Despatarrado al final del muelle del club de yates Saint Francis, el Emperador miraba pasar las nubes sobre la bahía. Holgazán y Lazarus dormitaban a su lado, patas arriba. Podrían haber estado los tres crucificados, si no fuera porque los perros sonreían.
—Soldados —dijo el Emperador—, me parece que esa canción de Otis Redding que habla de sentarse en el muelle de la bahía tiene su punto de razón. Después de una larga noche cazando vampiros, esta es una forma sumamente agradable de pasar el día. Holgazán, creo que debo felicitarte. Cuando nos trajiste aquí, pensé que era una pérdida de tiempo.
Holgazán no respondió. Estaba soñando con un parque lleno de grandes árboles y carteros del tamaño de un tentempié. Le temblaban las piernas y dejaba escapar un bufido soñoliento cada vez que aplastaba entre los dientes una de sus minúsculas cabecitas. En sueños, los carteros sabían a pollo.
El Emperador dijo:
—Pero por agradable que sea, tengo mala conciencia. Dos meses buscando a ese demonio y no hemos adelantado nada. Y sin embargo aquí estamos, tumbados, disfrutando del día. Veo las caras de las víctimas en esas nubes.
Lazarus se dio la vuelta y le lamió la mano.
—Tienes razón, Lazarus, si no dormimos no estaremos preparados para la batalla. Puede que Holgazán haya hecho mejor de lo que pensábamos trayéndonos aquí.
Cerró los ojos y se dejó adormecer por el sonido de las olas lamiendo los muelles.
Anclado a cien metros de allí había un yate de treinta metros de eslora con bandera holandesa. Bajo cubierta, en una cámara de acero hermética, dormía el vampiro.
Tommy llevaba una hora dormido cuando los golpes en la puerta de abajo lo despertaron. En la oscuridad de la habitación le dio un codazo a Jody, pero ella estaba inconsciente. Miró su reloj: eran las siete y media de la mañana.
Los golpes hacían temblar el loft. Tommy salió de la cama y se acercó a la puerta dando trompicones en ropa interior. La luz de la mañana que entraba a raudales por las ventanas lo cegó un momento y al pasar por la cocina se dio un golpe en la espinilla con la esquina del congelador.
—¡Ya voy! —gritó. Parecía que estaban golpeando la puerta con un martillo.
Bajó las escaleras a la pata coja, sujetándose la espinilla con una mano, y abrió la puerta el ancho de una rendija. Simon se asomó a la abertura. Tommy vio que llevaba en la mano un martillo de bola y que se disponía a dar otro golpe.
—Compañero —dijo Simon—, tenemos que hablar.
—Estoy durmiendo, Sime. Y Jody también.
—Pues ya estás de pie. Despierta a tu mujercita. Necesitamos desayunar.
Tommy abrió la puerta un poco más y vio a Drew detrás de Simon, con una sonrisa bobalicona y emporrada.
—¡Líder temerario!
Todos los Animales estaban allí. Llevaban bolsas de la compra y esperaban.
Tommy pensó: Así se sintió Anna Frank cuando la Gestapo llamó a su puerta.
Simon entró empujando y Tommy tuvo que dar un salto hacia atrás para que no le tronchara los dedos de los pies.
—¡Eh!
Simon miró los calzoncillos de Tommy, estirados por una erección.
—¿Te acabas de despertar o estabas en plena faena?
—Ya te lo he dicho, estaba durmiendo.
—Eres joven, todavía podría crecerte un poco. No te acomplejes.
Ofendido, Tommy se miró el miembro mientras Simon subía las escaleras como una exhalación, seguido por los demás Animales. Clint y Lash se pararon y lo ayudaron a levantarse.
—Estaba durmiendo —dijo Tommy patéticamente—. Es mi día libre.
Lash le dio unas palmaditas en el hombro.
—Yo hoy me he saltado las clases. Hemos pensado que necesitabas apoyo moral.
—¿Por qué? Estoy bien.
—Anoche vino la policía a buscarte a la tienda. No les dimos tu dirección ni nada.
—¿La policía? —Tommy ya se había espabilado. Oyó que en el loft empezaban a abrirse cervezas—. ¿Para qué me buscaban?
—Pidieron ver tu ficha de entrada y salida. Querían ver si habías estado trabajando unas cuantas noches. No dijeron por qué. Simon intentó despistarlos acusándome de ser el jefe de un grupo terrorista negro.
—Qué amable por su parte.
—Sí, es un encanto. Le ha dicho a Mará, la cajera nueva, que estás enamorado de ella, pero que no te atreves a decírselo.
—Perdónalo —dijo Clint piadosamente—. No sabe lo que hace.
Simon apareció en el descansillo.
—Flood, ¿has drogado a esa zorra? No se despierta.
—¡Salid de la habitación! —Tommy se zafó de Clint y Lash y subió corriendo las escaleras.
Cavuto mordisqueaba un cigarrillo sin encender.
—Opino que deberíamos ir a casa del chico y apretarle las tuercas.
Rivera levantó la vista de un montón de hojas impresas con rayas verdes.
—¿Por qué? Estaba trabajando cuando se cometieron los asesinatos.
—Porque es lo único que tenemos. ¿Qué hay de las huellas del libro? ¿Nada?
—En la tapa había media docena de huellas en buen estado. Pero el ordenador no ha encontrado ninguna coincidencia. Lo interesante es que ninguna de las huellas era de la víctima. No tocó el libro.
—¿Y el chico? ¿Coinciden con las suyas?
—No lo sabemos, nunca le han fichado. Déjalo, Nick. Ese chico no ha matado a nadie.
Cavuto se pasó la mano por la calva como si buscara un chichón que tuviera la solución al enigma.
—Vamos a detenerlo y a tomarle las huellas.
—¿Con qué cargos?
—Se lo preguntaremos a él. Ya sabes lo que dicen los chinos: «Pega a un crío todos los días; si no sabes por qué, él sí lo sabrá».
—¿Nunca has pensado en adoptar, Nick? —Rivera pasó la última hoja y tiró el montón a la papelera que había junto a su mesa—. En los archivos no hay una mierda. Todos los asesinatos sin resolver con pérdida masiva de sangre incluyen mutilaciones. Aquí no hay vampiros.
Durante dos meses habían evitado usar aquella palabra. Allí estaba ahora. Cavuto sacó una cerilla de madera, se la pasó por la suela del zapato y la movió alrededor de la punta del cigarrillo.
—Rivera, no vamos a referirnos a ese tío con esa palabra que empieza por uve. Tú no te acuerdas del Merodeador Nocturno. Bastante tenemos ya con ese rollo del Asesino del látigo que se ha inventado la prensa.
—No deberías fumar aquí dentro —dijo Rivera—. Los comebrotes presentarán una queja.
—Que les den por culo a los comebrotes. No puedo pensar si no fumo. Vamos a echar un vistazo a los violadores. A buscar antecedentes de violación y abuso sexual con extracción de sangre. Puede que ese tipo acabe de licenciarse en asesinato. Luego lo compararemos con las fichas de travestís.
—¿De travestís?
—Sí, quiero descartar ese asunto de la pelirroja. Lo de tener una pista está arruinando nuestro historial impecable.
Cuando se despertó, un olor repugnante le dio en la cara como un calcetín lleno de arena: olía a huevos quemados, a grasa de tocino, a cerveza, a sirope de arce, a humo de marihuana rancio, a güisqui, a vómito y a sudor de hombre. Aquellos olores le trajeron recuerdos de antes del cambio: recuerdos de fiestas de instituto y surfistas borrachos tendidos de bruces en charcos de vómito. Recuerdos de resaca. Así llegados, justo después de una visita de su madre, le dieron vergüenza y asco, y tuvo ganas de dejarse caer en la cama y esconderse bajo las mantas.
Pensó: Creo que hay un par de cosas del hecho de ser humano que no echo de menos.
Se puso unos pantalones de chándal y una camiseta de Tommy y abrió la puerta del dormitorio. En la cocina parecía haber encallado el trasatlántico Gran Tortita. Todas las superficies horizontales estaban cubiertas de pecios de desayuno. Jody pasó entre los desperdicios con cuidado de no dar una patada a ningún plato, sartén, taza o bote de cerveza de los muchos que cubrían el suelo de la cocina. Más allá del congelador y la encimera divisó al único superviviente del naufragio.
Tommy yacía despatarrado sobre el futón, con una botella de güisqui vacía junto a la cabeza. Estaba roncando.
Jody se quedó allí un momento, repasando sus opciones. Por un lado, quería montar en cólera; despertar a Tommy y gritarle por violar la santidad de su hogar. Un ataque de ira justificado resultaba muy tentador. Por otro lado, Tommy siempre había sido considerado. Y además lo limpiaría todo. Y a ella no se le ocurriría mejor castigo que la resaca que iba a tener ni aunque estuviera una semana pensándolo. Además, no estaba tan enfadada. No parecía importarle. Era solo un poco de desorden. Una decisión difícil.
Pensó: ¡Qué caramba!, si no hay ofensa, no hay castigo. Le haré café y lo miraré como diciendo «estoy muy decepcionada contigo».
—Tommy —dijo. Se sentó al borde del futón y lo zarandeó suavemente—. Cariño, despierta. Has destrozado la casa y necesito que sufras por ello.
Tommy abrió un ojo inyectado en sangre y soltó un gruñido.
—Mareo —dijo.
Jody oyó un chapoteo convulso en el estómago de Tommy y sin pensárselo dos veces lo agarró por debajo de los sobacos y lo arrastró por la habitación, camino del fregadero de la cocina.
—¡Oh, Dios mío! —se lamentó Tommy, y lo que fuera a decir quedó sofocado por el ruido que hizo su estómago al vaciarse en el fregadero. Jody lo sostenía, sonriendo con la satisfacción de la sobria justiciera.
Después de unos segundos de arcadas, Tommy jadeó y la miró. Las lágrimas le corrían por la cara. Su nariz goteaba hilillos de baba.
Jody dijo alegremente:
—¿Te preparo una copa?
—¡Oh, Dios mío! —Volvió a hundir la cabeza en el fregadero y las convulsiones empezaron de nuevo. Jody le dio palmaditas en la espalda mientras decía «pobrecillo» hasta que él volvió a levantarse para respirar.
—¿Te apetece desayunar? —preguntó.
Tommy volvió a hundirse en el fregadero.
Al cabo de cinco minutos las náuseas disminuyeron y Tommy quedó colgado del borde del fregadero. Jody abrió el grifo y le mojó la cara.
—Parece que los chicos y tú os habéis dado una fiestecita esta mañana, ¿eh?
Tommy asintió con la cabeza, sin mirarla.
—Intenté que no entraran. Lo siento. Soy una basura.
—Sí, cariño. —Le revolvió el pelo.
—Lo limpiaré todo.
—Sí, lo harás —dijo ella.
—Lo siento de veras.
—Sí. Ya. ¿Quieres que volvamos al futón y nos sentemos?
—Agua —respondió Tommy.
Jody llenó un vaso de agua y lo sujetó mientras él bebía; luego, cuando el agua volvió a subir, puso a Tommy de cara al fregadero.
—¿Has acabado ya? —preguntó.
Él dijo que sí con la cabeza.
Jody lo llevó a rastras al cuarto de baño y le lavó la cara, restregándosela con un poquitín de rabia, como una madre furiosa que administrara un baño abrasivo a un bebé cubierto de chocolate.
—Ahora ve a sentarte, que voy a preparar café.
Tommy volvió tambaleándose al cuarto de estar y se dejó caer en el futón. Jody encontró los filtros de la cafetera en el armario y se puso a hacer café. Abrió el armario para buscar una taza, pero los Animales las habían usado todas. Estaban desperdigadas por el loft, volcadas o medio llenas de güisqui diluido en hielo derretido.
¿Hielo?
—¡Tommy!
Él gruñó y se agarró la cabeza.
—No grites.
—Tommy, ¿habéis usado el hielo del congelador?
—No lo sé. El barman era Simon.
Jody quitó de un manotazo los platos y las cacerolas de la tapa del congelador y lo abrió. Las bandejas de hielo, las que había comprado Tommy para el experimento de la bañera, estaban vacías y dispersas dentro del congelador. La cara escarchada de Peary la miraba fijamente. Cerró la tapa de golpe y cruzó la habitación hecha una furia.
—Maldita sea, Tommy, ¿cómo has podido tener tan poco cuidado?
—No grites. Por favor, no grites. Lo recogeré todo.
—¿Recogerlo todo? Y una mierda. Alguien ha hurgado en el congelador. Han visto el cuerpo.
—Creo que voy a vomitar.
—¿Entraron en la habitación mientras estaba durmiendo? ¿Me vieron?
Tommy se mecía como si la cabeza fuera a rajársele en cualquier momento y se fueran a desparramar sus sesos por el suelo.
—Tenían que ir al baño. No pasa nada. Te tapé para que no te diera la luz.
—¡Serás idiota! —Agarró una taza de café y se preparó para tirársela, pero se contuvo. Tenía que salir de allí o acabaría haciéndole daño. Temblaba cuando dejó la taza sobre la encimera.
—Voy a salir, Tommy. Limpia todo esto. —Se dio la vuelta y entró en el dormitorio para cambiarse.
Cuando volvió a salir, todavía temblando de furia, Tommy estaba de pie en la cocina y parecía arrepentido.
—¿Volverás antes de que me vaya a trabajar?
Ella lo miró con rabia.
—No lo sé. No sé a qué hora voy a volver. ¿Por qué no has puesto un cartel en la puerta: «Entren a ver al vampiro»? Es con mi vida con lo que estás jugando, Tommy.
Él no contestó. Jody dio media vuelta y salió dando un portazo.
—Ya doy yo de comer a tus tortugas —dijo Tommy tras ella.