(finales del 4° año de guerra en Asia: mayo-diciembre de 331 a. C.)
Partida de Tiro hacia Babilonia (finales de mayo de 331). —Alejandro franquea el Eufrates y atraviesa Mesopotamia (junio-julio de 331). —Parada del ejército macedonio a orillas del Tigris (agosto-septiembre de 331); el ejército de Darío está en Gaugamela, a 60 estadios de Alejandro. —Eclipse total de luna en Mesopotamia (20 de septiembre de 331). —Alejandro marcha hacia Gaugamela (21 de septiembre de 331) y acampa a 30 estadios del ejército persa (24-29 de septiembre de 331). —Muerte de Estatira y desesperación de Darío (29 de septiembre de 331). —El sueño de Alejandro antes del combate (noche del 29 al 30 de septiembre de 331). —El descenso hacia Gaugamela y los dispositivos de los dos años (1 de octubre de 331 por la mañana). —La batalla (jornada del 1 de octubre de 331). —Alejandro en Arbela (2 de octubre de 331). —Rendición de Babilonia (finales de octubre de 331). —Estancia de Alejandro en Babilonia (noviembre de 331). —Entrada de Alejandro en Susa (finales de diciembre de 331).
El año 331 a. C. fue realmente para Alejandro el año de todos los triunfos: en cuatro meses había conquistado Egipto como se conquista una mujer, no violentándola, como habían hecho los persas, sino seduciéndola, honrando a sus dioses y sus encantos, inclinándose ante sus sacerdotes, confiando su administración a sátrapas indígenas, y había firmado su conquista con la fundación de Alejandría de Egipto. En los meses que debían seguir iba a pasar el Eufrates, atravesar Mesopotamia, franquear el Tigris, aniquilar el ejército de Darío en la llanura de Gaugamela, cerca de las ruinas de la antigua Nínive, invadir y ocupar Babilonia, y, en el mes de diciembre, instalarse finalmente en Susa, sobre el trono de Darío III Codomano, el último de los Aque-ménidas.
1. Conquista de Mesopotamia: Gaugamela
Alejandro dormía en la playa de Tiro. Un viento fresco lo despertó, salió de su sueño, abrió los ojos y vio la estrella de la mañana. Su resplandor blanco y suave iluminaba débilmente la parte superior de los mástiles cuya presencia se adivinaba y los pescadores se alejaban ya de la orilla; a lo lejos se oía el ruido de los remos, y más allá todavía, en la tierra, las esquilas de los rebaños, los ladridos de los perros y el rebuzno de los burros.
La víspera, los últimos navíos griegos habían abandonado la costa tiria, en dirección al mar Egeo, con la misión de vigilar el Peloponeso, cuyos puertos albergaban guarniciones espartanas fuertemente armadas, susceptibles de fomentar sediciones en Grecia cuando Alejandro estuviese en el confín remoto de Asia, así como la isla de Creta, cuyos piratas —una especialidad insular— amenazaban permanentemente las islas del mar Egeo. Ese día les tocaba a sus 40.000 infantes y sus 8.000 jinetes partir hacia Damasco y marchar hasta el Eufrates, a través de Siria y sus desiertos. Debían tomar la ruta —o mejor dicho la pista— de los caravaneros que, desde tiempos inmemoriales, comerciaban con plantas aromáticas, con la mirra y el incienso procedente de la fértil Arabia del Sur, destinados a los sacerdotes y los soberanos de Mesopotamia y Egipto.
Los soldados de Alejandro tenían prisa por luchar. No habían librado ninguna batalla desde Gaza, es decir, desde hacía casi seis meses, y estaban impacientes por volver al combate: los oficiales —casi todos macedonios— porque sabían que con Alejandro «combatir» era sinónimo de «vencer» y que «vencer» significaba apoderarse de las riquezas de los enemigos, incluyendo a sus mujeres, y saborear durante un tiempo los placeres y los fastos de que estaba hecha la vida de estos bárbaros orientales; los soldados porque su objetivo primordial era llevar la mayor cantidad posible de botín a sus casas, una vez acabada la guerra.
Alejandro estaba igual de impaciente, y podemos preguntarnos con razón si esa impaciencia se transformó en frenesí, con desprecio de las reglas estratégicas más elementales. Desde luego no se adentró en la ruta de las caravanas que debía llevarle a Mesopotamia y a Persia sin haberse informado antes entre los caravaneros de la distancia y las condiciones del trayecto. Éstos debieron de decirle que el mejor momento del año, tanto para atravesar el desierto sirio como para franquear el Eufrates, era el final del invierno, cuando los días son frescos y el río está más bajo y es susceptible de ser franqueado a pie o a caballo.
Pero despreciando toda prudencia, Alejandro deja Tiro en vísperas del verano. Deberá atravesar por tanto el desierto sirio en el período más cálido del año (la temperatura es siempre superior a los 30°C, y a veces puede alcanzar incluso 50°C), un desierto sin oasis, sin ninguna vegetación. El avance de su ejército será largo y muy penoso: tendrá que marchar durante más de un mes, al ritmo de unos veinte kilómetros diarios, con pocos víveres y menos agua.
Y cuando sus infantes y sus jinetes lleguen a Tápsaco, donde es posible vadear el Eufrates en invierno, el río alcanza el máximo de su altura; para franquearlo, tendrá que construir un puente precario sobre barcas.
Alejandro no podía ignorar todo esto cuando partió de Tiro, y el abecé de la estrategia militar le exigía no intentar nada antes de finales del otoño. No obstante, la impaciencia prevaleció en él sobre la prudencia más elemental y puede apostarse a que si los grecomacedonios que partieron de la costa tiria fueron cuarenta mil, no pasaron de treinta mil los que llegaron al río.
Durante la ruta, sin duda por los consejos de los caravaneros o los guías que le acompañaban, Alejandro envió un regimiento de pontoneros e ingenieros macedonios, apoyados por mercenarios griegos, para construir dos puentes precarios sobre el Eufrates (barcas y troncos de árboles unidos). Pero los persas vigilaban. Darío había encargado a uno de sus generales, un tal Maceo, montar guardia en la orilla izquierda del río con tres mil jinetes y algunos miles de infantes: los pontoneros griegos fueron puestos en fuga y el puente tendido sobre el Eufrates no pudo ser terminado. No obstante, cuando Maceo supo que el ejército de Alejandro se acercaba, huyó a su vez con sus hombres; entonces los puentes pudieron ser terminados y Alejandro cruzó el Eufrates con sus tropas, seguramente a principios de junio de 331 a. C.
Desde ahí, si nos atenemos tan sólo a la geografía, Alejandro habría debido tomar la ruta del sur a lo largo del río hasta Babilonia (primera capital histórica a conquistar antes de tomar Susa), y sin duda librar batalla a las tropas de Darío, reunidas, como Alejandro creía, en la llanura babilonia. Pero el Conquistador había leído la Anábasis de Jenofonte: setenta años antes, el ilustre escritor y los diez mil mercenarios griegos habían seguido aquella ruta desértica, y aquél había contado lo tórrido que en esa estación era el calor y lo difícil del avituallamiento de un ejército. Por eso Alejandro tomó la sabia decisión de no cometer el mismo error; en lugar de dirigirse hacia el sur, decidió torcer hacia el noroeste, atravesar la llanura mesopotámica por su mayor anchura y dirigirse hacia el Tigris por Harrán Qarai en griego), y por Nisibis, para volver a bajar luego hacia Babilonia. En esta decisión se había dejado guiar por sus exploradores, así como por los judíos (abundantes en esa región), que le estaban agradecidos por haberles dispensado una acogida especial en Alejandría.
Suponía dar un gran rodeo, pero a través de un país lleno de valles, donde era fácil encontrar forraje verde para los caballos y víveres en abundancia para los hombres, y donde el calor no era tan abrumador como en la zona desértica que atravesaba la ruta directa. Cierto que para alcanzar Babilonia por esa vía el ejército macedonio debía cruzar dos veces el Tigris, pero para Alejandro era un inconveniente mínimo comparado con las ventajas que presentaba el itinerario que había elegido.
En el camino, a los dos o tres días de marcha, los jinetes que cabalgaban en vanguardia capturaron elementos del ejército persa que habían salido de reconocimiento para observar los movimientos del enemigo. Los prisioneros revelaron que Darío esperaba a los grecomacedonios a pie firme, en la orilla derecha del Tigris, con un ejército mucho más numeroso que el que había sido derrotado en Isos. Cuando lo supo, Alejandro aceleró la marcha y se dirigió rápidamente hacia el río; pero cuando lo hubo alcanzado, no encontró allí a Darío ni al gigantesco ejército persa que normalmente habría debido esperarle, por lo que cruzó el Tigris con sus tropas sin ninguna dificultad.
Sin embargo, realmente hacía demasiado calor para continuar. Los soldados de Alejandro estaban extenuados, lo mismo que la familia real de Persia (la madre, la esposa y los hijos de Darío) que acompañaban al ejército del vencedor en carruajes entoldados, y sin duda también la propia mujer de Alejandro, Barsine, que seguía a su Conquistador esposo con el hijo que había tenido de él, Heracles. Entonces el rey, indiferente al calor, al hambre, a la sed y la fatiga, arrastrado como estaba por lo que consideraba su misión divina de liberador, alzó el brazo, inmovilizó a Bucéfalo e hizo pasar la orden de detenerse, de uno en uno, a sus regimientos y escuadrones, porque había decidido conceder un tiempo de reposo a su ejército. Se acercaba el fin del mes de agosto de 331 a. C.
El ejército macedonio había instalado su campamento a orillas del Tigris, que había vadeado. Durante dos o tres semanas, los soldados de Alejandro se tomaron unas vacaciones bien merecidas, pasando sus jornadas bañándose, pescando, cazando o simplemente durmiendo, mientras su jefe, infatigable, estudiaba con sus ingenieros un proyecto que tenía en la cabeza desde el paso del Eufrates. Pensaba construir una fortaleza cerca del vado por el que había franqueado el Tigris, y hacer partir de él dos rutas, provistas de relevos de posta: una, hacia Tiro, que seguiría el camino que hemos descrito; la otra hacia Susa. De este modo, Siria y Egipto estarían unidas a la capital del Imperio persa, lo mismo que Asia Menor lo estaba por la Vía Real construida en el pasado por Darío I.
En la noche del 20 de septiembre de 331 a. C. se produjo un fenómeno que sumió al ejército macedonio en el pánico. Era una noche de plenilunio y la maravillosa luz del astro iluminaba el río, los bosques y las innumerables tiendas blancas bajo las que dormían los soldados de Alejandro. Sólo vigilaban los centinelas, apostados en las colinas circundantes. De repente, vieron una sombra a orillas del disco lunar que iba ensanchándose poco a poco: al principio creyeron que era el paso de una nube oscura, anunciadora de una tormenta como las que estallan a finales del verano. Pero progresivamente esta sombra invadía el disco blanco de la luna, que terminó desapareciendo del cielo, y el campo entero quedó sumido en la oscuridad más completa.
Los centinelas dieron la alarma, los soldados salieron de sus tiendas, se llamó a los astrólogos, que explicaron que se trataba de un eclipse de luna, y todo el mundo se puso de acuerdo para ver en aquel signo celeste un aviso de los dioses. El adivino Aristandro, que sin duda dormía profundamente el sueño tranquilo y necio del ignorante que cree saberlo todo, fue convocado de inmediato por Alejandro, e hizo al rey una demostración bellísima. Cuando, al principio de la primera guerra Médica, Jerjes se había puesto en ruta hacia Grecia, hacía ciento cincuenta años, le dijo, se había producido, visible desde Sardes, un eclipse de sol que los magos persas, sus colegas en pamplinas, habían interpretado declarando que el sol era el astro de los helenos y la luna el de los persas, y que el eclipse de sol significaba la derrota próxima de los griegos. Ahora, prosiguió, los dioses ocultaban el astro de los persas para anunciar que pronto les llegaría el turno de ser vencidos. Aquel eclipse, concluyó Aristandro, era por tanto excelente augurio y un presagio benéfico.
Alejandro omitió comentar al adivino que, antaño, había sido Jerjes el vencido por los griegos, a pesar de la ocultación del astro propicio a estos últimos. Estimó que lo que había ocurrido con la luna le era favorable y ofreció un sacrificio a las divinidades de la Luna, del Sol y de la Tierra. Aristandro inmoló a las víctimas e inspeccionó sus entrañas: aseguró que prometían a Alejandro la victoria.
Al día siguiente, 21 de septiembre, el macedonio se pone en marcha hacia las ruinas de Nínive (cuyo emplazamiento está cerca de la actual Mosul), la antigua capital de Asurbanipal, apartándose de la orilla derecha del Tigris y teniendo a su izquierda los montes de Armenia. Tres días más tarde, el 24 de septiembre, uno de los exploradores de su vanguardia se le une a todo galope y le revela que él y sus compañeros han visto a lo lejos, en la llanura asiría, jinetes enemigos, en apariencia numerosos, pero sin que hayan podido hacerse una idea de su número. Alejandro dispone su ejército en orden de batalla, porque la llanura era lo bastante amplia para hacerlo, y ordena que avance en formación de combate. En ese momento llega un segundo grupo de exploradores con un nuevo mensaje: los jinetes persas no parecen ser más de un millar.
Alejandro no duda un instante. Toma consigo la Guardia Real, formada por Compañeros, y un escuadrón de caballería, y ordena al resto del ejército seguirle lentamente, a paso de marcha. Carga al galope sobre los jinetes enemigos, que huyen a rienda suelta. Alejandro y sus jinetes los persiguen. La mayoría de los persas consiguen sin embargo salvarse, pero los macedonios capturan a algunos. Interrogados delante del rey, revelan que Darío no está lejos y que acampa en la llanura con considerables efectivos, en el lugar llamado Gaugamela, palabra que significa «campamento de barracas de camellos».
—¿Cuántos son? —pregunta Alejandro.
—Unos cuarenta mil jinetes, un millón de infantes, doscientos carros cuyas ruedas están provistas de hoces cortantes como navajas, y una quincena de elefantes.
En efecto, Darío había tocado a rebato por todo su Imperio. En su ejército había no sólo persas y mercenarios griegos, sino también soldados procedentes de Bactriana y Sogdiana (provincias al norte del actual Afganistán), arqueros sacas (rama escita de Asia), arios a los que también se llamaba indios de las montañas, partos, hircanos, medos, albanos del Cáucaso, pueblos ribereños del mar Rojo y, por supuesto, babilonios, armenios, capadocios y sirios.
Todas estas fuerzas acampaban a poco más de cien kilómetros al oeste de la ciudad de Arbela, en la llanura de Gaugamela, que Darío había escogido como campo de batalla. Se acordaba del desastre de Isos —según sus estrategas, debido a la estrechez del lugar—, y había preparado meticulosamente el terreno de Gaugamela e igualado perfectamente el suelo para facilitar la evolución de sus carros de hoces y las maniobras de su caballería.
Del 26 al 29 de septiembre Alejandro acampó a diez kilómetros del ejército persa: trataba de que sus soldados descansaran y estuvieran frescos y dispuestos el día del combate; tal vez también esperaba atraer a Darío fuera del campo de batalla que había elegido. Dedicó esos cuatro días a fortificar su campamento con una empalizada —había muchos árboles en la región— y a instalar atrincheramientos. Por primera vez en su vida, Alejandro el impetuoso, el «loco de Macedonia» como lo llamaban algunos enemigos suyos, se tomaba su tiempo y no se lanzaba sin mirar sobre el enemigo, como solía hacer. Sin duda había comprendido la importancia de la batalla que iba a librar; si la perdía, el mundo griego, del que se consideraba el paladín predestinado, desaparecería para siempre.
Entre los dos campos había, nos dicen nuestras fuentes, sesenta estadios (unos doce kilómetros), y sin embargo los dos ejércitos aún no se veían, ocultos uno a otro por los repliegues del terreno. Alejandro había decidido marchar al combate con sus hombres, que habían recibido la orden de no llevar más que sus armas: los bagajes, los inválidos, los heridos, la familia real de Persia y la servidumbre que se les había adjudicado, el hijo de Alejandro y su madre, Barsine, debían permanecer en el campamento, detrás de las empalizadas. El estado de Estatira, la mujer de Darío, inquietaba al rey de Macedonia; estaba embarazada, se debilitaba día a día y, según Quinto Curdo y Arriano, murió en el transcurso de esas cuatro jornadas de septiembre (Plutarco la hace morir de parto unas semanas más tarde, pero esa fecha es poco compatible con la anécdota relativa al eunuco Tireo narrada por ese mismo autor. Alejandro se sintió muy turbado por la muerte de Estatira, a la que, desde Isos, había tratado como a su propia hermana; cuando penetró bajo la tienda donde la mujer acababa de expirar, fue incapaz de contener sus lágrimas, lloró con la reina madre, «como si hubiese sido su hijo», nos dice Quinto Curcio, y le concedió, a pesar de la urgencia de la batalla, exequias reales al modo persa.
Según Plutarco (Vida de Alejandro, LV), en cuanto la reina muere, uno de sus eunucos-ayudas de cámara, llamado Tireo, saltó a un caballo y huyó hasta el campamento de Darío para llevarle la triste nueva. En cuanto lo supo, el Gran Rey se pone a gritar de dolor, se golpea el pecho, la cabeza y en un mar de lágrimas exclama:
“¡Oh dioses! ¡A qué desdichado destino han sido entregados los asuntos de Persia! No sólo la mujer y la hermana del rey [Darío se había casado con su hermana, de conformidad con una costumbre persa] ha sido hecha prisionera cuando estaba en vida, sino que no ha podido tener siquiera los honores de una sepultura real a la hora de su muerte!
El eunuco le responde al punto, en parte para consolarle, en parte para defender el honor de Alejandro:
Por lo que se refiere a la sepultura, Gran Rey, y a los honores a los que tenía derecho, no podrías acusar de infortunio a Persia, porque ni la reina Estatira, durante todo el tiempo que vivió cautiva, ni la reina tu madre, ni tus hijas han sido privadas de nada en materia de bienes y honores a los que estaban acostumbradas, salvo la dicha de ver la luz de tu gloria, una gloria que Nuestro Señor Oromasdes [el dios supremo de los Aqueménidas] restituirá en su totalidad si le place, y la reina, en la hora de su muerte, no ha sido privada de las exequias a las que habría tenido derecho en Persia, al contrario, ha sido honrada con lágrimas incluso de tus enemigos, porque Alejandro es tan dulce y humano en la victoria como áspero y valiente en la batalla.”
Ibíd., LV
No aplacan estas palabras el dolor de Darío, al contrario: tienen por efecto destinar en su alma el veneno de los celos. Se lleva a Tireo aparte y le dice:
“Tireo, quizá te has vuelto macedonio por cariño hacia Alejandro, pero te conmino a que en tu corazón reconozcas de nuevo a Darío por tu amo y, en nombre de la veneración que debes a nuestro Dios de Luz, dime la verdad. Su cautiverio y su muerte, por las que yo lloro, ¿no han sido los menores males que ha tenido que sufrir Estatira? ¿No ha sufrido lo peor en vida? ¿No habría sido su sufrimiento menos indigno y vergonzoso si hubiese caído entre las manos de un enemigo cruel e inhumano? ¿Qué clase de relación puede tener un joven príncipe victorioso con la mujer de su enemigo convertida en su prisionera, a la que ha concedido tantos honores, salvo deshonroso y miserable?”
Ibíd., LV
A estas palabras, el eunuco se arroja a los pies de Darío y le suplica que no ofenda el honor de Alejandro ni la virtuosa memoria de su mujer: «Gran Rey, has sido vencido por un enemigo cuya virtud es sobrehumana, que se ha mostrado tan casto con las persas como valiente fue contra los persas —le dice—, y que después de mi muerte mi alma caiga en el infierno al pasar el puente del Contable de almas si miento.»
Entonces Darío regresó con sus familiares y, tendiendo las manos al cielo, dirigió a los dioses la siguiente plegaria:
“Oh dioses, autores de la vida y protectores de los reyes Aqueménidas y de sus reinos, os suplico ante todo que hagáis de tal modo que yo pueda devolver su buena fortuna a Persia, a fin de que deje a mis sucesores mi imperio tan grande y tan glorioso como lo recibí de mis predecesores y que, victorioso, pueda devolver la misma humanidad y la misma honestidad a Alejandro; pero si por alguna venganza divina o por la necesidad de las cosas de este mundo debiese ocurrir que acabe el Imperio persa, haced que Asia no tenga más rey que Alejandro.”
Ibíd., LV
Según Plutarco, este relato edificante es referido por «la mayoría de los historiadores». Los modernos son más escépticos. Ya hemos dicho que es probable que Alejandro se haya comportado con la madre de Darío como con su propia madre, y con Estatira, que tenía veinte años más que él, con el mayor respeto. Además, en el plano afectivo-sexual no se parecía en nada a su padre, y no es por virtud por lo que no tocó a la mujer de Darío (mientras que sus generales no se privaron de violar a las demás cautivas, que eran en su totalidad grandes damas persas), sino más bien por indiferencia hacia su belleza demasiado madura o por su falta de ánimo, o también por cálculo político, con vistas a una eventual reconciliación futura con Darío. No dio muestras de la misma reserva con Barsine, con la que según ciertos autores se habría casado. En cambio, que haya dejado circular la historia, verdadera o falsa, de Darío confiándole el Imperio de Asia en caso de que llegase a desaparecer, o incluso que la haya inventado él mismo es, a nuestros ojos, más que probable: Alejandro vivía en un mundo y una época en que las querellas de sucesión eran la norma (¿no había tenido él mismo que hacer frente a ellas, y de manera contundente?), y el testimonio de Darío III Codomano, bien rumoreado, siempre podía servir. Sobre todo porque la reina madre, Sisigambis, que le consideraba como a hijo suyo, no vacilaría sin duda en apoyarle. Nada es nunca gratuito en la conducta de los grandes y la muerte súbita de Estatira no es una simple anécdota histórica. Además, es cierto que los dos adversarios vacilaban en entablar combate: ¿por qué detiene Alejandro la marcha de su ejército durante cuatro días, antes incluso de la muerte de la reina? ¿Y por qué Darío, con una superioridad numérica enorme, no le ataca?
Por lo que se refiere a este último, la respuesta es fácil. El gigantismo del ejército persa obliga al Gran Rey a combatir en un vasto campo de batalla donde pueda maniobrar y donde sus carros, su caballería y sus elefantes tengan el espacio necesario para cargar: ha preparado el terreno de Gaugamela con este fin y no tiene razón alguna para aventurarse por los valles y las colinas que lo separan del campamento de Alejandro. En cambio, por lo que se refiere al macedonio, podemos dudar entre tres respuestas posibles, que proporcionan razones igualmente posibles: antes de meter a su ejército en un combate de uno contra cincuenta, tiene que reunir la mayor cantidad de información sobre el terreno donde debe librarse la batalla y sobre los efectivos del enemigo (especialmente sobre sus elefantes y sus carros con hoces, de los que carece el ejército de Alejandro); la amplitud de las fuerzas enemigas le hace dudar, y Alejandro puede elegir instalarse a orillas del Tigris y esperar: si el adversario deja la llanura y se aventura en ese terreno accidentado que separa los dos campamentos en una decena de kilómetros, está seguro de vencer a Darío como lo había hecho en Isos; por último, no descarta la idea de una posible negociación, sobre todo porque tiene a la familia de Darío prisionera en sus carros y acaba de mostrarse magnánimo con la difunta Estatira.
En la noche del 29 al 30 de septiembre, comprobando que Darío sigue sin moverse, Alejandro decide hacer un movimiento hacia Gaugamela. Avanza lentamente en la oscuridad seis o siete kilómetros con su ejército en orden de batalla y se detiene en las laderas de las colinas que bajan hacia la llanura donde acampa el ejército de Darío, a unos treinta estadios de las líneas enemigas (recuérdese que 1 estadio equivale a 180 metros). Allí reúne a su estado mayor y comienza la discusión. ¿Hay que lanzar inmediatamente el ataque y sorprender al enemigo antes del alba, o acampar allí mismo e inspeccionar primero el terreno? ¿No había obstáculos peligrosos que franquear? ¿Los persas habrían excavado trincheras, ocultado estacas en fosos, instalado trampas u otra clase de ardides?
El envite es demasiado grande para trabar combate a la ligera. Parmenión se decide por la prudencia y la circunspección y, por una vez, Alejandro se pone de su lado. Con algunos destacamentos de infantería ligera y la caballería de los Compañeros, procede en persona a un minucioso reconocimiento de los lugares y constata que no ocultan ninguna trampa, ningún obstáculo infranqueable. A su vuelta, convoca a los generales, los jefes de escuadrones y los oficiales superiores. En dos palabras les declara que no arengará a las tropas como solía hacer: los soldados, les dice, están hace tiempo galvanizados por su propio valor y sus numerosas proezas, y cada oficial deberá arengar a su propia unidad, el jefe de batallón a su batallón, el jefe de escuadrón a su escuadrón, el comandante de compañía a su compañía, y así sucesivamente; hay que hacer comprender a todos que el envite de la batalla que va a librarse no es Cilicia, Tiro o Egipto, sino todo Asia, de la que se apropiarán quienes venzan en el combate.
Alejandro concluye su breve exposición con algunas recomendaciones prácticas y técnicas. No era necesario que los jefes hiciesen largos discursos a sus hombres; que exhorten simplemente a todos a conservar el puesto que le sea adjudicado, a permanecer en silencio cuando haya que avanzar discretamente, pero en cambio lanzar un grito de guerra terrorífico cuando haya que atacar; los jefes deberán obedecer las órdenes en el plazo más breve, casi instantáneamente, y retransmitirlas con la mayor celeridad a sus unidades; que no olviden que la menor negligencia de uno solo puede poner a todo el ejército en peligro. Finalmente ordenó a todos comer y descansar en espera del momento del asalto.
Fue entonces cuando Parmenión, su general más antiguo, fue a su encuentro: era de la opinión de atacar a los persas antes del alba, a fin de sorprenderlos en plena confusión. Alejandro se negó: sería deshonroso actuar así, porque eso sería robar la victoria y él, Alejandro, debía vencer sin estratagemas. Además, así vencido, Darío siempre podría negarse a reconocer su inferioridad y la de sus tropas y justificar su derrota por la sorpresa. Por eso había decidido atacar cuando saliese el sol. Mientras tanto, declaró que se iba a dormir, como sus soldados.
Al pie de la colina donde acampaba su ejército la llanura estaba iluminada por las fogatas del enemigo, que parecía innumerable, y el murmullo confuso de aquella multitud se propagaba en el silencio de la noche, semejante al bramido lejano del mar. Era evidente que Darío, esperando un ataque nocturno, había ordenado a sus hombres permanecer despiertos, lo que favorecía los planes de Alejandro: mientras los persas velaban sobre sus armas, los griegos y los macedonios, después de haber comido bien, recuperaban las fuerzas durmiendo tranquilamente, y al día siguiente estarían más frescos y dispuestos que sus adversarios. Pero el rey de Macedonia, atormentado sin duda por la inquietud de la batalla que se avecinaba, no conseguía dormir. Mandó llamar a Aristandro y a sus demás adivinos, vestidos completamente de blanco, con un velo en la cabeza, para que realizasen algunos de aquellos ritos misteriosos que su madre le había enseñado cuando era niño, y dedicó buena parte de la noche a invocar a los poderes invisibles. Por último, cuando la noche acababa, su insomnio terminó y se durmió.
Cuando el 1 de octubre de 331 a. C. salió el sol, su secretario Eumenes y sus amigos se llegaron hasta la tienda de Alejandro para despertarle; dormía tan profundamente que ni siquiera los oyó. Su entorno, con Parmenión a la cabeza, se felicitaba por este sueño: después de haber descansado de aquella manera, Alejandro estaría en mejor forma para partir al combate. Pero el tiempo pasaba y Alejandro seguía sin despertar. Al verlo, Parmenión asumió la responsabilidad de ordenar a las tropas disponerse para la batalla, luego entró en la tienda del rey y le sacudió para sacarle de su sueño.
—¿Cómo puedes dormir una mañana como ésta? —preguntó a Alejandro cuando éste abrió los ojos.
Alejandro le respondió sonriendo, pero todavía dormido.
—¿Por qué despertarme cuando Darío está a punto de caer entre mis manos?
—Has soñado, rey, Darío está abajo, en la llanura.
Alejandro se irguió en su lecho, sacudió la cabeza y su mirada se volvió brillante. Saltó de la yacija, se mojó la cara con agua fresca y dio la orden de que sus soldados desayunasen mientras él se vestía para el combate. Llevaba una saya de Sicilia que le caía hasta las rodillas, nos dice Plutarco, con una cota de lino y una gola cubierta de pedrerías encima; su casco era de hierro, pero brillaba como plata, rematado por un penacho de plumas blanco. Como armas, disponía de una espada ligera y de buen temple que le había regalado la ciudad de Citium, en la isla de Chipre, y de un viejo escudo abollado que se había traído de Ilion.
Salió de su tienda, montó en Bucéfalo —que se hacía viejo, pero que seguía siendo valiente— y fue a pasar revista a su ejército alineado, acompañado por el adivino Aristandro, con una corona de oro en la cabeza. Se dice que cuando apareció delante de sus tropas un águila volaba encima de su cabeza, y que Aristandro, apuntando su índice en dirección al ave, le ordenó, con algunas fórmulas mágicas, lanzarse contra los enemigos de los helenos.
Todo el mundo estaba preparado. Alejandro había dispuesto su ejército en dos líneas, con cierto espacio entre ellas para que pudiese combatir eventualmente en dos frentes. Contaba unos 7.000 jinetes y 40.000 infantes (según Arriano); él mismo mandaba el ala derecha, asistido por Filotas, el hijo de Parmenión, que a su vez mandaba el conjunto del ala izquierda, como en Isos. El rey ordenó a su caballo dar tres pasos hacia adelante, alzó lentamente el brazo como era su costumbre, hizo un majestuoso gesto con la mano para dar la señal de partida y descendió al frente de su ejército, al paso, hacia la llanura donde, durante toda la noche, le había esperado el enorme ejército persa. También éste se hallaba dividido en dos alas bajo el mando único de Darío III Codomano, que estaba en el centro, sobre su carro, rodeado de su parentela. Aquella prolongada espera, de píe bajo las armaduras y las armas, había embotado la combatividad de los soldados del Gran Rey y, como escribe Arriano, el miedo empezaba a enseñorearse de su ánimo.
La batalla de Gaugamela estaba a punto de empezar. Los historiadores la llamaron más tarde «batalla de Arbela», por el nombre de la ciudad situada a poco menos de un centenar de kilómetros al sudeste de la llanura donde tuvo lugar el famoso combate (es la actual ciudad de Arbil o Erbil, en Irak). El relato más preciso y documentado de esta batalla es el de Arriano (III, 11-15), que es el que seguimos, completándolo con el de Diodoro de Sicilia (XVII, 57-61); las consideraciones de Plutarco (Vida de Alejandro, LXI-LXII) son más literarias.
Arriano nos describe larga y minuciosamente las disposiciones de los dos ejércitos. Sorprende ante todo el carácter eminentemente cosmopolita del ejército de Darío, que cuenta veintiséis nacionalidades de combatientes además de los persas (bactrianos, escitas, medos, partos, etc.), mientras que el ejército de Alejandro está formado principalmente por macedonios (los infantes de la falange y la caballería de los Compañeros de Macedonia, dividida en escuadrones), aumentada con unidades aliadas (griegos y tesalios esencialmente). A primera vista, el combate se presenta desigual: con un millón de infantes, 40.000 jinetes, sus carros de hoces y sus elefantes venidos de India, el Goliat persa parece que tiene que destrozar en un abrir y cerrar de ojos al David macedonio. No obstante, ese Goliat era un monstruo cuyos movimientos eran imposibles de coordinar en la práctica: varios cientos de metros, incluso kilómetros, separaban a Darío de sus distintos generales, lo que desde luego no facilitaba la transmisión de las órdenes del Gran Rey.
Ambos ejércitos se acercaban ahora el uno al otro. Sus soldados, lo mismo que sus enemigos, podían distinguir, incluso desde lejos, el penacho de plumas blanco de Alejandro y seguir sus movimientos. Avanzaba apoyándose en su derecha y los persas, que iban a su encuentro, trataban de desbordarlo por su izquierda, para intentar rodear su ala derecha; de suerte que, cuanto más avanzaba Alejandro, más se echaba el ala derecha de Darío hacia la izquierda, donde el terreno —más accidentado que en el centro— volvía inutilizables sus carros.
Darío se dio cuenta y ordenó a las formaciones de cabeza de su ala izquierda (los jinetes bactrianos, escitas y árabes) no desviarse hacia ese lado y rodear el ala derecha enemiga. Al verlo, Alejandro transmite a la caballería de sus aliados griegos (que estaba en retaguardia) la orden de cargar contra la caballería del ala izquierda persa: ésta retrocedió primero, luego contraatacó, Alejandro lanzó una nueva carga y se entabló un verdadero combate de caballería, caballo contra caballo, jinete contra jinete, particularmente sangriento por ambas partes, en el que Darío tenía una ventaja numérica aplastante. Fue entonces cuando el Gran Rey, que tal vez tenía la victoria al alcance de la mano, cometió una falta táctica grave: lanzó sus doscientos carros de hoces (que estaban en su ala derecha) contra el ejército macedonio, para sembrar la confusión en sus filas. Pero el resultado no fue el esperado porque, cuando los carros se lanzaron hacia adelante, fueron acribillados con flechas y dardos por los arqueros y lanzadores de jabalinas del ejército de Alejandro, que habían tomado posiciones delante del Escuadrón Real, en primera línea a la derecha; los conductores de carros, heridos, fueron arrancados de sus asientos por los tiradores que, apoderándose de las riendas, volvieron los caballos contra la caballería persa, cortando con las hoces a sus caballos y matando a los jinetes.
Darío no tenía más carros y había perdido una buena parte de sus jinetes, heridos de muerte. Cambia entonces de táctica y ordena a sus tropas atacar a lo ancho del frente, a lo que Alejandro replica ordenando a sus tropas cargar contra la primera línea persa y, penetrando él mismo en las filas de ésta, llega hasta el carro de Darío mientras la falange macedonia, gigantesca tortuga de hierro y bronce erizada de sansas, zarandea a los persas y los demás bárbaros.
La situación le pareció terrorífica a Darío, que, desde hacía largo rato, estaba muerto de miedo. Su guardia personal se encontraba diezmada, su carro, con las ruedas hundidas entre montañas de cadáveres, ya no podía avanzar ni retroceder; hubo de abandonarlo, saltó sobre un burro y huyó a rienda suelta hacia la ciudad de Arbela, que se encontraba a un centenar de kilómetros del campo de batalla. Su caballería le pisaba los talones, perseguida por la caballería macedonia: la derrota de los persas era total.
Sin embargo, el combate no había terminado. Alejandro y la caballería de los Compañeros de Macedonia atraparon a los fugitivos, que fueron masacrados, mientras el resto del ejército macedonio y sobre todo su ala izquierda, que aún no había entrado en combate, tuvo que hacer frente al ala derecha de los persas (la caballería armenia y capadocia, los indios con sus elefantes, etc.). Ésta había hundido el centro de las líneas macedonias y rodeaba su ala izquierda, mandada por Parmenión. La situación se volvía crítica debido a la enorme superioridad numérica de los bárbaros y Parmenión envió un mensajero que, arrastrándose por el suelo, llegó hasta Alejandro para pedirle ayuda.
Cuando le llevó el mensaje, el rey, renunciando de mala gana a perseguir a Darío y a sus tropas, dio media vuelta con toda su caballería y se dirigió al galope hacia el campo de Gaugamela. Allí se libró un nuevo combate de caballería, el más encarnizado de toda la batalla según Arriano, enfrentando a los persas, los partos y los indios con los macedonios. Los dos adversarios luchaban realmente codo con codo, y ya no se trataba de tiros de jabalina o de maniobras de rodeo: se entabló un terrible combate cuerpo a cuerpo, en el que cada uno combatía no por la victoria de su campo, sino para salvar su propia vida. En última instancia fue Alejandro quien obtuvo la victoria a pesar del número. Los bárbaros huyeron hacia el este en una galopada frenética, perseguidos por los helenos; consiguieron franquear el Lico, un afluente del Tigris (el actual Gran Zab) y reunirse con el Gran Rey en Arbela.
También Alejandro pasó el Lico, asentó en sus orillas un campamento provisional, a fin de que sus hombres y sus caballos tomasen un respiro, y luego, llegada la noche, partió hacia Arbela para tratar de apoderarse de Darío. Pero como era previsible, Darío no le había esperado y, cuando los jinetes macedonios entraron en la ciudad, el 2 o el 3 de octubre de 331 a. C., el Gran Rey, que había dejado a sus espaldas armas y bagajes e incluso el voluminoso tesoro real (varias toneladas de oro), ya se había adentrado en los montes Zagros y huía hacia Media. Lo acompañaban en su fuga su parentela y unos dos mil mercenarios extranjeros.
El macedonio había obtenido una victoria total. Le había costado, según Arriano, un centenar de hombres —en su mayoría Compañeros— y más de mil caballos, pero en el campo de Gaugamela quedaron, según el mismo autor, unos trescientos mil cadáveres bárbaros. Queda por saber lo que vale esta estimación…
2. Conquista de Babilonia y Susiana
La derrota de los persas en Gaugamela marca el final del poderío militar de Darío, pero no el de su poder político: el Aqueménida, que sigue vivo y libre, continúa siendo el rey de reyes de Asia, y Alejandro no es más que el rey de Macedonia, provisionalmente estratego en jefe de la Liga panhelénica. No es inverosímil que, después de pasar una noche en Arbela, haya pensado en perseguir al Gran Rey para obligarle a cederle su corona; pero no podía hacer pasar su ejército, con sus animales y sus carros, por los estrechos senderos de las montañas armenias. Además, el envite de la guerra era evidentemente las grandes capitales del Imperio, Babilonia, Susa, Persépolis y Pasagarda: Alejandro podía dejar para más tarde la captura de Darío. Por lo tanto, no lo dudó mucho y, sin más tardanza y a galope tendido, se dirigió hacia Babilonia, que se encontraba a unos 260 kilómetros al sur de Arbela.
Necesitó cerca de dos semanas para llegar a la vista de la legendaria ciudad que, desde hacía dos siglos, servía de capital de invierno a los soberanos aqueménidas. Mientras cabalgaba, Alejandro veía acudir cada día hacia él a los grandes de Persia que, abandonando a su soberano vencido a su triste destino, se unían al nuevo dueño de Asia, lo mismo que habían hecho los sátrapas y los dignatarios persas en Tiro, Gaza y Menfis. Lo mismo ocurrió en Babilonia, la ciudad de las cien puertas de bronce, donde se había refugiado el general persa Maceo, que había sido uno de sus más valerosos adversarios en Gaugamela. El hombre había comprendido que Asia estaba a punto de cambiar de manos y, cuando en los últimos días de octubre de 331 a. C., el ejército macedonio tomó posiciones delante de las enormes murallas de la ciudad, cuyo perímetro tenía noventa kilómetros, aconsejó a los habitantes entregar la ciudad a Alejandro sin resistencia.
El macedonio vio, pues, salir a recibirle a la población de Babilonia, con Maceo al frente, acompañado de los sacerdotes y magistrados de la ciudad, con vestimenta de ceremonia. Los babilonios se habían puesto sus ropas de fiesta y cada grupo de ciudadanos le llevaba un regalo, unos guirnaldas de flores, otros un cordero destinado a ser inmolado. Todos acogían al macedonio como al guerrero que liberaría su ciudad del yugo de los Grandes Reyes persas: ¿no había desmantelado Darío I el Grande sus legendarias fortificaciones? ¿No había robado su hijo, Jerjes, la estatua de oro de Bel, su dios tutelar, creador del cielo y de la Tierra, de los hombres y los animales, y abatido su templo? ¿Y no habían sido trasladados todos los tesoros de Babilonia a Pasagarda, a Susa y Parsa (Persépolis para los griegos) por los soberanos aqueménidas?
Así fue como Alejandro, de pie en su carro como un triunfador, y no montado sobre Bucéfalo como un conquistador, entró en Babilonia por la más hermosa de sus puertas, la que daba a la orilla izquierda del Eufrates. Las calles de la ciudad estaban sembradas de flores, el aire tibio del otoño estaba cargado de perfumes e incienso y una multitud numerosa y cosmopolita de babilonios, cierto, pero también de armenios, árabes, sirios, persas, indios —reconocibles por sus ropajes y su aspecto—, acompañó su carro hasta el atrio del palacio real. El macedonio pasó, deslumbrado, ante los famosos monumentos de Babilonia: sus murallas, los jardines colgantes de la reina asiria Samuramat (Semíramis para los griegos), la torre cuadrada del templo de Bel y las ruinas de los demás templos, destruidos por los persas. Finalmente llegó al palacio del Gran Rey y se proclamó «nuevo rey de Babilonia».
Alejandro pasó treinta y cuatro días en Babilonia, donde sus soldados saborearon los placeres de un reposo bien merecido, descubriendo maravillados las tabernas y los lupanares de esta ciudad que les parecía concebida para el placer (Quinto Curcio escribe, con el hipócrita moralismo romano, que «se revolcaron en los vicios de esta ciudad perversa»), mientras su jefe trataba de reconciliarse con los grandes de Persia a los que había combatido, pero también de acoger en las filas de la nobleza macedonia a los señores babilonios, mantenidos desde hacía cinco siglos lejos del poder y de las dignidades por los conquistadores persas. El vencedor se mostró respetuoso con la religión y las costumbres de Babilonia, ordenando que los templos de Bel (dios de la tierra y dios local de Babilonia bajo el nombre de Marduk), de Anu (dios del cielo), de Ea (diosa de las aguas), de Shamash (dios del sol) y de las restantes divinidades fuesen reconstruidos. A Marduk —conocido por los griegos bajo su nombre de Zeus-Belos y a quien Alejandro identificaba con su padre místico Zeus-Amón— le ofreció suntuosos sacrificios y prometió a los sacerdotes dones considerables en oro: el oro de Darío, por supuesto.
En el plano político y administrativo actuó con Babilonia como había hecho en Egipto y Asia Menor: Maceo fue confirmado en sus funciones de sátrapa, e incluso recibió el privilegio de acuñar moneda para ayudar al renacimiento del comercio babilonio, pero le dio como adjunto al compañero Apolodoro, oriundo de Anfípolis, como recaudador, tesorero y jefe de la guarnición macedonia que instala en la ciudad. También organiza la relación militar entre Babilonia, Siria, Fenicia y Cilicia, y pone las fuerzas armadas de la región bajo el mando de un jefe único (macedonio), Menes, oriundo de Pela. Su principal papel será asegurar el paso de las caravanas y los convoyes que a menudo son atacados por beduinos saqueadores entre Babilonia y las costas del mar Mediterráneo.
Alejandro tampoco olvidó a los griegos de Europa. Les hizo saber que los había liberado para siempre de la amenaza de Persia y que la cruzada panhelénica lanzada en otro tiempo por su padre, Filipo II, acababa de concluir con victoria. Sus mensajes y la forma en que había ideado la reorganización del Imperio persa que se disgregaba causaron profunda impresión en los griegos y los persas: los primeros comprendieron, con cierta amargura, que el rey de Macedonia estaba aboliendo la gran distinción entre helenos y bárbaros —de la que estaban tan orgullosos—; los segundos, que tenían mucho que ganar sometiéndose al macedonio sin segundas intenciones.
No obstante, el Conquistador se daba cuenta mejor que nadie de que el asunto no estaba zanjado todavía. Los territorios que había conquistado o reconquistado sobre Darío no eran tierras persas, y si los pueblos que las ocupaban —fenicios, egipcios, babilonios— le habían acogido con tanta alegría, era simplemente porque a sus ojos era el liberador. El proyecto que confusamente maduraba en su cabeza de construir un imperio unificado heleno-persa, del que por otro lado no medía la amplitud ni la viabilidad, exigía someter al país de los persas —el actual Irán— y poner fin a la existencia política del imperio de los Aqueménidas. Para ello debía apoderarse de Susa, la capital histórica de los Aqueménidas y, a principios del mes de diciembre de 331 a. C., partió hacia Susiana.
Susa, situada a unos 240 kilómetros al noroeste del golfo Pérsico, era una ciudad más antigua aún que Babilonia. Había sido creada tres mil años antes, en el emplazamiento de la actual Shush, cerca de Dizful, en Irán, por montañeses procedentes del Zagros, los elamitas, un pueblo que había desaparecido hacía siglos. Darío I la había convertido en una de las capitales de su Imperio en los alrededores del año 500 a. C.
A decir verdad, para Alejandro Babilonia no había sido más que una etapa. Desde Gaugamela, no pensaba más que en Susa y, la noche misma de su victoria, había enviado a un hombre de su confianza, Filóxeno, para tomar posesión de los tesoros amasados por los reyes de Persia y organizar la rendición pacífica de la ciudad. Estaba confiado, por tanto, cuando abandonó Babilonia y llegó sin problemas a la vista de Susa tras unos veinte días de marcha. A su encuentro salieron Oxatres, hijo de Abulites, sátrapa de Susa, y un emisario de Filóxeno. El primero le llevaba la rendición oficial de la ciudad; el segundo, una carta de su colaborador en que le informaba de que había entrado en Susa sin derramar una gota de sangre, que el tesoro real estaba a su disposición, intacto, y que todo estaba dispuesto en la capital persa para recibirle fastuosamente.
Lo mismo que en Babilonia, el sátrapa Abulites, los sacerdotes y los dignatarios de la ciudad salieron al encuentro de Alejandro para recibirle más como a libertador que como conquistador. El rey entró en la ciudad, que había abierto para él todas sus puertas, bajo las flores y las aclamaciones.
Luego Filóxeno lo condujo hasta el palacio real, donde el rey de Macedonia debía tomar oficialmente posesión del trono y el tesoro de los reyes de Persia. Llegado ante el asiento real, se sentó en él, pero una vez sentado constató que el trono era demasiado alto: Darío no era sólo un hombre de altísima estatura, sino que además, en virtud de una tradición religiosa persa, los pies del Gran Rey nunca debían pisar el suelo cuando estaba sentado: sus pajes disponían entonces un taburete de oro bajo sus pies. Alejandro, claramente de menor estatura que Darío, estaba pues sentado con las piernas colgando, en una posición algo ridicula. Al verlo uno de los pajes le llevó una mesita de oro que había en la sala y la colocó bajo sus pies. Como se adaptaba perfectamente, Alejandro le felicitó. Pero entre los dignatarios persas que lo rodeaban, de pie junto al trono, un eunuco, turbado por aquel espectáculo, se echó a llorar.
—¿Qué has visto que te haga llorar así? —le preguntó Alejandro.
El eunuco le respondió:
—La mesita que han colocado bajo tus pies no es otra que aquella en que Darío, mi amo, solía tomar sus comidas, tumbado en su diván, y ahora veo el mueble que más estimaba él bajo los pies de un nuevo amo y eso me hace llorar, porque yo amaba a Darío.
Alejandro comprendió de repente que el hecho de sentarse en el trono en lugar de Darío era el signo del cambio radical que se había producido en el Imperio persa, y que su gesto tenía algo excesivamente arrogante. Llamó al paje que había colocado la mesita bajo sus pies y le ordenó retirarla. Pero uno de sus Compañeros que sé encontraba a su lado, un tal Filotas, le dijo:
—Tu gesto no tiene nada de arrogante, porque no has sido tú quien ha ordenado que te pongan la mesita de oro bajo los pies. Procede de la Providencia o la voluntad de algún genio bueno. Considera un feliz presagio tener bajo tus pies la mesita que servía a tu enemigo.
Supersticioso como era, Alejandro ordenó no tocar la mesa y sin duda apoyó con más fuerza sus pies en ella.
Cumplidas estas formalidades, Alejandro tomó posesión del tesoro de Darío: 50.000 talentos de plata (1 talento equivalía a 26 kilos), el suntuoso mobiliario real y los numerosos objetos de arte que Jerjes se había llevado de Atenas en 480 a. C., durante la segunda guerra Médica.
En el lote había sobre todo dos estatuas de bronce, sin gran valor monetario, pero particularmente estimadas por los atenienses, las de dos jóvenes nobles, Harmodio y Aristogitón, que en otro tiempo (511 a. C.) habían puesto fin a la tiranía de Pisístrato y de sus hijos Hipias e Hiparco, apuñalando a este último. Estos dos jóvenes, que mediante un acto absolutamente antidemocrático habían permitido el restablecimiento de la democracia, habían pagado con su vida la causa del pueblo, y fueron presentados luego como mártires de la libertad. Alejandro, que era no sólo un buen guerrero, sino también un perfecto manipulador de las opiniones, hizo enviar de inmediato las dos estatuas a Atenas, esperando, con este gesto simbólico, mantener a los atenienses en el recto camino de la cruzada panhelénica que había emprendido.
En cuanto a los 50.000 talentos de plata, hizo un uso prudente. Una parte sirvió para distribuir primas importantes a los Compañeros y a los soldados de su ejército, que se habían visto privados de botín, porque la ciudad de Susa había sido decretada «ciudad liberada» y no «ciudad conquistada» (por lo que no podía ser objeto de pillaje). Otra parte (3.000 talentos, nos dice Arriano) fue confiada a uno de los Compañeros de la Guardia Real, Menes, al que nombró gobernador de las satrapías de Siria, Fenicia y Cilicia, y que se encargó de hacerlos llegar al general Antípatro, regente de Macedonia, a fin de que este último tomase las disposiciones necesarias para reducir la resistencia de Esparta a la hegemonía macedonia en Occidente.
Al actuar en Susa como había actuado en Babilonia, Alejandro confirmó al sátrapa persa Abulites en sus funciones, nombró como adjunto a un Compañero de Macedonia, Mázaro, como comandante de la guarnición de la ciudadela, y a otro, al general Arquelao, como jefe militar de Susiana. Luego volvió su atención hacia el destino de la reina madre, Sisigambis, a la que profesaba un verdadero afecto, y hacia el de los hijos de Darío, que seguían al ejército macedonio desde Isos en carros. Les anunció que su infortunio tocaba a su fin y los instaló, para mayor alegría suya, en el suntuoso palacio de invierno de Darío, con una numerosa servidumbre y los miramientos debidos a su rango. Por último, preocupado de helenizar a los persas, consideró que el ejemplo debía proceder de la corte, y mandó traer profesores de lengua griega para las hijas y el hijo de Darío.
En las intenciones de Alejandro no figuraba la de eternizarse en Susa, pero tenía que adornar con alguna solemnidad la caída pacífica de la misma. Así pues, ofreció sacrificios públicos a los dioses, organizó una carrera de antorchas y un gran concurso gimnástico y se dispuso a partir en campaña otra vez. En esta ocasión, ya no se trataba de liberar ciudades del yugo persa, sino de conquistar un imperio. Al este de una línea que iba desde los montes de Armenia hasta la entrada del golfo Pérsico, que en cierto modo constituía la frontera natural de los territorios asiáticos caídos en sus manos, se extendía el verdadero dominio persa que Alejandro aspiraba ahora a conquistar: Uxia, Media, la Persia iraní (la Pérside), Partía, Carmania; y, más al este todavía, territorios desconocidos de los griegos, pero cuyos nombres había oído pronunciar sin duda a los sátrapas y los generales persas que había sometido: Gedrosia, Aracosia, Bactriana, Sogdiana, India. Poco a poco, Alejandro, el unificador de los helenos, el liberador de los griegos de Asia, el cruzado panhelénico, se convertía en un nuevo guerrero al que nada ni nadie parecía poder detener: se convertía en Alejandro el Conquistador.
Antes de partir hacia ese nuevo destino, el macedonio completó sus efectivos con tropas traídas de Macedonia por Amintas, hijo de Andrómeno (15.000 hombres según Quinto Curdo; los infantes fueron repartidos por etnias y los jinetes reforzaron la caballería de los Compañeros de Macedonia).
Alejandro salió de Susa en el mes de enero del año 330 a. C. Se dirigió hacia el sudeste, hacia el país de los uxios, que debía cruzar para alcanzar las otras dos grandes capitales persas: Parsa, que los griegos llamaron Persépolis, y Pasagarda. La suerte estaba echada: Alejandro y sus hombres iban a vivir una fabulosa anábasis.