, para las relaciones de todos los días [es el demócrata griego el que habla, aunque escriba durante el reinado del emperador Adriano]; y no alabo en absoluto el hecho de que, pretendiendo descender de Heracles, haya adoptado la indumentaria meda en lugar de la indumentaria macedonia de sus antepasados; y en que no haya sentido vergüenza de cambiar por la tiara persa de los vencidos los tocados que él, el vencedor, llevaba desde siempre, no veo nada que elogiar; al contrario, las proezas de Alejandro demuestran, mejor que cualquier otra cosa, según mi criterio, que ni la fuerza física, ni el brillo de la raza, ni los éxitos militares continuos e incluso mayores que los de Alejandro […], nada de todo esto sirve de nada para la felicidad del hombre, si el hombre que ha realizado grandes hazañas no posee al mismo tiempo el control de sus pasiones” [no hay que olvidar que Arriano ha sido discípulo del filósofo estoico Epicteto, cuyas Conversaciones y cuyo famoso Manual redactó].

Op. cit., IV, 7, 4-5.

Mientras estaba en Zariaspa, probablemente en el mes de enero del año 328 a. C., Alejandro recibió considerables refuerzos procedentes de Macedonia y Asia Menor; 17.000 infantes y 2.600 jinetes procedentes de Licia, Caria, Siria y Tracia. Vinieron para colmar los vacíos causados en su ejército por la guerra, por el final del tiempo de servicio de algunos de sus soldados, que había tenido que enviar a Macedonia, y por la necesidad en que se encontraba de desplegar fuerzas de ocupación en las provincias recientemente conquistadas, donde la calma sólo era aparente, como por ejemplo en Sogdiana, y por el lado de los escitas. Así pues, estos refuerzos fueron bienvenidos, porque entonces no tenía más que 10.000 hombres sanos y la Sogdiana aún no estaba totalmente pacificada.

En el transcurso de los primeros meses del año 328 a. C., también se vieron llegar a la capital de Bactriana numerosas embajadas más o menos inesperadas.

Primero fue la de los escitas que nomadeaban entre el mar Negro y el Caspio (los «escitas europeos», al norte del Cáucaso —el Cáucaso georgiano—; pasaban por estar emparentados con los «escitas de Asia», que nomadeaban al norte del Sir-Daria). Traían la misión de negociar una alianza con Alejandro y ofrecerle en matrimonio a la hija del rey de ese pueblo: Alejandro rechazó a la princesa escita, pero consintió en estudiar las condiciones de una alianza con su padre.

Cuando los embajadores escitas aún estaban en Zariaspa, el rey de otro pueblo escita, que nomadeaba al este del Caspio, entre ese mar y el mar de Aral, fue en su busca en persona: le proponía aliarse con él para declarar la guerra a los escitas de Europa. Alejandro le respondió que no era el momento, ya que tenía otros proyectos en la cabeza, y que más tarde le llamaría, cuando fuese a explorar la región montañosa que bordeaba el mar Negro (el Cáucaso georgiano).

El visitante más inesperado fue el rey de los corasmios, un pueblo de agricultores, de la misma raza que los persas, que vivían en el delta del Oxo, en las orillas del mar de Aral (Corasmia se convertirá en la Edad Media en el sultanato independiente de Jarezm, que fue destruido por Tamerlán en 1380). Este rey se llamaba Farásmanes. Había llegado a Zariaspa con una escolta de 1.500 guerreros, con el objetivo de rendir homenaje al nuevo amo del Imperio aqueménida: temía, en efecto, parecer sospechoso a los ojos de Alejandro, porque un pueblo cuyo territorio lindaba con el suyo, el de los escitas maságetas, había dado asilo a Espitámenes. Para demostrar su buena fe le propuso aliarse con él para emprender una expedición contra los pueblos que vivían al norte del mar Negro, ofreciéndose para servirle de guía y subvenir a las necesidades de su ejército durante el tiempo que durase la expedición.

Ignoramos la respuesta que dio Alejandro al rey de los corasmios. No obstante, por la continuación de sus aventuras guerreras, tenemos derecho a pensar que declinó su oferta, puesto que había tomado la decisión de proseguir sus conquistas no hacia el norte, sino hacia el este, al otro lado de las montañas de Afganistán. La idea que Alejandro se hacía de la geografía de la Tierra era la que le había enseñado Aristóteles y, a través de éste, Platón y los pitagóricos. Como ellos, pensaba que la Tierra era una esfera sobre la que reposaba un inmenso continente —Eurasia, a la que él unía África— rodeado por un vasto océano del que el mar Mediterráneo y el mar Egeo no eran más que partes, así como las aguas del golfo Pérsico. Cuando llegó a esa región de Asia, al descubrir con sus propios ojos las riberas meridionales del mar Negro y el Caspio, creyó que se trataba no de mares cerrados, sino de una especie de golfos que terminaban desembocando en aquel gran Océano. Había podido convencerse, tanto por sus observaciones personales como por los informes de los viajeros y los guías a los que interrogaba, de que caminando hacia el norte sólo encontraría una enorme llanura más o menos desértica y fría, prolongando casi al infinito la llanura escítica, mientras que, caminando hacia el este, no sólo permanecería en la zona que en la actualidad llamamos la zona templada, sino que encontraría cada vez más países ricos que conquistar y pueblos que dominar.

Se había dado cuenta también de que el Imperio iraní, cuyo nuevo emperador era él, estaba protegido por valles que tenían poco más o menos la misma dirección, del norte hacia el sur, y por lo tanto grandes ríos que eran una especie de fronteras naturales, es decir, yendo de Occidente hacia Oriente, el Eufrates, el Tigris, el Amu-Daria, el Sir-Daria y, más al este todavía, el Indo, del que le habían hablado numerosos caravaneros. Por eso respondió sin duda al rey Farásmanes que, antes de hacer campaña hacia las provincias situadas más allá del mar Negro —las provincias pónticas—, primero debía asegurar los valles que rodeaban la llanura iraní y que su próxima conquista no podía ser otra que la de la región por donde fluye el río Indo, es decir, India, que para él era el final de Asia: «Entonces-quizá concluyó Alejandro, dueño de Asia—, regresaré a Grecia y luego volveré al Helesponto, cruzaré de nuevo el estrecho con mi ejército y marcharé hacia las regiones pónticas [ribereñas del mar Negro] con todas mis fuerzas, terrestres y marítimas. De aquí a entonces, Farásmanes, ten paciencia: más tarde me concederás tu ayuda.» Y según Arriano, después de haber explicado de este modo al rey de los corasmios que su preocupación actual era India, Alejandro recomendó este monarca a Artábazo, a quien había confiado los asuntos de Bactriana, y a todos los sátrapas vecinos; luego se despidió de él tras haberle cubierto de ricos presentes.

En el mes de febrero del año 328 a. C. llegó la noticia de que Sogdiana volvía a sublevarse: la mayor parte de sus habitantes, indignados por el carácter sanguinario de la represión que había tenido lugar el otoño anterior, habían respondido a la llamada del eterno resistente que era Espitámenes, se habían refugiado en las ciudades-fortaleza y se negaban a obedecer al nuevo sátrapa nombrado por el rey en esa provincia. Empieza una nueva guerra de Sogdiana, que va a durar nueve meses.

Después de reforzar por precaución la ocupación de Bactriana, donde deja a cuatro generales, Alejandro sale precipitadamente de Zariaspa. Una vez más se dirige hacia el Oxo, al frente de su ejército. Llega al río tras varios días de marcha y, antes de emprender sus operaciones, acampa en sus orillas. Por la noche, Ptolomeo (hijo de Lago) le despierta: su guardia personal acaba de informarle de que un chorro de aceite negro ha brotado al lado de su tienda (se trataba sin duda del actual yacimiento petrolífero de Kaudang, cerca de Termez). El adivino Aristandro, consultado sobre el valor de este presagio, dio su tradicional respuesta ambigua: aquella fuente de aceite presagiaba pruebas abrumadoras y, tras éstas, la victoria.

Alejandro divide su ejército en cinco columnas de marcha; cada una debe recorrer una región de Sogdiana y pacificarla, bien por las armas, bien consiguiendo un tratado de sumisión; dos de ellas tienen orden de operar contra los escitas maságetas, entre los que se ha refugiado Espitámenes (como le había dicho el rey de los corasmios el mes de enero anterior). Él mismo se dirige hacia Maracanda, punto de reunión de los cinco regimientos. Dividida así en zonas por las fuerzas del orden macedonio, la Sogdiana rebelde no debía resistir mucho tiempo.

Eso era no contar con la obstinación y la rapidez de reacción de su adversario. Nada más enterarse de la partida de Alejandro hacia Sogdiana, Espitámenes y algunos nobles que lo acompañan reúnen un escuadrón de seiscientos jinetes escitas y cabalgan al galope en sentido inverso, hacia Zariaspa. Cuando llegan a una de las fortalezas que guardan las fronteras de Bactriana, hacen prisionero al comandante de la plaza, que no esperaba su llegada, y matan a la guarnición. Envalentonados por el éxito, repiten la misma operación, siempre en fortalezas aisladas, y llegan a Zariaspa, la capital de la provincia. No obstante, renuncian a atacar la ciudad, sin duda bien defendida, y vuelven a tomar la ruta de Sogdiana llevándose un importante botín.

Ahora bien, en Zariaspa había un pequeño número de Compañeros que se habían quedado allí porque estaban heridos o enfermos y que ahora se encontraban restablecidos. Deciden reaccionar, enrolan a ochenta jinetes mercenarios y algunos pajes del rey y hacen una salida contra los maságetas. Sorprendidos, los escitas son destrozados o huyen, el botín es recuperado y los Compañeros vuelven en desorden a Zariaspa. Por desgracia para ellos, en ruta caen en una emboscada tendida por Espitámenes, que seguía a los escitas a distancia: siete compañeros y sesenta jinetes mercenarios resultan muertos, así como uno de los jefes de la operación, el tañedor de cítara Aristónico, que luchó con un valor que nadie hubiera esperado en un citarista; el otro jefe, Pitón, encargado de la casa del rey, fue capturado vivo y llevado prisionero por los escitas.

Estos hechos le son referidos al general Crátera, de guarnición cerca de Zariaspa; tras celebrar una reunión, sale en persecución de los escitas maságetas, que huyen hacia sus estepas. Los alcanza en las lindes del desierto, y entabla una batalla encarnizada de la que salen vencedores los macedonios, después de haber matado a 150 jinetes escitas.

Mientras tanto, Alejandro ha sido informado del golpe de mano de Espitámenes y decide acabar con este rebelde, que sigue sembrando Bactriana de sangre y fuego. El fiel general Artábazo, sátrapa deBactriana, decididamente demasiado viejo para guerrear, es sustituido a petición propia por Amintas, hijo de Nicolao, y el rey organiza la represión. La consigna es capturar a Espitámenes por el medio que sea. Es uno de los jefes de la Guardia Real, Ceno, quien dirige las operaciones. En cuanto a Alejandro, decide trasladar sus cuarteles de invierno en Sogdiana a Nautaca (en el emplazamiento de la moderna Darbent), a fin de asegurar la protección de la provincia y de estar en condiciones de capturar a Espitámenes durante el invierno, en el transcurso de alguno de sus desplazamientos.

Pero el sogdiano tiene la piel dura y el patriotismo en el cuerpo. A pesar de la importancia del dispositivo puesto en marcha para capturarlo, a pesar de la dureza del invierno, se mueve entre el Oxo y la Sogdiana, manteniendo la fe nacionalista de sus compatriotas. Termina el invierno y pasan la primavera y el verano. Mientras tanto, en Nautaca, a la vez que guerrea —de lejos— contra Espitámenes, Alejandro prepara con el mayor de los secretos su futura campaña, cuyo objetivo es la conquista del valle del Indo. A finales del verano de 329 a. C., Espitámenes, que ha podido pasar al territorio de los escitas maságetas (del lado del mar de Aral) y reclutar entre ellos tres mil jinetes, decide dar un gran golpe y librar batalla a Ceno. Sabe que sus guerreros maságetas, que viven como nómadas en la miseria más extrema, no tienen aldeas que proteger ni seres queridos que salvaguardar, y que pasan sin estados de ánimo de una batalla a otra porque para ellos sólo cuenta el botín, incluso aunque se reduzca a un caballo o un puñal.

Ya lo tenemos con su horda en Sogdiana. Ceno y su estado mayor han ido a su encuentro y caminan hacia él con su ejército. Los soldados macedonios conocen ahora la táctica de los escitas, que consiste en rodear a caballo a sus adversarios, lanzando gritos de guerra y acribillándolos con flechas, como los indios en los westerns más clásicos; ya no les asustan. La batalla tuvo lugar en alguna parte de la frontera con Sogdiana, a unos pocos kilómetros al norte del Oxo, a principios del otoño de 328 a. C. Duró su buena media jornada: Ceno perdió una docena de infantes y veinticinco jinetes; los maságetas dejaron ochocientos cadáveres en el campo y huyeron a galope tendido hacia sus desiertos, llevándose a Espitámenes consigo.

En ruta recibieron la noticia de que Alejandro había reaparecido y se dirigía también hacia el desierto. Para alejarle de su territorio y de sus ideas de venganza, decapitaron a Espitámenes, metieron la cabeza en un saco y se la enviaron al rey, a Nautaca (octubre de 328 a. C.).

Así pues, ¿qué hacía Alejandro en Nautaca (en el emplazamiento de Darbent, el actual Uzbekistán), en el año 328 a. C., en vísperas del invierno? Nuestras fuentes no dicen nada sobre este punto, ni siquiera Arriano. En el mes de febrero anterior, cuando había procedido a la división militar por zonas de Sogdiana, se había atribuido una de las cinco zonas de vigilancia de la provincia: parece que la eficacia de los generales que operaban bajo la dirección de Ceno había sido suficiente y que él no tuvo que participar en la campaña de pacificación. Sin duda estaba absorbido por la preparación de su próxima expedición conquistadora, la de India.

Según Arriano, volvemos a encontrarlo en Nautaca, «en pleno invierno». Nuestro autor nos dice brevemente que han vuelto a su lado Ceno (comandante en jefe para Sogdiana), el general Crátero, que sigue de guarnición en Zariaspa (véase pág. 324), y los sátrapas de las dos provincias persas más cercanas a Afganistán: Fratafernes, gobernador de Partía, y Estasanor, gobernador de Aria. El rey envía al primero a las riberas del Caspio, entre los mardos y los tapurios, para traer al sátrapa de esa región (Hircania) que no responde a sus convocatorias; al segundo, a Drangiana y un tercer personaje, Atrópales, a Media, donde sustituirá al sátrapa, un tal Oxidrates (Alejandro pensaba que éste trataba de perjudicarle). También procede al nombramiento de un nuevo sátrapa (Estámenes) en Babilonia, cuyo gobernador, Maceo, acaba de morir, y envía a Nautaca los nuevos contingentes que acaban de ser reclutados en Macedonia (no olvidemos que Macedonia está a más de tres mil kilómetros a vuelo de pájaro de Afganistán).

Por más secas que sean estas informaciones que nos ofrece Arriano, nos muestran que Alejandro, que está alejado de las regiones persas, es decir, del corazón del Imperio de los Aqueménidas desde hace dos años (desde diciembre de 330 a. C.), no ha perdido de vista su administración, a pesar de sus aventuras en Sogdiana, y que son persas los que nombra para los más altos cargos administrativos. Podemos deducir por tanto que se apresta a nuevas campañas, puesto que necesita tropas frescas (macedonias y no griegas) y que Sogdiana está totalmente pacificada.

¿Enteramente? Tal vez no sea seguro. A finales del invierno de 328-327 a. C. o a principios de la primavera del año 327 a. C., un gran señor feudal sogdiano, Oxiartes, ha tomado de nuevo la bandera de la resistencia nacional. Ha llamado a su lado a un gran número de sogdianos, que ha reunido en una plaza inexpugnable, la Roca de Sogdiana, encaramada en el monte Hisar (en la región de Darbent), rodeada de precipicios. Ha acumulado allí armas y provisiones, poniendo a salvo a su mujer y a sus hijas, una de las cuales, Roxana, es de una belleza que dicen resplandeciente.

Así pues, Alejandro parte con un pequeño ejército hacia la Roca de Sogdiana. Llegado a las alturas, que están cubiertas de nieve, ofrece a los defensores de la plaza una capitulación honorable: si se rinden, podrán volver a sus casas sanos y salvos. El jefe de la guarnición, un tal Ariamazes, rechaza la oferta y, riendo, invita a Alejandro a volver con soldados que tengan alas, porque hombres ordinarios nunca podrán apoderarse de la Roca.

Vejado y furioso, Alejandro promete doce talentos de oro al soldado que alcance las primeras cumbres que rodean la fortaleza. Se presentan trescientos voluntarios, que tienen experiencia en escalar montañas. Se reúnen, preparan pequeñas clavijas metálicas —las que les servían para montar y fijar sus tiendas— para clavarlas en la nieve helada o en los intersticios de las rocas; luego, una vez caída la noche, parten hacia la Roca de Sogdiana con sólidas cuerdas de lino. Al alba inician la ascensión, que se revela más difícil de lo previsto: treinta de ellos caen a los precipicios circundantes, pero los demás llegan a la cumbre sin que los sogdianos los vean. Así lo comunican a los macedonios que se han quedado al pie de la montaña, agitando banderas de lino. De inmediato Alejandro envía un heraldo hacia la fortaleza, para anunciar a los sitiados que efectivamente ha encontrado hombres con alas y que, si levantan la cabeza, podrán verlos por encima de ellos, ocupando la cima de la Roca.

Estupefactos, y convencidos de que los soldados alados de Alejandro son muy numerosos, los sogdianos se rinden en bloque y los macedonios hacen prisioneros no sólo a los guerreros que defendían la plaza, sino también a los civiles, las mujeres y los niños y, en particular, a las hijas de Oxiartes, entre ellas la hermosa Roxana. Nada más verla, Alejandro se enamora de ella, tanta era su belleza. En calidad de vencedor, tiene derecho a violarla y a llevársela a su tienda como cautiva; pero no lo hace y, lo mismo que había respetado a la mujer de Darío, respeta a la hija de Oxiartes y manda pedir a éste la mano de su hija en calidad de esposa. El jefe sogdiano, demasiado contento sin duda al ver que un asunto de guerra terminaba en un asunto de amor, capitula. Alejandro trató a su futuro suegro con los honores debidos a su rango y éste se convierte, con sus tres hijos, en uno de sus más fieles sostenes en Sogdiana.

Muerto Espitámenes, convertido Oxiartes en el aliado del Conquistador por la virtud de los hermosos ojos de Roxana, los demás señores de la provincia se sometieron, uno tras otro, al general Crátera. Por su parte, Oxiartes se encargó de convencer a los más reticentes a la sumisión, mientras sus valientes soldados se alistaban en el ejército de Alejandro, que en adelante contará, al lado de los macedonios, los mercenarios griegos, los tracios y los tesalios, con la flor y nata de los guerreros de Bactriana, de Sogdiana e incluso de Escitia.

Estamos a principios del mes de junio del año 327 a. C. La guerra afgana había sido la más larga y dura de las campañas de Alejandro: había durado un año. La paz reinaba ahora en el Imperio de los Aqueménidas, y el macedonio, que ya merece el sobrenombre de «Conquistador», podía pensar por fin en su última conquista, aquella que, según creía él, iba a llevarle al fin del mundo habitado: la conquista de India.

3. La locura asesina de Alejandro

No obstante, antes de seguir a Alejandro el Conquistador por la ruta de las Indias, tenemos que retroceder un año, al mes de junio del 328 a. C., para evocar y tratar de comprender lo que ciertos historiadores denominan la «crisis asiática», que había sido anunciada por la conjura de Filotas en diciembre de 330 a. C.

Como ya hemos señalado, la orientalización del comportamiento de Alejandro a principios del año 328 a. C. habría creado un malentendido entre el rey y los suyos, ya fuesen griegos o macedonios. Estos últimos le habían visto con amargura introducir en la corte un ceremonial exótico cuando menos chocante, si no humillante, admitir al hermano mismo de Darío entre los Compañeros de Macedonia y llegar incluso a firmar con el sello del Gran Rey los tratados y las actas relativas a los países conquistados. Por otro lado, durante los consejos de guerra los generales sufrían en silencio tener que hablar como cortesanos y no como generales; todos habían resultado emocionados e incluso irritados en particular por la condena a muerte de Parmenión, dos años antes, que muchos consideraban un asesinato disfrazado, y, para muchos otros, el proceso y la condena a muerte de Filotas les habían parecido demasiado expeditivos.

Pero los asuntos de Sogdiana habían hecho olvidar todo eso. Por primera vez desde que seis años antes había atravesado el Helesponto, Alejandro había sido puesto en jaque por un enemigo que, rechazando las batallas campales en que sobresalía su ejército, había adoptado una estrategia de guerrilla que terminaba ridiculizándolo. ¿Qué se había hecho del invencible macedonio? En junio de 328 a. C., un año después de la caída de Maracanda, la capital de Sogdiana, el inasequible Espitámenes, con sus golpes de mano, su imaginación guerrera y la rapidez de sus desplazamientos, seguía hostigando al ejército macedonio. Y mientras tanto, Alejandro mimaba a los señores sogdianos, nombraba a algunos de ellos para los más altos cargos del Imperio e instituía en la corte el rito de la proskynesis. La mentalidad racionalista de los griegos no comprendía nada de esa forma de actuar, que les parecía indigna de un vencedor.

La crisis empezó en junio del año 328 a. C., en Maracanda (Samarcanda), la capital de Sogdiana.

Todos los años, al acercarse el solsticio de verano, los macedonios solían ofrecer sacrificios a Dioniso, el dios de la vid. Ahora bien, ese año Alejandro se había despreocupado de ese dios y había dedicado los sacrificios a los Dioscuros, Castor y Pólux, los gemelos nacidos de los amores de Zeus y la mortal Leda, con los que sentía cierta afinidad: ¿no era también él fruto de los amores de Zeus con la mortal Olimpia? ¿Y no era como ellos un ardiente luchador? Todo el mundo estaba contento. Se produjo sin embargo un ligero incidente. Unos marineros habían ofrecido frutas a Alejandro, que había invitado a su amigo Clito a saborearlas con él (Kleitos, llamado Clito el Negro, era el hermano de su nodriza Lanice: mandaba ahora su caballería con el grado de hiparca).

Este último abandona el sacrificio que está haciendo y se dirige a casa del rey. Pero tres de los corderos que están a punto de ser inmolados escapan. El adivino Aristandro hace observar a Alejandro que es un mal presagio, que hay que repararlo inmediatamente procediendo a otro sacrificio. El rey obedece, luego se come las frutas con Clito, no sin cierta angustia: acaba de recordar un sueño que había tenido la víspera, en que había visto al hiparca, vestido de negro, sentado entre los dos hijos de Parmenión (Nicanor y Filotas) que perdían su sangre.

Después de los sacrificios hubo juegos y concursos y, por la noche, como todas las noches desde hacía algún tiempo, hubo un banquete muy bien rociado de vino en los aposentos de Alejandro. La juerga se prolongó hasta bien entrada la noche: la borrachera era una tradición macedonia. Fueron a hablarle de los Dioscuros, y algunos asistentes, por halagar al rey, afirmaron perentoriamente que las proezas de Castor y Pólux no eran nada comparadas con las hazañas de Alejandro, que desde luego bien merecía recibir en vida honores semejantes a los que se otorgaban a los fabulosos gemelos.

Estas palabras tuvieron por efecto poner nervioso a Clito, que ya estaba molesto con su rey y amigo porque había introducido el ceremonial persa en la corte de Macedonia. Como era franco, declaró en voz alta e inteligible que no toleraba que se insultase a los héroes de antaño rebajando sus méritos, y que los aduladores harían mejor callando: Alejandro no había realizado solo las hazañas de que hablaban, los soldados macedonios también habían participado en ellas. Tras esto, los aduladores empiezan a celebrar las proezas de Filipo II, y Clito, totalmente borracho y sin control alguno, las aprueba, sigue rebajando los méritos de Alejandro y comparándolo con su padre. Por fin, mostrando su mano derecha, exclama con fanfarronería: «¡Ésta es la mano que te salvó la vida en la batalla del Gránico, Alejandro! Sigue hablando así, ¡pero no vuelvas a invitar a hombres libres a tu mesa! ¡Quédate con estos bárbaros y estos esclavos que besan la orla de tu túnica blanca y se postran ante tu cinturón persa!»

Alejandro, igual de borracho que Clito, salta de su lecho para golpearle, pero sus compañeros de borrachera lo retienen y esconden las armas para evitar un drama. Él los insulta, consigue escapar, arranca su lanza —una jabalina o una sansa, no se sabe— a uno de los guardias de corps y traspasa a Clito, que cae al suelo, muerto en el acto.

Esta versión es la de Amano. Aristóbulo de Casandra da otra algo diferente. Los asistentes habrían arrastrado a Clito afuera para poner fin al altercado, y Alejandro habría pedido a sus guardias que tocasen alarma y lo alcanzasen; como nadie se movía, habría exclamado:

—¡Soy como Darío cuando fue raptado por Beso y sus cómplices y ya no le quedaba otra cosa que su título de rey! ¡Y a mí es Clito el que me traiciona, Clito, que me lo debe todo!

Al oír gritar su nombre, Clito se libera de los brazos que lo retienen, entra en la sala del banquete por otra puerta y habría gritado, con tono de desafío:

—¡Aquí está Clito, oh Alejandro!

Y habría declamado los célebres versos de Eurípides:

Fueron los soldados los que con su sangre conquistaron la victoria,

más el honor recae sobre su jefe triunfador,

en la cumbre de las grandezas, desprecia al pueblo,

él, que sin embargo no es nada sin él…

Fue entonces cuando Alejandro, irritado por este último insulto, habría arrancado una jabalina de las manos de un guardia y habría traspasado a Clito.

Sea como fuere, este gesto horrible le quitó la borrachera. Invadido por el dolor y la desesperación, retira llorando el arma del pecho de su amigo, clava el asta en un tabique y se precipita sobre su hoja, para darse muerte sobre el cadáver de Clito. Sus allegados consiguen impedírselo, lo llevan a su tienda y lo tienden en la cama, donde permanece llorando, llamando a Clito y a Lanice, la hermana de su amigo, que había sido su nodriza: «Ella ha visto morir en combate a sus propios hijos por mí, y yo, Alejandro, acabo de matar a su hijo con mi propia mano», solloza. Y no cesa de tratarse de asesino y de llamar a la muerte. Durante tres días y tres noches permanece así prosternado, llorando sobre el cadáver de Clito, sin comer, sin beber, sin dormir.

Luego los adivinos y sacerdotes fueron para dar sentenciosamente su explicación del drama. Para ellos, Alejandro sólo era culpable de una cosa: de haber ofrecido un sacrificio a los Dioscuros y haber olvidado a Dioniso, que se había vengado en el desdichado Clito. También se vio llegar al inevitable intelectual griego, gran maestro en sofística, un tal Anaxarco, que expuso una peligrosa teoría, como todos los que quieren explicar lo inexplicable: «¿Sabes por qué los antiguos filósofos sentaron a la justicia al lado de Zeus? —le dice a Alejandro—. Porque todo lo que es decidido por Zeus se cumple con Justicia. Del mismo modo, todas las acciones de un Gran Rey son necesariamente justas.»

A lo que Arriano replica con claridad:

“Se pretende que al pronunciar estas palabras Anaxarco aportó un consuelo a Alejandro. Sin embargo, yo afirmo que le hizo mucho mal, un mal todavía mayor que aquel que lo abrumaba, al presentarle como verdadera y sabia la opinión de que hay que considerar como justo todo lo que a un rey se le ocurre hacer, y que no tiene que justificarlo.”

Op. cit., IV, 9, 7-9.

Y nuestro biógrafo afirma que apoyándose en esa enseñanza de Anaxarco, que puede resumirse mediante la fórmula de sobra conocida: «Es legal porque yo lo digo», Alejandro tuvo la extravagante idea de imponer la proskynesis a sus súbditos, medas, persas, macedonios o griegos.

Cuando se hubo secado las lágrimas, y mientras sus generales seguían hostigando a Espitámenes por toda Sogdiana, Alejandro se aísla, bien en Nautaca, bien en Maracanda, para pensar en su próxima expedición a India. Tal vez lee a algunos de aquellos logógrafos jonios que habrían podido recoger informaciones fragmentarias sobre el valle del Indo y las comarcas que se extendían al este de ese río, o bien interroga a mercaderes o caravaneros. También piensa en la administración de su imperio, en el hecho de que quizá podría no volver a Macedonia y convertirse en un nuevo emperador persa, que ningún griego moralizador iría a molestarle con consideraciones fuera de lugar sobre la democracia.

La obsesión de la proskynesis le persigue. Sabe que ni los griegos ni los macedonios la admitirán fácilmente, y querría hacer entrar en razón a los «intelectuales» de su entorno, confrontándolos con sus homólogos persas o medos. Con este fin, organiza una conferencia sobre el tema, en la que participan Anaxarco, el sofista adulador, Calistenes y el sobrino mismo de Aristóteles, Calístenes de Olinto, su biógrafo oficial, así como medos y persas ilustres, y Compañeros. El resultado, tal como la cuenta Arriano, fue el siguiente:

“Anaxarco inicia la discusión: «Es mucho más legítimo decir de Alejandro que es un dios para Macedonia que afirmarlo de Dioniso o de Heracles. No sólo debido al número y la calidad de las proezas realizadas por el rey, sino porque ni Dioniso, oriundo de Tebas, ni Heracles, oriundo de Argos, tienen relación alguna con Macedonia. Es por tanto más lógico para un macedonio otorgar a su propio rey los honores debidos a los dioses. Además, cuando Alejandro desaparezca, está fuera de duda que sus súbditos lo convertirán en un dios: ¿por qué no honrarlo como tal en vida?”

(Op. cit, IV, 10 ? 12).

Los medos y los persas presentes en torno a la mesa aplauden estas palabras, lo mismo que la cohorte de aduladores que rodea a Alejandro. Pero la mayoría de los macedonios no aprueban esta forma de ver, y guardan silencio. Toma entonces la palabra Calístenes: «Los hombres han instituido numerosas distinciones entre los honores que convienen a los mortales y los que convienen a los dioses. Para éstos construimos templos, elevamos estatuas, reservamos territorios sagrados, ofrecemos sacrificios y libaciones, escribimos himnos y poemas, y ante ellos nos prosternamos. Para los humanos, elevamos una estela o una estatua, escribimos elogios, pero nada más y, cuando estamos ante ellos, los saludamos o les damos un beso. Puede decirse incluso que los héroes son objeto además de otros honores. No es razonable alterar todo esto, porque otorgar a los hombres los mismos honores que a los dioses supone rebajar a estos últimos, lo cual es sacrilegio. —Y añade un argumento político—: A Alejandro le indignaría, y con razón, que un simple particular se haga nombrar rey y honrar como tal por simple elección; ¡cuánto más legítima sería la indignación de los dioses viendo a hombres atribuirse honores divinos! Sería un comportamiento bueno para bárbaros, y nosotros no somos bárbaros. Y tú, Alejandro, recuerda que has emprendido esta expedición en territorio bárbaro para trasladar a él los valores de nuestra civilización, no para renegar de ellos. Y si hemos de pensar como bárbaros, porque estamos en territorio bárbaro, entonces yo, Calístenes, te pregunto, Alejandro, cuando vuelvas a Grecia, ¿crees que podrás hacer que se prosternen ante ti los helenos y los macedonios? —Y concluyó con una comparación histórica—: Nos cuentan que Ciro, hijo de Cambises, fue el primer hombre ante el que se postraron y que luego esa humillación se mantuvo entre los medos y los persas. Pero ¿debo recordar que ese Ciro fue castigado por los escitas, un pueblo pobre e independiente, y que lo mismo ocurrió con Darío, que Jerjes, su sucesor, fue derrotado por los atenienses y los lacedemonios, y que ese pobre Darío III fue aplastado por Alejandro, ante quien nunca se ha prosternado nadie?»

Este discurso causó gran impresión y Alejandro se dio cuenta de que era lo que pensaban los macedonios. Así pues, hizo saber que, en adelante, no volvería a hablarse de prosternación. Luego hizo un brindis bebiendo (vino, por supuesto) en una copa de oro, que hizo circular, empezando por los que estaban de acuerdo con él. Los partidarios de la prosternación se levantan uno tras otro y todos beben, se prosternan y reciben un beso de Alejandro. Cuando le tocó el turno a Calístenes, éste se levanta, bebe en la copa, no se prosterna y se dirige hacia Alejandro para besarle. El rey, que hablaba con uno de sus Compañeros, no había visto que el rito había sido respetado y se preparaba para dar un beso a Calístenes, cuando un joven Compañero le hizo observar que Calístenes no se había prosternado. El rey se niega a besarle, y Calístenes dice, con una sonrisa: «Soy libre por perder un beso.»

Perdió más que un beso: perdería la vida; poco tiempo después, Alejandro lo acusó de ser el instigador de lo que se llama la conjura de los pajes, mandándolo colgar después de haberlo torturado.

En Macedonia, desde tiempos de Filipo II, los hijos de los nobles y los altos personajes eran adscritos al servicio del rey cuando alcanzaban la edad de la adolescencia; los llamaban «niños reales» o «pajes». Su servicio consistía, sobre todo, en velar el sueño del rey, en ayudarlo a montar en su caballo cuando iba de caza o a la guerra y en seguirle en las cacerías. Durante una batida de jabalí, uno de ellos, llamado Hermolao, cometió el error de matar un jabalí delante del rey, a quien estaba destinado. Para castigarle, Alejandro le privó de caballo y mandó que lo azotasen con vergas. Por la noche, en el dormitorio de los pajes, se habla mucho: Hermolao cuenta a cuatro de sus cam-radas cómo ha sido humillado por el rey, afirma que desea vengarse y les pide su ayuda.

Entre los cinco adolescentes se esboza una conspiración: la noche en que uno de ellos (Antípatro) esté de guardia, los otros cuatro penetrarán en la cámara real y degollarán al rey mientras duerme. Pero cuando esa noche llega, Alejandro no vuelve a su cuarto: escapa pues a la trampa y, al día siguiente, uno de los pajes no puede contener la lengua, cuenta el proyecto a otro de sus camaradas, que se lo dice a otro, éste a un tercero y así sucesivamente; finalmente, uno de los lugartenientes de Alejandro, Ptolomeo hijo de Lago, se entera, y le cuenta todo al rey, que ordena detener a los pajes. Los jóvenes son torturados, dan los nombres de sus cómplices y son condenados a muerte por lapidación.

Según Arriano, ciertos autores (que no cita) pretenden que el joven Hermolao habría declarado haber obrado en interés de todos, porque era imposible que un hombre enamorado de la libertad soportase la desmesura de Alejandro, y habría enumerado todo lo que podía reprochársele (la muerte injusta de Filotas, el asesinato de Parmenión, el asesinato de Clito durante una crisis etílica, la adopción de la túnica de los reyes de Persia, la proskynesis, las borracheras demasiado frecuentes).

Resultaba además que Alejandro conocía las relaciones existentes entre Hermolao y Calístenes. Hizo detener a este último, pero como Calístenes era griego no podía ser juzgado por un tribunal militar macedonio; así pues, se le mantuvo encarcelado, y se ignora lo que fue de él (¿ahorcado después de haber sido torturado?, ¿muerto en prisión?, ¿muerto de enfermedad?). Más tarde, los peripatéticos lo convirtieron en un mártir de la libertad inmolado por un tirano, opinión que fue rescatada por Séneca y, en los tiempos modernos, por Montesquieu:

Cuando Alejandro destruyó el imperio de los persas, quiso que se creyese que era hijo de Júpiter. Los macedonios estaban indignados al ver a ese príncipe avergonzarse de haber tenido por padre a Filipo: su descontento aumentó cuando le vieron adoptar las costumbres, la vestimenta y los modales de los persas; y todos ellos se reprochaban haber hecho tanto por un hombre que empezaba a despreciarlos. Pero en el ejército se murmuraba, y no se hablaba.

Un filósofo llamado Calístenes había seguido al rey en su expedición. Un día que lo saludó a la manera de los griegos: «¿Por qué —le dijo Alejandro— no me adoras?» «Señor —le dijo Calístenes—, sois jefe de dos naciones; una [Persia], esclava antes de que vos la sometieseis, no lo está menos desde que vos la habéis vencido; la otra [Grecia], libre antes de que os sirviese para conseguir tantas victorias, lo es también desde que las habéis conseguido. Yo soy griego, señor; y vos habéis elevado tan alto ese título que ya no nos está permitido envilecerlo sin perjudicaros.»

“Los vicios de Alejandro eran extremos lo mismo que sus virtudes; era terrible en su cólera, que lo hacía cruel. Mandó cortar los pies, la nariz y las orejas a Calístenes, ordenó que lo metiesen en una jaula de hierro, y de esta guisa lo hizo llevar detrás de su ejército.”

MONTESQUIEU, Lysimaque, publicado en Le Mercure de France de diciembre de 1754.

Alejandro inmoló a Calístenes a su delirio, pero tuvo el reflejo político de no volver a exigir la proskynesis ni a macedonios ni a griegos.