Solo tardaron cinco minutos en convencer al policía de que Tommy había estado toda la noche trabajando y no había visto nada. Fue Simon quien habló, principalmente. A Tommy le había impresionado tanto ver su libro en manos del policía que no podía responder ni a las preguntas más sencillas. Pudo, sin embargo, convencerlo de que su estupor se debía al hecho de que hubieran encontrado un muerto delante de su casa. A veces no venía mal ceñirse a la imagen del que acababa de caerse de un camión de nabos procedente de Indiana.
Subieron las tortugas por la escalera y dejaron las cajas en el suelo de la cocina.
—¿Dónde está tu mujercita? —preguntó Simon, mirando el enorme congelador.
—Durmiendo, seguramente —contestó Tommy—. Coge una cerveza de la nevera. Voy a ver cómo está.
Tommy abrió la puerta del dormitorio, entró con sigilo y cerró. Pensó: Tengo que sacar a Simon de aquí. Querrá que Jody se levante y…
La cama estaba vacía.
Tommy corrió al cuarto de baño y miró en la bañera, pensando que quizás el amanecer la había pillado allí, pero en la bañera solo había un cerco de óxido. Miró debajo de la cama y, como no encontró más que un calcetín viejo, abrió de un tirón la puerta del armario y apartó la ropa colgada. El pánico le saltó a la garganta y gritó:
—¡No!
—¿Estás bien? —preguntó Simon desde la cocina.
—¡No está aquí!
Simon abrió la puerta.
—Menuda choza tienes, Flood. ¿Has heredado o qué? —dijo Simon. Luego vio la cara de miedo de Tommy—. ¿Qué te pasa?
—No está.
—Bueno, habrá salido temprano a comprar un donut o algo así.
—No puede salir de día —dijo Tommy sin darse cuenta—. Quiero decir que nunca sale temprano.
—No te pongas nervioso. Creía que ibas a enseñarme a leer. Vamos a tomarnos unas cervezas y a leer unos libros, ¿vale?
—No, tengo que ir a buscarla. Podría estar al sol…
—Tranquilo, Flood. Seguro que está bien. Lo peor que puede pasar es que esté con otro tío. Y entonces serías libre. —Cogió un libro del montón que había junto a la cama—. Vamos a leer este. ¿Cuál es? Tommy no le hacía caso. Estaba viendo el cuerpo abrasado de Jody en una cuneta. ¿Cómo había podido permitirlo ella? ¿Es que no miraba el almanaque? Tenía que ir a buscarla. Pero ¿dónde? No se puede registrar una ciudad del tamaño de San Francisco.
Simon volvió a dejar el libro en el montón y se dispuso a salir del dormitorio.
—Vale, chaval, yo me largo. Gracias por la cerveza.
—Está bien —dijo Tommy. Pero al pensar que iba a pasarse el día solo, esperando, le dio otra oleada de pánico—. ¡No, Simon! Espera. Vamos a leer.
—¿El de arriba del montón? —dijo Simon—. ¿Cuál es?
Tommy cogió el libro.
—Lestat el vampiro, de Anne Rice. Me han dicho que es bueno.
—Entonces coge una birra y vamos a culturizarnos.
Sentado a su mesa, con cara de sueño y pinta de haber dormido con el traje puesto, Rivera miraba sus notas. Por más vueltas que les daba, no acababan de tener sentido, no mostraban ninguna pauta. El único vínculo entre las víctimas era cómo habían muerto: sin motivo aparente. El informe de la autopsia tardaría aún doce horas en llegar, pero no había duda de que el asesino era el mismo.
Nick Cavuto entró en la oficina llevando una caja llena de bollos y un ejemplar del San Francisco Examiner.
—Ya le han puesto nombre, esos cabrones. El Examiner lo llama «el Asesino del látigo». En cuanto les ponen nombre, nuestros problemas se duplican. ¿Tienes algo?
Rivera señaló las notas esparcidas sobre su mesa y se encogió de hombros.
—Estoy perdido, Nick. Ni siquiera entiendo mi propia letra. Echa tú un vistazo.
Cavuto cogió un bollo de sirope de arce de la caja y se sentó frente a Rivera. Tomó un puñado de notas y empezó a hojearlas. Luego se detuvo y volvió atrás. Levantó la vista.
—Hablaste con ese tal Flood esta mañana, ¿no?
Rivera estaba mirando los bollos. Se le revolvía el estómago solo de pensar en comerse uno.
—Sí. Vive enfrente de donde encontramos el cuerpo. Trabaja en el Safeway de Marina. Estaba trabajando en el momento del crimen.
Cavuto levantó una ceja.
—Pues también se alojaba en el hostal donde encontramos a la anciana.
—Será una broma.
Cavuto le tendió las notas para que las leyera.
—Lista de huéspedes. Una agente habló con el chico. Dijo que estaba en el trabajo, pero nadie lo confirmó.
Rivera lo miró con aire de disculpa.
—No puedo creer que no me haya dado cuenta. Me pareció un poco escurridizo cuando hablé con él. Era su amigo el que llevaba la voz cantante.
Cavuto recogió los papeles.
—Vete a casa. Dúchate y duerme un rato. Yo voy a llamar al encargado del Safeway para comprobar que el chico estaba trabajando cuando se produjeron los crímenes. Esta noche iremos a hablar con él.
—Vale. Luego le preguntamos cómo les saca la sangre.
Tommy pasó dos horas explicándole a Simon la diferencia entre vocales y consonantes antes de darse por vencido y mandar al vaquero a casa para que encerara su camioneta y viera Barrio Sésamo. Quizás no estaba en las manos de Dios que Simon aprendiera a leer. Quizás tuviera que ser puro instinto, sin nada de inteligencia. En todo casi, Tommy lo admiraba. Simon no se preocupaba por nada, se tomaba las cosas al pie de la letra y tal y como venían. Era como Cassidy, fuerte, libre y sencillo, mientras que Tommy era como Kerouac, superanalítico e introspectivo. Quizás debía incluir a Simon en su relato de la niña que crecía en el sur. El relato en el que se habría puesto a trabajar si no estuviera tan preocupado por Jody.
Se pasó todo el día en el sofá, leyendo Lestat el vampiro hasta que ya no pudo concentrarse; luego empezó a dar vueltas por el apartamento, mirando el reloj y hablando con Peary, que lo escuchaba pacientemente desde el congelador.
—¿Sabes, Peary?, es muy poco considerado por su parte no dejarme una nota. No tengo ni idea de lo que hace mientras estoy en el trabajo. Podría tener una docena de amantes y yo no me enteraría.
Miró ocho veces en el almanaque a qué hora se ponía el sol.
—Ya lo sé, ya lo sé. Hasta que conocí a Jody, no me había pasado nada. Para eso vine aquí, ¿no? Vale, estoy siendo injusto, pero quizá me iría mejor con una chica normal. Jody no entiende que yo no soy como otros tíos. Que soy especial. Soy un escritor. No soporto el estrés tan bien como otras personas. Me lo tomo como algo personal.
Calentó un plato precocinado y dejó abierta la tapa del congelador para que Peary lo oyera mejor.
—Tengo que pensar en el futuro, ¿sabes? Cuando sea un escritor famoso, tendré que irme de viaje para promocionar mis libros. Y Jody no podrá venir conmigo. ¿Y qué voy a decir? ¿«No, lo siento, pero no puedo. Si me voy, mi novia se morirá de hambre»?
Dio unas vueltas alrededor de las tortugas, que forcejeaban en sus cajas. Una de ellas levantó su espinosa cabeza y se le quedó mirando.
—Sé cómo os sentís, chicas. Esperando a que alguien os coma. ¿Creéis que no lo sé?
Cuando no pudo seguir mirándolas a los ojos, las llevó al cuarto de baño. Luego volvió al salón e intentó leer unos cuantos capítulos más de Lestat el vampiro.
—Esto está mal —le dijo a Peary—. Aquí dice que los vampiros no practican el sexo después de convertirse. Claro que solo habla de vampiros varones. ¿Y si Jody ha estado fingiendo? Ya sabes, puede que sea frígida, menos cuando bebe sangre.
Estaba cayendo en un frenesí de inseguridad sexual (una sensación que le resultaba familiar y casi cómoda) cuando sonó el teléfono. Lo arrancó de su soporte.
—Diga.
Una voz de mujer dijo con sorpresa, aunque intentando que no se le notara:
—Hola. Quería hablar con Jody, por favor.
—No está —dijo Tommy—. Está trabajando —añadió rápidamente.
—La he llamado al trabajo y me han dicho que se despidió hace más de un mes.
—Eh, es que tiene un trabajo nuevo. No sé el número.
—Pues seas quien seas —dijo la mujer, prescindiendo de amabilidades—, ¿te importaría decirle que sigue teniendo madre? Y dile también que, si uno cambia de teléfono, es de buena educación decírselo a su madre. Y que necesito saber qué va a hacer estas fiestas.
—Se lo diré —dijo Tommy.
—¿Eres el corredor de bolsa? ¿Cómo era? ¿Kurt?
—No, soy Tommy.
—Pues solo faltan dos semanas para Navidad, Tommy, así que, si sigues por ahí, ya nos veremos.
—Lo estoy deseando —contestó él. Tanto como que me hagan una endodoncia, añadió para sus adentros.
La madre de Jody colgó. Tommy dejó el teléfono y miró su reloj. Solamente quedaba una hora para que se pusiera el sol.
—Está viva —le dijo a Peary—. Estoy seguro. Si ha sobrevivido a su madre, puede sobrevivir a cualquier cosa.
Oía el vapor corriendo por las tuberías, las ratas correteando entre el papel hecho jirones, a las arañas tejiendo sus telas, los pasos de un hombre gordo, y las pisadas almohadilladas y el jadeo de unos perros. Abrió los ojos y miró alrededor. Estaba de espaldas sobre el suelo del sótano, sola. Había cajas de cartón diseminadas por la habitación. Por la ventana rota entraban la luz de la luna y los ruidos que hacía alguien al moverse.
Se levantó y se subió a un cajón de madera para mirar por la ventana. La recibieron un ladrido agudo y un bufido, y la cara gruñona de un perro de ojos saltones con un cazo pegado a la cabeza.
—¡Puaj! —Se limpió la baba de la mejilla. El Emperador se puso de rodillas y metió el brazo por la ventana.
—Santo cielo, ¿estás bien, querida?
—Sí, estoy bien. Estoy bien.
—¿No estás herida? ¿Quieres que llame a la policía?
—No, gracias. ¿Puede echarme una mano? —Podría haber saltado por la ventana, pero no le parecía buena idea delante del Emperador. Lo agarró de la mano y dejó que la ayudara a salir por la ventana.
Cuando estuvo de pie en el callejón, se limpió el polvo de los vaqueros. Holgazán se había puesto a ladrar como un loco. El Emperador cogió al perrillo y lo metió en el enorme bolsillo de su chaqueta.
—Debo disculparme por el comportamiento de Holgazán. No tiene excusa, en realidad, pero es una víctima de la endogamia. Yo, que también soy de la realeza, se lo perdono. Si te sirve de consuelo, ha sido solo por su insistencia por lo que nos hemos aventurado en este callejón y te hemos encontrado.
—Vaya, gracias —dijo ella—. No sé qué ha pasado exactamente.
—Comprueba tus pertenencias, querida. Está claro que te ha asaltado algún rufián. Quizá debamos pedir atención médica.
—No, solo estoy un poco temblorosa. Lo único que necesito es volver a casa.
—Entonces deja que mis hombres y yo te acompañemos hasta la puerta.
—No, no pasa nada. Mi loft está al final del callejón.
El Emperador levantó un dedo para advertirla.
—Por favor, querida. La seguridad es lo primero.
Jody se encogió de hombros.
—Bueno, está bien. Gracias. —Holgazán se retorcía y bufaba dentro del bolsillo abrochado del Emperador como… en fin, como un perro de bolsillo—. ¿Puede respirar ahí dentro?
—No va a pasarle nada. Solo está un poco nervioso desde que entramos en guerra. Es su primera campaña, ¿sabes?
Jody miró la afiladísima espada de madera del Emperador.
—¿Cómo va la batalla?
—Creo que estamos acercándonos a las fuerzas del mal. Venceremos al enemigo y la victoria pronto será nuestra.
—Qué bien —dijo Jody.
Al oír que Jody subía por las escaleras, Tommy tiró el libro al otro lado de la habitación, corrió a la puerta del loft y la abrió de golpe. Jody estaba en el descansillo.
—Hola —dijo.
Tommy no sabía si tomarla en sus brazos o empujarla escaleras abajo. Se quedó parado.
—Hola —dijo.
Jody le dio un beso en la mejilla y entró en el loft. Él se quedó allí, intentando decidir qué hacer.
—¿Estás bien? —Después de asegurarse de que no estaba herida, le echaría una buena bronca por pasar fuera todo el día.
Jody se dejó caer en el futón como un saco de trapos.
—He pasado una noche horrorosa.
—¿Dónde has estado?
—En un sótano, a media calle de aquí. Te habría llamado, pero estaba muerta.
—Eso no tiene gracia. Estaba preocupado. Anoche encontraron un muerto aquí enfrente.
—Lo sé, justo antes de que amaneciera vi que la calle estaba llena de policías. Por eso no pude entrar.
—La policía tenía mi ejemplar de En el camino metido en una bolsa. Creo que me he metido en un lío.
—¿Llevaba tu nombre puesto?
—No, pero está claro que mis huellas están por todas partes. ¿Cómo llegó allí?
—Lo puso el vampiro, Tommy.
—¿Y cómo lo consiguió? Estaba aquí, en el loft.
—No lo sé. Está intentando asustarnos. Deja los muertos cerca de nosotros para que la policía nos relacione con los asesinatos. No tendría por qué dejar ningún cadáver, Tommy. Está matando a esa gente para que queden pruebas.
—¿Qué quieres decir con que no tendría por qué dejar ningún cadáver?
—Ven aquí, Tommy. Siéntate. Tengo que contarte una cosa.
—No me gusta ese tono. Es una mala noticia, ¿a que sí? Me vas a dejar plantado, ¿verdad? Estuviste con otro anoche.
—Siéntate y cállate, por favor.
Tommy se sentó y Jody se lo contó todo. Le habló del chico al que había matado, de cómo se había convertido en polvo y de cómo alguien la había metido a rastras en el sótano.
Cuando acabó, Tommy se quedó un rato mirándola. Luego se apartó de ella sin levantarse del futón.
—¿Le quitaste el dinero a ese chico?
—Me pareció mal tirarlo.
—¿Y matarlo no?
—No. No puedo explicarlo. Me dio la impresión de que era lo que tenía que hacer.
—Si tenías hambre, podías habérmelo dicho. No me importa, de verdad.
—No es eso, Tommy. Mira, no sé dónde encasillar esto. Emocionalmente, quiero decir. No tengo la sensación de haber matado a nadie. Lo que intento decirte es que su cuerpo se convirtió en polvo. No había cadáver. La gente a la que está matando el vampiro no se muere porque les muerda. Les está rompiendo el cuello antes de que mueran. Lo está haciendo a propósito, para asustarme. Y tengo miedo de que te haga daño a ti. Hace mucho tiempo que lo sospecho, pero no quería decirte nada. Si quieres marcharte, lo entenderé.
—Yo no he dicho nada de marcharme. No sé qué hacer. ¿Cómo te sentirías tú si te dijera que he matado a alguien?
—Depende. Ese chico quería morir. Estaba sufriendo. Iba a morirse de todos modos.
—¿Tú quieres que me vaya?
—Claro que no. Pero necesito que intentes entenderlo.
—Lo estoy intentando. No paro de intentarlo. ¿Por qué crees que he hecho todos esos experimentos? Te comportas como si esto fuera fácil para mí. He pasado todo el día hecho polvo, preocupado por ti, y estabas a un paso de aquí, en un sótano. ¿Y qué me dices de eso? ¿Quién te metió en el sótano?
—No lo sé.
—El que fuera te salvó la vida. ¿Fue el vampiro?
—Ya te he dicho que no lo sé.
Tommy cruzó la habitación y recogió el ejemplar de Lestat el vampiro.
—Este tío, Lestat, nota cuando hay otro vampiro cerca. Lo intuye. ¿Tú también lo intuyes?
—Sí, por eso tenemos un muerto en el congelador. No, no lo intuyo.
Tommy levantó el libro.
—Aquí dentro está la historia completa de la raza de los vampiros. Creo que la tal Anne Rice conoce a un vampiro de verdad o algo así.
—Lo mismo pensaste de Bram Stoker. Y me pasé una hora de pie encima de una silla intentando convertirme en murciélago.
—No, esto es distinto. Lestat no es malo. Le gustan los humanos. Solo mata a asesinos sin remordimientos. Nota cuando hay otros vampiros cerca. Y sabe volar.
Jody se levantó de un salto y le arrancó el libro de la mano.
—Y Anne Rice sabe escribir, Tommy, y yo no te lo echo en cara.
—No hay por qué ofender.
—Mira, Tommy, puede que haya algo de verdad en esos libros que estás leyendo, pero ¿cómo sabremos en cuál de ellos? ¿Eh? A mí nadie me dio un puto manual de instrucciones cuando me salieron los colmillos. Lo estoy haciendo lo mejor que puedo.
Tommy apartó los ojos y se puso a mirarse los zapatos.
—Tienes razón, perdona. Estoy confuso y un poco asustado. Y tampoco sé qué estoy haciendo. Dios mío, Jody, puede que ahora tengas sida. No lo sabemos.
—No tengo sida. Lo sé.
—¿Cómo lo sabes? No podemos mandarte a una clínica a que te hagan análisis.
—Lo sé, Tommy. Lo sentiría, si lo tuviera. Excepto a la luz del sol y a la comida, ya no soy alérgica a nada. Las cremas de manos y los jabones a los que antes no podía acercarme sin que me saliera un sarpullido ahora no me afectan. Yo también he hecho un par de experimentos. Mi cuerpo no deja que nada me haga daño. Estoy a salvo. Y además… —Hizo una pausa y sonrió, esperando a que él preguntara.
—¿Y además qué?
—Él llevaba condón.
Tommy volvió a mirarse los zapatos, no dijo nada, luego volvió a levantar la vista y se rió.
—Eso es de pésimo gusto, Jody.
Ella asintió con la cabeza y se echó a reír.
—Te quiero —dijo él, y la tomó entre sus brazos.
—Yo también a ti —contestó ella, devolviéndole el abrazo.
—Estás loca, ¿lo sabías?
—Sí —dijo ella—. Tommy, no quiero romper este bello momento, pero tengo que ducharme. —Le dio un beso, lo apartó suavemente y se fue al cuarto de baño.
—Eh, Jody —dijo Tommy tras ella levantando la voz—. Hoy te he comprado un regalito en el barrio chino.
Esto tiene una explicación, se dijo Jody en el cuarto de baño, mirando a las tortugas. Tiene que haber una razón perfectamente lógica para que haya dos enormes tortugas vivas en mi bañera.
—¿Te gustan? —Tommy estaba en la puerta, a su espalda.
—Entonces ¿son para mí? —Intentó sonreír. De veras que lo intentó.
—Sí, Simon me ayudó a traerlas. Me pareció que no podría traerlas en el autobús. ¿A que son fantásticas?
Jody volvió a mirar la bañera. Las tortugas intentaban subirse la una encima de la otra. Al moverse arañaban la porcelana con las garras.
—No sé qué decir —dijo Jody.
—He pensado que podíamos darles de comer pescado y cosas así, y que así tendrías reservas de sangre en casa. Además de la mía, quiero decir.
Ella se volvió y lo miró. Sí, hablaba en serio. Hablaba muy en serio.
—¿No habrás…?
—Se llaman Scott y Zelda. A Zelda le falta un dedo de la pata trasera. Por eso se las distingue. ¿Te gustan? Pareces un poco reticente.
Un poco, pensó ella. ¿No podías haberme traído flores o joyas, como la mayoría de los chicos? Tenías que decírmelo con reptiles.
—Supongo que no habrás guardado el recibo, por casualidad.
Tommy puso cara de desilusión.
—No te gustan.
—No, están bien. Pero me apetecía darme una ducha. Y no sé si quiero desnudarme delante de ellas.
—Ah —dijo Tommy, animándose—. Entonces me las llevo al cuarto de estar.
Sacó una toalla y empezó a maniobrar en la bañera, intentando coger a Zelda.
—Hay que tener cuidado. Te pueden arrancar un dedo con las garras.
—Ya veo —dijo Jody. Pero no veía nada. La idea de morder a uno de aquellos bichos escamosos le daba muchísimo asco.
Tommy se lanzó hacia delante y levantó a Zelda que, envuelta en la toalla, le lanzaba mordiscos.
—Odia que la cojan.
Zelda rasgó la toalla y la camisa de Tommy al intentar nadar en el aire. Él la dejó en el suelo y preparó la toalla para abalanzarse sobre Scott.
—Lestat puede atraer a los animales cuando tiene hambre. A lo mejor puedes adiestrarlas.
—Deja ya a Lestat, Tommy. No pienso chupar tortugas.
Tommy se volvió hacia ella, resbaló y se cayó en la bañera. Scott le tiró un bocado y estuvo a punto de darle en el brazo, pero solo agarró la manga de su camisa vaquera.
—Estoy bien. Estoy bien. No me ha dado.
Jody lo sacó de la bañera. Scott seguía prendido a su manga y no parecía tener ganas de soltarla.
Las tortugas odian las alturas. Ni siquiera les gusta estar a medio metro del suelo. Esa es la razón principal por la que se han resistido tanto tiempo a la evolución: el miedo a las alturas. Las tortugas se dicen: Sí, ya, primero las escamas se te vuelven plumas y en cuanto te descuidas estás volando y piando y posándote en los árboles. Ya lo hemos visto. Gracias, pero nos quedamos aquí, en el fango, en nuestro sitio. A nosotras no nos veréis estrellarnos de cabeza contra una puerta de cristal.
Scott no soltaría la manga mientras Tommy siguiera de pie.
—Ayúdame —dijo Tommy—. Quítamelo.
Jody buscó un sitio por donde agarrar la tortuga. Alargó el brazo y lo apartó varias veces.
—No quiero tocarla.
Sonó el teléfono.
—Yo lo cojo —dijo, y salió corriendo del cuarto de baño.
Tommy arrastró a Scott hasta la puerta sin acercar los pies a las fauces de Zelda.
—Se me ha olvidado decirte que…
—¿Diga? —dijo Jody al teléfono—. ¡Ah! Hola, mamá.