GEORGE PERMANECIÓ dos días y tres noches en el cuartel general del sargento.
El primer día, el sargento abandonó la casa poco después de amanecer y regresó cuando oscurecía. George pasó un día en la habitación de la planta baja y allí tomó sus comidas con Arthur. No vio al sargento ni a la señorita Kolin. Después de aquella primera noche, ella fue trasladada a otra habitación, en un anexo de la casa, y uno de los centinelas se ocupó de llevarle la comida. Cuando George preguntó si podía verla, Arthur negó con la cabeza.
—Lo siento, amigo. No es posible.
—¿Qué le ha ocurrido?
—Le permito hacer tres suposiciones.
—Quiero verla.
Arthur se encogió de hombros.
—A mí no me importa que la vea o no, pero lo que ocurre es que ella no quiere verle a usted.
—¿Y por qué no?
—El sargento es el único al que ella quiere ver.
—¿Está bien ella?
—Más contenta que unas pascuas —aseguró sonriendo—. Un labio partido, desde luego, y un par de moretones, pero por lo demás radiante como una recién casada. No la reconocería.
—¿Cree que esto va a durar mucho más?
—A mí que me registren. Yo diría que sólo acaba de empezar.
—Después de lo que me ocurrió, la cosa no tiene ningún sentido.
Arthur le miró con una expresión divertida.
—Tengo la impresión de que usted estuvo muy bien criado. Ya le dije que ella había estado buscándoselo, ¿no es verdad? Pues bien, al final lo encontró, y además de veras. Nunca había visto al sargento tan encaprichado con una chica.
—¿Encaprichado?
A George le estaba invadiendo la ira.
—Casi apostaría que ella era virgen —murmuró Arthur—, o al menos que podía hacerse pasar por tal.
—¡Oh, haga el favor de callarse!
—¿Qué ocurre, amigo? ¿Celoso?
—No creo que valga la pena discutir este punto. ¿Se ha dejado ver el coronel Chrysantos?
—¿Se refiere al sheriff y sus valientes? Desde luego. Están todos sentados sobre sus traseros, al otro lado de la frontera. Esperando que ocurra algo.
—O tal vez esperando que aparezcamos la señorita Kolin y yo. Supongamos que la Legación norteamericana se meta en esto y envíe una nota de protesta a Belgrado. En este caso, la situación será bastante difícil para ustedes, ¿no cree?
—Habrá regresado usted a su país antes de que ellos acaben de ponerse de acuerdo y decidan hacer algo. Y cuando usted haya regresado, pensará de nuevo en todo el jaleo que van a armar los de su oficina con respecto al sargento, y acabará diciendo que todo fue un error.
—¿Lo han pensado todo, verdad? Pues no veo por qué han de estar tan trastornados por esto.
—¿No? Entre otras cosas, han detenido a aquel pobre viejo medio chiflado que les llevó hasta aquí. No creo que esto sea muy divertido, ¿verdad?
—¿Cómo lo saben?
—Nos lo han comunicado desde Florina esta mañana.
—¿Cómo?
—No haga preguntas y no se le contarán mentiras. Sin embargo, se lo diré. Los comitadjis han utilizado estos montes durante cincuenta años o más. Poca cosa puede pasar inadvertida en estos lugares si se conocen las vías de comunicación. No olvide que hay macedonios en ambos lados de la frontera. Cuando se trata de un trabajo a pequeña escala como este, los muchachos de Chrysantos no tienen la menor probabilidad de salir airosos.
—¿Qué le ocurrirá al chófer?
—Eso depende. Es un veterano comitadji, y por tanto no dirá quién le dio las órdenes, por más cosas que puedan hacerle. Sin embargo, la situación es desagradable. Él no es el único en Florina, pues está también la vieja tía Vassiotis, por ejemplo. Es posible que se dediquen a ella. Le aseguro que si el sargento no hubiera alterado un poco la situación, me sentiría inclinado a subir y dar a su señorita intérprete otra paliza con mis propias manos.
—¿Y si yo le dijera a Chrysantos que alquilé el coche y dije al viejo adónde habíamos de ir?
—Tal vez le creería. Pero ¿cómo sabía usted a dónde había de ir?
—Diría que usted me lo explicó.
Arthur se echó a reír.
—¿Un abogado listo, verdad?
—¿Le importaría que lo hiciera?
—En lo más mínimo.
—De acuerdo, pues.
Arthur estaba limpiando una pistola. George le miró unos momentos en silencio y, finalmente, dijo:
—Suponiendo que no hubiera surgido el asunto del sargento y su viaje a América, ¿habrían continuado ustedes con el mismo tipo de negocio?
Arthur alzó la vista y denegó con la cabeza.
—No. Creo que ya hemos terminado con él.
—¿Después de haber dado el gran golpe?
—Quizá. Sea como sea, ya era hora de trasladarse a otra parte.
Siguió limpiando la pistola y al cabo de unos momentos George le preguntó:
—¿Han reunido una buena cantidad de dinero?
Arthur le miró, sobresaltado.
—Nunca he conocido a nadie con unos modales tan descorteses —dijo.
—Vamos, Arthur, no hagamos comedia.
Pero Arthur estaba genuinamente escandalizado.
—¿Qué le parecería a usted si yo le preguntara cuánto dinero tiene en el banco? —exclamó indignado.
—Está bien. Entonces, dígame otra cosa. ¿Cómo empezó todo? El sargento se mostró muy discreto a este respecto. ¿Qué le ocurrió finalmente a aquella brigada de Markos que ustedes dos mandaban?
Arthur meneó la cabeza.
—¡Siempre haciendo preguntas! Supongo que es lo propio de un abogado…
—Tengo una mentalidad inquisitiva.
—Pues mi madre a eso lo hubiera llamado simplemente ser un fisgón.
—Olvidemos esto, de momento. Soy el consejero legal del sargento. Entre un hombre y su asesor legal no debe haber secretos.
Arthur pronunció una palabra obscena de cuatro letras y reanudó la limpieza del arma.
Sin embargo, la noche siguiente, los dos volvieron a tocar el mismo tema. George seguía sin haber visto al sargento ni a la señorita Kolin, y en su mente se había forjado una sospecha. Empezó de nuevo su interrogatorio.
—¿A qué hora ha de regresar hoy el sargento?
—No lo sé, amigo. Cuando le veamos, lo sabremos. —Arthur estaba leyendo un periódico de Belgrado que había llegado misteriosamente allí durante el día, pero no tardó en arrojarlo sobre la mesa, disgustado—. Este periódico cuenta una sarta de tonterías —dijo—. ¿Ha leído alguna vez The News of the World? Me refiero al diario de Londres.
—No, no lo he visto nunca. ¿El sargento se encuentra hoy en Grecia o en Albania?
—¿En Albania? —Arthur se echó a reír pero, cuando George abrió la boca para formular otra pregunta, dijo—: Usted me preguntaba ayer qué nos sucedió cuando dejamos de luchar. Nos encontrábamos entonces cerca de la frontera albanesa.
—¿Sí?
Arthur asintió con la cabeza, como quien se entrega a una reminiscencia.
—Debería echar un vistazo al monte Grammos, si alguna vez tiene esta oportunidad —manifestó—. Hay allí unos paisajes espléndidos.
El macizo de Grammos había sido uno de los primeros baluartes de las fuerzas de Markos, y más tarde fue uno de los últimos.
Durante semanas, la posición de la brigada en aquel sector se había deteriorado continuamente. El riachuelo de desertores llegó a convertirse en torrente, y finalmente, en octubre, llegó el día en que fue necesario tomar decisiones importantes.
El sargento llevaba más de catorce horas de pie y la cadera le dolía intensamente, cuando por fin dio la orden de vivaquear para pasar la noche. Más tarde, el oficial que mandaba una de las avanzadillas capturó a dos desertores de otro batallón y los envió al cuartel general de la brigada.
El sargento contempló a los dos hombres, pensativo, y después ordenó que fuesen ejecutados. Cuando se los llevaron, se sirvió un vaso de vino y, con un gesto, indicó a Arthur que hiciera lo mismo.
Bebieron los dos en silencio, y después el sargento volvió a llenar los vasos.
—¿Se le ha ocurrido pensar, cabo —preguntó—, que esos dos hombres pueden haber dado al comandante y al segundo comandante de su brigada un buen ejemplo?
Arthur asintió.
—Lo he estado pensando durante días, sargento. No nos queda ni la menor esperanza.
—No. Lo mejor que nos cabe esperar es que acaben con nosotros matándonos de hambre.
—Ya han empezado a hacerlo.
—No tengo ningún deseo de convertirme en un mártir de la revolución.
—Ni yo tampoco. Hemos cumplido con nuestra tarea, sargento, tan bien como hemos sabido e incluso mejor. Y hemos mantenido la fe. Es más de lo que puedan decir esos hijos de mala madre que mandan en las altas esferas.
—«No confíes en los príncipes». Ya ve que he recordado esta frase. Creo que ha llegado el momento de buscar nuestra independencia.
—¿Cuándo nos largamos?
—Mañana por la noche, lo más tarde.
—Cuando descubran que los dos nos hemos largado, no quedará ni uno de ellos en este lugar. Me pregunto cuántos podrán atravesar las líneas enemigas.
—Los que siempre han conseguido hacerlo, los del tipo comitadji. Estos se esconderán en sus montañas como ya lo han hecho otras muchas veces. Estarán allí cuando los necesitemos.
Arthur le miró sobresaltado.
—¿Cuando los necesitemos? Me había parecido oírle decir algo sobre la independencia.
El sargento llenó de nuevo su vaso antes de contestar.
—He estado pensando, cabo —dijo por fin—, y tengo un plan. Los políticos se han servido de nosotros. Ahora, nosotros nos serviremos de ellos.
Se levantó y, cojeando, se acercó a su macuto en busca de la caja metálica en la que guardaba los puros.
Arthur lo miró con un sentimiento que, según a él le constaba, era algo semejante al amor. Sentía un profundo respeto por la capacidad planificadora de su amigo. A veces surgían cosas sorprendentes de aquella cabeza maciza y dura.
—¿Y cómo servirnos de ellos? —preguntó.
—Tuve esta idea hace varias semanas —explicó el sargento—. Estaba pensando en aquella historia del Partido que en cierta ocasión se nos obligó leer. ¿Lo recuerda?
—Claro. Leí la mía sin cortar siquiera las páginas.
El sargento sonrió.
—Entonces se perdió varias cosas importantes, cabo. Le daré mi ejemplar para que lo lea. —Encendió su cigarro y aspiró voluptuosamente el humo—. Creo que es muy posible que de ser meros soldados pasemos muy pronto a convertirnos en soldados de fortuna.
—La cosa fue muy fácil —dijo Arthur—. El sargento tenía una lista de todos los miembros secretos y simpatizantes del Partido en la zona de Salónica, y elegimos aquellos que trabajaban en bancos y en las oficinas de empresas con grandes nóminas. Después entramos en contacto con ellos y les ofrecimos su gran oportunidad para servir al Partido en un momento de necesidad, tal como explicaba el libro que habían hecho los antiguos bolcheviques. Siempre podíamos decir que los denunciaríamos si se mostraban suspicaces, pero no tuvimos ningún problema de este tipo. Le aseguro que, en cada uno de los trabajos que hemos realizado, hemos tenido un hombre o una mujer en el interior del objetivo, ayudándonos por el honor y la gloria del Partido. —Se echó a reír con una mueca de desprecio—. ¡Moscas de la mermelada, uníos! Estaban impacientes por desembarazarse de la gente para la que trabajaban. Algunos de ellos eran capaces de torturar a sus propias madres si el Partido se lo ordenaba, y además alegrarse de hacerlo. «Sí, camarada. Desde luego camarada. Me alegra poder prestar un servicio, camarada». A veces me entraban ganas de vomitar al oírlos —añadió con una expresión de justo enfado.
—Sin embargo, ustedes sacaron una buena tajada de todo esto ¿no es verdad?
—Tal vez sí, pero a pesar de todo no me gustan las personas que muerden la mano del que les alimenta.
—Seguramente, algunas de estas personas debieron de necesitar un respetable valor para actuar de acuerdo con sus convicciones, hasta el punto de ayudarles a ustedes.
—No estoy muy seguro —contestó Arthur con un semblante hosco—. Si me lo pregunta, le diré que esas convicciones políticas que recomiendan hacerle a otro una fea jugarreta a su espalda, tienen un fondo que resulta bastante falso.
—Es usted todo un moralista, Arthur. ¿Y qué me dice de la jugarreta que practicaban ustedes?
—Yo no pretendo ser mejor de lo que soy. Lo que no soporto es a esa caterva de falsarios. Debería hablar usted con algunos de ellos. Son listos. Conocen todas las respuestas. Demuestran lo que haga falta. Son de esos tipos a los que uno no quiere en su compañía cuando sale de patrulla, porque, si las cosas se ponen feas, son también los primeros que empiezan a mirar a su alrededor hasta encontrar un motivo para soltar las armas y largarse a sus casas.
—¿Tiene el sargento la misma opinión sobre estas cuestiones?
—¿Él? —Arthur se echó a reír—. No. A él no le importa. Verá, yo creo que hay toda clase de personas, y él no. Él cree que sólo las hay de dos clases: aquellas a las que uno quiere tener al lado cuando las cosas se ponen feas, y aquellas cuya compañía no se desea a ningún precio —sonrió adustamente y añadió—: Y créame que sabe elegir al momento.
George encendió su último cigarrillo y, durante unos momentos, estudió pensativo a Arthur. De pronto, la sospecha se convirtió en certeza. Arrugó el paquete vacío y lo arrojó sobre la mesa.
—¿Dónde están, Arthur? —preguntó.
—¿A quién se refiere? —la cara de Arthur era la imagen de la inocencia.
—¡Vamos, Arthur! Dejémonos de triquiñuelas. Sé que la noche pasada estaban aquí, porque oí llegar al sargento alrededor de la medianoche y empezar a hablar con usted. Sin embargo, esta mañana ni él ni la señorita Kolin se encontraban aquí. Al menos, yo no le he visto a él, y a ella no se le ha subido comida. Por consiguiente, ¿dónde están?
—No lo sé.
—Piénselo bien.
—No lo sé, señor Carey, se lo aseguro.
—¿Se ha marchado él definitivamente?
Arthur vaciló y después se encogió de hombros.
—Sí, así es.
George asintió con la cabeza. Lo había sospechado, pero ahora, al saberlo con certeza, la noticia fue un golpe para él.
—Entonces, ¿por qué se me retiene aquí? —quiso saber.
—Necesita tiempo para alejarse.
—¿Alejarse de mí?
—No, alejarse de este país —Arthur se adelantó con un gesto de decisión—. Supongamos, por ejemplo, que usted regresara y Chrysantos le interrogase, y usted se dejara tirar de la lengua. No quiero decir que lo hiciera intencionadamente, pero Chrysantos es un cabrón muy astuto. Como puede ver, la situación podría ser peligrosa.
—Sí, lo comprendo. Ya tenía decidido lo que pensaba hacer, pero creo que hubiera podido decírmelo.
—Me pidió que lo hiciera yo, señor Carey. Había de esperar hasta después de la cena, para mayor seguridad, pero ya no importa que lo sepa ahora. Compréndalo, no había mucho tiempo. Durante días, hemos estado todos nosotros preparados para largarnos. Ayer, él tomó las últimas medidas y sólo regresó para preguntarle a ella si quería marcharse también.
—¿Y ella aceptó?
—Al momento. Se le agarró como una lapa. ¡Es todo un caso!
—¿Y no teme él que ella vuelva a traicionarlo?
Arthur se echó a reír.
—No sea ingenuo, hombre. Durante toda su vida ha estado esperando encontrar un hombre como ese.
—Sigo sin entenderlo.
—Creo que usted es como yo —afirmó Arthur a guisa de consuelo—. Estas cosas prefiero tomármelas con cierta calma. Pero con respecto al dinero…
—Sí… ¿con respecto al dinero?
—Estuvimos hablando él y yo, señor Carey, y llegamos a una conclusión. Él no hubiera podido reclamarlo. Usted lo comprende, ¿verdad? Habló usted de extradición y todas esas cosas, pero esto no es lo más importante. Con extradición o sin ella, todo hubiera salido a la luz y esto no era aconsejable. Él se dispone a comenzar una nueva vida bajo un nuevo nombre, dejando atrás todo lo demás. No dispone de medio millón de dólares ni de nada que se parezca a esta cantidad, pero tiene lo bastante para ir tirando. Si reclamara ese dinero, sería un hombre marcado. Usted lo sabe tan bien como yo.
—Hubiera podido decirme todo esto la primera vez.
—Sólo quería los papeles de su familia, señor Carey, y usted no puede culparle por ello.
—Y a mí me hizo bailar a su antojo para que no le causara ningún problema. Lo comprendo —George suspiró—. Está bien. ¿Cuál va a ser su nuevo nombre? ¿Schneider?
—Vamos, no le guarde rencor, amigo. Él le apreciaba y se siente muy agradecido.
Pasados unos momentos, George le miró fijamente.
—¿Y qué va a hacer usted?
—¿Yo? Bueno, yo también me mantendré a flote. Para mí, la cosa es más fácil por ser británico. Hay muchos lugares a donde puedo ir. Si se me antoja, incluso puedo reunirme con el sargento.
—Entonces, ¿sabe adónde va él?
—Sí, pero lo que no sé es cómo irá. Tal vez se encuentre ya, en este mismo momento, a bordo de un buque en Salónica, pero no lo sé con certeza. Y lo que yo no sé, nadie puede obligarme a decirlo.
—Por lo tanto, sólo se encuentra aquí para cuidar de mí, ¿no es así?
—Bien, además tengo que pagar a los muchachos y, como si dijéramos, recogerlo todo. Ya sabe que soy una especie de capitán ambulante.
Hubo un rato de silencio. Arthur miró a su alrededor, hasta que sus ojos se encontraron con los de George. Trató de sonreír, pero por una vez no lo consiguió.
—Voy a decirle una cosa, amigo —anunció—. Ahora que nos hemos quedado sin el sargento, creo que los dos necesitamos echar un trago especial. En cierta ocasión, nos apoderamos de unas botellas de vino alemán. Las hemos guardado para ocasiones especiales, como esta última noche. ¿Qué le parece si usted y yo nos bebiéramos una botella ahora mismo?
El sol brillaba cuando George despertó la mañana siguiente. Miró su reloj de pulsera y vio que eran las ocho. Las dos mañanas anteriores, Arthur le había despertado, con un estruendo típicamente militar, a las siete.
Escuchó. Reinaba el silencio en la casa, pero fuera de ella el canto de las cigarras era estridente. Se levantó y abrió la puerta de su habitación.
No había ningún centinela a la vista. Era evidente que los «muchachos» habían cobrado ya su soldada.
Bajó por la escalera.
En la habitación que les había servido de comedor, Arthur había dejado una nota y una carta para él.
George leyó primero la nota.
Bueno, amigo, espero que su resaca no sea muy fuerte. Hay aquí una carta que el sargento Schirmer dejó para usted antes de marcharse. Siento no poderle prestar hoy mi navaja de afeitar, ya que es la única que tengo. Cuando quiera regresar a nuestra querida y vieja Civilización, le bastará con atravesar el arbolado, más allá del lugar donde aparcamos el camión, y tomar el camino de la derecha. No puede equivocarse. Se encuentra a menos de un kilómetro y medio. En esta parte, nadie le molestará. No tardará en encontrar una patrulla más allá. Procure hacer cuanto pueda por aquel viejo chófer. Ha sido un placer conocerle. Con mis mejores deseos, Arthur.
La carta del sargento estaba escrita con la letra angulosa de la señorita Kolin.
Apreciado señor Carey:
He pedido a Maria que escriba esta carta en mi nombre, para que el significado de lo que quiero y debo decir sea claro y esté debidamente expresado en su idioma.
En primer lugar, permítame presentarle mis excusas por haberle abandonado de modo tan repentino y descortés, sin despedirme de usted. Sin duda, cuando lea estas líneas, el cabo le habrá explicado la situación y también las razones de mi decisión de no ir con usted a Estados Unidos. Creo que lo comprenderá. Naturalmente, no me ha sido grato tomarla, ya que siempre había deseado ver su país. Tal vez algún día me sea posible hacerlo.
Y ahora, permítame también expresarle mi gratitud, así como a las personas de su oficina que le enviaron aquí. Maria me ha hablado de su tenacidad y su determinación para encontrar a un hombre cuya muerte parecían confirmarle tantas informaciones. Siempre es bueno poder seguir más adelante cuando otros, con menos valentía, se disponen ya a regresar. Lamento que no reciba usted una recompensa más valiosa que mi gratitud. Sin embargo, se la expreso con toda sinceridad, amigo mío. Hubiera sido para mí una satisfacción recibir todo el dinero posible, pero no tan intensa como la que siento ahora al poseer los documentos que usted me entregó.
No puedo pensar en el dinero con una excesiva emoción. Se trata de una suma cuantiosa, pero no creo que tenga nada que ver conmigo. Fue amasada en América por un americano. Y creo que es justo que, si no hay otro heredero aparte de mí, el Estado norteamericano de Pennsylvania disponga de él. Mi verdadera herencia es la información que usted me ha dado sobre mi sangre y sobre mi persona. Muchas cosas han cambiado y Eylau queda distante en el tiempo, pero las cosas pasan de mano en mano a través de los años y el hombre siempre es el mismo. La inmortalidad del hombre radica en sus hijos. Espero tener muchos. Tal vez Maria me los dé. Ella dice que así lo desea.
El cabo me comunica que tendrá usted la amabilidad de hablar discretamente en favor del chófer que fue detenido. Maria pide que, si es posible, le entregue su máquina de escribir y las demás cosas que ella dejó en Florina, para que el hombre pueda venderlo todo y quedarse con el dinero. Su nombre es Douchko. Maria le presenta también sus excusas y le da las gracias. Por tanto, amigo mío, sólo me queda expresarle nuevamente mi agradecimiento y desearle toda clase de felicidades en su vida. Espero que un día volvamos a encontramos.
Muy sinceramente,
FRANZ SCHIRMER
La firma era de su puño y letra, muy clara y pulcra.
George se metió las cartas en el bolsillo, recogió la cartera en su habitación y echó a andar entre los pinos. Era una mañana hermosa y fresca, y el aire olía bien. Empezó a pensar en lo que debería decirle al coronel Chrysantos. El coronel no estaría muy contento, ni tampoco lo estaría el señor Sistrom. De hecho, la situación era de las más desafortunadas.
George se preguntó por qué, pues, se reía para sus adentros mientras seguía caminando hacia la frontera.