28 ¿Eso que llevas en el bolsillo es una porra?

Tommy echó al Emperador de la tienda al amanecer. Había sido una noche muy larga, intentando mantener al gobernante loco alejado de los Animales al mismo tiempo que reponía género y procuraba organizar la logística de su cita con Mará, todo ello bajo la influencia de la hierba del doctor Drew, que parecía afectar a esa parte del cerebro que lo impulsa a uno a sentarse en un rincón y a babear mientras se mira las manos. Cuando acabó su turno, declinó la invitación de los Animales para tomar unas cervezas y jugar al disco en el aparcamiento, le birló una baguete al repartidor del pan y cogió el autobús para volver a casa, decidido a irse derecho a la cama. Comprendió que su plan se había frustrado cuando Frank, el escultor-motero, salió a su encuentro en la puerta de su edificio sosteniendo una tortuga de bronce que a Tommy le sonaba.

—Mira, Flood. —Frank levantó la tortuga—. ¡Ha funcionado!

—¿El qué? —preguntó Tommy.

—El proceso de galvanizado grueso. Ven, entra y te lo enseño. —Se volvió y llevó a Tommy al interior de la fundición, entrando por la puerta enrollable.

La fundición ocupaba toda la planta baja del edificio. Había un horno enorme que emitía un ruido sordo. Había varios fosos de buen tamaño, llenos de arena, y dentro de ellos moldes de yeso blanco en diversos estados de acabado. Al fondo, cerca de las ventanas, se veían figuras de cera de mujeres desnudas, de indios, budas y pájaros esperando a que las cortaran y las metieran en yeso.

Frank dijo:

—Hacemos muchas figuras para jardines. A la gente que tiene estanques de carpas japonesas les chiflan los budas. Para eso queríamos las tortugas. Monk ya le ha vendido una a una señora de Pacific Heights por quinientos pavos. Visto y no visto.

—¿Mis tortugas? —dijo Tommy. Miró más atentamente a la tortuga de bronce que sostenía Frank—. ¡Zelda!

—¿A que es increíble? —dijo Frank—. Las hicimos a las dos en menos de ocho horas. Por el procedimiento de la cera perdida, habríamos tardado días. Voy a enseñártelo.

Llevó a Tommy al otro lado del taller, donde un hombre bajo y fornido vestido de cuero y tela vaquera trabajaba junto a un tanque alto de plexiglás lleno de un líquido verde y traslúcido.

Frank dijo:

—Monk, este es Tom Flood, nuestro vecino. Flood, este es mi socio, Monk.

Monk soltó un gruñido sin levantar la vista de un compresor que parecía estar dándole problemas. Tommy vio de dónde le venía el mote: tenía una calva en forma de tazón, rodeada por una franja de pelo. Era la versión benedictina de Easy Rider, o un fray Tuck sobre ruedas.

—Este —dijo Frank, señalando el tanque de tres metros—, es, que nosotros sepamos, el tanque de galvanizado más grande de la costa oeste.

Tommy no sabía cómo reaccionar. Seguía pasmado por el retrato en bronce de Zelda.

—Es genial —dijo por fin.

—Sí, tío. Podemos hacer todo lo que encontremos por ahí. Sin moldes ni tallas de cera. Solo hundir y listo. Así hicimos tus tortugas.

Tommy empezaba a entenderlo.

—¿Quieres decir que eso no es una escultura? ¿Que habéis recubierto mis tortugas de bronce?

—Eso es. El líquido está saturado a tope de metal disuelto. Rociamos a las tortugas con una capa fina de pintura de base metálica que sirviera de conductor eléctrico. Luego les pegamos un cable y las hundimos en el tanque. La corriente extrae el metal del agua y lo pega a la pintura. Si se deja mucho tiempo, la capa se vuelve lo bastante gruesa para tener solidez estructural. Y voilá, una tortuga de jardín de bronce. Creo que no se había hecho nunca. Estamos en deuda contigo, tío.

Monk gruñó un gracias.

Tommy no sabía si llorar o deprimirse.

—Debiste decirme que ibais a matarlas.

—Creía que lo sabías, hombre. Perdona. Puedes quedarte con esta, si quieres. —Frank le ofreció a la Zelda de bronce.

Tommy sacudió la cabeza y apartó los ojos.

—Creo que no podría mirarla. —Dio media vuelta y se alejó.

Frank dijo:

—Vamos, hombre, llévatela. Te debemos una. Si necesitas un favor o alguna cosa…

Tommy miró a Zelda. ¿Cómo iba a explicárselo a Jody? «Por cierto, he convertido en estatuas a tus amiguitos». Y justo después de pelearse. Subió la escalera sintiéndose completamente perdido.

Jody le había dejado una nota en la encimera.

Tommy:

Es imprescindible que estés aquí cuando me despierte. Si sales, te vas a meter en un lío muy gordo. Puede que peligre tu vida. Lo digo en serio. Tengo que contarte cosas muy importantes. Ahora no tengo tiempo, voy a salir un segundo. Tienes que estar aquí cuando me despierte.

Jody.

—Estupendo —le dijo Tommy a Peary—. ¿Y ahora qué hago con Mará? ¿Quién se cree Jody que es, amenazándome? ¿Qué va a hacer si no estoy aquí? No puedo estar aquí. ¿Por qué no la entretienes tú hasta que vuelva? —Dio unas palmadas en el congelador y se le ocurrió una idea.

—¿Sabes, Peary?, hay científicos que han congelado a murciélagos vampiros y luego los han descongelado y estaban completamente intactos. Porque ¿cómo va a enterarse ella? ¿Cuántas veces ha pensado que era martes cuando en realidad era miércoles?

Entró en el dormitorio y echó un vistazo a Jody, que se había metido en la cama pero no había tenido tiempo de quitarse el vestido negro.

¡Uau!, pensó Tommy, conmigo nunca se viste así.

Tenía un aspecto tan apacible… Sexi, pero apacible.

Se enfadará si se entera, pero total, ya está enfadada. En realidad, no le hará ningún daño. Puedo sacarla mañana por la mañana y taparla con la manta eléctrica. Cuando se ponga el sol estará descongelada y yo habré arreglado lo de Mará. Puedo decirle a Mara que tengo novia. No puedo empezar nada nuevo hasta que esto esté acabado. Y puede que con unas horas más a Jody se le pase un poco el calentón.

Sonrió.

Abrió la tapa del congelador y entró en el dormitorio en busca de Jody. La llevó a la cocina y la depositó en el congelador, encima de Peary. Mientras la colocaba en posición fetal, sintió una punzada de celos.

—Comportaos, chicos, ¿de acuerdo? —Colocó unos cuantos platos ultrancongelados a su alrededor, le metió algunos bajo los brazos, la besó en la frente y cerró suavemente la tapa.

Al meterse en la cama pensó: Si alguna vez se entera, se pondrá hecha una furia.

Llevaba tres horas dormido cuando le despertaron los golpes. Se bajó de la cama, cruzó dando tumbos la habitación a oscuras y se quedó ciego al abrir la puerta del loft. Estaba empezando a recuperar la vista cuando abrió la puerta de la escalera de incendios y Rivera dijo:

—¿Es usted Thomas Flood hijo?

—Sí —contestó Tommy, apoyándose contra el quicio de la puerta.

—Soy el inspector Alphonse Rivera, del Departamento de Policía de San Francisco. —Levantó la cartera en la que llevaba la placa—. Queda usted detenido… —Se sacó una orden del bolsillo de la chaqueta—… por abandonar un vehículo en la vía pública.

—Será una broma —dijo Tommy.

Cavuto cruzó la puerta, lo agarró del hombro y lo zarandeó mientras el otro policía grandullón se sacaba las esposas del cinto.

—Tiene derecho a guardar silencio… —dijo Cavuto.

Dos horas después, Tommy estaba fichado y le habían tomado las huellas dactilares. Como esperaba Cavuto, sus huellas coincidían con las del ejemplar de En el camino encontrado debajo del indigente muerto. Aquello bastó para que consiguieran una orden para registrar el loft. Cinco minutos después de que entraran, salió hacia allí un laboratorio móvil acompañado por un equipo de técnicos y dos camionetas de la oficina del forense. Como escena de un crimen, el loft del Soma era una mina.

Cavuto y Rivera volvieron a jefatura, donde sacaron a Tommy de una celda y lo metieron en una bonita sala de interrogatorios pintada de rosa y amueblada con una mesa y dos sillas de metal. En una pared había un espejo y encima de la mesa una grabadora. Tommy se quedó mirando la pared rosa y procuró recordar que, supuestamente, el rosa calmaba los nervios. Pero no parecía funcionar. Tenía un nudo en el estómago.

Rivera y Cavuto habían interrogado juntos a mucha gente y siempre asumían los mismos papeles: Cavuto era el poli malo y él el poli bueno. Aunque la verdad era que Rivera nunca parecía el poli bueno. Más bien parecía decir: «Estoy cansado y harto de trabajar y estoy siendo amable contigo solo porque no tengo energías para ser el poli malo».

—¿Te apetece un pitillo? —preguntó Rivera.

—Claro —dijo Tommy.

Cavuto le saltó a la cara.

—Pues es una pena, chaval, porque aquí no se fuma. —A Cavuto le encantaba hacer de poli malo. En casa ensayaba delante del espejo.

Rivera se encogió de hombros.

—Tiene razón. No puedes fumar.

Tommy dijo:

—Es igual, yo no fumo.

—¿Qué me dices de un abogado, entonces? —preguntó Rivera—. ¿O de una llamada de teléfono?

—Tengo que estar en el trabajo a medianoche —contestó Tommy—. Si voy a llegar tarde, usaré mi llamada para avisar.

Cavuto se paseaba por la habitación acompasando sus pasos de forma que pudiera volverse hacia Tommy cada vez que decía algo. Se volvió hacia él.

—Sí, chaval, vas a llegar tarde, unos treinta años tarde, si es que no te fríen.

Tommy se echó hacia atrás, asustado.

—Muy bueno, Nick —dijo Rivera.

—Gracias. —Cavuto sonrió con el cigarrillo sin encender en la boca y se apartó de la mesa a la que estaba sentado Tommy.

Rivera siguió con el interrogatorio.

—Bueno, chico, no quieres un abogado. ¿Por dónde quieres que empecemos? Te hemos detenido por dos asesinatos, seguramente por tres. Si nos lo cuentas, si nos lo dices todo, lo de los otros asesinatos también, puede que podamos descartar la pena capital.

—Yo no he matado a nadie.

—No te hagas el listo —dijo Cavuto—. Hemos encontrado dos cadáveres en tu congelador. Tenemos tus huellas en el libro que encontramos debajo de otro cuerpo, enfrente de tu apartamento. Estabas en el motel donde encontramos un cuarto cuerpo. Y tienes el armario lleno de ropa de mujer y hay un montón de testigos visuales que sitúan a una mujer cerca de donde encontramos un quinto cuerpo…

Tommy lo interrumpió:

—La verdad es que solo hay un cadáver en el congelador. La otra es mi novia.

—Tú estás enfermo. —Cavuto se echó hacia atrás como si fuera a pegarle. Rivera se movió para sujetarlo. Tommy se encogió en su silla.

Rivera llevó a Cavuto al otro lado de la habitación.

—Déjame a mí un minuto. —Dejó a Cavuto refunfuñando y fue a sentarse enfrente de Tommy.

—Mira, chico, te hemos pillado con las manos en la masa con dos muertos, por así decirlo. Tenemos pruebas circunstanciales en el caso de otra víctima. Vas a ir a la cárcel para una buena temporada y ahora mismo tienes todas las papeletas para que te condenen a muerte. Si nos lo cuentas todo, sin dejarte nada, quizá podamos ayudarte, pero tienes que darnos información suficiente para cerrar todos los casos. ¿Entendido?

Tommy asintió con la cabeza.

—Pero si yo no he matado a nadie. Metí a Jody en el congelador y reconozco que es una falta de consideración, pero yo no la maté.

Cavuto soltó un gruñido. Rivera inclinó la cabeza, burlón.

—Está bien, pero si no los mataste tú, ¿quién los mató? ¿Te metió alguien en esto?

Cavuto estalló:

—¡Santo Dios, Rivera! ¿Qué necesitamos, una cinta de vídeo? Fue este cabrón.

—Nick, por favor. Dame cinco minutos.

Cavuto se acercó a la mesa y se inclinó hasta que casi pegó su cara a la de Tommy. Susurró con voz áspera y ronca:

—No creas que vas a salir de esta meneando el trasero y guiñándome un ojo, Flood. Puede que en el barrio de Castro te funcionara, pero aquí soy inmune a eso, ¿entendido? Ahora me voy, pero cuando vuelva, si no se lo has contado todo a mi compañero, vas a conocer el dolor. A montones. Y no te dejaré ni una marca. —Se levantó, sonrió, dio media vuelta y salió.

Tommy miró a Rivera.

—¿Meneando el trasero y guiñándole un ojo?

—A Nick le pareces mono —dijo Rivera.

—¿Es gay?

—Totalmente.

Tommy sacudió la cabeza.

—Nunca lo hubiera imaginado.

—También es masón. —Rivera sacó un cigarro de su paquete y lo encendió—. Las apariencias engañan.

—Eh, creía que aquí no se podía fumar.

Rivera le echó el humo a la cara.

—¿Tenías a dos personas metidas en el congelador y vas a darme la murga con el tabaco?

—Tiene razón.

Rivera se sentó y se recostó en la silla.

—Tommy, voy a darte una oportunidad más de decirme cómo mataste a esas personas. Luego le diré a Nick que vuelva y me iré. Le gustas mucho. Y esta habitación está insonorizada, ¿sabes?

Tommy tragó saliva.

—No se lo va a creer. Es una historia fantástica. Con elementos sobrenaturales incluidos.

Rivera se frotó las sienes.

—¿Te dijo Satán que lo hicieras? —preguntó cansinamente.

—No.

—¿Elvis?

—Ya le he dicho que es sobrenatural.

—Tommy, voy a decirte una cosa que nunca le he dicho a nadie. Si la repites, negaré haberlo dicho. Hace cinco años vi a un búho blanco con unas alas de veinte metros de envergadura cruzar el cielo, arrancar a un demonio de la ladera de una colina y alejarse volando por el cielo.

—Me han dicho que los polis tienen las mejores drogas —dijo Tommy.

Rivera se levantó.

—Voy a decirle a Nick que entre.

—No, espere. Voy a contárselo. Fue un vampiro. Pueden descongelar a Jody y preguntárselo.

Rivera alargó el brazo y puso la grabadora en marcha.

—Despacio. Empieza por el principio y sigue hasta el momento en que entraste en esta habitación.

Una hora después, Rivera se reunió con Cavuto detrás del espejo. Cavuto no estaba muy contento.

—¿Sabes?, preferiría que le hubieras amenazado con que iba a darle una paliza.

—Funcionó, ¿no?

—No hay nada que podamos usar. Ni una sola cosa. Si se agarra a esa historia, lo declararán loco. No tiene ni pies ni cabeza. Quiero saber cómo sacó la sangre a los cuerpos.

—El chico se cree escritor. Está haciendo alarde de imaginación. Vamos a dejarle un rato solo y a traerle algo de comer. Quiero ver al Emperador.

—¿A ese chiflado?

—Hace semanas que dice que ve vampiros. Puede que viera al chico cometer uno de los crímenes.