Los del turno de día les llamaban los Animales. Una mañana, al entrar a trabajar, el gerente de la tienda se encontró a uno de ellos colgado medio desnudo de la gigantesca «S» roja del letrero del Safeway, y a los demás borrachos en el tejado, lanzándole gominolas. El gerente se puso a gritarles y les llamó animales. Ellos prorrumpieron en vítores y brindaron a su salud regándose con cerveza.
Eran ocho, ahora que su líder se había ido. Entraron en la tienda a eso de las once y el gerente les informó que tenían un nuevo encargado:
—Este tío os va a meter en vereda. Ha hecho de todo. Su solicitud tenía cuatro páginas.
A medianoche, los Animales estaban sentados junto a las cajas registradoras de la entrada, hablando de sus preocupaciones mientras compartían una caja de botes de nata montada.
—Que se joda ese listillo del Este —dijo Simon McQueen, el mayor—. Yo voy a hacer mis cincuenta cajas por hora, como siempre, y si quiere más, que las haga él. —Tomó una chupada de óxido nitroso del bote de nata montada y añadió con voz ronca—: Va a durar menos que un pedo en una sartén caliente.
Simon tenía veintisiete años y era musculoso y tenso como la cuerda de un banjo. Tenía las facciones afiladas, la piel picada de viruelas y una gran mata de pelo castaño que se retiraba de la cara con un pañuelo y un Stetson negro. Se las daba de vaquero y de poeta, pero nunca había estado a tiro de revólver de un caballo, ni de un libro.
Jeff Murray, estrella del baloncesto malograda, sacó un bote de nata montada de la caja y dijo:
—¿Por qué no ascendieron a uno de nosotros cuando se fue Eddie?
—Porque no tienen ni puta idea de nada —contestó Simon—. Bote arriba —añadió rápidamente.
—Seguramente hicieron lo que les pareció mejor —dijo Clint, que era miope y cristiano renacido desde hacía tres meses. Como a él lo habían perdonado después de diez años de abuso de estupefacientes, estaba ansioso por perdonar al prójimo.
—Bote arriba —repitió Simon dirigiéndose a Jeff, que había puesto boca abajo el bote de nata montada y estaba apretando la boquilla. Jeff sorbió un buen chorro de nata montada que le llenó la boca y la garganta, se le salió por la nariz y le provocó tal ataque de tos que se le puso la cara azul.
Drew, el proveedor de marihuana del grupo y, por tanto, oficial médico, le asestó un fortísimo golpe en el plexo solar, y el ex pívot escupió un pegote de nata montada del tamaño aproximado de un bebé. Jeff cayó al suelo, boqueando. El pegote aterrizó sano y salvo en la caja seis.
—Funciona igual de bien que la maniobra de Heimlich. —Drew sonrió—. Y no hace falta sobar a nadie.
—Ya le he dicho que levantara el bote —dijo Simon.
Se oyó un toquecito en el escaparate delantero y al volverse vieron a un chaval flaco, con el pelo oscuro, vaqueros y camisa de franela esperando junto a la puerta cerrada. Llevaba una pistola para poner precios colgada de la cadera derecha.
—Ahí está ese listillo.
Simon fue a abrir la puerta. Clint cogió la caja de nata montada y la metió debajo de una caja registradora. Los otros escondieron sus botes donde pudieron y se quedaron de pie junto a las cajas, como si esperaran una inspección. Intuían el fin de una era. Se acabaron los Animales.
—Tom Flood —dijo el nuevo, tendiéndole la mano a Simon.
Simon no se la estrechó; se quedó mirándola hasta que el nuevo la retiró, avergonzado.
—Yo soy Sime; este es Drew. —Simon le hizo señas de que entrara y cerró la puerta tras él—. Voy a darte una tarjeta de fichar.
El nuevo siguió a Simon a la oficina, pero se paró a mirar el pegote de nata montada de la caja seis y luego miró a Jeff, que seguía boqueando en el suelo.
—Hay que levantar el bote —le dijo.
Simon levantó una ceja mirando al resto de la tripulación; luego llevó al nuevo a la oficina. Mientras hurgaba en los cajones en busca de una tarjeta nueva, el nuevo dijo:
—Bueno, Sime, ¿tú juegas a los bolos?
Simon levantó la mirada y estudió la cara del nuevo. Aquello podía ser una trampa. Dio un paso atrás y se puso en guardia como un pistolero a mediodía.
—Sí, juego a los bolos.
—¿Qué usas?
—Me gustan los pavos Butterball de cinco kilos.
—¿Con red o sin red?
—Sin red —dijo Simon.
—Sí, las redes son para abuelitas. A mí me gustan los de cinco kilos y medio asados en su propio jugo. —Tommy le sonrió.
Simon le devolvió la sonrisa y le tendió la mano.
—Bienvenido a bordo. —Le dio una tarjeta y salió con él de la oficina. Fuera esperaba la tripulación—. El del suelo es Jeff, del pasillo de mezcla para tartas. Juega al baloncesto. Drew, congelados y marihuana. Troy Lee, pasillo de vidrio y experto en kung-fu. —Troy Lee, bajo y musculoso, vestido con una chaqueta de raso negro, se inclinó ligeramente.
—Clint —continuó Simon—, cereales y zumos. Es amiguete de Dios. —Clint era alto y delgado, tenía el pelo negro y rizado, gruesas gafas de pasta negra y una sonrisa bobalicona, aunque beatífica.
Simon señaló a un recio mexicano que llevaba camisa de franela.
—Gustavo hace los suelos y tiene catorce hijos.
—Cinco niños*[3] —puntualizó Gustavo.
—Perdona, joder —dijo Simon—. Cinco hijos. —Avanzó por la fila hasta llegar a un tipo bajito y con poco pelo, vestido de pana—. Barry se encarga de los jabones y la comida para perros. Se le cayó el pelo cuando empezó a hacer submarinismo.
—Que te jodan, Sime.
—Ahórrate el esfuerzo, Barry. —Simon siguió adelante—. El moreno es Lash, de leche y productos no alimenticios. Dice que está estudiando dirección de empresas en la universidad de San Francisco, pero en realidad trafica con armas para los Sangre.
—Y Simon quiere ser Gran Dragón del Klan —respondió Lash.
—Ten cuidado o no te ayudo con la tisis de tu máster.
—Con la tesis —lo corrigió Lash.
—Lo que sea.
—¿Tú a qué te dedicas, Sime? —preguntó Tommy.
—Busco a la rubia perfecta de pelo cardado. Tiene que ser esteticién y llamarse Arlene, Karlene o Darlene. Debe tener de pecho exactamente la mitad que de coeficiente intelectual y haber visto a Elvis alguna vez desde su muerte. ¿Conoces a alguna así?
—No. Eso es poner el listón muy alto.
Simon se acercó hasta pegar su nariz a la de Tommy.
—Si la conoces, no te lo calles. Ofrezco una recompensa en metálico y una cinta de vídeo en la que se la vea intentando ahogarme en loción corporal.
—No, en serio, no puedo ayudarte.
—En ese caso, trabajo en el pasillo de latas.
—¿A qué hora llega el camión?
—Dentro de media hora: a las doce treinta.
—Entonces tenemos tiempo de echar una partida.
En el deporte del pavobolo no hay reglas oficiales. El pavobolo no está reconocido por la Asociación Nacional de Atletismo, ni por el Comité Olímpico. No hay torneos profesionales patrocinados por Granjeros Avícolas de América, ni empresas de calzado que fabriquen zapatos de pavobolo. Los mejores jugadores de pavobolo del mundo no han aparecido nunca en una caja de cereales, ni en un programa nocturno de entrevistas. De hecho, hasta que la cadena de deportes ESPN se vio en la necesidad urgente de rellenar las franjas horarias de madrugada entre el tiro de dardos profesional y las reposiciones de fútbol australiano, el pavobolo era un deporte totalmente clandestino, relegado al oscuro sótano deportivo del béisbol de buzón y el derribo de vacas. Pese a la falta de reconocimiento institucional, la hermosa y noble tradición del «lanzamiento de gallinazo» se practica nocturnamente en todo el país gracias al personal de noche de los supermercados.
Clint era el colocador de bolos oficial de los Animales. Como siempre apostaban y su religión le prohibía jugar, le exigían que participara hasta cierto punto para evitar que se chivara a la dirección. Clint colocaba diez botes de jabón líquido Ivory formando un triángulo al fondo del pasillo de alimentos frescos. El mueble de la carne hacía de tope.
El resto de la tripulación se colocaba en fila al final del pasillo, tras elegir sus aves en el mueble de frío.
—Te toca, Tom —dijo Simon—. Vamos a ver qué tal se te da.
Tommy se adelantó y sopesó el pavo congelado con la mano derecha. Sintió en la piel el roce de su gélida energía.
Curiosamente, el tema de Carros de fuego empezó a sonar en su cabeza.
Achicó los ojos, apuntó, dio unos pasos y lanzó el pájaro patinando por el pasillo. La tripulación dejó escapar una exclamación de pasmo colectivo cuando el sabroso proyectil de cinco kilos y medio, asado en su propio jugo y ultracongelado, se estrelló contra los botes de jabón como un tren de mercancías contra un coro de abuelas borrachas.
—¡Pleno! —gritó Clint.
Simon hizo una mueca.
Troy Lee dijo:
—Nadie es tan bueno. Nadie.
—Pura suerte —dijo Simon.
Tommy refrenó una sonrisa y se apartó de la fila.
—¿A quién le toca?
Simon se adelantó y miró pasillo abajo mientras Clint enderezaba los bolos. Tenía un tic nervioso debajo del ojo izquierdo.
Curiosamente, el tema de El bueno, el feo y el malo empezó a sonar en su cabeza.
El pavo pesaba. Simon casi podía sentir el pálpito de tensión de los menudillos: la versión ultracongelada de El corazón delator. Se acercó a la línea describiendo con el pavo un amplio arco hacia atrás y lo lanzó hacia delante con un grito explosivo. El pavo recorrió como un cohete tres cuartas partes del pasillo antes de tocar tierra, chocar con los botes de jabón y estamparse contra la parte de abajo del mueble de la carne, abollando el metal y cortando cables en medio de una lluvia de chispas y humo.
Las luces de la tienda parpadearon y se apagaron. Los enormes compresores que alimentaban el sistema de refrigeración se fueron apagando como aviones moribundos. El aire se llenó de olor a ozono y aislante quemado. Por un momento se hizo un oscuro silencio: los Animales se quedaron inmóviles, sudorosos, como si esperaran el sonido amenazador de un submarino acercándose. El generador de emergencia encendió las luces de seguridad al fondo de los pasillos. La tripulación miró a Simon, que seguía junto a la línea, con la boca abierta, y luego miró al pavo, que asomaba, quemado y renegrido, por un lado del mueble de la carne, como un obús fallido.
Miraron sus relojes; faltaban exactamente seis horas y cuarenta y ocho minutos para reparar los desperfectos y rellenar las estanterías antes de que llegara el gerente y abriera la tienda.
—¡Hora de descanso! —anunció Tommy.
Se sentaron sobre una hilera de carritos a la entrada del supermercado, con la espalda apoyada en la pared, fumando, comiendo y, en el caso de Simon, contando mentiras.
—Esto no es nada —decía Simon—. Una vez, en Idaho, cuando trabajaba en una tienda, incrustamos una carretilla elevadora en el mueble de la leche. Setecientos cincuenta litros de leche por los suelos. La recogimos con la aspiradora y acabamos de meterla otra vez en los cartones diez minutos antes de que abriera la tienda, y nadie se dio cuenta.
Sentado junto a Troy Lee, Tommy intentaba reunir valor para pedirle un favor. Por primera vez desde su llegada a San Francisco tenía la sensación de encajar en alguna parte y no quería tentar su suerte. Aquel era ahora su equipo, aunque hubiera inflado un poco su currículo para conseguir el empleo.
Tommy decidió lanzarse de cabeza.
—Troy, no te ofendas, pero ¿hablas chino?
—Dos dialectos —contestó Troy mientras mascaba un puñado de cortezas de trigo—. ¿Por qué?
—Bueno, es que vivo en el barrio chino. Comparto casa, más o menos, con cinco chinos. Sin ánimo de ofender.
Troy se tapó la boca con la mano, como si lo dejara atónico su audacia. Luego se levantó de un salto, hizo una postura de kung-fu, profirió un cacareo a lo Bruce Lee y dijo:
—¿Vives con cinco chinos? ¿Tú? ¿Un cerdo bárbaro y cara pálida? ¿Un ojiplato? —Sonrió y hurgó en la bolsa en busca de otro puñado de cortezas—. Sin ánimo de ofender.
A Tommy empezó a arderle la cara de vergüenza.
—Perdona. Solo me preguntaba si… Quiero decir que necesito un intérprete. En mi casa pasan cosas raras.
Troy volvió a subirse a los carros.
—No hay problema, hombre. Iremos por la mañana, cuando salgamos. Si es que no nos despiden.
—No nos despedirán —dijo Tommy con una confianza que no sentía—. El sindicato…
—¡Ostras! —lo interrumpió Troy, y lo agarró del hombro—. Mirad eso. —Señaló hacia Fort Masón, al borde del aparcamiento. Una mujer caminaba hacia ellos—. Es un poco tarde para salir —dijo Troy. Y luego, dirigiéndose a Simon, gritó—: ¡Sime, falda a la vista!
—No digas chorradas —dijo Simon, mirando su reloj. Después miró hacia donde señalaba Troy. En efecto, una mujer iba cruzando el aparcamiento hacia ellos. Y, por lo que se veía desde aquella distancia, tenía buen cuerpo.
Simon se bajó de los carritos y se ajustó el Stetson negro.
—Atrás, chicos, esa pelirroja está aquí por una razón, y esa razón es esta. —Se dio unas palmaditas en la bragueta y echó a andar hacia la mujer fingiendo que tenía las piernas arqueadas.
—Buenas noches, cariño, ¿te has perdido o andas en busca de la excelencia?
Jeff, que estaba sentado junto a Tommy, enfrente de Troy, se inclinó y dijo:
—Simon es un as. Liga más que todos los Forty-Niners[4] juntos.
—Pues esta noche no se le está dando muy bien —dijo Tommy.
No oían lo que Simon le estaba diciendo a la mujer, pero era evidente que ella no quería oírlo. Intentó apartarse de él y Simon se le puso delante. Ella se movió en dirección contraria y él le cortó el paso sin dejar de sonreír y parlotear.
—¡Déjame en paz! —gritó la chica.
Tommy se bajó de un salto de los carritos y corrió hacia ellos.
—Eh, Simon, ya vale.
Simon se volvió y la mujer empezó a alejarse.
—Solo nos estábamos conociendo —dijo Simon.
Tommy se paró y le puso la mano en el hombro. Bajó la voz como si fuera a contarle un secreto.
—Mira, tío, tenemos un montón de cosas que hacer. No puedo prescindir de ti toda la noche mientras le enseñas el sentido de la vida a esa nena. Necesito tu ayuda, tío.
Simon lo miró como si acabara de hacerle una confesión.
—¿En serio?
—Por favor.
Simon le dio una palmada en la espalda.
—Eso está hecho. —Se volvió hacia la tienda—. El descanso se ha acabado, tíos. Hay que ponerse manos a la obra.
Tommy lo miró alejarse y luego echó a correr tras la mujer.
—¡Perdona!
Ella se volvió y lo miró con desconfianza, pero esperó a que se acercara. Tommy dejó de correr. Mientras se acercaba a ella, lo sorprendió lo guapa que era. Se parecía un poco a Maureen O’Hara en una de esas películas viejas de piratas. Su mente de escritor entró en acción y pensó: Esta mujer podría partirme el corazón. Con esta mujer, podría estrellarme y arder. Podría perder a esta mujer, beber como un cosaco, escribir poemas profundos y morir tuberculoso en una cuneta por culpa suya.
Aquella no era una reacción extraña en Tommy. La tenía a menudo, principalmente con las chicas que trabajaban en las ventanillas de los restaurantes de comida rápida. Se alejaba en el coche con el olor a patatas fritas y el regusto amargo del desamor en la boca. Normalmente le daba para un cuento, por lo menos.
Estaba un poco jadeante cuando llegó junto a ella.
—Solo quería disculparme por Simon. Es… es…
—¿Un imbécil? —dijo ella.
—Bueno, sí. Pero…
—No pasa nada —dijo ella—. Gracias por venir al rescate. —Se volvió para seguir su camino.
Tommy tragó saliva con esfuerzo. Para aquello había ido a la ciudad, ¿no? ¿Para arriesgarse? Para vivir al límite. Sí.
—Perdona —dijo. Ella se volvió otra vez—. Eres realmente preciosa. Sé que parece una frase hecha. Es una frase hecha. Pero… pero en tu caso es cierto. Gracias. Adiós.
Ella le sonreía.
—¿Cómo te llamas?
—C. Thomas Flood.
—¿Trabajas aquí todas las noches?
—Acabo de empezar. Pero sí. Cinco noches por semana. El turno del cementerio.
—Entonces ¿tienes los días libres?
—Sí, casi siempre. Menos cuando estoy escribiendo.
—¿Tienes novia, C. Thomas Flood?
Tommy volvió a tragar saliva.
—Eh, no.
—¿Sabes dónde está el Enrico’s, en Broadway?
—Puedo encontrarlo. —Confiaba en poder encontrarlo.
—Nos veremos allí mañana por la noche, media hora después de la puesta de sol, ¿de acuerdo?
—Claro, supongo. O sea, seguro. Quiero decir ¿a qué hora es eso?
—No lo sé. Tengo que comprarme un almanaque.
—Vale, entonces. Mañana por la tarde, entonces. Mira, tengo que volver al trabajo. Estamos en mitad de una crisis.
Ella asintió con la cabeza y sonrió.
Tommy arrastró los pies torpemente y luego echó a andar hacia la tienda. Cuando había cruzado la mitad del aparcamiento se detuvo.
—Oye, no sé tu nombre.
—Me llamo Jody.
—Encantado de conocerte, Jody.
—Hasta mañana, C. Thomas —contestó ella levantando la voz.
Tommy le dijo adiós con la mano. Cuando se dio la vuelta, los Animales estaban mirándolo mientras sacudían lentamente la cabeza. Simon puso mala cara, se volvió bruscamente y entró en la tienda hecho una furia.