(1er año de guerra en Asia: abril de 333-noviembre de 333 a. C.)
Memnón comandante en jefe de los ejércitos persas; su muerte (abril de 333). —Darío III Codomano (mayo-junio de 333). —Alejandro zanja el nudo gordiano (mediados de mayo de 333). —Sumisión de la Gran Frigia (junio de 333) y Capadocia (junio-julio de 333). —Marcha hacia la Cilicia (julio-septiembre de 333). —Baño en el Cidno y enfermedad de Alejandro (septiembre de 333). —Sumisión de la Cilicia: Tarso (septiembre de 333). Solos (septiembre-octubre de 333). —Llegada de Darío a Socos (mediados de octubre de 333). —Cambio de Alejandro y de Darío alrededor de lsos (segunda quincena de octubre de 333). —Llegada de Darío a Isos y matanza de los heridos macedonios (finales de octubre de 333). —Preparativos de la batalla de Isos (principios de noviembre de 333). —Maniobra de Alejandro, que regresa de Miriandro hacia Isos (10 de noviembre de 333). —Discurso de Alejandro a sus generales (11 de noviembre de 333 por la mañana). —Partida de Alejandro y de su ejército hacia Isos (noche del 11 de noviembre de 333). —En Iso: la disposición de las tropas (mañana del 12 de noviembre de 333). —Batalla y fuga de Darío (12 de noviembre de 333). —Captura de la madre y la mujer de Darío: la clemencia de Alejandro y su genio político (12 de noviembre de 333 por la noche).
En la corte de Susa nadie comprendía nada, ni el gran rey Darío, tercero de su nombre, ni sus ministros, ni sus generales, ni sus favoritos. Un joven loco de veintidós años, que nunca había hecho la guerra, había desembarcado en la tierra imperial en la primavera del año 334 a. C. y, apenas un mes más tarde, había infligido un severo correctivo a Memnón de Rodas, aquel condotiero heleno al servicio de Persia que, el año anterior, había obtenido en Asia Menor victoria tras victoria sobre el ejército grecomacedonio que mandaba Parmenión, entonces lugarteniente de Filipo. Sin embargo, desde que se había asociado a Alejandro, con el mismo ejército, Parmenión estaba continuamente en el campo del vencedor. ¿Qué significaba aquello? ¿Por qué el ejército enemigo, con los mismos efectivos, los mismos medios y el mismo general, empezaba a ganar todas sus batallas en Asia Menor cuando el año anterior no había ganado una sola? ¿Qué les pasaba a aquellos occidentales?
Un heleno que se hubiese encontrado en la situación de Darío habría invocado el destino, la mala interpretación de los presagios o la cólera de uno de los múltiples dioses del Olimpo para explicar semejante acumulación de desastres. Un semita, tanto los picapleitos como los babilonios, habría hecho lo mismo o habría invocado alguna brujería, y los judíos, que adoraban a un solo Dios, habrían remitido aquellas desgracias a la maldición de su pueblo por el Eterno. Pero el soberano persa, nada supersticioso, y cuya religión era esencialmente naturalista y no implicaba la consideración de los fines últimos ni el de la salvación de un pueblo, cuyo catecismo moral se resumía en la simplista fórmula de Darío I, «saber montar a caballo, disparar el arco y saber decir la verdad», no tenía explicación que dar a las derrotas del ejército persa. Se imponían como un hecho: de la misma forma que hay hombres más veloces que otros, hay unos que hacen la guerra mejor que otros, y Alejandro era uno de éstos.
Por esa razón, aunque la noticia de la derrota del Gránico había sido acogida en Susa con cólera, no había hecho temblar a nadie. Ganaremos la próxima gran batalla, pensaban en la corte; bastará con enviar contra Alejandro dos veces, tres veces más guerreros.
La gente de Susa, empezando por el propio Darío III, no habría comprendido que Alejandro, al que se consideraba tan ardiente e intrépido en los campos de batalla, fuese tan prudente y avisado en sus designios. De hecho, lo que volvía al macedonio temible no era su intrepidez, tampoco su genio táctico o estratégico, sino su motivación primera: no hacía la guerra para apoderarse de una ciudad y sus tesoros, o para resolver un litigio de honor o para vengarse, la hacía para liberar pueblos, para crear un mundo nuevo en que los milesios, los efesios, los sardios, los halicarnasios se gobernasen a sí mismos, con sus propias leyes, sus propios impuestos, sus propias costumbres. A ojos de estos pueblos, Alejandro era el «campeón de los nuevos tiempos», como escribe Droysen, mientras que para el Gran Rey y los sátrapas no era más que un joven guerrero, algo aventurero, incluso un jefe de banda con suerte, que terminaría mordiendo el polvo un día u otro: los persas no habían comprendido que, para los griegos de Asia, Alejandro era no un Cimón o un Milcíades, sino una especie de Robín de los Bosques. Así pareció al menos durante su campaña del año 333 a. C. en Cilicia, que estuvo marcada por su victoria sobre Darío III Codomano en Iso, el 12 de noviembre.
1. El nudo gordiano
En la corte de Susa, Memnón se había confesado no culpable y había repetido, delante de Darío y sus ministros, el razonamiento que había hecho a los generales persas antes de la batalla del Gránico. Bastaba reflexionar cinco minutos, dijo, para comprender que un ejército de invasión, sobre todo cuando es numeroso, debe vivir en el país que invade y, si quiere estar uno seguro de derrotarle, hay que huir delante de él y aplicar la estrategia de tierra quemada para privarle de recursos; era además lo que había recomendado. Pero por un lado, los generales persas no escuchaban sus recomendaciones, ya que le odiaban por ser heleno (Memnón era oriundo de Rodas, y le hablaban «el rodio» con condescendencia), y por otro lado, cada uno de ellos veía el triunfo a su alcance. Memnón seguía creyendo —sin duda acertadamente— que, si hubiese sido el único en mandar en el Gránico, no habría habido derrota porque no habría habido batalla, y el gran ejército macedonio tal vez hubiese pasado el río, pero habría muerto de hambre y agotamiento antes de llegar a Mileto.
Ahora que el Gran Rey le había nombrado por fin comandante supremo y único de las fuerzas armadas, por mar y tierra, Memnón había ideado el proyecto de aislar a Alejandro de la Grecia continental, de encerrarlo en su conquista y convertirlo así, en cierta forma, en prisionero de Asia. Disponía para ello de una importante flota, que contaba con los navíos persas y, además, con los barcos procedentes de Fenicia, Chipre, Rodas y de todas las Espóradas; una parte de aquellos navíos estaban todavía delante de la rada de Halicarnaso, y los otros en Rodas. Por si fuera poco, los gobernadores de Quíos y Lesbos sólo esperaban una señal para romper su alianza con Macedonia, a la que les había obligado Alejandro, y aún existía un partido antimacedonio en Atenas, que no esperaba menos para manifestarse.
Lo primero que había que hacer era cortar las comunicaciones de Alejandro con sus bases macedonias. A mediados de primavera, Memnón da la orden a su flota de abandonar su fondeadero y poner rumbo a la isla de Quíos, de la que se apodera con la ayuda de los oligarcas caídos que habían gobernado antes de la llegada de Alejandro y en la que restaura el régimen oligárquico en provecho del viejo tirano Apolónides. Luego pone rumbo hacia Lesbos, donde un colono griego de origen ateniense, Cares, había desembarcado con un destacamento de mercenarios, a fin de expulsar al tirano Aristónico y asentar allí la democracia: era el mismo Cares que había acogido a Alejandro cuando éste había llegado al cabo Sigeo después de cruzar el Helesponto. Memnón mandó decirle que no se proponía llevar la guerra a Lesbos, sino «salvar a su amigo Aristónico»; de hecho, se ganó todas las ciudades de Lesbos salvo la capital, Mitilene, que quiso permanecer fiel a Alejandro, y que asedió.
Pero de pronto Memnón cayó enfermo y murió. El bloqueo de Mitilene continuó dirigido por Farnábazo, sobrino de Darío, a quien el general persa había transmitido el mando antes de morir. Por último, Cares renegó de su alianza con los macedonios y concluyó un acuerdo: la isla conservaría su régimen democrático, pero acogería una guarnición persa. Fue grande la importancia de la pequeña y triunfante expedición marítima de Memnón: su presencia en las islas de Quíos y Lesbos daba a los persas la posibilidad de cerrar el Asia Menor y prohibir a Alejandro tanto salir de ella por mar como recibir refuerzos de Macedonia o Grecia.
No dejaba de ser menos cierto que la muerte de Memnón libraba a Alejandro de su enemigo más peligroso y, cuando la noticia llegó a Susa, un mes más tarde, el consejo de guerra que convocó Darío resultó más bien tormentoso. Según nuestras fuentes, podemos imaginar su tenor: «¿Por quién sustituir a Memnón en Occidente para no perder Asia Menor?», preguntó sin duda Darío a sus ministros, y los señores persas, que cultivaban una moral de caballería y fidelidad al soberano, le aconsejaron que tomase él mismo el mando de su ejército:
—Ante las miradas del Rey de Reyes —dijeron— nuestros soldados y nuestros marinos se superarán y bastará una sola gran batalla para lograr definitivamente que el macedonio quede en situación de imposibilidad para perjudicar al imperio de los persas.
En cambio, los tránsfugas griegos que vivían en la corte de Darío no compartían esa opinión. Uno de ellos, Caridemo, un condotiero ateniense que había preferido exiliarse a Susa antes que someterse a Alejandro, era más realista:
—Con Alejandro hay que obrar con prudencia, y no arriesgarlo todo al resultado de una sola batalla, en la que el Gran Rey correría el riesgo de perecer —explicó—. No sacrifiquéis toda Asia por Asia Menor, que no es más que su umbral. El ejército de Alejandro cuenta, como máximo, con treinta mil o cuarenta mil hombres, bien entrenados, bien mandados: dadme cien mil hombres, que no es mucho para Persia, y yo me comprometo a aplastarlo. Posponed el sueño de una gran batalla ante los ojos del Rey de Reyes, cuya corona no debe jugarse en un golpe de dados.
Los señores persas se rebelaron violentamente contra este discurso: lo que proponía el ateniense Caridemo era un insulto a su valor y no se acomodaba a la tradición caballeresca de los guerreros persas. Suplicaron a Darío que no pusiese el destino del Imperio persa en manos de un extranjero que ya había traicionado a su patria natural, según subrayaron, y bien podría traicionar a su patria de adopción.
—Os engañáis —les gritó Caridemo—, vuestra presunción os ciega; no conocéis vuestra impotencia, ni la potencia de los griegos: no sois más que unos orgullosos y unos cobardes.
A pesar de la gravedad de la situación, Darío no podía permitir que sus príncipes y vasallos fuesen tratados de cobardes por un aventurero griego fuera de la ley. Avanzó hacia Caridemo y rozó con un gesto hierático el cinturón de su túnica. Este gesto equivalía a una condena a muerte. Entre los persas, el cinturón era el símbolo del vínculo que une al vasallo con su soberano: al rozarlo, el Gran Rey hacía saber que ese vínculo estaba roto. Al punto los guardias cogieron al griego y Darío ordenó que fuese ejecutado de inmediato, mientras el condenado Caridemo le gritaba, debatiéndose:
—Gran Rey, pronto te arrepentirás de tu gesto y recibirás el castigo del suplicio injusto que tu orgullo me inflige, cuando asistas con tus propios ojos a la ruina de tu imperio: mi vengador no está lejos.
Caridemo fue ejecutado pero, una vez aplacada su cólera, al Gran Rey no le costó mucho comprender que había cometido un error gravísimo. Diodoro de Sicilia y Quinto Curcio nos refieren que se veía hostigado incluso en sueños por el temor a los macedonios, y que en última instancia Darío III Codomano se encontró forzado a bajarse de su pedestal de descendiente de Vistaspa (nombre persa del padre de Darío I, Histaspes, que, según la tradición, habría sido protector de Zoroastro [Zaratustra], el profeta de la religión oficial de los persas) a fin de tomar en persona el mando de sus ejércitos y combatir para salvar el Imperio.
Decidieron que reunirían el mayor número de mercenarios posible (es decir, de súbditos no persas del Gran Rey, el equivalente de las antiguas tropas coloniales francesas o británicas), reclutados entre las tripulaciones de la flota persa —reducida a inactividad desde que Alejandro había licenciado a la suya—, y que los concentrarían en Trípoli, en la costa fenicia (en el actual Líbano, cerca de Beirut). Darío también hizo venir tropas de sus satrapías orientales, fijándoles Babilonia como punto de encuentro, y eligió entre sus allegados los hombres más aptos para mandarlas. Así fue como, durante el verano de 333 a. C., se vio llegar a la antigua capital de Mesopotamia más de 400.000 infantes y no menos de 100.000 jinetes (según Diodoro de Sicilia, XXXI, 1).
El comandante supremo de las tropas en el frente de Asia Menor fue dejado, hasta nueva orden, en manos de Farnábazo, con la misión de consolidar mientras tanto las posiciones de la flota en el mar Egeo; luego el enorme ejército persa, saliendo de Babilonia, se puso en marcha lentamente hacia el oeste, con el Gran Rey a su cabeza, transportando consigo en sus equipajes no sólo el tesoro real, del que jamás se separaba, sino también las mujeres y los hijos de sus serrallos.
Desde Gordio, donde se encontraba desde finales del mes de abril del año 333 a. C., Alejandro había enviado a uno de sus generales, Hegéloco, a proteger el Helesponto con la misión de detener todos los navíos, persas o atenienses, que penetraran en él en cualquiera de las dos direcciones: quería preservar sus comunicaciones marítimas con Macedonia en caso de que Atenas hiciese secesión. Desconfiaba de los juramentos de los griegos, siempre dispuestos a cambiar de bando cuando giraba la fortuna de las armas. Por el momento, los cuerpos de su gran ejército estaban reunidos en la capital legendaria de la Gran Frigia: los hombres con que había recorrido aquel gran rizo, en Asia Menor, a través de Jonia, Caria, Licia, Pisidia, hasta la ciudad del rey Midas, a orillas del Sangario (el Sakaria de la Turquía moderna), los cuerpos de caballería y de la impedimenta que habían llegado desde Sardes con Parmenión, y el regimiento de los recién casados con permiso que volvían de Macedonia.
Estamos a mitad del mes de mayo. Había llegado el momento de que Alejandro reanudase sus campañas: se había puesto como objetivo para ese año caminar hacia el este hasta el río Halis (el Kizil de la actual Turquía), luego bajar hacia el sur a través de la Gran Frigia, para llegar a Cilicia y penetrar en Fenicia. Estaría entonces a pie de obra para pasar a Egipto, aquella tierra misteriosa que le atraía, y emprender, en los años siguientes, la conquista de Asia. Pero entretanto había que volver a la acrópolis de Gordio, para contemplar por última vez el carro de Gordio.
Se dirige a la acrópolis acompañado de su estado mayor, y coge entre sus manos el nudo por el que el yugo estaba unido al carro. Los oficiales que le siguen se detienen, silenciosos. Alejandro busca con los dedos el extremo de la cuerda de cáñamo que le permitiría desanudarlo: manipuló el nudo de Gordio durante un largo rato, sin pronunciar palabra. Los asistentes le observan, inmóviles; unos, supersticiosos, están inquietos, los otros, más realistas, se sienten azorados y temen la cólera del rey si fracasa. Él mismo se ha metido en la trampa: si no encuentra el medio de deshacer aquel nudo, sus lugartenientes, sus amigos y sus soldados pueden desanimarse. Sabe que él, el jefe, no tiene derecho a dejar Gordio sin haber dado cuenta del nudo gordiano. Entonces desenvaina lentamente su espada de doble filo de su cintura y, de un golpe seco, parte el nudo en dos, separando así el yugo del timón. Luego, volviéndose hacia todos los que le miran, exclama: «Bien, ya está desatado. ¡Asia es mía!»
La noche siguiente, Zeus hizo comprender a los griegos que la profecía sobre el nudo gordiano iba a cumplirse, manifestándose mediante relámpagos y truenos cuyo estruendo sacude las montañas de alrededor. Al día siguiente Alejandro ofreció un sacrificio al rey del Olimpo para darle las gracias y, al otro día, una hermosa mañana de mayo, el gran ejército grecomacedonio se dirigió hacia el río Halis tomando la vía real creada antiguamente por Darío I el Grande, que debía conducirlo en primer lugar a Ancira (la moderna Ankara).
La ruta bordeaba el pie de la montaña que separa la satrapía de Paflagonia, cuyas costas bañaba el mar Negro, de la Gran Frigia. Los habitantes de esta región le enviaron embajadores para ofrecerle su sometimiento, a condición de que su ejército no invadiese los territorios. Alejandro da su consentimiento, a condición de que su rey acepte obedecer a Cala, el sátrapa macedonio al que había entronizado en Frigia marítima, a orillas del Helesponto. Llegó a Ancira tres días más tarde e instauró a un príncipe indígena, Sabictras, sátrapa de Capadocia.
La marcha de un ejército tan grande a través del vasto territorio de Capadocia no podía pasar inadvertida. En Ancira, Alejandro recibió sin duda delegaciones procedentes de las ciudades griegas del mar Negro, que estaban gobernadas por tiranos u oligarcas, como Heracles, o por sátrapas persas, como Sínope. Pero el rey tenía preocupaciones más urgentes: no era el mar Negro lo que buscaba, sino Cilicia, aquella llanura con forma de triángulo a orillas del Mediterráneo, rodeada por los montes Tauro y a la que sólo se podía acceder por dos desfiladeros: el primero, cruzado por la ruta de Ancira, recibía el nombre de las «Puertas de Cilicia»; el segundo, atravesado por la ruta de Babilonia, se llamaba las «Puertas de Asiria». Así pues, debía llegar a las primeras antes de que el ejército persa, procedente de Babilonia, llegase a las Puertas de Asiria, donde él acudiría a esperarlo.
Esto parece fácil de escribir cuando se dispone de un buen mapa, pero los atlas de geografía no existían en esos tiempos y Alejandro únicamente tenía, como informaciones topográficas, las descripciones del historiador Herodoto y el relato realizado por Jenofonte de la desventurada expedición emprendida en el año 401 a. C. por Ciro el Joven contra su hermano, el gran rey Artajerjes II, en la que había participado el propio escritor; así pues, buscó guías indígenas que solían acompañar las caravanas.
La ruta elegida por Alejandro por consejo de esos guías cruzaba oblicuamente la llanura de Anatolia, desde Ancira hasta la ciudad moderna de Adana; terminaba en la falda norte del Tauro, que había que franquear por un estrecho desfiladero —las Puertas de Cilicia— que daba, al otro lado de los montes, a la vasta llanura cilicia. Era seguro que, si Darío llegaba antes que él a las Puertas y las cumbres que las dominan, el ejército griego se vería sorprendido en una trampa mortal: por lo tanto había que marchar deprisa y durante muchas horas, bajo el cálido sol de estío.
El gran ejército de Alejandro llegó al famoso desfiladero durante el mes de septiembre y empezó su descenso hacia la llanura cilicia. Alejandro, montado siempre en Bucéfalo, partió a toda prisa hacia Tarso (en la actualidad Tarsus, en la Turquía moderna, a unos sesenta kilómetros al sudoeste de la moderna Adana), la capital de la satrapía de Cilicia, con su caballería y su infantería ligera. Entró en ella antes de que el sátrapa persa Arsames hubiese tenido tiempo de destruir los graneros y las cosechas que contenían.
Agotado por esa terrible carrera, que había durado tres o cuatro días, lo primero que hizo Alejandro al llegar a la llanura fue tomar un baño en el Cidno, el río nacido en el Tauro, cuyas aguas heladas atravesaban la ciudad. Era una imprudencia; sufrió una congestión y se fue al fondo (una desgracia idéntica le ocurrió al emperador Federico Barbarroja en 1190, durante la tercera cruzada). Repescado por sus soldados, el rey fue trasladado a una tienda donde deliró durante días, sufriendo una fiebre fortísima y convulsiones; su entorno le creyó perdido: todo su ejército lloraba. Luego Alejandro recuperó poco a poco el sentido, y su médico personal, Filipo, le preparó una purga, según las reglas de la medicina hipocrática que le habían enseñado en Pela. Mientras el hombre del arte mezclaba los ingredientes de su remedio en una copa, fueron a llevar al rey de Macedonia una carta de Parmenión, en que le invitaba a desconfiar de Filipo, del que se decía que habría sido comprado por Darío para que le hiciese perecer envenenándolo. Alejandro, que se había recuperado, leyó la carta sin pestañear, tomó la copa que le tendía Filipo, le dio la carta a leer a cambio y, sin esperar su reacción, se bebió el remedio de un trago ante la mirada impasible de su médico, demostrándole así la confianza que tenía en él.
La purga y el temperamento del macedonio obraron maravillas. Esa misma noche, Alejandro ya estaba dando órdenes. Dado que el ejército persa, mandado por Darío, llegaba desde Babilonia, había que cerrarle el paso en las Puertas de Asiria, en las montañas que cierran el acceso a Cilicia, en la ruta de Babilonia; ésa debía ser la misión de Parmenión, que partió inmediatamente hacia el este con la infantería del ejército grecomacedonio, un regimiento de mercenarios griegos, la caballería tracia y la caballería tesalia. El rey mismo se dirigió rápidamente hacia el oeste, a fin de recibir el sometimiento de las ciudades de Cilicia.
La primera que visitó, a un día de marcha de Tarso, fue Anquíalo, que, según decían, había sido fundada antaño por el último rey de Asiria, el famoso Sardanápalo. Luego se dirigió a Solos (en griego: Soloi), una colonia de la isla de Rodas, pero muy próxima a los persas (indudablemente a causa de los orígenes rodios de Memnón), lo cual incitó a Alejandro a instalar allí una guarnición e imponer a los habitantes de esa ciudad una contribución excepcional de 200 talentos de plata. El griego hablado en esa ciudad, poco civilizada a fin de cuentas, estaba esmaltado de groseras faltas, que desde entonces se llaman solecismo en referencia al nombre de la ciudad. Luego Alejandro partió de Solos con tres batallones de infantes y arqueros, para dirigirse hacia las zonas montañosas de Cilicia: en una semana consiguió la sumisión de todas las aldeas que las poblaban. La más importante, Malo, era presa de una guerra civil, a la que Alejandro puso fin; y como se trataba de una colonia de Argos y él se consideraba descendiente de los Heraclidas de Argos, exoneró a esa población de impuestos.
Estaba todavía en Malo cuando los exploradores le informaron de que Darío no se hallaba lejos: acampaba con su formidable ejército en Socos (Sochoi, en griego), en un lugar no identificado entre Alejandreta y Alepo, en la frontera actual que separa Siria de Turquía, a menos de cinco días de marcha de Malo. Hacía un mes aproximadamente que el otoño había empezado: desde hacía unos días llovía mucho y anochecía cada vez más pronto en ese final del mes de octubre.
El Gran Rey había comprendido por fin que Alejandro no era un simple guerrero macedonio con suerte, sino el jefe de una cruzada que no sólo trataba de expulsar a los persas de Asia Menor, sino también destruir su Imperio. La anécdota del nudo gordiano, que le habían contado, resultaba significativa. Por eso, durante la primavera anterior, mientras Alejandro acumulaba éxitos puntuales en Capadocia, Darío había decretado una especie de leva en masa por todas las satrapías centrales y orientales del Imperio persa. Las tropas cuyo mando iba a asumir él mismo en Babilonia formaban el ejército más grande nunca visto en Asia; Diodoro de Sicilia, a quien ya hemos citado, habla de «400.000 infantes y no menos de 100.000 caballeros», y Arriano nos dice (II, 8, 6) que «en total, el ejército de Darío reunía alrededor de 600.000 combatientes». Estas cifras son sin duda exageradas, pero ningún otro dato las contradice.
A través de sus espías y correos, Darío conocía el itinerario de Alejandro. Había admirado su inteligencia estratégica y comprendido que las ambiciones del macedonio no se limitaban a las costas del mar Egeo y a Capadocia, cuya rápida conquista no había sido para el hijo de Filipo más que una entrada en materia, necesaria, por lo demás, para asegurar sus retaguardias y animar la moral de sus soldados y oficiales. Lo que ahora pretendía Alejandro era en primer lugar Cilicia, la rica Fenicia, Palestina y, más allá, el fabuloso Egipto. Por eso, razonando de la misma forma que su adversario, el Gran Rey había previsto que pasaría inevitablemente por el desfiladero de las Puertas de Cilicia, las Pyíes cilicias: ahí había decidido esperarle y destruir su ejército.
«Pero este diablo de macedonio se me ha adelantado», vociferó.
En efecto, esto cambiaba los datos del problema. Mientras que Darío había esperado dar cuenta del gran ejército de Alejandro cogiéndolo en una emboscada en la montaña, en las Pyles, el macedonio le imponía una batalla organizada en campo abierto, una clase de operación en la que el ejército persa no tenía experiencia y en la que, en cambio, los estrategos griegos, de los que Alejandro era heredero, resultaban maestros consumados. El resultado de un enfrentamiento así dependía en gran parte del campo de batalla escogido.
En la segunda quincena de octubre del año 333 a. C., al salir de las montañas de Asiria el Gran Rey había decidido desplegar sus tropas cerca de un lugar que los autores antiguos llaman Sochoi (Socos), en el corazón de una vasta llanura, lo bastante extensa para permitirle hacer maniobrar a su enorme ejército y sacar el mejor partido de su excelente caballería, cuyas cargas eran homicidas. Pero Alejandro se había retrasado en las montañas, encima de Tarso, y Darío, impaciente por acabar, en lugar de esperarle en Socos, donde tenía todas las posibilidades de vencer, pensando que Alejandro no se atrevía a tomar la iniciativa del ataque, decidió marchar hacia él. Envió a Siria, a Damasco, todo lo que podía retrasar el avance de su ejército, es decir la impedimenta y los serrallos, y penetró en Cilicia para sorprender al rey de Macedonia.
Pero mientras Darío le buscaba en dirección a Tarso, Alejandro ya se había movido hacia Socos, a lo largo de la orilla del mar, bordeando el golfo de Alejandreta. Así pues, el macedonio no había encontrado al ejército persa donde esperaba; de paso, había dejado en Isos a los enfermos y heridos de su ejército, con la intención de recuperarlos a la vuelta y, siguiendo siempre la orilla del mar, había llegado hasta los alrededores de la actual ciudad de Isjanderun (ex Alejandreta), en un lugar llamado Miriandro, a la entrada de Fenicia (en la costa sirio-libanesa actual).
Mientras tanto, Darío, al no hallar al ejército griego en Cilicia, desandaba el camino, con objeto de volver a Socos. Al pasar por Isos descubrió el hospital de campaña instalado por su adversario, mató a los enfermos y heridos y se enteró —torturándolos o por medio de sus exploradores— de que Alejandro y su ejército se encaminaban hacia el sur por la costa del Mediterráneo. De manera imprudente, Darío concluyó que su enemigo huía delante de él, y sin duda se frotó las manos de alegría. La pequeña llanura costera por la que huía el ejército macedonio se estrechaba cada vez más en dirección a Miriandro: iba a verse arrinconado entre el mar Mediterráneo por el oeste y el macizo montañoso del Amano por el este.
En otros términos, su enemigo estaba en una ratonera geográfica y a él le bastaba con cogerlo; Darío decidió por un lado encerrarlo en ella instalando sus tropas en un pequeño río que cortaba la llanura de Isos, el Pínaro, y por otro lado, perseguirle hasta que no pudiese seguir avanzando: «Tan sólo había que dividir a los miles de macedonios y griegos y despedazarlos», decía a sus generales, que le daban su aprobación prosternándose hasta el suelo. Todos menos uno, pero el Gran Rey no había querido escucharle: un tránsfuga macedonio llamado Amintas que le aconsejaba, desde que había llegado a Socos, no moverse y esperar a Alejandro a pie firme en aquella llanura, donde podría maniobrar a sus 100.000 jinetes a capricho. «¿Y si él no ataca?», había preguntado Darío. El otro respondió categóricamente que conocía el temperamento de Alejandro y que éste atacaría a los persas allí donde se encontrasen.
Darío siguió pues los consejos orgullosos de los señores persas, que le calentaban la cabeza diciéndole que los cascos de sus caballos aplastarían los cráneos de los infantes macedonios, y se adentró con sus 600.000 soldados por la estrecha banda de tierra entre el Mediterráneo y el Amano, a cuyo extremo estaba convencido de que podría acabar con los griegos.
Cuando Alejandro supo por sus exploradores que el Gran Rey, en lugar de permanecer en Socos, le perseguía con su ejército, no dio crédito a sus oídos; para él era un regalo, porque tendría que combatir contra un ejército demasiado grande para evolucionar en un campo de batalla demasiado pequeño. Hasta el propio historiador Arriano se asombra de la iniciativa de Darío:
“Debió de ser necesario algún poder divino para empujar a Darío a un emplazamiento donde su caballería no le servía de gran cosa, ni la multitud innumerable de sus combatientes, de sus jabalinas ni sus flechas, un emplazamiento donde ni siquiera podía mostrar el esplendor de su ejército, sino que, por el contrario, daba a Alejandro y a sus tropas una victoria fácil…”
Op. cit, II, 7, 6.
¿Conque Darío estaba a su retaguardia? Demasiado bello para ser cierto. Alejandro envió a algunos Compañeros hacia Isos, a bordo de un navio rápido de treinta remeros, para verificar la información. No les costó mucho constatar que el ejército persa estaba allí. El rey de Macedonia comprendió que las cartas estaban echadas: iba a convertirse en el amo de Asia. Le bastaba con interrumpir su marcha costera hacia el sur, dar media vuelta hacia Iso, pasando al pie de las montañas del Amano, y encontrarse de este modo no seguido por el Gran Rey, sino ante las vanguardias de las tropas persas, y atacarle cuando no le esperaba y cuando se encontrase en posición desfavorable.
Entonces, lenta y majestuosamente, alzó su brazo derecho hacia el cielo y tiró levemente de las riendas de Bucéfalo para detenerle; a sus espaldas, su gran ejército se inmovilizó en silencio: podía oírse el chapoteo de las olas sobre las rocas. Era el 10 de noviembre del año 333 a. C. El sol se ponía sobre el Mediterráneo, el horizonte se teñía de rojo.
2. La batalla de Isos
11 de noviembre de 333 a. C. por la mañana: se acerca la hora de la verdad.
Alejandro sabe que la maniobra que va a emprender es difícil y que sus hombres están extenuados. Empieza por tanto por reunir a sus generales, sus jefes de escuadrones y sus oficiales para informarles de su plan, que consiste en volver hacia Isos, para sorprender allí a Darío y luchar.
El combate que vais a librar —les dice— es un combate entre vosotros, los vencedores, y los persas, a los que siempre hemos vencido. Poned vuestra confianza en el hecho de que el dios de los combates está con nosotros, puesto que ha inspirado a Darío, cuando estaba en la llanura totalmente abierta de Socos, propicia para las maniobras de su enorme ejército, la idea de venir a arrinconar sus tropas en este pasaje estrecho entre el mar y la montaña, donde nuestra invencible falange tiene de sobra el sitio necesario para su despliegue, mientras que sus cien mil jinetes, apretados unos contra otros, ni siquiera podrán cargar. Vosotros, macedonios, expertos desde hace tanto tiempo en las fatigas y los peligros de la guerra, vais a batiros contra los persas, cobardes por el lujo. Vosotros, mis aliados griegos, tal vez vais a combatir a vuestros compatriotas, los mercenarios griegos del Gran Rey, pero no por el mismo objetivo: ellos por un salario, e incluso por un buen salario, vosotros por Grecia y su libertad. Y finalmente vosotros, mis aliados bárbaros, vosotros tracios, ilirios, peonios, agríanos, vosotros sois los pueblos más fuertes y belicosos de Europa y vais a combatir a las razas bárbaras más indolentes, más afeminadas de Asia. En nuestro campamento es Alejandro quien manda, en el campamento enemigo sólo es Darío. Y las recompensas que os valdrán los peligros que vais a correr estarán en relación con el rango de vuestros adversarios: no son los pequeños sátrapas de Asia Menor o los jinetes que habían tomado posiciones en el Gránico los que vais a vencer, es al Gran Rey mismo, a la élite de los medos y los persas, y vuestra recompensa será reinar sobre toda Asia. Esta noche volveremos sobre nuestros pasos, pero pasando por las montañas y no por la orilla del mar, franquearemos de nuevo las Puertas de Cilicia y mañana por la mañana caeremos sobre Darío y su ejército. ¡Y venceremos!
Cf. ARRIANO, II, 7.
El discurso ha terminado. Sus hombres le dedican una ovación entusiasta y de todas partes acuden para estrechar las manos de su rey, pidiéndole que los lleve inmediatamente al combate. Alejandro los calma, los invita a tomar una buena comida y a prepararse en cuanto caiga la noche. Luego envía exploradores hacia los desfiladeros que conducen a Cilicia para reconocer la ruta y, al final de la tarde, el gran ejército grecomacedonio se pone en movimiento. La luna está ya muy alta en el cielo cuando llega al pie de los desfiladeros. A medianoche los ha cruzado y, tras haber situado sus puestos de avanzada con el mayor cuidado, Alejandro ordena a sus soldados descansar y dormir allí mismo, entre las rocas.
Cuando la oscuridad mengua, al alba del 12 de noviembre del año 333 a. C. ya no hay bruma y, desde las alturas donde se encuentran, los soldados y sus jefes pueden divisar ya el futuro campo de batalla. Es una llanura que se extiende, ensanchándose progresivamente, desde los desfiladeros hasta la villa de Isos, unos veinte kilómetros más al norte. Se ve el Pínaro, que es más un pequeño torrente que un río, bajando del Tauro, y al otro lado de ese curso de agua el gigantesco campamento militar de los persas.
El ejército grecomacedonio baja lentamente hacia la llanura. Al principio en fila india, porque el paso es muy estrecho, luego en columna, y a medida que se ensancha, cada columna se despliega progresivamente en línea. Alejandro hace que su ejército se deslice hacia los flancos, unos tras otros: los batallones de hoplitas que cubren la izquierda, hacia el lado del mar; la caballería y la infantería ligera, que cierran la parte derecha, hacia la montaña. Una vez llegado a terreno descubierto, hace que su ejército adopte la formación de combate:
Dicho en otros términos, Alejandro podía sacar el máximo partido a su ejército, bien disciplinado, con buenos jefes y ocupando el terreno en línea, mientras que Darío estaba desbordado por la multitud de sus hombres de armas: tenía la ventaja del número, pero no la de la posición, porque se veía totalmente imposibilitado para rodear al ejército griego, debido al poco espacio de que disponía; por el contrario, cuando Alejandro vio que Darío enviaba su caballería a la playa, contra Parmenión, desplegó su caballería tesalia por su ala derecha, para apoyar a este último.
Así dispuestas las tropas, Alejandro hizo avanzar las suyas lentamente, con tiempos de parada, para demostrar a Darío que se tomaba su tiempo para avanzar. En cuanto al Gran Rey, hizo regresar a los jinetes que antes había enviado hacia la orilla derecha del Pínaro. Luego se mantuvo inmóvil, de pie en su carro (una cuadriga tirada por cuatro caballos blancos), en el centro de sus tropas, detrás del Pínaro, en espera del ataque macedonio. Como anota Arriano: «de pronto, a ojos de Alejandro y su entorno, [Darío] les pareció que tenía una mentalidad de vencido» (II, 10, 1).
Cuando la infantería de Alejandro alcanzó la orilla izquierda del río y estuvo a alcance de tiro, los persas lanzaron contra los hoplitas griegos y macedonios una lluvia de dardos, pero era tan abundante el número de flechas y jabalinas que éstas chocaban entre sí y caían al río.
La estrechez del campo de batalla impidió a Darío hacer maniobrar su ejército y envolver al ejército macedonio. La punta de lanza del ejército persa eran los 30.000 mercenarios griegos del centro.
Luego en los dos campamentos sonaron las trompetas dando la señal del combate. Los macedonios, según nos dice Diodoro de Sicilia, fueron los primeros en lanzar su grito de guerra y su clamor llenó todo el valle; pero cuando luego los numerosísimos persas les respondieron lanzando el suyo, las montañas de alrededor le sirvieron de eco y el grito de los persas se propagó como un rugido de rayo de ladera en ladera.
Alejandro y su ala derecha fueron los primeros en saltar al río, tanto para espantar a los persas con la rapidez del ataque como para llegar lo antes posible al cuerpo a cuerpo, reduciendo así considerablemente la eficacia de los arqueros enemigos. Ataca el ala derecha (los 20.000 infantes persas de Darío), que se dispersa bajo el ímpetu de los asaltos de la falange. En cambio, su centro (los 7.000 infantes griegos) es zarandeado por los 30.000 mercenarios griegos de Darío y está a punto de hundirse; al comprobar que los infantes persas a los que combatía en su ala derecha huyen en desbandada, ordena a sus hombres volverse hacia el centro y apoyar a sus camaradas en dificultades, atacando también ellos a los mercenarios de Darío; éstos son rechazados al otro lado del río, rodeados por los soldados de Alejandro (los del ala derecha y los del centro) y finalmente aplastados.
Mientras tanto, en el ala izquierda de Alejandro, del lado del mar, se desarrollaba un combate encarnizado entre la caballería tesalia y los jinetes persas. Pero el destino de las armas ya cambiaba: viendo su centro rodeado y exterminado, los persas pasan el río, perseguidos por los tesalios, que mataron tantos jinetes enemigos como infantes había matado la falange. En el campo de Darío la desbandada era general, hasta el punto de que el propio rey, tras comprobar el hundimiento y luego el exterminio de su ala izquierda por Alejandro, fue presa de pánico y, dando media vuelta a su cuadriga, huyó a través de la llanura hacia las montañas que la bordean con la caballería de Alejandro a sus talones.
La huida de Darío fue espectacular y digna de inspirar una de esas películas de gran espectáculo cuyo secreto tenía Hollywood en otro tiempo. La cuadriga real escapaba a la velocidad del viento hacia los montes Tauro, tirada por cuatro humeantes corceles, sobre el suelo arenoso de la playa de Iso. Darío lucía su soberbio atuendo de Gran Rey, con su tocado amarillo de rodetes e incrustado de piedras preciosas y, flotando al viento, su larga túnica púrpura de mangas abiertas, cruzada por una ancha banda blanca con dos hileras de estrellas de oro.
Detrás de él galopaban Alejandro y varios de los suyos, entre ellos Ptolomeo, hijo de Lago, su fiel lugarteniente. Habían perdido de vista el carro del rey, pero podían seguir la huella que sus dos ruedas habían impreso en el suelo seco y arenoso de la llanura cilicia. Darío es confiado: piensa que cuando haya alcanzado las montañas, Alejandro será incapaz de encontrarle. Pero cuando, de arenoso que era, el suelo se volvió rocoso, la velocidad de la cuadriga aminoró y Darío vio a lo lejos la nube de polvo que le indicaba la aproximación de los jinetes. Abandona entonces su carro, su túnica, su escudo e incluso su arco y salta sobre un caballo que lo lleva al galope.
Alejandro lo persiguió hasta el fin del día sin encontrarlo. Cuando llegó la noche, volvió al campamento de los persas, que, entretanto, había pasado a manos de los macedonios. De camino, encontró en un barranco el carro de guerra de Darío, su túnica, su arco y su escudo, y se unió a los suyos en Isos, cargado con esos magros pero simbólicos trofeos.
Había llegado la hora de los siniestros balances. Primero intentaron contar los muertos. La llanura estaba sembrada de cadáveres, hasta el punto de que sólo podían franquearse algunos barrancos caminando sobre los cuerpos de los enemigos que había amontonados allí. Los persas habrían tenido unos 100.000 muertos, 10.000 de ellos jinetes —cifras verosímilmente exageradas, dadas por las fuentes— y se encontraron los cadáveres de cinco de sus jefes. Entre los griegos había que deplorar 450 muertos según Diodoro de Sicilia, menos de 200 según Quinto Curcio, 280 según Justino; Arriano no da la cifra total de víctimas, pero menciona que 120 macedonios «de alto rango» perecieron en la batalla. El propio Alejandro fue herido en el muslo, pero se ignora por quién.
El campamento de los persas fue saqueado, como era la norma de la época, pero el botín fue relativamente escaso, porque, como se ha dicho, el tesoro real había sido puesto en lugar seguro en Damasco (adonde Parmenión ira a buscarlo poco más tarde) antes de la batalla: sólo se encontraron tres mil talentos de oro (1 talento equivalía a 26 kilos) en la tienda del Gran Rey, pero se capturó a las mujeres de la familia real y a las de los parientes y amigos del Gran Rey que habían acompañado al ejército, según la costumbre ancestral de los persas, transportadas en carros dorados de cuatro ruedas, provistos de un techo y de cortinas de cuero. Los vencedores se apoderaron también de los muebles preciosos, las joyas y los adornos de todo tipo que las mujeres llevaban consigo. Según Diodoro de Sicilia, que nos describe su infortunio, habrían sido algo maltratadas:
“¡Penoso infortunio el de estas mujeres llevadas a cautiverio! Ellas, a las que antes se transportaba lujosamente en carruajes suntuosos, sin que dejasen ver ninguna parte de su cuerpo, ahora, vestidas con una simple camisa, con las ropas desgarradas, escapaban de sus tiendas lamentándose, invocando a los dioses y cayendo de rodillas ante los vencedores. Despojándose de sus adornos, desnudas, con el cabello suelto, imploraban gracia, yendo las unas en ayuda de las otras. Pero los soldados las arrastraban: unos las tiraban de los pelos, otros desgarraban sus ropas y tocaban sus cuerpos desnudos, que golpeaban con su lanza.”
DIODORO, XVII, 35.
Alejandro había vuelto extenuado de su infructuosa persecución. Habían reservado para su persona la tienda del mismo Darío, y después de haberse desembarazado de sus armas, entró en la «sala de baños» del Gran Rey diciendo: «Vamos a lavar y limpiar el sudor de la batalla en el baño de Darío.» Uno de sus favoritos, que lo esperaba, le habría replicado, diciéndole (según Plutarco): «En el baño de Alejandro, pues en la guerra los baños de los vencidos pertenecen por derecho propio a los vencedores.» Se dice también que, cuando penetró en la alta y espaciosa tienda de Darío y vio la riqueza de sus muebles y, al entrar en el baño caliente, las cajitas de perfume de oro fino, los frascos y las ricas túnicas, se volvió hacia sus familiares y les dijo: «Esto es ser rey, ¿no?»
Luego, cuando se sentaba a la mesa para cenar, vinieron a comunicarle que le llevaban unas mujeres llorando: era la madre de Darío, Sisigambis, y Estatira, su esposa, así como dos de sus hijas: habían sabido que Alejandro había traído la túnica y el arco del Gran Rey, y le creían muerto. No las recibió, pero uno de sus compañeros, Leónato, fue encargado de comunicarles que Darío estaba vivo y que había abandonado su arco y su túnica en la huida; les dijo también que Alejandro les concedía a cada una el título y los atributos de reina, con séquito y guardia real, porque Alejandro no había hecho la guerra por odio a Darío, sino únicamente para reinar en su imperio.
La anécdota, que cuentan todas las fuentes, es significativa. Lo que revela no es tanto la magnanimidad de Alejandro cuanto su inteligencia política. El macedonio no está conquistando Persia para saquearla, o para vengar a Grecia —o a él mismo— de ofensas pasadas: ha ido para reinar en Persia como reina sobre los griegos y los macedonios, no como un sátrapa o un tirano, sino para que cada ciudad, cada satrapía viva según el régimen de los nuevos tiempos cuyo paladín es él, a saber: gobernada por ella misma, según el modo que desee, y en paz con todos los demás.
Este régimen descansa, evidentemente, en una autoridad central —real, si se quiere— distinta de la del Gran Rey. Alejandro no ha olvidado las lecciones de Aristóteles: una ciudad, un Estado, no es la simple reunión de seres humanos que se han dado unas reglas para no causarse daños mutuos y para intercambiar servicios, económicos o de otra clase; una ciudad es una reunión de familias, un Estado es una reunión de pueblos que se han unido para vivir bien, es decir, para que cada uno de ellos pueda llevar una vida perfecta e independiente, en relación con lo que podría llamarse su personalidad política e histórica.
Como ejemplo de ese gran proyecto podemos recordar la manera en que Alejandro trató los territorios que había conquistado desde que puso los pies en Asia. Cuando liberó Mileto, Halicarnaso, Lidia, Caria y otras satrapías, no las obligó a someterse a las leyes ni al régimen fiscal de Macedonia; restableció las leyes bajo las que vivían antes de haberse convertido en vasallos del Gran Rey, y obligó a sus ciudadanos a pagar impuestos al jefe responsable del Estado que esas ciudades constituían. Y tales contribuciones no estaban destinadas a aumentar el tesoro de ese jefe, sino al bienestar de la ciudad-estado y de sus ciudadanos.
Alejandro intenta o sueña con construir un sistema político a imagen del racionalismo aristotélico. Aristóteles le había enseñado que el conocimiento —la ciencia, si se quiere— consistía en hacer uno y varios al mismo tiempo, en conciliar la multiplicidad de las percepciones y la unidad del concepto, de la idea. Asimismo, la política, el arte de gobernar la polis —la ciudad— es hacer de modo que cada ciudadano sea libre de ser lo que es, pero que el conjunto de esos ciudadanos sea al mismo tiempo un conjunto de ciudadanos justos. En un Estado así cada uno es libre y al mismo tiempo está coaccionado por la ley, sin que haya necesariamente una ley que sea superior a las demás.
Ahora bien, debido a una especie de necesidad histórica, en el Mediterráneo greco oriental se constituyó un conjunto de ciudades-estados que durante mucho tiempo se hicieron la guerra entre sí, lo que engendró una desgracia común, es decir su sometimiento al Gran Rey persa, al que están sometidos igualmente la multitud de pueblos de su imperio: cilicios, frigios, capadocios, fenicios, babilonios, partos, y muchos más. Alejandro quiere a un tiempo unirlos bajo una misma autoridad —por el momento la suya— y revelarlos a ellos mismos, para que se impongan o recuperen sus propias leyes. No será por tanto un nuevo Gran Rey, sino un liberador-unificador de los pueblos de Grecia y Asia. Y la forma generosa en que trató a la madre y la esposa adorada de Darío es mucho más el signo de su genio político que una determinada grandeza de alma.