30 Policías y cadáveres

—Este tío me está tocando las narices —dijo Cavuto, exhalando una nube de humo azul contra la cajonera de los muertos—. Odio a ese cabrón. —Estaba junto al cadáver de Gilbert Bendetti, al que un termómetro le sobresalía de un lado del abdomen.

—Inspector, aquí no se permite fumar —dijo un agente uniformado que había acudido al lugar de los hechos.

Cavuto señaló los cajones.

—¿Cree que a ellos les importa?

El agente sacudió la cabeza.

—No, señor.

Cavuto le echó el humo a Gilbert.

—¿Y a él? ¿Cree que le importa?

—No, señor.

—¿Y a usted, agente Jeeter? Tampoco le importa, ¿verdad?

Jeeter carraspeó.

—Eh… no, señor.

—Pues entonces —dijo Cavuto—. Mire el lado de su coche, Jeeter. Pone «proteger y servir», no «quejarse y joder la marrana».

—Sí, señor.

Rivera entró por las puertas dobles seguido por un hombre alto, de unos sesenta años, con bata de laboratorio y gafas plateadas.

Cavuto levantó la mirada.

—Doctor, ¿este tío está muerto o qué?

El médico se puso una mascarilla al acercarse al cuerpo. Se inclinó sobre Gilbert y miró el termómetro.

—Lleva muerto unas cuatro horas. Yo situaría la hora de la muerte entre la una y la una y media. No podré decírselo con seguridad hasta que acabe la autopsia, pero así, a bote pronto, yo diría que ha sido un infarto de miocardio.

—Odio a este tío —repitió Cavuto. Miró la etiqueta del pie de Jody, que estaba en el suelo de linóleo, rodeada por un círculo de tiza—. ¿Hay alguna posibilidad de que este tipo haya extraviado a la pelirroja?

El forense levantó la vista.

—Ninguna. Alguien se ha llevado el cuerpo.

Rivera, que había sacado su libreta, iba tomando notas mientras el forense hablaba.

—¿Se sabe algo del que acaba de llegar? ¿El vaquero? ¿Hay pérdida de sangre?

—No puedo afirmarlo, pero parece que la causa de la muerte es una fractura de cuello. Puede que haya habido pérdida de sangre, pero no tanta como en los otros casos. Como estaba sentado, es posible que la sangre se le haya aposentado.

—¿Y qué hay de la herida que tiene en la garganta? —preguntó Rivera.

—¿Qué herida? —preguntó el forense—. No tiene ninguna herida en la garganta. Yo mismo he revisado el cuerpo.

Rivera dejó caer los brazos. Su bolígrafo resonó en el linóleo.

—¿Podría comprobarlo, doctor? Nick y yo vimos dos punciones clarísimas en el lado derecho del cuello.

El doctor se irguió, se acercó a la hilera de cajones y sacó uno.

—Compruébenlo ustedes mismos.

Cavuto y Rivera se situaron a ambos lados del cajón. Rivera volvió a un lado la cabeza de Simon para inspeccionarle el cuello. Miró a Cavuto, que sacudió la cabeza y se alejó.

—Tú lo viste, ¿verdad, Nick?

Cavuto asintió con un gesto.

Rivera se volvió hacia el forense.

—Yo vi las heridas, doctor, se lo juro. Llevo demasiado tiempo en esto como para confundirme en algo así.

El forense se encogió de hombros.

—¿Cuánto tiempo llevan sin dormir?

—¿Juntos, quiere decir? —preguntó Cavuto.

El forense frunció el ceño.

Rivera dijo:

—Gracias, doctor, tenemos que seguir trabajando en la escena del crimen. Volveremos por aquí. Vámonos, Nick.

Cavuto estaba otra vez junto a Gilbert.

—Odio a este tío y odio a ese vaquero del cajón. ¿Te lo he comentado?

Rivera giró sobre sus talones y echó a andar hacia la puerta. Luego se detuvo y miró hacia abajo. Había una pisada muy clara sobre el linóleo, en medio de una mancha de salsa marrón. La había dejado un pie pequeño. Un pie descalzo de mujer.

Rivera se volvió hacia el forense.

—Doctor, ¿trabaja alguna mujer aquí?

—Aquí abajo no. Solo en la oficina.

—¡Joder! Vamos, Nick, tenemos que hablar. —Rivera salió hecho una furia. Las puertas quedaron batiendo a su espalda.

Cavuto echó a andar tranquilamente detrás de él. Se detuvo frente a las puertas y se volvió hacia el forense.

—Está de mal humor, doctor.

El forense asintió con la cabeza.

—No le diga nada a la prensa sobre la pérdida de sangre, si es que la hay. Ni tampoco sobre el cadáver desaparecido.

—Claro que no. No me apetece que se sepa que en mi departamento se extravían los cadáveres —respondió el forense.

Rivera estaba esperando en el pasillo cuando Cavuto salió.

—Tenemos que soltar al chico, ya lo sabes.

—Podemos retenerlo otras veinticuatro horas.

—No ha sido él.

—No, pero sabe algo.

—Quizá deberíamos soltarlo y seguirlo.

—Deja que lo intente otra vez. A solas con él.

—Como quieras. Pero hay otra cosa que debemos tener en cuenta. Tú viste esas marcas de punción en la garganta del vaquero, lo mismo que yo, ¿no?

Cavuto mordió su cigarrillo y miró el techo.

—¿Y bien?

Cavuto asintió con la cabeza.

—Entonces puede que los demás también las tuvieran. Puede que tuvieran heridas que desaparecieron. ¿Y has visto esa pisada?

—La he visto.

—Nick, ¿tú crees en vampiros?

Cavuto dio media vuelta y se alejó por el pasillo.

—Necesito una bien gorda.

—¿Te refieres a una copa?

Cavuto lo miró por encima del hombro y gruñó.

Rivera sonrió.

—Esa te la debía.

Tommy calculaba que en la celda había una temperatura de unos dieciocho grados, pero aun así su compañero (un psicópata tuerto, de un metro noventa y cinco de altura y ciento diez kilos de peso, sin afeitar, sin bañar y con personajes de Disney tatuados por el cuerpo) sudaba a chorros.

Puede que haga más calor en el catre, pensó Tommy encogido en el rincón, detrás del lavabo. O puede que sea muy esforzado mirar a alguien amenazadoramente, sin parpadear, seis horas seguidas, teniendo un solo ojo.

—Te odio —dijo el Tuerto.

—Lo siento —dijo Tommy.

El Tuerto se levantó y flexionó sus bíceps. Mickey y Goofy se hincharon, rabiosos.

—¿Te estás riendo de mí?

Tommy no quería decir nada, así que sacudió la cabeza con energía mientras intentaba asegurarse de que nada que se pareciera remotamente a una sonrisa cruzaba su cara.

El Tuerto se sentó en el catre y siguió amenazándolo.

—¿Tú por qué estás aquí?

—Por nada —dijo Tommy—. No he hecho nada.

—No me jodas, gilipollas. ¿Por qué te han detenido?

Tommy se removió, intentando meterse en la pared de bloques de cemento.

—Bueno, metí a mi novia en el congelador, pero no creo que eso sea un crimen.

El Tuerto sonrió por primera vez desde que lo habían llevado a la celda.

—Yo tampoco. No usaste un arma de asalto, ¿no?

—No, era un congelador de esos que no hacen escarcha.

—Ah, bueno. Se ponen muy duros con los crímenes con armas de asalto.

—Bueno —dijo Tommy, aventurándose a salir del rincón un par de centímetros—, ¿y a ti por qué te han traído? —¿Por pisotear a un bebé? ¿Por canibalismo? ¿Por una masacre en un restaurante de comida rápida?, pensó.

El Tuerto agachó la cabeza.

—Por violar el copyright.

—¿Es una broma?

El Tuerto frunció el ceño. Tommy volvió a meterse en el rincón y añadió:

—¿En serio? Qué mala suerte.

El Tuerto se quitó la camiseta mugrienta. Los siete enanitos bailaban sobre su pecho enorme, entre cicatrices de navaja y de bala. Sobre su estómago, Blancanieves y Cenicienta se fundían en un abrazo mientras se daban de comer la una a la otra una magdalena.

—Sí, cometí el error de ir por ahí sin camiseta. Un ejecutivo de Disney que estaba aquí de vacaciones me vio en el puerto. Y llamó a sus abogados, esos perros de presa.

Tommy sacudió la cabeza compasivamente.

—No sabía que te metieran en la cárcel por violar el copyright.

—Bueno, la verdad es que no. La policía intervino cuando le descoyunté los hombros a ese tipo.

—Pero eso tampoco es un crimen, ¿no?

El Tuerto se frotó las sienes como si le costara recordar.

—Fue delante de sus hijos.

—¡Ah! —dijo Tommy.

—Flood, en pie —dijo un guarda desde la puerta de la celda. El inspector Nick Cavuto estaba detrás de él.

—Venga, encanto —dijo Cavuto—. Vamos a dar un último paseíto.

La sangre no recorría su cuerpo como una subida de fiebre, como otras veces. No. Era más bien como la sensación de estar llena después de cenar lasaña y un café doble. Aun así, la fuerza latía en sus miembros. Arrancó los cerrojos del marco metálico de la puerta del loft con la misma facilidad con que había roto la cinta que la policía había puesto delante de ella.

Qué raro, pensó, es distinto beber de un cuerpo vivo.

Los remordimientos por matar a Simon se le habían pasado en cuestión de segundos y el instinto depredador se había apoderado de ella. Pero esta vez era diferente: no era solo el instinto de esconderse y huir, sino de proteger.

Si Tommy estaba en la cárcel por meterla en el congelador, eso quería decir que la policía también había encontrado a Peary y que intentaría relacionar a Tommy con los demás asesinatos. Pero si encontraban otra víctima mientras Tommy estaba entre rejas, tendrían que dejarlo libre. Y ella necesitaba que estuviera libre, primero para descubrir por qué la había congelado y, segundo y más importante, porque ya iba siendo hora de darle su merecido al otro vampiro, y el único modo seguro de cazarlo era hacerlo durante el día.

Había mordido a Simon en el cuello, bombeándole el corazón con la mano mientras bebía. No sentía culpa ni remordimientos por ello; el instinto depredador se había hecho cargo de todo. Jody se descubrió pensando en un bombero fortachón que había ido a dar una charla a los empleados de Transamérica sobre cómo reaccionar en caso de terremoto. La charla incluía un curso rápido de reanimación. ¿Qué habría pensado el bombero de que una de sus alumnas usara su técnica para bombear la sangre de un muerto?

—Lo siento, bombero Frank, chupé como un aspirador, pero no fue suficiente. Si le sirve de consuelo, no disfruté.

Las pocas fuerzas que le había dado la sangre de Simon parecieron evaporarse cuando entró en el loft. Estaba peor que el día que los Animales fueron a desayunar. El futón estaba arrumbado contra la pared; los libros estaban fuera de las estanterías, tirados por el suelo; los armarios estaban abiertos y su contenido disperso por las encimeras, y una fina pátina de polvo de buscar huellas cubría todas las superficies. Le dieron ganas de llorar.

Se acordó de cuando vivió dos meses con un bajista heavy metal que destrozó su apartamento buscando dinero para drogas.

¿Dinero?

Corrió al dormitorio y se fue derecha a la cómoda donde guardaba el resto del dinero que le había dado el vampiro. Había desaparecido. Abrió el cajón donde guardaba la lencería. Había guardado un par de miles de dólares en un sujetador, una costumbre que conservaba de cuando vivía con el bajista. Estaba allí. Tenía suficiente para pagar un mes de alquiler, pero ¿y luego qué? De todas formas poco importaba si Tommy no conseguía pararle los pies al otro vampiro. Aquel tipo iba a matarlos a los dos, Jody estaba segura de ello, y lo haría muy pronto.

Mientras sopesaba los fajos de billetes, oyó que alguien abría la puerta de la escalera y un momento después sintió pasos. Se acercó a la cocina y esperó agazapada detrás de la encimera.

Había alguien en el loft. Un hombre. Oía su corazón. Notaba el olor a sudor y a desodorante rancio que exhalaba. El desodorante de Tommy. Jody se levantó.

—Hola —dijo él—. Madre mía, no sabes cuánto me alegro de verte.