(principios del 4º año de guerra en Oriente: diciembre de 332-mayo de 331 a. C.)
Los persas en Egipto, de Cambises a Darío III (526-332). Alejandro en Pelusio: sumisión del sátrapa de Egipto (diciembre de 332). _ Alejandro en Menfis (enero de 331). —Alejandro en Canope: decide la fundación de la futura Alejandría (finales de enero de 331). —Peregrinación a Siwah, al santuario de Zeus-Amón (principios de febrero de 331). —Alejandro deja Menfis (principios de la primavera de 331).
El país al que llamaban «Egipto» se reduce a un largo oasis, sinuoso y fértil, de unos 2.000 kilómetros de longitud y una veintena de kilómetros de anchura de media, el valle del Nilo, que serpentea en medio de desiertos aparentemente infinitos: por el oeste, el desierto de Libia, que prolonga hacia occidente el enorme Sahara; por el este, el desierto arábigo, bordeado por el mar Rojo; al sur, el desierto de Nubia. En este valle, ocupado desde los tiempos prehistóricos por pueblos nómadas venidos de no se sabe dónde y que vivían de las riquezas del río a partir de finales del siglo IV a. C., se ve constituirse embriones de estados, que reagrupan algunas aldeas alrededor de una ciudad-templo (el nomos), cuyos jefes eran al mismo tiempo los sumos sacerdotes de los dioses locales.
Pero no fue hasta principios del siglo III a. C. cuando esos nomos se agruparon poco a poco en dos pequeños reinos: al norte, el del Bajo Egipto, con Menfis como capital, y, más al sur, el del Alto Egipto, cuya ciudad principal fue Tebas. Según el conjunto de inscripciones y papiros llamado comúnmente Libro de las pirámides, el rey del país del norte era llamado Biti; y el del país del sur, Nesu. Esos mismos textos nos cuentan la forma en que los nomos del delta habrían sido unificados por el dios Osiris, y los del Alto Egipto por su hermano Set (Tifón entre los griegos), el dios de las tinieblas. Este último habría matado a Osiris y entonces los dos reinos se habrían fusionado. Desde esa época, dice la leyenda, el rey único de los dos Egipto —el faraón— lleva un emblema que combina ambas coronas, el pschent.
En la Antigüedad el país egipcio era una especie de vasto campo, muy estrecho, donde se cultivaba el trigo, el centeno y otros cereales. Las crecidas del Nilo ritmaban la vida. En el mes de junio las aguas del río están muy bajas y son de color azul claro: el Nilo apenas es más ancho que el Sena, corre lentamente entre riberas de fango y barro, mientras que el viento de arena que sopla desde el sur reseca la vegetación, quema los ojos de los hombres y aminora la fuerza de la vida en todas partes. Luego ese río azul empieza a crecer, aunque del cielo no caiga lluvia alguna: según los antiguos egipcios, esos desbordamientos del Nilo eran provocados por las lágrimas de la diosa Isis llorando la muerte de su hermano-esposo Osiris. Empiezan a caer aguas verdosas y malsanas y en primavera el río se convierte en el río verde, cargado de detritos procedentes de las zonas pantanosas. Luego esos detritos son sustituidos por barros rojos y, al cabo de unos días, el río se convierte en el río rojo que, hacia el 15 de julio, rompe sus diques; sus aguas se desparraman entonces por los campos circundantes, depositando en ellos un limo fertilizante: en los meses de agosto y septiembre la crecida alcanza su apogeo. Durante el otoño, el Nilo vuelve poco a poco a su cauce; es en diciembre cuando se hacen las siembras, seguidas en el mes de abril por la cosecha. Y el ciclo recomienza todos los años.
La historia del Egipto antiguo, debido a su aislamiento geográfico, no presenta, como la de los pueblos del Oriente Medio antiguo o el mundo helénico, esos innumerables conflictos económicos, políticos, demográficos, religiosos o raciales que enumera la Biblia, por ejemplo, o los manuales de historia clásica. Se reduce esencialmente a dos aspectos: cambios dinásticos, sin grandes repercusiones sobre el modo de vida de sus habitantes ni sobre sus creencias religiosas, ni siquiera sobre la civilización material que parece fijada, «eterna» (hecho que para una civilización, sea la que fuere, no supone una cualidad); invasiones por parte de pueblos cuyo origen ignoramos, que instalaron dinastías extranjeras, como por ejemplo:
A partir de las invasiones de los pueblos del mar, el Egipto faraónico, entregado al desorden y a la fragmentación permanente, abandona la escena del mundo oriental y pasa bajo el poder de los reyes de Nubia (que los textos llaman los «reyes etíopes»). Es la época en que el poder asirio (semítico) hace temblar el Oriente Medio: los soberanos de Asur y de Nínive, Asaradón y luego Asurbanipal, saquean Menfis y Tebas y expulsan a los reyes nubios. Pero no hacen más que pasar, y los faraones de la XXVI Dinastía (664-525 a. C.), llamada saíta por referencia a su capital, Sais, situada en el corazón del delta del Nilo.
Los reyes saítas, con el apoyo de mercenarios y la ayuda de los administradores griegos, hacen que renazca la grandeza egipcia de antaño (estaba muerta desde las invasiones hititas). El mayor de ellos fue Necao II (609-594 a. C.), que emprendió la tarea de horadar un canal desde el Nilo al mar Rojo.
Contrariamente a la mayoría de las grandes civilizaciones semíticas e indoeuropeas de la Antigüedad, la civilización egipcia no dejó herederos. Ello se debe principalmente a ese mismo aislamiento que protegió a Egipto de las invasiones y las influencias exteriores, pero también porque no tenía gran cosa que transmitir: ni su cultura escrita, esencialmente orientada hacia lo religioso, y por lo tanto específica del pueblo egipcio y difícilmente aceptable por otros; ni su cultura política, rudimentaria, que, basada en la noción absolutista del monarca-dios, apenas evolucionó durante los casi veinticinco siglos de su historia. Por eso, cuando grandes pueblos herederos de una larga historia cultural, como los asirios, por ejemplo, o que habían conocido una evolución político-religiosa muy afirmada, como los medos y los persas, invadieron Egipto, no tenían nada o casi nada que descubrir que fuese digno de ser asimilado, teniendo en cuenta el alto grado de civilización al que éstos habían llegado. Sólo se quedaron con el pintoresquismo: las pirámides, las estatuas colosales, las divinidades con cabeza de animal y las curiosas inscripciones jeroglíficas, que los dejaban perplejos.
De modo que muy pronto se asentó en el mundo mediterráneo la leyenda de la existencia de un «saber misterioso» entre los antiguos egipcios; más realista, Herodoto se contentará con la fórmula de que Egipto es un don del Nilo. De ese Egipto sin ciudades (en la época de su mayor esplendor apenas poseía una decena, mientras que en Mesopotamia había un centenar), de ese país de templos y santuarios en el desierto, de sacerdotes y labradores, va a apoderarse Alejandro en el año 332 a. C. No tiene nada de sorprendente, por lo tanto, que este heleno haya querido dotar a Egipto de una verdadera ciudad a la que impondrá su nombre.
1. La ocupación de Egipto
El Egipto de los faraones saítas fue conquistado por los persas durante el reinado de Cambises II (528-522 a. C.), que eliminó la dinastía egipcia reinante (la XXVI Dinastía) e instauró una XXVII Dinastía, persa (522-405 a. C.), cuyos faraones fueron los grandes reyes Cambises II, Darío I, Jerjes I, Artajerjes I, Jerjes II, y Darío II. Luego una sublevación nacional, dirigida por un tal Amirteo, estalló en el año 410 a. C. y desembocó, en el 404 a. C., en el reconocimiento por parte de Persia de la independencia de Egipto. No se sabe nada de este personaje, que fue el único faraón de la XXVIII Dinastía (404-398 a. C.).
Las condiciones en que Cambises se apoderó de Egipto fueron contadas por Herodoto: son bastante rocambolescas.
Cambises era hijo del fundador del Imperio persa Ciro el Grande. Envió un embajador a Egipto para pedir al viejo faraón saíta Amasis III (reinado: 570-526 a. C.) que le concediese la mano de su hija, que, al parecer, era muy hermosa. Amasis sabía que los reyes de Persia no tomaban por esposas más que a mujeres persas, y había comprendido que Cambises le pedía su hija para convertirla en concubina y no en esposa legítima. No obstante, como no se atrevía a negársela a un rey tan poderoso, recurrió a una estratagema: envió a la corte de Cambises una de las hijas de su predecesor que, a pesar de sus cuarenta años, todavía era muy seductora, adornándola con ropajes suntuosos y joyas de oro. Como estaba previsto, Cambises hizo de ella una de sus concubinas, pero cierto día en que le hablaba llamándola «hija de Amasis», ésta le interrumpió diciéndole: «Oh rey, no te das cuenta de que Amasis se ha burlado de ti. Ha fingido darte a su propia hija, cuando en realidad yo soy la hija del faraón al que él ha sucedido, después de haberlo matado para reinar en su lugar.»
Esta revelación sumió a Cambises en gran furia y le incitó a partir con un ejército a Egipto, para castigar al faraón que le había engañado escandalosamente. No obstante, el rey desconocía todo lo referente a este país, ignorando incluso la ruta que había que seguir para ir hasta Menfis, su capital. El azar, que en ocasiones hace bien las cosas, quiso que un mercenario griego al servicio del faraón Amasis, un tal Fanes, hombre de consejo prudente y valiente en la guerra según nos dice Arriano, huyó de Menfis en una trirreme para volver a Halicarnaso, de donde era oriundo, con la intención de ponerse al servicio del Gran Rey. Como Fanes conocía los secretos de los asuntos de Egipto, Amasis lanzó unos hombres en su persecución, con la misión de atraparle y degollarlo, que es sin duda la mejor forma de hacer callar a un traidor en potencia. Pero Fanes engañó a sus perseguidores y terminó llegando a la corte del rey Cambises. Proporcionó a éste todas las informaciones que necesitaba para su expedición punitiva a Menfis, aconsejando al Gran Rey dirigirse a Siria y hacerse guiar por árabes hasta Gaza primero; luego, a través del desierto, hasta la ciudad de Pelusio, a orillas del Nilo; finalmente le propuso incluso enviar un mensajero a estos árabes para prevenirles de su llegada.
El pobre Fanes pagó muy cara esta traición: denunciado al faraón, éste se vengó en sus hijos, que se habían quedado en Egipto. Los jóvenes fueron arrestados y degollados por mercenarios griegos, que recogieron su sangre en una gran copa, se le añadió vino y agua, y todos los soldados que habían participado en el arresto de los hijos de Fanes bebieron algunos tragos de aquel brebaje infame. Después de beber, los mercenarios llegaron a las manos y se mataron unos a otros, ante los ojos del ejército egipcio horrorizado. Poco tiempo después, cuando Cambises y sus tropas avanzaban hacia Gaza, el viejo faraón Amasis moría (en 526 a. C.) y su hijo, Psamético III, le sucedía en el trono. No permaneció en él más que seis meses: Cambises, guiado por los árabes, llegó para asediar la ciudadela de Menfis, que hubo de rendirse. Hizo matar al faraón Psamético III, obligándole —¡oh, sacrilegio!— a beber la sangre del toro sagrado Apis, haciendo pagar así al hijo las locuras de su padre y recuperando el reino de Egipto (el dios-toro Apis era adorado por los egipcios en Menfis; cuando el animal alcanzaba la edad de veinticinco años, se le mataba sin efusión de sangre, ahogándolo: venía después un período de luto nacional, hasta que los sacerdotes descubrían un joven becerro portador de ciertos signos, que se convertía en el nuevo Apis). Luego, tras nombrar un sátrapa persa en Menfis, Cambises partió para el Alto Egipto, que se sometió sin resistencia, y envió un regimiento a ocupar la Nubia. De creer a Herodoto, esta conquista de Egipto concluyó en sangre, aunque los egipcios se habían sometido en su totalidad. Cambises enloqueció y empezó a asesinar a sus allegados (incluyendo a su hermano), luego se casó con cierto número de hermanas y mandó matar a las demás, así como a varios grandes de Persia, en medio de los más atroces suplicios. En el camino de regreso, en 522 a. C., también él acabó muriendo cerca de Damasco, en circunstancias que ignoramos; tal vez fue muerto por alguno de sus hermanos, que había escapado a su locura homicida.
El sucesor de Cambises, el gran rey Darío I, adoptó una política conciliadora respecto a las poblaciones egipcias, que habían sufrido la dictadura homicida de Cambises. Era un rey constructor y conquistador, que había comprendido que Egipto podía convertirse en la provincia más rica de su Imperio. Por lo tanto, mandó construir carreteras y terminó de abrir el canal del Nilo al mar Rojo que había empezado el faraón Necao II. Pero como hemos explicado al principio de este libro, Darío I y su hijo Jerjes I, que le sucedió, fueron los héroes desgraciados de las guerras Médicas que acababan de empezar y las derrotas sucesivas de los persas en Maratón, Salamina y Platea (véase Anexo II) los llevaron a dejar poco a poco Egipto. Los egipcios se sublevaron contra la dominación persa en 460 a. C., durante el reinado de Jerjes I y, tras un período de vacilaciones que duró hasta el año 404 a. C., fueron gobernados, hasta el 341 a. C., por los faraones indignos de las dinastías XXVIII (Amirtea, de 404 a 398 a. C.), XXIX (398-378 a. C.) y XXX (378-341 a. C.).
En 341 a. C., los persas conquistaron por segunda vez Egipto, región sobre la que reinaron los dos últimos Grandes Reyes persas: Artajerjes III Oco (de 341 a. C. a su muerte, en 338 a. C.) y Darío III Codomano. La dominación persa del país de los faraones acabó tras la derrota de este último en la batalla de Isos, en 333 a. C.; Egipto iba a convertirse en «macedonio».
Después de la conquista de Fenicia y Palestina en el año 332 a. C., Egipto era la última provincia mediterránea que todavía estaba, al menos teóricamente, en poder del Gran Rey. Alejandro tenía tres buenas razones para partir a conquistarla: en primer lugar una razón política, ya que esta conquista remataría su cruzada panhelénica y haría del Mediterráneo un mar totalmente griego; en segundo lugar una razón económica, porque las riquezas agrícolas de este país eran proverbiales y el mundo griego solía carecer regularmente de harina y cereales, que eran la base de su alimentación; por último una razón mística, porque era en el desierto libio de Egipto, al oeste de Menfis, donde se encontraba el santuario de su «padre» Zeus-Amón, en el oasis de Siwah.
Además, ya en el siglo VII a. C., cuando Egipto era el Estado más poderoso del mundo mediterráneo, había conseguido un prestigio considerable a ojos de los griegos que habían establecido allí una factoría en Naucratis, en la parte occidental del delta; navíos mercantes griegos subían y bajaban regularmente el Nilo, entre el Mediterráneo y Nubia (donde había minas de oro y cobre). Además, numerosos griegos servían de mercenarios en las tropas de los faraones y, a partir del siglo VI a. C., muchos intelectuales griegos habían ido a estudiar o trabajar a Egipto; Solón, el legislador de Atenas, así como, según la tradición, Tales de Mileto, Pitágoras y otros pitagóricos, y, más recientemente, el ilustre e inmortal Platón, del que tanto había hablado Aristóteles a Alejandro cuando éste era su alumno: en 390 a. C., el filósofo había emprendido un viaje a Sicilia, sin duda para entrar en contacto con las escuelas pitagóricas de la Magna Grecia, y había traído consigo un cargamento de aceite, producto de sus olivares, para venderlo en el mercado de Naucratis y financiar así su viaje.
Los mercaderes y los soldados griegos que durante esos siglos visitaron el Egipto faraónico, contaron muchas leyendas y tradiciones religiosas relativas a ese país, que parecía tan misterioso a los contemporáneos de Alejandro como las Américas a los europeos del siglo XVI.
Los egipcios eran el único pueblo al que los griegos no llamaban «bárbaros», y se vio surgir en Grecia numerosos templos de Amón, el dios solar de los egipcios: uno en Atenas, en 333 a. C., y verosímilmente otro en Pela, en Macedonia. Las profanaciones que los persas habían hecho sufrir a los templos y los dioses de Egipto cuando lo conquistaron, y que Herodoto refiere, chocaban profundamente a las mentalidades griegas; en Menfis, en el pasado, ¿no había matado Cambises el toro sagrado Apis y se había bebido su sangre? A ojos de muchos, cuando Alejandro expulsó a los persas de Egipto, apareció como el héroe que liberaba este país de los bárbaros orientales que lo oprimían y despreciaban sus dioses.
Egipto fue ocupado por Alejandro a principios del año 331 a. C. Como se ha dicho en el capítulo anterior, el rey había dejado Gaza en diciembre de 332 a. C. y había llegado a Pelusio tras seis días de marcha; su flota, que había salido de Fenicia, le esperaba allí. El sátrapa persa Mázaces, a quien Darío había confiado el país, también se hallaba presente en la cita. Se había enterado de la derrota de su soberano en Isos, así como de su huida deshonrosa: sabía también que Siria, Fenicia y Arabia (la actual Jordania) estaban en manos de Alejandro… y que no disponía más que de una débil guarnición para enfrentarse al joven conquistador. Por eso acogió al macedonio como amigo y no como enemigo y le autorizó a instalar una guarnición griega en Pelusio, lo cual era una manera como otra cualquiera de confiarle las llaves de Egipto; ¿qué otra cosa podía hacer este desventurado sátrapa, separado de Babilonia como estaba, salvo someterse?
Alejandro ordenó de inmediato a su flota remontar el Nilo hasta Menfis, adonde él mismo se dirigió con su ejército, pasando por Heliópolis. En todas las ciudades y los pueblos que atravesó las autoridades locales le rindieron sumisión, mientras que las poblaciones le recibían en todas partes con un entusiasmo delirante, como a un liberador. Egipto estaba en efervescencia: la crecida anual del Nilo terminaba, había vuelto el tiempo de la siembra.
El macedonio conocía la importancia política que tenía congraciarse con el clero egipcio. En las ciudades por donde pasaba visitaba los templos, ofrecía sacrificios a los dioses y, sobre todo, al toro Apis, antiguamente profanado por Cambises. En todas partes se afirmaba como el representante de la cultura griega, pero alimentaba la leyenda inculcada por su madre (en la que sin duda el antiguo alumno del racionalista Aristóteles no creía) de que era el hijo místico de Zeus-Amón, una especie de mesías que debía restaurar la grandeza pasada de Egipto y de sus dioses. En Menfis llegó a ofrecer grandiosos sacrificios a las divinidades egipcias, en particular al toro sagrado, y grandes festejos al pueblo: juegos gimnásticos como los que se organizaban en Grecia, concursos musicales, espectáculos en los que participaron los atletas y los artistas más famosos del mundo helénico que acompañaban a su ejército.
El Seudo-Calístenes, fuente que hay que utilizar con circunspección, también nos dice que Alejandro fue entronizado faraón del Alto y el Bajo Egipto y que se puso el pschent. Es poco probable porque, por un lado, ninguna de las restantes fuentes ofrece ese dato y, por otro, Alejandro se quedó muy poco tiempo en las orillas del Nilo. En efecto, podemos pensar que llegó a Pelusio a finales del mes de diciembre del año 332 a. C. y que no entró en Menfis hasta tres semanas o un mes más tarde, en la segunda quincena de enero de 331 a. C. Su gira por el Alto Egipto le llevó al menos dos meses y su peregrinación al santuario de Zeus-Amón, en Siwah, tuvo lugar, como más pronto, en el mes de marzo y verosímilmente en el mes de abril de 331 a. C., es decir, en vísperas de la cosecha. A partir del mes de mayo, el sol egipcio sumirá lentamente al país en los sopores del estío, en el mes de junio se levantará el terrible viento de arena y ya no hay posibilidades de festejos populares ni de entronización.
2. La fundación de Alejandría
Después de permanecer algún tiempo en Menfis, Alejandro descendió el Nilo hasta el puerto de Canope; Arriano precisa que había embarcado en su navio una pequeña infantería ligera, arqueros y la Guardia Real, lo que podría sugerir que todavía quedaban fuerzas persas en el delta. De ahí, siempre en barco, contorneó el lago Ma-reotis (en la actualidad, lago Mariut), una laguna separada del Mediterráneo por un cordón litoral de rocas y arena, bastante ancha para construir ahí una ciudad.
Alejandro tenía todavía en la memoria el sitio de Tiro, aquella ciudad que tanto se le había resistido, construida sobre un islote rocoso separado de la costa fenicia por un brazo de mar, algo así como lo estaba el cordón litoral de la costa egipcia por el lago Mareotis. Se le ocurrió la idea de que sería útil para el comercio y la defensa naval de Egipto disponer de un puerto fácil de defender en el Mediterráneo. Reemplazaría el de Tiro, que acababa de destruir, y además podría convertirse en el puerto comercial y el almacén que faltaba en el Mediterráneo oriental: desempeñaría en esta parte del mundo mediterráneo un papel análogo al de Atenas en el mar Egeo. El emplazamiento era ideal, fácil de defender y conectado, a través de los brazos del Nilo, con Menfis, las principales ciudades de Egipto y la ciudad griega de Naucratis. Además, a unos dos kilómetros del cordón litoral, surgía del mar la isla de Faros, demasiado pequeña para construir en ella una ciudad, pero susceptible de servir de rompeolas entre alta mar y el nuevo puerto que pensaba construir.
Uno de los rasgos más notables del carácter de Alejandro era su impetuosidad: cuando deseaba una cosa, tenía que hacerla inmediatamente. Había llevado consigo en su barco al arquitecto Deinocrates, y lo arrastró hasta el emplazamiento de lo que consideraba su futura ciudad, para mostrarle cómo deseaba que fuese construida. Como no tenía tiza para trazar los límites sobre el suelo rocoso, ordenó a los que le acompañaban que los dibujasen con harina, indicando cuál debía ser la forma de las murallas, dónde estaría situado el palacio real, del que debería arrancar una gran avenida de quince estadios (3.000 metros) de longitud y un pletro (30 metros) de ancho —«la avenida de Canope»— con inmuebles a uno y otro lado, provistos de pórticos y columnatas, para que se pudiese pasear por allí al abrigo del sol. Las demás arterias de la ciudad deberían ser menos anchas y paralelas o perpendiculares a la avenida de Canope. Entre la orilla del mar y esa avenida central pretendía construir un templo a Poseidón, el dios del elemento marino, una biblioteca, una universidad, un teatro y otros monumentos de esta clase; al otro lado de la avenida estarían los edificios administrativos, un gimnasio, un palacio de justicia, etc.
—Mi ciudad será echa a imagen de mi reino: estará habitada por griegos de Europa y Asia, por macedonios, cilicios, armenios, egipcios, fenicios, judíos, sirios, que tendrán sus propias casas y vivirán en paz unos con otros.
—¿Cómo se llamará? —preguntó Deinocrates, que ya sabía la respuesta.
—Alejandrópolis, evidentemente. Suplantará a Atenas por su lujo y su ciencia, se convertirá en la capital del mundo. Y es ahí donde enterrarán mis despojos cuando haya acabado mi vida terrestre.
En este momento, escribe Plutarco, una bandada de grandes aves de todas las especies se elevó por encima del lago Mareotis, en número tan grande «que oscureció el cielo como si fuera una enorme nube», yendo a posarse sobre las rocas donde Alejandro había dibujado el plano de su ciudad; luego se comieron toda la harina sin dejar un solo grano. El adivino Aristandro sacó la conclusión, maduramente pensada, de que Alejandrópolis sería próspera y gloriosa, mientras Alejandro, de pie sobre una roca, con el pelo al viento, declaraba los versos premonitorios del divino Homero:
“Hay, en este mar de olas, un islote que se llama Faros: delante de Egipto, está a la distancia que franquea en un día uno de nuestros navíos vacíos, cuando sopla en su popa una brisa muy fresca. En esta isla hay un puerto con arenas desde donde pueden lanzarse al agua los finos cruceros, cuando han hecho del agua en el agujero negro de la aguada.”
Odisea, IV, 355.
Los deseos de Alejandro eran mucho más que órdenes: las obras de Alejandría empezarán oficialmente el 30 de marzo de 331 a. C. Pero el rey no asistió a los primeros golpes de pico: se había ido a visitar al dios Amón, al oasis de Siwah, en Libia. Antes, uno de sus generales, Hegéloco, que había llegado a Egipto por vía marítima, le había traído buenas noticias de Asia Menor; Farnábazo, el almirante persa, se había dejado sorprender delante de la isla de Quíos y había sido hecho prisionero, los pueblos de las ciudades de Lesbos y de la isla de Cos habían expulsado a sus tiranos (reyes) y se habían pasado al campo macedonio: desde entonces, el rey de Macedonia no corría peligro de verse separado de sus bases en Macedonia.
Antes de abandonar Egipto, Alejandro debía hacer —se lo había prometido a su madre— la peregrinación tan esperada al santuario de Amón, en el oasis de Siwah, situado en el confín remoto del desierto libio. Inconscientemente sin duda, acunado como lo había sido durante su infancia por las palabras de Olimpia, no dudaba un solo instante de que sería la voz terrible de Zeus-Amón, soberano dios de los griegos y los egipcios, lo que oiría allí y que lo que oiría sería la verdad sobre su destino. Antes que él, habían sido muchos los héroes del pasado que lo habían consultado, y Alejandro creía a rajatabla en esas leyendas. ¿No decía que Heracles le había visitado dos veces, la primera cuando había matado al rey egipcio Busiris, que quería inmolar a Zeus-Amón, la segunda antes de partir a combatir al gigante Anteo? Y Perseo ¿no había hecho lo mismo cuando había sido enviado contra la monstruosa Gorgona? Y estos dos semidioses ¿no eran acaso los antepasados de la estirpe real a la que pertenecía él, Alejandro? Y si precisamente descendía de estos dos héroes, que a su vez eran los hijos que Zeus había tenido de las mortales Alcmena y Dánae, ¿no era él, por tanto, el descendiente del gran dios?
A principios del mes de febrero de 331 a. C., Alejandro, llevando consigo una tropa reducida (varios cientos de hombres), partió pues a lo largo de la orilla desértica de Egipto, en dirección al puerto de Paratonio, a unos 220 kilómetros del lugar de la futura Alejandría. Fue recibido, dice la leyenda dorada del Conquistador, por los embajadores de la colonia griega de Cirene que, informados de su llegada, le habían preparado nobles presentes: trescientos caballos, dos carros y, para él, una corona de oro. Le ofrecieron la sumisión de los cireneos, cuyos territorios se extendían, a través del desierto de Libia, hasta los de los cartagineses, los fenicios del norte de África.
Después de alcanzar Paratonio, Alejandro torció hacia el sur y se adentró en el sombrío desierto libio, siguiendo las huellas de las caravanas impresas en la arena por el paso de los camellos. Zeus fue clemente con él al principio: hizo caer del cielo una lluvia abundante. Pero al cabo de unos días, se levantó el terrible simún y, con él, una tempestad de arena que hizo desaparecer todo punto de referencia. Ya no se sabía dónde había que marchar en aquel océano de arena enfurecida, y los guías indígenas que le acompañaban dudaban sobre los caminos que debían tomar.
Fue entonces cuando se produjo un milagro, al menos así fue como Aristandro, el adivino del rey, lo interpretó: dos serpientes surgieron de las arenas silbando y huyeron ante la columna. Alejandro ordenó a los guías confiar en Zeus-Amón y seguirlas. Según Aristóbulo o Arriano, menos crédulos, esta historia de serpientes no sería más que un cuento: habrían sido pájaros —cuervos sin duda—, volando delante de la columna, los que guiaron a Alejandro hasta el oasis de Siwah, donde estaba situado el santuario de Zeus-Amón.
El oasis, que aún puede visitarse en nuestros días, se extiende sobre unos 20 km2 (2.000 hectáreas); crecen en él numerosos árboles, en particular, palmeras y olivos. Brota también una fuente, cuya agua ofrece la particularidad de estar fresca de día y caliente de noche; a medianoche alcanza su máximo grado de temperatura, luego se enfría progresivamente hasta mediodía, hora en que está más fría (Arriano op. cit.; sería interesante consultar con los geólogos). El suelo posee también sal natural, que se extraía cavando; es una sal de granos gruesos, puros como el cristal.
Entre las palmeras del oasis se alza un pequeño templo servido por sacerdotes egipcios, cuya misión era celebrar el culto del dios greco-egipcio y transmitir sus oráculos a quienes acudían a consultarle desde todos los rincones de la Hélade y de Egipto.
Alejandro fue introducido solo en el templo. Arriano, como historiador prudente que era, se limita a decirnos:
“Alejandro admira el lugar y consulta al dios. Después de entender los deseos de su corazón, tal como pretendía, sueña en Egipto.”
No tenemos ningún motivo para dudar de la historicidad de esta peregrinación: el santuario libio era lo bastante famoso en el mundo grecomediterráneo para que el Conquistador haya sentido deseos de visitarlo. La cuestión que se plantea al historiador moderno es la siguiente: ¿en qué estado de ánimo hizo Alejandro esa peregrinación? ¿Quizá por simple curiosidad turística? ¿Porque creía sinceramente en la santidad de los oráculos y de aquél en particular? ¿Tal vez con un objetivo político, para ganarse a la clase sacerdotal, un poco a la manera en que Enrique IV se convirtió diciendo: «¡París bien vale una misa!»?
Dejaremos de lado la hipótesis de la curiosidad turística: es difícil imaginar que la intención de un jefe de ejército realista como él era ir a perder el tiempo —y tal vez la vida— en el desierto para visitar un lugar famoso. Las otras dos hipótesis, en cambio, merecen ser examinadas.
La mayoría de los historiadores han subrayado el carácter místico de la personalidad de Alejandro, invocando, con razón, la influencia que había podido tener su madre en su forma de pensar. Si estos historiadores están en lo cierto, podemos admitir que Alejandro se dirigió a Siwah como hoy día un paralítico creyente que va a Lourdes y que preguntó sinceramente al oráculo. Pero ¿sobre qué? Arriano, como buen positivista, nos dice «sobre lo que su corazón deseaba»: ¿qué puede desear un enfermo que va a rezar a Lourdes sino la curación de su mal? ¿Y qué puede desear, en su corazón, un joven jefe de ejército metido en una guerra formidable, sino la victoria? Así pues, si admitimos la hipótesis de un Alejandro lo bastante creyente para ir a consultar al dios supremo de los helenos, la respuesta a la cuestión que hemos planteado es: porque creía sinceramente en la santidad de los oráculos y de éste en particular. Ésa es la actitud de Diodoro de Sicilia que, abandonando el tono frío y descriptivo que suele emplear, cuenta así la anécdota:
“Alejandro fue introducido por los sacerdotes en el interior del templo y se recogió ante el dios. El profeta, un anciano, avanzó hacia él. «¡Salud, hijo mío! Y recibe esta salutación como procedente del dios.» Alejandro tomó la palabra y dijo: «¡Sí, acepto tu oráculo, oh padre mío! ¿Me das en el futuro el imperio de la tierra entera?» El sacerdote avanzó entonces hacia el recinto sagrado y los portadores del dios [de la estatua del dios] se pusieron en movimiento. Por ciertas señales convenidas, el profeta proclamó entonces que el dios le concedía firmemente lo que le pedía.”
DIODORO, XVII, 51, 2.
Con más sutileza, Arriano adopta la explicación mística, pero no sin cierto escepticismo: Alejandro, nos dice, ha podido oír lo que quería oír.
Nos inclinaríamos de mejor gana por la tercera hipótesis, sin descartar sin embargo totalmente la segunda. Que haya habido fuertes pulsiones inconscientes derivadas de su educación y de la personalidad de su madre en Alejandro, es seguro, pero desde que asume su cargo de rey de Macedonia, se ha mostrado más realista que místico. Y si tuviésemos que quedarnos con algunas de sus palabras que nos han contado, tenderíamos a pensar que su conversación con Diógenes, si ocurrió, tiene más relación con su conducta de jefe de Estado y jefe militar —incluso joven— que su excursión al templo de Siwah. No hay que olvidar pese a todo que ha sido alumno de un maestro en materia de racionalismo, y que la influencia de Aristóteles sobre su pensamiento y su conducta debió de ser poderosa: la filosofía ateniense no mantenía tratos con dioses ni oráculos, y ya sabemos que Sócrates murió por afirmar esa ideología.
En cambio, ese racionalismo es perfectamente compatible con el utilitarismo político. En el entorno de Alejandro hay escépticos y, a su vuelta de Egipto, va a tener que convencer a sus generales y sus tropas de que hagan tres mil kilómetros a pie para conquistar el Imperio persa; desde luego, para ello hará valer argumentos realistas (políticos, económicos, etc.), pero no despreciará los argumentos oscurantistas que evidentemente no convencerán a un Parmenión o a un Eumenes, pero que animarán a la tarea a una buena parte de sus soldados y sus mercenarios, cuyo espíritu zafio y supersticioso conocía.
Una anécdota que refieren todos los autores (salvo Arriano) es significativa a este respecto (en caso de ser cierta). El sacerdote que acogía a Alejandro en el santuario le dice en griego: «O paidion», lo que quiere decir poco más o menos «Oh, hijo mío»); pero como el griego no era su lengua natural, pronunció: «O pai Dios», lo que significa «Oh, hijo de Dios», y, añade Plutarco, Alejandro se alegró mucho con este lapsus, porque entre los suyos corrió el rumor de que Zeus le había llamado hijo suyo y se encargaron de difundirlo.
Pensamos, en resumen, que Alejandro fue a consultar el oráculo de Siwah mucho más por necesidad política que por misticismo, de la misma forma que había consultado el de Delfos antes de partir de campaña contra los persas en el otoño del año 336 a. C. No es imposible, sin embargo, que otras motivaciones conscientes (por ejemplo: complacer a su madre) o inconscientes (el ambiente místico-mágico en el que ha sido educado) hayan reforzado su decisión de hacer una peregrinación a Siwah.
Tras esa peregrinación, Alejandro no prolongó mucho su estancia en Egipto: en la primavera de 331 a. C. tendría que reanudar la guerra contra Darío III Codomano, que se había replegado al otro lado del Eufrates y cuyo ejército acampaba en la región de Babilonia. No parece que haya tenido nunca la intención de instalarse en presencia de la clase sacerdotal egipcia sobre el trono sagrado del faraón-dios de Menfis. Apenas tuvo tiempo de regularizar el estatuto de Egipto, nombrando (para alegría de sus nuevos súbditos) dos gobernadores indígenas, Doloapsis y Petisis, para dirigir de común acuerdo el Alto y el Bajo Egipto con Tebas y Menfis como capitales respectivas. Según Arriano, Petisis declinó ese cargo y ese honor, y Doloapsis se quedó como único gobernador de la totalidad de Egipto. Alejandro procedió también al nombramiento de altos funcionarios, griegos o macedonios, al frente de los servicios administrativos, y nombró a dos Compañeros para mandar las guarniciones de Menfis y de Pelusio. Finalmente también Libia y Arabia fueron dotadas de sus gobernadores respectivos, los dos griegos.
Alejandro no debía volver nunca más a Egipto, pero dejó en ese país un recuerdo imperecedero y, si puede decirse, fue oficialmente el último faraón. Alejandro recibió los nombres y los títulos de los faraones: se han encontrado en las inscripciones jeroglíficas y en los bajorrelieves de la época. Los antiguos dueños de Egipto eran tradicional-mente llamados «Reyes-Gavilanes» (sin duda refiriéndose al tótem de la tribu de los primeros faraones) y recibían un sobrenombre particular que les era dado por los sacerdotes. Éstos nombraron por tanto a Alejandro «Rey-Gavilán, príncipe de la Victoria», lo mismo que si se tratase de un faraón; añadieron a ese sobrenombre tres calificativos:
Tampoco tuvo tiempo de asistir a la inauguración de las obras de Alejandría. Le había llegado la noticia de que Darío había reunido un ejército mayor aún que el que había combatido en Isos y debía volver a Asia. Así pues, dejó Menfis a principios de la primavera; lanzaron puentes sobre el Nilo y sobre todos los brazos del delta para permitir pasar a su ejército y Alejandro volvió a partir hacia Pelusio y Fenicia.
Llegó a Tiro al mismo tiempo que su flota. La breve estancia que hizo ahí fue ocasión de magníficos festejos, igual que antes se habían organizado en Menfis: hubo juegos gimnásticos, representaciones teatrales, sacrificios en el templo de Heracles. Se vio entrar incluso en el puerto fenicio la galera oficial de Atenas (llamada la Páralo) con cuatro filas de remeros, que transportaba a los embajadores de diversas ciudades griegas, que llegaban para desear a Alejandro el cumplimiento feliz de sus deseos y para asegurarle la fidelidad de las ciudades del Ática. El rey les dio las gracias devolviendo su libertad a todos los atenienses mercenarios que habían combatido en los ejércitos del Gran Rey en la batalla del Gránico.
Una vez acabados los regocijos y las fiestas oficiales, las trompetas sonaron por última vez, se reunieron las tropas macedonios y Alejandro dio a su gran ejército la orden de dejar Tiro y marchar en dirección del Eufrates, pasando por Damasco y por el valle del Orontes.
Una nueva expedición, más fabulosa que la que le había llevado de Pela a Isos y de Isos a Siwah, iba a empezar. Y cuando al anochecer de uno de los últimos días del mes de mayo de 331 a. C., se durmió en su tienda, en la playa de Tiro, acunado por el dulce chapoteo de las olas, volvía a ver confusamente las etapas de su odisea: Sesto, Ilion, Sardes, Éfeso, Mileto, Halicarnaso, Side, Celenas, Gordio, Tarso, Miriandro, Isos, Sidón, Tiro, Gaza, Pelusio, Menfis, Siwah…