11

ACABABA DE AMANECER y las montañas sobre Florina se perfilaban contra el rosado resplandor del cielo, cuando el viejo Renault dejó a George y la señorita Kolin frente al cine donde los había recogido diez horas antes. Siguiendo las instrucciones de George, la señorita Kolin pagó al chófer y convino con él que volviera a buscarlos por la tarde, para hacer el mismo viaje. Regresaron a su hotel en silencio.

Cuando llegó a su habitación, George destruyó la carta que precavidamente había dejado allí para el director, y se sentó para redactar un cable destinado al señor Sistrom.

«RECLAMANTE LOCALIZADO EN EXTRAÑAS CIRCUNSTANCIAS STOP IDENTIDAD MÁS ALLÁ DE TODA DUDA RAZONABLE STOP SITUACIÓN COMPLEJA IMPIDE ACCIÓN DIRECTA PARA PRESENTARSE ÉL EN SU DESPACHO STOP ENVÍO HOY POR CORREO INFORME COMPLETO STOP ENTRETANTO TELEGRAFÍE INMEDIATAMENTE CONDICIONES TRATADO DE EXTRADICIÓN SI LO HUBIERA ENTRE ESTADOS UNIDOS Y GRECIA CON REFERENCIA ESPECIAL ASALTO ARMADO A BANCOS STOP CAREY».

Pensó que ello daría al señor Sistrom algo en que trabajar. Releyó el texto de nuevo, tachando las preposiciones y conjunciones innecesarias, y después lo tradujo al código que habían acordado para los mensajes muy confidenciales. Cuando terminó, miró la hora. Faltaba otra para que se abriera la estafeta de correos. Escribiría al señor Sistrom y enviaría la carta al mismo tiempo que el telegrama. Suspiró. Había sido una noche agotadora, y agotadora en varios aspectos inesperados. Cuando llegaron el café y los panecillos con mantequilla que había encargado al restaurante, se sentó para redactar su informe.

«En mi último informe —comenzó—, le hablé de las pruebas que recibí de Madame Vassiotis y de mi correspondiente decisión en cuanto a regresar lo antes posible. Desde entonces, como habrá sabido por mi cable, el panorama ha cambiado por completo. Yo sabía, desde luego, que las investigaciones encargadas por Madame Vassiotis llegarían a oídos de toda clase de personas que, por una razón u otra, eran consideradas como delincuentes por las autoridades. Lo que desde luego no me esperaba era que llamaran la atención del hombre al que hemos estado buscando. Sin embargo, esto es lo que ocurrió. Hace veinticuatro horas se puso en contacto conmigo un hombre que, según sus afirmaciones, tenía amigos con informaciones que dar con respecto a Schirmer. Después, la señorita Kolin y yo emprendimos un viaje muy incómodo con destino desconocido, hasta un cierto lugar de las montañas, cercano a la frontera yugoslava. Al finalizar el recorrido, nos llevaron a una casa y allí nos encontramos ante un hombre que afirmó ser Franz Schirmer. Después de explicarle la finalidad de nuestra visita, le hice varias preguntas pertinentes, a todas las cuales contestó correctamente. Le pregunté entonces detalles sobre la emboscada en Vodena y sus movimientos subsiguientes. Narró una historia fantástica».

George titubeó y después borró la palabra «fantástica» —al señor Sistrom no le agradaban estos adjetivos— y escribió en su lugar «curiosa».

Y sin embargo, había sido fantástico sentarse allí, a la luz de la lámpara de petróleo, para oír cómo el tataranieto del héroe de Preussisch-Eylau, narraba en su inglés rudimentario, la historia de sus aventuras en Grecia. Había hablado con lentitud, a veces con una leve sonrisa en las comisuras de la boca, y sin dejar de observar y calibrar, con sus agudos ojos grises, a sus visitantes.

George pensó que el dragón de Ansbach debió de ser un hombre de tipo muy similar. Allí donde otros hombres habían de sucumbir ante un desastre físico, individuos como esos dos Schirmer siempre lograrían resistir y sobrevivir. Uno fue herido, depositó su confianza en Dios, desertó y vivió para convertirse en un próspero comerciante. El otro había sido dado por muerto, había depositado su confianza en sí mismo, había mantenido todo su ingenio y sus facultades, y había vivido para seguir luchando.

Sin embargo, en qué se había convertido el sargento Schirmer era una cuestión que el propio sargento no quiso contestar.

Su relato terminó incompletamente en el momento de cerrar Tito la frontera yugoslava, y lo concluyó con unas amargas quejas contra las maniobras de los políticos comunistas que habían derrotado a las fuerzas de Markos. Sin embargo, George abrigaba ya muy pocas dudas acerca de la índole de las subsiguientes actividades del sargento. Estas se habían amoldado a una pauta ya muy antigua. Cuando los ejércitos revolucionarios derrotados se desintegraban, aquellos soldados que temían, por razones políticas, el regreso a sus casas, o que ya no tenían casa a la que regresar, se dedicaban al bandidaje. Y puesto que, evidentemente, ni el sargento ni Arthur eran, para utilizar las palabras del coronel Chrysantos, «simples fanáticos desilusionados de esos que siempre se dejan capturar», sus cosechas en Salónica habían ido a parar, casi con toda certeza, a sus bolsillos, y a los de sus compañeros de amas. Era una situación delicada. Además, aunque sólo fuera para no demostrar una sospechosa falta de curiosidad, él había de invitarles, como fuese, a explicar a su manera la razón de su presencia allí.

Fue Arthur quien rompió el hielo.

—¿No le dije que valdría la pena que viniera, señor Carey? —preguntó triunfalmente cuando calló el sargento.

—Es verdad, Arthur, y le estoy muy agradecido. Y, desde luego, comprendo ahora la razón de tanto secreto. —Miró al sargento—. Yo no tenía idea de que en esta zona todavía proseguía la lucha.

—¿No? —el sargento apuró su copa y la depositó violentamente sobre la mesa—. Es la censura —explicó—. El gobierno oculta la verdad al resto del mundo.

Arthur asintió muy serio.

—Son unos lacayos fascistas-imperialistas —dijo.

—Sin embargo, nada de hablar de política, ¿verdad? —el sargento sonrió mientras llenaba el vaso de la señorita Kolin—. No le interesaría a esta hermosa señorita.

Ella le contestó algo, fríamente, en alemán y la sonrisa del sargento se desvaneció. Por un momento, pareció reconsiderar a la señorita Kolin, y después se volvió hacia George con una sonrisa jovial.

—Llenemos todos nuestros vasos y vayamos al grano —propuso.

—Sí, al grano —dijo George. Les había dado la impresión tranquilizadora de que aceptaba su presentación como simples revolucionarios que todavía siguieran luchando por una causa perdida. Esto bastaba por el momento—. Espero que le agradará saber algo más sobre este asunto, ¿no es verdad, sargento? —añadió.

—Esto es lo que estoy deseando.

—George le explicó la historia del caso desde el comienzo. Durante algún tiempo, el sargento escuchó cortésmente, interrumpiéndole tan sólo para pedir el significado de una palabra legal o de alguna frase que no comprendía. Cuando la señorita Kolin se la traducía al alemán, reconocía el servicio cada vez con una inclinación de cabeza. Parecía casi indiferente, como si estuviera escuchando algo que en realidad no le afectara. Fue cuando George llegó al papel desempeñado en el caso por el relato de las hazañas del primer sargento Schirmer en Eylau, cuando su actitud cambió. De pronto, se inclinó hacia adelante y empezó a interrumpir con preguntas bruscas y formuladas secamente.

—¿Dice usted Franz Schirmer? ¿Entonces aquel viejo tenía el mismo nombre y la misma graduación que yo?

—Sí. Y tenía más o menos la misma edad que tenía usted cuando se lanzó en paracaídas sobre Creta.

—De acuerdo. Prosiga, por favor.

George prosiguió, pero no por mucho tiempo.

—¿Dónde recibió la herida?

—En el brazo.

—Como yo en Eben-Emael.

—No, a él se la hicieron con un sable.

—No importa. Es lo mismo. Siga, por favor.

George siguió hablando. Los ojos del sargento estaban clavados en él, y al poco rato volvió a interrumpirlo.

—¿Comida? ¿De qué comida disponía?

—De unas cuantas patatas heladas que había encontrado en un granero. —George sonrió—. Sepa, sargento, que tengo el relato completo de todo esto, escrito por el segundo hijo de Franz Schirmer, Hans. Es el que emigró a Estados Unidos. Lo escribió para sus hijos, para explicarles que su abuelo había sido un hombre notable.

—¿Lo tiene aquí?

—Tengo una copia en el hotel, en Florina.

—¿Puedo verla?

Ahora, demostraba incluso avidez.

—Desde luego. Puede quedarse con ella. Con el tiempo, probablemente tendrá el original. Creo que todos los papeles de la familia le pertenecen por derecho.

—¡Ah, sí…! Los papeles de la familia —y asintió con la cabeza, pensativo.

—Pero lo que Hans escribió no es, ni mucho menos, toda la historia. Había varias cosas que Franz Schirmer no explicó a sus hijos.

—¿De veras? ¿Qué cosas?

George siguió explicándole entonces el encuentro con Maria, la investigación realizada por Moreton, y el descubrimiento por este de la verdad en los archivos del ejército en Potsdam.

El sargento escuchaba ahora sin interrumpir y, cuando George terminó, guardó silencio durante unos momentos, y con la vista fija en la mesa. Finalmente, levantó la mirada y hubo en su cara una sonrisa de satisfacción.

—Era todo un hombre —dijo a Arthur.

—Uno de los nuestros, desde luego —asintió Arthur—, y además con el mismo nombre y la misma graduación… Los dragones eran…

Pero el sargento se había vuelto otra vez hacia George.

—Y esa Maria… ¿era la madre de mi Urgrossmutter?

—Ciertamente. Su hijo primogénito, Karl, era su Urgrossvater. Pero ya ve la fuerza de nuestro caso al enterarnos del cambio de nombre. El primo hermano de Amelia Schneider era su abuelo Friedrich, este la sobrevivió a ella. ¿Usted lo recuerda?

El sargento hizo un vago gesto de asentimiento.

—Sí, lo recuerdo.

—Legalmente, él heredó el dinero. Usted lo heredará de él a través de su padre. Desde luego, su reclamación habrá de presentarse a través de los tribunales alemanes, o tal vez de los suizos. Es posible que ante todo tenga que pedir papeles de identidad suizos. No lo sé; todo depende de la actitud que adopte el tribunal de Pennsylvania. Desde luego, cabe esperar que la Commonwealth de Pennsylvania pleitee. No sabemos todavía cuál será la actitud de la Custodia de las Propiedades Aliadas. Será una pugna muy dura, pero quiero creer que a usted no le importa esto, ¿verdad?

—No. —Sin embargo, no parecía comprender o prestar una gran atención a lo que George estaba diciendo—. Nunca he estado en Ansbach —dijo lentamente.

—Pues bien, supongo que más tarde tendrá tiempo más que suficiente para ir. Hablemos ahora de la cuestión práctica del asunto. La firma de asesores legales a la que yo represento la constituyen los abogados del administrador de la herencia, por lo que no podríamos actuar personalmente para usted. Deberá contratar a otras personas. Yo ignoro si puede usted o no adelantar dinero para los gastos de llevar este asunto a los tribunales. Serán muy cuantiosos. Si no quiere hacerlo, podemos recomendarle una buena firma que defendería sus intereses sobre una base de contingencia. Explíqueselo todo, señorita Kolin, por favor.

Ella lo hizo y el sargento escuchó con aire ausente y finalmente asintió con la cabeza.

—¿Lo comprende? —preguntó George.

—Sí, lo comprendo. Usted se encargará de todo.

—Está bien. Vamos a ver, ¿cuándo puede trasladarse a Estados Unidos?

George vio que Arthur le miraba súbitamente. Iba a empezar el jaleo.

El sargento frunció el ceño.

—¿Estados Unidos?

—Sí. Podemos viajar juntos si lo desea.

—Pero es que yo no deseo ir a Estados Unidos.

—Pues bien, sargento, si ha de reclamar su herencia, mucho me temo que deba ir —George sonrió—. El caso no puede abrirse sin su presencia.

—Usted ha dicho que su firma lo hará todo.

—Yo he dicho que recomendaríamos un bufete de abogados para que lo representara. Sin embargo, estos no pueden pleitear sin presentar al reclamante. Han de demostrar su identidad y dar una serie de detalles. Tanto el abogado del Estado como el de la Custodia de las Propiedades Aliadas querrán hacerle una gran cantidad de preguntas.

—¿Qué preguntas?

—Toda clase de preguntas. Será mejor que puntualicemos este hecho. Deberá usted justificar cualquier momento de su vida, especialmente a partir del momento en que se le declaró desaparecido.

—Ese es el problema —observó Arthur.

George interpretó con gran habilidad esta observación a su manera.

—Bien, no creo que el sargento tenga ningún motivo de preocupación en este aspecto —dijo—. Se trata puramente de un asunto legal doméstico. El hecho de que él haya tomado parte en una guerra civil aquí, no tiene el menor interés en Pennsylvania. Tal vez tengamos algunas dificultades para conseguir un visado, pero creo que podremos subsanarlas en vista de las circunstancias especiales del caso. Desde luego, los griegos podrían plantearle problemas si quisiera volver aquí después, pero aparte de ello nada más pueden hacer. Al fin y al cabo, no se trata de que haya cometido algún delito por el que pudiera ser objeto de extradición por parte del gobierno griego, ¿verdad? —hizo una pausa—. Será mejor que traduzca esto, señorita Kolin —añadió.

—La señorita Kolin tradujo. Cuando hubo terminado, hubo un tenso silencio. El sargento y Arthur se miraban fijamente con una expresión tensa. Finalmente, el sargento se dirigió de nuevo a George.

—¿Cuánto dinero dice que hay a la vista?

—Bien, quiero ser sincero con usted, sargento. Hasta no tener la seguridad de su identidad, no quise que la cosa resultara demasiado atractiva. Ahora, es mejor que conozca usted todos los hechos. Después de diversas deducciones en concepto de impuestos, hay que pensar que recibirá usted medio millón de dólares.

—¡Puñeta! —exclamó Arthur, y por su parte el sargento lanzó un enérgico juramento en alemán.

—Desde luego, esto sólo si gana usted el pleito. También la Commonwealth persigue ese dinero. Evidentemente, tratarán de demostrar que es usted un impostor y usted habrá de demostrar que no lo es.

El sargento se había levantado con un ademán de impaciencia y se estaba sirviendo otro vaso de vino. George siguió hablando sin hacer pausas.

—Creo que no ha de ser difícil, si lo hacemos todo tal como es debido. Hay numerosas posibilidades. Por ejemplo, suponiendo que por alguna razón se le hubieran tomado las huellas dactilares —mientras servía en el ejército alemán, digo yo— entonces ya no tendrá motivo de preocupación. Por otra parte…

—¡Por favor! —el sargento había alzado la mano—. Por favor, señor Carey, déjeme reflexionar.

—Claro —dijo George—. Perdone mi actitud. Debe causar un efecto impresionante saber que uno es rico. Necesitará algún tiempo para hacerse a la idea.

Reinó de nuevo el silencio. El sargento miró a Arthur y los dos miraron a la señorita Kolin, que esperaba sentada, impasible, con su libreta de notas. Delante de ella, no podían decir lo que pensaban en griego o en alemán. Arthur se encogió de hombros y el sargento suspiró y volvió a sentarse junto a George.

—Señor Carey —dijo—, no puedo decidir inmediatamente. Necesito tiempo. Hay muchas cosas en juego.

George asintió como si hubiera comprendido de pronto la verdadera índole del dilema del sargento.

—Claro. Hubiera debido comprender que, aparte de otras dificultades, esta situación le presenta todo un problema en el aspecto de la ética revolucionaria.

—¿Cómo dice?

La señorita Kolin tradujo rápidamente estas palabras, con una sonrisa sarcástica que desagradó a George. Sin embargo, el sargento no pareció darse cuenta. Asintió con la cabeza, distraídamente.

—Sí, claro. Esto es. He de tener tiempo para pensar en muchas cosas.

George creyó llegado el momento de hablar con una claridad algo mayor.

—Hay un punto que me gustaría dejar en claro —anunció—. Desde luego, si es que no le importa depositar su confianza en mí.

—¿Qué? ¿Un punto?

—¿Las autoridades griegas le conocen por su verdadero nombre?

—Oiga, amigo… —empezó a decir Arthur, con aire de advertencia.

Sin embargo, George le interrumpió.

—No se preocupe, Arthur. Con el tiempo, el sargento habrá de contármelo todo si es que desea que yo pueda serle útil. Usted lo comprende, ¿verdad, sargento?

Este reflexionó durante unos momentos y después asintió.

—Sí. Es una buena pregunta, cabo. Puedo ver sus motivos. Señor Carey, la policía me conoce bajo otro nombre.

—Muy bien, pues. A mí no me interesa ayudar a la policía griega. Lo que a mí me interesa es la entrega de una importante herencia. En el caso de que este alias suyo pudiera ser mantenido al margen de todo procedimiento judicial (y no veo por qué no habría de ser así), ¿ello le facilitaría su decisión?

Los astutos ojos del sargento le miraban fijamente.

—¿No habría en los periódicos fotografías del hombre afortunado, señor Carey?

—Desde luego, habría fotografías en todas las primeras páginas. ¡Oh, ya comprendo! Usted quiere decir que, con nombre o sin nombre, el hecho de haber estado en Grecia habría de llamar la atención aquí, y que estas fotografías le identificarían sin duda alguna, ¿verdad?

—Son muchas las personas que conocen mi cara —explicó el sargento con aire de excusa—. Por consiguiente, ya ve usted que debo reflexionar.

—Sí, lo comprendo —admitió George.

Sabía ahora que el sargento comprendía tan bien como él su posición. Si el robo o los robos en los que había intervenido eran delitos que permitieran la extradición, cualquier tipo de publicidad sería fatal para él. Entre aquellos que reconocerían su rostro, por ejemplo, se contarían los empleados de la sucursal del Banco de Crédito Euroasiático en Salónica. Lo único que el sargento no sabía era que George estaba al corriente de la situación real. Sin duda, llegaría un día en que resultara más seguro ilustrarle sobre este punto, tal vez en el despacho del señor Sistrom, pero de momento lo más aconsejable era la discreción.

—¿Cuánto tiempo necesita para pensarlo, sargento? —preguntó.

—Hasta mañana. Si vuelve mañana por la noche, volveremos a hablar.

—De acuerdo.

—¿Y me traerá también los papeles de mi familia?

—Lo haré.

—Entonces, Auf Wiedersehen.

Auf Wiedersehen.

—¿No olvidará los papeles?

—No, no los olvidaré, sargento.

Arthur les acompañó hasta el camión. Durante el camino guardó silencio. Era evidente que también él tenía muchas cosas en las que pensar. Sin embargo, cuando estuvieron instalados de nuevo en el vehículo y él se disponía a cerrar el toldo de lona, se apoyó en la parte posterior y preguntó:

—¿Le ha gustado el sargento?

—Es un gran tipo; usted debe de apreciarlo mucho.

—Es el mejor amigo del mundo —replicó Arthur—. Yo sólo preguntaba. No me gustaría que le ocurriese algo, ¿comprende lo que quiero decir?

George soltó una risita.

—¿Le gustaría ser el hombre más impopular de Filadelfia, Arthur?

—¿Eh?

—Esto es lo que seré yo si le ocurre algo a Franz Schirmer.

Oh-la-la! Lamento haber dicho nada.

—Olvídelo. Oiga, ¿qué le parece si el viaje de regreso lo tomamos con más calma, sobre todo en aquellas curvas en pendiente?

—De acuerdo, amigo. Usted manda. Haremos lo posible.

La abertura entre el asiento del conductor y la parte posterior del camión quedaba cerrada por una lona y, durante el trayecto de regreso hacia la alcantarilla, George encendió una cerilla para que la señorita Kolin pudiera examinar de nuevo las matrículas falsas. Ella lo hizo con el mayor esmero y asintió con la cabeza. George apagó la cerilla con un gesto de impaciencia. Cualquier esperanza que hubiera podido alimentar en el sentido de que el sargento resultara ser, después de todo, otro simple zelota estilo Phengaros, había quedado abandonada ya desde hacía tiempo. Era absurdo seguir aferrándose a imposibles.

Después de prometerles reunirse con ellos en el mismo lugar, la noche siguiente, Arthur les dejó junto a la alcantarilla. Caminaron hasta el coche, despertaron al viejo, y emprendieron el camino de regreso a Florina.

Aunque era la primera oportunidad que tenían para hablar en privado desde que conocieron al sargento, ninguno de los dos habló durante varios minutos. Fue la señorita Kolin la que por fin rompió el silencio.

—¿Qué pretende hacer? —preguntó.

—Telegrafiar a la oficina pidiendo instrucciones.

—¿No informará a la policía?

—No, a menos que la oficina me lo ordene. En cualquier caso, no estoy ni mucho menos seguro de poder comunicarles algo más que unas vagas sospechas.

—¿Es esta su sincera opinión?

—Señorita Kolin, a mí no me han enviado a Europa para actuar como informador de la policía griega. Me han enviado para encontrar el auténtico beneficiario de la herencia Schneider Johnson y llevarlo a Filadelfia. Pues bien, esto es lo que estoy haciendo. No es de mi incumbencia lo que él sea aquí. Puede ser un bandido, un atracador, un delincuente, un viajante de comercio o el arzobispo metropolitano de Salónica, tanto me da. En Filadelfia, es el legítimo beneficiario de la herencia Schneider Johnson, y lo que sea aquí no afecta en absoluto a su reclamación.

—Pues yo diría que debería afectar considerablemente su valor como testigo en el tribunal.

—Esto será el problema de su abogado, no el mío, y su abogado puede manejarlo como más le agrade. Además, ¿por qué se preocupa tanto?

—Yo pensaba que usted creía en la justicia.

—Y creo en ella. Por esto Franz Schirmer irá a Filadelfia si yo consigo trasladarlo allí.

—¡Justicia! —exclamó ella, con una risita desagradable.

George estaba ya cansado y ahora empezó a enfadarse.

—Vamos a ver, señorita Kolin. Se le ha contratado a usted como intérprete, no como consejero legal ni como mi conciencia profesional. Lo mejor será que cada uno de nosotros se ocupe de sus tareas. De momento, lo único que importa es que, por increíble que ello pueda parecer. Este hombre es Franz Schirmer.

—Es también un alemán del peor tipo —observó ella con semblante hosco.

—No me interesa cuál sea su tipo. Lo único que me importa es el hecho de que exista.

Reinó el silencio durante unos momentos y George creyó que la discusión había terminado, pero al poco rato ella empezó a reírse de nuevo.

—¡Un gran tipo, el sargento! —exclamó con voz burlona.

—Mire, señorita Kolin —empezó a decir él—, he estado muy…

Pero ella ya no le escuchaba.

—¡El muy cerdo! —exclamó con rencor—. ¡Cerdo asqueroso!

George la miró. Ella había empezado a golpearse las rodillas con los puños, sin dejar de repetir la palabra «asqueroso».

—Señorita Kolin, ¿no cree usted que…?

Ella se revolvió hacia él.

—¡Aquella chica en Salónica! ¿Ha oído lo que le hizo?

—He oído también lo que hizo ella.

—Sólo por vengarse después de que él la hubiera seducido. ¿Y a cuántas más habrá tratado de esa manera?

—¿No está hablando a tontas y a locas?

Pero ella no le oyó.

—¿Cuántas víctimas más? —su voz se alzó—. Siempre son las mismas bestias… Matando, torturando, y violando allí donde pasan. ¿Qué saben de ellos los americanos y los británicos? Sus ejércitos no pelean en sus propios países. Pregunte a los franceses acerca de los alemanes en sus calles y en sus casas. Pregunte a los polacos y a los rusos, a los checos, a los yugoslavos. Esos hombres son una auténtica basura en las tierras que pisan. ¡Una basura! Pegando y torturando, pegando y torturando, abusando siempre de su fuerza, hasta que…, hasta que…

Se interrumpió y miró fijamente hacia adelante, como si hubiera olvidado lo que iba a decir. Después, de repente, estalló en ella una tormenta de violentos sollozos.

George se quedó inmóvil, al menos tanto como se lo permitían su turbación y el traqueteo del coche, tratando de recordar cuántas copas le había visto beber desde que salieron de Florina. Le parecía que el vaso de la joven no había estado vacío ni una sola vez mientras se encontraron en el cuartel general del sargento, pero era un detalle que no podía recordar con precisión. Probablemente, lo había llenado una y otra vez. De ser así, seguramente había dado buena cuenta de la mayor parte de una botella de aguardiente de ciruelas, tal como hacía con sus coñacs después de la cena. Él había estado demasiado preocupado para prestarle atención.

Ahora, ella sollozaba casi en silencio. El viejo se había limitado a echar un vistazo hacia atrás y después ya no había mostrado el menor interés. Probablemente, estaba acostumbrado a las escenas de las mujeres. Sin embargo, George no lo estaba. Compadecía a la joven, pero también recordaba su actitud de agrado al oír las anécdotas del coronel Chrysantos, el hombre que sabía «cómo tratar a los alemanes».

Al cabo de un rato, ella se quedó dormida, apoyando la cabeza en sus brazos contra el respaldo del asiento. Cuando despertó, empezaba a amanecer. Durante un rato contempló la carretera, sin advertir que el viento le alborotaba los cabellos, y después sacó un cigarrillo y trató de que funcionara su encendedor. La brisa que soplaba era demasiado intensa para permitirlo y George, que ya estaba fumando, le entregó su cigarrillo para que encendiera el suyo con él. Ella le dio las gracias con toda normalidad y no hizo ninguna referencia a su arrebato. Sin duda lo habría olvidado. George había decidido ya que, con la señorita Kolin, cualquier cosa era posible.

Terminó su informe para el señor Sistrom, lo metió en un sobre y cerró este. Pensó que la estafeta de correos estaría ya abierta, por lo que cogió el informe y el telegrama y bajó por la escalera.

Había dejado a la señorita Kolin delante de su habitación, una hora antes, y ahora, sorprendido, la vio sentada en el café, con los restos del desayuno en la mesa que tenía delante. Se había cambiado de ropa y daba la impresión de haber pasado una noche entregada a un sueño reparador.

—Creí que iba a acostarse —dijo él.

—Usted dijo que se disponía a enviar un cable a su oficina. Estaba esperando para llevarlo a la estafeta de correos. Aquí causan mucha impresión los telegramas, ya que ven muy pocos. No creí que le gustara tratar personalmente este asunto a solas.

—Es muy amable por su parte, señorita Kolin. Aquí lo tiene. También he escrito mi informe. Envíelo por correo aéreo, por favor.

—Desde luego.

La señorita Kolin dejó unas monedas en la mesa para pagar el desayuno y se disponía a atravesar el vestíbulo para salir a la calle, cuando el empleado de la recepción la siguió y dijo algo en francés. George pudo oír la palabra «telephone».

Ella asintió con la cabeza y echó una mirada a George, con una expresión un tanto confusa, le pareció a él.

—Es mi conferencia con París —explicó—. Había telegrafiado a mis amigos que me disponía a regresar a casa. Quería decirle que me retrasaría. ¿Cuanto tiempo cree que necesitaremos?

—Yo diría que dos o tres días. —George se volvió para marcharse, pero añadió—: No está mal eso de conseguir una conferencia con París desde aquí, en sólo una hora.

—Sí.

La vio entrar en la cabina telefónica y empezar a hablar mientras él subía, para dirigirse a su habitación y poder dormir por fin.

A las ocho de la noche, volvieron a encontrarse con el viejo y el Renault, y comenzaron su segundo viaje hacia la madriguera del sargento.

George había dormido profundamente durante la mayor parte del día y tal vez por ello se sentía todavía más cansado. Con la leve esperanza de que hubiera un cable de respuesta enviado por el señor Sistrom, se había levantado a media tarde y bajado para comprobarlo. No se había recibido nada. Se sintió decepcionado, pero no sorprendido. El señor Sistrom necesitaría un tiempo de reflexión y además efectuar ciertas consultas antes de poder enviar una respuesta útil. La señorita Kolin había salido y, al sentarse junto a ella en el coche, observó que el bolso de cuero que llevaba colgado de su hombro parecía más voluminoso que de costumbre. Decidió que habría comprado una botella de coñac con la que fortificarse durante el viaje y esperó, algo inquieto, que no se dedicara a ella con excesivo entusiasmo.

Arthur les estaba esperando en el mismo lugar y tomó las mismas precauciones, encerrándolos en la parte posterior del camión. La noche era todavía más calurosa que la anterior y George protestó.

—¿Sigue siendo necesario todo esto?

—Lo siento, amigo. Debe hacerse.

—Es una medida de prudencia —observó inesperadamente la señorita Kolin.

—Sí, esto es, señorita —Arthur parecía tan sorprendido como George—. ¿Ha traído los papeles del sargento, señor Carey?

—Los he traído.

—Muy bien. Le tenía preocupado la posibilidad de que los olvidara. Está impaciente por conocer toda su historia.

—He traído también una copia de una antigua fotografía suya.

—Conseguirá usted una medalla.

—¿Qué se ha decidido?

—No lo sé. Ayer por la noche estuvimos charlando después de marcharse ustedes, pero…, ya hablará usted con él. ¡Ya hemos llegado! Ahora conviene agarrarse bien. Yo lo tomaré con calma.

Ascendieron por la sinuosa y pedregosa carretera hasta llegar a la casa en ruinas y, ante ella, procedieron a las mismas maniobras rutinarias de la noche anterior. Esta vez, sin embargo, mientras esperaban entre los pinos y Arthur advertía al centinela sobre su llegada, George y la señorita Kolin no tuvieron nada que decirse entre ellos. Arthur regresó y los acompañó hasta la casa.

El sargento les saludó en la entrada, estrechó la mano de George y dedicó un taconazo a la señorita Kolin. Sonreía, pero parecía experimentar una cierta inquietud, como si dudara de sus buenas intenciones. George se sintió aliviado al notar que la señorita Kolin mostraba su aspecto impasible de siempre.

El sargento les condujo hasta el comedor, sirvió unas copas y echó un vistazo a la cartera de George.

—¿Ha traído los papeles?

—Desde luego.

George abrió la cartera.

—¡Ah!

—Y también una foto del dragón —añadió George.

—¿De veras?

—Todo está aquí. —George sacó de la cartera una carpeta que había traído de Filadelfia. En su interior había fotocopias o fotografías de todos los documentos importantes pertenecientes al caso—. El cabo no tuvo tiempo para leer lo más interesante cuando registró mi habitación —agregó con una sonrisa burlona.

Touché —dijo Arthur, sin inmutarse.

El sargento se sentó ante la mesa, con el vaso en la mano y los ojos brillantes, como si estuvieran a punto de servirle un banquete ambrosíaco. George empezó a depositar los documentos, uno por uno, delante de él, explicándole mientras lo hacía el origen y la importancia de cada uno. El sargento asentía mientras escuchaba cada explicación, o se volvía hacia la señorita Kolin para que le interpretase alguna palabra, pero George no tardó en ver que sólo estaba interesado en ciertos documentos, aquellos que se referían directamente al primer Franz Schirmer. Incluso una fotografía de Martin Schneider, el potentado de las bebidas refrescantes que amasó la fortuna que el sargento podía heredar ahora, no le arrancó más que una exclamación cortés. En cambio, las fotocopias del Relato de Hans Schneider, las anotaciones en el registro de la iglesia que se referían al matrimonio de Franz, y los datos sobre el bautizo de Karl los estudió minuciosamente, leyendo en voz alta, en alemán, para sí. La copia de la fotografía del viejo Franz la trató como si fuera una reliquia sagrada. Durante largo rato la contempló sin decir palabra, y después se dirigió a Arthur.

—¿Ha visto, cabo? ¿Verdad que soy igual que él?

—Quítele la barba y es su vivo retrato —admitió Arthur.

Y, desde luego, para el que estuviera enterado del parentesco, no dejaba de haber una gran semejanza entre los dos Schirmer. En las dos caras había la misma expresión enérgica, la misma determinación en las bocas, la misma postura erguida, y, en cuanto a las manos, George pensó que las que agarraban los brazos del sillón en el daguerrotipo y las que sostenían la copia de la fotografía parecían pertenecer al mismo hombre.

Hubo un golpe en la puerta y el centinela asomó su cabeza. Dirigió un gesto a Arthur y este lanzó un suspiro de impaciencia.

—Será mejor que vaya a ver qué quiere —dijo, y salió cerrando la puerta tras él.

El sargento no prestó la menor atención. Ahora sonreía ante el relato de Hans Schneider sobre Eylau y la fotocopia de una página del diario de guerra de los dragones, la que registraba la deserción de Franz Schirmer y que George había colocado ante él. Aquella antigua deserción parecía causarle un especial placer. De vez en cuando, contemplaba de nuevo la fotografía del anciano. George supuso que el hecho de no haber regresado el sargento a Alemania cuando se presentó alguna oportunidad (hubiera podido aprovechar una de las amnistías que se concedieron) había sido una especie de deserción. Posiblemente, lo que ahora le estaba regocijando era la tranquilizadora confirmación, procedente del pasado, de que, contrariamente a las creencias de su infancia, los pecadores no siempre iban al infierno, y los bandidos y los desertores, no menos que los príncipes encantados, podían vivir felizmente después de cometer sus fechorías.

—¿Ha decidido ya lo que piensa hacer? —preguntó George.

El sargento levantó la vista y asintió con la cabeza.

—Sí. Creo que sí, señor Carey. Pero antes me gustaría hacerle unas cuantas preguntas.

—Yo haré todo lo que pueda para… —empezó a decir.

Pero nunca sabría cuáles eran las preguntas del sargento. En aquel momento la puerta se abrió de golpe y Arthur entró en la habitación. Cerró de un portazo, avanzó hasta la mesa y dirigió una mirada aviesa a George y a la señorita Kolin. Tenía las facciones contraídas y la cara grisácea de rabia.

De pronto, arrojó dos pequeños tubos de vivo color amarillo sobre la mesa, delante de ellos.

—Está bien —dijo—. ¿Cuál de los dos lo ha hecho? ¿O han sido los dos?

Los tubos medían unos tres centímetros de longitud, con un grosor de medio centímetro. Parecían cortados en bambú y después coloreados. Las tres personas sentadas alrededor de la mesa los contemplaron y después volvieron a mirar a Arthur.

—¿Qué es esto? —exclamó el sargento.

Arthur lanzó una airada parrafada en griego. George miró a la señorita Kolin. Su cara seguía impasible, pero había palidecido intensamente. Después Arthur dejó de hablar y reinó el silencio.

El sargento cogió uno de los tubos y después miró a George y a la señorita Kolin. Los músculos de su rostro se contrajeron. Con la cabeza, hizo un gesto a Arthur.

—Explíquelo al señor Carey.

—¡Como si él no lo supiera! —los labios de Arthur se estrecharon—. Está bien. Alguien dejó una pista de esas cosas desde la vieja alcantarilla hasta aquí. Una cada cincuenta metros, más o menos, para que alguien pudiera seguirnos. Uno de los muchachos, que subía con una linterna, los descubrió.

El sargento dijo algo en alemán y Arthur asintió.

—He hecho que los demás los recogieran todos antes de volver aquí —miró a George—. ¿Alguna idea sobre quién puede haberlos dejado caer, señor Carey? Encontré uno de estos dos metido entre el toldo y el chasis del coche, de modo que será mejor que no se haga el tonto.

—Tonto o no —contestó George con firmeza—, no sé nada de todo esto. ¿Qué son?

El sargento se levantó lentamente. George pudo ver que una vena latía en su cuello, mientras cogía la cartera de George y examinaba su interior. Después la cerró.

—Tal vez deba preguntárselo a la señorita —dijo.

La señorita Kolin seguía sentada, absolutamente rígida y con la mirada fija ante ella. De pronto, el sargento se agachó, cogió el bolso que ella había dejado en el suelo, junto a su silla.

—¿Me permite? —dijo y, metiendo la mano en él, sacó un ovillo de cordel.

Tiró lentamente del cordel. Apareció un tubo amarillo y después otro, y a continuación un puñado de aquellos tubos, rojos y azules además de amarillos. Eran sartas de cuentas de madera, de las utilizadas para fabricar cortinas. George comprendió entonces que no era una botella de coñac lo que se notaba tanto en el bolso. Empezó a sentirse enfermo.

—¡Muy bien! —el sargento dejó caer las cuentas de cortina sobre la mesa—. ¿Sabía algo de esto, señor Carey?

—No.

—Y creo que es verdad —intervino súbitamente Arthur—. Era esa fisgona la que quería la lona sobre el camión. No quería que él se enterase de lo que ella estaba haciendo.

—¡Por el amor de Dios, señorita Kolin! —exclamó George, enojado—. ¿Qué juego se está trayendo entre manos?

Ella se levantó resueltamente, como si se dispusiera a proponer un voto de censura en una reunión pública, y se volvió hacia George. Ni siquiera dirigió una mirada a Arthur o al sargento.

—Debo explicarle, señor Carey —dijo fríamente—, que en interés de la justicia y en vista de la negativa de usted a tomar medidas en el asunto, consideré mi deber telefonear al coronel Chrysantos en Salónica, e informarle, de parte de usted, de que los hombres que atracaron el Banco de Crédito Euroasiático estaban aquí. Siguiendo las instrucciones de él, he marcado el camino desde la alcantarilla, para que sus tropas pudieran…

El puño del sargento la golpeó de lleno en la boca y la señorita Kolin fue proyectada contra la esquina de la habitación, donde se apilaban las botellas vacías.

George se levantó de un salto, pero al hacerlo el cañón de la pistola de Arthur le hurgó dolorosamente en el costado.

—Quieto, amigo, o tendrá un accidente —dijo Arthur—. Ella se lo ha buscado y ahora va a recibir su merecido.

La señorita Kolin estaba arrodillada y de su labio partido brotaba sangre. Los tres hombres la miraron mientras se levantaba lentamente. De pronto, agarró una botella y la arrojó al sargento. Este no se movió. La botella falló por unos pocos centímetros y se estrelló contra la pared opuesta.

Entonces el sargento se adelantó y golpeó duramente la cara de ella con el dorso de la mano. Ella no había emitido el menor sonido y tampoco lo hizo ahora. Pasado un momento, empezó a levantarse otra vez.

—Yo no puedo tolerar esto —dijo George airadamente, y se dispuso a intervenir.

El cañón de la pistola volvió a hundirse en su flanco.

—Intente algo, amigo, y recibirá un balazo en los riñones. Esto no tiene nada que ver con usted, de modo que cierre la boca.

La señorita Kolin cogió otra botella. Ahora, manaba sangre de su nariz. Se enfrentó de nuevo al sargento.

Du Schuft! —exclamó rabiosamente, y se abalanzó contra él.

El sargento desvió la botella y volvió a golpearla en la cara con el puño. Cuando ella cayó, esta vez no trató de levantarse, sino que permaneció en el suelo, jadeando.

El sargento se dirigió hacia la puerta y la abrió. El centinela que había avisado a Arthur esperaba ante ella. El sargento le ordenó que entrase, señaló a la señorita Kolin y dio una orden en griego. El centinela sonrió y se echó el fusil al hombro. Después avanzó hasta la señorita Kolin y la obligó a levantarse. Ella se tambaleó mientras con una mano trataba de contener la sangre que corría por su cara. El hombre la agarró fuertemente por un brazo y le dijo algo. Sin una palabra, y sin mirar a ninguno de ellos, echó a andar hacia la puerta.

—Señorita Kolin… —George quiso adelantarse.

Ella no pareció advertirlo. El centinela empujó a George a un lado y siguió a la joven hasta que los dos abandonaron la habitación. La puerta se cerró.

Mareado y tembloroso, George se volvió hacia el sargento.

—Tranquilo, amigo —recomendó, Arthur—. Nada de hacer el héroe. Aquí no serviría de nada.

—¿Adónde la llevan? —inquirió George.

El sargento se estaba lamiendo la sangre de uno de sus nudillos. Miró a George, y después, sentándose ante la mesa, sacó el pasaporte del bolso de la señorita Kolin.

—Maria Kolin —leyó—. Francesa.

—He preguntado adónde la llevan.

Arthur se encontraba detrás de él.

—Yo no me haría el duro, señor Carey —aconsejó—. No olvide que usted la trajo aquí.

El sargento estaba examinando el pasaporte.

—Nacida en Belgrado —dijo—. Eslava. —Cerró el pasaporte de golpe—. Y ahora, nosotros charlaremos un rato.

George esperó. Los ojos del sargento se clavaron en los suyos.

—¿Cómo lo descubrió, señor Carey?

George titubeó.

—Suéltelo ya, amigo.

—El camión con el que nos trajo el cabo…, tenía unas ranuras para colocar matrículas falsas, y las matrículas se encontraban en el interior del vehículo. Eran los mismos números que se mencionaron en los periódicos de Salónica.

Arthur lanzó un juramento.

El sargento hizo un gesto de asentimiento con la cabeza.

—¡Está bien! ¿Lo sabían ya la noche pasada?

—Sí.

—Pero usted no ha acudido hoy a la policía, ¿verdad?

—Lo que he hecho ha sido telegrafiar en código a mi oficina para averiguar lo que dice el tratado de extradición entre Estados Unidos y Grecia, acerca de los robos a mano armada en los bancos.

—¿Cómo dice?

Arthur lo explicó en griego y el sargento asintió.

—Bien hecho por su parte. ¿Sabía ella que usted lo había hecho?

—Sí.

—Entonces, ¿por qué se lo ha dicho ella a Chrysantos?

—No le gustan los alemanes.

—¿De veras?

George contempló las manos del sargento.

—Puedo comprender sus sentimientos.

—Cuidado con las palabras, amigo —dijo Arthur.

El sargento sonrió enigmáticamente.

—¿Usted comprende sus sentimientos? No lo creo.

El centinela entró, entregó al sargento una llave con unas breves palabras de explicación y volvió a salir.

El sargento se metió la llave en el bolsillo y se sirvió un vaso de aguardiente de ciruelas.

—Y ahora —dijo—, hemos de pensar qué se debe hacer. Su amiguita está bien segura en una habitación, arriba. Creo que debemos pedirle también que se quede, señor Carey. No se trata de que no confiemos en usted, pero en estos momentos, puesto que usted no comprende, piensa que le gustaría destruir al cabo y a mí. Dentro de un par de días, cuando el cabo y yo hayamos terminado de arreglar nuestros negocios, podrá usted marcharse.

—¿Intenta retenerme aquí por la fuerza?

—Tan sólo si no es usted prudente y se niega a quedarse.

—¿No estará olvidando por qué vine yo aquí?

—No. Le comunicaré mi decisión dentro de dos días, señor Carey. Hasta entonces, se quedará.

—¿Y si yo le digo que, a menos que la señorita Kolin y yo seamos puestos inmediatamente en libertad, tendrá usted tantas posibilidades de heredar como ese centinela que hay ahí afuera?

—Sus colegas de la oficina de Estados Unidos tendrán un gran disgusto. Es lo que me dijo Arthur.

George notó que se le enrojecía el semblante.

—¿Y no se le ocurre pensar que, con pista o sin ella, el coronel Chrysantos no necesitará ahora mucho tiempo para descubrir este lugar? Dentro de un par de par de horas, puede encontrarse rodeado por tropas griegas.

Arthur se echó a reír y el sargento sonrió torcidamente.

—Si ocurre esto, señor Carey. Chrysantos se verá en apuros con su Gobierno. Pero no debe usted preocuparse. Si este malvado coronel viene, nosotros le protegeremos. ¿Un vaso de vino? ¿No? ¿Coñac? ¿No? Entonces, puesto que está usted cansado, el cabo le enseñará dónde puede dormir. Buenas noches.

Le dirigió una inclinación de cabeza y empezó a examinar otra vez las fotocopias, colocando las que más le interesaban en un montón aparte.

—Por aquí, amigo.

—Un momento. ¿Y que le ocurrirá a la señorita Kolin, sargento?

El sargento ni siquiera alzó la vista.

—No debe usted preocuparse por ella, señor Carey. Buenas noches.

Arthur echó a andar y George le siguió, con el centinela cubriendo la retaguardia. Subieron al piso y entraron en una maltrecha habitación donde había un colchón de paja en el suelo. También había un cubo y el centinela trajo una lámpara de petróleo.

—Sólo es para un par de noches, señor Carey —explicó Arthur, como el recepcionista del hotel que se excusa ante un buen cliente que ha llegado inesperadamente—. La colchoneta está muy limpia. El sargento es muy exigente en cuestiones de higiene.

—¿Dónde está la señorita Kolin?

—En la habitación contigua —dijo, con un gesto de su pulgar. Pero no debe preocuparse por ella. Su habitación es mejor que esta.

—¿Qué quería decir el sargento con aquello de que Chrysantos se vería en apuros con el Gobierno?

—¿Si tratara de cercarnos? Pues bien, la frontera griega se encuentra a un kilómetro de distancia. Estamos en territorio yugoslavo. Pensaba que lo habría usted supuesto.

George digirió esta noticia desconcertante mientras Arthur ajustaba la mecha de la lámpara.

—¿Y las patrullas fronterizas?

Arthur colgó la lámpara de un gancho clavado en la pared.

—Usted quiere saber demasiado, amigo —se dirigió hacia la puerta—. En esta puerta no hay cerradura, pero, en caso de que sufra un ataque de sonambulismo, aquí, en ese rellano, hay un centinela muy despierto y aficionado a darle al gatillo. ¿Capta la idea?

—La capto.

—Le llamaré cuando sea la hora del desayuno. Que sueñe cosas bonitas.

Había pasado más o menos una hora cuando George oyó que subía el sargento y decía algo al centinela.

El centinela replicó brevemente. Unos momentos después, George oyó el ruido de una llave que se insertaba en la cerradura de la habitación vecina, aquella habitación, que, según había dicho Arthur, era la de la señorita Kolin.

Con la idea de protegerla, George abandonó rápidamente la colchoneta en la que había estado echado y se dirigió hacia la puerta. No la abrió inmediatamente. Oyó la voz de la señorita Kolin y también la del sargento. Hubo una pausa y después el ruido de la puerta al cerrarse. La llave giró una vez más en la cerradura.

Durante un rato, creyó que el sargento se había marchado y volvió a la esquina donde estaba su colchoneta, pero después oyó de nuevo la voz del sargento, y la de ella. Hablaban en alemán. Se aproximó a la pared y escuchó. Curiosamente, el tono de sus voces era el propio de una conversación normal. Notó una extraña inquietud y su corazón empezó a latir con excesiva rapidez.

Las voces habían cesado, pero no tardaron en oírse de nuevo, aunque más bajas, como si los que hablaban no desearan que les oyera nadie. Después hubo silencio durante largo tiempo. Volvió a echarse en la colchoneta. Pasaron unos minutos y después, en medio del silencio, oyó que la señorita Kolin lanzaba un fiero y estremecedor grito de pasión.

George no se movió. Pasado un tiempo, volvieron a oírse voces que hablaban quedamente. Después nada. Por primera vez sintió el canto de las cigarras en la noche, afuera. Por fin empezaba a comprender a la señorita Kolin.