(hacia 700-382 a. C.)
Perdicas I, primer rey de Macedonia (antes de 650). —La dinastía macedonia de los Argéadas. —Arquelao II, primer gran soberano de Macedonia (413-399). —Filipo II de Macedonia: su juventud, la influencia del general tebano Epaminondas (h. 382-359). —Filipo, regente: crea el ejército macedonio (359-356). —Filipo, rey de Macedonia: conquista de las fronteras naturales del reino; unificación del mundo griego (356-336). —Su asesinato (julio de 336).
1. La leyenda macedonia
Es Herodoto quien nos cuenta los orígenes legendarios de la dinastía macedónica de la que salió Alejandro Magno (Historias, libro VIH, cap. 137-138); Herodoto es un griego de Asia, nacido verosímilmente en Halicarnaso, hacia 484 a. C.; pasó la mayor parte de su vida en Turios, colonia griega cosmopolita del sur de Italia, fundada hacia el año 444 a. C. a instigación de Pericles. La genealogía que Herodoto propone fue admitida por Tucídides (II, 99), que debió de verificarla en Tracia, en el transcurso de su exilio, durante la guerra del Peloponeso.
Herodoto nos enseña en primer lugar (VIII, 136) que en el año 480 a. C., durante la segunda guerra Médica, mientras invernaba en Tesalia, el general persa Mardonio mandó un mensaje a Atenas por mediación de «Alejandro, hijo de Amintas, macedonio» y nos explica que este Alejandro era descendiente de un tal Perdicas que se convirtió en rey de los macedonios en unas circunstancias muy novelescas, más dignas de una serie de «Cuentos y leyendas de Macedonia» que de la obra de un historiador erudito, y que ante todo vamos a narrar.
Así pues, nos cuenta Herodoto que, a principios del siglo VII a. C., en la ciudad aquea de Argos, que pasaba por ser la más antigua de Grecia, vivían tres hermanos de la estirpe de Témeno, descendiente a su vez de Heracles, el hijo de Zeus y de Alcmena, la bella mortal; se llamaban Gavanes, Aéropo y Perdicas. Los tres jóvenes se habían visto obligados a huir de Argos y habían llegado a las regiones montañosas de Iliria, a orillas del mar Adriático. Luego de Iliria habían pasado a esa parte de la Alta Macedonia que se extiende al norte del golfo de Salónica y llegaron a una pequeña ciudad (no identificada) llamada Lebea. Se pusieron a servir al rey de esa ciudad: Gavanes guardaba sus caballos, Aéropo sus bueyes y el más joven, Perdicas, las cabras, los cerdos y el ganado menor.
En ese tiempo, prosigue Herodoto, todo el mundo era pobre, incluso las familias reales, y se alimentaban de migas de pan. En Lebea, la mujer del rey se las hacía cocer ella misma, sin duda para evitar que un panadero falto de honradez le robase algunas, porque el trigo era escaso. Un día se dio cuenta de que la bola de pan destinada al joven y seductor Perdicas, cuando salía del horno era dos veces mayor que la de sus hermanos y los restantes miembros de la gente de la casa real. La causa de este milagro era sin duda el amor que sentía por el bello Perdicas la panadera real, que le preparaba los mejores panes. A su marido el rey le explicó que se trataba de un prodigio, que anunciaba algo grande relacionado con el bello Perdicas.
Los reyes celosos no creen en los prodigios: el de Lebea despidió a los tres hermanos, prohibiéndoles volver a poner los pies en sus dominios: los jóvenes le dijeron que aceptaban marcharse, pero que exigían recibir previamente su salario. Los reyes celosos son a menudo avaros y el nuestro no era una excepción a la regla: señalando la mancha de luz que sobre el suelo de su casa formaban los rayos del sol que caían desde el orificio por donde solía escapar el humo del horno, les dijo, con la mente perturbada sin duda por algún dios: «Aquí tenéis el salario que habéis merecido: ¡cogedlo y marchaos!»
Los dos hermanos mayores, Gavanes y Aéropo, se quedaron cortados sin saber qué responder; pero el más joven, Perdicas, replicó al punto: «Aceptamos, oh Rey, este salario que nos ofreces, y te damos las gracias.»
Y cogiendo un cuchillo que llevaba al cinto, dibujó sobre el suelo de tierra batida un círculo alrededor de la mancha luminosa; luego, inclinándose hacia ella, esbozó por tres veces el gesto de un hombre que sacase los rayos del sol en el hueco de su mano, e hizo ademán de introducirlos en un pliegue de su túnica. Finalmente, se retiró con sus hermanos después de haber lanzado una última mirada a la hermosa panadera.
Cuando se hubieron marchado, uno de los compañeros del rey le hizo observar la gravedad del gesto ritual de Perdicas: significaba, le dijo, que a partir de ese momento el joven y sus hermanos podían considerarse amos y señores del dominio real cuyo centro era el círculo luminoso. Como todos los celosos, al rey acababan de hacerle una jugarreta, y se enfureció. Envió a sus hombres de armas en persecución de los tres hermanos, con la orden de capturarlos y matarlos. Pero los tres descendientes de Témeno habían avanzado mucho: habían franqueado un río que, tras su paso, había crecido tanto que cuando los jinetes del rey llegaron no pudieron vadearlo. Los fugitivos, ahora fuera del alcance de sus perseguidores, se asentaron al pie de una montaña, en una región donde crecen rosas de sesenta pétalos y cuyo perfume supera al de las demás rosas. Allí prosperaron, se hicieron dueños de la comarca, luego de las regiones de los alrededores, más tarde de toda Macedonia, de la que Perdicas se convirtió en el primer rey. Como Perdicas descendía de Témeno y Témeno de Heracles, la dinastía que fundó fue llamada dinastía de los Heraclidas. Más a menudo se la llama dinastía de los Argéadas por alusión a la ciudad de Argos de donde era oriundo Perdicas, y como referencia al hijo de éste, Argeo, que sería el fundador histórico de la estirpe cuyo último representante fue Alejandro Magno.
De Perdicas I, el joven enamorado de la mujer de un jefe de aldea macedonio, panadero de condición, a Filipo II, padre de Alejandro Magno, transcurrió poco más de tres siglos, es decir, tanto tiempo como entre la época de Juana de Arco y la de Luis XV. Durante esos trescientos años Macedonia tuvo muchas ocasiones de cambiar de aspecto. El «reino» de los primeros soberanos estaba cubierto en gran parte de montañas y bosques habitados por poblaciones sedentarias y feroces, que llevaban una vida de agricultores y pequeños ganaderos en unas poblaciones aisladas unas de otras. Desconocían todo de la vida urbana y estaban casi totalmente separados de Grecia, de civilización tan brillante ya en ese momento y sin embargo tan próxima: la primera capital de Macedonia, Aigai (Egas), de donde, con buen tiempo, se puede divisar la cima nevada del monte Olimpo, sólo estaba a 320 kilómetros de Atenas.
Los seis o siete primeros reyes macedonios no son para nosotros más que nombres; indudablemente eran los jefes de una tribu montañesa que había conseguido imponerse a otras en las montañas de Macedonia. Para los griegos del siglo VI o del V a. C. parecían bárbaros rubios de ojos azules y tez clara, cuya lengua era incomprensible, y a los que a menudo confundían con los tracios salvajes, de cuerpo cubierto de tatuajes. Fue Herodoto el primero que llamó la atención de sus contemporáneos sobre la calidad de la civilización macedonia, con dos sutiles anécdotas como las que este autor sabía contar.
La primera concierne a una embajada enviada por Megabazo, el almirante del Gran Rey Darío I —que en ese momento se dedicaba a extender sus conquistas en Europa hasta el Danubio—, al rey Amintas I de Macedonia (540-498 a. C.). Así pues, a Aigai, la capital, llegan siete embajadores persas y le piden, de parte de Darío, «la tierra y el agua», es decir, unos territorios y espacios marítimos. Después de responder afirmativamente a la demanda de los legados, Amintas los invita a una comida de hospitalidad, y he aquí cómo se desarrolló el asunto, según Herodoto (V, 16-20):
Una vez concluido el banquete, los persas, que estaban bebiendo a discreción, le dijeron lo siguiente: «Amigo macedonio, nosotros, los persas, cuando ofrecemos un gran banquete tenemos por costumbre, en tal ocasión, incluir entre los asistentes a nuestras concubinas, así como a nuestras legítimas esposas. En vista, pues, de que tú nos has acogido con verdadera afabilidad, de que nos agasajas espléndidamente y te avienes a entregarle al rey Darío la tierra y el agua, sigue nuestra costumbre.» «Persas —respondió a esto Amintas—, entre nosotros, concretamente, no rige esa costumbre, sino la de que los hombres estén separados de las mujeres. No obstante, puesto que vosotros, que sois quienes mandáis, solicitáis este nuevo favor, también veréis satisfecha esta petición.»
Amintas envía en busca de las mujeres, que se sientan frente a los persas sonriendo. Mas éstos, animados por el generoso vino de Macedonia, según cuenta Herodoto, piden más:
Éstos, entonces, al contemplar la hermosura de las mujeres, se dirigieron a Amintas diciéndole que semejante proceder carecía de toda lógica, pues mejor hubiera sido que, de buenas a primeras, las mujeres hubiesen excusado su asistencia, antes que acudir y, en vez de sentarse a su lado, hacerlo frente a ellos para tormento de sus ojos. Bien a su pesar, Amintas les mandó, pues, que se sentaran junto a ellos; y apenas las mujeres hubieron obedecido, los persas, como estaban borrachos perdidos, empezaron a toquetearles los pechos y hasta es posible que alguno intentara besarlas.
Alejandro, el hijo de Amintas (el que le sucederá bajo el nombre de Alejandro I), se indigna; ruega a su padre que se retire, pretextando su edad, y que le deje arreglar las cosas. El rey, después de haber aconsejado a su hijo que se tranquilice, abandona la sala y el príncipe se dirige a sus huéspedes:
Amigos, las mujeres aquí presentes están a vuestra entera disposición, tanto si queréis hacer el amor con todas o sólo con un determinado número de ellas (sobre este particular vosotros mismos decidiréis). Pero como ya se acerca el momento de acostaros y veo que estáis bien borrachos, permitid, si os parece oportuno, que estas mujeres vayan ahora a darse un baño y, a su regreso, una vez bañadas, podréis haceros cargo de ellas.
Los persas aceptan encantados y siguen bebiendo mientras las mujeres vuelven a sus aposentos. Entonces Alejandro hace venir a su lado algunos jóvenes, todavía imberbes, les hace ponerse vestidos de mujer, reparte entre ellos puñales y, cuando están preparados, maquillados y perfumados, los introduce en la sala donde los persas aguardan, impacientes, a las mujeres que les han prometido. Alejandro se dirige a ellos en estos términos:
“Persas, me parece que se os ha obsequiado con un completísimo banquete en el que nada ha faltado, ya que, además de todo cuanto poseíamos, tenéis asimismo a vuestra disposición todo aquello que hemos podido conseguir para agasajaros; y concretamente —cosa ésta que excede toda norma de hospitalidad— os ofrecemos, con generosa prodigalidad, a nuestras propias madres y hermanas, con el fin de que comprobéis a la perfección que, por nuestra parte, recibís los honores a que verdaderamente sois acreedores, y para que, de paso, podáis explicar al rey que os ha enviado que un griego, un gobernador de Macedonia, os ha dispensado una buena acogida tanto en la mesa como en la cama.”
Los persas tienden enseguida los brazos hacia los jóvenes macedonios disfrazados de mujeres, los hacen sentarse a su lado y, apenas intentan ponerles la mano encima, éstos sacan sus puñales y los matan a todos. Los pretendidos bárbaros macedonios habían dado una terrible lección de moral a los enviados del Gran Rey. Cuando la noticia de la matanza llegó a Susa, Megabazo amenazó a los macedonios con una severa expedición de castigo y envió a su sobrino, Buhares, a Aigai, para hacer una investigación sobre lo que había pasado. Pero aunque todavía era muy joven, Alejandro conocía la venalidad de los orientales. Compró a buen precio el silencio de Buhares, le ofreció además su propia hermana como esposa y el asunto quedó ahí: la virtud de las macedonias había sido salvaguardada y los persas aprendieron la lección. Ningún heleno lo habría hecho mejor.
La segunda anécdota concierne a los orígenes étnicos de los macedonios, que los griegos de Atenas, de Tebas y Esparta considerarían bárbaros, es decir, como no-griegos. El anciano rey Amintas había muerto de vejez en sus montañas, y su hijo, el que había dado una severa lección a los borrachos persas, se había convertido en rey con el nombre de Alejandro I, en 498 a. C. Dos años después de su advenimiento, se inauguraban los 71° Juegos Olímpicos de la Hélade, y el joven soberano decidió participar en ellos.
Así fue como por vez primera, en 496 a. C., un rey de Macedonia pisó el suelo de Grecia, más exactamente el del Peloponeso, en Olimpia, para participar en las carreras a pie de los Juegos, e hizo un discurso en este sentido ante las autoridades de Olimpia. La primera reacción de los concurrentes y los representantes de las distintas ciudades griegas fue de extrañeza ante el hecho de que un bárbaro pudiera expresarse con elegancia en la lengua del Ática, y la segunda apartarle del concurso que, según decía, estaba estrictamente reservado a los griegos y prohibido a todo bárbaro, aunque fuese un rey. Pero Alejandro siguió en sus trece: defendió su causa ante los helanódicos, los magistrados encargados de hacer respetar los reglamentos de los Juegos, les demostró que era argivo de origen, que sus antepasados eran de Argos y que descendían de Heracles, el creador de los Juegos y su primer ganador. Se le admitió entonces en pie de igualdad con los griegos, y llegó el primero ex aequo en la carrera del estadio: Píndaro celebró su victoria en una oda entusiasta.
El caso provocó gran revuelo en toda Grecia y cada cual le buscó su provecho, tanto los macedonios como los atenienses. Desde el reinado de Amintas, Macedonia se había desarrollado mucho y el joven rey que era Alejandro I no había hecho el viaje a Olimpia simplemente por el placer de ganar una carrera pedestre: al hacerse reconocer oficialmente como griego, y de alta estirpe, sentaba las bases de una alianza futura, en pie de igualdad, entre Macedonia y las grandes ciudades helénicas, como Atenas, Esparta o Tebas. En cuanto a los griegos, en 496 a. C. vivían desde hacía tres años bajo la amenaza de los persas, y sus estrategas sabían que, para los ejércitos del Gran Rey, la ruta más directa de Susa a Atenas pasaba por el Bósforo, Tracia, Macedonia y Tesalia: entre sus intenciones figuraba la de hacer entrar a los macedonios en la coalición antipersa, porque su interés era el mismo que el de los súbditos de Alejandro. ¡El envite bien valía una corona en los Juegos Olímpicos!
A decir verdad, Alejandro I no era para los griegos un aliado fiable, como el futuro iba a demostrar. En primer lugar, había ofrecido su hermana por esposa al sobrino del almirante de la flota persa, para acallar el asunto del asesinato de los embajadores; pero ¿merecía un regalo tan grande aquel despreciable asunto de costumbres? Además, a diferencia de los griegos, no tenía el sentido patriótico metido en el cuerpo, no tenía ninguna historia de Macedonia que respetar, carecía de modelos heroicos como los de la Ilíada, cuyos cantos habían acunado a todos los helenos y eran tomados como ejemplo. Dada la situación internacional en el Mediterráneo, su país podía elegir entre dos soluciones: o volverse una satrapía del Imperio persa y vivir en paz bajo su protección, o zambullirse en el caldo de cultivo nacionalista de los griegos, con todas las perspectivas de guerras y desgracias que eso suponía. Así pues, se decidió por el Gran Rey. Juró obediencia a Darío en 492 a. C., y la derrota de los persas en Maratón dos años después no le hizo cambiar de campo: acompañó a Jerjes en su expedición de 480 a. C. y sufrió con él la derrota de Salamina. No cambió de bando hasta agosto del año 479 a. C., en Platea, donde traicionó a los persas en favor de los helenos, que honraron esa traición concediéndole el título de «amigo de los griegos» (Philhellenos), lo que en última instancia no era demasiado glorioso.
Como los persas ya no eran de temer, Alejandro I helenizó su corte y su capital, atrayendo a la pequeña Aigai a políticos, sabios, escritores, músicos y pintores griegos. Luego murió, satisfecho, tras cuarenta y tres años de reinado; dejaba la corona de Macedonia a su hijo mayor, Perdicas II, que le sucedió hacia 455 a. C. (su otro hijo, Filipo, no tuvo ocasión de reinar). Perdicas imitó a su madre y, mientras los horrores de la guerra del Peloponeso ensangrentaban la Grecia continental, pacifistas, poetas, sabios y escritores se volvieron más numerosos que nunca en la colina de Aigai, adonde fue a vivir incluso Hipócrates, el famoso médico.
En 413 a. C. Perdicas II también murió. Le sucede su hijo, Arquelao, nacido de una concubina y no de una mujer legítima. Fue, como suele decirse, un gran rey. Al no tener que preocuparse de política extranjera ni de disputas sucesorias, Arquelao pudo sacar provecho a los catorce años de su reinado para hacer de Macedonia un país moderno y susceptible de defenderse frente a eventuales invasores. Trasladó la capital de Aigai a Pela, en la llanura, a unos treinta kilómetros de la costa, en un cerro que dominaba un lago, unido al mar por un río navegable; la ciudad imitaba a las hermosas ciudades comerciantes griegas, con un agora, muelles, depósitos de almacenamiento y templos. Macedonia sólo tenía caminos: Arquelao hizo construir un gran número de carreteras que irradiaban desde Pela, ciudad que así se unía a todas las regiones del reino, incluidas las más alejadas e inaccesibles. Construyó numerosas fortalezas, que transformaron Macedonia en un bastión formidable; para mantenerlas y, llegado el caso, defenderlas, Arquelao puso en pie un poderoso ejército y envió a Pela a oficiales griegos, e hizo traer armas y armaduras en gran cantidad.
Como su padre y su abuelo, Arquelao era un enamorado de la literatura y las artes liberales. Acogió con generosidad a los escritores y artistas que, huyendo de la inseguridad de Grecia —transformada entonces en campo de batalla por la guerra del Peloponeso—, iban a refugiarse en aquella nueva Atenas: Eurípides, que no podía seguir soportando las infidelidades de su mujer, estableció allí su residencia y pasó los dos últimos años de su vida (tuvo un final trágico, murió bajo las fauces de los perros guardianes del palacio real que lo habían atacado); el poeta Agatón, en cuya casa se había celebrado el memorable banquete al que asistió Platón; Zeuxis, el pintor más famoso de toda Grecia; el músico Timoteo, etc. Por desgracia, este rey, que tantas cosas hizo por su país, desapareció muy pronto al ser asesinado el año 339 a. C.
Este crimen sumió a Macedonia en la anarquía durante dos años. Luego la corona recayó en un sobrino de Perdicas II, hijo de su hermano Filipo y primo hermano de Arquelao, el rey Amintas II (398-369 a. C.), del que ahora tenemos que hablar. Este monarca presenta, en efecto, tres particularidades que merecen que se le haga un sitio aparte en este desfile de reyes macedonios: en primer lugar, sometió al turbulento pueblo montañés de los lincéstidas (en el oeste de Macedonia, hacia la actual Albania); en segundo lugar, se casó con la hija de uno de los jefes de ese pueblo, llamada Eurídice, que resultó ser una conspiradora sanguinaria; por último, de ese matrimonio nacieron cuatro hijos, una mujer cuyo nombre no nos ha llegado, y tres varones, que reinaron uno tras otro: Alejandro II (369-367 a. C.); Perdicas III (365-359 a. C.) tras dos años de anarquía debidos a las intrigas del usurpador Pausanias; y finalmente, Filipo II de Macedonia (nacido en 382 a. C., rey de 356 a 336 a. C.), padre de Alejandro Magno, que por lo tanto era lincéstida por parte de madre y macedonio por parte de padre.
En cuanto a la hija de Perdicas II, se casó con un tal Ptolomeo, que también resultaba ser amante de su madre Eurídice; cuando el rey Amintas murió en 369 a. C., la corona recayó, como se ha dicho, en Alejandro II, y Eurídice proyectó matar a su hijo para recuperar el trono, en provecho de su amante. Ptolomeo se encargó de hacer realidad este proyecto: invitó a Alejandro II a asistir a una danza guerrera, que debía realizar él mismo con los hombres de su guardia, y en el momento álgido de la danza, cuando Alejandro II sólo prestaba atención a los danzantes, Ptolomeo se abalanzó sobre el joven rey y lo mató. Pero los bienes mal adquiridos nunca aprovechan: Ptolomeo no pudo apoderarse de la corona, que un tal Pausanias, apoyado por una camarilla militar, quería usurpar. Eurídice pidió el arbitraje de Atenas, que envió a Pela a un militar, el estratego Ifícrates; éste zanjó la querella sucesoria: Perdicas III sucedería a su hermano (reinó de 365 a 359 a. C.) y, a su muerte, la corona correspondería a su hijo Amintas, tercero de ese nombre.
2. Filipo II de Macedonia
El destino de los tres hijos de Amintas II y Eurídice tiene algo de contradictorio. El de los dos mayores, Alejandro II (que reinó dos años) y Perdicas III (que reinó seis), traduce el fin de la Macedonia tradicional, la de los campesinos belicosos, grandes cazadores y bebedores, semibárbaros y semigriegos, y la de los señores feudales que desfilaban por Pela, la nueva capital, imitando a los atenienses de antaño. El reinado del menor, Filipo II, que por lo demás no estaba destinado a reinar, según el arbitraje de Ifícrates, inaugurará la era de la Macedonia triunfante, que pondrá a toda Grecia a sus pies.
Alejandro II se puso las botas de su padre recuperando el proyecto que éste había forjado de conquistar la vecina Tesalia. Empezó apoderándose de sus dos ciudades más importantes, Larisa y Cranón; pero los tesalios habían llamado en su ayuda a Tebas, la ciudad griega que, después de haber derrotado a los espartanos y los atenienses —gracias a los talentos de su estratego, el general Pelópidas—, se había convertido en líder del mundo griego: los macedonios fueron expulsados de Tesalia y, a su vuelta, Alejandro II fue asesinado en las circunstancias que más arriba se han contado, por orden de su madre, que quería instalar a su amante Ptolomeo sobre el trono de Macedonia. Se sabe que ese proyecto no pudo cumplirse: Ptolomeo hubo de contentarse con ser regente de Macedonia hasta la mayoría de Perdicas III.
Cuando este último hubo alcanzado la edad de veinte años (en 365 a. C.), reivindicó la corona paterna, Ptolomeo se negó a dejar sus funciones de regente, y Perdicas III, utilizando el viejo método macedonio, mandó asesinarlo, matando así dos pájaros de un tiro: recuperaba su corona y vengaba la muerte de su hermano. Pero ahí detuvo su «macedonismo», porque en la corte de Pela empezaban a helenizarse. Eurídice había aprendido a leer y a escribir (el griego) durante su viudez, y Perdicas III, que había tenido preceptores griegos en su infancia, era aficionado a la geometría y la filosofía. Una vez rey, hizo ir a Pela a un discípulo de Platón, Eufraios de Oreos, y sus compañeros solían decir que el mejor modo de obtener los favores del soberano era ir a hablarle de geometría. Este monarca filósofo murió joven (a los veintiséis años): los ilirios y los lincéstidas, ese pueblo de montañeses al que pertenecía su madre Eurídice, se agitaban en el oeste de Macedonia, y Perdicas III hubo de salir en campaña contra ellos. La primera gran batalla que libró contra estos rebeldes fue un desastre: peor guerrero que geómetra, Perdicas pereció en ella, con 4.000 de los suyos, en el año 359 a. C., a menos que fuera asesinado por instigación de Eurídice.
Amintas, hijo suyo, era todavía menor y Macedonia se encontraba en gran peligro. La parte occidental del país se encontraba invadida por los ilirios; en el norte poblaciones poco civilizadas, que hasta entonces habían vivido en silencio, empezaban a manifestar deseos de independencia; en el este, los tracios se volvían amenazadores y las regiones costeras, a treinta kilómetros de Pela, eran codiciadas por Atenas, que por fin había comprendido que en Grecia había que dedicarse a los negocios y no a la guerra, y por una recién llegada al concierto de las naciones griegas, la ciudad de Olinto.
Fue entonces cuando apareció el salvador de Macedonia en la persona de Filipo, tercer hijo de Eurídice, que a la muerte de su hermano en 359 a. C., tenía aproximadamente veintitrés años.
Cuando Alejandro II, el mayor de los tres hijos de Amintas II, había subido al trono de Macedonia diez años antes, deseoso de manifestar sus intenciones pacíficas respecto a los ilirios, les había enviado en calidad de rehén a su hermano menor, Filipo, como era costumbre en la Antigüedad cuando un Estado quería mantener relaciones de paz con otro Estado. Pero como se sabe, Alejandro II fue asesinado en 367 a. C. por Ptolomeo, el intrigante amante de su madre, y ésta, una vez regente, hizo volver a Filipo a Pela y luego lo exilió a Tebas, como rehén de esta ciudad. El joven debía permanecer allí cerca de tres años y regresó a Macedonia en 365 a. C.: tenía entonces unos dieciocho años.
Filipo, como todos los jóvenes aristócratas macedonios, despreciaba un poco la cultura tebana. En Pela estaba de moda admirar todo lo que venía de Atenas y sólo de Atenas: la Beocia, cuya capital era Tebas, tenía una pésima reputación en materia cultural, y el adjetivo «beodo» era el que se empleaba en la patria de Platón, de Aristófanes y Demóstenes para calificar a una persona inculta y pesada de mente. Sin embargo, si en materia de finura de ingenio, de elegancia y galantería los tebanos no tenían nada que echar en cara al joven príncipe de Macedonia, tenían muchas cosas que enseñarle en el plano militar, y Filipo tuvo la suerte de darse cuenta.
En Tebas vivía con la familia del famoso general Epaminondas (hacia 418-362 a. C.), que se había distinguido en la batalla de Mañanea, en 385 a. C., al lado de los espartanos, y más todavía en la de Leuctra (371 a. C.) contra esos mismos espartanos, convertidos en enemigos de Tebas. Ese día, Epaminondas había empleado una nueva estrategia que había llenado de admiración a toda Grecia: en contra de la estrategia tradicional, había concentrado lo más fuerte de sus tropas en el ala izquierda, las había dispuesto en profundidad y, con esta formación, marchó contra el ala derecha adversaria, que fue aplastada por este ataque masivo. El ejército espartano se dio a la fuga, dejando 400 muertos en el campo de batalla, entre ellos Cleombrotos, rey de Esparta. Además, Epaminondas era amigo íntimo de otro general tebano, Pelópidas: es fácil imaginar cuánto podía apasionarse el joven Filipo por las conversaciones de los dos hombres, cuya amistad era tal que prácticamente nunca se separaban. No podía pedir mejores maestros, y a su lado Filipo recibió lecciones de política y ciencia militar que nunca olvidaría.
Mientras tanto, el asesinato político, ese acelerador privilegiado de la historia macedonia, seguía su camino. Perdicas III había sacudido el insoportable fardo que representaba la tutela que sufría de parte de su madre y de Ptolomeo: éste fue asesinado (no se sabe si por Perdicas o por Eurídice), y Eurídice, la furia, temiendo correr el mismo destino, huyó a ejercer sus talentos en las montañas natales, entre los lincéstidas. La calma reinó de nuevo en el palacio real, Perdicas III hizo regresar a los poetas y los oradores griegos que tanto gustaban a su padre y Filipo fue autorizado por los tebanos a volver a Pela y apoyar a su hermano.
Cuando en el año 365 a. C. llegó el adolescente que dos años antes había partido hacia Tebas, se había convertido en un joven atlético, entusiasta hasta el exceso, impregnado de cultura ateniense, lo que le valía la admiración de los aristócratas de Pela, pero sobre todo, razonando sobre los asuntos de la guerra como nadie, lo que le valía la estima de los oficiales macedonios. A fin de preparar a su hermano, destinado a sucederle un día, en el arte de administrar, Perdicas III le confió el gobierno de una provincia; la carrera de Filipo estaba ahora trazada: antiguo alumno de Epaminondas, se convertiría en jefe del ejército macedonio y, a la muerte de su hermano, sucedería a su joven sobrino en el trono. Para este destino se preparó, entre 365 y 359 a. C., yendo y viniendo entre la provincia montañosa que le habían dado para gobernar y Pela, la brillante capital de Macedonia.
En la cerrada sociedad de Pela, Filipo era un personaje fuera de lo común: galante con las mujeres, rudo con los hombres, persuasivo con los políticos, encantador y pérfido a la vez, inmoderado tanto en sus placeres como en el trabajo o el combate, tragón más que comedor, borracho inveterado más que bebedor, mujeriego más que enamorado. En resumen, como se diría en nuestros días, era toda «una naturaleza», y luego lo demostró sobradamente. Pero también sabía adormecer la desconfianza de sus rivales y sus adversarios alabándolos, o colmándolos de regalos, sin dudar en emplear la corrupción cuando no bastaba la fuerza y en traicionar al más débil por el más fuerte cuando su interés le empujaba a ello. Dicho en otros términos, tal vez fuese una naturaleza, pero una naturaleza cuyo axioma político y moral era que el fin justifica los medios: el macedonio Filipo II era todo lo contrario del bueno de Sócrates o el ateniense Platón, era un Bismarck avant la lettre.
No tardaría en demostrarlo. En efecto, su terrible madre seguía su carrera de conspiradora. En 359 a. C. Eurídice había conseguido sublevar a las tribus de los lincéstidas contra su hijo el rey, que partió para pacificar su provincia. La expedición costó la vida a Perdicas III. La carrera de Filipo iba precisándose: el hijo de Perdicas III era demasiado joven para reinar; había que nombrar un regente o poner de oficio a otro rey en el trono. Los pretendientes eran numerosos, apoyados unos por Tebas, otros por Atenas e incluso por los persas. Filipo había comprendido que había llegado su hora, y se dirigió desde su provincia hacia Pela al frente del pequeño ejército que había formado en calidad de gobernador de provincia: no tuvo necesidad de luchar, porque los macedonios, despreciando a los demás pretendientes, le ofrecieron no el trono sino la regencia. La historia de Macedonia estaba a punto de cambiar: iba a convertirse en la historia del mundo.
Durante los años en que concienzudamente había encarnado el papel de gobernador de provincia, Filipo (mientras se iniciaba en las alegrías de la administración de las poblaciones) había reflexionado a conciencia en lo que le faltaba a Macedonia para ser una gran potencia. Había quedado muy impresionado por el orden que reinaba en el estado tebano y que contrastaba con la indisciplina de las provincias macedonias y las intrigas permanentes de Pela. Al lado de Epaminondas y de Pelópidas, había comprendido que en aquellos tiempos dominados por la guerra la fuerza principal de un Estado era su ejército, y que la fuerza principal de los ejércitos era la disciplina y una buena organización. De ahí que concentrase sus esfuerzos en los asuntos militares y, del mismo modo que Epaminondas había sabido innovar en el terreno de la táctica, Filipo innovó en lo que hoy en día podría llamarse logística militar. Lo probó en su provincia, ahora iba a poder transformar el estado macedonio, empezando por reorganizar el ejército.
La novedad fundamental del ejército macedonio fue convertirse en un ejército permanente y nacional, a diferencia de los ejércitos griegos que, salvo Esparta, no eran más que milicias convocadas en caso de guerra.
Con ese objetivo, dividió Macedonia en doce circunscripciones militares, cada una de las cuales correspondía poco más o menos a regiones provinciales y debía suministrar una unidad de caballería, una unidad de infantería pesada (hoplitas) y una unidad de infantería ligera; las unidades llevaban el nombre de la región en que se habían criado. A ese ejército nacional se añadían contingentes de mercenarios y eventuales aliados.
Dicho ejército, compuesto en esencia por más de 20.000 infantes y unos 5.000 jinetes, siempre disponible, era sometido a un entrenamiento incesante: gimnasia, marchas hasta cincuenta kilómetros diarios con traje de campaña, llevando consigo cada hombre una ración de harina para un mes, entrenamiento con armas, etc. Filipo vigilaba en persona los ejercicios y exigía de todos resistencia y aplicación. Por ejemplo, un día le informaron de que uno de sus oficiales griegos tenía la costumbre de tomar baños calientes: «Entre nosotros, en Macedonia, hasta nuestras mujeres recién paridas se lavan con agua fría», le dijo con desprecio, y lo excluyó del ejército en el acto; en otra ocasión excluyó de la misma manera a dos oficiales superiores, culpables de haber introducido a una prostituta en el campamento.
A pesar de ello, era popular entre los soldados, porque participaba en sus juergas, cantaba y bailaba con ellos por la noche y en los vivaques, les organizaba carreras, competiciones de lucha y de boxeo; y muy orgulloso de su fuerza, no vacilaba en boxear o luchar él mismo con los campeones militares.
Los soldados macedonios estaban equipados con una lanza de 4,20 metros de longitud, para los asaltos, y de una espada corta para el cuerpo a cuerpo; llevaban cotas de mallas, grebas, cascos de bronce y cada hombre iba provisto de un escudo. La formación de combate era la falange: 16 filas de 256 hoplitas (es decir, 4.096 combatientes), armado cada uno con una lanza: los seis primeros sostenían sus lanzas inclinadas de forma que las de la sexta fila superasen en más de un metro el pecho de los hombres de la primera hilera. La falange era una verdadera fortaleza móvil, flanqueada en las alas por cuerpos de infantería ligera (los peltastas) y precedida por tiradores, arqueros y honderos. La infantería se reclutaba entre la juventud aldeana y campesina, a la que Filipo enseñó orden y disciplina. Para luchar en las llanuras del Norte, iba enmarcada por una caballería numerosa, cuyo núcleo —aproximadamente 600 jinetes— estaba formado por los nuevos señores macedonios, a saber: grandes terratenientes helenizados cuya clase social había sustituido a la antigua clase de los jefes de tribus. Estos guerreros de élite eran denominados hetairoi («compañeros») del rey: eran los comités (término latino que tiene el mismo sentido que la palabra griega) de los reyes francos. Criados, más que habituados, en la obediencia a las órdenes, enseñados a maniobrar en grupo en lugar de entregarse a hazañas individuales, los Compañeros de Macedonia fueron para Filipo una notable fuerza de choque. Con algunos, Filipo forma un cuerpo de jinetes especializados, los cataphractes («coraceros»), revestidos de una armadura de hierro, algo así como los caballeros de la Edad Media.
Las guerras para las que se preparaba Filipo eran guerras griegas, es decir, contra ciudades dotadas de murallas y fortificaciones. Por lo tanto, en su ejército debía tener artilleros e ingenieros o constructores de máquinas de asedio, que reclutó principalmente entre los tracios, famosos en esa especialidad (las máquinas eran desconocidas por los griegos, a los que aterrorizaban). El nombre del ingeniero tesalio que enseñó a los artilleros de Filipo a utilizar la catapulta, inventada por los siracusanos y que lo mismo lanzaba dardos que obuses de piedra o bolas de plomo, merece ser tenido en cuenta: se llamaba Polyeidos.
A lo largo de la historia de la humanidad nunca se ha podido hacer la guerra sin el nervio de la misma: al futuro rey de Macedonia no le faltaba, gracias a las minas de oro de Tracia (Filipo se aseguró el control del macizo aurífero del Pangeo en 357-356 a. C.), que le permitiría acuñar tantas piezas de oro como necesitaba, con las que no sólo pagaba los salarios de sus soldados y sus oficiales, sino que también le servían para comprar las conciencias, los traidores y los asesinos a sueldo.
Al frente de un Estado relativamente extenso, fuertemente centralizado, con recursos en oro y plata inagotables en apariencia, con un ejército nuevo formado por 30.000 hombres bien entrenados (o incluso más si era necesario), organizado como ningún otro ejército en el mundo lo había estado nunca, Filipo se hallaba en condiciones de enfrentarse a un mundo griego dividido, empobrecido, de armas extravagantes y, sobre todo, sin ningún ardor militar. Pero antes tenía que apoderarse de la corona de Macedonia.
El joven regente empezó librándose de sus rivales, es decir, de los cinco o seis pretendientes serios a la corona de Macedonia, entre los que se encontraba su hermanastro Arquelao. Hizo matar a unos (entre ellos al propio Arquelao), compró a otros, y en el año 358 a. C. ya no existían pretendientes; sin embargo, se contentó con el título de regente, y luego, a partir de 357 a. C., empezó a hacerse llamar «rey», título que se hizo oficial en 356 a. C.
Con la energía feroz de un bárbaro y el espíritu metódico de un griego, Filipo II llevará a cabo las diferentes fases de un plan que, a posteriori, puede denominarse de unificación y extensión de Macedonia. Cabe resumirlo así: en primer lugar hacer de Macedonia un estado civilizado, comparable a los estados griegos, es decir, un estado en que es la ley, y no la fuerza, la que regula las relaciones entre los individuos (¡siempre que no se trate del rey!); en segundo lugar unificar el conjunto geopolítico que constituyen Macedonia, Tracia e Iliria, es decir, a grandes rasgos, la parte de los Balcanes que se extiende al norte de la Grecia del mar Adriático hasta el mar Negro, región por lo demás relativamente poco poblada, pero cuyos habitantes todavía se encuentran en un estadio primitivo de civilización; en tercer lugar extender Macedonia hasta sus límites naturales, que son las costas de Calcídica y de Tracia sobre el Egeo hasta los Dardanelos y, por el oeste, los macizos montañosos que la separan del Epiro; por último reunir bajo su autoridad a los pueblos griegos, incluidos los más poderosos, como los de Tebas, Atenas u Olinto, que se desgarran entre sí en luchas infinitas, con vistas a dirigir una expedición a Asia contra los persas, cuyo expansionismo hacia el Asia Menor amenaza con resurgir, dadas las divisiones y el debilitamiento del mundo helénico.
El designio de Filipo no era el de un conquistador destructor; se trataba de un plan, sin duda utópico, de unificación de una región del mundo en cuyo seno se encontraba su patria, Macedonia, y esto requería tiempo. Pero hay que subrayar que había nacido hacia el año 382 a. C. y que en 358 a. C. no tiene más que veinticuatro años: sueña sin duda, pero tiene derecho a soñar, y lo que más debe sorprendernos es que este joven, cuya infancia fue la de un bárbaro, que no recibió ninguna educación —salvo la que constituía el ejemplo de Epaminondas—, ninguna enseñanza, razona así, tiene ese sueño y se procura los medios para realizarlo, organizando el ejército que hemos descrito y fijándose etapas relativamente realistas: desarrollar un poderoso ejército como nunca se había visto igual en el mundo griego; imponer a su pueblo la obligación de inclinarse ante la civilización intelectual superior de los griegos (superior no por naturaleza, sino porque ha tenido tiempo para conseguirlo); asegurarse los medios financieros necesarios, apoderándose para ello, primero y ante todo, de las minas de oro del macizo del Pangeo, en Tracia: unificar su propio país, imponiendo a las tribus montañesas la autoridad de la capital (esta unificación había sido facilitada por la creación de un ejército nacional permanente).
Filipo tardó veintiún años en realizar su plan, al que desde el principio se opuso Atenas por razones fáciles de suponer. La derrota de 404 a. C. ante Esparta estaba olvidada, los negocios habían reanudado su marcha habitual, las naves atenienses surcaban de nuevo el mar Egeo y el mar Mediterráneo, y en los medios políticos atenienses volvía a hablarse de reconstituir la difunta Confederación marítima de Délos; los atenienses no querían por tanto hablar de unificación del mundo griego, sino bajo su égida y su autoridad: ahí había una buena razón. Además, su racismo antibárbaro estaba bien anclado en las conciencias, y no querían volver a ver al mundo griego doblar la rodilla ante un macedonio. Finalmente, en Atenas siempre hubo un partido que hoy calificaríamos de «nacionalista a ultranza», partidario de la guerra contra todo lo que pudiese atentar contra cierta idea de la civilización griega: frente a Filipo, ese partido estará representado por la voz del orador Demóstenes, que tronará, día tras día, en las famosas Filípicas, irguiéndose como defensor de la libertad griega y la democracia ateniense.
Pero ¿pretendía Filipo echar abajo ésta o encadenar aquélla? Considerando la envergadura de su obra, por más inconclusa que haya quedado (como veremos, fue interrumpida por su misterioso asesinato en 336 a. C.), no es fácil de creer. ¿Y era sincero Demóstenes, o seguía haciendo resonar su voz de acero hacia y contra todo y todos por simple hábito electoral? ¿Era el poseedor de una verdad política absoluta? Considerando las cualidades intelectuales y políticas de sus adversarios (Esquines, Isócrates), también resulta difícil de creer.
En nuestra opinión, en el mundo griego de ayer ocurría lo mismo que en el mundo alemán antes de Bismarck o en el mundo europeo de hoy, por sólo tomar esos dos ejemplos: troceado, dividido, prisionero de mil tradiciones locales, no era viable como tal frente a un poder como el de Persia. Y no es un azar de la historia que la capital intelectual de Occidente se haya desplazado, en un siglo, de Atenas a Alejandría: Filipo fue un constructor visionario que murió demasiado pronto.
No entraremos aquí en los detalles de las guerras de Filipo contra Atenas. Recordemos que nunca chocó frontalmente con los griegos —lo cual tendería a probar que no acudía a Grecia como conquistador— y que supo explotar hábilmente las rivalidades de las ciudades helénicas entre sí, demostrando de este modo mediante el absurdo, si puede decirse así, que ese mundo corría a su perdición por sí mismo. Apoyó primero a Olinto frente a Atenas, lo que le permitió tomar Potidea a los atenienses (julio, 356 a. C.), luego Anfípolis, Metone y Crénides, en el corazón de la región argentífera de Tracia (en 356-355 a. C.); después apoya a Atenas contra Olinto, apoderándose de esta ciudad, que vació de sus ocupantes y destruyó; penetró más tarde en Grecia, y ocupó de paso Tesalia. Se detuvo entonces en su avance conquistador (352 a. C.), que no reinició sino trece años más tarde, en 339 a. C., y marchó sobre Tebas. Los atenienses corrieron en ayuda de los tebanos, pero Esparta no se movió y los helenos fueron derrotados en Queronea (339 a. C.).
La Grecia de las ciudades había dejado de existir. Filipo estaba a punto de ejecutar la segunda parte de su plan, una expedición a Persia que debía ser, en su cabeza, la revancha de los griegos —de los que aseguraba formar parte—, sobre la guerras Médicas, cuando fue asesinado en julio de 336 a. C., en Aigai, la antigua capital de Macedonia. El telón del teatro de la historia iba a abrirse a la breve e increíble saga de Alejandro.