Tommy iba de acá para allá hecho una furia, recogiendo latas de cerveza y platos rotos y llevándolos a la cocina.
—¡Zorra! —le decía a Peary—. Zorra con cara de tiburón. No puede decirse que yo tenga experiencia en estas cosas. No hay artículos del Cosmopolitan sobre cómo cuidar a un vampiro. ¡A una zorra chupasangre que se pasa el día durmiendo, que odia a las tortugas, que se mueve con tanto sigilo que da miedo, que se empeña en no comprar papel higiénico y que es una desconsiderada!
Dejó de golpe un montón de platos en el fregadero.
—Yo no lo he pedido. Vienen un par de amigos a desayunar y se pone como un murciélago. ¿Le monté yo un pollo cuando vino su madre sin avisar? ¿Le dije una palabra cuando trajo un muerto a casa y lo metió debajo de la cama? No te ofendas, Peary. ¿Me quejo yo de su horario? ¿De sus hábitos alimenticios? No, no he dicho ni una palabra.
»No es que yo haya venido a la ciudad diciendo: «Ay, estoy deseando encontrar a una mujer cuya única alegría en esta vida sea sorberme los fluidos corporales». Bueno, vale, puede que sí, pero no me refería a esto.
Ató una bolsa de basura llena de cajas de cerveza y la tiró a un rincón. El estrépito retumbó en su cabeza, recordándole la resaca que tenía. Se agarró las sienes doloridas y fue al cuarto de baño, donde estuvo dando arcadas hasta que pensó que el estómago se le volvería del revés. Luego se apartó de la taza y se secó los ojos. Dos tortugas lo miraban desde la bañera.
—¿Y vosotras qué miráis?
Scott abrió la mandíbula y siseó. Zelda metió la cabeza bajo el palmo de agua sucia y se puso a nadar contra el rincón de la bañera.
—Necesito una ducha. Vais a tener que daros una vuelta por ahí.
Encontró una toalla y sacó a las tortugas de la bañera; luego se metió en ella y dejó correr el agua hasta que salió fría. Mientras se vestía miró a Scott y Zelda merodear por la habitación, chocando con las paredes, dando marcha atrás y alejándose hasta que chocaban con otra pared.
—Sois infelices aquí, ¿verdad? ¿Nadie os valora? En fin, parece que Jody no va a usaros. ¿Dónde se ha visto un vampiro escrupuloso? No hay razón para que todos nos sintamos mal.
Tommy había estado usando las cajas de leche en las que había llevado a Scott y Zelda para guardar la ropa sucia. Tiró la ropa al suelo y forró las cajas con toallas húmedas.
—Venga, chicas. No vamos al parque.
Puso a Scott en una caja y lo llevó abajo, a la acera. Luego volvió en busca de Zelda y llamó a un taxi. Cuando volvió a la calle, uno de los escultores-moteros estaba en la puerta de la fundición, limpiándose el sudor de la barba con un pañuelo.
—Tú vives arriba, ¿no? —El escultor tenía unos treinta y cinco años, la barba y el pelo largos y llevaba vaqueros mugrientos y chaleco vaquero sin camisa. Su barriga cervecera sobresalía del chaleco y colgaba sobre el cinturón como un gran saco peludo lleno de pudin.
—Sí, soy Tom Flood. —Tommy dejó la caja en la acera y le tendió la mano. El escultor se la estrujó hasta que Tommy hizo una mueca de dolor.
—Yo soy Frank. Mi compañero se llama Monk. Está dentro.
—¿Monk?
—Diminutivo de Monkey. Trabaja en bronce.
Tommy se masajeó la mano estrujada.
—No lo pillo.
—Es por los huevos del mono de bronce.
—¡Ah! —dijo Tommy, moviendo la cabeza arriba y abajo como si lo entendiera.
—¿Qué pasa con las tortugas? —preguntó Frank.
—Son mascotas —dijo Tommy—. Pero han crecido demasiado para tenerlas en casa, así que voy a llamar a un taxi para llevarlas al parque del Golden Gate y echarlas al estanque.
—¿Por eso se ha ido tu parienta tan cabreada?
—Sí, ya no las quiere en casa.
—Putas mujeres —dijo Frank compasivamente—. La última que tuve no paraba de darme la paliza porque metía el monopatín en el cuarto de estar. Todavía tengo el monopatín.
Estaba claro que, en opinión de Frank, Tommy debería haber sacado a Jody en una caja. Frank pensaba de él que era un calzonazos.
—No pasa nada —dijo Tommy encogiéndose de hombros—. Eran suyas. A mí en realidad me da igual.
—Me vendrían bien un par de tortugas, si quieres ahorrarte el taxi.
—¿En serio? —De todas formas, no le apetecía mucho meter las cajas en un taxi—. No irás a comértelas, ¿verdad? No es que me importe, pero…
—Ni hablar, hombre.
Un taxi azul se acercó al bordillo y paró. Tommy le hizo una seña al conductor y luego se volvió hacia Frank.
—Les he estado dando de comer hamburguesas.
—Genial —dijo Frank—. Ya me encargo yo.
—Tengo que irme. —Tommy abrió la puerta del taxi y miró a Frank—. ¿Puedo visitarlas?
—Cuando quieras —contestó—. Hasta luego. —Se inclinó y cogió la caja de Zelda.
Tommy montó en el taxi.
—Al Safeway de Marina —dijo. Llegaría a trabajar un par de horas antes de lo previsto, pero no quería quedarse en casa y arriesgarse a otra bronca si volvía Jody. Podía matar el tiempo leyendo o algo así.
Mientras el taxi se alejaba, miró por la luna trasera y vio a Frank metiendo en la fundición la segunda caja. Se sintió como si acabara de abandonar a sus hijos.
Jody pensó: Parece que no cambió todo cuando me transformé. Sin saber cómo había llegado allí, se encontró en el Macy’s de Union Square. Era como si una especie de navegador instintivo, activado por su conflicto con los hombres, la hubiera conducido hasta allí. Se había descubierto en aquellos grandes almacenes muchas otras veces. Llegaba con el bolso lleno de pañuelos manchados de lágrimas y un puñado de tarjetas de crédito casi agotadas. Era una reacción común y muy humana. Vio a otras mujeres hacer lo mismo: rebuscar entre los percheros, inspeccionar tejidos, comprobar precios, contener las lágrimas y la furia, y creer a las dependientas cuando les decían que estaban despampanantes.
Jody se preguntaba si los grandes almacenes sabían qué porcentaje de sus beneficios procedía de peleas domésticas. Al pasar junto a un expositor de cosméticos de precio indecente, vio un cartel que decía: «Crema rejuvenecedora Mélange: porque él nunca entenderá que tú lo vales». Sí que lo sabían. Los justos y los agraviados encontraban consuelo en las rebajas de Macy’s.
Faltaban dos semanas para Navidad y las tiendas de Union Square abrían hasta muy tarde. Todos los pasillos estaban adornados con luces y cintillas, y todo lo que no era para vender estaba decorado con acebo falso, cintas verdes y rojas, y diversos sucedáneos de nieve. Manadas de compradores cargados de paquetes avanzaban lentamente por los pasillos como una versión alegre y cascabelera de la Marcha de la Muerte de Batán, con cuidado de mantenerse siempre en movimiento, no fuera a ser que algún escaparatista avaricioso los confundiera con maniquíes y los rociara con nieve artificial.
Jody observaba el rastro caliente de las luces, aspiraba el aroma a caramelo y turrón, y a mil perfumes y desodorantes mezclados, escuchaba el runrún de los motores que animaban los gnomos y los renos eléctricos bajo el manto empalagoso de los villancicos enlatados… y le gustaba.
La Navidad es mejor siendo vampiro, pensó.
Antes, las multitudes la irritaban. Pero ahora le parecían… ganado: inconscientes e inofensivas. Hasta las mujeres que vestían pieles y que antes la sacaban de quicio le parecían ahora, como depredadora, no solo inofensivas, sino hasta ilustradas en medio de aquel mundo de intensa sensualidad.
Me gustaría revolcarme desnuda sobre pieles de visón, se dijo. Frunció el ceño, enfadada consigo misma. Pero no con Tommy. Durante una temporada, por lo menos.
Se descubrió escudriñando el gentío en busca del aura oscura que delataba a los moribundos, sus presas. Entonces se dio cuenta de lo que estaba haciendo y se estremeció. Miró por encima de sus cabezas, como quien subía en un ascensor evitando mirar a los ojos a su vecino, y un brillo negro le llamó la atención.
Era un vestido de fiesta mínimo, expuesto en un maniquí esquelético a lo Venus de Milo, con sombrero de Papá Noel. El típico VN, vestidito negro: el equivalente indumentario de las armas nucleares. La lencería pública. Eficaz no por lo que era, sino por lo que no era. Había que tener piernas y cuerpo para llevar un VN. Y Jody tenía ambas cosas. Pero también había que tener aplomo y eso a ella le había faltado siempre. Miró sus vaqueros y su sudadera, miró el vestido, miró sus zapatillas de tenis. Se abrió paso entre la muchedumbre hacia el vestido.
Una dependienta rotunda y bien vestida se acercó a ella por detrás.
—¿Puedo ayudarla?
Jody miraba el vestido como si fuera la estrella de Belén y ella estuviera atiborrada de incienso y mirra.
—Quiero ver ese vestido en una talla treinta y seis.
—Muy bien —dijo la mujer—. Voy a traerle también una treinta y ocho y una cuarenta.
Jody la miró por primera vez y vio que la dependienta miraba su sudadera como si fueran a salirle tentáculos y corriera peligro de morir estrangulada en cualquier momento.
—Con una treinta y seis me vale —dijo.
—Puede que le quede un poco justa —respondió la mujer.
—De eso se trata —dijo Jody. Sonrió amablemente y se imaginó arrancando a puñados el pelo elegantemente teñido de la dependienta.
—Bueno, voy a quitarle la etiqueta —dijo la dependienta, y cogió con mucha énfasis la etiqueta para que Jody viera el precio. La miró de reojo, para ver cómo reaccionaba.
—Paga él —dijo Jody solo por fastidiarla—. Es un regalo.
—Ah, qué bien —dijo la mujer, intentando animarse, aunque se le notaba el desprecio. Jody lo entendía. Seis meses antes, ella misma habría odiado a la clase de mujer que fingía ser en ese momento. La dependienta dijo—: Es perfecto para estas fiestas.
—En realidad, es para un funeral. —Jody nunca se había divertido tanto comprando.
—Ah, perdón. —La mujer puso cara de disculpa y se llevó las manos al corazón compasivamente.
—No pasa nada. No conocía mucho a la difunta.
—Entiendo —dijo la dependienta.
Jody bajó los ojos.
—Era su mujer —añadió.
—Voy a por el vestido —respondió la dependienta, y, dando media vuelta, se alejó a toda prisa.
Tommy solo había estado una vez en el Safeway cuando la tienda estaba abierta: el día que fue a pedir trabajo. Ahora, sin los Stones o los Pearl Jam sonando a todo volumen por los altavoces, le parecía demasiado tranquilo y al mismo tiempo demasiado ajetreado. Tenía la sensación de que su territorio había sido violado por desconocidos. Sentía rencor por los clientes que deshacían el trabajo de los Animales llevándose cosas de las estanterías.
Al pasar por la oficina saludó al encargado inclinando la cabeza y se dirigió a la sala de descanso para matar el tiempo hasta que fuera hora de entrar a trabajar. La sala de descanso era un cuarto sin ventanas que había detrás de la sección de carne, amueblado con sillas de plástico, una mesa plegable de fórmica, una cafetera y carteles diversos. Tommy limpió unas cuantas migajas de una silla, encontró un Reader Digest manchado de café debajo de un paquete de bollos abierto y se sentó a leer y a meditar.
Leyó Los osos tienen mamá. Un drama de la vida real y Soy el duodeno de Joe, y empezaba a sentir cierta morriña por el cuarto de baño y el Medio Oeste (cosas ambas que asociaba con el Reader Digest) cuando se topó con un artículo titulado Murciélagos, nuestros amigos alados y sintió que su duodeno se estremecía de interés.
Alguien entró en el cuarto y Tommy dijo sin levantar la vista:
—¿Sabías que si el murciélago pardo se alimentara de humanos en vez de alimentarse de insectos podría comerse a toda la población de Minneapolis en una sola noche?
—No lo sabía —contestó una voz de mujer.
Tommy dejó de mirar la revista y vio que Mará, la cajera nueva, estaba apartando una silla de la mesa. Era alta y un poco flaca, pero pechugona. Una rubia de ojos azules y unos veinte años. Tommy, que creía que quien había entrado era uno de los reponedores, se quedó mirándola un momento mientras cambiaba el chip.
—¡Ah, hola! Soy Tom Flood. Estoy en el turno de noche.
—Ya te conocía —contestó ella—. Me llamo Mará. Soy nueva.
Tommy sonrió.
—Encantado de conocerte. He venido un poco antes para ponerme al día con el papeleo.
—¿Con el Reader Digest? —Mara levantó una ceja.
—¿Ah, esto? No, no suelo leerlo. Pero es que he visto este artículo sobre murciélagos y le estaba echando un vistazo. Son nuestros amigos alados, ¿sabes? —Miró las páginas como si quisiera confirmar su interés—. ¿Sabías, por ejemplo, que el murciélago vampiro es el único mamífero al que se ha podido congelar y revivir con éxito?
—Los murciélagos me dan repelús, lo siento.
—A mí también —dijo Tommy, tirando a un lado la revista—. ¿Te gusta leer?
—He estado leyendo a los beatniks. Acabo de mudarme aquí y quería conocer un poco la literatura de la ciudad.
—¿Bromeas? Yo también llevo aquí solo un par de meses. Es una ciudad genial.
—Todavía no he tenido tiempo de ver mucho. Con la mudanza y todo eso. Dejé una mala situación en casa y estoy intentando aclimatarme.
No lo miraba al hablar. Al principio, Tommy pensó que era porque él le daba asco, pero después de observarla un rato se dio cuenta de que se debía solo a que era tímida.
—¿Has estado en North Beach? Todos los beatniks vivían allí en los años cincuenta.
—No, todavía no conozco bien la ciudad.
—Pues tienes que ir a City Lights Books y al Enrico’s. Allí todos los bares tienen fotografías de Kerouac y de Ginsberg en las paredes. Casi se puede oír sonar el jazz.
Mara lo miró por fin y sonrió.
—¿Te interesan los beatniks? —Tenía los ojos muy grandes, brillantes y de un azul cristalino. A Tommy le gustaba.
—Soy escritor —respondió. Ahora fue él quien apartó la mirada—. Bueno, quiero ser escritor. Antes vivía en el barrio chino, está justo al lado de North Beach.
—A lo mejor puedes decirme dónde ir, cuáles son los sitios más interesantes.
—Podría enseñártelos —dijo Tommy. Y en cuanto lo dijo deseó retirarlo. Jody lo mataría.
—Sería estupendo, si no te importa. No conozco a nadie en la ciudad, aparte de las otras cajeras, y todas tienen su familia y su casa.
Tommy estaba confuso. El encargado había dicho que Mara acababa de perder un hijo. Pensaba que estaba casada. No quería que pareciera que intentaba ligar con ella. En realidad, no quería ligar con ella. Pero si todavía estuviera solo y sin compromiso…
No, Jody no lo entendería. Como nunca antes había tenido novia, nunca había sentido la tentación de echar una canita al aire. No sabía cómo afrontarlo. Dijo:
—Podría enseñaros un poco esto a tu marido y a ti, si queréis salir una noche por ahí.
—Estoy divorciada —dijo Mará—. No estuve casada mucho tiempo.
—Lo siento —dijo Tommy.
Mara sacudió la cabeza como si desdeñara su compasión.
—Es una historia corta. Me quedé embarazada y nos casamos. El bebé murió y él se marchó. —Lo decía sin sentimiento, como si se hubiera distanciado emocionalmente de aquella experiencia. Como si le hubiera ocurrido a otra persona—. Estoy intentando empezar de cero. —Miró su reloj—. Más vale que vuelva. Ya nos veremos.
Se levantó y se dispuso a salir del cuarto.
—Mara —la llamó Tommy, y ella se volvió—. Me encantaría enseñarte la ciudad, si quieres.
—Sí, me gustaría. Gracias. Trabajo de tarde el resto de la semana.
—No hay problema —dijo Tommy—. ¿Qué te parece mañana por la noche? No tengo coche, pero si quieres podemos quedar en el Enrico’s, en North Beach.
—Apúntame la dirección. —Sacó de su bolso una hojita de papel y un bolígrafo y se los dio. Él garabateó la dirección y le devolvió la hoja—. ¿A qué hora? —preguntó ella.
—A las siete, creo.
—A las siete, entonces —respondió Mará, y salió del cuarto de descanso.
Tommy pensó: Soy hombre muerto.
Jody se giró delante del espejo, admirando cómo le sentaba el vestidito negro. El escote le llegaba por detrás hasta los riñones y por delante hasta el esternón, pero una malla negra y transparente mantenía unido el vestido a la altura de la clavícula. A su lado, la vendedora sujetaba, ceñuda, tallas más grandes de la misma prenda.
—¿Seguro que no quieres probarte una treinta y ocho, querida?
Jody contestó:
—No, esta me queda bien. Necesito unas medias de seda negra para ponérmelo.
La dependienta se esforzó por no poner cara de asco y logró esbozar una sonrisa profesional.
—¿Y tienes zapatos a juego?
—¿Alguna sugerencia? —preguntó Jody sin apartar la vista del espejo. Pensó: Hace unos meses no habría hecho esto ni muerta. Claro que ahora todo lo hago muerta.
Se rió al pensarlo y la dependienta se lo tomó como algo personal y dejó caer su sonrisa de cortesía. Dijo con un filo de repugnancia en la voz:
—Supongo que podrías completar el conjunto con un lápiz de labios granate y un par de zapatos italianos de esos que parecen decir «fóllame».
Jody se volvió hacia la fea dependienta y le lanzó una sonrisa sagaz.
—No es la primera vez que haces esto, ¿verdad?
Tras una visita a la sección de zapatería, Jody se encontró ante el mostrador de cosméticos, donde un gay en estado de ebullición la convenció de que «probara sus colores» en el ordenador. El gay miraba la pantalla con pasmo.
—Oh, Dios mío. Qué emocionante.
—¿El qué? —dijo Jody con impaciencia. Solo quería comprar un lápiz de labios y salir de allí. Había satisfecho su impulso consumidor haciendo llorar a la dependienta de la sección de trajes de noche.
—Eres mi primer invierno —dijo Maurice. (Se llamaba así; lo ponía en su placa)—. He hecho mil otoños, ¿sabes?, y me tocan primaveras a tutiplén, pero un invierno… ¡Nos lo vamos a pasar en grande!
Empezó a amontonar muestras de sombra de ojos, carmín, rímel y colorete encima del mostrador, junto a la paleta de colores de invierno. Abrió un tubo de rímel y lo acercó a la cara de Jody.
—Este se llama Hongo, se parece al color de los árboles muertos en medio de la nieve. Va de maravilla con tus ojos. Adelante, pruébalo, cariño.
Mientras Jody se ponía el rímel en las pestañas usando el espejo de aumento del mostrador, Maurice le leyó el perfil de la Mujer Invierno.
—«La Mujer Invierno es salvaje como una ventisca, fresca como la nieve recién caída. Aunque algunos la consideren fría, bajo esa fachada de reina de los hielos tiene un corazón apasionado. Le gusta la sencillez desnuda del arte japonés y la atrevida complejidad de la literatura rusa. Prefiere las líneas rectas a las curvas, enfadarse a hacer mohines y el rock al country. Su bebida es el vodka, su coche alemán y su analgésico el Advil. A la Mujer Invierno le gustan los hombres débiles y el café fuerte. Es propensa a la anemia, la histeria y el suicidio».
Maurice se apartó del mostrador e hizo una profunda reverencia, como si acabara de terminar una lectura dramática.
Jody levantó la mirada del espejo y parpadeó, y las pestañas de su ojo derecho trazaron un dibujo en forma de estrella, estilo Naranja mecánica, sobre su piel pálida.
—¿Y todo eso lo deducen del color de mi piel y mi pelo?
Maurice asintió con la cabeza y blandió un pincel de marta cebellina.
—Ven, cariño, vamos a probar este colorete para resaltar esos pómulos. Se llama Óxido Americano, emula el color de un Rambler del 63 que ha recorrido muchas carreteras cubiertas de sal. Muy invernal.
Jody se apoyó en el mostrador para que Maurice tuviera acceso a sus mejillas.
Media hora después se miró al espejo, vuelto ahora por el lado que no tenía aumento, y frunció los labios. Era la primera vez que parecía de verdad un vampiro.
—Ojalá tuviéramos una cámara —dijo Maurice, extasiado—. Eres una obra de arte invernal. —Le dio una bolsita llena de cosméticos—. Son trescientos dólares.
Jody le pagó.
—¿Hay algún sitio donde pueda cambiarme? Quiero ver qué tal estoy con mi vestido nuevo.
Maurice señaló al otro lado de la tienda.
—Allí hay un probador. Y no olvides tu regalo, cariño: la colección de lociones corporales Ideas Superfluas. Vale cincuenta dólares. —Maurice levantó una bolsa de deporte de Gucci falsa llena de botes.
—Gracias. —Jody cogió la bolsa y se alejó hacia el probador. Cuando estaba en medio de la tienda oyó la voz de la fea dependienta de la sección de vestidos de noche y al volverse la vio hablando con Maurice. Se concentró y oyó lo que estaban diciendo bajo el bullicio de la gente y las canciones navideñas.
—¿Qué tal te ha ido? —preguntó la mujer.
Maurice sonrió.
—Se ha marchado hecha una Barbie de holocausto caníbal. La dependienta y Maurice se chocaron alegremente las manos. Cabrones, pensó Jody.