Las doce y media de la noche. De pie en lo alto de la torre suroeste del puente de la bahía de Oakland, unos cincuenta pisos por encima del mar metalizado, pensaba: ¿de pie o de cabeza? Llevaba un traje de seda negra y se quedó parado un momento. Le daba pena estropear el traje. Le gustaba el tacto de la seda sobre su piel. Pero en fin…
A tres kilómetros de allí, Jody subía por la calle Market pensando que ojalá pudiera emborracharse y perder el conocimiento. ¿Qué pasará, pensaba, si encuentro a alguien que esté borracho perdido y me bebo su sangre? No, seguro que mi dichoso metabolismo identifica el alcohol como un veneno y se resiste a sus efectos. Tengo tantas preguntas… Ojalá me hubiera acordado de hacérselas.
Se paró delante de una cabina telefónica y llamó a Tommy a la tienda.
—Safeway de Marina.
—Tommy, soy yo.
—¿Todavía estás enfadada?
—No mucho, creo. Solo quería decirte que te quedes en la tienda hasta que se haga de día. No salgas bajo ningún concepto. Y quédate con los otros, si puedes.
—¿Por qué? ¿Qué pasa?
—Tú haz lo que te digo, Tommy.
—He limpiado el loft. Casi todo, por lo menos.
—Ya hablaremos mañana por la noche. Quédate en casa hasta que me despierte, ¿vale?
—¿Vas a seguir enfadada?
—Seguramente. Nos vemos. Adiós. —Colgó. ¿Cómo podía ser Tommy tan listo a veces y tan ignorante otras? Quizás el vampiro tuviera razón: un humano no podía entenderla. De pronto se sentía muy sola.
Se metió en una cafetería que abría toda la noche y pidió un café como alquiler de una silla. Todavía podía disfrutar de su aroma, aunque no pudiera tragárselo.
Abrió el periódico que le había cambiado al indigente por la bolsa de cosméticos y empezó a leer los anuncios personales. Hombres que buscaban mujeres, mujeres que buscaban hombres, hombres que buscaban hombres, mujeres que buscaban mujeres, hombres que buscaban pequeños animales peludos. Había una amplia selección de categorías. Echó un vistazo a los más prosaicos hasta que sus ojos se posaron en uno que decía: «Grupos de apoyo. ¿Eres un vampiro? No afrontes solo tu problema. La Asociación de Bebedores de Sangre Anónimos puede ayudarte. Lunvi, medianoche. Aula 212, Centro de Cultura Asiática, no fumadores».
Era viernes. Era medianoche. Solo estaba a diez minutos del Centro de Cultura Asiática. ¿Podía ser así de sencillo?
Lo primero que notó al entrar en el aula 212 del Centro de Cultura Asiática fue que las veinte personas que había allí, sentadas en sillas de plástico formando un corro, tenían improntas de calor. Eran todos humanos.
Iba a marcharse cuando una mujer en forma de pera y vestida con mallas y capa negra le cortó el paso y la cogió de la mano.
—Bienvenida —dijo. Llevaba unos colmillos afilados que la hacían cecear—. Zoy Tabitha. Eztábamos a punto de empezar. Paza. Hay café y galletaz.
Condujo a Jody a una silla de plástico naranja y la animó a sentarse.
—La primera vez cuezta, pero a todoz noz ha pazado.
—Lo dudo —dijo Jody, limpiándose una salpicadura de saliva de la mejilla.
Tabitha señaló el medallón de plástico que llevaba al cuello, colgado de una gruesa cadena de plata.
—¿Vez esto? Llevo zeiz mezez limpia de zangre. Zi yo puedo, tú también. Noche a noche.
Tabitha le apretó el brazo, se echó luego la capa sobre el hombro, se volvió melodramáticamente y cruzó la habitación hacia la mesa de las galletas con la capa flotando tras ella.
Jody miró a los otros ocupantes del aula. Estaban hablando y casi todos la miraban de reojo entre sorbo y sorbo de café. Los hombres eran todos altos y delgados, con la nuez muy marcada y mal cutis. Sus atuendos iban desde el traje formal a los vaqueros y las camisas de franela. Podrían haber sido los miembros de un club de ajedrez que habían salido a tomar algo, si no fuera por las capas. Todos llevaban capa. De siete, cuatro llevaban colmillos. Dos de ellos, de plástico fosforescente.
Jody se fijó en dos que murmuraban en un rincón.
—Te lo dije, esto es un festín de tías. ¿Has visto a la pelirroja? —Lanzó una ojeada a Jody.
Su compañero contestó:
—Creo que la vi en Limpiadores Compulsivos la semana pasada.
—Limpiadores Compulsivos, iba a probarlo. ¿Hay posibilidades?
—Hay montones de tíos gais, pero también unas cuantas tías. La mayoría huele a limpiador de pino, pero pone, si te gustan los guantes de látex.
—Genial, iré a echar un vistazo. Creo que voy a dejar de ir a Hijos Adultos de Alcohólicos, allí va todo el mundo a quejarse, no a echar un polvo.
Jody pensó: No sé si quiero oír tan claramente la desesperación íntima del prójimo. Se concentró en las mujeres que había en el aula.
Una morena que medía cerca de un metro noventa, vestida con una túnica de coro negra y maquillada estilo kabuki, se estaba quejando a una rubia descolorida que llevaba un vestido de novia hecho trizas.
—Que quieren que los ate, yo los ato. Que quieren que los azote, los azoto. Que quieren que los insulte, los insulto. Pero si intentas beberte un poquito de su sangre, se ponen a chillar como bebés. ¿Qué hay de mis necesidades?
—Ya —dijo la rubia—. Yo le pedí a Robert que durmiera en el ataúd una sola vez y se largó.
—¿Tienes ataúd? Yo quiero uno.
Dios mío, pensó Jody, tengo que salir de aquí.
Tabitha dio unas palmadas.
—¡Vamos a empezar la reunión!
Los que estaban de pie buscaron silla. Varios hombres intentaron abrirse paso a empujones para sentarse junto a Jody. Un tipo flacucho, al que el aliento le olía a mantequilla de cacahuete, se inclinó hacia ella y le dijo:
—En Halloween salí en el programa de Oprah. «Hombres que beben sangre y mujeres a las que les dan asco». Si quieres, podemos ir a mi casa a ver el vídeo después de la reunión.
—Yo me largo de aquí —dijo Jody. Se levantó de un salto y se dirigió a la puerta.
Tras ella oyó decir a Tabitha:
—Hola, me llamo Tabitha y soy un demonio chupasangre.
—Hola, Tabitha —contestó el grupo a coro.
Fuera, Jody miró calle arriba y calle abajo preguntándose adonde ir, qué hacer. Se paró junto a una cabina y se dio cuenta de que no tenía a quién llamar. Se le saltaron las lágrimas. ¿Por qué molestarse siquiera en hacerse ilusiones? La única persona que tenía la más leve idea de cómo se sentía era el vampiro que la había transformado. Y le había dejado muy claro que no le interesaba ayudarla, el muy cabrón.
Debería organizarle una encerrona con mi madre, pensó, así podrían mirar juntos a la humanidad por encima del hombro. La idea le hizo sonreír.
Entonces sonó el teléfono. Jody lo miró un segundo, miró a su alrededor para ver si contestaba alguien, pero en la calle solo había un tipo que estaba de pie junto a su coche, un par de manzanas más allá.
Cogió el teléfono.
—Diga.
Una voz de hombre dijo:
—Sabía que acabarías por aparecer.
—¿Quién es? —preguntó Jody. Parecía un hombre joven. Su voz no le sonaba.
—No puedo decírtelo todavía.
—Vale —dijo Jody—. Adiós.
—Espera, espera, espera, no cuelgues.
—¿Y bien?
—Eres de verdad, ¿no? Eres real. Quiero decir que eres de verdad una vampira.
Jody apartó el teléfono y lo miró como si fuera un objeto extraño.
—¿Quién es?
—No quiero decirte mi nombre. No quiero que puedas encontrarme. Digamos que soy un amigo.
—Así son casi todos mis amigos —dijo Jody—. No me dicen su nombre ni cómo encontrarlos. Tengo la agenda muy despejada. —¿Quién era aquel tipo? ¿Quién podía saber que estaba allí en ese preciso momento?
—Vale, supongo que te debo una explicación. Estudio medicina en… una universidad de por aquí. Le hice unos análisis a uno de los cuerpos… a uno de los cuerpos de la gente a la que has matado.
—Yo no he matado a nadie. No sé de qué estás hablando. Si soy quien crees que soy, ¿cómo sabías que estaría aquí? Yo no sabía que iba a pasar por aquí hasta hace una hora.
—He estado esperando, vigilando cada noche desde hace un par de semanas. Tenía una teoría: que no tenías calor corporal visible y es verdad.
—¿De qué estás hablando? Nadie ve el calor corporal de los demás.
—Mira calle arriba. Junto al Toyota blanco. Está en marcha, por cierto. Si haces intento de acercarte, me voy.
Jody miró más atentamente a la persona que había calle arriba, de pie junto a un coche blanco. El coche estaba en marcha. El hombre sujetaba un teléfono móvil y la miraba a través de unos prismáticos muy grandes.
—Ya te veo —dijo ella—. ¿Qué quieres?
—Te estoy mirando con lentes de infrarrojos. No despides calor corporal, así que sé que eres tú. Mi teoría era cierta.
—¿Eres poli?
—No, ya te lo he dicho, estudio medicina. No quiero entregarte. De hecho, creo que podría ayudarte, si te interesa que te ayuden.
—Habla —dijo ella. Tapó el teléfono con la mano y se concentró en el tipo del coche. Lo oía hablar por el móvil.
—Donaron uno de los cadáveres a nuestro departamento cuando el forense acabó con él. Era un varón de unos sesenta años, la tercera víctima, creo. Me fijé en que tenía una zona limpia en el cuello, como si se la hubieran lavado. El forense no lo había puesto en su informe. Tomé una muestra de tejido y la puse al microscopio. El tejido de esa zona estaba vivo. Se estaba regenerando. Hice un cultivo y empezó a morirse, pero tuve una corazonada y le añadí una cosa.
—¿El qué? —preguntó Jody. No sabía qué pensar. Aquel hombre sabía que era una vampira y, curiosamente, ella sentía el impulso de atacar. Cierto instinto de supervivencia la empujaba a hacerle daño. A matarlo. Intentó mantener la calma.
—Hemoglobina. Le puse un poco de hemoglobina y el tejido empezó a regenerarse otra vez. Lo pasé por el secuenciador. No es ADN humano. Se parece, pero no es humano. No produce calor, no parece quemar combustible igual que las células de los mamíferos. El forense dijo que había sido él quien le había extraído la sangre, pero nunca antes lo había hecho. Y yo sabía que a aquel tipo lo habían asesinado. Até cabos. Vi el anuncio del grupo de apoyo a vampiros en el Weekly y he estado vigilando.
Jody dijo:
—Pongamos que me creo lo que estás diciendo. Pongamos que me creo que te crees todas esas chorradas. ¿Cómo puedes ayudarme? Suponiendo que quiera que me ayudes, claro.
—Me estoy especializando en terapia génica. Cabe la posibilidad de que pueda revertir el proceso.
—Esto no es ciencia. No digo que tu teoría no sea cierta. Hay un montón de cosas que no se saben, que la ciencia no puede explicar. Si no se sabe, pronto se sabrá. Eso de lo que hablas es magia.
—La magia es solo ciencia que aún no conocemos. ¿Quieres que te ayude o no?
—¿Por qué quieres ayudarme? Según tú, me dedico a matar gente.
—También mata el cáncer y se sigue investigando. ¿Tienes idea de la competencia que hay en este campo de estudio? En esta profesión, es o todo o nada. Podría doctorarme y acabar poniendo enemas de sacarina a ratas por cinco pavos la hora. Lo que aprenda de ti podría poner mi currículo en lo alto del montón.
Jody no sabía qué decir. En parte tenía ganas de soltar el teléfono y abalanzarse sobre aquel chico. Y en parte quería aceptar su ayuda.
—¿Qué quieres que haga? —preguntó.
—Nada, todavía. ¿Cómo puedo localizarte?
—Eso no puedo decírtelo. Yo te llamaré. ¿Cuál es tu número?
—No puedo decírtelo.
Jody suspiró.
—Mira, genio, a ver si te aclaras. Y, por cierto, yo no maté a esas personas.
—Entonces, ¿por qué me estás escuchando?
—Creo que está conversación se ha acabado. Métete en el coche y ve haciéndote a la idea de que vas a tener que pedirles a las ratas que pongan el culo en pompa. Adiós.
—Espera, podríamos quedar en algún sitio. Mañana. En un sitio público.
—No, tiene que ser de noche. En un sitio privado. Podría haber policías por todas partes. —Lo miraba mientras hablaba. Él había bajado los prismáticos. Jody vio que era asiático.
—La asesina eres tú. ¿Quedarías con alguien como tú en un lugar privado y a oscuras?
—Está bien. Mañana por la noche. A las siete, en el Enrico’s, en Broadway. ¿Te parece bastante público?
—Claro. ¿Puedo llevar una jeringuilla para extraerte una muestra de sangre? ¿Me dejas?
—¿Me dejarías tú? —preguntó ella.
Él no respondió.
—Era una broma —dijo Jody—. Mira, no quiero hacerte daño, pero tampoco quiero que me lo hagas tú. Cuando te vayas, pisa a fondo el acelerador y vuelve a casa dando un rodeo.
—¿Por qué?
—Porque yo no maté a esa gente, pero sé quien lo hizo y me ha estado siguiendo. Si te ha visto, estás en peligro.
La línea quedó en silencio un momento. Solo se oían las voces fantasmales de una conexión celular. Jody vio que el asiático la miraba.
Por fin se aclaró la garganta.
—¿Cuántos sois?
—No lo sé —contestó ella.
—Sé que no todas las víctimas se convierten. No podría funcionar. La humanidad entera se convertiría en un mes, por progresión geométrica. —Parecía más seguro ahora que había llevado otra vez la conversación al terreno científico.
—Mañana por la noche te contaré lo que sé. Pero no esperes gran cosa. No sé mucho. O te lo cuento ahora, si quieres que hablemos cara a cara. Pero no creo que sea buena idea hablar de esto por el móvil.
—Sí, tienes razón. Pero ahora no. Ni aquí. Lo entiendes, ¿no?
Jody asintió con la cabeza, exagerando el gesto para que él lo viera.
—Cuanto más tiempo pases aquí, más probabilidades hay de que te vea… el otro. Mañana por la noche, entonces. A las siete.
—¿Llevarás ese vestido?
Jody sonrió.
—¿Te gusta? Es nuevo.
—Es genial. No esperaba que fueras una mujer.
—Gracias. Ahora vete.
Lo vio subir al Toyota con el móvil todavía en la mano.
—¿Me prometes que no intentarás localizarme?
—Sé dónde vas a estar mañana por la noche, ¿recuerdas? —Ah, sí. Por cierto, me llamo Steve.
—Hola, Steve. Yo soy Jody.
—Adiós —dijo él. Cortó la conexión. Jody colgó el teléfono y lo vio alejarse.
Pensó: Estupendo, otro del que preocuparse.
No se le había ocurrido pensar que su estado pudiera ser reversible. Claro que el estudiante de medicina no sabía cómo se había pulverizado aquel otro cuerpo. Ciencia. Sí, ya.
De pie o de cabeza, pensó. El traje de seda restallaba alrededor de sus piernas, empujado por el viento helado. La luz que advertía a los aviones de la existencia de la torre lanzaba destellos rojos sobre su cara. Veía emanar su calor y disolverse en espiral sobre la bahía.
Se llamaba Elijan Ben Sapir. Medía un metro setenta y siete y hacía ochocientos años que era un vampiro. En su vida humana había sido alquimista; se pasaba el día mezclando productos químicos tóxicos y entonando misteriosos encantamientos para intentar convertir el plomo en oro y dar con el secreto de la vida eterna. No había sido un alquimista especialmente bueno. Nunca había logrado convertir el oro, aunque por culpa de un error de cálculo inventó el teflón unos ochocientos años antes de que Du Pont le encontrara un uso. (Hay que decir, sin embargo, que hace poco unos arqueólogos descubrieron una estela rúnica vikinga en Groenlandia que hablaba de un judío que entró en el palacio de Constantino el Grande en 1224 intentando vender una línea de espetones antiadherentes para la sala de tortura del emperador, y le pusieron de patitas en la calle en las puertas de la ciudad. La autenticidad de la anécdota se ha puesto en entredicho, no obstante, porque empieza: «Nunca creí que tus cartas fueran verdad hasta que Gunner y yo…», y sigue narrando las hazañas sexuales de dos vikingos en un harén de bizantinas de piel morena).
Ben Sapir había tenido más éxito en su búsqueda de la vida eterna. La inmortalidad tenía, eso sí, el efecto secundario de tener que beber sangre humana y no poder tomar el sol. Pero a eso se había acostumbrado. Lo que no podía soportar era la soledad. Quizá, sin embargo, después de tantos años, eso estuviera a punto de acabar. Le daba miedo hacerse ilusiones.
Hacía cien años que una polluela no le duraba tanto. La anterior había sido una yanomami de la cuenca del Amazonas que había pasado tres meses cazando por la jungla antes de regresar a su aldea y convertir a su hermana. Las hermanas se declararon diosas y exigieron sacrificios a la aldea. Elijah las encontró junto al río, alimentándose con una vieja, y no le gustó matarlas. Pero quizá la pelirroja… Quizá fuera ella.
De cabeza, decidió. Saltó de la torre, se dobló para lanzarse de cabeza y se precipitó desde una altura de cincuenta pisos hacia el agua negra. El reto consistía en no convertirse en niebla antes de tocar el agua. Eso era pan comido.
El impacto del agua le arrancó la ropa y la presión hizo estallar las costuras de sus zapatos. Emergió desnudo, salvo por un calcetín que, curiosamente, había sobrevivido al impacto, y comenzó la larga travesía a nado hacia su yate mientras pensaba: No debí salvarla de la luz del sol. Debo de estar aburridísimo.