V - Buena sangre no puede mentir

(septiembre de 336-primavera de 334 a. C.)

Alejandro III, rey de Macedonia: la matanza de los pretendientes (septiembre de 336). —Reunificación pacífica de la Hélade (octubre de 336). —Congreso de Corinto: Alejandro elegido comandante en jefe de los ejércitos helénicos contra Persia: encuentro con Diógenes (finales de octubre de 336). —Campañas en los Balcanes contra los bárbaros del Norte y el Noroeste: tracios independientes, tribalos, getas, ilirios y taulancios: el Danubio, frontera natural de Macedonia (marzo-mayo de 335). —Defección de Atenas y duplicidad de Demóstenes: rebelión, asedio y destrucción de Tebas (finales del verano de 335). —Segunda unificación de la Hélade (otoño de 335).

Alejandro tenía veinte años y dos meses cuando Filipo fue asesinado. Era joven física, mental y políticamente, y no tenía, para guiarle en ese oficio de rey que iba a ejercer, ni maestro, ni mentor, ni ejemplo, salvo el del mítico Aquiles.

Durante los quince primeros meses de su reinado, se vio enfrentado a todas las dificultades y todos los peligros: negado en sus derechos por unos, despreciado por otros debido a su juventud y odiado por Átalo, que ya se encontraba en Asia con la mitad del ejército macedonio. Sin embargo, convencido de haber sido encargado por la Fortuna de cumplir el destino querido por los dioses de los que descendía, dotado de una ambición poco común, casi patológica, de cualidades físicas excepcionales, de una voluntad y una energía asombrosas, aquel a quien Demóstenes llamaba con desprecio «el jovencito» iba, entre septiembre de 336 y abril de 334 a. C., a imponerse a todos y a revelarse luego como el conquistador más extraordinario de la historia de Occidente.

1. Unos inicios de reinado movidos: guerra en los Balcanes

En unos días Aigai se había vaciado de sus embajadores griegos, de sus oficiales y sus sacerdotes. Se habían despedido presurosamente de la familia real, preguntándose cómo iba a resolverse la sucesión de Filipo. La mayoría de ellos pensaba que entre los pretendientes, fuese Alejandro o cualquier otro, no había nadie capaz de desempeñar con éxito el papel que Filipo de Macedonia había ejercido durante veinte años sobre la escena internacional helénica.

La partida del ejército macedonio que acampaba a orillas del Estrimón y que aún no se había puesto en marcha hacia el estrecho del Helesponto, nada más enterarse de la muerte del rey había aclamado el nombre de Alejandro y su general, Antípater, se había declarado sin vacilaciones su fiel súbdito. En cambio, la otra mitad del ejército, que ya había pasado a Asia Menor con Átalo al frente, el enemigo personal de Alejandro y Olimpia, había recibido la orden de someterse al príncipe Amintas, tercero de ese nombre, hijo del rey Perdicas III; el hermano de Filipo que le había precedido en el trono de Macedonia y que por ese motivo tenía sobre Alejandro la prioridad del nacimiento.

La noticia de este golpe de Estado llegó a Pela cuando Alejandro, seguro de su derecho, de su predestinación y sobre todo del apoyo del general Antípater, había empezado a ejercer su papel de soberano. Una de sus primerísimas decisiones fue ordenar a uno de sus partidarios, Hecateo de Cardes, que partiese hacia Asia con el ejército, detuviese a Átalo y, a ser posible, lo trajese vivo a Pela, donde sería juzgado y ejecutado por crimen de alta traición; si el caso no podía llevarse a buen fin, Hecateo tenía orden de ejecutar al general felón en el plazo más breve posible, sin importar el medio. No lo consiguió por sí mismo, pero Átalo será ejecutado finalmente por uno de sus oficiales mientras que, al mismo tiempo, Alejandro ordenaba encarcelar en Pela a varios miembros varones de la familia del general. En cuanto a Amintas, consiguió escapar por un tiempo a la persecución, pero en última instancia fue detenido y ejecutado también.

Ya no quedaba ningún pretendiente vivo al trono de Macedonia. A partir de ese instante Alejandro podía dormir tranquilo y reinar con el nombre de Alejandro III: tenía de su parte el derecho, la mitad del ejército y pronto la otra mitad, y sobre todo la simpatía del pueblo que había sido sensible a las vejaciones que había tenido que sufrir. Admiraban además el valor de que había dado pruebas en la batalla de Queronea, su cultura y su generosidad de alma.

Tras asegurar de este modo su legitimidad en unas pocas semanas, Alejandro ganó las llanuras de Tracia, donde recibió el juramento de fidelidad del ejército de Antípater y, en un breve discurso, declaró a los soldados y los oficiales que en Macedonia nada, salvo el nombre del rey, había cambiado: ni el servicio militar, ni la organización del ejército, ni los métodos de entrenamiento. Y mientras la vida recuperaba su curso habitual, Alejandro se hizo cargo del ejército macedonio a fin de ocuparse de política exterior, es decir, de Grecia, donde la muerte de Filipo había sido acogida como una liberación.

En efecto, los jefes políticos de Atenas, Esparta, Tebas, Tesalia, Etolia, Argólida, Fócida y Tracia, que habían participado en la gran campaña panhelénica de Aigai el verano anterior, pensaban haber calibrado al joven rey: les parecía evidente que Alejandro, incluso en caso de que consiguiese mantenerse en el trono, nunca sería capaz de ejecutar los proyectos militares de su padre, y que las ciudades griegas podrían denunciar cuando quisiesen y como quisiesen los tratados de federación o alianza concluidos con Macedonia.

A pesar de las dificultades que encontraba en su reino, Alejandro puso freno, enseguida y contra cualquier esperanza, a las agitaciones revolucionarias de los griegos. En octubre de 336 a. C. salió de Macedonia al frente de un ejército de 30.000 hombres y se dirigió primero a Tesalia: invocó el antiguo parentesco que unía a tesalios y macedonios desde Heracles, y con su elocuencia consiguió que le confirmasen el mando de las fuerzas griegas federadas como lo habían acordado con su padre. Luego marchó sobre el Peloponeso, donde convocó una asamblea general de las ciudades para hacerles la misma petición. Consiguió lo que pedía de todos los delegados, salvo de los lacedemonios, que le respondieron orgullosamente que era contrario a sus leyes obedecer a extranjeros.

Los atenienses fueron más coriáceos. Al enterarse de la muerte de Filipo no disimularon su alegría y, renegando de la corona de oro que habían ofrecido al rey cuando estaba vivo, votaron una moción para honrar la memoria de su asesino. Demóstenes, que había sido el primero en conocer la noticia de la muerte de Filipo, había dado la señal de la rebelión, incitando a las ciudades de la Hélade a romper el juramento de alianza que habían prestado a Filipo, declarando en la Asamblea que Alejandro era «un joven necio que nunca se atrevería a salir de las fronteras de Macedonia».

El «joven necio» no tardó en quitarle la razón a Demóstenes.

Negándose a escuchar los consejos de moderación de sus amigos, que le recomendaban llegar a una reconciliación con Átalo y ganarse a las ciudades griegas con regalos y concesiones, Alejandro penetró a marchas forzadas en Beocia con su ejército y asentó su campamento en las proximidades de Tebas, sembrando el terror en la ciudad, que se apresuró a abrirle sus puertas: envió al exilio a los agitadores, que se refugiaron en Atenas. Cuando en Atenas se supo que el ejército macedonio sólo estaba a dos días de marcha del agora, reinó el pánico: pusieron las murallas en estado de defensa, los pastores acudieron a buscar refugio en la ciudad con sus rebaños transformando la ciudad en un gigantesco establo, y se enviaron embajadores a Alejandro. Éste los recibió con magnanimidad y les perdonó no haberle concedido rápidamente el mando de las fuerzas federadas que les había pedido. Entre los miembros de la delegación observó la ausencia de Demóstenes; el orador había ido en carro, con los otros, pero había dado media vuelta, bien por miedo a que Alejandro le reprochase la violencia de su política antimacedónica, bien para no tener que dar cuenta de sus relaciones secretas con el Gran Rey, que había financiado esa política. Alejandro fue generoso, perdonó a los atenienses, renovó los tratados del pasado y se vio colmado por éstos con más honores de los que habían concedido a Filipo.

La gira triunfal de Alejandro concluyó en Corinto, donde habían sido convocados los plenipotenciarios de la Hélade. Éstos votaron, por unanimidad de todas las ciudades salvo una (Esparta), la moción que habían votado en favor de Filipo dos años antes, referida en los siguientes términos por Diodoro de Sicilia (IV, 9):

“Las ciudades griegas decretan que Alejandro será el comandante en jefe de los ejércitos helénicos, dotado de plenos poderes y que se hará una guerra en común contra los persas, en razón de los crímenes de que se han hecho culpables respecto a los griegos.”

Alejandro pasó unos días en Corinto. De todas partes acudieron para admirar al joven rey políticos, estrategos, artistas y filósofos. Todos se apiñaban alrededor de él, tratando de conseguir una mirada, una sonrisa, una palabra de este príncipe que había sido alumno del gran Aristóteles. Sólo Diógenes el Cínico permaneció tranquilamente junto a su tonel, calentándose al sol, cerca del estadio que estaba situado a la entrada de la ciudad. Se cuenta que Alejandro se hizo llevar hasta él y le dijo:

—Yo soy el gran rey Alejandro.

—Y yo soy Diógenes el perro —respondió el filósofo.

—¿Por qué te has llamado el perro?

—Porque acaricio a los que me dan, ladro a los que no me dan y muerdo a los que son malvados.

—Pídeme lo que quieras y lo tendrás —dijo entonces Alejandro.

—Lo que quiero es que te apartes de mi sol —respondió Diógenes.

A lo cual el rey dijo a los que le acompañaban:

—Por Zeus, si yo no fuese Alejandro, querría ser Diógenes.

Tras haber saboreado durante dos o tres días más las dulzuras del otoño de Corinto, y antes de regresar a Pela a preparar la expedición contra Persia, Alejandro decidió ir a consultar al oráculo de Delfos, a fin de hacerle la pregunta que le obsesionaba día y noche: cuál sería el resultado de su guerra contra los persas.

El oráculo hablaba por la pitonisa, una vieja sacerdotisa de Apolo que era en cierto modo la portavoz del dios. Cuando Alejandro llegó a Delfos, supo que la pitonisa no estaba preparada para decir el oráculo: tenía que pasar tres días rezando y ayunando antes de vaticinar y, además, el dios sólo respondía a las preguntas determinados días. Alejandro se sintió contrariado: no quería esperar, por lo que se dirigió a casa de la pitonisa. Ésta le respondió que no podía desempeñar sus funciones sin preparación y que, además, la pregunta que deseaba hacer el rey era difícil y exigía una larga deliberación previa entre ella y los sacerdotes de Delfos. El joven rey insiste y luego, agarrando a la vieja sacerdotisa de la mano, le pasa el brazo por la cintura y la arrastra hacia el templo. La pitonisa protesta, pero se deja llevar y dice a Alejandro: «Decididamente, hijo mío, nadie puede resistirte, eres irresistible.» Al oír estas palabras, Alejandro suelta la mano de la sacerdotisa: «El oráculo acaba de hablar por tu boca —le dijo, satisfecho—. No te importunaré más; ¡ahora sé que el Gran Rey tampoco podrá resistirme, porque soy irresistible!»

Se acercaba el invierno. Alejandro regresó a Macedonia hacia finales del mes de noviembre de 336 a. C. con objeto de preparar su gran expedición contra los persas, sus anábasis, como se dice en griego. Pero antes de partir para Asia Menor, que debía ser la primera etapa de su campaña, tenía que poner Macedonia al abrigo de las incursiones de las tribus salvajes que vivían en el norte de Tracia, hacia el valle del Danubio: las más peligrosas eran las de los ilirios, los tracios independientes, los tribalos y los getas; como escribe Amano, su biógrafo más serio:

“En el momento en que emprendía una expedición que debía llevarle tan lejos de su patria, no le parecía posible más solución que dejarlos completamente vencidos y sometidos. [… ] Ahora que Filipo estaba muerto, aquellos bárbaros pensaban que había llegado el momento de recuperar su independencia y sus antiguas costumbres de bandidos y piratas.”

Historia de Alejandro, I, 1, 4-8.

La mayor parte de las fuerzas macedonias estaba acantonada en la costa tracia, en la desembocadura del Estrimón. En la primavera de 335 a. C. Alejandro decide acabar con las tentaciones de hacerle daño que podían tener sus turbulentos vecinos del norte; parte de Anfípolis y, en una decena de días, franquea el Nesto, circunvala el macizo del Ródope y llega al pie de las montañas del macizo que en nuestros días se llama el Gran Balean (el monte Hemo de los antiguos), cuyas crestas ocupaban los tracios independientes, en el nivel del actual puerto de Chipka. Disponían de carros muy pesados, de los que se servían como de una trinchera desde la que podrían rechazar al enemigo si éste conseguía franquear los desfiladeros que llevaban a la montaña, y tenían intención de dejar rodar cuesta abajo esos carros sobre la falange macedonia en el momento en que los soldados de Alejandro trepasen las escarpadas pendientes del Gran Balean.

Pero Alejandro había comprendido el peligro e ideó la forma adecuada de conjurarlo: «En el momento en que los tracios suelten sus carros —les dijo a sus hombres—, aquellos de vosotros a quienes la anchura del camino permita romper las filas se apartarán, y los carros pasarán entre ellos para ir a estrellarse contra las rocas, mucho más abajo; los que se encuentren en las partes estrechas del camino avanzarán codo a codo, sin dejar ningún espacio entre sus escudos: los carros de los tracios, debido a la velocidad adquirida, saltarán por encima de los escudos, sobre los que rodarán sin hacer ningún daño a sus portadores.»

La maniobra tuvo éxito y, una vez pasados los carros, los hoplitas corrieron contra los tracios lanzando su grito de guerra, mientras los arqueros, situados por Alejandro a la derecha de la falange, mantenían a distancia a los tracios que trataban de cargar. Al cabo de poco tiempo, los bárbaros, barridos por los hoplitas, incapaces de protegerse de las salvas de flechas que se clavaban en sus torsos desnudos, sin corazas ni escudos, huyeron al otro lado de la montaña, dejando cinco mil muertos sobre el terreno. En cuanto a las mujeres y los niños que los habían acompañado, como era su costumbre en la guerra, fueron capturados y se convirtieron en el botín de los macedonios victoriosos: fueron vendidos como esclavos en los puertos del mar Negro.

Después de haber aniquilado a los tracios, Alejandro se volvió contra las tribus guerreras de los tribalos. Su rey, que se llamaba Sirmo, había previsto desde hacía mucho la expedición del macedonio, enviando a las mujeres y los niños de su pueblo a una isla en medio del Danubio para evitarles el funesto destino de los tracios si resultaban vencidos; él mismo y sus hombres se habían replegado hacia el sur y atrincherado en un valle por el que corría un afluente de ese río. Informado de sus movimientos, Alejandro dio media vuelta y marchó contra Sirmo, a quien sorprendió estableciendo su campamento en el valle en cuestión. Para hacerles salir, ordenó a sus arqueros acribillarlos a flechas: los tribalos, que combatían casi desnudos, corrieron hacia los arqueros, para enfrentarse a ellos cuerpo a cuerpo. Era el momento que Alejandro esperaba: cuando los tribalos se encontraron en campo raso, dio la orden de entrar en combate a la falange y a su caballería y los asaltó por todas partes. Al final de la jornada había tres mil cadáveres de tribalos en la llanura: las pérdidas de los macedonios se limitaban, según Arriano, a once jinetes y cuatro soldados de a pie.

El tercer día después de este combate, siempre según Arriano, Alejandro llegó a orillas del Danubio, que entonces estaba considerado el mayor río de Europa (se ignoraba la existencia del Volga). Al norte del Danubio vivía otra tribu tracia, la de los getas (los antepasados de los dacios de la moderna Rumania), que se habían reunido en gran cantidad en sus orillas septentrionales, totalmente decididos a obstaculizar el paso al joven Conquistador, de cuyas recientes proezas habían oído hablar. Había allí cuatro mil jinetes y más de diez mil guerreros de a pie, desplegados en orden de batalla, a cinco o seis kilómetros de una de sus ciudades, por otra parte mal fortificada. Por su parte, Alejandro había ordenado al comandante de la flota macedonia, que estaba fondeada en uno de los puertos del Bósforo, remontar el curso del Danubio y dirigirse hasta el país de los getas. La empresa se anunciaba peligrosa: las orillas del río estaban habitadas por tribus agresivas y las trirremes macedonias debían cruzar los territorios inhóspitos de los escitas y los sármatas antes de penetrar en los de los getas.

Pero Alejandro tenía la temeridad de la juventud. La flota del Bósforo aparejó y los navíos de guerra macedonios la encontraron acampando en la orilla sur del río, a la altura de la actual Bucarest. Los llenó de arqueros y soldados de infantería y los condujo, con las velas desplegadas, hacia la isla de los tribalos, con la intención de desembarcar allí. Pero todos los futuros conquistadores de la historia aprenderán a sus expensas que es muy difícil, si no imposible, desembarcar en una isla enemiga cuando está bien defendida. Los getas, apostados a orillas del río, hicieron causa común con los tribalos asediados en su isla y atacaron los navíos macedonios en el lugar en que habían atracado: en cuanto a la isla, parecía inexpugnable, porque los altos acantilados que la bordeaban volvían azaroso cualquier desembarco; por fin la corriente del río, cuyas aguas eran altas en ese período del año (en el mes de mayo), era particularmente violenta.

¿Qué hacer? Alejandro, nos dice Arriano, estaba dominado por un deseo imperioso de cruzar el Danubio y atacar a los getas, lo mismo que le ocurrirá a César, dominado por el mismo deseo de franquear el Rin y atacar a los germanos cerca de tres siglos más tarde. Amontonó arqueros y hoplitas en las trirremes venidas del mar Negro y ordenó reunir todas las embarcaciones de pesca disponibles (barcas rudimentarias, hechas de un tronco de árbol vaciado, y había muchas en la región), que también llenó de arqueros y soldados: en total hicieron la travesía quinientos jinetes y cuatro mil infantes.

El paso se hizo de noche, a mediados de mayo, en un lugar en que se extendía, sobre la orilla derecha del Danubio, un enorme campo de trigo cuyos tallos eran muy altos, porque estaba cerca el tiempo de la siega. Alejandro había ordenado a sus hombres arrastrarse, llevando sus largas lanzas (sansas) pegadas transversalmente al suelo; les seguían, como podían, los caballos. Cuando estuvieron fuera del campo cultivado, Alejandro puso la falange en formación rectangular, bajo el mando de Nicanor, el hijo de Parmenión, se puso él mismo al frente de la caballería y dio la orden de carga. Los getas, aterrorizados, sin comprender cómo aquel ejército había podido pasar en una sola noche, sin puente, el mayor río del mundo, huyeron a su aldea; luego, como ésta se encontraba mal fortificada, con murallas defectuosas y poco altas, cargaron mujeres, niños, viejos, armas y bagajes sobre sus caballos y se fueron hacia el norte, tan lejos como pudieron.

Alejandro se apodera de su ciudad y de los botines que los getas habían acumulado, que hace trasladar a las ciudades del litoral tracio. Luego ordena arrasar la ciudad que acaba de conquistar sin perder un solo hombre y ofrece un triple sacrificio: a Zeus Salvador, a su antepasado Heracles, y al dios del Río mismo, por no haberse opuesto a su paso.

Los días siguientes, los demás pueblos ribereños del Danubio enviaron embajadores al joven rey de Macedonia para ofrecerle su amistad y, entre ellos, unos celtas que habitaban cerca de las orillas del mar Adriático; escuchemos lo que nos dice Arriano a propósito de estas tribus (se trata de tribus célticas que se desparramaron por Europa Occidental durante el período llamado de La Téne, a partir del siglo IV a. C.):

“Estos celtas eran de gran estatura y tenían una alta opinión de sí mismos. Todos dijeron que iban a pedir a Alejandro su amistad, y Alejandro les dio prendas y las recibió de ellos. Pero, además, preguntó a los celtas qué era lo que más miedo les daba entre las cosas humanas: esperaba que su gran fama hubiese llegado hasta los celtas y más allá, y que fuesen a contestarle que era él quien más miedo les daba. Pero la respuesta de los celtas engañó su expectativa: en efecto, dado que vivían lejos de Alejandro, en una comarca difícilmente accesible, que además se daban cuenta de que la marcha de Alejandro tomaba otra dirección, respondieron que tenían miedo a que un día el cielo cayera sobre sus cabezas y que, aunque admiraban a Alejandro, no era por miedo ni por interés por lo que habían ido en su busca como embajadores. Y después de haberlos llamado amigos suyos y concluido con ellos una alianza, Alejandro los despidió, limitándose a añadir que los celtas eran unos fanfarrones.”

Historia de Alejandro, I, 4, 4.

La impresión producida sobre los demás pueblos que vivían en la orilla derecha del Danubio había sido inmensa. Con sus victorias sobre los tribalos y los getas, Alejandro había establecido el dominio de Macedonia sobre todos los pueblos que vivían al sur del Danubio, convirtiendo a este río en la frontera natural septentrional de su reino. Podía partir tranquilo hacia Asia: unas cuantas guarniciones en el Danubio bastarían para garantizar la seguridad de Macedonia. No le quedaba más que regresar a Pela y concluir los preparativos para su guerra persa.

Estamos a finales del mes de mayo del 335 a. C. Alejandro había decidido volver a Pela pasando por el valle del Iskar (que los griegos llamaban Oskios). Cuando llegó cerca de la actual capital búlgara, Sofía, unos mensajeros procedentes de Pela salieron a su encuentro y le anunciaron que Clito, rey de los ilirios, se había sublevado contra el poder macedonio y había arrastrado a la rebelión a un pueblo vecino al suyo, el de los taulancios, cuyo rey se llamaba Glaucias. Los territorios de estos dos pueblos eran ribereños del mar Adriático. Según las últimas noticias, ilirios y taulancios marchaban hacia Pelio, una antigua fortaleza en las montañas, junto al lago Lychnis, construida hacía unos años por Filipo para cerrar el valle del río Haliacmón, que llevaba de Iliria a Pela, a 150 kilómetros de esta última ciudad. Según los mensajeros, las tropas de Clito ocupaban no sólo la ciudad, sino también los bosques de las alturas cercanas, dispuestos a caer sobre el ejército macedonio si intentaba liberar la fortaleza.

Estas noticias eran inquietantes. Alejandro se encontraba todavía a ocho jornadas de marcha de la frontera occidental de Macedonia, que los ilirios, procedentes de la actual Tirana, ya habían franqueado. Si no llegaba a tiempo, ilirios y taulancios coaligados se lanzarían a través del valle del Haliacmón, cerrarían a sus ejércitos la ruta de Grecia y, quién sabe, tal vez llegasen a poner sitio a Pela. Bastaba que los pueblos de Tracia, cuyos territorios debía atravesar Alejandro para ganar el oeste de Macedonia, obstaculizasen el avance de su ejército unos días para que sus planes y su futuro de conquistador se desmoronasen. Por suerte no ocurrió nada. Alejandro conocía la resistencia de sus soldados, sometidos a un entrenamiento físico intenso. Su ejército remontó el valle del Cerna a paso de carga, franqueó el Axios (el actual Vardar), se adentró en el valle del Erigón (el actual Cerna, afluente del Vardar) y llegó a la vista de la fortaleza de Pelio antes de que Clito y Glaucias hubiesen realizado su unión.

El macedonio levantó su campamento frente a las murallas de Pelio, mientras que, según la costumbre de los bárbaros ilirios, Clito procedía a un sacrificio ritual inmolando tres muchachos, tres muchachas y tres carneros negros. Luego lanzó algunos de sus hombres que estaban ocultos en los bosques que dominaban la fortaleza para desafiar a los macedonios al cuerpo a cuerpo; pero éstos se lanzaron valientemente al ataque, y los bárbaros tuvieron que romper el combate y abandonar las víctimas del sacrificio al pie del altar para correr a refugiarse detrás de las murallas de la ciudad, cuyo asedio organizó Alejandro. Sin embargo, los taulancios se habían quedado fuera de la fortaleza, en las colinas circundantes, y los macedonios no tardaron en encontrarse entre los dos ejércitos aliados y cortados de sus líneas de avituallamiento. De asediadores se habían convertido en asediados: Alejandro había caído sin darse cuenta en una trampa clásica, que un estratega más experimentado habría evitado sin duda.

Consiguió salir mediante una maniobra de una audacia loca, que sólo un ejército muy entrenado como lo estaba el ejército forjado por Filipo era capaz de ejecutar y salir victorioso. Para explicarlo mejor tenemos que detallar esa maniobra movimiento por movimiento.

  1. Alejandro colocó primero su ejército en orden de batalla, frente a las colinas arboladas donde se encontraban los taulancios con una falange de 120 líneas de profundidad, flanqueada, en sus dos alas, por 200 jinetes. No debía lanzarse ningún grito de guerra, los soldados tenían que permanecer en silencio y cumplir rapidísimamente las órdenes.
  2. Ordenó a los hoplitas mantener sus sarisas levantadas; luego, a una señal convenida, inclinarlas como para cargar, orientarlas una vez a la izquierda, una a la derecha, otra vez a la izquierda, otra a la derecha, y así en repetidas ocasiones.
  3. Dio entonces a la falange la orden de avanzar, deslizándose alternativamente del ala derecha al ala izquierda.
  4. Después de hacer maniobrar a la falange varias veces así, ante la mirada pasmada y admirativa de los enemigos que contemplaban el espectáculo desde lo alto de las murallas de la fortaleza, Alejandro lanza una orden: «¡Formad el triángulo, hacia el ala izquierda! ¡Y adelante, en marcha!» Acto seguido un monstruoso triángulo de bronce y acero carga a paso rápido y avanza hacia las filas enemigas, que agachan la cabeza ante la lluvia de flechas que las acribilla.
  5. Sin esperar a que se acerque la terrible falange que nada parece poder detener, el enemigo retrocede y abandona las primeras alturas.
  6. Alejandro ordena entonces a sus soldados cargar deprisa, lanzando el famoso grito de guerra macedonio y golpeando con sus lanzas contra sus escudos. Los taulancios, asustados, abandonan las colinas y bosquecillos y corren a refugiarse detrás de las murallas de la fortaleza. Los macedonios se convierten en dueños del terreno.

Sin embargo, una tropa de taulancios no había tenido tiempo de refugiarse en la ciudadela y seguía ocupando un cerro, que cortaba la ruta que llevaba a Macedonia. Alejandro lanza contra ellos un destacamento de Compañeros, los Hetairoi, y unos cuantos hombres de su guardia real: los taulancios abandonan el cerro y se repliegan: la ruta de Macedonia estaba libre.

Pero Alejandro aún no tenía la intención de tomarla. Antes debía aniquilar a los taulancios, que acampaban cerca de Pelio, a la orilla del río, cosa que hizo mediante un audaz golpe de mano nocturno dos o tres días más tarde. Por otra parte, el rey quería recuperar Pelio de los ilirios, pero éstos no esperaron que fuesen a desalojarlos: incendiaron la fortaleza y huyeron hacia el oeste, a sus montañas, perseguidos por los macedonios triunfantes. Las cosas habían ido bien: la campaña había empezado a finales del mes de mayo de 335 a. C. y cuando Alejandro regresa a Pelio sin haber podido capturar a Clito y a Glaucias en las montañas de Iliria, aún no había empezado el verano. Pero de aldea en aldea, de ciudad en ciudad, todos cantaban las primeras proezas de Alejandro, el Aquiles de Macedonia, mientras en las antecámaras del poder, en Susa, en Atenas, en Tebas y Esparta corría el rumor de que había muerto.

2. Antes de la gran partida: el último combate de las ciudades griegas

Desde que a principios de la primavera del año 335 a. C. había dejado Pela para someter a los bárbaros de Tracia, salvo sus soldados, que peleaban con él, nadie había visto a Alejandro. En Pela había corrido el rumor, después de su victoria sobre los getas, en mayo-junio del mismo año, que habría perecido en un combate en las orillas del Danubio. Después de la reconquista de Pelio sobre los ilirios, contaban en los medios calificados tradicionalmente de «bien informados», que había resultado herido en la cabeza por una piedra lanzada con una honda, cuando había partido en persecución de Clito y de Glaucias en las montañas de la moderna Albania; otros pretendían que también habría recibido un golpe de maza en la nuca.

Estos «cotilleos» se habían propagado de Pela a Tesalia, de Tesalia a Grecia y finalmente a Atenas, donde Demóstenes les sacaba provecho. Desde la muerte de Filipo, el famoso orador cuestionaba sin cesar los tratados de alianza firmados entre Atenas y Filipo primero, entre Atenas y Alejandro luego. Tenía varias malas razones para obrar así. La primera era su vanidad herida: cuando Filipo había empezado su carrera de unificador de las ciudades griegas, Demóstenes se convirtió en el paladín del nacionalismo ateniense y del mantenimiento del statu quo helénico, en adversario del súper-Estado que el rey de Macedonia quería poner por encima de las ciudades griegas, algo así como en nuestros días en los países europeos existen políticos que son feroces adversarios de la idea de una Europa supranacional o de la moneda única europea. Filipo y Alejandro, decía Demóstenes, habían obligado por la fuerza al mundo griego a constituirse en un Estado federal bajo el dominio macedonio, pero los juramentos de alianza que se habían pronunciado y los tratados que lógicamente les habían seguido perdían todo valor desde que Filipo y, ahora, Alejandro habían muerto.

El razonamiento de Demóstenes era engañoso, pero convenía a la clase dominante ateniense, la de los comerciantes, armadores y banqueros, que preferían hacer fortuna solos que tener que participar en las obligaciones jurídicas y financieras del ejército macedonio en gestación. Además, y esto no podía confesarlo el orador, Demóstenes estaba a sueldo del Gran Rey, y sin duda no era el único: el emperador persa otorgaba regularmente subsidios a los enemigos de los macedonios, y sobre todo a Demóstenes —a quien había pagado todas sus deudas— porque, según decía, «sólo piensa en el bien y la libertad de los helenos».

Darío III Codomano, que había festejado el asesinato de Filipo como un acontecimiento feliz para Persia, empezaba a inquietarse ante los éxitos de Alejandro. No se contentó con comprar discretamente las conciencias de algunos políticos; dirigió un mensaje oficial a los helenos para incitarlos a la guerra contra Macedonia y envió subsidios con ese fin a diversos estados griegos. Atenas, en particular, recibió un presente de 300 talentos de oro (cada talento pesaba unos 26 kilos), que rechazó con dignidad, y la Asamblea del pueblo mantenía la opinión de que había que devolver ese oro al Gran Rey, enemigo hereditario de los griegos; pero Demóstenes se hizo cargo de ese dinero, declarando que lo emplearía en provecho de los intereses del Estado y el generoso donante-corruptor.

Por tanto, el partido antimacedonio en Atenas con ese talentoso corrupto (que dicho sea de paso mantenía una correspondencia regular con los generales de Darío y les informaba de las actividades de Alejandro) al frente, pero también con el incorruptible Licurgo, antiguo alumno de Platón, y todas las personalidades políticas de la ciudad. Demóstenes decidió a los más reticentes, que argüían el juramento de alianza prestado a Alejandro, presentando en público un testigo de última hora —comprado con toda verosimilitud por él— que declaró haber combatido al lado de Alejandro contra los ilirios y juró haber visto al rey de Macedonia expirar ante sus ojos. Como dirá luego el orador Démades, que era en Atenas el jefe del partido promacedonio, este testigo causó el mismo efecto que si se hubiese exhibido el cadáver de Alejandro.

Demóstenes no se limitó a predicar la guerra santa contra Macedonia en Atenas. Se las ingenió para excitar a los numerosos exiliados tebanos que vivían en la ciudad, donde cada día estallaba alguna noticia falsa: que los macedonios habían sufrido una grave derrota ante los tribalos, que la mitad del ejército de Alejandro había perecido en el Danubio, que en Pela se conspiraba para poner un nuevo rey en el trono de Filipo, y otras pamplinas. En resumen, cuanto más se prolongaba la ausencia de Alejandro, más valientes y turbulentos se volvían los antimacedonios de Atenas, y lo mismo ocurría en el Peloponeso, sobre todo en Esparta, en Mesena, en las ciudades de Arcadia, como Orcómeno y Mantinea, así como en Etolia y Fócida; el antimacedonismo se difundía, pues, por la Grecia continental como una mancha de aceite.

En el mes de agosto del año 335 a. C. Demóstenes, que se había convertido en el colaborador jefe del Gran Rey, consideró que había llegado el momento de prender fuego a la pólvora y contactó con los demócratas tebanos que vivían en Atenas, adonde habían sido exiliados por Alejandro un año antes. Les animó a volver a Tebas, su patria, donde algunos compatriotas suyos los reclamaban, los armó para ello, les dio dinero (motor indispensable de toda sublevación) y les prometió la ayuda y la asistencia de Atenas en caso de desgracia.

Los desterrados tebanos, como los llamaban, abandonaron en secreto Atenas y se introdujeron de noche en la ciudad de Tebas dormida. Se dirigieron primero hacia la acrópolis, donde estaba la guarnición macedonia, que no sospechaba nada: las noches son dulces en Grecia cuando acaba el verano y las primeras tormentas han suavizado los calores estivales, turbadas únicamente por el croar de las ranas y los sapos, y las murallas de la fortaleza eran sólidas. Dos oficiales macedonios, Amintas y Timolao, montaban guardia al pie de la Cadmea (era el nombre de la acrópolis tebana, que según la leyenda local habría sido fundada por el héroe Cadmo): los hombres del comando tebano se apoderaron de ella y los degollaron. Amanecía cuando los tebanos, despertados por toda aquella agitación, se reunieron en su agora. Ante una asamblea del pueblo improvisada, los desterrados tebanos, invocando el derecho sagrado de los pueblos griegos a la libertad y la independencia, incitaron a sus conciudadanos a rebelarse, a expulsar a la guarnición macedonia de la fortaleza y a desembarazarse, sin pérdida de tiempo, del opresor macedonio cuyo jefe, además, acababa de morir en Iliria.

Era éste un discurso que todo pueblo oprimido escucha con placer, incluso si es contrario a la realidad de las cosas: un pueblo sometido no puede ser a un tiempo nacionalista y realista, por suerte para la moral de las naciones, incluso si discursos semejantes son quiméricos y hacen correr sangre hasta el exceso. El pueblo tebano, provisionalmente liberado, decretó mediante sus aclamaciones la sublevación contra las autoridades macedonias, y alrededor de la Cadmea se levantó un asedio.

La insurrección tebana despertó a las ciudades griegas. A la vista de los primeros éxitos de los tebanos, los atenienses, que hasta entonces habían permanecido prudentemente neutrales a pesar de los encendidos discursos de Demóstenes, especialista en arengas patrióticas, toman la decisión de entrar en liza a su vez: envían una llamada de socorro a toda la Hélade y empiezan a negociar con los embajadores del Gran Rey, con la perspectiva de una alianza contra Macedonia. Eolia, Etolia, Arcadia y Mesenia responden a su llamada, y desde el Peloponeso se envía un contingente de hoplitas como vanguardia hacia Beocia, por el istmo de Corinto. Todo hace presagiar una alianza helénica primero, y luego grecopersa, contra Macedonia. ¿Va a cambiar el equilibrio de fuerzas en esa parte del mundo? ¿Se verá surgir en ella un imperio políticamente persa y culturalmente griego que, en un abrir y cerrar de ojos, devorará todo el Occidente romano, limitado entonces a la península italiana?

Nadie había contado con el genio político y militar de Alejandro. Éste, tras haber perseguido fugazmente a los ilirios y los taulancios en las montañas albanesas, ha vuelto a Pelio y se prepara para regresar a Pela con el fin de invadir el Asia Menor primero y luego Persia. Informado de los sucesos de Tebas, no los considera despreciables: no es que tema a los tebanos, teme la astucia de los atenienses, capaces de caminar cogidos de la mano con los persas, y el poder militar de los lacedemonios. Decide acabar con la revolución griega en su origen y parte inmediatamente de Pelio con su ejército.

Su rapidez de movimiento, que no tardará en resultar proverbial, desmantela a sus adversarios. En trece días recorre los cuatrocientos kilómetros que separan Pelio de Onquesto (a un día de camino de Tebas), en buena parte por terreno montañoso: de camino, recluta mercenarios en Fócida e incluso en Beocia. En Tebas las falsas noticias siguen predominando sobre las verdaderas: no es Alejandro el que manda el ejército macedonio, sino el general Antípater, que es mucho menos de temer, y el Alejandro que guía la expedición no es el hijo de Filipo, sino otro Alejandro que no tiene nada en común con el rey de Macedonia, dado que éste, como todo el mundo sabe, ha muerto en Iliria.

Al día siguiente Alejandro y su ejército están ante las puertas de Tebas. Espera que su sola presencia incite a los tebanos a pedir la amnistía y les hace saber que les concede un último plazo antes de pasar al ataque, para permitirles, en caso de que se arrepientan de sus proyectos criminales, enviarle embajadores para tratar. Los tebanos responden a este ofrecimiento con el envío de un escuadrón de caballería, de una compañía de infantería ligera y de arqueros que matan a buen número de soldados macedonios, instalados en los puestos de avanzada.

Al verlo, Alejandro rodea al día siguiente la ciudad, se instala con todas sus fuerzas en la ruta que va de Tebas a Atenas, y establece su campamento frente a una doble línea de trincheras enemigas, que impiden el acercamiento a la ciudad. Su inteligencia militar le aconseja atacar, pero su inteligencia política le dice que espere: si ataca, vencerá, pero se producirá una carnicería que desencadenará una revolución general de las ciudades griegas, apoyadas por los persas. Así pues, se contenta con acampar pacíficamente en la llanura, al pie de la Cadmea, frente a los tebanos. Dentro de la ciudad los tebanos que comprendían la situación y veían que la solución más favorable para el interés público era la negociación proponen enviar embajadores a Alejandro. No obstante, los desterrados tebanos, que dominan entonces a la opinión pública, no quieren saber nada de negociaciones; afirman que Tebas no tiene ninguna posibilidad de ser tratada con benevolencia por Alejandro y exhortan al pueblo a la guerra al grito de: «¡Viva Beocia libre!» Impasible, Alejandro sigue sin atacar la ciudad. Cree en las virtudes de la negociación y teme las consecuencias irremediables de una conquista de Tebas por la fuerza.

Por desgracia, si el jefe era perspicaz, sus oficiales lo eran menos. Uno de ellos, Perdicas, encargado de la guardia del campamento con su unidad, toma la iniciativa de atacar las avanzadillas tebanas, atrincheradas detrás de las empalizadas: las arranca y da a sus hombres la orden de cargar; le secunda su lugarteniente Amintas, que también envía sus hombres al ataque de las trincheras tebanas. Pero su asalto sale mal. Los tebanos se recuperan y, después de retroceder, hacen frente de nuevo y ponen en fuga a los destacamentos macedonios.

Al ver a sus hombres perseguidos por el enemigo, Alejandro se siente obligado a intervenir y lanza la falange contra los tebanos que los persiguen. Cuando la terrible máquina de guerra macedonia se pone en marcha, no hay nada que pueda detenerla. Los tebanos son perseguidos hasta las murallas de su ciudad, que abre sus puertas para acogerlos; pero, bajo el empuje de la falange, no pueden volver a cerrarlas y el ejército macedonio penetra en la ciudad, donde se lucha cuerpo a cuerpo al son de las trompetas y los gritos de guerra, pero esta vez bajo la dirección de Alejandro. Presionados por todos lados, los jinetes tebanos huyen a la llanura seguidos por los soldados de infantería, en medio de un sálvese quien pueda general y bajo la mirada impasible de los macedonios y de su jefe; en la ciudad sólo quedan los civiles, las mujeres y los niños, refugiados en sus casas o amparados en los templos.

La ciudad, vacía de soldados, fue entregada a la matanza y al pillaje. Alejandro, tanto para vengarse de las arrogantes proclamas de los tebanos contra él como para dar que pensar a los atenienses y los demás griegos sobre las consecuencias engendradas por insurrecciones semejantes, decidió tratar a los vencidos con mayor severidad de la que había empleado hasta entonces. Según Diodoro de Sicilia y Justino, los muchachos y las muchachas fueron arrastrados para ser violados repetidas veces por la soldadesca macedonia, antes de ser llevados como esclavos con todas sus familias. También hubo por toda la ciudad una gigantesca matanza, perpetrada no tanto por los macedonios cuanto por sus aliados griegos, focenses, plateenses, beocios.

Se vio entonces, escribe horrorizado Diodoro, griegos asesinados despiadadamente por griegos.

De este modo fueron muertos más de seis mil tebanos, y se reunió a más de treinta mil prisioneros, que fueron vendidos como esclavos. No obstante, Alejandro ordenó que los sacerdotes y las sacerdotisas fueran liberados, así como los miembros de la familia de Píndaro y todos aquellos que en el pasado habían dado hospitalidad a su padre o a él mismo. En cuanto a los macedonios, sus pérdidas se elevaban a quinientos hombres; Alejandro los hizo enterrar allí mismo.

También se saqueó una gran cantidad de objetos preciosos. A este respecto, Plutarco cuenta una anécdota que, verdadera o falsa, arroja sin embargo una luz instructiva sobre las disposiciones de Alejandro:

“Algunos soldados tracios que habían arrasado la casa de Timoclea, una dama tebana de bien y honrada, de noble linaje, se repartieron sus bienes entre ellos. La mujer misma fue cogida por la fuerza y violada por su capitán, que le preguntó si había escondido el oro o la plata en alguna parte. La dama le respondió que sí y, llevándole solo a su jardín, le mostró un pozo en el que, según ella, al ver la ciudad tomada, había arrojado todas sus alhajas y cuanto tenía de más bello y valioso. El tracio se agachó para mirar dentro del pozo y la dama, que estaba detrás de él, lo empujó dentro y echó encima muchas piedras, tantas que lo mató. Cuando lo supieron los soldados, la prendieron inmediatamente y la llevaron, atada y encadenada, ante el rey Alejandro […] que le preguntó quién era. Ella le respondió:

—Soy la hermana del Teágenes que marchó al frente de los tebanos contra el rey Filipo, durante la batalla delante de Queronea, donde murió en defensa de la libertad de Grecia.

Alejandro, impresionado por esta respuesta digna y también por la forma en que la mujer había actuado, ordenó que la soltasen y que la dejasen ir libre, donde ella quisiera, con sus hijos.”

PLUTARCO, Vida de Alejandro, XX.

Una vez más, el «jovencito» había vencido. La noticia dejó estupefacta a toda Grecia. Los arcadios, que habían partido de su país para ayudar a los tebanos, regresaron a su tierra y condenaron a muerte a los que les habían hecho decidirse por Tebas. Las ciudades griegas de Etolia y de la Elide, que habían desterrado a los suyos que eran partidarios de Macedonia, volvieron a llamar a sus exiliados y les presentaron excusas; los etolios llegaron incluso a enviar embajadores a Alejandro para pedirle perdón por haber apoyado a Tebas en sus errores. Todas las ciudades que habían sido antimacedonias se cambiaban de chaqueta sin ningún pudor, pero el macedonio no se engañaba.

Alejandro aprovechó la ocasión para vengarse de Tebas y, sobre todo, para reconstituir la federación panhelénica sobre las ruinas de la ciudad vencida antes de finales del otoño de 335 a. C., es decir, antes de la época que había fijado para partir contra los persas. Reunió a los delegados de los griegos y confió al Synedrión, el Consejo federal de la Liga de los Estados griegos que había creado su padre, el cuidado de decidir el destino de la ciudad vencida.

Ante ese consejo, los delegados de Beocia y de Fócida se convirtieron en fiscales de los tebanos, que, según ellos, y a lo largo de toda su historia, habían servido a los intereses de los bárbaros contra los griegos:

“En los tiempos de Jerjes (el vencido de Salamina y de Platea) —dijo su orador—, ¿no habían combatido los tebanos al lado de los persas? ¿No habían hecho campaña contra Grecia? De todos los griegos, ¿no eran ellos los únicos honrados como bienhechores, en la corte de Persia, donde, delante del Gran Rey, ponían sillones para los embajadores tebanos?”.

Cf. DIODORO, XVII, 14,2.

La elocuencia de los focenses y los beocios triunfó sobre los escrúpulos: los delegados de toda la Hélade decretaron que Tebas debía ser arrasada hasta sus cimientos, que los tebanos en exilio o en fuga serían merecedores de extradición, y que los territorios de Tebas serían repartidos entre los demás estados griegos… entre ellos los focenses y los beocios, que fueron los grandes beneficiarios de esta medida, lo cual permite dudar de la sinceridad de sus delegados. Así fue como Tebas desapareció definitivamente de la historia, en vísperas del otoño del año 335 a. C.

Quedaba por resolver el caso de Atenas. Los atenienses estaban ocupados celebrando los Grandes Misterios de Eleusis. Las ceremonias sagradas en honor de Deméter, la diosa del trigo y las cosechas, duraban nueve días y empezaban el 13 de diciembre de cada año. Acababan de comenzar cuando llegaron, despavoridos y en harapos, algunos tebanos que habían escapado a la matanza. Contaron lo ocurrido a las autoridades atenienses y a los sacerdotes que, dominados por el espanto, interrumpieron inmediatamente los cortejos, los cantos y los sacrificios. En un abrir y cerrar de ojos, los atenienses abandonaron las instalaciones que tenían en las campiñas circundantes para ir a refugiarse tras las altas murallas de la ciudad.

El pueblo se reunió en asamblea en la colina de Pnyx y, a propuesta del orador Démades, decidieron enviar a Alejandro una comisión formada por diez embajadores, elegidos entre los miembros del partido promacedonio, que le llevarían las felicitaciones de Atenas por sus victorias sobre los bárbaros del Norte (los tribalos y los ilirios) y por el castigo infligido a los tebanos sublevados. El rey de Macedonia recibió a los embajadores con desprecio, volviéndoles la espalda, pero en una carta dirigida al pueblo ateniense que les remitió, exigía que le fueran entregados cinco políticos (Demóstenes, Licurgo, Hiperides, Polieucto y Mérocles) y cinco estrategos (Cares, Diótimo, Enaltes, Trasíbulo y Caridemo), porque, decía en su carta, esos hombres eran, con sus discursos y sus acciones, responsables del desastre sufrido por Atenas en Queronea y el comportamiento inadmisible hacia él de la ciudad ateniense.

Cuando los embajadores transmitieron la respuesta del joven rey a Atenas, se produjo la consternación general. Demóstenes lanzó uno de esos discursos pomposos que le ganaron la fama y que tal vez serian admirables si no fuesen hipócritas: «No hagáis como los corderos de la fábula —suplicó—, no entreguéis vuestros perros de guarda al lobo.» El demócrata estafador que era Demóstenes, bien alimentado por el Gran Rey, fue interrumpido por el aristócrata Foción, al que llamaban «el hombre de bien» por su virtud y su integridad; Foción era el jefe del partido de la paz sin haber predicado nunca a favor de Macedonia, y había sido elegido cuarenta y cinco veces estratego: «Estos hombres cuya extradición pide Alejandro —dijo gravemente— deberían tener el valor, como nuestros héroes de antaño, de sufrir voluntariamente la muerte por la salvación de la patria; al negarse a morir por su ciudad, dan prueba de su cobardía.» Pero Foción fue expulsado de la tribuna por los griegos del pueblo, que aclamaba a Demóstenes.

Mediante un hábil discurso, éste sugirió a la Asamblea del pueblo ofrecer una prima de cinco talentos (130 kilos de oro aproximadamente) al orador Démades, que estaba bien visto por el rey de Macedonia, a fin de que convenciese a este último de que dejase la tarea de juzgar a los culpables al tribunal del pueblo de Atenas.

Así fue como Foción (gratuitamente, por amor a la patria) y Démades (que sacaba 130 kilos de oro) fueron juntos a pedir a Alejandro autorización para que fuesen los atenienses mismos quienes juzgasen a los diez hombres que había designado en sus propios tribunales. El rey apenas prestó oído a las palabras de Démades, pero escuchó atentamente a Foción, porque había oído decir a viejos servidores que su padre, Filipo, hacía mucho caso a este hombre. Así pues, le dio audiencia, lo escuchó con mucho respeto y respondió favorablemente a su petición: le pidió incluso consejo sobre qué debía hacer en el futuro: Foción le respondió gravemente: «Si lo que buscas es la paz, depón las armas y deja de hacer la guerra, salvo para defenderte; pero ¿quién osaría atacarte? En cambio, si lo que buscas es la gloria militar, vuelve tus armas contra los bárbaros y no contra los griegos.»

En última instancia, Alejandro escogió la paz. Exigió simplemente que Atenas exiliase al estratego Caridemo, un aventurero sin escrúpulos, más o menos espía del rey de Persia, cosa que fue concedida; el personaje en cuestión huyó a Susa, a la corte del Gran Rey, seguido por algunos aventureros más de su especie, donde no tardaremos en volver a encontrarlo.

Alejandro quedó impresionado y emocionado a un tiempo por Foción. En los años que siguieron el anciano fue, junto con Antípater, la única persona a la que escribió como se escribe a un amigo. Le regaló 100 talentos de oro (2,6 toneladas) que le fueron llevados a Atenas; a quienes fueron a entregarle esa importante cantidad de oro cuando había tantos habitantes en Atenas, Foción les preguntó por qué Alejandro le enviaba aquel regalo sólo a él:

—Porque estima que tú eres el único hombre de bien y de honor de tu ciudad —le respondieron.

—Entonces, que me deje seguir siéndolo hasta el fin de mi vida —habría replicado Foción—. Si cojo este oro y no me sirvo de él, será como si no lo hubiese cogido; y si me sirvo de él, entonces todo Atenas hablará mal tanto de tu rey como de mí.

Estamos en el mes de septiembre del año 335 a. C. Alejandro III de Macedonia había cumplido los veintiún años dos meses antes, y hacía uno apenas que reinaba en Macedonia. En un solo año, había apartado a todos los pretendientes a la corona, castigado a los asesinos de su padre, impuesto su autoridad al ejército, llevado las fronteras septentrionales de Macedonia hasta el Danubio, acabado con los peligrosos ilirios, reconstituido la Confederación de Corinto que su padre había creado y que de hecho se había desintegrado, sobre todo atenienses, tebanos y espartanos, castigado la rebelión tebana de la forma más terrible, puesto término a la vanidad política, a la hipocresía y al egoísmo de los atenienses. El mundo griego era realmente suyo, y sólo corría un peligro, aunque era grande: el de ser devorado por el dragón persa, cuyos dientes habían crecido. Alejandro III de Macedonia, hijo de Zeus-Amón y de la bacante Olimpia, empezaba a creer que, como nuevo Aquiles, había sido enviado a la tierra para vencer.