Tommy los llevó por un pasillo estrecho, hasta una habitación grande forrada de nogal y decorada con muebles de madera pesados y oscuros. Las paredes estaban cubiertas de cuadros y de estanterías llenas de libros encuadernados en piel. Los cables de alambre dorado que corrían por el frontal de las estanterías para sujetar los libros cuando había mar gruesa eran el único indicio de que se encontraban en un barco. No había ventanas. La única luz que había procedía de pequeños focos embutidos en el techo para iluminar los cuadros.
Tommy se detuvo en medio de la habitación, intentando resistirse al impulso de ponerse a mirar los libros. Lash se acercó a él.
—¿Ves eso? —preguntó. Señaló con la cabeza un cuadro grande, de colores vivos y formas audaces, lleno de rayas y garabatos, que colgaba entre dos puertas, al fondo de la habitación.
Tommy dijo:
—Debería estar colgado en una nevera con imanes de mariquita.
—Es un Miró —dijo Las—. Debe de valer millones.
—¿Cómo sabes que es auténtico?
—Mira este yate, Tommy. Si uno puede pagarse un barco así, no cuelga falsificaciones en las paredes. —Lash señaló otro cuadro más pequeño de una mujer recostada en un montón de cojines de raso—. Eso es un Goya. Seguramente de valor incalculable.
—¿Adónde quieres ir a parar? —preguntó Tommy.
—¿Tú dejarías algo así sin protección? Y no creo que pueda llevarse un barco de este tamaño sin tripulación.
—Tienes razón —dijo Tommy—. Jeff, dame esa escopeta.
Jeff, que seguía tiritando, le pasó el arma.
—Está cargada —dijo.
Tommy cogió la escopeta, comprobó el seguro y empezó a avanzar.
—Mantened los ojos bien abiertos, chicos.
Pasaron por la puerta que había a la derecha del Miró y entraron en otro pasillo, este forrado de teca. En las paredes, entre puertas de lamas, colgaban más cuadros.
Tommy se paró en la primera puerta y le hizo señas a Barry de que le cubriera con una pistola de arpones mientras la abría. Dentro colgaban filas y filas de trajes y chaquetas en percheros automatizados. Por encima de las perchas, los estantes estaban llenos de sombreros y zapatos caros.
Tommy apartó algunos trajes y miró entre ellos, buscando piernas y pies.
—Aquí no hay nadie —dijo—. ¿Ha traído alguien una linterna?
—No se me ocurrió —dijo Barry.
Tommy salió del guardarropa y se acercó a la puerta siguiente.
—Es un cuarto de baño.
—Un lavabo —puntualizó Barry, mirando por encima del hombro de Tommy—. No hay váter.
—Los vampiros no van al váter —dijo Tommy—. Yo diría que este tío se hizo construir el barco a medida.
Siguieron por el pasillo, asomándose a cada habitación. Había habitaciones llenas de esculturas y cuadros embalados, etiquetados y apilados en hileras. En una había montones de alfombras orientales enrolladas. Y otra parecía una oficina, con ordenadores, fotocopiadora, faxes, armarios archivadores y otro lavabo.
Continuaron avanzando y doblaron un suave recodo hacia la izquierda, donde el pasillo seguía la curvatura de la proa del barco. En el ángulo había una escalera de teca en espiral que llevaba a una cubierta superior y a otra inferior. La luz venía de arriba. El pasillo se curvaba siguiendo la forma de la proa y retrocedía hacia la popa.
—Parece que el pasillo vuelve hacia la otra puerta de la habitación grande —dijo Tommy—. Lash, Clint, Troy y tú echad un vistazo a las habitaciones de ese lado. Majestad, Barry, Drew, venid conmigo. Nos encontraremos aquí.
—Creía que no íbamos a separarnos —dijo Jeff.
—No creo que vayáis a encontrar nada aquí abajo. Si lo encontráis, gritad como locos.
El Emperador dio unas palmaditas en la cabeza de Lazarus.
—Quédate aquí, amigo mío. No tardaremos.
Tommy apuntó hacia arriba con la escopeta y empezó a subir la escalera. Al salir al puente, la luz que entraba por las ventanas le hizo entornar los ojos. Se apartó y paseó la mirada por el puente mientras los otros subían la escalera.
—Parece la sala de mandos de una nave espacial —le dijo Tommy al Emperador.
En la parte frontal del puente, bajo los grandes ventanales aerodinámicos, se veían consolas bajas llenas de pantallas y botones. Había cinco pantallas de radar distintas emitiendo pitidos y al menos otra docena más que mostraban cifras y textos, y luces rojas, verdes y amarillas que brillaban entre las filas de interruptores, encima de tres teclados de ordenador. Lo único que tenía un aire remotamente náutico era el timón de cromo que había en la cabecera del puente.
—¿Alguien sabe qué es todo esto? —preguntó Tommy.
Barry dijo:
—Yo diría que es la tripulación. Este cacharro es automático.
Se acercó a una de las consolas y todas las pantallas y las luces se apagaron de pronto.
—No he tocado nada —dijo.
Sonó la sirena de niebla de Alcatraz y todos miraron por la ventana, hacia la prisión abandonada. La niebla iba avanzando por la bahía, en dirección a la orilla.
—¿Cómo vamos de tiempo? —preguntó Tommy.
Drew miró su reloj.
—Nos quedan unas dos horas.
—Está bien, vamos a echar un vistazo a la cubierta de abajo.
Mientras bajaban la escalera, Lash dijo:
—Nada. Más obras de arte y más chismes electrónicos. No hay cocina y no sé dónde dormirá la tripulación.
—No hay tripulación —contestó Tommy mientras empezaba a bajar la escalera hacia la cubierta inferior—. Es todo automático.
El suelo de la cubierta inferior era un damero de acero. No había alfombras ni madera. Cables y tuberías envolvían los mamparos de acero. Una escotilla metálica daba a otro pasillo estrecho. La luz del puente situado dos cubiertas más arriba se adentraba unos pocos pasos en el corredor. Más allá, todo estaba a oscuras.
—Drew —dijo Tommy—, ¿tienes un mechero?
—Claro —contestó Drew, pasándole un encendedor de gas desechable.
Tommy se agachó y pasó por la escotilla, dio unos pasos y encendió el mechero.
—Este pasillo debe de llevar a la sala de máquinas —dijo Lash—. Pero debería ser más grande. —Tocó la pared de acero, produciendo un ruido sordo—. Creo que estamos rodeados de gasoil. Este cacharro debe tener una autonomía increíble.
Tommy miró el encendedor y volvió a mirar a Lash, cuya cara negra parecía una sombra en relieve a la luz de la llama.
—¿Gasoil?
—Abre —dijo Drew.
Tommy le dio la escopeta y el encendedor, y agarró la pesada anilla metálica. Hizo fuerza, pero no se movió.
—Ayudadme.
Lash pasó junto a Drew y agarró la anilla. Se apoyaron en ella y cedió. La rueda protestó con un chirrido y se aflojó. Tommy abrió la trampilla y enseguida sintió un olor a orines y descomposición.
—Santo cielo. —Se apartó tosiendo—. Lash, dame el mechero.
Lash le dio el mechero. Tommy alargó el brazo y lo encendió. Al otro lado de la trampilla había unas rejas y más allá de ellas un colchón podrido, unas latas de comida vacías y un cubo. Las paredes grises estaban cubiertas de manchas rojas, casi marrones. Una de ellas tenía la forma de una mano.
—¿Es el demonio? —preguntó el Emperador.
Tommy se apartó de la trampilla y devolvió el mechero.
—No, es una jaula.
Lash se asomó.
—¿Una celda? No lo entiendo.
Tommy se deslizó por el mamparo y se sentó en el suelo de acero, intentando recobrar el aliento.
—Has dicho que este cacharro tiene una autonomía increíble. Seguramente podría estar meses en el mar, ¿verdad?
—Sí —dijo Lash.
—En alguna parte tiene que guardar la comida.
Dentro de la cámara del vampiro, justo encima de su cara, una pantalla de ordenador desgranaba datos. A un lado de la pantalla, nueve puntos rojos representaban a los cazavampiros y a Lazarus en un plano del Sanguino II. Líneas de puntos verdes trazaban su itinerario desde que habían subido a bordo. Otra zona de la pantalla registraba el tiempo que llevaban a bordo y otra mostraba vistas exteriores del yate: la lancha amarrada a la popa, el muelle, la niebla que descendía sobre el club Saint Francis. Las lecturas del radar mostraban las embarcaciones de los alrededores, la línea del litoral, Alcatraz y el Golden Gate a lo lejos. Toda la información se grababa en discos ópticos para que el vampiro pudiera revisarla al despertar.
Al percibir la presencia de Barry junto a la consola del puente, los detectores de movimiento habían activado los dispositivos que desviaban a la cripta todos los controles del barco. El Sanguino II estaba alerta y esperaba a su amo.
—¿Cuánto tiempo nos queda, Lash? —preguntó Tommy.
—Una hora, más o menos.
Se habían reunido en la popa del yate y estaban mirando cómo se deslizaba la niebla sobre la orilla. Habían registrado el barco de arriba abajo y luego lo habían registrado otra vez, abriendo todas las puertas, los guardarropas y los armarios.
—Tiene que estar aquí.
—Quizá —dijo el Emperador— deberíamos volver a tierra y darle otro rastro a Holgazán.
Al oír que decían su nombre, Holgazán soltó un ladrido y sacó la cabeza del bolsillo del Emperador. Tommy le rascó las orejas.
—Déjelo salir.
El Emperador se desabrochó el bolsillo y Holgazán salió de un salto, mordió a Tommy en el tobillo y cruzó pitando la escotilla.
—¡Ay!
—¡Vamos! —dijo el Emperador—. Ha encontrado el rastro. —Cruzó corriendo la escotilla, seguido por los Animales y Tommy, que cojeaba ligeramente.
Cinco minutos después estaban en la sala de máquinas, en pie sobre el suelo en forma de damero. Holgazán arañaba el suelo y gemía.
—Esto es absurdo —dijo Barry—. Hemos pasado tres veces por aquí.
Tommy miró la parte de suelo que estaba arañando Holgazán. Había un reborde rectangular de unos tres metros de largo por noventa centímetros de ancho, sellado con silicona.
—No hemos mirado debajo del suelo.
—Debajo del suelo hay agua, ¿no? —dijo Jeff.
Tommy se puso de rodillas y examinó el reborde.
—Troy, dame uno de esos machetes.
Troy Lee le pasó uno. Tommy metió la punta debajo de la silicona y la hoja se hundió bajo el reborde.
—Mete otro machete en la grieta y ayúdame a hacer palanca.
Troy metió su machete en el reborde y juntos contaron hasta tres. El borde del panel se levantó. Los otros Animales lo agarraron y tiraron hacia arriba. El panel cedió, dejando al descubierto una cámara acorazada de acero inoxidable del largo de un ataúd, a medio metro de profundidad. Holgazán saltó al hueco y empezó a corretear sobre la bóveda, saltando y ladrando.
—Muy bien, pequeño —dijo el Emperador.
Tommy miró a los Animales, que seguían sujetando el panel por los bordes.
—Caballeros, permítanme presentarles al dueño dé este navío.
Drew soltó el panel y saltó al hueco. Había espacio suficiente para que se moviera de lado en torno a la cámara abovedada.
—Tiene elevadores hidráulicos. Y hay un montón de cables que entran y salen.
—Ábrela —dijo Troy Lee con el machete en alto.
Drew tiró de la tapa, luego la soltó y dio unos golpes a un lado de la cámara de acero.
—Es muy gruesa. Muy, muy gruesa. —Estiró el brazo, cogió el machete de Troy, metió la hoja bajo la tapa e hizo palanca. El machete se rompió.
—¡Ostras, Drew! Que ese machete cuesta la paga de una semana.
—Perdona —dijo Drew—. No vamos a poder abrir esta monada haciendo palanca. Ni con una barra de hierro.
Tommy dijo:
—Lash, ¿cuánto tiempo nos queda?
—Cuarenta minutos, cinco más, cinco menos.
—¿Qué opinas? —le dijo Tommy a Drew—. ¿Cómo la abrimos? ¿Con un soplete?
Drew sacudió la cabeza.
—Es demasiado gruesa. Tardaríamos horas en traspasarla. Yo digo que la volemos.
—¿Con qué?
Drew sonrió.
—Con cosas corrientes que pueden encontrarse en cualquier cocina. Alguien va a tener que volver a la tienda y traerme unas cosillas.
Cavuto vio dar la vuelta al Toyota de Troy Lee, bajó los prismáticos y metió rápidamente el coche patrulla por un camino, detrás de los edificios de las duchas. Pulsó el botón de rellamada de su móvil y el guardia de la puerta contestó al primer timbrazo.
—Entrada del club de yates Saint Francis.
—Soy otra vez el inspector Cavuto. Necesito saber a nombre de quién está registrado el Sanguino II.
—Se supone que no puedo dar esa información.
—Mira, dentro de un momento voy a liarme a tiros con esos tipos. ¿Quieres ayudarme o qué?
—Está registrado a nombre de una compañía naviera holandesa. Ben Sapir Limited.
—¿Has visto a alguien subir o bajar de ese barco? ¿Tripulación? ¿Visitas?
Hubo una pausa mientras el guardia comprobaba su libro.
—No, nada desde que llegó al puerto. Pero anoche repostó. Pagaron en metálico. No hay firma. Madre mía, tiene un buen depósito.
—¿Cuánto tiempo lleva aquí?
Otra pausa.
—Un poco más de tres meses. Llegó el 15 de septiembre.
Cavuto comprobó su libreta. El primer cuerpo se encontró el 17 de septiembre.
—Gracias —dijo.
—Esos tipos a los que me dijo que dejara entrar están dando problemas. Se han llevado una lancha.
—Van hacia la puerta. Déjales que hagan lo que quieran. Yo me hago responsable.
Cavuto cortó la comunicación y marcó el número del móvil de Rivera.
Rivera contestó a la primera señal.
—Sí.
—¿Dónde estás? —Cavuto oyó que su compañero encendía un cigarrillo.
—Vigilando el apartamento del chico. Tengo un coche. ¿Y tú?
—El chico y sus compañeros del supermercado están en un yate en el club Saint Francis. Un yate de treinta metros de eslora. Sanguino II, se llama. Está registrado a nombre de una compañía naviera holandesa. Llevan ahí un par de horas. Dos se acaban de marchar.
—El chico no parece de los que tienen yate.
—No me digas. Voy a quedarme. El Sanguino II llegó a puerto dos días antes del primer asesinato. Quizá deberíamos pedir una orden de registro.
—¿Causa probable?
—No sé. Posible piratería.
—¿Quieres que pida refuerzos?
—No, a no ser que pase algo. No quiero armar escándalo. ¿La chica ha dado señales de vida?
—No, pero está oscureciendo. Ya te avisaré.
—Llama a la puñetera puerta y averigua qué está pasando.
—No puedo. No estoy preparado para interrogar a una víctima de asesinato. No tengo experiencia.
—Odio cuando hablas así. Llámame. —Cavuto colgó y empezó a frotarse las sienes. Le dolía la cabeza.
Jeff y Troy Lee corrían por los pasillos del Safeway. Troy iba leyendo a voces la lista de Drew y Jeff empujaba el carro.
—Un bote de vaselina —dijo Troy—. Voy a buscarlo al almacén. Tú coge el azúcar y el fertilizante.
—Vale —dijo Jeff.
Se encontraron en la caja rápida. La cajera, una mujer de mediana edad teñida de rubio, les miró con enfado por encima de los cristales rosas de sus gafas.
—Vamos, Kathleen, ese rollo de los ocho artículos o menos no se aplica en el caso de los empleados.
Como a todos los que trabajaban en el turno de día, a Kathleen le asustaban un poco los Animales. Suspiró y empezó a pasar la compra por el escáner. Troy Lee, mientras tanto, iba metiendo las cosas en bolsas: diez paquetes de dos kilos de azúcar, diez cajas de fertilizante para plantas, cinco botellas de burbon Wild Turkey, una caja de pastillas para encender carbón, una caja extragrande de detergente para lavadora, una caja de velas, un saco de carbón, diez cajas de bolas de naftalina…
Cuando llegó al bote de vaselina, Kathleen se detuvo y miró a Jeff. El puso su mejor sonrisa de buen chico.
—Vamos a hacer una fiestecita —dijo.
Ella resopló y sumó la cuenta. Jeff dejó un puñado de billetes sobre el mostrador y salió de la tienda detrás de Troy, empujando el carrito a toda prisa.
Veinte minutos después los Animales atravesaban de nuevo el Sanguino II con las bolsas de suministros para Drew, que estaba agazapado junto al hueco de la cámara acorazada. Tommy le pasó las cajas de fertilizante.
—Nitrato de potasio —dijo Drew—. Los nitratos no tienen valor recreativo, pero estallan que da gusto. —Arrancó la tapa de una caja y vertió el polvo formando un montón—. Pásame un poco de Wild Turkey.
Tommy le pasó unas botellas. Drew le quitó el tapón a una y dio un trago. Se estremeció, parpadeó para contener las lágrimas y vació el resto de la botella sobre el polvo seco.
—Pásame ese machete roto. Necesito algo para remover esto.
Tommy cogió el machete y miró a Lash.
—¿Cómo vamos?
Lash ni siquiera miró el reloj.
—Ya es oficialmente de noche —dijo.