LAS FUERZAS alemanas que se retiraron de Grecia en octubre de 1944 diferían considerablemente, tanto en número como en calidad, del ejército que había invadido el país poco más de tres años antes. Si el XII Ejército del general Von List, con sus divisiones acorazadas de choque y su palmarés de éxitos en la campaña de Polonia había representado dignamente la fuerza irresistible de la Wehrmacht, las fuerzas de ocupación, que trataban de abrirse paso mientras les quedara abierto algún camino hacia su país, representaban, con la misma exactitud, el agotamiento definitivo que padecía el ejército alemán. Hacía tiempo que se había abandonado, por considerarla un lujo, la anterior práctica de conceder descanso a las tropas de los diversos frentes activos, procurándoles temporadas de servicio como fuerza de ocupación. La División de Líneas de Comunicación, estacionada en la zona de Salónica en 1944, estaba formada, en su mayor parte, por hombres que, por una razón u otra, era considerados como no aptos para el combate; se trataba de supervivientes debilitados del frente ruso, hombres de edad ya avanzada, individuos más bien canijos, y aquellos que, ya fuese a causa de heridas o de enfermedad, pertenecían a categorías médicas muy bajas.
Para el sargento Schirmer, la guerra había terminado aquel día, en Italia, cuando obedeció la orden de un oficial inexperto para efectuar un salto en paracaídas sobre un bosque. La camaradería de los combatientes en un cuerpo de élite había significado mucho para muchísimos hombres. Al sargento Schirmer le había otorgado algo que su crianza siempre le había negado: fe en sí mismo como hombre. Los meses de hospital que siguieron al accidente, el consejo de guerra, el centro de rehabilitación, las revisiones médicas y su envío a Grecia habían representado un amargo epílogo para el único período de su vida en el que había creído ser feliz. Muchas veces había deseado que la rama de árbol que meramente le había roto la cadera, hubiera atravesado su pecho causándole la muerte.
Si el 94.º Regimiento de Guarnición en Salónica hubiera sido el tipo de unidad en la que un soldado como el sargento Schirmer hubiese podido sentir un cierto grado de orgullo, sin duda muchas cosas hubieran sido muy distintas, pero no se trataba de una unidad de la que pudiera enorgullecerse un hombre con cierto respeto por sí mismo. Los oficiales (con unas pocas excepciones, como el teniente Leubner) eran de la clase no utilizable por un ejército, el tipo de oficiales de los que los comandantes de las unidades se apresuran a desembarazarse apenas tienen la oportunidad para ello, y que pasan la mayor parte de su vida prestando servicio en lugares de depósito, en espera de nuevos destinos. Los suboficiales (también con algunas excepciones) eran incompetentes y corruptos. En cuanto a las clases de tropa, constituían una asamblea desorganizada y decrépita de soldados de edad provecta, inválidos crónicos, estúpidos y delincuentes menores. Casi la primera orden que el sargento recibió de un oficial al incorporarse, fue la de quitarse su insignia de paracaidista. Tal fue su presentación en el regimiento y, con el paso del tiempo, aprendió a fortalecerse y consolarse con el desprecio que su unidad le inspiraba.
La retirada alemana en Tracia fue un ejemplo ignominioso. Los soldados del depósito responsables de la tarea administrativa tenían escasa experiencia en el movimiento de tropas en campaña, y todavía menos en lo que se refería a suministrar lo más necesario a las mismas mientras se encontraban en campaña. Unidades como el 94.º Regimiento de guarnición, ya que había más de una, poco podían hacer para compensar las deficiencias. El conocimiento de que las avanzadillas británicas ganaban terreno con rapidez desde el sur, a fin de hostigar la retirada, y que las bandas de andartes actuaban ya, agresivamente, en los flancos, pudo haber conferido urgencia a la retirada, pero con ello también aumento la confusión. Fue la congestión del tráfico, más bien que cualquier planificación brillante de Phengaros, lo que motivó la emboscada en la que cayó el convoy del sargento Schirmer.
Este fue uno de los últimos hombres de su regimiento que abandonó la zona de Salónica. Podía sentir desprecio por su regimiento, pero esto no impedía que hiciera todo lo posible para lograr que la fracción del mismo que él mandaba ejecutara debidamente sus órdenes. Como jefe instructor de armamento, no tenía responsabilidades de patrulla y se encontraba bajo el mando de un oficial de Ingenieros que dirigía un grupo especial de retaguardia. Este oficial era el teniente Leubner, y se le había encomendado efectuar una serie de demoliciones importantes a lo largo del camino de retirada.
El sargento apreciaba al teniente Leubner, que había perdido una mano en Italia, y tenía la impresión de que el teniente le comprendía a él. Entre los dos, organizaron el grupo en dos destacamentos, uno de los cuales fue puesto al mando del sargento. Este impuso un programa implacable a sus hombres y a sí mismo, y consiguió completar su parte de la tarea de acuerdo con la programación estudiada junto con la orden de retirada. Durante la noche del 23 de octubre, su destacamento cargó los camiones que habían de llevarse con ellos y abandonó Salónica. Su horario presentaba una exactitud minuciosa.
Sus órdenes consistían en atravesar Vodena, destruir el depósito de gasolina en la carretera de Apsalos, y después reunirse con el teniente Leubner en el puente, junto a Vodena. Se había previsto que la colocación de las cargas de demolición para el puente exigiría el esfuerzo unido de los dos destacamentos, si había de realizarse según lo programado. La hora de la cita se había fijado para el alba.
Con las primeras luces del alba, el sargento Schirmer se encontraba aquel día en Yiannitsa, a poco más de medio camino en la carretera de Vodena, y trataba desesperadamente de abrir paso para su destacamento a lo largo de una columna de transporte de carros de combate. Los vehículos de transporte hubieran debido encontrarse unos ochenta kilómetros más lejos, pero a su vez se habían visto obstaculizados por una columna de carros tirados por caballos que había llegado por la carretera de Naoussa, con doce horas de retraso sobre lo planificado. El sargento llevaba a su vez dos horas de retraso cuando atravesó Vodena. De haber sido puntual, los hombres de Phengaros no hubieran podido realizar su emboscada por la diferencia de una hora. Durante la noche había llovido y, al salir el sol, el aire se tornó intensamente húmedo; además, el sargento llevaba treinta horas sin dormir. Sin embargo, sentado junto al conductor del primer camión, no le resultaba demasiado difícil mantenerse despierto. La metralleta colocada sobre sus rodillas le recordaba la necesidad de vigilancia y el sordo dolor que sentía en su cadera, sometida a un esfuerzo excesivo, le impedía encontrar una posición confortable. Sin embargo, su fatiga se manifestaba en otros aspectos. Sus ojos, al escrutar una zona de colinas sobre la curva de la carretera por la que estaban ascendiendo, se desenfocaron súbitamente, hasta el punto de que hubo de sacudir la cabeza para aclarar la visión; por otra parte, sus pensamientos erraban con la inconsecuencia propia de un sueño, desde las dificultades de la tarea que estaban desempeñando y los posibles problemas del destacamento que mandaba el teniente Leubner, hasta el ataque contra Even-Emael, hasta una chica con la que se había relacionado en Hannover, y después, con inquietud, hasta el momento en Salónica, cuarenta y ocho horas antes, en que Kyra había llorado al despedirse él de ella.
El llanto de las mujeres siempre causaba inquietud al sargento. No se trataba de que fuese sentimental con ellas, sino, simplemente, de que el llanto siempre le parecía presagiar sus propios infortunios. Por ejemplo, hubo aquella ocasión en Bélgica, cuando aquella anciana le maldijo entre sollozos porque había matado a su vaca. Dos días después, él había sido herido. Hubo aquella otra ocasión en Creta, en la que, en aras de la disciplina fue necesario alinear junto a un paredón a varios hombres casados y fusilarlos. Un mes después, en Bengasi, él cayó enfermo con disentería. Y hubo aquella vez en Italia, cuando algunos de los muchachos se pasaron de rosca con una muchacha muy joven. Esto había sucedido dos días antes de su accidente al saltar en paracaídas. Él jamás admitiría semejantes supersticiones tan irrazonables como infantiles, desde luego, pero si alguna vez se casaba lo haría con una chica que no llorase aunque él le propinara una buena tunda. Que chillara tanto como se le antojara, que tratara incluso de matarlo si así quería hacerlo, y se atrevía a ello, pero nada de llanto. Traía mala suerte.
Fue la rueda delantera derecha del camión la que provocó la explosión de la mina. El sargento notó la onda explosiva una fracción de segundo antes de que su cabeza chocara contra el techo de la cabina.
Después, sintió algo mojado en su cara y en sus oídos resonó una aguda musiquilla. Yacía boca abajo y todo parecía oscuro, con la excepción de un disco luminoso, parpadeante. Algo le asestó un golpe violento en el costado, pero él estaba demasiado cansado para gemir e incluso para sentir dolor. Pudo oír voces de hombres y supo que hablaban en griego. Después, los sonidos de sus voces se extinguieron y él empezó a descender a través del aire hacia los árboles que había debajo, protegiéndose contra las crueles ramas juntando estrechamente los tobillos y ofreciéndoles la punta de sus pies, tal como se le había enseñado en la escuela de saltos de paracaidismo. Los árboles lo engulleron con un suspiro que le pareció procedente de sus propios labios.
Cuando recuperó el conocimiento por segunda vez, no parecía que hubiera nada húmedo en su rostro, pero sí algo que tensaba la piel del mismo. El disco de luz seguía allí, pero ya no parpadeaba. Advirtió entonces que tenía los brazos extendidos por encima de la cabeza, como si fuera a zambullirse en el agua. Notaba cómo latía su corazón, enviando dolor desde todas las partes de su cuerpo a su cabeza. Notaba una sensación de calor en las piernas. Movió los dedos y estos se enterraron en gravilla y piedras. La conciencia empezó a salir de nuevo a la superficie. Ocurría algo con sus párpados y no podía ver claramente, pero siguió contemplando el disco luminoso y movió ligeramente la cabeza. De pronto comprendió que el disco era un pequeño guijarro blanco situado en un lugar bañado por la luz del sol. Entonces recordó que se encontraba en Grecia y que estaba antes en un camión que había sido alcanzado por un explosivo. Con un esfuerzo, rodó sobre su costado.
La fuerza de la explosión había volcado el camión y reducido a astillas el suelo del mismo, pero la deflagración principal no había alcanzado de lleno la cabina del conductor. El sargento yacía en un montón de latas vacías de gasolina y toda clase de restos, empapados en combustible, con la cara en el charco de sangre que había brotado de una herida en su cabeza. La sangre se había coagulado ya en sus mejillas y ojos. Los restos del camión se hallaban a su lado, dándole sombra, con la excepción de las piernas.
No había el menor ruido, excepto el canto de las cigarras y un leve rumor goteante que procedía del camión.
Empezó a mover sus extremidades. Aunque sabía que tenía heridas en la cabeza, todavía no podía calcular la gravedad de las mismas. Su mayor temor era el de haberse roto otra vez la cadera. Durante varios segundos, todo lo que pudo imaginar fue al cirujano radiólogo que le había enseñado el grueso clavo insertado para reforzar el extremo del hueso roto. Si ese clavo se había movido, podía considerarse acabado. Desplazó cuidadosamente la pierna. La cadera le dolía intensamente, pero ya lo hacía antes de la explosión de la mina. El cansancio siempre le producía aquel dolor. Se sintió más audaz y, moviendo la pierna debajo de él, intentó sentarse. Fue entonces cuando advirtió que todo su equipo había desaparecido. Recordó las voces en griego y el golpe que había sentido, y empezó a comprender lo que había ocurrido.
La cabeza le latía dolorosamente, pero la cadera daba la impresión de no haber resultado dañada. Consiguió arrodillarse y, momentos después, vomitó. El esfuerzo le dejó agotado y volvió a tenderse para descansar. Sabía que la herida de la cabeza podía ser grave. No era la hemorragia lo que más le preocupaba, pues había visto numerosas heridas en el cuero cabelludo y sabía que siempre sangran abundantemente, sino la posibilidad de padecer una hemorragia interna a causa de la conmoción. Sin embargo, pronto sabría si esta posibilidad era cierta y, de todos modos, en este caso nada podía hacer para remediarlo. Su tarea más inmediata era la de descubrir qué le había ocurrido al resto del destacamento y, de ser posible, tomar medidas para hacer frente a la situación. Efectuó otro esfuerzo para ponerse de pie y, al cabo de un rato, lo consiguió.
Miró a su alrededor. Su reloj había desaparecido, pero la posición del sol le indicó que había transcurrido menos de una hora desde el ataque. Los restos del camión estaban esparcidos a través de la carretera, bloqueándola por completo. El cadáver del conductor no aparecía por ninguna parte. Avanzó cautelosamente hasta el centro de la carretera y escudriñó la falda descendente de la colina.
El segundo camión se había detenido, medio tumbado a través de la carretera, cien metros más allá. Tres soldados alemanes yacían en el camino, junto a él. Más allá, pudo ver la cabina de conducción del tercer camión. Echó a andar lentamente cuesta abajo, haciendo frecuentes pausas, para reunir sus fuerzas. El sol ardía y las moscas zumbaban alrededor de su cabeza. Le pareció una enorme distancia la que recorrió hasta el segundo camión. Empezó entonces a notar que iba a vomitar de nuevo, y se echó en el suelo, a la sombra de unos matorrales, para recuperarse. Después siguió su camino. Los soldados de la carretera estaban muertos. Uno de ellos, que parecía haber sido herido primero por la metralla de una granada de mano, había sido degollado. Todas sus armas y equipo habían desaparecido, pero el contenido de dos macutos estaba esparcido por el suelo. El camión mostraba varios orificios de bala y también las huellas de metralla de las granadas, pero por lo demás parecía estar casi ileso. Durante unos momentos, alimento la osada idea de dar media vuelta con el camión y regresar a Vodena, pero la anchura de la carretera no permitía esta maniobra y también sabía que, aunque hubiera sido posible hacerlo, él no tenía fuerzas suficientes para ello.
Podía ver ahora, claramente, el tercer camión, y en él otros hombres muertos. Uno de ellos colgaba en el costado del vehículo, con los brazos en una posición grotesca. Parecía probable que todo el destacamento hubiera sido aniquilado, y por otra parte de poco servía investigar más a fondo. Hablando en términos militares, no cabía duda de que el destacamento había dejado de existir. Por tanto, era perfectamente adecuado que él buscara su propia salvación.
Se apoyó en el costado del camión, para descansar otra vez, y entonces vio su rostro en el espejo retrovisor.
La sangre se había coagulado en sus cabellos, así como en los ojos y el resto de la cara, su cabeza tenía un aspecto tan inhumano, como si la hubieran hecho papilla y era fácil comprender por qué los andartes le habían dado por muerto.
El miedo hizo que su corazón diera un salto repentino que envío una onda dolorosa hasta su cabeza. Los andartes se habían retirado de momento, pero era más que posible que regresaran con chóferes para recoger los dos camiones todavía útiles. Y era posible incluso que hubieran dejado un centinela y que, en algún lugar de la colina, el punto de mira de un fusil estuviera apuntándole en aquel mismo momento. Pero, al mismo tiempo, la razón le indicó que probablemente no habría ningún centinela y que, incluso si lo hubiera, el hombre en cuestión habría tenido ya tiempo más que suficiente para disparar si hubiera querido hacerlo.
No obstante, el lugar era peligroso. Tanto si los andartes regresaban como si no lo hacían, no pasaría mucho tiempo antes de que los habitantes de las cercanías se aventuraran hasta el lugar del encuentro. Para ellos, todavía quedaba un buen botín: las botas de los muertos, los bidones de gasolina, los neumáticos de los camiones y las cajas de herramientas. En realidad, los andartes apenas se habían llevado nada. Lo mejor sería alejarse de allí sin perder ni un momento. Durante un rato, acarició la idea de seguir adelante a pie, con la esperanza de llegar al depósito de carburante, pero no tardó en abandonar este proyecto. Aunque hubiera tenido fuerza suficiente para recorrer semejante distancia, la probabilidad de conseguirlo, en pleno día y sin que le vieran los habitantes del lugar, era más que remota. En aquella zona y en aquellos momentos, un soldado alemán solitario, herido y desarmado, podría considerarse afortunado si no se le torturaba antes de ser lapidado por las mujeres hasta morir. La carretera para regresar a Vodena sería todavía más peligrosa. Por consiguiente, había de esperar la oscuridad, y ello le concedería también tiempo para recuperar sus fuerzas. Por lo tanto, su curso inmediato de acción resultaba bien claro: había de encontrar agua, comida y un lugar donde ocultarse. Más tarde, si todavía seguía con vida, decidiría lo que debía hacer.
Todas las cantimploras de agua habían desaparecido. Arrastró hacia sí un bidón de gasolina vacío del camión, y empezó a vaciar el radiador en él. Cuando estuvo medio lleno, comprendió que no tendría fuerzas para transportar mayor cantidad. Todavía quedaba agua abundante en el radiador, y no estaba demasiado caliente para beberla. Cuando hubo saciado su sed, empapó el pañuelo en el agua y se limpió la sangre de la cara y los ojos. No tocó la cabeza, por temor a que se reanudase la hemorragia.
A continuación buscó comida. Los andartes se habían apoderado del saco que contenía los víveres, pero él conocía las costumbres de los camioneros del ejército y se dirigió a la caja de herramientas. Había en ella dos raciones de emergencia, unas tabletas de chocolate y el capote del conductor. Metió las raciones de chocolate en el bolsillo del capote y se echó este al hombro. Después recogió el bidón de agua y emprendió, cojeando, su camino.
Había decidido ya cuál sería su escondrijo. Recordaba el aspecto inocente que presentaba la colina, sobre él, cuando llegó por la carretera en el camión, y lo bien que había ocultado a los atacantes. A él lo ocultaría de la misma manera. Abandonó la carretera y empezó a trepar por el monte.
Necesitó media hora para subir un centenar de metros. En una ocasión, permaneció echado casi diez minutos, demasiado fatigado para moverse, antes de recuperarse lo suficiente para proseguir su penosa marcha a gatas. La falda de la colina era muy abrupta y tenía que arrastrar el pesado bidón de agua. Varias veces pensó en abandonarlo y regresar después para recogerlo, pero un cierto instinto le previno que el agua era más necesaria ahora para él que la comida, y que no podía correr el riesgo de perderla. Siguió ascendiendo hasta que por fin no pudo continuar y se quedó un largo rato echado, con ganas de vomitar e incapaz siquiera de arrastrarse bajo el sol. Empezaron a posarse moscas en su cara sin que él tuviera fuerza para ahuyentarlas. Al cabo de un tiempo, torturado por los insectos, abrió los ojos para ver dónde estaba.
Había una mata de plantas espinosas a un metro de distancia, y un tamarisco entre ellas. Con un esfuerzo tremendo, arrastró el bidón del agua hasta la sombra del árbol y avanzó entre las matas con el capote. Lo último que vio fue una columna de denso humo negro que ascendía detrás de la colina, en dirección del depósito de gasolina. Después, comprendiendo que alguien había cumplido al menos una de sus decisiones, se echó boca abajo sobre el capote y se quedó dormido.
Oscurecía ya cuando despertó. El dolor de su cabeza era más agudo que nunca y, aunque la noche era cálida, temblaba violentamente. Se arrastró hacia el bidón de agua y tiró de él hasta colocarlo junto a su yacija. Sabía que estaba sufriendo un ataque de malaria, por si sus problemas eran pocos, y que ello podía reducir su resistencia a una posible infección de la herida en la cabeza. Tal vez muriese, pero esta idea no le inquietaba. Lucharía por su vida durante tanto tiempo como le fuese posible y, si al final era derrotado, no importaría. Él habría hecho todo cuanto estaba en su mano.
Durante casi cuatro días yació entre aquellas malezas espinosas. Pasó la mayor parte de este tiempo en un estado de duermevela, apenas consciente de los cambios de la luz a la oscuridad, y totalmente ignorante de lo que pudiera ocurrir más allá. En algunos momentos, advertía que parte de su mente deliraba y que él hablaba a personas que no se encontraban allí; en otros, se sumía en la insistente pesadilla de la caída a través de los árboles, que nunca parecía terminar dos veces en el mismo lugar. El tercer día, despertó de un profundo sueño para descubrir que el dolor en su cabeza había disminuido, que podía pensar con claridad y que tenía hambre. Comió parte de una de las raciones de emergencia y después inspeccionó sus provisiones de agua. El bidón estaba casi vacío, pero quedaba en él agua suficiente para aquel día. Por primera vez desde que había subido a gatas hasta la cima de la colina, se levantó. Se sentía terriblemente débil, pero se obligó a caminar más allá de su escondrijo y contemplar la carretera.
Los dos camiones todavía útiles habían desaparecido y descubrió, con gran asombro por su parte, que el averiado había sido incendiado hasta consumirlo totalmente. Los restos quemados del mismo parecían una mancha negra sobre la calzada de caliza de la carretera. Él no había visto ni oído nada de aquel incendio.
Regresó a su madriguera y volvió a dormirse. Durante la noche, despertó a causa del ruido de numerosos aviones que volaban sobre él y supo entonces que se había llegado a la etapa final de la retirada. La Luftwaffe estaba evacuando el aeródromo de Yidha. Permaneció despierto durante algún tiempo, escuchando y sintiéndose muy solo, pero finalmente volvió a dominarlo el sueño. La mañana siguiente se sintió más fuerte y capaz de ir en busca de agua. Se mantuvo alejado de la carretera y, casi un kilómetro más abajo de la colina, encontró un arroyo en el que se lavó, después de haber llenado de agua el bidón.
Había atravesado un viñedo plantado en terrazas para llegar al arroyo, y en su camino de regreso casi topó con un hombre y una mujer que trabajaban allí. Sin embargo, los vio con el tiempo suficiente para poder dar media vuelta y reanudar su camino rodeando la viña. Al hacerlo, se acercó a la carretera y encontró las siete tumbas recientemente excavadas, con un casco de acero y un montículo de piedras en cada una. Había una estaca clavada en el suelo, con una nota sujeta a ella en la que estaban escritos los números y nombres de los soldados enterrados allí, con la petición de que no se removiera aquella tierra. La firmaba el teniente Leubner.
El sargento Schirmer se sintió extrañamente emocionado. Ni por una sola vez se le había ocurrido pensar que el teniente pudiera encontrar tiempo para interesarse por lo sucedido al destacamento perdido. Sin duda, fue él quien incendió el camión averiado y retiró los otros. Aquel teniente era un buen oficial.
Examinó de nuevo la nota. Siete muertos. Esto significaba que tres hombres, incluido el conductor desaparecido, habían sido hechos prisioneros o habían huido. El papel daba señales ya de haber permanecido allí durante más de un par de días. Era amargo enterarse de que manos amigas habían estado tan cerca mientras él permanecía oculto y sin conocimiento entre las matas de espinos. Por primera vez desde que explotó la mina, fue consciente de que le invadía una sensación de desespero.
Sin embargo, la rechazó airadamente. ¿Por qué desesperarse? ¿Por su incapacidad para reunirse con el 94.º Regimiento de Guarnición, que se abría camino hacia la patria con la cola entre las patas? ¿Por la ausencia de alguien a quien pedir órdenes? ¡Cómo se hubieran reído los instructores de la escuela de entrenamiento de paracaidistas!
Contempló de nuevo las tumbas. No llevaba gorro ni casco y, por tanto, no podía saludar. Se puso en posición de firmes e hizo chocar respetuosamente los tacones. Después, recogió su bidón de agua y regresó a la falda de la colina y las matas de plantas espinosas.
Tras haber terminado los restos de la primera ración de emergencia, se echó para reflexionar.
La expedición en busca de agua le había agotado lo bastante como para hacerle comprender que todavía estaba muy débil. Habían de pasar otras veinticuatro horas antes de que estuviera en condiciones de moverse de veras.
Probablemente, podría alargar hasta entonces la poca comida que le quedaba, pero después habría de buscar nuevas provisiones.
¿Y después, qué?
Probablemente, las fuerzas alemanas habrían evacuado Vodena dos días antes, como mínimo. Era inútil suponer que pudiera darles alcance. Habría de recorrer cientos de kilómetros de terrenos muy difíciles para poder pensar en semejante cosa. Su única oportunidad para atravesar aquel terreno sin ser visto consistía en evitar las carreteras, pero con ello las largas y penosas marchas no tardarían en acabar con él. Podía probar la línea del ferrocarril, desde luego, pero era casi seguro que esta se encontrase ya en manos de los griegos. Volvió a apoderarse de él la desesperación, y esta vez no le fue tan fácil dominarla. Lo cierto era que no había ningún lugar al que pudiera dirigirse con unas probabilidades racionales de éxito. Estaba totalmente abandonado en territorio hostil, donde la captura o la rendición significaban la muerte, y las vías de evasión se encontraban todas ellas cerradas. Al parecer, lo único que podía hacer era seguir viviendo entre las zarzas como un animal, apoderándose de toda la comida que pudiera encontrar en los campos. Un prisionero de guerra fugitivo se encontraría en una posición mejor que él, pues al menos habría tenido tiempo para prepararse de cara a su aventura. Él, Schirmer, se hallaba en comparación indefenso. No tenía ropas de paisano, ni dinero, ni documentos, ni unos víveres dignos de este nombre, y además todavía padecía las secuelas de las heridas causadas por la explosión de una mina y de un ataque de malaria. Necesitaba tiempo para recuperarse por completo y más tiempo para planificar. Por encima de todo, necesitaba que alguien le ayudara a conseguir documentos de identidad. Podía robar las ropas y el dinero pero sería una locura apoderarse de papeles impresos en un idioma que él no podía leer, y correr el riesgo de utilizarlos como si fueran suyos.
Y entonces pensó en Kyra, aquella Kyra que había llorado tan amargamente cuando él se despidió de ella, que le había implorado, absurdamente, que desertara; la única persona amiga con la que podía contar en aquellas tierras hostiles y traicioneras.
La joven tenía un pequeño negocio de revelado de fotografías en Salónica. Él había visto el anuncio con la marca AGFA en la tienda, un día, y había entrado para comprar película para su cámara. Ella no tenía películas en venta, pues desde hacía algún tiempo era muy difícil conseguirlas, pero él se había sentido atraído por ella y había vuelto a la tienda en todas las ocasiones en que dispuso de tiempo para ello. El trabajo de revelado era muy escaso y, para conseguir algún dinero, la joven había instalado un pequeño «estudio» cerrado con una cortina, para tomar fotografías de tarjetas de identidad y pasaportes. Cuando se entregó a las fuerzas de ocupación una tarjeta de identidad militar, de ámbito local, Schirmer sugirió al oficial responsable de esta entrega en su unidad, que se le encargara a ella todo el trabajo fotográfico. Al mismo tiempo, le regaló víveres del ejército. Ella vivía con su hermano en dos habitaciones sobre la tienda, pero el hermano trabajaba de noche como administrativo en un hotel que había sido convertido en cuartel general de las fuerzas de ocupación, y no regresaba a su casa hasta que era de día. Con frecuencia, el sargento podía obtener un pase para dormir fuera. Kyra era una joven ardiente, cuyas necesidades eran simples y quedaban fácilmente satisfechas, y el sargento era hombre a la vez experto y vigoroso. La relación entre los dos resultó plenamente satisfactoria.
Ahora podía servir para otro propósito.
Salónica se encontraba a setenta y cuatro kilómetros de distancia por carretera y ello significaba que el sargento había de recorrer al menos un centenar de kilómetros a fin de mantenerse alejado de ciudades y pueblos. Si caminaba de día, necesitaría probablemente unos cuatro días para llegar allí, y si, en aras de la seguridad, sólo caminaba por la noche, este tiempo sería mucho más largo. Por otra parte, no podía someter su cadera a duras pruebas, y había de tener en cuenta, además, el tiempo que necesitaría para obtener alimentos. Cuanto antes empezara, tanto mejor. Notó que se levantaba su ánimo y la noche siguiente, después de haber devorado lo que restaba de las raciones militares y sólo con el chocolate en su bolsillo para un caso de emergencia, emprendió el camino.
Necesitó ocho días para llegar a su destino. Viajar de noche, sin mapa ni brújula para orientarse, resultó demasiado difícil y se perdió varias veces. Después de la tercera noche decidió que había de aceptar los riesgos y caminar de día, cosa que le resultó más fácil de lo que esperaba. Incluso en terreno llano, había numerosos lugares que le permitían ocultarse y, excepto en las cercanías de Yiannitsa, pudo mantenerse muy cerca de la carretera. La comida era la mayor dificultad. En una granja aislada, logró robar unos cuantos huevos y otro día ordeñó una cabra que encontró suelta, pero se sustentó sobre todo a base de los frutos silvestres que pudo encontrar. Hasta el final del séptimo día no decidió que la situación había llegado a un punto tan desesperado que le obligaba a comerse el chocolate.
Eran casi las diez de la mañana cuando llegó a los arrabales de Salónica. Se encontraba cerca de la vía del ferrocarril y en una zona que ofrecía buenas oportunidades para el ocultamiento. Decidió detenerse allí y esperar hasta que cayese la noche, antes de entrar en la ciudad.
Ahora, casi completado ya su viaje, lo que más le preocupaba era su apariencia. La herida en su cuero cabelludo cicatrizaba bien y no podía suscitar una gran curiosidad. Le desagradaba la barba que le había crecido, pero sólo porque le daba un aspecto poco militar, no porque resultara chocante. El mayor problema era su uniforme. Le parecía que caminar por las calles de Salónica con un uniforme alemán, en aquellos momentos, era una invitación al arresto o al linchamiento. Algo debía hacerse al respecto.
Se acercó más a las líneas del ferrocarril e inició un reconocimiento a lo largo de ellas. Finalmente, llegó al lugar que estaba buscando: la barraca de un peón ferroviario. Estaba cerrada con un candado, pero había en el suelo cerca de allí, unos cuantos pernos de los raíles y utilizó uno de ellos para martillear la cadena hasta soltar el candado.
Había esperado encontrar en la barraca un mono de trabajo o tal vez una blusa de obrero, pero no había ropa de ninguna clase. Había, sin embargo, la cena de un trabajador, envuelta en una hoja de periódico: un trozo de pan, unas cuantas aceitunas y media botella de vino. Se lo llevó todo a un escondrijo y allí lo devoró ávidamente. El vino lo mareó un poco y después tuvo que dormir un rato. Al despertar, se sintió mucho más descansado y empezó a reconsiderar el problema de su indumentaria.
Llevaba bajo la guerrera una camiseta gris de algodón. Si se desprendía de la guerrera y conservaba el pantalón de uniforme con su cinturón, la parte superior de su persona tendría el aspecto de un trabajador del muelle. De noche, cuando el color y la tela de los pantalones no pudieran verse con claridad, lo único que podría delatarle serían sus botas altas. Trató entonces de ocultarlas poniendo los pantalones por encima, en vez de metidos dentro de las cañas. El resultado no fue de lo más satisfactorio, pero decidió que era suficiente. Los riesgos que habría de correr para robar unas prendas de vestir serían probablemente mayores que el de que sus botas fueran identificadas en la oscuridad. Hasta el momento, la buena suerte le había sonreído. Sería una locura ponerla excesivamente a prueba cuando ya estaba llegando a su objetivo.
A las ocho de la noche, consideró que la oscuridad era ya suficiente y echó a andar.
Al llegar a la ciudad tuvo una desagradable sorpresa. Los barrios que había de atravesar estaban espléndidamente iluminados. Los ciudadanos de Salónica celebraban su liberación, después de partir las fuerzas de ocupación y de llegar el «Grupo de Divisiones Macedonias» del ELAS.
Era una escena fantástica. A lo largo del muelle, largas cadenas de personas que chillaban y cantaban, corrían y bailaban al son de la música procedente de todos los cafés y bares. Los restaurantes estaban abarrotados de público. La gente bailaba sobre las sillas y las mesas. En todas partes había grupos de andartes borrachos, muchos de ellos búlgaros, que iban de un lado a otro, lanzando gritos salvajes, disparando sus fusiles al aire y sacando a las mujeres de los burdeles para bailar con ellas en las calles. Al sargento, mientras se deslizaba discretamente a través de las sombras que lograba encontrar, la ciudad le dio la impresión de una feria monumental entregada a la orgía.
La tienda de Kyra se encontraba en una calle estrecha, cerca del Eski Juma. No había bares ni cafés en ella y reinaba allí una relativa tranquilidad. Los tenderos que tenían puertas metálicas en sus establecimientos habían adoptado la precaución de cerrarlas, y otros habían clavado tablas de madera a través de sus escaparates. El de Kyra estaba protegido de esta manera y no había luz en la tienda, pero sí una en la ventana sobre ella. Esta visión le tranquilizó. Había temido que ella pudiera estar tomando parte en el carnaval callejero, y que hubiera de esperar su regreso. El hecho de que se encontrara en su casa significaba también que la joven no compartía el júbilo popular ante el giro que habían tomado los acontecimientos. Esto era también buena señal.
Miró cuidadosamente a su alrededor, para comprobar si su llegada había pasado inadvertida para cualquier persona que pudiera conocerle de vista, y después, tranquilizado a este respecto, oprimió el timbre.
Al cabo de unos momentos, oyó que ella bajaba por una escalera y atravesaba la tienda en dirección a la puerta. Los tablones impidieron que la viese. Oyó que se detenía ante la puerta, pero esta no se abrió.
—¿Quién es? —preguntó en griego.
—Franz.
—¡Dios del cielo!
—Déjame entrar.
Oyó que ella manipulaba la cerradura y seguidamente la puerta se abrió. Entró, cerró inmediatamente la puerta tras él y estrechó a la joven entre sus brazos. Pudo notar, mientras la besaba, que ella temblaba, y después se separó de él con una exclamación de temor.
—¿Qué estás haciendo aquí?
Le explicó lo que le había sucedido y lo que tenía planeado.
—Pero no puedes quedarte.
—Tengo que hacerlo.
—No, no puedes.
—¿Por qué no, querida? No hay ningún peligro.
—Ya me consideran sospechosa por haber tenido relaciones con un alemán.
—¿Y qué pueden hacer?
—Puedo ser detenida.
—Esto es absurdo. Si arrestaran a todas las mujeres de este lugar que han tenido relaciones amorosas con un alemán, necesitarían un ejército para vigilarlas.
—Conmigo es diferente. Los andartes ya han arrestado a Niki.
Niki era su hermano.
—¿Y por qué?
—Se le acusa de espiar para los alemanes y de pasar informaciones a estos. Cuando haya confesado y acusado a otros, lo matarán.
—¡Son unos cerdos! Pero, a pesar de todo, debo quedarme, amor mío.
—Debes rendirte. Serías un prisionero de guerra.
—No lo creas. Me degollarían.
—No. Hay aquí muchos soldados alemanes desertores. No les ocurre nada malo si dicen que son simpatizantes.
—¿Quieres decir si aseguran ser comunistas?
—¿Qué más da?
—¿Quieres compararme con esos asquerosos desertores?
—Claro que no, querido. Yo sólo deseo salvarte.
—Está bien. Ante todo, necesito comida. Después, una cama. Esta noche utilizaré la habitación de Niki. Sólo soy capaz de dormir.
—Pero no puedes quedarte aquí, Franz. ¡Es que no puedes!
Empezó a sollozar y él le agarró por los brazos.
—Nada de lágrimas, querida, ni de discusiones. ¿Me has comprendido? Yo doy las órdenes. Cuando haya comido y descansado, podremos hablar. Enséñame ahora qué puedo comer.
Había hundido los dedos en los músculos de los brazos de ella y, cuando la joven dejó de sollozar, él supo que la había asustado al mismo tiempo que le hacía daño. Así había de ser. De momento, no habría más desobediencias.
Subieron al apartamento y, cuando ella le vio bajo la luz, lanzó una exclamación de pena, pero él interrumpió con impaciencia sus inminentes lamentaciones.
—Tengo hambre —manifestó.
Ella le preparó una comida y miró cómo daba cuenta de ella. Ahora guardaba silencio y estaba pensativa, pero él apenas la observó. Estaba planeando. Primero dormiría y después trataría de conseguir un traje de paisano. Era una lástima que Niki, el hermano de ella, fuese tan canijo, ya que sus ropas le quedarían demasiado pequeñas. La joven habría de comprar un traje de segunda mano en cualquier lugar. Después averiguaría con exactitud qué documentos necesitaría para poder desplazarse libremente de un lugar a otro. Estaba, desde luego, la dificultad del lenguaje, pero tal vez pudiera superarla fingiendo ser un búlgaro o un albanés; habría en aquellos momentos buena cantidad de esa gentuza por allí. Más tarde, habría de decidir a dónde podía ir, y este sería un problema muy considerable. No quedaban ya muchos países en los que se diera la bienvenida a un militar alemán y se le ayudara a repatriarse. Quedaban España, desde luego —podría llegar allí por vía marítima—, o Turquía…
Pero su cabeza se inclinaba ya sobre su pecho y sus ojos se negaban a seguir abiertos. Se espabiló lo suficiente para llegar hasta el dormitorio y, ya en la cama, se volvió para mirar atrás. Kyra estaba en el umbral de la puerta, observando, y le dirigió una sonrisa tranquilizadora. Él se desplomó en la cama y se quedó dormido.
Reinaba todavía la oscuridad y no podía haber dormido más de un par de horas, cuando despertó al notar que le sacudían violentamente el brazo y le golpeaban en la espalda.
Se volvió en la cama y abrió los ojos.
Dos hombres, pistola en mano, se encontraban junto a la cama y le estaban contemplando. Llevaban el tipo elemental de uniforme que él había visto en los andartes que alborotaban en las calles pocas horas antes. Sin embargo, todos aquellos estaban muy borrachos, en tanto que estos aparentaban una perfecta sobriedad. Eran dos jóvenes delgados y de aspecto decidido, con unos correajes nuevos y brazaletes en las mangas. Supuso que eran oficiales de andartes. Uno de ellos le habló secamente en alemán.
—Levántate.
Obedeció lentamente, tratando de vencer un sueño que era más opresivo que cualquier sensación de temor. Deseó incluso que lo mataran enseguida para poder descansar.
—¿Cómo te llamas?
—Schirmer.
—¿Graduación?
—Sargento. ¿Quiénes sois?
—Ya lo sabrás. Ella dice que eras paracaidista y además instructor. ¿Es verdad?
—Sí.
—¿Dónde ganaste tu Cruz de Hierro?
El sargento estaba ya lo bastante despierto como para comprender la necesidad de mentir.
—En Bélgica —contestó.
—¿Quieres vivir?
—¿Y quién no lo desea?
—Los fascistas no. A ellos les gusta la muerte, y por tanto los matamos. Los verdaderos demócratas desean vivir. Demuestran este deseo luchando con sus camaradas de clase, contra los fascistas y contra los agresores capitalistas-imperialistas.
—¿Quiénes son estos agresores?
—Los reaccionarios y sus amos anglo-americanos.
—Yo no sé nada de política.
—Naturalmente. No has tenido la oportunidad de enterarte de su existencia. Sin embargo, la cosa es bien sencilla. Los fascistas mueren, los verdaderos demócratas viven. Puedes, desde luego, elegir libremente qué deseas ser tú, pero ya que el tiempo escasea y queda mucho trabajo por hacer, sólo puedes disponer de veinte segundos para tomar tu determinación. El tiempo usual que se concede es diez segundos, pero tú eres un suboficial, un soldado experto y un instructor valioso. Por otra parte, no eres un desertor. Tienes derecho a pensar cuidadosamente antes de aceptar la sagrada responsabilidad que se te ofrece.
—¿Y si apelo a los derechos de un prisionero de guerra?
—Tú no eres un prisionero, Schirmer. Tú no te has rendido. Estás todavía en plena lucha. De momento, eres un enemigo de Grecia y —el andarte alzó su pistola— nosotros tenemos muchas cosas que vengar.
—¿Y si acepto?
—Se te dará una primera oportunidad para demostrar tu fiabilidad política, tu lealtad y tus habilidades. Han pasado ya los veinte segundos. ¿Qué contestas?
El sargento se encogió de hombros.
—Acepto.
—Entonces, saluda —ordenó secamente el andarte.
Durante un momento, el brazo derecho del sargento empezó a levantarse, pero en aquel momento vio que el dedo del andarte se tensaba sobre el gatillo. Cerró el puño de la mano izquierda y lo levantó sobre su cabeza.
El andarte sonrió.
—Muy bien. Puedes venir con nosotros enseguida —abrió la puerta del dormitorio—. Pero antes hay otro asunto que debemos solventar.
Hizo que Kyra entrase en la habitación. La joven caminaba rígidamente y su cara era una máscara de terror, surcada por las lágrimas. No miró al sargento.
—Esta mujer —explicó el andarte sonriendo— nos ha informado de tu presencia aquí. Su hermano era un espía fascista colaboracionista. La intención de ella al traicionarte era convencernos de que tiene un auténtico espíritu democrático. ¿Qué opinas, camarada Schirmer?
—Creo que es una ramera fascista.
—Excelente. Es lo mismo que pensaba yo. Aprenderás deprisa.
El andarte miró a su compañero y asintió con la cabeza.
La pistola de su compañero se levantó. Antes de que Kyra pudiera gritar o de que el sargento pudiera pensar siquiera en protestar, habían resonado tres disparos.
Las ondas sonoras hicieron caer un trozo de yeso del techo. El sargento notó que chocaba con su hombro mientras miraba a la muchacha, que, con la boca todavía abierta, se había estrellado contra la pared, impulsada por la fuerza de los pesados proyectiles. Después, se desplomó en el suelo, sin el menor sonido.
El oficial andarte la contempló fijamente durante unos momentos, después volvió a asentir con la cabeza y abandonó la habitación.
El sargento le siguió. Sabía que en algún momento, cuando no estuviera tan cansado ni tan confuso, sentiría horror al recordar lo que acababa de suceder. Había apreciado a Kyra.
El sargento Schirmer sirvió en el Ejército Democrático del general Markos durante algo más de cuatro años.
Después de la rebelión de diciembre de 1944 y de la promoción de Markos a comandante del ejército, fue enviado a Albania. Allí, fue instructor en un campo de entrenamiento montado para disciplinar las bandas de guerrilleros que se estaban organizando entonces en formaciones más numerosas, como preparativo para la campaña de 1946. Fue durante su estancia en aquel campamento cuando conoció a Arthur.
Arthur había formado parte de una fuerza de comandos británicos que había realizado una incursión en un puesto de mando alemán en África del Norte. Allí fue herido y capturado. El oficial alemán que mandaba aquellas fuerzas había optado por ignorar la norma vigente que ordenaba fusilar a los comandos capturados, y había metido a Arthur en un grupo de otros prisioneros británicos que eran enviados a Alemania, vía Grecia y Yugoslavia. En Yugoslavia, Arthur se evadió y pasó el resto de la guerra luchando al lado de los partisanos de Tito. Al terminar la guerra, ni siquiera llegó a pensar en un posible regreso a Inglaterra, y se convirtió en uno de los instructores enviados por Tito para ayudar a Markos.
En Arthur, el sargento encontró un espíritu hermano. Ambos era soldados profesionales y los dos habían servido, como suboficiales, en cuerpos de élite. Ninguno de ellos tenía vínculos emocionales con su patria. A ambos les agradaba la vida militar sólo por lo que esta significaba y, por encima de todo, compartían la misma opinión sobre las cuestiones políticas.
Durante su servicio con los partisanos, Arthur había oído tantas pláticas sobre el marxismo que era mucho lo que podía recitar incluso de memoria, cosa que hacía prolongadamente y con una rapidez extraordinaria en momentos de tensión o de aburrimiento.
El sargento Schirmer se sintió desconcertado cuando le oyó por primera vez, y después abordó privadamente este tema con Arthur.
—Yo no sabía, cabo —le dijo en la mezcla de griego, inglés y alemán que utilizaban para conversar—, que era usted un rojo.
Arthur sonrió.
—¿No? Soy uno de los hombres políticamente más fiables de todo este grupo.
—¿De verdad?
—De verdad. ¿Acaso no lo estoy demostrando? Fíjese en la cantidad de consignas que conozco. Puedo hablar como si fuera un libro.
—Ya lo he visto.
—Desde luego, no tengo idea de lo que significa toda esa historia del materialismo dialéctico, pero tampoco pude comprender nunca de qué trataba la Biblia. En la escuela, teníamos que recitar fragmentos de la Biblia y yo siempre conseguía muy buenas notas en Escrituras. Aquí, soy hombre políticamente fiable.
—¿No cree en la causa por la que luchamos?
—No más que usted, sargento. Dejo eso para los aficionados. Mi oficio es el de soldado. ¿Qué me importan a mí las causas?
El sargento asintió con la cabeza y contempló, pensativo, las cintas de condecoraciones que Arthur lucía en la camisa.
—¿Cree usted, cabo, que hay alguna posibilidad de que los planes de nuestro general tengan éxito? —preguntó.
Aunque ambos tenían rango de oficial en las fuerzas de Markos, habían optado por ignorar este hecho en privado. Ellos habían sido suboficiales en ejércitos de verdad.
—Podría ser —contestó Arthur—. Depende de cuántos errores cometan los otros, como ocurre casi siempre. ¿Por qué? ¿En qué está pensando ahora, sargento? ¿En un ascenso?
El sargento asintió.
—Sí, en un ascenso. Si esta revolución triunfa, puede haber grandes oportunidades para los hombres capaces de aprovecharlas. Creo que también yo debo tomar mis medidas para llegar a ser políticamente fiable.
Las medidas que tomó demostraron ser efectivas y sus cualidades como líder nato no tardaron en ser reconocidas. En 1947 mandaba una brigada, y Arthur era su lugarteniente. Cuando las fuerzas de Markos empezaron a desintegrarse, en 1949, su brigada fue una de las últimas en mantener la resistencia de la zona de Grammos.
Pero ellos sabían ya que la rebelión había terminado y su humor se había agriado. Ninguno de los dos había creído nunca en la causa por la que habían luchado durante tanto tiempo, con tanta dureza y con tanto esfuerzo, pero la traición de Tito y del Politburó les había parecido una infamia.
—No se debe confiar en los príncipes —había citado Arthur con amargura.
—¿Quién dijo esto? —había preguntado el sargento.
—La Biblia. Sólo que esos no son príncipes sino políticos.
—Viene a ser lo mismo —brillaba una especie de mirada remota en los ojos del sargento—. Creo, cabo, que en el futuro sólo deberemos confiar en nosotros mismos —añadió.