(343-336 a. C.)
Aristóteles en Pela (343). —Alejandro descubre a Homero (343-342). —Maniobras de Artajerjes, que trata de inmiscuirse en el conflicto entre Atenas y Macedonia (primavera del año 343). —Filipo sitia Bizancio; Alejandro, regente de Macedonia (principios de 340). —Alejandro combate a los medos rebelados contra Macedonia (primavera de 340). —Macedonia contra Atenas y sus aliados (octubre de 340-abril de 338). —Filipo encargado por Belfos de castigar a la ciudad de Anfisa (primavera de 339). —Reacción de Atenas y Tebas, guerra contra Filipo que ocupa la posición estratégica de Flotea (octubre de 339). —Batalla de Queronea (2 de abril de 338). —Paz de Démades con Atenas (verano de 338). —Alejandro festeja sus dieciocho años en Atenas (julio de 338). —Filipo de vuelta; conflicto conyugal (primavera de 337). —Matrimonio de Filipo y Cleopatra, sobrina de Átalo; escándalo: Olimpia y Alejandro huyen a Epiro (noviembre de 337). —Regreso de Alejandro y de su madre a Pela (primavera de 336).
Había en la corte del rey Amintas II, el padre de Filipo, un médico llamado Nicómaco. Pertenecía a la gran familia de los Asclepiades, que pretendía descender de Asclepio (el Esculapio de los romanos), dios de la medicina, de la que también formaba parte el famoso Hipócrates, que había vivido en Aigai, la antigua capital de Macedonia, durante el reinado de Perdicas II (455-413 a. C.).
Este Nicómaco era oriundo de Estagira, una ciudad calcídica de Tracia, no muy lejos de Pela, y tenía un hijo llamado Aristóteles, que era aproximadamente de la edad de Filipo (éste había nacido en 382 a. C.; Aristóteles dos años antes). Así pues, los dos hombres se habían conocido de niños, y lo menos que puede decirse es que, cuando en 343 a. C. el príncipe Alejandro alcanzó los trece años, ya habían triunfado en la vida. Filipo era el monarca más respetado y temido del mundo griego y Aristóteles, que entonces tenía unos cuarenta años, ya había logrado una sólida reputación de filósofo y sabio, aunque aún no hubiese fundado su propia escuela.
Su camaradería cesó en el año 367 a. C., a la muerte de Nicómaco. En esa época, Aristóteles, que tenía entonces diecisiete años, se fue a Atenas, donde entró en la Academia, la universidad que había creado Platón en el 388-387, y Filipo fue enviado en calidad de rehén a Tebas. En la Academia, Aristóteles se reveló como estudiante asiduo y Platón le había apodado «el lector» y «la inteligencia de la escuela», lo cual no le impedía amar también la vida y las mujeres. Tenía las piernas delgaduchas, ojos pequeños y muy móviles, debilidad por los ropajes bellos, llevaba anillos en los dedos y se rasuraba; de sus amores con la cortesana Herpílide le había nacido un hijo, al que puso el nombre de su padre, Nicómaco. En el año 356 a. C., cuando el estudiante que era empezaba a convertirse en un maestro y cuando en el seno mismo de la Academia formaba sus primeros discípulos, habría recibido de Filipo la noticia del nacimiento de Alejandro, en forma de una carta (cuya autenticidad rechaza, con razón, la crítica moderna: en 356 a. C. Aristóteles tiene veintiocho años y nada permite afirmar en ese momento que será una de las luminarias del pensamiento griego) que nos ha transmitido Aulo Gelio y que rezaba:
Esto es para hacerte saber que acabo de tener un hijo, por lo que doy gracias a los dioses, no sólo por su nacimiento sino también porque ha nacido en tu tiempo: espero que se convierta en tu alumno y que se muestre digno de mí y de la sucesión al trono.
AULO GELIO, Noches áticas, IX.
Después de la muerte de Platón en 347 a. C., Aristóteles fue a vivir a Misia, a la corte de su amigo Hermias, tirano de la ciudad de Atarneo, del que ciertos autores dicen que fue su favorito y otros su suegro (en tal caso, se habría casado con su hija Pitia, pero algunos pretenden que esa hija de Hermias habría sido de hecho la concubina de éste: en ambos casos, Aristóteles necesitaba del permiso del tirano de Atarneo).
Hermias, alumno de Atenas, apasionado por la filosofía y la política, había trazado el plan de liberar a todas las ciudades griegas de Asia Menor del yugo de los persas, cosa que cuando menos era utópica de su parte. Un tránsfuga griego llamado Mentor, a sueldo del gran rey Artajerjes III, atrajo al tirano de Atarneo a una emboscada, lo hizo estrangular en 344 a. C. y su cadáver fue crucificado. Este drama afligió profundamente a Aristóteles, que en tal ocasión escribió un poema fúnebre a la memoria de su amigo, así como un epigrama que fue grabado sobre su estatua:
El rey de los persas, violador de las divinas leyes,
ha hecho morir a éste cuya imagen veis aquí.
Un enemigo generoso lo hubiese vencido en leal combate,
ha sido un traidor quien lo ha matado, con pérfido ardid.
Para escapar de los sicarios de Artajerjes, Aristóteles se refugió con Pitia en la isla de Lesbos, en Mitilene, y allí seguía en el año 343 a. C. cuando Filipo lo llamó a su lado, a Pela, para que educase a su hijo. La elección del rey era juiciosa. Necesitaba para Alejandro un maestro cultivado de forma distinta que el meticuloso Lisímaco o el riguroso Leónidas, que no le arrastrase por la vía del misticismo ni el ocultismo a la que quería empujarle Olimpia, y Aristóteles ya gozaba de la reputación de ser lo que hoy llamaríamos un positivista, que quería ver y tocar las cosas antes de emitir juicios sobre ellas; además, no era un personaje austero: era elegante de aspecto y modales, aficionado a los buenos vinos y a la buena mesa, su mujer, Pitia, era hija de un rey, y así demostraba con el ejemplo que se podía ser a un tiempo un gran sabio y un hombre de mundo.
Aristóteles aceptó la invitación sin dudarlo; desde la muerte de su amigo Hermias, no tenía nada que hacer en Asia Menor, se aburría en Lesbos, y Atenas, con sus disputas intestinas, no le atraía demasiado. Además, en 343 a. C., Macedonia era el país del mundo helénico más tranquilo políticamente y más poderoso militarmente, al abrigo de las empresas del Gran Rey. Así pues, recogió sus cosas y partió sin pena hacia a Macedonia, con su mujer, sus libros y sus manuscritos.
Ya tenemos al filósofo en Pela. Sin duda no reconoció la ciudad de su juventud, de la que había salido hacía veinte años, en 367 a. C. Filipo lo recibe amistosamente y poco después de su llegada le autoriza a levantar las ruinas de Estagira, su ciudad natal: no sólo la ciudad fue reconstruida, sino que todos los estagiritas que habían sido expulsados de la ciudad o enviados a la esclavitud pudieron regresar, y Filipo mandó construir cerca de la villa, entre los olivos y los jardines, un edificio (el Nymphaeos), destinado a acoger a profesores y estudiantes. La enseñanza se daba allí al aire libre, a la sombra de los árboles, y en tiempos de Plutarco todavía se mostraban los asientos de piedra donde se sentaban el maestro —siempre impecablemente rasurado y tartamudeando un poco— y sus estudiantes, entre los que por supuesto estaba Alejandro y los hijos de la nobleza macedonia.
Bajo la dirección de Aristóteles, Alejandro aprendió ciencias morales y políticas, gramática, geometría, retórica y filosofía, así como ciencias naturales, medicina y astronomía. Indudablemente el Estagirita experimentó en el Nymphaeos y en Pela los principios de su futura pedagogía, que difundirá de manera sistemática en el Liceo, la escuela que había de crear en 335-334 a. C. en los suburbios de Atenas. Su enseñanza comportaba una clase por la mañana, dedicada a las cuestiones científicas más arduas, que él mismo denomina «acromáticas», y una clase por la tarde sobre «nociones comunes», las «exotéricas». De este modo Aristóteles favoreció el amor que el joven príncipe profesaba por Homero; él mismo había preparado una edición de la llíada (perdida en la actualidad), anotada y corregida, que ofreció a Alejandro; éste se la llevó a todas sus campañas y, por la noche, la colocaba bajo su almohada junto a su puñal (se la llamaba «la edición de la cajita»).
Alejandro parece haber tenido una elevada idea de la enseñanza de su maestro. No tanto por su contenido cuanto porque tenía la impresión de haberse vuelto, gracias a él, el depositario de un saber inaccesible al común de los mortales. Las lecciones que más tomaba eran las acromáticas, las que hay que haber oído de boca misma del Maestro para conocerlas y comprenderlas. Y cuando más tarde, estando en el confín remoto de Asia, supo que Aristóteles había publicado algunos libros, es decir, había desvelado a todos aquel saber que hacía de sus discípulos hombres fuera de lo común, le envió una carta de protesta que refiere Plutarco:
¡Alejandro a Aristóteles, salud!
No has hecho bien al publicar tus libros de ciencias especulativas, porque entonces nosotros [tus discípulos] no tendremos nada que nos sitúe por encima del resto de los hombres, si lo que nos has enseñado en secreto acaba de ser publicado y comunicado a todos, y deseo que sepas que preferiría superar a los demás en inteligencia de las cosas altas y excelentes antes que en poder. Adiós.
PLUTARCO, Vida de Alejandro, XI.
Este «Adiós» —siempre que la carta reproducida por Plutarco no sea leyenda— marca el fin de la influencia del filósofo sobre el hombre de acción. Sin embargo, Alejandro nunca olvidó a quien le había enseñado a pensar. Siempre honró a Aristóteles, nos dice nuestro autor, como a su propio padre: «Del uno —decía—, he recibido el vivir, y del otro el bien vivir», y nunca «le salió del alma el deseo y el amor a la filosofía, que desde su infancia había dejado huella en su corazón».
No obstante, si contamos ahora esta anécdota que figura en el Seudo-Calístenes, fuente que hay que utilizar con mucha precaución, podemos pensar que Plutarco miraba por su maestro y se hacía una idea algo etérea de Alejandro. En cierta ocasión (¿cuál?, nuestra fuente no la precisa), Aristóteles preguntó a sus ricos y principescos alumnos cómo le tratarían cuando hubiesen tomado posesión de su herencia. Uno dijo: «Yo haré de modo que todos te honren y respeten, y cenarás todas las noches a mi mesa.» Otro le respondió que le convertiría en su principal consejero, pero cuando el Estagirita planteó la pregunta a Alejandro, éste se enfureció: «¿Con qué derecho me haces semejante pregunta? ¿Cómo sabré yo lo que me reserva el futuro? ¡No tienes más que esperar, y entonces lo verás!» «Buena respuesta —habría exclamado Aristóteles—. ¡Un día, Alejandro, serás realmente un gran rey!»
De todos modos, Alejandro sólo permaneció dos años bajo la tutela filosófica de Aristóteles, que debía seguir difundiendo su buena palabra en el Nymphaeos, a la sombra del bosque de las Ninfas, hasta 335 a. C. La razón de Estado, tal como la concebía Filipo, iba a propulsarle precozmente a la escena de la política y la guerra: el rey de Macedonia se disponía a organizar una cruzada griega contra la Persia de Artajerjes III, que ahora adelantaba sus peones en Asia Menor: el asesinato reciente de Hermias, el amigo de Aristóteles, era un ejemplo.
En efecto, en la primavera del año 343 a. C., el Gran Rey, que nunca había perdido de vista Grecia (reclutaba de forma permanente mercenarios para sus campañas en Asia y en Egipto), había decidido intervenir en la lucha entablada entre Atenas y Macedonia. Las maniobras de Filipo en Asia Menor le parecían sospechosas: el rey de Macedonia había dado asilo a varios sátrapas rebeldes, había mantenido relaciones con el tirano Hermias de Atarneo, había mandado a Aristóteles (yerno de este último) a Pela, y Tracia hervía de campamentos militares y colonias macedonias. Filipo amenazaba abiertamente en concreto las colonias atenienses del Quersoneso, península que bordeaba el estrecho del Helesponto, vía de invasión del mar Egeo ideal para la flota persa que estacionaba en el mar Negro. Así pues, a Artajerjes le pareció prudente enviar una embajada a Atenas, la única potencia que podía intimidar a Macedonia debido a la importancia de su flota, para proponerle renovar los antiguos tratados de amistad que en el pasado había firmado con Persia. Pero la susceptibilidad de los atenienses prevaleció sobre la prudencia diplomática: al embajador persa se le respondió, muy secamente, que los atenienses mantendrían su amistad con el Gran Rey si éste no emprendía nada contra las ciudades griegas.
Filipo aprovechó de inmediato esa torpeza diplomática. Inició negociaciones con Artajerjes y concluyó con él un tratado de alianza y amistad: Macedonia se comprometía a no seguir apoyando a los adversarios del Gran Rey, que por su parte renunciaba a intervenir en Grecia. Tras este cambio de situación diplomática, sólo había un perdedor: Atenas. Sin la amenaza de un acuerdo pérsico-ateniense, Filipo ya no tenía necesidad de andarse con cuidado. Aún hubo algunas tentativas de negociación, pero los atenienses crearon una alianza antimacedónica (con la Eubea, Quíos y Rodas) y el estado de guerra volvió a instalarse una vez más entre Filipo y los aliados de Atenas, en los Balcanes y en Asia Menor. A principios del año 340 a. C., Filipo asedia Bizancio y Perinto, ciudades que sostenían en la distancia a Persia, pero no sacó otro provecho que una herida en el hombro, casi a la vista de su hijo, que asistió a su primer combate en las ruinas de Perinto.
La guerra se anunciaba larga y difícil. Filipo, que trataba de mantener intacta la fidelidad de su pueblo hacia la corona, envió al joven Alejandro a Pela para desempeñar el papel de regente. De este modo, el príncipe accedía a la edad de dieciséis años a las más altas responsabilidades del estado macedonio. Poco después, en el mes de octubre del mismo año, Atenas y sus aliados declaraban la guerra a Macedonia: la suerte estaba echada.
Iniciada oficialmente en octubre de 340 a. C., esta guerra, que debía desembocar en el fin de la Grecia de las ciudades, duró casi dos años: concluyó el 2 de abril de 338 a. C., en la llanura de Queronea, en Beocia. Durante esos dos años, Alejandro cumplió concienzudamente sus funciones de regente.
Recibió primero en Pela una embajada de Persia, enviada por el Gran Rey, para solventar pacíficamente el problema de las colonias griegas instaladas en el mar de Mármara, la Propóntide, como la llamaban los antiguos. Los embajadores quedaron seducidos por aquel joven de pelo rubio, que les hacía mil preguntas sobre su país, las distancias que había entre las principales ciudades, el estado de las rutas, la personalidad de Artajerjes y sobre muchas cosas más; quedaron tan impresionados por Alejandro que luego declararon que los talentos, ya muy célebres, del rey de Macedonia no eran nada en comparación con los de su heredero.
En la primavera del año 340 a. C., el joven regente hubo de enfrentarse a una revuelta de tribus rebeldes implantadas en el alto valle del Estrimón, las de los medos (en la actual Bulgaria, entre Sofía y el Danubio). Con el entusiasmo de la adolescencia, decidió ponerse al frente en persona de una expedición de castigo en la región y, cuando le hicieron observar que era muy joven para partir a la guerra y no tenía la edad requerida para mandar un ejército, respondió con orgullo: «¡Aquiles era más joven todavía cuando partió para la guerra de Troya!»
Esta primera campaña de Alejandro se saldó con victoria: la ciudad de los medos fue tomada tras un sitio en regla, sus habitantes fueron expulsados o llevados para ser vendidos como esclavos. Imitando entonces, no a Aquiles, sino a su padre, Alejandro decidió instalar una colonia macedonia y cambiar el nombre de la ciudad para ponerle el suyo: Alejandría (Alexandropolis). Fue la primera ciudad que llevó su nombre. Cuando el heredero de Macedonia regresó triunfalmente a Pela, se había convertido en el ídolo de los soldados, que ya decían entre sí, a modo de broma, que Alejandro era el rey y Filipo su capitán.
Filipo no se sintió vejado, pero, temiendo que su hijo se expusiese de nuevo a peligros que un príncipe heredero no tenía derecho a correr, lo llamó a su lado y juntos regresaron a Pela. En el camino de vuelta, al atravesar el país de los medos, los macedonios fueron atacados por aquellas tribus insumisas. Durante el combate, el caballo de Filipo resultó muerto de una lanzada, que también atravesó el muslo del real jinete; Alejandro echó pie a tierra inmediatamente y cubrió el cuerpo de su padre con su escudo, hasta que fue levantado por sus soldados. La herida de Filipo no era muy grave, pero tuvo por secuela una cojera permanente, de la que el rey a veces se quejaba y que deploraba: «¿Cómo puedes, padre mío, quejarte de esa lisiadura que te recuerda a cada paso tu valor?»
La frase era generosa de parte del hijo, pero no gustó al padre que, con un ojo de menos, un omóplato fracturado y un muslo en pésimo estado perdía poco a poco prestigio en comparación con aquel jovenzuelo imberbe de cabellos de oro, que no tenía entonces más que dieciséis años mientras él tenía cuarenta y dos, y cuando ya algunas canas empañaban el negror de su barba de guerrero macedonio.
En la familia real de Macedonia las cosas iban mal.
Desde el paso de Aristóteles por Pela y la reconstrucción de Estagira, Olimpia sentía que su hijo se le escapaba. Aquél filósofo tartamudo le había apartado de la religión, le había enseñado que los dioses del Olimpo eran personajes de cuentos para niños, que el hombre era un animal como los demás pero dotado de razón, y que sólo un razonamiento riguroso puede llevar a la verdad. Por su parte, Filipo no soportaba a su mujer y ahogaba sus preocupaciones en continuas borracheras con soldados viciosos y afeminados, hasta el punto de que no los llamaban «Compañeros del rey» (hetaiwí), sino «compañeras» (hetairaí). Además, coleccionaba «esposas secundarias», es decir, amantes, con las que ya tenía hijos.
Alejandro parecía indiferente a las mujeres, y su madre había llegado a temer que fuese el favorito de algún oficial. Por eso había escogido a una prostituta de Tesalia para espabilarlo, una tal Calixena, cuyos méritos eran eminentes; pero los resultados del intento habían sido decepcionantes: por más que Calixena fuese instalada por Olimpia en el aposento del príncipe, éste no se interesaba por ella, sumido como estaba en la lectura de la Ilíada o de algún poeta. Todos sus biógrafos antiguos, empezando por Plutarco, subrayan que llevaba hasta el apasionamiento su amor por la literatura y los grandes hechos; la preocupación por su gloria futura le obsesionaba, pues había comprendido que estaba a su alcance. A riesgo de parecer anacrónicos, diremos que se había vuelto un «joven lobo» a quien parecía que todo había de salirle bien y, si se quiere comparar su conducta con la de nuestros contemporáneos, habría que pensar más en los golden boys estadounidenses de los años ochenta que en un César o un Bonaparte. Quería todo, y lo quería en el acto, presintiendo que su vida podría ser breve, de suerte que, como escribe Plutarco, siempre tuvo más inclinación por la gloria y los grandes hechos que por el placer.
También Filipo estaba preocupado por la indiferencia que su hijo mostraba hacia las mujeres. Se preguntaba si era impotente o simplemente homosexual, hecho que, lo mismo en Macedonia que en Grecia, no tenía nada de escandaloso, a condición de ser «amante» (erastos) y no «amado» (eromenos). Existía incluso, en el ejército tebano, un «Batallón Sagrado» (Plutarco escribe: «la Banda Sagrada»), en el que cada soldado e incluso cada oficial tenía un amante claramente de mayor edad que él, a veces incluso un anciano. No obstante, las eternas disputas entre las ciudades griegas iban a darle ocasión de apreciar las cualidades viriles y guerreras de su hijo.
En efecto, en la primavera de 339 a. C., el Consejo anfictiónico de Delfos había condenado a los montañeses de la ciudad de Anfisa, una ciudad situada a varios kilómetros de Delfos, por haberse apropiado de unas cuantas decenas de hectáreas de tierras consagradas a Apolo y, en la sesión del mes de octubre, había encargado oficialmente a Filipo recuperarlas, manu militan. Para el macedonio era la ocasión ideal de restablecer su prestigio, comprometido tras sus fracasos ante Bizancio y Perinto, y de mostrar su fuerza a los tebanos y los atenienses; movilizó inmediatamente a su ejército y decidió llevar consigo a Alejandro, que entonces iba para los dieciocho años. El ejército macedonio se pone en marcha desde Pela, atraviesa Tesalia, penetra en Grecia central por el obligado desfiladero de las Termopilas y, en lugar de ir directamente contra Anfisa, que está junto a Delfos, Filipo establece su puesto de mando en Elatea, a la salida del desfiladero, ciudad considerada tradicionalmente como la llave de la Grecia central, en la ruta que lleva directamente a Tebas y luego a Atenas (a 120 kilómetros de Elatea). Luego, sin pérdida de tiempo, Filipo fortifica la ciudad y envía emisarios a Tebas, rogando a las autoridades tebanas que no se opongan al paso de sus tropas, que tienen una misión sagrada que cumplir.
No hacía falta más para desencadenar el molino de palabras antimacedonio que era Demóstenes. El fogoso orador parte de inmediato hacia Tebas, donde se encuentra en presencia de los emisarios de Filipo, y utiliza toda su elocuencia para convencer a los tebanos —en principio aliados de Macedonia— a fin de que cerrasen su país al ejército macedonio, y multiplica las promesas: Atenas pagará los gastos de la guerra, pondrá su poderosa flota a disposición de los tebanos y los beocios y les dejará incluso el mando de las fuerzas aliadas.
Durante el invierno de 339-338 a. C., los dos campamentos se preparan: Tebas y Atenas envían embajadas al Peloponeso, a Eubea y Etolia para asegurar las alianzas de las ciudades de este país en torno de Atenas y Tebas, mientras que Filipo, como buen estratega, completa la fortificación alrededor de Elatea y restaura las plazas fuertes de Fócida.
Las operaciones militares se inician a principios del verano de 338 a. C., con una estratagema de Filipo: en una carta que dirige a uno de sus generales que se han quedado en Pela —Antípater— le informa de que debe partir de inmediato para Tracia, a fin de reprimir una revuelta. Esto le obliga a renunciar a castigar a Anfisa. Se las arregla para que los habitantes de esa ciudad, que caen en la trampa, se hagan con la misiva: la guarnición de Anfisa recoge sus bártulos y se marcha a las montañas, donde Filipo, que está al acecho, destroza sus efectivos y vuelve para apoderarse de la ciudad. En Delfos exultan, aclaman al macedonio, el oráculo lanza maldiciones contra Atenas, mientras Demóstenes, con aire de suficiencia, se burla y dice a todo el que quiere oírle que la pitonisa «filipiza».
Por su parte, Filipo regresa a Elatea y trata por última vez de convencer a tebanos y atenienses de que firmen la paz. Les envía embajadas, pero es trabajo perdido: Demóstenes ha convencido a todo el mundo de que había que luchar. El rey de Macedonia se decide, muy apesadumbrado, a ir al combate: conoce sus fuerzas y sabe que va a ganar, pero respeta el pasado de Atenas y esa victoria, que no puede escapársele, le entristece y le asusta a la vez.
Ha escogido su campo de batalla. Será la llanura de Queronea, junto a la ciudad del mismo nombre, que bordea el pequeño río Cefiso. El 2 de abril, antes del alba, las fuerzas griegas (10.000 atenienses, 10.000 beocios, 5.000 mercenarios y el Batallón Sagrado de los tebanos), se sitúan a lo ancho de la llanura. El ejército macedonio (30.000 soldados de infantería y 2.000 jinetes) les hace frente: Filipo mandaba el ala derecha, que formaba una enorme falange, y Alejandro, para quien la batalla era su auténtico bautismo de fuego, tenía a sus órdenes la famosa caballería macedonia —los Compañeros de Macedonia— en el ala izquierda.
Los atenienses atacan fogosamente el ala derecha macedonia: Filipo da a sus oficiales la orden de retirarse despacio, mientras su ala izquierda, con Alejandro al frente, avanza, carga y desorganiza las líneas griegas: la falange, reconstruida, emprende su marcha hacia adelante y masacra literalmente a las fuerzas enemigas, que huyen en total desorden: «¡Estos atenienses —dirá Filipo— no saben cómo se ganan las batallas!»; entre los que huían estaba Demóstenes, cuyas ropas se engancharon en un matorral de espinos y que imploraba, con los brazos levantados, que le perdonasen la vida. Los atenienses dejaron mil muertos en el campo y abandonaron dos mil prisioneros: en cuanto a los beocios, también sufrieron grandes pérdidas y todos los hombres del Batallón Sagrado, amantes y amados, perecieron.
Después de la batalla, Alejandro partió para dormir en su tienda el sueño del justo, y Filipo se emborrachó con sus oficiales. Vinieron a preguntarle qué había que hacer con los miles de prisioneros, que estaban reunidos en una ciudad vecina. Entre dos eructos respondió que con los tebanos había que esperar, pero que los atenienses debían ser liberados de inmediato. Luego siguió bebiendo y, al alba, se dirigió, tambaleándose y completamente ebrio, al campo de batalla. Lloró ante los cadáveres amontonados del Batallón Sagrado, luego vagó entre los grupos de prisioneros atenienses: «¡Ah, ah! ¡Qué revancha sobre Demóstenes! ¿Os acordáis de sus discursos contra mí?»
Y se puso a recitar, escandiéndolas, golpeando con las manos y batiendo los pies, las primeras líneas de una de las Filípicas que el orador ateniense había pronunciado contra él. Un prisionero ateniense, el orador Démades, que había sido en la boulé el adversario de Demóstenes y el defensor de Filipo, cuyas teorías unificadas aprobaba, le apostrofó: «Rey, el destino te ha elegido para ser un nuevo Agamenón, ¿no te da vergüenza hacer el papel del bufón Tersites?»
Filipo se calló bruscamente. Comprendió que había superado los límites y había dado un espectáculo lamentable en presencia de aquellos atenienses, dignos y respetables, cuyos antepasados habían sido las glorias más hermosas de Grecia. Y se durmió, con el sueño roncador de los borrachos.
Cuando despertó, recibió a sus capitanes, que acudían para recibir a su vez las órdenes para destruir Atenas, puesto que acababa de ser vencida; Filipo les respondió: «¿Destruir Atenas? ¿Yo? Yo que he sufrido todos estos tormentos para conseguir la gloria, ¿destruiré la ciudad de todas las glorias? ¡No lo quieran los dioses!»
El vencedor fue generoso con los atenienses. Hizo colocar a sus muertos sobre unas piras con honores militares y las cenizas fueron devueltas a sus familias, los prisioneros fueron liberados inmediatamente y sin rescate y el orador Démades, también liberado, fue el encargado de llevar a sus compatriotas la buena nueva. Filipo se inclinaba ante la gloria pasada de Atenas y no tenía ninguna intención agresiva hacia la ciudad y sus habitantes, al contrario. Un comité de paz formado por atenienses (Esquines, Démades y Foción, un general ateniense que siempre había preconizado la alianza con Macedonia) y macedonios (el propio Alejandro y los generales Antípater y Alcímaco) se encargó de redactar un tratado de paz sobre bases sanas y duraderas.
El artesano de ese tratado, Démades, era un hombre de baja extracción, antiguo marinero y autodidacta, de elocuencia popular y convincente, carente de la pompa de Demóstenes, amante del lujo y los placeres, que no se preocupaba de prejuicios ni virtudes y que sólo tenía un objetivo: la paz a cualquier precio, y la paz que de ella resultaría para él y para Atenas. Los términos del tratado que, con justa razón, se llamó la «Paz de Démades» (verano del 338 a. C.) eran los siguientes: la Confederación marítima de Atenas, que ya no tenía mucho sentido, quedaba disuelta, pero la ciudad conservaba la mayor parte de sus posesiones de ultramar (sus colonias en el mar Egeo) y algunas tierras arrancadas a Beocia; ninguna tropa macedonia sería acantonada en el suelo del Ática y ningún navío de guerra sería enviado al puerto del Pireo; los dos Estados hacían juramento de una alianza recíproca.
Con los tebanos, las cosas fueron distintas. Tebas fue castigada por haber sido infiel a sus pasadas promesas. Después de enterrar a sus muertos, los prisioneros tebanos fueron vendidos como esclavos, los funcionarios de la ciudad que le habían sido hostiles fueron desterrados y sustituidos por funcionarios que habían estado en el exilio debido a sus sentimientos promacedonios, y por toda la Beocia se instalaron tropas de ocupación.
Luego Filipo hizo una gira por Grecia que se parecía a una gira de propietario: todas las ciudades hicieron acto de fidelidad al macedonio. Sólo Esparta se envolvió en su dignidad espartana y su laconismo. Cuando Filipo exigió a sus jefes que reconociesen su primacía, le respondieron:
—Si crees que tu victoria sobre los griegos te ha hecho más grande de lo que eras, ¡mide tu sombra!
—Pero ¿consentiréis en recibirme al menos en vuestra ciudad como huésped?
—No.
—¿Ni siquiera si voy con mi ejército?
—No podrás impedirnos morir por nuestra patria.
—No tendréis necesidad de morir: si consigo conquistar vuestro país, sería generoso…
—«Sí» —respondieron lacónicamente los espartanos.
El viaje de Filipo a Grecia duró algo menos de un año; durante el otoño de 337 a. C., el rey de Macedonia regresa, cargado de gloria, a Pela.
Alejandro no acompañó a su padre en ese crucero helénico. Festejó sus dieciocho años en Atenas, mientras se disponían a elevar una estatua en honor de Filipo en el agora; luego volvió a Pela, donde su madre le abrió los brazos, tanto más cuanto que estaba solo, sin su padre. Tal vez Olimpia esperaba recuperarlo después de haber perdido su influencia sobre él. Pero cuando Filipo regresó a su vez a Pela, en noviembre del 337 a. C., la situación familiar se tensó de nuevo. Plutarco, como buen moralista antifeminista que era, culpa de estas disensiones al comportamiento de Olimpia:
La disensión y los celos de las mujeres penetraron hasta separar los corazones de los reyes mismos [Filipo y Alejandro], de lo que fue causa principalmente la agria naturaleza de Olimpia, la cual, siendo mujer celosa, colérica y vengativa por naturaleza, iba irritando a Alejandro y aumentando los descontentos que tenía de su padre.
PLUTARCO, Vida de Alejandro, XIV
La razón más aparente de este desgarramiento familiar fue la mujer que Filipo introdujo en el palacio real: Cleopatra —sin duda la primera Cleopatra de la historia que haya hecho hablar de ella—; era sobrina de uno de sus generales llamado Átalo (Attalos). El rey tenía entonces cuarenta y cinco años, y se había enamorado locamente de esa joven, que debía de tener dieciocho o diecinueve y trataba de que su viejo enamorado («fuera de edad y de estación», escribe Plutarco) se casase con ella. Pero el viejo enamorado no estaba dispuesto a hacerlo. Temía sin duda la furia de Olimpia, su mujer legítima, y los reproches de su hijo; también temía sin duda algunas complicaciones dinásticas futuras. Por eso había propuesto a Cleopatra el rango de «esposa secundaria», cosa que, al parecer, era posible en Macedonia. Pero Cleopatra se negaba a ser tratada como una esposa de segunda clase. Tenía para ello buenos argumentos: era macedonia y de nacimiento noble, mientras que Olimpia era una epirota, una bárbara en resumidas cuentas; era capaz de tener hijos, mientras que Olimpia era demasiado vieja para eso.
Filipo, como cuadragenario enamorado, estaba dispuesto a todo para conservar a su Cleopatra, que le sugirió repudiar a Olimpia por infidelidad; después de todo, ¿no había reconocido abiertamente que su hijo Alejandro era hijo de Zeus-Amón, y no de Filipo? Esta historia no se sostenía, argumentaba Cleopatra: Olimpia la había inventado para camuflar un amorío regio que habría tenido con un mortal. Debió de añadir incluso, pérfidamente, que con aquella anciana bacante epirota, que no ocultaba haber participado en orgías báquicas antes de casarse con el ingenuo Filipo, todo era posible.
El rey quedó impresionado por esta argumentación, y la discutió con Alejandro. Éste, por más racionalista que se hubiese vuelto gracias a la enseñanza de Aristóteles, estaba profundamente unido a su madre y no se la imaginaba repudiada y desterrada de la corte de Pela. Invocó, con astucia, argumentos dinásticos: «Si tienes hijos con esa nueva reina —le dijo a su padre—, cuando mueras, ellos serán tus herederos legítimos y yo tu bastardo, cosa molesta para tu dinastía.» Objeción a la que Filipo replicó, sonriendo con aire significativo: «Hijo mío, cuantos más rivales tengas, más razón tendrás para superarles con tus méritos.»
Finalmente Cleopatra obtuvo la victoria en el plano íntimo y fracasó en sus proyectos políticos: Filipo repudió a su esposa Olimpia como esposa, pero conservó su rango de reina y Alejandro su condición de pretendiente legítimo.
No obstante, las cosas no salieron bien, y el destino de Alejandro vaciló. Una vez repudiada Olimpia, Filipo celebró sus nupcias con Cleopatra, que exigió una ceremonia oficial con gran pompa, a la que debían asistir la corte, los generales y el mismo Alejandro. Testigo a pesar suyo de esta humillación pública impuesta a su madre, a la que tanto quería, el príncipe, silencioso e hirviendo en una cólera contenida, debió sufrir el suplicio del inevitable festín de bodas sin decir una palabra. Pero perniciosamente el vino macedonio hacía su trabajo. Filipo y Átalo, su suegro, no tardaron en estar completamente borrachos y lo que debía suceder, sucedió. El general Átalo, titubeando y tartamudeando, propuso beber a la salud del esposo:
—Por Filipo, nuestro rey, y por el heredero legítimo que nacerá de esta unión.
A estas palabras, Alejandro sale de su silencio, salta de su lecho e increpa a Átalo:
—¡Miserable malvado! ¿Te atreves a tratarme de bastardo?
Y, cogiendo su copa llena de vino, se la lanza a la cabeza. Átalo la esquiva, se apodera de la suya y la arroja al rostro de Alejandro. Se produjo entonces un tumulto generalizado: todo el mundo se levantó, las mesas fueron derribadas, platos, cubiletes, vasos y cráteras se estrellaron en el mármol del suelo, se derramó el vino y por todas partes volaban las invectivas. De pronto se hace el silencio: Filipo, cuyo único ojo estaba inyectado de sangre, se levanta lenta y penosamente de su lecho real, saca su espada y avanza, cojeando, hacia su hijo para matarle. Nadie se atreve a interponerse. Pero el rey es traicionado por su pierna coja, resbala en el suelo mojado y se desmorona con gran estrépito, aturdido, en medio de un charco de vino tinto. Fríamente, Alejandro señala con el dedo el cuerpo tendido de su padre que se agita: «¡Ved, macedonios, ved a este hombre que habla de guiaros hasta Asia, pero que no es capaz de pasar de una mesa a otra sin derrumbarse!»
Y tras estas palabras, corre a los aposentos de su madre, la saca de la cama y, acompañado por una escolta de hombres de confianza, huye de Pela con Olimpia en la noche, en dirección a las montañas del Epiro: la conduce a casa de su hermano, Alejandro, rey de Epiro, en el seno del pueblo del que había salido.
Pasó el invierno del 337-336 a. C. Alejandro se refugió en una tribu lincéstida cuyo jefe era un tal Pleurias; Filipo, secundado por Átalo, emprendió una desdichada expedición contra los epirotas y finalmente decidió reconciliarse con su hijo. Plutarco dice que habría sido llevado a esa solución por una idea que le habría sugerido uno de sus viejos amigos, Demarato de Corinto, que había ido a visitarle: cuando Filipo le preguntaba cómo se entendían ahora los griegos entre sí, Demarato le habría respondido: «Realmente, te va bien eso de preocuparte por la concordia entre los griegos, cuando tú has colmado tu propia casa de tan grandes querellas y de tantas disensiones.»
Estas palabras debieron de lastimar a Filipo, que habría reconocido su falta y habría enviado a Demarato a la región de los lincéstidas para convencer a Alejandro de que volviese a Pela. El príncipe aceptó la invitación de su padre, pero puso como condición que también su madre fuese autorizada a regresar a la corte y fuese tratada en ella con honor, en calidad de madre del príncipe heredero.
Filipo dio su conformidad y, en la primavera del año 336 a. C., Alejandro y su madre estaban de vuelta en el palacio real, que corría el riesgo de parecerse, progresivamente, a la corte de Tócame Roque: ¿cómo iban a poder vivir juntos, bajo un mismo techo, incluso si Filipo y Alejandro estaban sobre aviso, unas mujeres de intereses tan enfrentados como Cleopatra, Olimpia y la otra Cleopatra, la hermana de Alejandro? Para complicar aún más la situación, Cleopatra, la esposa de Filipo, estaba encinta y debía dar a luz en los meses de julio o agosto: ¿qué pasaría si el niño era un varón? Había además otros pretendientes en potencia al trono de Macedonia: Amintas, hijo del rey Perdicas III, el hermano mayor de Filipo, y Arrideo, hermanastro bastardo de Alejandro que Filipo había tenido de una de sus amantes y al que pensaba casar con la hija del rey de los carios. Los sicarios podían afilar sus puñales.