3 ¡Oh, el amor líquido!

Instantáneas de medianoche: una mujer obesa con una picana eléctrica acosando a un caniche, una pareja de gais maduritos corriendo en chándal de diseño, una universitaria pedaleando en una bici de montaña: el rastro de sus mechones permanentados y un borrón de calor rojo; el murmullo de los televisores dentro de los hoteles y las casas, el ruido de los calentadores y las lavadoras, el viento agitando las hojas de los sicómoros y silbando entre los abetos, una rata saliendo de su madriguera en una palmera: sus garras raspando el tronco. Olores: el sudor del miedo de la mujer del caniche, agua de rosas, océano, savia, ozono, grasa, humo de coches y sangre: sangre caliente y dulce como hierro azucarado.

Solo había tres manzanas desde la parada del autobús al edificio de cuatro plantas en el que compartía piso con Kurt, pero a Jody le parecieron kilómetros. No fue el cansancio, sino el miedo lo que alargó la distancia. Creía haber perdido hacía mucho tiempo su miedo a la ciudad, pero allí estaba de nuevo: miraba hacia atrás mientras intentaba darse ánimos para mirar hacia delante y seguir caminando sin echar a correr.

Cruzó la calle al llegar a su manzana y vio el Jeep de Kurt aparcado frente al edificio. Buscó su Honda, pero había desaparecido. Quizá Kurt se lo había llevado, pero ¿para qué? Le había dejado una llave por cortesía. En realidad, se suponía que no debía usarlo. No tenían tanta confianza.

Miró el edificio. Las luces de su apartamento estaban encendidas. Se concentró en el ventanal y oyó la voz de Louis Rukeyser comentando entre retruécanos la semana en Wall Street. A Kurt le gustaba ver cintas grabadas de Wall Street Week antes de irse a la cama. Decía que así se relajaba, pero Jody sospechaba que oír a directores financieros calvos hablando de mover millones excitaba en él una especie de estímulo sexual latente. En fin, si un repunte del Dow Jones levantaba una tienda de campaña en el pantalón de su pijama, por ella bien. El último tipo con el que había vivido pretendía que le hiciera pis encima.

Al empezar a subir las escaleras vio movimiento por el rabillo del ojo. Alguien se había escondido detrás de un árbol. Veía un codo y la punta de un zapato detrás del árbol, incluso en la oscuridad. Pero no fue eso lo que la asustó. No veía el halo de calor. No verlo ahora era tan perturbador como había sido verlo unos minutos antes: había llegado a esperarlo. Fuera quien fuese el que estaba detrás del árbol, estaba tan frío como el propio árbol.

Subió corriendo las escaleras del portal, apretó el timbre y esperó una eternidad a que Kurt respondiera.

—¿Sí? —chisporroteó el portero automático.

—Kurt, soy yo. No tengo llave. Ábreme.

La cerradura zumbó y Jody entró. Miró hacia atrás a través del cristal. La calle estaba desierta. La figura de detrás del árbol había desaparecido.

Subió a todo correr los cuatro tramos de escaleras. Kurt estaba esperándola en la puerta del apartamento. Llevaba puestos unos vaqueros y una camisa Oxford. Tenía treinta años, era rubio, atlético y podría haber sido modelo, pero ansiaba, más que cualquier otra cosa, ser corredor de bolsa en Wall Street. Se ganaba la vida anotando pedidos en una casa bursátil de descuentos y se pasaba el día delante de un teclado, con unos auriculares puestos y trajes que no podía permitirse, viendo pasar el dinero ajeno. Tenía las manos a la espalda para esconder las muñequeras de velero que se ponía por las noches para aliviar el dolor del síndrome del túnel carpiano. No se llevaba las muñequeras al trabajo: el túnel carpiano era cosa de currantes. Por las noches se tapaba las manos, como un niño con aparato dental que temiera sonreír.

—¿Dónde has estado? —preguntó, más enfadado que preocupado.

Jody quería sonrisas y compasión, no reproches. Se le saltaron las lágrimas.

—Me han atacado. Alguien me pegó y me metió debajo de un contenedor. —Alargó los brazos hacia él—. Me quemaron la mano —sollozó.

Kurt le dio la espalda y entró en el apartamento.

—¿Y dónde estuviste anoche? ¿Dónde has estado hoy? Han llamado un montón de veces de tu oficina.

Jody entró tras él.

—¿Anoche? ¿De qué estás hablando?

—La grúa se llevó tu coche, ¿sabes? No encontré la llave cuando pasó la máquina barredora. Vas a tener que pagar para sacarlo del depósito.

—Kurt, no sé de qué estás hablando. Tengo hambre, estoy asustada y tengo que ir al hospital. ¡Me han atacado, maldita sea!

Kurt fingió estar ordenando sus cintas de vídeo.

—Si no querías comprometerte, no debiste venirte a vivir conmigo. Todos los días tengo oportunidades con otras mujeres.

Su madre se lo había dicho: nunca te líes con un hombre más guapo que tú.

—Kurt, mira esto. —Jody levantó su mano quemada—. ¡Mira!

Kurt se volvió despacio y la miró; el cinismo de su expresión se convirtió en horror.

—¿Cómo te has hecho eso?

—No lo sé, me quedé inconsciente. Creo que tengo una lesión en la cabeza. Tengo la vista… Lo veo todo raro. ¿Puedes ayudarme, por favor?

Kurt empezó a describir un círculo cerrado alrededor de la mesa baja, sacudiendo la cabeza.

—No sé qué hacer. No sé qué hacer. —Se sentó en el sofá y empezó a balancearse.

Jody pensó: Este es el que llamó a los bomberos cuando se atascó el váter, y yo le estoy pidiendo ayuda. ¿En qué estaría yo pensando? ¿Por qué me atraen los hombres débiles? ¿Qué me pasa? ¿Por qué no me duele la mano? ¿Como algo o me voy a urgencias?

Kurt dijo:

—Esto es horrible, tengo que levantarme temprano. Tengo una reunión a las cinco. —Ahora que se hallaba por fin en el territorio conocido del interés propio, dejó de balancearse y levantó la mirada—. Todavía no me has dicho dónde estuviste anoche.

Cerca de la puerta donde estaba Jody había un recibidor de roble antiguo. Sobre el recibidor había una maceta de rakú negro ocupada por un filodendro que luchaba por sobrevivir mientras acogía a una colonia de ácaros. Al agarrar la maceta, Jody oyó a los ácaros removerse en sus minúsculas telarañas. Al echar el brazo hacia atrás, vio pestañear a Kurt: sus párpados se movían despacio, como una puerta de garaje eléctrica. Vio que el pálpito del corazón empezaba a hincharle la vena del cuello cuando soltó la maceta. La maceta describió una línea recta por la habitación, arrastrando tras de sí la planta como la cola de un cometa. Los ácaros, confusos, se vieron aerotransportados. El culo de la maceta impactó en la frente de Kurt, y Jody vio como la maceta se abombaba y caía hecha pedazos. La cerámica y la tierra se desperdigaron por la habitación; la planta se dobló sobre la cabeza de Kurt y Jody oyó quebrarse cada uno de sus tallos. Kurt no tuvo tiempo de cambiar de expresión. Cayó hacia atrás en el sofá, inconsciente. En total, había pasado una décima de segundo.

Jody se acercó al sofá y sacudió la tierra de la maceta del pelo de Kurt. Tenía en la frente una brecha en forma de media luna que fue llenándose de sangre mientras Jody miraba. El estómago se le retorció tan violentamente que el dolor la hizo caer de rodillas. Pensó: Se me están hundiendo las tripas.

Oía los latidos del corazón y la respiración lenta y rasposa de Kurt. Por lo menos no lo he matado.

El olor de la sangre le saturaba las fosas nasales, dulce y sofocante. Notó una intensa presión en el paladar y un crujido dentro de su cabeza, como si alguien le estuviera arrancando las raíces de los colmillos. Se pasó la lengua por el paladar y sintió unas puntas afiladas como agujas atravesando la piel: le estaban creciendo dientes nuevos.

No estoy haciendo esto, se dijo mientras se subía sobre Kurt y chupaba la sangre de su frente. Los dientes nuevos se alargaron. Una oleada de placer eléctrico la sacudió y la euforia le dejó la mente en blanco.

Al fondo de su cabeza, una vocecilla gritó ¡no! Cuando hundió los dientes en la garganta de Kurt y empezó a beber. Se oía gemir con cada latido del corazón de Kurt. Aquello era un orgasmo-ametralladora, chocolate negro, agua de un manantial en el desierto, un coro de aleluyas y la caballería al rescate, todo a la vez. Y, mientras tanto, aquella vocecilla seguía gritando ¡no!

Por fin se apartó y cayó rodando al suelo. Se sentó con la espalda apoyada en el sofá y los brazos alrededor de las piernas y apoyó la cara contra las rodillas, estremecida por minúsculas convulsiones de placer. Un calor oscuro y hormigueante atravesaba su cuerpo, como si acabara de salir de un banco de nieve para meterse en un baño de agua caliente.

El calor se disipó lentamente y dejó paso a una tristeza angustiosa: una sensación de pérdida tan duradera y profunda que su peso la embotó.

Conozco esta sensación, pensó. La he sentido otras veces.

Se volvió y, al mirar a Kurt, sintió un poco de alivio al ver que todavía respiraba. No tenía marcas en el cuello, donde lo había mordido. La sangre de la herida de su frente empezaba a coagularse y a formar una costra. El olor de la sangre seguía siendo fuerte, pero ahora le repugnaba como el olor de las botellas de vino vacías una mañana de resaca.

Se levantó y se acercó al cuarto de baño, quitándose la ropa mientras andaba. Abrió la ducha y, mientras el agua corría, se bajó lo que quedaba de sus medias y notó, sin mucha sorpresa, que su mano quemada se había curado por completo. Pensó: He cambiado. Nunca volveré a ser la misma. El mundo se ha movido. Y al pensar aquello volvió la tristeza. He sentido esto antes.

Se metió en la ducha y dejó que el agua hirviendo corriera sobre ella sin fijarse en su roce, ni en su sonido, ni en el colorido del calor y el vapor que giraban en el cuarto de baño en penumbra. El primer sollozo se abrió paso con esfuerzo por su pecho, sacudiéndola, y abrió la senda del dolor. Se deslizó por la pared de la ducha, se sentó sobre las baldosas que el agua había calentado y lloró hasta que el agua empezó a salir fría. Y entonces se acordó de otra ducha a oscuras, cuando el mundo había cambiado.

Tenía quince años y no estaba enamorada, pero amaba la excitación del roce de las lenguas y la aspereza de las manos de un chico sobre sus pechos; amaba la idea de la pasión, y estaba atiborrada del vino dulzón que el chico había robado en un 7-Eleven. Se llamaba Steve Rizzoli (lo cual no importaba, salvo porque ella se acordaría siempre) y era dos años mayor que ella: un chico malo de tres al cuarto, con su pipa de hachís y su tersura de surfista. Sobre una manta, en las dunas de Carmel, le quitó los vaqueros y se lo hizo. Se lo hizo, no lo hizo con ella: ella podría haber estado muerta, para lo que participó. Fue rápido, torpe y vacío, excepto por el dolor, que se prolongó y se hizo más fuerte aún después de volver a casa a pie, llorar en la ducha y tumbarse en su cuarto, donde, con el pelo mojado sobre la almohada, estuvo mirando el techo y sollozando hasta que amaneció.

Al salir de la ducha y empezar a secarse automáticamente pensó: Sentí esto la otra vez, cuando lloré por mi virginidad. ¿Por qué lloro esta noche? ¿Por mi humanidad? Eso es: ya no soy humana y nunca volveré a serlo.

Al darse cuenta, los acontecimientos empezaron a ordenarse. Había estado fuera dos noches y no una. Su agresor la había metido debajo de un contenedor para protegerla del sol, pero por alguna razón su mano había quedado expuesta y se había quemado. Se había pasado el día durmiendo, y al despertar a la noche siguiente ya no era humana.

Era una vampira.

Ella no creía en vampiros.

Se miró los pies sobre la alfombra del baño. Tenía los dedos tiesos como los de un bebé, como si nunca se hubieran doblado o comprimido por llevar zapatos. Las cicatrices que los accidentes de la infancia habían dejado en sus rodillas y codos habían desaparecido. Se miró al espejo y vio que las arrugas diminutas de sus ojos también habían desaparecido, lo mismo que sus pecas. Pero sus ojos eran negros: no se veía ni un milímetro del iris. Se estremeció; luego cayó en la cuenta de que estaba viendo todo aquello a oscuras y encendió la luz del cuarto de baño. Sus pupilas se contrajeron y sus ojos volvieron a ser del mismo llamativo color verde de siempre. Cogió un puñado de su pelo y examinó las puntas. No había ninguna abierta, ninguna rota. Estaba (hasta donde se permitía creer) perfecta. Era una recién nacida de veintiséis años.

Era una vampira. Dejó que la idea se repitiera y se aposentara en su cabeza mientras entraba en el dormitorio y se ponía unos vaqueros y una sudadera.

Una vampira. Un monstruo. Pero no me siento como un monstruo.

Al volver de la habitación al baño para secarse el pelo vio a Kurt tumbado en el sofá. Respiraba rítmicamente y de su cuerpo se alzaba un halo de calor saludable. Jody sintió una punzada de mala conciencia, y la hizo a un lado.

Que se joda, de todas formas nunca me ha gustado. Puede que sea de verdad un monstruo.

Encendió la plancha del pelo que usaba cada mañana para alisarse la melena, luego la apagó y volvió a dejarla en la cómoda. A tomar por culo eso también. Que se jodan las planchas del pelo y los secadores, y los tacones de aguja y el rímel, y las medias especiales anticaída. A la mierda todas esas cosas humanas.

Se sacudió el pelo, cogió su cepillo de dientes y volvió al dormitorio, donde llenó una mochila con vaqueros y sudaderas. Hurgó en el joyero de Kurt hasta que encontró las llaves de repuesto de su Honda.

El radiodespertador que había junto a la cama marcaba las cinco de la madrugada. No me queda mucho tiempo. Tengo que encontrar un sitio donde quedarme, y enseguida.

Al salir se paró junto al sofá y besó a Kurt en la frente.

—Vas a llegar tarde a tu reunión —le dijo. Él no se movió.

Jody recogió del suelo la bolsa del dinero y la guardó en la mochila; luego salió. Ya fuera, miró a un lado y otro de la calle y soltó una maldición. La grúa se había llevado su coche. Tendría que ir a buscarlo al depósito. Pero solo se podía ir de día. Mierda. Pronto amanecería. Pensó en lo que el sol le había hecho a su mano. Tengo que buscar un sitio oscuro.

Corrió calle abajo. Nunca se había sentido tan ligera. En Van Ness entró corriendo en un hostal y aporreó el timbre hasta que un empleado soñoliento apareció tras la ventanilla blindada. Pagó dos noches en metálico y le dio al recepcionista un billete de cien dólares para asegurarse de que no la molestaran bajo ningún concepto.

Una vez en la habitación, cerró la puerta con llave, apoyó contra ella una silla y se metió en la cama.

El cansancio se apoderó de ella de repente cuando el día rompió con una luz rosada sobre la ciudad. Pensó: Tengo que recuperar mi coche. Tengo que encontrar un sitio seguro donde quedarme. Y luego tengo que averiguar quién me ha hecho esto. Tengo que saber por qué. ¿Por qué a mí? ¿Por qué el dinero? ¿Por qué? Y voy a necesitar ayuda. Voy a necesitar a alguien que pueda moverse por ahí de día.

Cuando el sol se asomó al horizonte por el este, ella cayó en el sueño de los muertos.