Conclusión

Tres adjetivos califican, a nuestro parecer, la gesta histórica de Alejandro III de Macedonia: fue breve en el tiempo, desmesurada en el espacio y en las intenciones, efímera en cuanto a sus resultados.

Merece la pena subrayar su brevedad. Si se exceptúan las expediciones preliminares a los Balcanes de la primavera de 335 a. C. y el aniquilamiento de Tebas en el verano siguiente, la carrera conquistadora de Alejandro empieza en el mes de abril del año 334 a. C., cuando el ejército macedonio, formado por 32.000 infantes y 5.200 jinetes, deja Anfípolis y se dirige hacia Asia Menor; termina en el Hífasis, en el valle del Indo, por la voluntad de sus soldados que, el 31 de agosto de 326 a. C., se niegan a seguir adelante. Por lo tanto la campaña duró ocho años: es muy poco, sobre todo para conquistar el mundo, pues ésa era la ambición del macedonio, a medida que avanzaba hacia las estepas, los desiertos y las montañas del Asia anterior.

De hecho, Alejandro sólo conquistó —y de una manera muy efímera— el Oriente Medio, es decir, según la geografía política moderna, Turquía, Siria, Líbano, Israel, Jordania, el delta egipcio (no pasó de Menfis), Irak, Irán, Afganistán y una parte de Pakistán (el valle del Indo). Pero en una época en que las únicas guerras que habían conocido griegos y macedonios eran guerras locales, entre ciudades relativamente próximas unas de otras (Atenas-Esparta: unos 200 kilómetros; Pela-Tebas: unos 800 kilómetros), la expedición emprendida por Alejandro contra el enorme Imperio persa tenía indiscutiblemente algo de desmesurado. Para fijar las ideas: la vía real, construida por Darío I el Grande hacia el año 500 a. C., para unir Sardes, en Asia Menor (a 100 kilómetros de la costa mediterránea de Turquía) con Susa, la capital administrativa del Imperio persa (situada cerca de la moderna Dizful, en Irán) tenía 2.700 kilómetros de longitud.

Por lo tanto, en el punto de partida la empresa podía parecer gigantesca, aunque sólo sea por las distancias a recorrer, pero no era insensata. Las guerras médicas habían contribuido a dar a conocer Persia a los helenos: las obras de Herodoto y de Jenofonte lo atestiguan y está fuera de duda que fueron leídas y releídas por Alejandro y sus lugartenientes. Ya hemos señalado al principio que, en su infancia, el futuro Conquistador había hecho dos preguntas, indudablemente ingenuas, a los embajadores persas que habían ido a Pela. Además, existían numerosas relaciones comerciales entre las ciudades griegas de Asia Menor, integradas desde hacía lustros en el Imperio persa, y las de la Grecia continental e insular. En resumen, el imperio del Gran Rey no tenía nada de una terra incognita, ni para Alejandro, ni para su entorno.

Las intenciones iniciales de Alejandro estaban sin duda al alcance de sus posibilidades: llevar a su término la gran cruzada panhelénica predicada por su padre, cuyo remate victorioso debía sellar la unificación del mundo griego, troceado hasta entonces. Los argumentos de Filipo eran válidos todavía en el 334 a. C.: se trataba de eliminar el peligro militar persa, de devolver a las ciudades griegas de Asia Menor —«persificadas» desde hacía casi dos siglos— al seno helénico, de consolidar la seguridad de la navegación por el mar Egeo (condición fundamental de la prosperidad económica), y Alejandro las asumió. Pero después de alcanzar su meta, es decir, después de su victoria definitiva en Gaugamela sobre Darío III y su entrada triunfal en las grandes capitales aqueménidas (Babilonia, Susa, Persépolis, Ecbatana), después de apoderarse del fabuloso tesoro del Gran Rey (en Ecbatana), en lugar de reorganizar el Imperio persa —que conquistó casi sin luchar— como una prolongación asiática de su reino, en lugar de construir política y administrativamente un Imperio macedonio, Alejandro se lanzó a la persecución de los asesinos de Darío, en una aventura imprevista e irracional que lo llevó adonde nunca había tenido la intención de ir: hasta India.

Desde ese momento, a una anábasis «mesurada» que habría podido acabar con un retorno desde Ecbatana a Susa, luego con una catábasis hacia Macedonia (a lo que todas sus tropas y sus lugartenientes aspiraban), va a sucederle otra anábasis inesperada, realmente desmesurada, hacia Afganistán y hasta el valle del Indo, sin más razón que los caprichos, las curiosidades o, si se quiere, los delirios de Alejandro. La sanción de esa desmesura fue el amotinamiento de sus tropas en las orillas del Hifasis y una retirada terrible que duró diecisiete meses, durante la cual Alejandro perdió las tres cuartas partes de su ejército (Plutarco dixit). Cuando estuvo de vuelta en Susa, con un gran ejército en harapos, seguía teniendo ideas enloquecidas en la cabeza: conquistar la península Arábiga, territorio tan vasto como el que ya había conquistado en Asia, invadir el norte de África y proceder a una mezcla de razas en su Imperio, eran otros tantos proyectos inmensos y delirantes que pensaba poner en marcha durante el año 323 a. C. y que un insecto enclenque —un mosquito anofeles que vagaba por los pantanos del Eufrates— redujo a la nada.

El analista que fui en otro tiempo no puede dejar de detenerse a pensar un poco sobre la historia psicológica del Conquistador.

La infancia de Alejandro se desarrolla entre las faldas de su madre, ocupada en dirigir a un tiempo su pasado de antigua sacerdotisa de Dioniso, sus beaterías, la educación casi captadora de su hijo, sus celos teñidos de desprecio hacia su real esposo, impío, pendenciero, bebedor y en trance de convertirse en el dueño incontestable del mundo griego. Luego, una vez alcanzado lo que los griegos llamaban «la edad de la razón» —es decir, la edad de siete años—, Alejandro es entregado por su padre a Leónidas y Lisímaco, pedagogos severos y rígidos.

Le vemos luego adolescente: a los doce años, Filipo le regala un caballo llamado Bucéfalo; a los trece, elige para él al mejor profesor particular del mundo, Aristóteles, que aún no había creado en Atenas su famoso Liceo; y a los catorce años lo lleva al campo de batalla, en Perinto, donde el joven asiste a su primer combate, sin participar en él. Dos años más tarde, en el 340 a. C., Alejandro entra en la edad adulta. En ausencia de su padre, desempeña la función de regente y emprende, por propia iniciativa, su primera expedición militar. En 338 a. C. celebra sus dieciocho años en Atenas.

La vida del joven príncipe transcurría entonces tranquilamente. Sin embargo, no podemos dejar de pensar que alimentaba en su seno algún conflicto edípico inconsciente, dividido como estaba entre la admiración hacia un padre siempre vencedor y el amor que profesaba a una madre místicamente posesiva, que veía en él al hijo de Zeus-Amón. Podemos cargar en la cuenta de este edipo el hecho de que el hermoso joven parecía indiferente a los asuntos del amor: su padre había observado, con amargura, el escaso interés que su hijo sentía por las mujeres; en cuanto a su madre, para espabilarlo, había mandado venir de Tesalia a una prostituta experta, una tal Calixena, que había llegado a instalarse en la corte de Pela; pero todo había sido en vano.

Sin embargo, en 337 a. C., con ocasión de las bodas de Filipo con Cleopatra, la sobrina de Átalo, el edipo de Alejandro explotó. Ningún analista habría podido soñar una escena tan traumatizante. Según la lógica freudiana clásica, habría debido despertar el conflicto edípico latente y engendrar en Alejandro un inmenso complejo de culpabilidad, traduciéndose por conductas autopunitivas de fracaso o por una buena neurosis. Sin embargo, no ocurrió nada de eso. De hecho, parece que el mecanismo psicológico propio de Alejandro nunca fue un mecanismo neurótico de compromiso (para el psicoanálisis, el síntoma neurótico es un comportamiento contradictorio de compromiso, que expresa simbólicamente la existencia de un conflicto inconsciente entre el deseo y la defensa): lo que parece haber sido el motor de todas sus conductas fue, siempre o casi siempre, un mecanismo de ruptura con lo real, que es un mecanismo típicamente psicótico.

Pueden darse mil ejemplos, unos anodinos (son los rasgos de carácter, sin más), otros dramáticos (son graves crisis psicóticas, puntuales, tras las que se restablece el curso psicológico «normal» del sujeto).

El primer ejemplo de esta clase nos viene de Demóstenes, y se remonta al año 341 a. C. (véase pág. 63); el orador hace un juicio severo sobre el pequeño Alejandro (que entonces tenía nueve años): «un niño pretencioso, que se las da de sabio y pretendía poder contar el número de olas del mar, cuando ni siquiera era capaz de contar hasta cinco sin equivocarse». En sí, esta observación no tiene una importancia capital, todo lo contrario; pero si Demóstenes ha sentido la necesidad de hacerla, en caliente, es que le pareció característica: aquel niño de nueve años que quiere contar las olas del mar rechaza, de entrada, que haya algo imposible, borra la realidad y sólo deja hablar a su deseo.

Segundo ejemplo, que se remonta a 344 a. C. (Alejandro tiene doce años): Bucéfalo; un tesalio presenta el caballo a Filipo, a quien trata de vendérselo muy caro; pero el animal parece repropio, se encabrita y nadie se atreve a montarlo… salvo Alejandro que, también en este caso, borra lo real (el peligro) y doma a la bestia.

Se dirá que todo esto es pura frivolidad y que no es necesario recurrir a una explicación psiquiátrica para dar cuenta de la impetuosidad o del desprecio del peligro en un joven por otra parte muy dotado. Lo admito. Pero cuando la impetuosidad se vuelve criminal, por ejemplo cuando en septiembre de 336 a. C., tras el asesinato de su padre, Alejandro ordena matar a los pretendientes potenciales a la corona de Macedonia, incluido un bebé de unos pocos meses, tenemos derecho a interrogarnos sobre una determinación tan fría en un joven de veinte años. Cierto que puede argüirse que la violencia individual era la norma en esa época, y que su padre Filipo había hecho lo mismo en 358 a. C.; pero ¿qué decir de la violencia colectiva de que da prueba el joven Alejandro respecto a Tebas, a finales del verano del año 335 a. C., cuando arrasa la prestigiosa ciudad de Beocia y vende a sus ciudadanos en el mercado de esclavos? Semejante barbarie no figuraba en las costumbres de la época: es más el acto de un personaje desequilibrado (lo mismo que, más tarde, el incendio de Persépolis) que el de un conquistador avisado.

Después de la crisis tebana, Alejandro se convierte en un jefe de guerra «normal» y, desde abril de 334 a. C. (fecha de partida del gran ejército grecomacedonio en dirección a Asia) hasta julio de 330 a. C. (fecha de la muerte de Darío, en fuga después de haber sido vencido sucesivamente en Isos y en Gaugamela/Arbela), su conducta es perfectamente coherente. Se apodera de todas las satrapías del Imperio persa prácticamente sin lucha, no castiga a nadie, se gana a los señores vencidos, es considerado hijo adoptivo por la madre de Darío, se casa con una persa, y no vuelve a librar ninguna batalla (salvo en Sogdiana, donde tuvo que combatir una revuelta nacionalista): Alejandro se ha vuelto el conquistador respetuoso de los pueblos que domina.

En otros términos, Alejandro ha recogido la antorcha de la cruzada panhelénica que había entrevisto su padre y ha alcanzado su meta: Darío está muerto y, con él, el poderío persa. Dos vías, igual de coherentes, se ofrecen entonces a Alejandro: o bien oficializar esa derrota de los persas mediante una paz definitiva, como ya se había firmado en el pasado, o bien prolongarla integrando el Imperio persa en un Imperio macedonio, como desde luego habría hecho su padre, Filipo II, que tenía los pies en la tierra.

Pero Alejandro no escogió ninguna de estas dos soluciones. Mediante una curiosa turbación psíquica, se identifica con Darío y transforma su cruzada panhelénica en una especie de vendetta contra Beso, el impostor, el asesino grotesco del Gran Rey. Pierde súbitamente el sentido de las realidades políticas y, en lugar de explotar su victoria total, cae en un primer grado de incoherencia que lo lleva a partir de campaña a Afganistán (Bactriana-Sogdiana): esta conducta política aberrante, enmascarada por sus éxitos militares, marca el período de su vida que comprende de julio de 330 a diciembre de 328 a. C.

En la primavera de 327 a. C., segunda incoherencia: Alejandro parte a la conquista de «India» (es decir, del Pakistán actual). Cualquiera que sea el resultado, no le será de ninguna utilidad política: ¡ni siquiera ha comenzado a estructurar el Imperio persa que acaba de conquistar! Esta empresa no por ello deja de llenar —sin ninguna consecuencia positiva ni para el Imperio ex aqueménida ni para Macedonia— el período que va de la primavera de 327 a. C. a los reencuentros de Susa en febrero de 324 a. C. (un año de conquista, con una sola gran batalla, y una retirada de quince meses, en la que perece una buena parte del ejército de Alejandro).

A principios del año 324 a. C., tercer grado de incoherencia: Alejandro da rienda suelta a su delirio de unificación de las razas. Piensa realizarla en dos tiempos: primero, mediante lo que podríamos llamar una especie de mezcla genética ingenua, de la que las bodas de Susa son un primer (y último) ejemplo; segundo, mediante la iniciativa, muy moderna, de dar a los «bárbaros» que son los persas para los macedonios un estatuto militar análogo al suyo, lo cual se traducirá… en una sublevación de las tropas macedonias.

Esto por lo que se refiere a los signos reveladores del temperamento psicótico de Alejandro: cuando lo real no se conforma a sus pulsiones, no pacta, rompe con lo real y la ruptura es tanto más espectacular cuanto que las pulsiones son más potentes. Cada ruptura grave con la realidad va a engendrar una crisis: Tebas y los tebanos fueron las víctimas de la primera.

Resumamos. La epopeya de Alejandro duró ocho años, de abril de 334 a. C. al 31 de agosto de 326 a. C. Durante los cuatro primeros años de su conquista, los planes, la conducta y los comportamientos del personaje son sin duda los de un gran conquistador, lógico consigo mismo, metódico e impetuoso a la vez, que posee un sentido innato de la estrategia guerrera, es decir, de la organización y la utilización de sus fuerzas en función del espacio y el tiempo: no es el hombre de los golpes de mano afortunados o las batallas ganadas como se gana una apuesta, y no las emprende sino tras una larga preparación: Isos y Gaugamela lo demuestran, y lo menos que puede decirse es que tiene sentido de la guerra de movimiento. Su meta, aniquilar el poderío persa, se alcanza, progresiva y metódicamente, en el año 330 a. C., cuando alcanza a Darío que huye por los desiertos de Bactriana. Por otro lado, se muestra como un conquistador realista, generoso, y no modifica para nada el régimen administrativo de los Aqueménidas, convertidos ahora con frecuencia en autoridades locales. Para muchos persas, Alejandro aparece como lo que podría llamarse un conquistador civilizador y no un conquistador destructor.

A mediados del mes de julio de 330 a. C., el joven Conquistador sufre un choque psicológico considerable: tiene enfrente el cadáver todavía caliente de Darío, al que acaba de asesinar el sátrapa Beso, que a su vez ha huido. Los autores antiguos nos dicen que lloró estrechando la cabeza ensangrentada de Darío contra su pecho y murmurando: «Yo no quería esto.» La anécdota es bastante plausible: desde Isos, Alejandro había cobrado un gran cariño por la madre del Gran Rey, Sisigambis, que lo acompañaba en sus desplazamientos por el corazón del Imperio persa, y él se consideraba su hijo adoptivo. La muerte de Darío debió de ser sentida por el Conquistador no como la desaparición de un enemigo, sino como la pérdida de un hermano de armas y le conmovió profundamente.

En el lenguaje de la psicología moderna, una emoción de esta clase está considerada como un traumatismo inicial, que puede ser generador bien de una conducta neurótica, bien de una conducta psicótica. No obstante, una neurosis nunca nace de una vez, bruscamente, resulta de la acumulación inconsciente de afectos negativos, se instala progresivamente en el inconsciente del sujeto y se manifiesta de manera gradual. En cambio, la psicosis aparece brutalmente, en lo que en otro tiempo se llamaba una «crisis de locura», tras la que el psicotizado rompe con lo real. Es un poco lo que ocurrió cuando Alejandro tuvo el cadáver de Darío entre sus brazos.

El hombre era insaciable, cierto, como todos los conquistadores, que continuamente desean ir más lejos, y se ha hablado con razón de su sed (pothos en griego) de conquistas, de grandezas y saberes, etc.; mientras que en un sediento de poder como César, por ejemplo, ese pothos queda templado por una justa apreciación de las realidades, en Alejandro se ve alimentado en cambio por su pérdida del sentido de lo real. Va a tomarse por un Aqueménida, a vestirse al modo persa, a obligar a griegos y macedonios que le rodean a prosternarse ante él a la manera oriental (rito de la proskynesis) y a convencerse de que está predestinado a ser el amo del mundo.

Desde luego, Alejandro no es un psicotizado: no es un esquizofrénico ni un paranoico, en el sentido clínico del término, pero podemos hablar respecto a él de un temperamento psicoide. Percibe lo real como lo desea y no como es, y se encierra en su sueño como el esquizofrénico se abstrae de la realidad. De modo que, cuando fracasa, atribuye su fracaso a los «malvados», y los «traidores» que le rodean… y no vacila en ejecutarlos (ejemplos: Filotas, Parmenión, la conjura de los pajes) o a matarlos él mismo (como a su amigo Clito) en una crisis de locura furiosa.

En nuestra opinión, después de haber liberado el Asia Menor de la presencia persa (muy bien soportada, por otro lado, por las gentes de Mileto, de Sardes y de otros lugares, pero amenazadora para la Grecia continental), después de haber tomado —sin combates— Babilonia, Susa, Persépolis y Ecbatana, y de haberse apoderado del fabuloso tesoro persa, y una vez comprobada la muerte de Darío, Alejandro no tenía ninguna razón válida, ni estratégica, ni política, ni económica, para llevar la guerra más allá de los límites de Persia, es decir, a Afganistán y Pakistán: los pueblos de estas comarcas no eran una amenaza para Persia, que ahora era suya, ni menos todavía una amenaza para la Macedonia y para la Grecia de las ciudades. Lo único que podía ocurrir es que lo perdiera todo, incluso la vida, en esta aventura. No obstante, había perdido el sentido de lo real y su temperamento psicoide prevaleció sobre el del hombre de acción razonable.

Y por esta razón su conquista fue efímera y Alejandro no dejó nada tras de sí, tanto en Egipto como en Asia, salvo la estela de cometa de su paso y algunas decenas de aldeas que llevan su nombre y que, de hecho, no vieron la luz sino después de su muerte (Alejandría de Egipto no se convirtió en la perla del Mediterráneo hasta el reinado de los Lágidas).

En este Oriente que de forma tan magistral había conquistado y del que soñaba con ser el amo, Alejandro no construyó nada (ni rutas, ni canales, ni puertos, ni ciudades), tampoco destruyó nada, salvo Persépolis, y no introdujo nada, ni la lengua, ni la cultura, ni las instituciones griegas. Sin embargo, abrió al helenismo las puertas de Asia y Egipto, que hasta su fulgurante anábasis guardaban los ejércitos de los Grandes Reyes, y por esas puertas invisibles sus sucesores —los diadocos, y en particular los Lágidas en Egipto y los Seléucidas en Persia— introdujeron en Oriente el helenismo y lo que se llama la civilización helenística, de la que los romanos, y tras ellos los árabes, serán los herederos. Pero esto es otra historia.