VI - La conquista de Asia Menor

(1er año de guerra en Asia: abril de 334-abril de 333 a. C.)

¿Por qué emprendió Alejandro la gran guerra contra los persas? —La partida del Gran Ejército (abril de 334). —El paso del Helesponto (abril de 334). —Alejandro en Troya (abril de 334). —Rendición de Lámpsaco (mayo de 334). —La victoria sobre el Gránico (principios de junio de 334). —Rendición de Sardes. —Toma de Éfeso (mediados de junio de 334). —Estancia de Alejandro en Efeso, su retrato por el pintor Apeles (junio-julio de 334). —Sitio y toma de Mileto (julio-agosto de 334). —Alejandro licencia a su flota (principios del otoño de 334). —Memnón, comandante supremo de los ejércitos persas. —La princesa Ada (septiembre de 334). —Sitio y toma de Halicarnaso (septiembre-octubre de 334). —Organización de Caria y partida de los soldados con permiso para Macedonia (noviembre de 334). —Parmenión en Sardes (finales de noviembre de 334). —Alejandro en Easélida (diciembre de 334-enero de 333). —Complot de Alejandro el lincéstida contra Alejandro (diciembre de 334-enero de 333). —Sumisión de Licia, Panfilia y Pisidia (enero-febrero de 333). —Sumisión de la Gran Frigia (marzo-abril de 333). —Llegada de Alejandro a Gordio (abril de 333).

¿Por qué la Grecia de las ciudades, la de Sócrates y Platón, la de los sofistas, de la segunda generación de los pitagóricos, de Pericles y la democracia hizo la guerra a los persas? Simplemente porque el imperio de los grandes reyes se extendía entonces hasta las islas y las ciudades griegas asiáticas del mar Egeo, digamos hasta las orillas mediterráneas de la Turquía moderna, y porque en el siglo V a. C., antes incluso de la expansión de Macedonia, los griegos tenían dos buenas razones para expulsarlos de allí: en primer lugar, los persas oprimían o parecían oprimir a los griegos de Jonia y de las islas del mar Egeo; en segundo lugar, su flota de guerra, que cruzaba permanentemente el mar Egeo, constituía una amenaza continua para el comercio y la seguridad de las ciudades marítimas o cuasi marítimas como Atenas, las ciudades de Eubea o de Calcídica. De ello resultaron cincuenta años de guerras Médicas, que terminaron con la retirada de las fuerzas navales persas del mar Egeo, aunque siguieron manteniéndose las satrapías persas en Asia Menor.

¿Por qué Filipo II pensó en llevar la guerra a los persas cuando ya no amenazaban el mar Egeo? Por una razón totalmente distinta de estrategia política: Filipo soñaba con un gran Estado helénico unificado, bajo la dirección de Macedonia, y pensaba que una gran guerra contra un enemigo persa común era el mejor medio de estrechar los lazos entre las ciudades griegas y Macedonia.

¿Por qué emprendió Alejandro esa guerra contra los persas que quería su padre? No era desde luego por las mismas razones que los griegos de Maratón, Salamina y Platea: desde la unificación de los estados griegos realizada por Filipo, la «amenaza persa» ya no pesaba sobre el mundo griego. La unidad del mundo griego bajo la férula macedonia se había conseguido desde la destrucción de Tebas por el propio Alejandro.

¿Entonces? ¿Era para hacer «como papá», porque el joven carecía de imaginación política? ¿Era para conquistar Egipto (de nuevo bajo dominio persa desde el año 341 a. C., después de haberlo estado del 528 al 404 a. C.), porque «mamá» le había repetido una y otra vez desde su más tierna infancia que era hijo de Zeus-Amón, cuyo mayor santuario, el del oasis de Siwah, se encontraba en Egipto, en el corazón del desierto de Libia? ¿Era quizá porque tenía veinte años, porque estaba dotado de una personalidad hipertrofiada, de una ambición relacionada con esa hipertrofia y porque creía que todo le era posible? La respuesta es sin duda: por todas estas razones a la vez. Y buen historiador será quien sepa desenredar el embrollo.

Sea como fuere, Alejandro partió de Pela a principios de la primavera del año 334 a. C. (sin duda a finales del mes de marzo), con un pequeño ejército de 30.000 soldados de infantería y 4.000 jinetes), para conquistar un país cuya geografía y poblaciones ignoraba por completo, pero del que todo el mundo sabía que era enorme y que el sátrapa persa que era su responsable, Mázaces, podía reclutar un millón de hombres si quería. Lo menos que puede decirse es que era una locura, pero Alejandro salió victorioso de la empresa. Y los ataques bruscos y violentos que asestó al mundo mediterráneo oriental, unidos a los que los romanos iban a dar, a partir de los siglos siguientes, en el mundo mediterráneo occidental, debían contribuir a hacer nacer el mundo en el que hoy vivimos.

1. La gran partida y la victoria del Gránico

En el mes de agosto o en el mes de septiembre del año 335 a. C., Alejandro vuelve a sus estados y dedica el otoño y el invierno siguiente a preparar su expedición persa.

Su ejército no es otro que el que había creado su padre, y los autores antiguos nos lo han descrito. Está formado por macedonios (12.000 soldados de infantería y 1.900 jinetes), de griegos (7.000 soldados de infantería y 2.400 jinetes, 1.800 de ellos tesalios) y de mercenarios procedentes de Tracia o de los Balcanes y de las ciudades griegas de Asia Menor (en total, 13.000 soldados de a pie y 900 jinetes). La suma total es de 32.000 soldados de a pie y 5.200 jinetes, a los que hay que añadir los regimientos de arqueros, los técnicos de la artillería (catapultas), de ingenios (se encargan de construir los arietes que hunden las puertas de las ciudadelas, las máquinas de los asedios, los puentes, etc.; su jefe es el general Aristóbulo de Ca-sandra), de lo que hoy llamaríamos el tren de equipamientos (se ocupan de los carros y de las bestias de carga: a menudo se trata de comerciantes civiles), del servicio de sanidad (médicos, ambulancias) y los servicios administrativos. Precisemos desde ahora que este ejército cambiará de cara a medida que la expedición adquiera importancia: en particular, después de 330 a. C., cuando el macedonio invada India, su efectivo alcanzará el número de 120.000 combatientes, la mitad de ellos extranjeros (sobre todo persas o indios). Añadamos que este ejército tiene dos puntos débiles: su flota es insuficiente (se trata principalmente de una flota de transporte) y a Alejandro le falta dinero (ha partido de Pela con sólo 70 talentos de oro y 30 días de víveres).

El ejército persa es incomparablemente más numeroso y rico. Cuando van a empezar las hostilidades, Asia Menor proporciona a Darío III Codomano 100.000 hombres, el conjunto Armenia-Siria-Cilicia-Egipto otros 40.000 hombres, y las satrapías orientales (de Babilonia a India) varios cientos de miles más. En cuanto a los recursos financieros de Persia, son inagotables.

¿Mantuvo Alejandro consejos de guerra con sus generales para establecer un plan general de invasión del Imperio persa? No lo sabemos, pero es dudoso. Como joven seguro de sí mismo, se fiaba de sus conocimientos librescos. Había leído la Anábasis de Jenofonte, que relata la expedición emprendida en el año 401 a. C. por Ciro el Joven con el objetivo de apoderarse del Imperio persa sobre el que reinaba su hermano Artajerjes; para ello, Ciro había reclutado 13.000 mercenarios griegos («los Diez Mil») cuya vuelta a Grecia cuenta la Anábasis. Por último, desde su más tierna infancia Alejandro preguntaba a los embajadores y viajeros que regresaban de Persia por la fisonomía del país, las distancias entre ciudades, etc. Al parecer no hubo plan de invasión propiamente dicho, sino aquel cuyas líneas generales habían sido expuestas ante el Synedrón por Filipo en la primavera del 336 a. C. Podemos decir por tanto que la partida de Alejandro para la guerra contra Persia, si no fue improvisada, parece haberse hecho con recursos escasos e implicaba un gran número de incertidumbres (dos mil quinientos años más tarde, Napoleón partirá hacia Moscú con la misma despreocupación: ya se sabe lo que ocurrió).

En esas incertidumbres pensaban los allegados del joven rey cuando le suplicaron casarse antes de partir y esperar el nacimiento de un heredero: ¿qué sería de la dinastía si le pasaba algo? Alejandro no quiso atender a razones y no se casó, pretextando que el momento era demasiado serio como para pensar en fiestas y noches de bodas.

También se cuenta que antes de partir donó a sus amigos todas sus posesiones: tierras, dominios, aldeas, puertos, prerrogativas y rentas diversas. Y cuando Perdicas, uno de sus lugartenientes, le preguntó qué le quedaba después de todas aquellas larguezas, Alejandro respondió lacónico: «La esperanza.» Entonces Perdicas le dijo: «En ese caso, déjanos compartir contigo esa esperanza», y renunció también a sus rentas y bienes, y lo mismo hicieron otros amigos de Alejandro. El entusiasmo era general.

Antes de abandonar el suelo de Macedonia, Alejandro quiso celebrar las fiestas tradicionales en honor de Zeus que todos los años tenían lugar en Dión, una ciudad de la Macedonia meridional. Duraban nueve días, y cada día estaba dedicado a una musa: el primer día fue consagrado a Calíope, musa de la poesía épica; el segundo a Clío, musa de la historia; el tercero a Euterpe, musa de la poesía lírica; el cuarto a Melpómene, musa de la tragedia; el quinto a Terpsícore, musa de la danza; el sexto a Erato, musa de la poesía amorosa; el séptimo a Polimnia, musa de los cantos sagrados; el octavo a Urania, musa de la astronomía; el noveno y último a Talía, musa de la comedia. Luego se anunció que había en la región de Dión una estatua de Orfeo, hecha de madera de ciprés, que estaba permanentemente cubierta de gotitas de sudor. El adivino vinculado a la persona de Alejandro, Aristandro, explicó al rey el prodigio: significaba que todos los poetas, épicos, líricos o hímnicos, cuyo patrón era Orfeo, tendrían mucho trabajo para celebrar con sus cantos las hazañas futuras del héroe Alejandro.

Poco después de estos festejos, una hermosa mañana de abril del año 334 a. C., Alejandro partió hacia el Helesponto, que hoy llamamos el estrecho de los Dardanelos, al frente de su ejército. Su madre, Olimpia, había querido acompañarle hasta las puertas de Asia, de donde nunca había de volver, ni a Macedonia, ni a Grecia. Pero eso Alejandro lo ignoraba: los adivinos no pueden saberlo todo.

La expedición de Alejandro a los países de los persas fue una especie de gigantesco viaje militar, político y místico, sin que podamos decidir cuál de esos tres caracteres predomina sobre los demás. Lo que a primera vista sorprende cuando se sigue su itinerario en un mapa, es su naturaleza esencialmente continental: por primera vez, un ejército griego penetraba en el interior de un enorme país y perdía incluso toda esperanza de volver a ver un día el mar. Los antiguos griegos tenían un término para designar un viaje por el interior de las tierras, lo llamaban una anábasis («ascensión»).

Pero esa anábasis no empezó inmediatamente. El grueso de las tropas de Alejandro estaba concentrado en la llanura que separa los dos ríos que desembocan uno en el golfo de Salónica, otro en el golfo de Orfani: el Axios (el actual Vardar) y el Estrimón (el actual Struma). La gran partida tuvo lugar pues desde Anfípolis (en la desembocadura del Estrimón), en el mes de abril de 334 a. C., y Alejandro, cuyo primer objetivo era entrar en Asia cruzando el Helesponto, tomó tranquilamente la ruta que bordea el litoral tracio, pasando a pie las montañas que la bordean, franqueó el Nesto, cruzó sucesivamente Abdera y Maronea, pasó fácilmente el Hebro (el actual Maritza), atravesó Ainos, luego Cardia, al pie de la península que los antiguos llamaban Quersoneso y que nosotros conocemos como península de Gallípoli. Así llegó al extremo de esa península, a la ciudad de Sesto, después de haber hecho recorrer a sus soldados de infantería seiscientos kilómetros en tres semanas, verosímilmente en los primeros días del mes de mayo de 334 a. C. En Sesto, Alejandro se despidió solemnemente de su patria y su madre, que le conminó, una vez más, a ir a visitar el oráculo de Amón (su esposo místico) a Siwah, en Egipto. Olimpia volvió a Pela con su escolta, dejando, emocionada y confiante, a su hijo frente a su destino.

En ese mismo momento Darío III Codomano tomaba sus disposiciones para impedir que el ejército macedonio penetrase en Asia. Hacía muchísimo que, desde Susa, su capital de invierno (situada a unos 3.000 kilómetros del Helesponto), el Gran Rey había enviado a los sátrapas y a los gobernadores de sus provincias la orden de dirigirse con sus tropas a los alrededores del estrecho. Así pues, en la llanura que bordea el Helesponto desde el lado asiático, había unos cincuenta mil jinetes llegados desde el confín remoto de Persia, de Bactriana, Hircania, Media, Paflagonia, Frigia, Capadocia y otras partes, mandados por los mejores generales de Darío, el más notable de los cuales era un griego de Rodas, Memnón, encargado sobre todo de la vigilancia de las costas de Asia Menor. Los generales persas odiaban a este mercenario por un doble motivo: era un heleno y era el favorito del Gran Rey. También se había ordenado a la flota persa, que disponía de 400 trirremes de guerra, cien de ellas procedentes de Jonia y las otras de Chipre y Fenicia, que navegase cerca de las costas.

Cuando Alejandro llega a Sesto, la flota griega ya está agrupada en el Helesponto: 160 trirremes y un buen número de navíos comerciales esperan allí a su ejército. Encarga a su lugarteniente Parmenión (el antiguo lugarteniente de su padre) embarcar en las trirremes a su caballería y a una buena parte de su infantería y desembarcarlas en el otro lado del estrecho, en Abidos (era una colonia de la ciudad de Mileto, cuyo emplazamiento está cerca de la ciudad turca moderna de Cannakkale). En ese lugar la anchura de los Dardanelos no supera los cuatro o cinco kilómetros. Mientras tanto, Alejandro, seguido por su regimiento de élite, se dirige hasta la extremidad de la península de Gallípoli, donde se encontraba la pequeña colonia ateniense de Eleunte, cuyas murallas dominaban el Helesponto.

Los versos de la Ilíada cantaban en su memoria. Desde ese promontorio podía ver el cabo Sigeo, en la orilla asiática, donde Agamenón, que había partido de las riberas de Beocia para «llevar la desgracia a Príamo y a los troyanos», había amarrado sus navíos; y se veía, avanzando sobre las huellas de Aquiles, desembarcando en la misma tierra que sus pies ligeros habían hollado. Allí había caído el primer griego que pereció en la guerra de Troya, Protesílao el Belicoso, que también fue el primero en saltar de su nave a suelo troyano y fue traspasado de un lanzazo por Héctor. Antes de franquear el Helesponto, el nuevo Aquiles se recoge ante la tumba del héroe homérico y pide a los dioses no sufrir la misma suerte. Este gesto algo teatral era inútil: no había un solo persa al otro lado del estrecho, en aquella Tróade (así se llamaba el país troyano) ocupado desde Filipo por tropas macedonias. Pero Alejandro empalmaba, consciente o inconscientemente, con el hilo de la epopeya: por todo guía no tenía más que al poeta ciego cuyos hexámetros conocía de memoria.

Partiendo de Eleunte, revestido pese al calor con su armadura completa, tocado con su casco de plumas blancas, pilotó como en un sueño la nave real. Llegado al centro del estrecho, degolló un toro en honor de Poseidón y de las Nereidas, las divinidades del mar que personificaban las olas innumerables, una de las cuales, Tetis, había sido la madre legendaria de Aquiles: y de pie, bajo el sol, tomando una copa de oro llena de vino, ofreció una libación a la divinidad marina, derramando en las olas el líquido, brillante y dorado, que contenía.

Su navío abordaba ya las riberas de la Tróade. Alejandro lo guía hacia una bahía llamada «el puerto de los aqueos» porque, según la leyenda, allí era donde habían desembarcado Agamenón y los héroes de la guerra de Troya. Desde la proa, donde se mantenía de pie, el joven rey lanza simbólicamente su jabalina hacia tierra, significando con ese gesto que tomaba posesión de aquella tierra, y salta el primero, completamente armado, sobre el suelo de Asia. Es fácil imaginar la emoción de Alejandro, repitiendo en aquellos lugares las gestas legendarias de Agamenón: al abandonarlos, ordenará que se levanten altares a Zeus, protector de los desembarcos, su padre místico; a Heracles, su padre dinástico, y a Atenea, para conmemorar estos instantes que para él serán inolvidables y con el fin de señalar estos lugares a los pueblos futuros.

Como es lógico, antes de ir a luchar contra los persas, debía hacer una peregrinación a los lugares donde antaño se alzaban las murallas de la antigua Troya, la Ilion homérica bajo cuyos muros se habían librado en el pasado tantos combates memorables. La escalada del cerro sobre el que se alzaba la Ilion moderna (la de su época), construida no lejos del cabo Sigeo por colonos atenienses sobre las ruinas de la antigua ciudad y, del mismo modo que había restablecido lazos con la epopeya saltando el primero (como el infortunado Protesílao) sobre el suelo de la Tróade, ofreció un teatral sacrificio a los manes de Príamo, el viejo rey troyano, padre del valiente Héctor. Se trataba de aplacar su cólera hacia la descendencia de Neoptólemo, el guerrero griego que en otro tiempo había degollado al viejo rey y que era origen de la dinastía de la que él, Alejandro, era el último representante. Pero Alejandro honró sobre todo la memoria de Aquiles, el antepasado mítico de su raza. Depositó una corona de oro sobre su tumba, e incluso su amigo Hefestión depositó otra sobre la tumba de Patroclo, el amigo indefectible del héroe homérico. Y, acordándose de las lecciones de su maestro Aristóteles, Alejandro dijo cuan grande había sido la felicidad de Aquiles por haber tenido un heraldo como Homero para perpetuar su memoria.

Sin embargo, no habría que achacar únicamente a la «imaginación novelesca» (A. Weigall) de Alejandro, o a cualquier otro misticismo latente transmitido por su madre, estos gestos y esta peregrinación troyana. Desde que ha montado sobre Bucéfalo con la espada en la mano, en los Balcanes, desde que ha eliminado el poder tebano y hecho doblegarse a Atenas y Grecia ante su poder, se ha vuelto un jefe consciente y organizado, cuyas acciones, y en particular los actos públicos, tienen una finalidad. Sabe que todavía hay entre los macedonios hombres que dudan de su legitimidad; entre los griegos que le acompañan hay hombres que en su fuero interno lo consideran un bárbaro: acaba de confirmar ante todos que es digno heredero de Agamenón, que el lejano fundador de su estirpe, Neoptólemo, era un griego, un aqueo, y que por lo tanto, a ojos de todos, Alejandro encarna la legitimidad.

En la Grecia antigua no había buen inicio de guerra sin presagios ni adivinos. No faltaron a la cita. Antes de abandonar la Tróade con su regimiento de élite, Alejandro quiso honrar también a Atenea. Cuando llegó al santuario consagrado a la diosa, el sacrificador que le había acompañado observó en el suelo, delante del templo, una estatua de Ariobarzanes, un antiguo sátrapa de Frigia: «Es un buen presagio —dijo el sacrificador—. Significa que tendrá lugar un gran combate, y que matarás por tu propia mano a un general enemigo.»

Para dar las gracias a la diosa, que había soplado esta predicción al adivino, Alejandro le consagró su escudo y se apoderó del más sólido de los que estaban depositados en el templo: de esta forma Atenea le protegerá como había protegido a Aquiles durante la guerra de Troya.

Desde Ilion, Alejandro marchó hacia el este, hasta la aldea de Arisbe, cerca de Abidos, donde encontró al resto de su ejército, reunido por su lugarteniente Parmenión, que le había hecho pasar el Helesponto: 24.000 lanceros macedonios y griegos, 5.000 infantes traaos e ilirios, cerca de 5.000 jinetes, griegos, tesalios o macedonios, un millar de arqueros lo esperaban, dispuestos a partir.

La partida tuvo lugar al día siguiente. Para hacer la guerra sólo quedaba encontrar al ejército enemigo: como los exploradores le habían anunciado que éste se movía hacia la Frigia marítima —provincia medianera con la Tróade—, Alejandro decidió marchar a su encuentro, continuando su avance hacia el este, a lo largo de las riberas del Helesponto.

El ejército greco macedonio atraviesa, sin demasiada prisa, la Frigia marítima. Unos tras otros, burgos y aldeas caen en manos de Alejandro sin combate, en particular Lampsaco (la ciudad de Memnón) y la plaza fuerte de Príapo, a unos cuantos kilómetros de un riachuelo costero de curso rápido, el Gránico, que desciende por las faldas del monte Ida. La fortaleza dominaba toda la llanura de los alrededores; constituía una posición estratégica de la mayor importancia, sobre todo porque los persas, según un informe del general macedonio que mandaba la vanguardia del ejército de Alejandro, estaban concentrados más lejos, hacia el este, y descendían en gran número hacia el mar, siguiendo la orilla derecha del Gránico.

Los sátrapas de la región y los generales persas habían celebrado consejo de guerra en la llanura vecina (llanura de Celia). Habían llegado demasiado tarde para impedir a los macedonios atravesar el Helesponto, retraso cuya responsabilidad debía recaer en Darío: el Gran Rey, que desconfiaba de sus gobernadores, les prohibía cualquier iniciativa, y estos últimos habían tenido que esperar sus órdenes para abandonar sus acantonamientos. Ahora tenían que decidir una estrategia para rechazar a los greco macedonios hacia el mar.

La que Memnón preconizaba, de haber sido adoptada, habría cambiado el desarrollo de los acontecimientos: «El ejército de Alejandro es menos numeroso que el nuestro [según las fuentes, el ejército persa contaba con 60.000 hombres, dato que por otra parte no es seguro], pero está incomparablemente mejor entrenado y es más eficaz; además, combate ante los ojos de su rey, lo cual lo vuelve mucho más peligroso. Si atacamos de frente y resultamos vencedores, se retirará, desde luego, pero para él no será otra cosa que un aplazamiento: no habrá perdido nada irremediable; pero si, por desgracia, somos nosotros los vencidos, perdemos para siempre la Frigia, la Tróade, las orillas del Helesponto y quién sabe qué pasará entonces.»

En consecuencia, Memnón recomendaba a sus colegas retirarse lentamente, incendiando las cosechas y los campos, quemando los graneros y destruyendo los forrajes, arrasando en caso necesario las ciudades, y dejar que el ejército de Alejandro se agotase en el sitio por falta de víveres. Mientras, los persas enviarían otro ejército a invadir Macedonia por mar, y de este modo trasladarían el teatro de las operaciones a Europa, al suelo de los invasores.

La opinión era sensata, pero los otros jefes persas no quedaron convencidos. Unos pretendían, con cierta grandilocuencia, que esa estrategia no formaba parte de las costumbres persas, que era indigna del espíritu caballeresco de los soldados del Gran Rey y que éste no la admitiría; otro, Arsites, sátrapa de la Frigia marítima, opuso a Memnón un argumento relacionado con su conciencia profesional de administrador: «No permitiré que se deje devastar, aunque sea por un motivo estratégico, los territorios que el Gran Rey me ha confiado, ni que se toque una sola casa de mis administrados.»

Los restantes miembros del consejo de guerra se sumaron a la opinión de Arsites y Memnón hubo de renunciar a su estrategia de tierra quemada; de mala gana ordenó a sus tropas colocarse en orden de batalla en la orilla derecha del Gránico. Su decisión convenía perfectamente a Alejandro, que sin duda estaba animado por el deseo de atacar cuanto antes, no porque estuviese, como el «hirviente Aquiles», ávido de combates y victorias, sino porque había hecho el mismo razonamiento que Memnón: si dejaba que pasase el tiempo, corría el riesgo de perderlo todo.

La «batalla del Gránico», como la llamaron más tarde los historiadores, tuvo lugar a principios del mes de junio del año 334 a. C.

Sabemos que Alejandro consiguió la victoria, pero ¿cómo se desarrolló? Los autores antiguos nos dan dos versiones distintas. Según Arriano y Plutarco, Alejandro habría llegado al final del día al río, no habría escuchado los prudentes consejos de su lugarteniente Parmenión, cuya opinión era esperar al día siguiente para atacar, y se habría lanzado a cuerpo descubierto a través del río y habría debido la victoria a esa cabezonada impetuosa y a la suerte; según Diodoro de Sicilia, habría escuchado a Parmenión y no habría librado batalla sino hasta la mañana siguiente, al modo clásico. El detalle de los combates es prácticamente el mismo en las dos versiones.

Adoptaremos aquí la primera por una razón que nos parece evidente. Si hubiese escuchado a Parmenión y atacado al alba (es el relato de Diodoro de Sicilia), habría tenido el sol levante frente a él, puesto que venía del oeste y los persas estaban al este del Gránico. Ahora bien, en esas tierras soleadas todos los guerreros sabían que no era razonable realizar un ataque con el sol de cara; no es posible apuntar a ningún blanco, ni con el arco ni con la jabalina, y no se ven llegar los dardos. Es difícil pensar que Alejandro haya cometido un error tan burdo, colocándose desde el principio de la batalla en situación de inferioridad: atacó a los persas al final del día, cuando tenía el sol a la espalda.

Así pues, ya tenemos a Alejandro y su ejército acercándose al Gránico, al final de un hermoso día de junio de 334 a. C., según nos dicen nuestras fuentes. Unos exploradores llegan, a toda la velocidad de sus caballos, para anunciarle que en la otra orilla del río los persas están dispuestos ya en orden de batalla. Podemos imaginar que entre el macedonio, su lugarteniente Parmenión y Hegéloco, comandante del destacamento de reconocimiento, se desarrolla la siguiente conversación:

A. —¿Cómo es el río, cómo son los persas?

H. —No es un río, más bien se trata de un riachuelo. No es muy ancho, pero es rápido.

A. —¿Es profundo?

H. —En algunos puntos, pero en conjunto se puede vadear caminando, con el agua hasta la cintura.

A. —¿Y las orillas?

H. —Son escarpadas, con muchas rocas y muy resbaladizas, sobre todo por nuestro lado. Por el lado persa son abruptas, y el enemigo está dispuesto en orden de batalla.

A. —¿En cuántas líneas?

H. —Han colocado sus jinetes en primera línea, en la ribera, los caballos ya tienen metidos los cascos en el agua: son unos veinte mil. Los infantes, en su mayoría mercenarios griegos de Asia Menor, igual de numerosos, están en segunda línea, unos metros más atrás, a cierta altura; han colocado arqueros por encima de los infantes, y así tienen una perspectiva del río desde lo alto.

A. —¿Cómo es la ribera por nuestro lado?

H. —Es llana, cenagosa y muy resbaladiza. Indiscutiblemente los persas tienen la ventaja del terreno. Deberías cambiar de casco, rey, porque el brillo de tu penacho blanco te hace reconocible de lejos.

A. —No tengo miedo a nada, Atenea me protege como en el pasado protegía a Aquiles. Lo que pienso hacer es lo siguiente. Dadas las posiciones que han tomado los persas, la batalla del Gránico va a ser una batalla de caballería y debería redundar en ventaja nuestra: Memnón ha cometido un error colocando sus infantes en segunda línea, ¡esos mercenarios son sus mejores soldados! Aprovechémoslo. Hegéloco, tú marcharás delante de nosotros, con quinientos infantes-lanceros; nuestros jinetes irán detrás, los tesalios y los griegos por el ala izquierda, bajo el mando de Parmenión. Nuestra infantería pesada marchará en el centro, en dos columnas, porque el terreno no es propicio para la formación en falange: estará preparada para ocupar el terreno del que podamos apoderarnos en la orilla persa. En cuanto lleguemos al río, nos pondremos en posición de combate y atacaremos. ¿Qué piensas tú, Parmenión?

P —No soy de la opinión de atacar ahora.

A. —¿Por qué?

P —Tu maniobra es peligrosa. Nuestros jinetes no podrán atravesar en orden en un frente ancho, llegarán a la otra orilla en desorden y serán presa fácil para la caballería enemiga, que está en formación impecable, y perderemos la batalla.

A. —¿Qué propones?

P —Detenernos y acampar esta noche en la orilla del río. Los persas, que están tan bien informados de nuestro ejército como nosotros del suyo, saben que su infantería es muy inferior a la nuestra; por lo tanto, no se atreverán a vivaquear tan cerca de nosotros y se alejarán del río, de modo que nuestro ejército cruzará fácilmente con el alba: les ganaremos en velocidad y les atacaremos antes incluso de que hayan podido colocarse en orden de batalla.

A. —Todo eso lo sé de sobra, querido Parmenión. Pero a mí que he cruzado el Helesponto no va a detenerme un arroyo como éste. Sería indigno de la fama de mis soldados y de mi reputación, y lo que es peor, si no atacase de inmediato, los persas podrían pensar que nosotros, los macedonios, les hemos tenido miedo. Ve, Parmenión, ve a tomar el mando de la caballería en el ala izquierda, yo me encargo del ala derecha. Yo daré la señal de asalto.

Tras esto, los dos ejércitos se sitúan frente a frente en las dos orillas del Gránico. A la agitación del principio le sucede una calma trágica: en total había allí casi cien mil hombres que sabían que la mayoría de ellos iba a morir, y a ambos lados del río se produjo un profundo silencio. Los macedonios, inmóviles, parecían tomar impulso para saltar a las aguas del Gránico, y los persas los acechaban, dispuestos a caer sobre ellos en cuanto se hubiesen adentrado en el cauce del río. De repente, Alejandro encabrita su caballo, saca su espada y se lanza hacia adelante, exhortando a sus jinetes con la voz y el gesto, al son de las trompetas y los gritos de guerra, velando por mantener sus líneas en posición oblicua en relación a las orillas. Al punto los infantes persas, situados en lo alto como se ha dicho, lanzan vigorosamente sus jabalinas y provocan una lluvia de dardos sobre los jinetes macedonios.

Pronto estos últimos se encuentran en situación crítica: los cascos de sus caballos resbalan en el cieno que tapiza el lecho del río, y deben combatir además a un enemigo que los domina desde la altura. Se ven obligados a retroceder, pero retroceden en línea oblicua, hacia Alejandro. El combate se agiliza, haciéndose más duro; como escribe Arriano, se combatía a caballo, pero aquello se parecía más a un combate de infantería: la lucha soldaba a los combatientes entre sí, caballo contra caballo, hombre contra hombre. Alejandro, montado sobre Bucéfalo, está en todas partes a la vez; se distingue su penacho blanco girando entre los cascos de los Compañeros de Macedonia, ese cuerpo de élite creado por Filipo. Pero su lanza se rompe: un compañero le presta la suya y, viendo al yerno de Darío, Mitrídates, que trata de romper la línea formada por la caballería macedonia, carga contra él y, de un lanzazo en el rostro, lo abate muerto a los pies de su caballo. Entonces el hermano de Mitrídates, que luchaba a su lado, se precipita sobre Alejandro y le asesta con la espada un golpe que le hiende el casco. El rey vacila bajo el choque, pero abate a su contrincante de un golpe de jabalina que le traspasa la coraza y luego el pecho.

El combate se extiende. Los jinetes persas, atacados por todas partes por los caballeros macedonios y griegos, deben sufrir aún el asalto de la infantería ligera. Empiezan a replegarse, su centro cede, las alas también y, perdiendo repentinamente toda esperanza de vencer, huyen a galope tendido. Alejandro no trata de perseguirlos y se vuelve contra los infantes enemigos, en su mayoría mercenarios. Han permanecido de pie, frente al río, sin moverse; Alejandro empuja a la falange contra ellos, luego ordena a sus jinetes rodearlos; casi todos fueron despedazados y los que no murieron fueron hechos prisioneros.

La noche había caído. Según Plutarco, del lado persa murieron 20.000 infantes y 2.500 jinetes, y los griegos hicieron 2.000 prisioneros; del lado griego, hubo que deplorar la muerte de 25 compañeros, caídos durante el primer ataque, de 60 jinetes y de unos 30 infantes.

Al día siguiente Alejandro hizo enterrar a sus muertos con sus armas y su equipo, y concedió a sus padres y sus hijos la exención vitalicia de cualquier impuesto sobre bienes raíces y sobre su fortuna. Visitó también a los heridos, pidiéndoles que contasen cómo habían sido alcanzados y en qué circunstancias. En cuanto a los persas, también los hizo enterrar y los mercenarios prisioneros fueron encadenados y enviados a Macedonia a purgar una pena de trabajos forzados por haber combatido, a pesar de ser griegos, a otros griegos en provecho de los bárbaros. Había entre ellos tebanos, que se habían exiliado tras la destrucción de su ciudad; fueron objeto de una medida de gracia y liberados ese mismo día: Alejandro, dicen, alimentaba en un rincón de su corazón el remordimiento de haberse comportado muy cruelmente con Tebas. También quiso hacer partícipes a los griegos de esta victoria, y envió a los atenienses 300 armaduras persas completas, con sus escudos, para que expusiesen ese botín en el templo de Atenea, sobre la acrópolis de Atenas: subrayaba de este modo el carácter panhelénico de su expedición, cuya iniciativa dedicaba al orador Isócrates y a los atenienses. También ordenó que se grabase en las armaduras la siguiente inscripción:

Alejandro, hijo de Filipo, y los griegos, menos los lacedemonios, conquistaron este botín frente a los bárbaros de Asia.

Cada una de las palabras de esta fórmula decía claramente lo que quería significar: no eran los «macedonios» los que habían vencido, sino «Alejandro y los griegos», es decir, el jefe de la Liga de Corinto (cuando de hecho la victoria había sido conseguida por la carga de la caballería macedonia), y lo aprovechaba para mandar un aviso a Esparta y a los lacedemonios; finalmente el término «bárbaros» pertenecía al vocabulario de Isócrates, era un homenaje a las ideas panhelénicas. En cuanto a los objetos preciosos abandonados por los jefes persas en su huida, su vajilla de oro y plata, las colgaduras de púrpura y otros muebles de estilo persa que Plutarco califica de «deliciosos», Alejandro mandó llevárselos casi todos a su madre.

La provincia de Frigia marítima (la región costera del Asia Menor, en las orillas del Helesponto), que administraba el sátrapa Arsites, fue confiada a un oficial macedonio llamado Cala. Los bárbaros que habitaban en ella y que se habían refugiado en las montañas bajaron para someterse: en esta ocasión supieron que su estatuto no se modificaría y, en particular, que tendrían que pagar los mismos impuestos que los que les exigía Darío.

2. Del Gránico a Halicarnaso

La victoria del Gránico era, en sí misma, una victoria pequeña: la Frigia marítima que caía entre las manos de Alejandro apenas era otra cosa que una banda de tierra a orillas del Helesponto. Sin embargo, constituía la primera victoria de su cruzada, que tenía por objeto prioritario la liberación de las ciudades griegas de Asia Menor, en manos de los persas desde hacía más de dos siglos (desde su conquista por Ciro el Grande hacia el año 550 a. C.) y, sólo en segundo lugar, enviar a los persas a su casa, en la llanura iraní, y aislarlos definitivamente del mundo griego y el mar Egeo.

Por eso Alejandro no persiguió al ejército persa derrotado y no se adentró inmediatamente en el interior del país, en la larga vía real que llevaba a Susa. Tampoco olvidaba que la flota del Gran Rey estaba fondeada en el mar Egeo y que, si marchaba hacia Oriente, esa flota aprovecharía que él volvía la espalda para consolidar la presencia persa en las satrapías costeras de Asia Menor. Por eso, después de enviar a Parmenión a tomar posesión de la ciudad (griega) de Dascilio, en Bitinia, Alejandro se dirigió hacia Sardes, capital de la satrapía de Lidia: a unos 170 estadios (1 estadio equivalía a 211 metros), es decir, a poco más de un día de marcha de la ciudad. El comandante persa de la guarnición, un tal Mitrenes, se presentó para entregarle la ciudadela y sus tesoros. Alejandro lo mantuvo a su lado con los honores propios de su rango, envió a un compañero a ocupar la fortaleza, permitió a los habitantes de Sardes y los demás lidios conservar sus leyes y sus costumbres, y les dejó libres debido a la amistad que en el pasado habían tenido con los griegos los antiguos reyes de Lidia.

Para honrar a la ciudad de Sardes, Alejandro decidió levantar en ella un templo a Zeus Olímpico y un altar. Mientras inspeccionaba la acrópolis de la ciudad, que estaba en la parte más alta, en busca de un lugar favorable, se dice que de pronto estalló una tormenta, con violentos truenos y trombas de agua como a menudo estallan en el mundo mediterráneo en verano: «Zeus nos señala el emplazamiento de su templo —dijo el rey—. Se construirá aquí.»

Luego, después de nombrar los nuevos jefes griegos de la ciudad en sustitución de las autoridades persas (un nuevo sátrapa de Lidia, un recaudador de impuestos, un comandante de la guarnición), después de instalar los efectivos militares (jinetes e infantes) que le parecían adecuados a la situación del momento, Alejandro dejó Sardes con el grueso de sus fuerzas y se dirigió hacia Jonia, cuyas ciudades también sufrían desde hacía tanto tiempo el yugo persa, por lo demás sin lamentarse demasiado, ya que gozaban de una gran autonomía administrativa.

Unos días más tarde (hacia mediados de junio), Alejandro se dirige hacia Éfeso, la más bella y famosa de las ciudades jonias, cuyo pueblo había expulsado por sí mismo a sus opresores en el año 338 a. C., en la época de su padre Filipo II; los persas habían vuelto a hacerse dueños de la situación, masacrando a la población e instalando un régimen oligárquico. Cuando corrió el rumor de su próxima llegada, los efesios se sublevaron contra los oligarcas, las tropas persas emprendieron la huida y se produjeron sangrientos arreglos de cuentas. El rey entró en la ciudad sin tener que combatir, restauró la democracia, puso término a la matanza fratricida e impuso, a la manera griega, la amnistía general de todos los efesios que se habían puesto de parte de los persas: «Sabía de sobra —nos dice Amano—, que si se dejaba hacer al pueblo, haría perecer tanto a los inocentes como a los culpables, bien para saciar rencores privados, bien para apoderarse de las riquezas de los que fuesen condenados»; y, concluye nuestro autor, «si Alejandro mereció alguna vez su reputación, fue desde luego por su manera de actuar en Éfeso».

Tres semanas después de la victoria del Gránico, Alejandro era ya dueño, sin haber tenido que sacar la espada, de la Frigia marítima, de Lidia y, junto con Éfeso, de Jonia. Mientras estaba en esa ciudad, delegados de las ciudades jonias (Trales, Magnesia) y carias (la Caria era una satrapía limítrofe con Jonia, que tenía Halicarnaso por capital) fueron a su encuentro para someterle sus ciudades, de las que se habían marchado las guarniciones persas, pero que todavía estaban en manos del partido oligárquico. Alejandro puso fin en todas partes a los regímenes oligárquicos instaurados por los persas, restableció la democracia y devolvió a las ciudades sus propias leyes. A raíz de estas purgas, más políticas que militares, los oligarcas fueron expulsados de la isla de Quíos y la tiranía de la isla de Lesbos fue derrocada.

Todavía permaneció Alejandro unas semanas en Éfeso, donde había establecido su cuartel general. Hacía dos meses que había partido de Macedonia, el verano se anunciaba tórrido y sus soldados necesitaban descanso. Él mismo dedicaba la mayor parte de su tiempo a elaborar planes para el desarrollo de las ciudades del litoral jonio recuperadas a los persas, que parecían expulsados definitivamente de Jonia. Gracias a él, ciudades como Esmirna y Clazómenas vieron regresar a sus habitantes que se habían diseminado a lo largo de la costa, mientras que el templo de Artemisa, en Éfeso, era objeto de todas sus atenciones; ofreció un sacrificio solemne a la diosa y encabezó, alrededor de su sagrada morada, una procesión con todo su ejército, con armas y en orden de batalla.

Por último, en Éfeso Alejandro encontró a Apeles, el pintor más célebre de la antigua Grecia, al que había conocido en Pela en vida de Filipo II y que hizo su retrato:

“Cuando Apeles lo pintó con el rayo en la mano, no representó su verdadero color, sino que lo hizo más pardo y oscuro de lo que era en el rostro, porque era por naturaleza blanco, y la blancura de su tez estaba mezclada a una rojez que aparecía en su cara y su estómago. Y recuerdo haber leído, en los comentarios de Aristóxeno, que su encarnadura olía bien, y que tenía el aliento muy dulce, y que de toda su persona emanaba un olor muy suave, como si las ropas que tocaban su carne estuviesen como perfumadas.”

PLUTARCO, Vida de Alejandro, VI.

Fue a finales del mes de julio o principios del mes de agosto del año 334 a. C. cuando Alejandro decidió marchar sobre Mileto, la ciudad más famosa de Jonia, que en los siglos VII-VI a. C. había sido la más poderosa de las ciudades marítimas del litoral asiático del mar Egeo. Se alzaba al sur de la desembocadura del Meandro (el Buyuk Menderes de la actual Turquía), cerca de la moderna aldea turca de Akkoy Esta ciudad tenía un pasado glorioso: había sido colonizada por jonios procedentes de Ática durante la guerra de Troya, y sus navegantes habían recorrido en el pasado el Mediterráneo y el mar Negro, donde Mileto había creado media docena de colonias. Era en Mileto donde se había fundado, en el siglo VI a. C., la primera de las escuelas filosófico-científicas griegas, en las que brillaron Tales de Mileto, Aristandro y Anaxímenes. Luego se había convertido en una ciudad vasalla de los reyes de Lidia (Creso), más tarde la conquistaron los persas, que fueron expulsados en el año 479 a. C. y que le dejaron su independencia y constitución democrática. En esta especie de «guerra mundial» que constituía el enfrentamiento entre los greco macedonios y los persas, Mileto trataba de preservar su neutralidad con muchas dificultades.

Alejandro salió de Éfeso con los infantes que le quedaban (había ido dejándolos en las ciudades que había tomado), sus arqueros, su caballería tracia, tres escuadrones de caballería y el escuadrón de los Compañeros de Macedonia. La defensa de Mileto había sido confiada por Darío a un milesio llamado Hegesístrato que, sabiendo que Alejandro estaba en Éfeso, había escrito una carta al macedonio para proponerle la entrega de la ciudad; luego, tras saber que la nota del Gran Rey, con 400 navíos, principalmente chipriotas y fenicios, ponía rumbo a su ciudad, se había arrepentido de sus propuestas y Alejandro había ocupado los suburbios de la ciudad, pero la ciudadela propiamente dicha seguía resistiendo.

Por desgracia para ese veleta, la flota helénica, al mando del almirante Nicanor, se había adelantado a los persas y sus 160 trirremes fondearon en la pequeña isla de Lade, frente a Mileto, donde se encontraba el principal puerto de la ciudad. Para reforzar sus posiciones en la isla, Alejandro trasladó a ella su caballería tracia y 4.000 mercenarios: si la flota persa trataba de fondear, encontraría con quién discutir. Además, la flota griega recibió la orden formal de cerrar el acceso a todas las radas de los alrededores de Mileto. Tres días más tarde llega la flota persa. Al tener vedado el acceso a la isla de Lade va a fondear al pie de un promontorio vecino, el cabo Micale. Pero su situación es crítica, porque los únicos puntos de agua, indispensables para abrevar tanto a sus tropas como a sus caballos, estaban en la entrada de Mileto, por la parte del mar, y guardados por los griegos. Parecía inevitable la batalla naval, y numerosos generales de Alejandro la deseaban. Hasta Parmenión, gran maestro en materia de temporización, opinaba así: pretendía haber visto un águila posada en el muelle, cerca de la popa de la trirreme de Alejandro, que estaba fondeada, lo cual le parecía un presagio particularmente fasto: de todos modos, decía, no se arriesgaba nada luchando en el mar, salvo perder el combate y dejar el control de los mares a los persas, pero como éstos ya lo tenían su victoria no cambiaría para nada el equilibrio de fuerzas.

No era ésa la opinión de Alejandro. Con 160 navíos frente a 400, Alejandro estaba seguro de perder, cuando ya había conseguido una reputación de invencibilidad en los combates terrestres: «Mis macedonios, imbatibles en los combates terrestres —le dijo a Parmenión—, no merecen ser sacrificados a los bárbaros en un elemento que no conocen, y mi fama se vería empañada definitivamente. Además, si has visto un águila en la orilla y no sobre mi barco, eso significa que debo convertirme en dueño de la flota persa a partir de la orilla y no en el mar.»

En éstas, un notable de Mileto, que se llamaba Glaucipo, se presentó como embajador ante Alejandro: le hizo saber que los milesios pretendían permanecer neutrales, que estaban dispuestos a abrir su puerto y su ciudad a los griegos y los persas y que, en tales condiciones, lo lógico era que se levantase el asedio. La respuesta del rey fue áspera: «No he venido a Asia para contentarme con lo que quieran ofrecerme. Sólo a mí me corresponde juzgar si debo dar muestras de clemencia o severidad con una ciudad como Mileto, que ha incumplido la promesa que me hizo. Tengo un consejo que darte —añadió a Glaucipo—, y es que vuelvas detrás de tus murallas y te prepares para el combate, porque he venido no a escuchar tus propuestas, sino a informar a los milesios de que la ciudad va a ser tomada al asalto sin tardar.»

De hecho, al día siguiente arietes y catapultas entraban en acción y no tardaron en abrir una amplia brecha en las fortificaciones, lo que permitió a los macedonios penetrar en la ciudad mientras los marineros griegos anclaban sus trirremes en el puerto, borda con borda, con la proa mirando hacia alta mar, para impedir que los milesios fuesen a refugiarse en los navíos persas. Acosados por los macedonios, privados de toda ayuda procedente de los persas, los combatientes milesios huyeron como pudieron: unos, sobre su escudo convertido en balsa de fortuna, se refugiaron en los islotes vecinos, otros en barquitas, pero fueron interceptados por las trirremes griegas; los que todavía trataban de luchar en la ciudad fueron muertos, hasta que Alejandro ordenó el final de los combates e hizo saber a los milesios que no habría represalias: les dejaba a todos la vida y la libertad, porque no había ido a Asia para castigar a griegos, sino a los bárbaros.

Quedaban los persas, llegados por mar para ayudar a Mileto. También ellos se encontraban en mala posición: bloqueados por las trirremes griegas, estaban sitiados en sus propios navíos y empezaba a faltarles agua dulce. El almirante persa intentó entonces una última maniobra. Colocó sus navíos en línea, frente al puerto de Lade, para atraer a los macedonios hacia alta mar, y quince de sus barcos penetraron en una pequeña rada, entre la isla y tierra firme, con la intención de incendiar los navíos griegos que se encontraban fondeados allí y cuyas tripulaciones estaban en tierra. Cuando Alejandro se dio cuenta del movimiento, lanzó diez trirremes a toda velocidad contra los cinco navíos persas, con orden de embestirlos de frente. Al verlo, los persas viraron de bordo y se refugiaron, con los remos fuera, junto a su propia flota, que terminó por hacerse a la mar y alejarse de Mileto: Alejandro había ganado su batalla naval o, más exactamente, no la había perdido.

El macedonio extrajo sin dudar las consecuencias de esa no-victoria. Había comprendido que su flota no estaba en condiciones de medirse con la de los persas, que no le sería de ninguna utilidad cuando se adentrase en tierras asiáticas y que le costaba muy cara sin aportarle nada. Así pues, decidió licenciarla, conservando únicamente un pequeño número de barcos de transporte de tropas, y ocupar a los marinos que servían en sus navíos en tareas más útiles en tierra. Pero a partir del momento en que renunciaba a su flota, Alejandro debía conquistar la totalidad de las ciudades costeras de Asia Menor; a partir de entonces, al no encontrar la flota persa ningún puerto en Asia donde fondear para avituallarse, reparar sus navíos o reclutar tripulaciones, quedaría fuera de combate sin necesidad de combatir. Así interpretaba Alejandro el presagio del águila: quien tiene los puertos, tiene los navíos. Y el macedonio ya controlaba las costas de la Frigia marítima y la Tróade (desde Abidos y Lampsaco hasta Dascilio), de Lidia (Sardes), de Jonia (Éfeso, Mileto); para eliminar el peligro que constituía la flota persa, sólo le faltaba asegurarse la posesión de las riberas meridionales de Asia Menor, es decir, de las costas de Caria, de Licia, de Panfilia y la Pisidia. Entonces sería todo el territorio continental de esa extremidad mediterránea de Asia, es decir Frigia, la que caería en sus manos como un fruto maduro. La campaña del invierno de 334-333 a. C. se anunciaba ardua y fatigosa.

Alejandro descansó unos días en Mileto. Se sentía feliz de haber logrado apoderarse de la ciudad sin demasiados combates y de haber salvado tanto sus monumentos y sus templos como sus habitantes. Agradecidos, los milesios le otorgaron el título honorífico de stephanephore («magistrado portador de corona») eponyme («que da su nombre al año») para el año siguiente (hay que recordar que el año griego empezaba en julio: por tanto Alejandro debería ser coronado en julio del año 333 a. C.).

El rey pasó el final del verano y el principio del otoño de 334 a. C. preparando su campaña de invierno. Sus exploradores y sus espías le habían traído informes muy precisos. Desde Mileto, capital de Jonia, a Halicarnaso, capital de Caria (el siguiente puerto que tenía que arrebatar a los persas), no había más que aldeas sin fortificaciones y sin ciudadelas. Halicarnaso, en cambio, estaba bien defendida. Se hallaba situada al fondo de una bahía y rodeada, por tres de sus lados, de poderosas murallas que habían sido elevadas antaño por el rey Mausolo —el cuarto lado estaba bordeado por el mar—. La ciudad poseía además tres fortalezas consideradas inexpugnables: una, la fortaleza de la Salmakis, a la entrada de la península que formaba la bahía, por el lado de occidente; otra sobre su acrópolis, al norte de la ciudad, y la tercera el palacio real, construido sobre un islote que controlaba la entrada de la bahía.

En Halicarnaso se habían encerrado el sátrapa de Caria, Orontóbates, y Memnón, el vencido del Gránico, que pretendían salvar la última posición clave del Gran Rey en Asia Menor. Casi todas las fuerzas persas disponibles se habían concentrado allí, así como numerosos mercenarios, y las trirremes del Gran Rey, cargadas de hombres armados, fondeaban frente al puerto.

Hacia finales del mes de septiembre, Alejandro se puso en marcha hacia Halicarnaso. Al salir de Mileto vio venir hacia él a una anciana. Le dijo que se llamaba Ada, que estaba emparentada con la antigua familia real de Caria, donde sus antepasados habían ejercido el poder, y que los persas le habían arrebatado su reino, del que no había conservado más que una pequeña plaza fuerte, la ciudad de Alinda: habiéndose enterado de su fama, le suplicaba que la ayudase: «No temas, mujer, yo te devolveré tu reino», le dijo Alejandro.

Y continuó su camino. Tras haber ocupado sin lucha las aldeas y los pueblos de pescadores que se encontraban entre Mileto y Halicarnaso, el rey llegó por fin a la vista de esta ciudad en la que en otro tiempo reinara el rey Mausolo. Asentó su campamento a cinco estadios (un kilómetro aproximadamente) de la ciudad, en previsión de un largo asedio.

Al día siguiente de su llegada los sitiados hicieron una salida, seguida de un ataque de los puestos avanzados macedonios: fueron rechazados sin dificultad y enviados detrás de sus murallas. Unos días más tarde, el rey circunvaló la ciudad con su ejército para examinar las murallas, en busca de un punto débil en las defensas de Halicarnaso. Pudo comprobar que sus habitantes habían cavado, al pie de las murallas de la ciudad, un foso de protección de unos quince metros de ancho y siete u ocho metros de profundidad (las fuentes dicen: treinta codos de ancho y quince de profundidad). En el curso de este reconocimiento también intentó apoderarse, aunque en vano, de una pequeña ciudad costera vecina, con objeto de asentar en ella un puesto de apoyo con vistas al asedio que se disponía a organizar.

En los días siguientes Alejandro hizo venir al cuerpo de ingenieros y a sus artilleros, mandados por el ingeniero Diades, gran experto en balística y otras máquinas de guerra. Lo primero que hizo fue rellenar el foso, que impedía la llegada de los arietes y de las torres empleadas en los asedios. Las gentes de Halicarnaso realizaron una salida nocturna para tratar de incendiar las torres y las máquinas que ya estaban colocadas, pero a los guardias macedonios no les costó mucho ponerlos en fuga: el encuentro costó unos setenta muertos al enemigo, mientras que del lado macedonio hubo dieciséis muertos y trescientos heridos, porque los soldados de Alejandro, sorprendidos durante el sueño, no habían tenido tiempo de ponerse sus corazas para combatir.

Unos días más tarde, dos infantes macedonios achispados brindaban por sus hazañas pasadas y futuras. Enardecidos por el vino, se provocaron e hicieron juramento —de borrachos— de ensartar a los defensores de Halicarnaso en la punta de sus lanzas, incluidos «esos cobardes persas». Se cubren los dos con su escudo, blanden su pica y corren hacia las murallas de la ciudad, desafiando a los sitiados con la voz y el gesto. Los guardias —persas o mercenarios— que se encontraban en las murallas, descienden para castigar a los fanfarrones, pero éstos abaten a todos los que se les acercan y traspasan con su lanza a los que huyen. Al ver esto, más soldados macedonios acuden en rescate de sus camaradas, más guardias descienden de las murallas, y se produce un enfrentamiento general. En última instancia los hombres de Alejandro se imponen, los adversarios se repliegan al interior de la ciudad, que a punto estuvo de ser tomada a consecuencia de este golpe de mano; una parte de las murallas de Halicarnaso quedó malparada. Los sitiados apenas tuvieron tiempo, durante la noche siguiente, de construir un muro de ladrillos con forma de media luna para sustituir las fortificaciones destruidas.

Luego se produjeron varias tentativas de asalto. Alejandro mandó acercar las máquinas de asedio, que los persas incendiaron en parte, con la ayuda de antorchas encendidas. Dos o tres días más tarde atacó de nuevo, pero los asediados realizaron una salida en masa y de nuevo prendieron fuego a las máquinas. Los griegos y los macedonios los rechazaron, haciendo llover sobre ellos andanadas de flechas lanzadas desde lo alto de sus torres móviles y bombardeándolos con grandes piedras lanzadas por sus balistas. Las tropas de Alejandro perdieron cuarenta de los suyos, mataron un millar de persas y mercenarios, pero Halicarnaso seguía resistiendo. Al cabo de una semana de asaltos fallidos por parte de los griegos, de salidas que terminaban en carnicería para los asediados, Halicarnaso estaba a punto de caer. Sin embargo, Alejandro ordenó a su ejército replegarse: no quería tomar la ciudad al asalto, porque sabía por experiencia que eso significaba el pillaje y la destrucción de toda la villa así tomada, y todavía conservaba en la memoria el recuerdo de su error tebano, que se había jurado no volver a cometer nunca. Había decidido esperar una propuesta amistosa de rendición de parte de los sitiados.

Pero no contaba con el orgullo de los jefes persas, el sátrapa Orontóbates y el general Memnón. Los dos hombres celebraron consejo y, considerando desesperada la situación, prefirieron incendiar la ciudad antes que dejarla en manos de los macedonios. Y así, en plena noche, a principios del mes de noviembre se vieron elevarse imponentes llamas por encima de las murallas de Halicarnaso, donde también ardían las casas civiles que se hallaban cerca de los muros. Los persas se habían refugiado, unos en la isla del palacio real, otros en la acrópolis o en el promontorio de la Salmácide, abandonando a los habitantes —en su mayor parte griegos— a su triste destino.

Mercenarios griegos que se habían desolidarizado de los persas y habían desertado durante la operación corrieron hasta el campo de Alejandro para avisarlo. En plena noche, el rey salta al punto sobre Bucéfalo, galopa hacia Halicarnaso y cuando divisa las llamas que se elevan de la ciudad incendiada, da media vuelta, toma consigo un regimiento de macedonios, entra con ellos en la ciudad cuyas puertas han ardido, ordena matar a los incendiarios que todavía estén entregados a su tarea y deja salvos a los habitantes sorprendidos en sus casas.

Cuando amaneció, divisó al ejército persa, o al menos lo que de él quedaba, instalado en la acrópolis y la isla real. Decidió no perder el tiempo sitiando las ciudadelas en que se habían refugiado sus enemigos, que ahora, convertido en amo de la ciudad, no eran de ninguna utilidad para él, e hizo enterrar a los soldados muertos durante la noche. Luego ordenó a sus ingenieros arrasar un barrio de Halicarnaso que había tomado partido contra los griegos y nombró a la princesa Ada, aquella mujer que había encontrado al abandonar Mileto, sátrapa de toda Caria. La vieja princesa, emocionada, dio las gracias a Alejandro, le entregó su plaza fuerte de Alinda e hizo de él su hijo adoptivo. El rey aceptó tal honor y le confió la responsabilidad de Alinda. Luego se preocupó por su ejército.

Había entre los soldados macedonios numerosos jóvenes que se habían casado justo antes de abandonar Anfípolis. Alejandro les ofreció un permiso para pasar el invierno del 334-333 a. C. en Macedonia y reunirse con sus esposas; partieron como destacamento, mandados por uno de los miembros de su guardia real, llamado Ptolomeo —nombre muy difundido en Pela—, hijo de Seleuco, uno de sus lugartenientes más allegados, y por dos generales, los tres también recién casados. Es probable que esta generosidad de Alejandro, que le granjeó gran popularidad, tuviese una segunda intención: los soldados de permiso difundirían la noticia de sus victorias por las provincias de Macedonia; y se había encargado a los generales aprovechar la ocasión del viaje para reclutar el mayor número posible de infantes y jinetes, a fin de aumentar sus efectivos. Alejandro era tan hábil difundiendo su propia propaganda como haciendo la guerra.

Estamos a finales del otoño del año 334 a. C. Los soldados de permiso se habían marchado, Caria estaba sometida y Alejandro reflexionaba sobre el paso siguiente de su gran guerra. Desde que estaba en campaña, no había visto pasar los días ni las semanas. Únicamente el general Eumenes, que dirigía no sólo el regimiento de los Compañeros, sino también los servicios administrativos de su ejército, siendo asimismo su secretario después de haber sido el de Filipo II, le recordaba a veces el día y mes en que estaban, cuando por la noche redactaba concienzudamente en su tienda el diario de marcha —las Efemérides— de Alejandro y del ejército macedonio. Cuatro o cinco meses antes, el rey de Macedonia había celebrado su vigésimo segundo aniversario, entre dos combates. Pero era incapaz de descansar.

Alejandro se había dirigido a Asia con el fin de liberar las ciudades griegas de la opresión del Gran Rey, pero sin duda se daba cuenta, a medida que caían en sus manos, que los helenos que vivían en ellas no siempre lo recibían como a un salvador. Cada día descubría que el yugo del Gran Rey era muy ligero, que los griegos de Lidia, de Jonia y de Caria lo soportaban alegremente y que el ideal panhelénico que su padre había blandido como bandera —que los oradores de Atenas y otras partes invocaban con tanta frecuencia— y del que él mismo se consideraba paladín no era la preocupación dominante de las gentes de Sardes, Mileto, Halicarnaso y de todas las ciudades que había atravesado. Estos helenos de Asia vivían muy bien estando sometidos a un soberano lejano y con la paz instaurada por los Aqueménidas.

En otros términos podemos preguntarnos si, en vísperas del invierno de 334-333 a. C. que se anunciaba, el sueño de una gran cruzada panhelénica contra aquellos persas que consideraban «bárbaros» en Atenas o en Pela, estaba a punto de difuminarse en provecho de otro sueño, más terrible. Poco a poco Alejandro iba embriagándose con sus victorias, abandonaba su papel de liberador por el de conquistador y tomaba conciencia de un hecho: cuanto más avanzaba, más lejos quería ir. Por eso, en el mes de noviembre del año 334 a. C., confía la mitad de su ejército a Parmenión, al que envía a Sardes, a tierras de los lidios, con la orden de marchar hacia el noreste y adentrarse en el vasto territorio continental de la Gran Frigia, el corazón montañoso de la actual Anatolia (por la ruta que en nuestros días va de Izmir a Ankara). A principios del invierno, él mismo parte con el resto de sus tropas a lo largo de la costa meridional de Asia Menor hacia Licia, no para «liberar» a los griegos, sino para impedir a la flota persa ir a esa región en busca de avituallamiento.

Nada detiene ya al joven conquistador, ni las distancias a recorrer, ni los fríos del invierno que avanza. Las ciudades se abren a su paso unas tras otras, y cuando no se entregan las toma al asalto. Entre Halicarnaso y Patara, recibe la alianza de más de treinta ciudades, luego asienta sus cuarteles de invierno en una ciudad de Licia, a orillas del mar, la bonita ciudad de Fasélida, no lejos de la moderna Antalia, al pie de las altas montañas que dominan el mar.

Ese año, el invierno era suave, como suele serlo a orillas del Mediterráneo turco, y Alejandro concedió a sus hombres y a él mismo unos días de descanso. Hizo incluso una fiesta, si hemos de creer una anécdota referida por Plutarco. Fasélida era la patria de un famoso poeta y orador griego, llamado Teodecto, que había enseñado en la escuela de Aristóteles, en Estagira, donde el mismo Alejandro había estudiado cuando era adolescente, y la municipalidad de la ciudad le había erigido una estatua (en una playa, asegura Plutarco, en la plaza del mercado dicen otras fuentes). Una noche, después de un banquete bien rociado de vino, a Alejandro se le ocurrió que habría que rendir un homenaje a Teodecto, por lo que arrastró a sus comensales hasta la playa y emprendió con ellos una ronda descabellada alrededor de la estatua, después de haberla coronado con una guirnalda de flores.

La estancia de Alejandro en Fasélida fue turbada por un despacho que le dirigió Parmenión en que le informaba de haber descubierto que se tramaba un complot contra su vida, fomentado por un príncipe de la tribu de los lincéstidas que llevaba el mismo nombre que él: Alejandro, hijo de Aéropo, uno de los Compañeros de Macedonia. Este hombre, cuyos hermanos habían participado en el asesinato de Filipo en 336 a. C. y que habían sido ejecutados por ese crimen, había figurado entre los primeros que lo saludaron con el título de rey, y él le había recompensado nombrándole comandante del escuadrón de caballería tesalia, en el ejército de Parmenión. Éste acababa de descubrir que el príncipe Alejandro estaba en relación con el Gran Rey: sus espías habían interceptado una carta de Darío dirigida al príncipe, ofreciéndole una importante suma de dinero y la corona de Macedonia si consentía en organizar el asesinato del rey Alejandro.

A decir verdad, el rey ya estaba al corriente de ese complot: unos días antes había recibido una carta de su madre Olimpia en la que le advertía del mismo peligro, pero había pensado que ese aviso era fruto de las obsesiones maternas, que veían en todas partes conspiraciones contra su hijo. Esta vez no se trataba de temores de madre, sino de un asunto grave de alta traición, con pruebas; no obstante, a Alejandro le repugnaba ordenar la ejecución pura y simple del príncipe felón y envió a Parmenión instrucciones para que lo detuviesen y lo mantuvieran en prisión en espera de un proceso regular y público. Esta mansedumbre para casos semejantes no era habitual en el rey, y tenemos derecho a preguntarnos cuáles eran los motivos: ¿personales (una amistad de juventud o una amistad homosexual)?; ¿políticos (no perturbar el círculo cerrado de los Compañeros de Macedonia)?; ¿estratégicos (no hacer estallar, mediante una represión demasiado inmediata, una revuelta nobiliaria, que haría el juego a Darío)? En nuestras fuentes no encontramos nada que nos permita decidir.

Una cosa parece segura (según Arriano): antes de enviar sus instrucciones a Parmenión, Alejandro convocó a los Compañeros. Éstos opinaron que había sido un error por parte del rey confiar la élite de la caballería a un hombre de pasado sospechoso y que había que neutralizarlo lo más rápidamente posible, antes de que arrastrase a sus jinetes tesalios en su revuelta. La decisión de posponer el proceso fue debatida con sensatez; tuvo lugar, en debida forma, cuatro años más tarde, muy lejos de Macedonia, en Afganistán: el príncipe Alejandro fue juzgado según las reglas, condenado a muerte y ejecutado.

Recordemos una vez más, para la historia pequeña, la siguiente anécdota. En la época en que ponía sitio a Halicarnaso, Alejandro solía tomarse unos minutos de descanso en la mitad de la jornada y hacía una siesta reparadora. Mientras dormía, una golondrina vino a revolotear alrededor de su cabeza, con un chirrido más agudo y ruidoso que de costumbre; el rey, cuyo sueño era profundo, no se despertaba, pero hacía maquinalmente gestos para echar al pájaro que, lejos de huir, se posó en la frente misma del durmiente y no se fue hasta que Alejandro se hubo despertado del todo. Éste vio en el comportamiento del pájaro un signo del destino e interrogó al inevitable Aristandro sobre él; el adivino le respondió que presagiaba una conspiración urdida por uno de sus amigos, pero que la conspiración sería desenmascarada. Tras lo cual Alejandro envió a Parmenión las instrucciones que ya conocemos sobre Alejandro, hijo de Aéropo.

El medio que empleó para hacérselas llegar también merece ser destacado. Le envió a uno de sus más allegados, llamado Anfótero, acompañado por algunos indígenas de Perga (pequeña ciudad de Panfilia) como guías y vestido como ellos, para no ser reconocido en el viaje; pero no le entregó ninguna carta, porque temía —nos dice Arriano— escribir a las claras sobre ese tema, es decir, una posible interceptación: transmitió de viva voz su mensaje a Parmenión. Y así fue como Alejandro el lincéstida fue arrestado.

Alejandro dedicó el invierno de 334-333 a. C. a la sumisión de las satrapías persas que unían las orillas meridionales de Asia Menor al este de Caria, es decir, de Licia, Panfilia y Pisidia, que constituían su prolongación continental, de las que debía ocuparse Parmenión. Alejandro no había encontrado ninguna oposición en Licia, y partió de Fasélida en la segunda mitad del mes de enero del año 334 a. C.; se había fijado como primera etapa la ciudad de Perga, en Panfilia, famosa por su templo dedicado a Artemisa, protectora de la ciudad.

Panfilia se reduce a una llanura estrecha pero muy rica, incrustada entre el mar Mediterráneo y las montañas de la cadena del Tauro, que separan Turquía central del Mediterráneo. Dos rutas llevaban de Fasélida a Perga: una, sinuosa y difícil, franqueaba el alto macizo del Climax («la Escala»); la otra, que bordeaba el mar, era más corta pero muy peligrosa, porque estaba bordeada por un muro casi continuo de acantilados, contra el que iban a desplomarse enormes trozos de mar cuando el viento soplaba del este o del sur, de suerte que sólo podía tomarse con viento del norte, e incluso en este caso a lo largo de la ruta había ensenadas y pequeñas bahías que estaban sumergidas. Alejandro decidió hacer pasar la mitad de su ejército por el Climax y la otra mitad por la peligrosa orilla del mar: como si fuera un milagro, el viento del sur había caído bruscamente y le había sucedido un viento del norte, seco y frío. Sus soldados, supersticiosos como todos los macedonios, achacaron este cambio en la dirección del viento a la buena estrella de su jefe, que, como resultaba evidente, era capaz de imponerse a los mismos elementos.

De este modo, a finales del mes de enero o a principios del mes de febrero del año 333 a. C. Alejandro llegó sin obstáculos a Perga, precedido de la reputación de un rey ante el que se habían inclinado las olas del mar. La ciudad se sometió sin lucha, y cuando salió de ella, encontró a los plenipotenciarios de la ciudad vecina de Aspendo, que acudían a prometerle que le abrirían las puertas de su ciudad a condición de que no impusiese a los habitantes la humillación de una guarnición permanente; ofrecían a cambio una contribución de 50 talentos de oro y caballos. El rey aceptó su propuesta y dejó un destacamento, acantonado a cierta distancia de las murallas de Aspendo, para vigilar la comarca. La tercera gran ciudad de Licia era Side: tuvo menos suerte y hubo de aceptar una guarnición, so pretexto de que sus habitantes no hablaban el griego de sus antepasados y hacían uso de una lengua bárbara a fin de cuentas desconocida.

Alejandro marchó luego contra la única fortaleza verdadera de la región, que se llamaba Silio. Albergaba una guarnición de mercenarios extranjeros y de persas. Habría podido tomarla en un solo asalto, pero, cuando se dirigía hacia ella, se le unió un grupo de hombres que había dejado en las cercanías de Aspendo: le informaron de que los magistrados de esa ciudad no habían pagado los tributos prometidos, ni el dinero ni los caballos, y que habían cerrado las puertas de la ciudad a sus enviados. Alejandro hizo alto inmediatamente y llevó su ejército delante de Aspendo: sus habitantes, que en su mayoría vivían en pequeñas casas diseminadas por la llanura, las habían abandonado para refugiarse en la ciudadela de la ciudad, construida sobre una altura escarpada.

Cuando vieron que el ejército macedonio volvía sobre sus pasos, se produjo un momento de pánico alrededor de Aspendo, luego los delegados de la ciudad salieron al encuentro de Alejandro. Éste habría podido sitiar la ciudadela y asaltarla, pero la plaza estaba bien defendida y era susceptible de resistir mucho tiempo: prefirió imponer a los ciudadanos de Aspendo un nuevo acuerdo, más severo que el primero, doblando el tributo que les había pedido antes (100 talentos en lugar de 50), y se llevó rehenes como garantía. Una vez sometida Panfilia, Alejandro devolvió su ejército a Perga, y hacia mediados de febrero, se puso en camino hacia el norte, a fin de unirse con Parmenión. Éste debía esperarle en la Gran Frigia, en concreto en Gordio, en el río Sangario, por donde pasaba la famosa vía real de 2.700 kilómetros construida ciento sesenta años antes por Darío I el Grande, uniendo Sardes, capital de Lidia, con Susa, capital de los soberanos persas.

Desde que había franqueado el Helesponto, Alejandro sólo había conocido de Asia Menor su fachada mediterránea, donde se sucedían, como las perlas de un collar, las ciudades costeras o cercanas a la costa: Ilion, Éfeso, Mileto, Halicarnaso, Fasélida, Perga, Side, de la misma manera en que se siguen en nuestra costa del Var o en nuestra costa Azul, Hyéres, Le Lavandou, Saint-Tropez, Sainte-Maxime, Saint-Raphaél, Cannes, Antibes, Niza, Mónaco y Mentón. Aquellas ciudades eran griegas en su totalidad, aunque tuviesen un marcado carácter oriental y no se pareciesen a Atenas ni a Pela. Ahora iba a adentrarse por un territorio desconocido, que sus exploradores tra-cios le habían descrito como especialmente salvaje y lleno de emboscadas.

Su itinerario cruzaba primero una región de altas montañas esmaltadas de lagos, Pisidia, en cuyos valles vivían poblaciones bárbaras y belicosas, de lenguas desconocidas, que pasaban la mayor parte de su tiempo luchando entre sí y cuyas ciudades no eran más que aldeas groseramente fortificadas. Según sus informadores, había que realizar una decena de días de marcha por senderos de montaña para atravesar Pisidia, y quince días por lo menos para alcanzar el río Sangario, que marcaba el límite septentrional de la Gran Frigia. Cerca de este río, en la ciudad de Gordio, le esperaban Parmenión y su ejército. La capital de la satrapía, Celenas, se encontraba poco más o menos a medio camino entre Perga y Gordio.

El viaje no se anunciaba muy alegre. Alejandro había decidido renunciar a someter las tribus de Pisidia una tras otra, valle por valle. Pensaba que sería tiempo y energía perdidos; más valía combatirlos únicamente si intentaban cortar la ruta al ejército macedonio y dejar la tarea de pacificar la región a los futuros gobernadores que nombraría para Pisidia. En la Gran Frigia el rey esperaba negociar la rendición de las plazas con el sátrapa persa… ¡si es que no había huido al anuncio de su llegada!

Tenemos pues al ejército de Alejandro en ruta hacia Gordio. Deja la risueña llanura de Panfilia y luego, torciendo hacia el oeste, se adentra en las montañas poco hospitalarias de Pisidia. El camino es ascendente y pedregoso, el suelo está cubierto de una espesa capa de nieve helada; los caballos y los hombres resbalan continuamente y todos tiritan de frío. Durante dos días el ejército macedonio avanza sin encontrar alma viviente. Luego el paisaje se ensombrece. La ruta sube en zigzag por el fondo de un barranco, entre dos montañas, hasta el puerto; al otro lado se alza la ciudadela de Termeso, que controla un desfiladero cuyas dos laderas están pobladas de bárbaros armados: los hombres aptos para la lucha de la ciudad están allí, feroces y dispuestos al combate. Para pasar, será preciso matarlos a todos.

Alejandro utiliza entonces una estratagema. Hace seña a sus tropas de detenerse y les da la orden de prepararse a vivaquear en el sitio: de este modo, piensa Alejandro, los termesios, al ver a los macedonios descansar, creerán que van a pasar la noche allí mismo y no hay peligro inminente, por lo que se contentarán con que unos cuantos centinelas vigilen el desfiladero. El rey había acertado: la multitud de bárbaros se retiró y sólo quedaron unos cuantos centinelas apostados en las alturas. Alejandro ordenó de inmediato el ataque a sus arqueros, lanzadores de jabalina y destacamentos de infantería ligera: los centinelas no pudieron aguantar bajo los disparos y abandonaron el terreno. El ejército griego franqueó el desfile, pasó el puerto y acampó delante de la ciudadela.

Al día siguiente le anunciaron la llegada de parlamentarios enviados por la ciudad de Selga. Los selgeos también eran bárbaros, en guerra permanente contra los termesios: dijeron que acudían a Alejandro para restablecer las relaciones de amistad con los macedonios y concluyeron un tratado de alianza contra su enemigo común, los bárbaros de Termeso. Los selgeos cumplían la palabra dada: desde ese día Alejandro tuvo en ellos unos amigos fieles, que nunca le traicionaron fueran cuales fuesen las circunstancias.

Una vez asegurada la retaguardia, Alejandro se dirigió hacia la tercera gran ciudad de Pisidia: Sagaleso, que era de hecho una colina transformada en ciudad. Cuando llegó al pie de la colina, comprobó que los sagalesos, a los que se habían unido algunos termesios, le aguardaban a pie firme. El rey no perdió tiempo: envió la falange macedonia, que partió al asalto de la colina. Los hombres de Sagaleso eran fuertes y valientes, pero luchaban casi desnudos contra unos macedonios con corazas y superiormente armados: cayeron heridos por todas partes. Murieron quinientos en el primer asalto y los otros huyeron a gran velocidad, dado que estaban muy ligeramente armados; los macedonios, debido a sus corazas, sus cascos y sus armas, además de su desconocimiento de la topografía de la zona, no pudieron atraparlos.

Después de la toma de Sagaleso las restantes plazas fuertes de Pisidia capitularon, en su mayoría sin lucha: Alejandro veía abrirse ante sí la ruta de la Gran Frigia, el país de los frigios.

Alejandro se había hecho contar la historia de este pueblo del que se sentía un poco el heredero. En efecto, los frigios estaban emparentados con los tracios y los macedonios; se habían instalado en Asia Menor en el siglo XII a. C., entre el mar Egeo y el mar Negro, y habían creado un reino cuyo rey más célebre —y sin duda legendario-había sido el rey Midas, al que Dioniso había dado el poder de transformar en oro cuanto tocaba y Apolo unas orejas de burro. Este Midas también estaba unido a la historia legendaria de la dinastía de los reyes de Macedonia: a él pertenecían los jardines perfumados donde antaño se habían refugiado Perdicas I y sus hermanos. En el siglo VI a. C. el reino frigio había sido invadido por jinetes nómadas procedentes de las estepas de Asia, los cimerios; luego se había vuelto vasallo de los lidios y más tarde de los persas.

Después de acabar con los pisidios, Alejandro tardó cuatro días en llegar a Celenas, una ciudadela encaramada en unas escarpadas alturas. El sátrapa que solía residir en ella había huido y sólo quedaba una guarnición compuesta por un millar de carios y un centenar de mercenarios griegos para defenderla. Esta guarnición envió una diputación al rey para hacerle saber que, si las ayudas que les habían prometido las autoridades persas no llegaban en la fecha concertada, le entregarían la fortaleza. Alejandro consintió en dejar pasar ese tiempo: organizar el asedio de una ciudadela tan inaccesible habría requerido varias semanas y le habría costado pérdidas humanas muy considerables. Esperó diez días y, como las ayudas esperadas por la guarnición no llegaban, dejó detrás de sí un destacamento de mil quinientos hombres, nombró a su hermanastro Antígono sátrapa de Frigia y marchó con el resto de su ejército hacia Gordio, donde hizo su entrada en los últimos días de abril de 333 a. C.

Gordio, antigua capital de los reyes de Frigia, pasaba por haber sido fundada en los tiempos míticos por el rey legendario Gordio, un mortal que había sido amado por Cibeles, diosa de la naturaleza y la fecundidad, a la que también llamaban la Gran Madre. De estos amores había nacido el rey Midas (Mita en frigio), alumno de Orfeo y protector del culto de Dioniso, con el que Alejandro creía —tal vez confusamente— tener algunos lazos: no por los jardines perfumados que habían servido de refugio a Perdicas, primer rey de Macedonia, sino porque su madre, Olimpia, había sido en su juventud sacerdotisa de Dioniso y entonces solía participar en las ceremonias orgiásticas en honor de ese dios: como hemos visto durante esos frenesíes en Samotracia, había conocido a su padre.

También dice la leyenda que en el pasado se había difundido por Frigia una profecía que anunciaba la llegada de un rey de los frigios, montado sobre un carro de campesino, que liberaría a su pueblo y que así había hecho Gordio su aparición en Frigia. Aquel carro se conservaba en el templo consagrado a Zeus, elevado sobre la acrópolis de la ciudad de Gordio: su timón estaba unido al yugo por una clavija de madera atada por un nudo de cuerda de cáñamo, que parecía imposible de desatar. El oráculo de Zeus había predicho que el hombre que supiese deshacer ese nudo se convertiría en el amo de Asia. Alejandro conocía, como todos los griegos y los macedonios, esa profecía: por lo tanto, no fue casualidad que escogiese Gordio como lugar de partida, con su gran ejército al fin reunido, para conquistar aquel vasto continente, cuyos límites ignoraba.

Alejandro fue el primero en llegar a la cita de Gordio. Recibió allí a los soldados que habían ido de permiso a Macedonia, de donde éstos habían partido el mes de noviembre anterior: nos dice Arriano que había allí tres mil infantes macedonios, trescientos jinetes macedonios, doscientos jinetes tesalios y cincuenta eléatas. Parmenión, que había partido en la misma época desde Sardes con la mitad del ejército grecomacedonio, fue el último en llegar. En los primeros días del mes de mayo el gran ejército de Alejandro estaba reunido al completo.

La presencia persa en Asia Menor había sido aniquilada apenas en un año y la región fue reorganizada según las disposiciones de Alejandro, que había roto las tradiciones militares helénicas de antaño, las de las expediciones punitivas contra tal o cual ciudad. Sin duda su objetivo era establecer un vasto Estado griego en Asia, no sólo tomando las ciudades, sino ocupando provincias enteras, creando en ellas un sistema administrativo y fiscal centralizado, unido a Pela como antes había estado unido a Susa. No obstante, no se contenta con sustituir los sátrapas persas por sátrapas griegos o indígenas: les quita sus poderes de reyezuelos y los transforma en funcionarios administrativos de un nuevo imperio cuyo soberano de hecho es él.

Así se crea, a medida que avanzan sus conquistas, un verdadero Estado asiático, cuya unidad geopolítica de base sigue siendo la satrapía, pero en la que el sátrapa no tiene otra tarea que gestionar, por cuenta del nuevo soberano, los impuestos de bienes raíces, las tasas sobre las cosechas y los rebaños, las tasas aduaneras en los puertos, los ingresos procedentes de la explotación de los recursos mineros (las minas de Asia se convierten en propiedad del Estado, lo mismo que las minas de oro de Macedonia), y las patentes comerciales.

A cambio, la unidad democrática es la ciudad concebida a la manera griega, es decir, como una comunidad local que se extiende fuera de sus murallas (como Atenas y el Ática, por ejemplo), cosa que por lo demás ya existía en Asia Menor; pero a diferencia de lo que ocurría en el Imperio persa, estas comunidades se administran por sí mismas, al modo democrático, y tienen sus propias leyes y sus propias costumbres; no han de obedecer la arbitrariedad de un lejano monarca o un sátrapa que lo representa; y también son libres de federarse, de formar ligas análogas a la gran Liga de Corinto por ejemplo. La prueba más notable de esta autonomía recuperada fue el derecho reconocido a todas estas ciudades-estado de acuñar monedas, monedas que no tienen la efigie del rey, pero que la mayoría de las veces llevan las armas de la ciudad.

El Asia Menor así conquistada se parecía ahora al Estado pluralista grecomacedonio: fue ese estado lo que descubrieron, algo más de dos siglos después, los Sila, los Pompeyo y los César.