9

LA EXPERIENCIA que George tenía de situaciones de extremo peligro procedía de las cabinas de los bombarderos pesados, y se había producido en unas circunstancias para las que había sido cuidadosamente preparado durante largos períodos de adiestramiento. Con respecto a peligros tales como los que puedan acechar detrás de las puertas de hoteles macedonios, peligros que nada tenían que ver con llevar un uniforme y librar organizadamente una guerra, no tenía la menor experiencia, y tampoco Princeton ni la Facultad de Derecho de Harvard habían hecho nada para prepararlo al respecto.

Por lo tanto, mientras alzaba obedientemente las manos y las colocaba detrás de su cabeza, experimentó repentinamente un deseo abrumador y razonable, y totalmente impracticable, de huir a cualquier parte y esconderse. Luchó contra él durante unos momentos, pero entonces el hombre volvió a hablar y este deseo se desvaneció tan rápidamente como había surgido. La sangre empezó a latir desagradablemente en sus sienes.

—Eso es, muchacho —decía la voz con tono amable—. Ahora, colóquese junto a la ventana y cierre la persiana. Seguidamente, iluminaremos un poco la escena. Eso es, poco a poco. Sí, puede utilizar las manos, pero vigile lo que hace con ellas pues no deseo que sufra un accidente. No trate, tampoco, de gritar o llamar. Todo tranquilo y en perfecto silencio. Este es el programa.

George cerró las persianas y, en el mismo momento, se encendió la luz de la habitación. Se volvió.

El hombre que se encontraba junto al interruptor de la luz, vigilándole, tendría unos treinta y pico de años, era bajo y grueso, con cabello negro que ya empezaba a escasear. Obviamente, su traje era un producto local, pero no ocurría lo mismo con el que lo llevaba. El rostro huesudo y la nariz respingona, así como la mirada directa e insolente de los ojos, sin contar el acento cockney, indicaban que aquel hombre procedía de la zona del Gran Londres.

—Así estamos mejor, ¿verdad? —comentó el visitante—. Ahora podremos hablar tranquilamente, sin que los vecinos del otro lado de la calle curioseen.

—Oiga, ¿qué demonios pretende con esto? —preguntó George—. ¿Y quién demonios es usted?

—Tranquilo, amigo —aconsejó el visitante con una sonrisa—. Nada de nombres, y de esta manera no tendremos problemas. Puede llamarme Arthur, si lo desea. No es este mi nombre, pero servirá igual. Mucha gente me llama Arthur. Y usted es el señor Carey, ¿verdad?

—Bien puede usted saberlo —repuso George, mirando los papeles esparcidos sobre la cama.

—Sí, desde luego. Lo siento, señor Carey. Tenía la intención de ordenarlo todo antes de que usted regresara. Sin embargo sólo he tenido tiempo para echarles un vistazo. Naturalmente, no me he quedado con nada.

—Naturalmente. No tengo la costumbre de dejar dinero en las habitaciones de los hoteles.

—¡Hombre, vaya manera de plantear las cosas! —exclamó el visitante, ofendido—. Al parecer, tiene usted una lengua muy mordaz.

—Pues bien, si no ha venido aquí en busca de dinero, ¿qué diablos hace en mi cuarto?

—Quería charlar un rato con usted, señor Carey.

—¿Y suele visitar a la gente pistola en mano?

El visitante adoptó una expresión apenada.

—Mire usted, amigo, ¿cómo iba yo a saber que se mostraría razonable al encontrar un extraño en su habitación? ¿Y si hubiera empezado a gritar y a arrojarme los muebles por la cabeza? Bien tenía yo que tomar mis precauciones.

—Podría haber preguntado por mí en la recepción.

El visitante sonrió con una mueca de astucia.

—¿De veras? Creo que usted no conoce muy bien este país, señor Carey. Está bien —esta vez, el tono de su voz denotaba ganas de entrar en materia—, le diré lo que voy a hacer con usted. Usted me promete no llamar al personal del hotel ni gallear conmigo y yo guardo la pistola. ¿De acuerdo?

—De acuerdo. Sin embargo, todavía deseo saber qué está haciendo aquí.

—Ya se lo he dicho. Quiero tener una breve conversación en privado. Esto es todo.

—¿Sobre qué?

—Ya se lo explicaré. —Arthur se guardó la pistola en el bolsillo interior de la chaqueta y sacó un paquete de cigarrillos griegos que ofreció a George—. ¿Un pitillo?

George sacó sus propios cigarrillos.

—No, gracias. Prefiero estos.

—¿Chesterfield, verdad? Hacía tiempo que no veía ni uno. ¿Le importa que pruebe uno?

—Se lo ruego.

—Gracias. —Se apresuró a dar lumbre a George, como el más amable de los anfitriones. Después, encendió su cigarrillo y aspiró el humo con un gesto apreciativo—. Excelente tabaco —dijo—. Realmente excelente.

George se sentó en el borde de la cama.

—Vamos a ver —dijo con impaciencia—, ¿a qué se debe, exactamente, todo esto? Entra usted por la puerta de mi habitación, registra mis papeles privados, me amenaza con una pistola y después dice que sólo quiere mantener una charla en privado. Pues bien, ya estamos charlando. ¿Y ahora qué?

—¿Le importa que me siente, señor Carey?

—Haga lo que quiera, pero le ruego que vaya de una vez al grano.

—Está bien, está bien, deme una oportunidad. —Arthur se sentó en una silla de mimbre—. Se trata de una conversación en privado, señor Carey —explicó—. Confidencial, si entiende usted lo que quiero decir.

—Entiendo perfectamente lo que quiere decir.

—No me gustaría llegar a otros extremos —persistió el visitante.

—También he entendido esto.

—Pues bien… —el hombre se aclaró la garganta—. Ciertas personas me han dado a entender —explicó cuidadosamente— que usted, señor Carey, ha estado efectuando ciertas investigaciones de índole confidencial en esta ciudad.

—Sí.

—Esta tarde ha mantenido una cierta conversación con cierta mujer cuyo nombre no pronunciaré.

—¿Se refiere a madame Vassiotis?

—Esto es.

—Entonces, ¿por qué dice que no mencionará su nombre?

—Si no hay nombres, no hay jaleos después.

—Está bien, de acuerdo. Prosiga.

—Ella le dio cierta información.

—¿Y qué?

—Tranquilo, se lo ruego, señor Carey. Sus preguntas se referían a un sargento alemán llamado Schirmer. ¿Correcto?

—Correcto.

—¿Le importaría explicarme por qué está realizando dicha investigación, señor Carey?

—Si usted me contara primero por qué desea saberlo, tal vez yo se lo diría.

Arthur digirió durante unos momentos esta respuesta en absoluto silencio.

—Y, para simplificar todavía más las cosas, Arthur, —añadió George—, le diré que, aunque soy abogado, soy perfectamente capaz de comprender el inglés más usual. Por tanto, ¿que le parece si se suelta de una vez el pelo y va al grano?

La estrecha frente de Arthur se arrugó bajo la tensión de su esfuerzo mental.

—Verá, es que se trata de un asunto confidencial y este es el problema, señor Carey —dijo, no sin cierta inquietud.

—Así me lo ha explicado antes. Sin embargo, si es tan confidencial que no puede usted hablar de ello, lo mejor será que se vuelva a su casa y me deje dormir en paz, ¿no cree?

—Vamos a ver, no me hable así, señor Carey. Yo estoy haciendo todo lo que puedo. Mire, si usted me contara lo que desea saber acerca de ese fulano, yo podría decírselo a ciertas personas que tal vez pudieran ayudarle.

—¿Qué personas?

—Personas que pueden dar información.

—¿Quiere decir que pueden vender información, verdad?

—Yo he dicho dar.

George examinó atentamente a su huésped.

—Es usted británico, ¿verdad, Arthur? —preguntó al cabo de unos momentos—. ¿O también esto es confidencial?

Arthur sonrió.

—¿Quiere oír cómo hablo el griego? Lo hablo como un nativo.

—De acuerdo, pues. Usted es un ciudadano del mundo, ¿no es así?

—¡Goldsmith! —exclamó Arthur inesperadamente.

—¿Qué dice?

—Oliver Goldsmith —repitió Arthur—; él escribió un libro titulado El ciudadano del mundo. Lo teníamos en la escuela. Un rollo acerca de un chino que llegaba a Londres y visitaba la ciudad.

—¿De qué parte de Londres es usted, Arthur?

Arthur le amenazó en broma con un dedo.

—¡Ah, pillastre! ¡Quiere hacerme hablar demasiado!

—¿Teme que revise en el Ministerio de Guerra británico las listas de los soldados declarados desaparecidos en Grecia, y que averigüe cuáles procedían del mismo lugar que usted?

—¿Y a usted qué le parece, compañero?

George sonrió.

—Está bien, Arthur. Voy a explicárselo. Ese Schirmer sobre el que he estado investigando tenía derecho a una cierta cantidad de dinero que le dejaba un lejano pariente suyo en Estados Unidos. Se le declaró desaparecido. En realidad, vine aquí para confirmar su defunción, pero también me interesaba saber si él había dejado descendencia. Esto es todo. Precisamente hoy, he comprobado que murió.

—¿Gracias a la vieja Vassiotis?

—Exactamente. Y ahora me dispongo a regresar a mi país.

—Comprendo —Arthur estaba pensando ahora con todas sus fuerzas—. ¿Se trata de mucho dinero? —preguntó finalmente.

—El suficiente para que valiera la pena que yo llegara hasta aquí.

—¿Y esa acompañante que viaja con usted?

—¿Se refiere a la señorita Kolin? Es mi intérprete.

—Comprendo —Arthur tomó entonces una decisión—. Suponiendo, tan sólo suponiendo, ¿comprende?, que hubiera alguna información más acerca de ese alemán, ¿le valdría la pena quedarse aquí un par de días más?

—Eso dependería de la información.

—Bueno, suponiendo que él tuviera esposa e hijos. Estos también tendrían derecho a la pasta, ¿no es verdad?

—¿Es que tenía esposa e hijos?

—Yo no ha dicho que los tuviera, pero tampoco digo que no los tuviera. Sin embargo, solo suponiendo que…

—Si el asunto fuera claro y permitiera obtener una prueba legal, sin duda me quedaría. Lo que no pienso hacer es quedarme tan solo para oír una serie de rumores sin fundamento, ni tampoco pienso pagarle ni un centavo más a nadie.

—Nadie se lo ha pedido, ¿verdad que no?

—De momento, no.

—Por lo que veo, es usted muy suspicaz.

—Sí.

Arthur asintió con la cabeza, sombríamente.

—No puedo culparle. En este rincón del mundo hay muchos estafadores. Vamos a ver, si yo le diera mi sagrada palabra de honor de que le valdría la pena quedarse un par de días más, ¿lo haría?

—¿No cree que me está pidiendo demasiado?

—Dígame, pollo. Es usted el que va a recibir un favor, y no yo.

—Eso es lo que usted dice.

—Pues bien, no puedo hacer nada más. He aquí mi proposición. Tómela o déjela. Si quiere la información que tienen mis amigos, quédese y haga lo que le diga yo.

—¿Y qué será lo que me diga usted?

—Pues bien, ante todo no debe decirle ni media palabra de esto a aquel cabroncete de capitán con el que estaba codeándose ayer por la noche. ¿De acuerdo?

—Prosiga.

—Todo lo que debe hacer es ir a aquel gran café con persianas amarillas, contiguo al Hotel Acrópolis, entre las cuatro y las cinco de mañana por la tarde. Se sentará allí y pedirá una taza de café. Si no recibe ningún mensaje mío mientras se encuentre allí, puede darlo todo por terminado. Pero si recibe un mensaje, será una cita. Asista a ella, sin decir ni una palabra a nadie.

—¿Y qué hago con la intérprete?

—Si sabe mantener la boca bien cerrada, también puede venir.

—¿Dónde sería la cita?

—Se le llevaría allí en coche.

—De acuerdo. Permítame una pregunta. No soy lo que se dice tímido, pero me gustaría saber algo más acerca de esos amigos suyos, antes de tomar mis medidas para entrevistarme con ellos. ¿Serían miembros del ELAS, por ejemplo?

Arthur sonrió.

—No haga preguntas, y de este modo nadie le contará mentiras. No tiene por qué venir, si no desea hacerlo.

—Tal vez no, pero tampoco soy tonto. Usted dice que esos amigos suyos no quieren dinero a cambio de su información. Muy bien, ¿qué es lo que quieren, pues? Y por otra parte, ¿qué quiere usted?

—Salud, dinero y amor —replicó vivamente Arthur, riéndose.

—Déjese de bromas.

—De acuerdo. Tal vez deseen que se cumpla la justicia.

—¿La justicia?

—Sí. ¿Alguna vez ha oído hablar de ella?

—Desde luego. Y también he oído hablar de secuestros.

—¡Oh, maldita sea! —exclamó Arthur, echándose a reír—. Mire, si ha de ponerse tan nervioso, amigo, olvídelo. —Se levantó—. Ahora, debo marcharme. Si quiere continuar el asunto, vaya al café mañana, tal como le he dicho. De lo contrario… —se encogió de hombros.

—Está bien. Lo pensaré.

—Sí, será mejor que lo piense. Lamento haberle revuelto los papeles de este modo, pero supongo que usted sabrá ordenarlos de nuevo mejor que nadie. Hasta la vista, supongo.

—Adiós —contestó George.

Casi mientras hablaba, Arthur abandonó la habitación y cerró la puerta tras él sin hacer el menor ruido.

Aquella noche, George tampoco pudo dormir a sus anchas, pero no fue por culpa de las chinches.

El café de las persianas amarillas disfrutaba de una ubicación muy visible en la esquina concurrida, y todos los clientes del mismo podían ser vistos claramente desde cualquier rincón de la encrucijada. George pensó que era el último lugar que él hubiera asociado con una transacción de tipo clandestino. Sin embargo, él no podía considerarse como un conspirador experto, y aquel aspecto del café, que daba la impresión de no tener nada que ocultar, era probablemente su mejor ventaja. Sin duda, en el mundo de Arthur estas cuestiones eran calculadas con la mayor precisión.

La señorita Kolin había escuchado en silencio el relato de George sobre su entrevista con Arthur, y había aceptado sin comentarios su decisión de aplazar la partida. Sin embargo, cuando él dijo que, en vista de los posibles riesgos que implicaba la empresa, él dejaba a su decisión si había de acompañarle o no, la joven no ocultó su hilaridad.

—¿Riesgos, señor Carey? Pero ¿qué clase de riesgos?

—¿Cómo voy a saberlo yo? —repuso George irritado—. Lo cierto es que este no es, precisamente, el lugar del mundo donde mejor se observan las leyes, y que la manera de presentarse ese Arthur, para sostener una charla amistosa, no es la que adoptaría una hermanita de la Caridad, ¿no cree?

Ella se encogió de hombros.

—Era de esperar.

—¿Qué quiere decir?

—Francamente, señor Carey, creo que fue un error dar a aquella mujer tanto dinero.

—En mi opinión, se lo había ganado.

—Su opinión, señor Carey, es la de un abogado norteamericano. Las opiniones de la Vassiotis y sus amigos son diferentes.

—Lo comprendo. ¿Cree, entonces, que esta proposición de Arthur sólo representa un nuevo sablazo?

—Lo creo. Usted dio a aquel capitán cien dólares y cincuenta a la Vassiotis. Ahora, el señor Arthur y sus amigos también quieren unos cuantos dólares.

—Destacó que no se trataba de una cuestión de dinero. Ya se lo he dicho.

—¿Y usted lo creyó?

—Está bien, me he convertido en el rey de los tontos, pero, por alguna razón, creí lo que me dijo. Y por alguna razón, igualmente estúpida sin duda, sigo creyéndolo.

Ella se encogió nuevamente de hombros.

—Entonces, obra acertadamente al mantener esta cita. Será interesante ver qué ocurre.

Esta conversación tuvo lugar durante el desayuno y, al llegar la hora del almuerzo, la confianza de George en su primera apreciación sobre las intenciones de Arthur se había evaporado por completo. Sentado en el café de las persianas amarillas, tomando malhumorado su café, sólo quedaba un pensamiento que le consolase: hicieran lo que hicieran, ni Arthur ni ninguno de los amigos de Arthur iba a obtener un solo centavo de él.

Eran ya más de las cinco de la tarde y el local se encontraba vacío en sus tres cuartas partes. No se había acercado a ellos nadie que, concebiblemente, pudiera tener un mensaje que entregar.

George terminó su café.

—Está bien, señorita Kolin —dijo—, paguemos y larguémonos de aquí.

Ella hizo una señal al camarero. Cuando llegó el cambio, George observó que debajo de él había un papel gris doblado. Lo metió en su bolsillo junto con las monedas, y, cuando salieron del café lo sacó de nuevo y lo desdobló.

El mensaje estaba escrito con una cuidadosa caligrafía escolar, y además con lápiz:

Un coche con el número de matrícula 19907 le esperará ante el cine a las 20:00. Si alguien desea saber adónde va usted, diga que salen a dar un paseo para refrescarse un poco. El chófer es hombre de confianza. No haga preguntas. Haga lo que le diga él. Lleve un calzado confortable. Arthur.

El coche era un viejo Renault descapotado, y George recordó haberlo visto en otra ocasión en la ciudad. Aquella vez, iba cargado de mobiliario, pero ahora estaba vacío y el chófer esperaba junto a él, gorra en mano, muy serio y manteniendo abierta la puerta para que ellos subieran. Era un hombre de avanzada edad, robusto y de aspecto fiero, con un largo bigote blanco y una piel semejante al cuero. Llevaba una camisa llena de parches y unos viejos pantalones a rayas, sujetos en la cintura por un cordón procedente de alguna instalación eléctrica. La parte posterior del coche mostraba signos de haber transportado recientemente hortalizas, además de muebles. El anciano recogió un puñado de hojas medio podridas y las arrojó a la calle antes de acomodarse en su asiento y poner en marcha el automóvil.

Pronto dejaron atrás la ciudad y se encontraron en una carretera en la que una señal indicaba Vevi, una estación del ferrocarril al este de Florina.

Oscurecía ya y el viejo encendió un solitario faro. Conducía como para ahorrar gasolina, bajando las pendientes sin dar el contacto, y arrancando de nuevo momentos antes de que el coche llegara a detenerse. La batería estaba muy debilitada y, cuando el motor no funcionaba, el único faro se extinguía hasta resultar totalmente inútil. Con la desaparición de las últimas luces diurnas, cada descenso se convertía en una terrorífica zambullida en la oscuridad. Por suerte, no encontraron tráfico; pero, después de unos momentos particularmente angustiosos, George protestó.

—Señorita Kolin, dígale que reduzca la marcha en las pendientes, o bien que mantenga el motor funcionando para que el faro le ilumine. Si no tiene más cuidado, acabará por matarnos.

El chófer dio media vuelta en su asiento para contestar.

—Dice que la luna no tardará en salir.

—Pues dígale que mire hacia adelante, por el amor de Dios…

—Asegura que no hay ningún peligro. Conoce bien esta carretera.

—Está bien, está bien… No le diga nada más. Prefiero que siga con la vista clavada en la carretera.

Llevaban ya casi una hora de trayecto y la prometida luna había empezado a alzarse, cuando la carretera se unió con otra procedente del norte. Diez minutos después, viraron a la izquierda e iniciaron una larga y penosa ascensión a través de los montes. Pasaron ante un par de casas de campo aisladas, construidas en piedra, y después la carretera empezó a empeorar gradualmente. Al poco rato, el coche saltaba y patinaba sobre una superficie cubierta de pedruscos sueltos. A los tres o cuatro kilómetros, el automóvil redujo de pronto la marcha, se desvió en la carretera para esquivar un profundo bache y se detuvo en seco.

La maniobra y el súbito paro arrojaron a George contra la señorita Kolin. Por un momento, creyó que el automóvil se había averiado irremediablemente, pero después, cuando se separaron los dos de nuevo, vio que el conductor se había apeado, había abierto la puerta y les hacía gestos para que se apearan.

—¿Qué ocurre? —inquirió George.

El anciano murmuró unas palabras.

—Dice que aquí es donde debemos bajar —comunicó la señorita Kolin.

George miró a su alrededor. La carretera no era más que un estrecho camino de monte que discurría a través de un paisaje de matas espinosas. A la luz de la luna, el panorama era de una total desolación. Entre las matas, dejaba oír su concierto un coro de grillos.

—Dígale que no nos moveremos de aquí hasta que nos lleve a nuestro lugar de destino.

Hubo un torrente de palabras cuando esto fue traducido.

—Dice que él sólo puede llevarnos hasta aquí. Es el final de la carretera. Debemos seguir a pie. Alguien se reunirá con nosotros en el camino que hay más allá. Él debe esperar aquí, pues tales son sus órdenes.

—¿No ha dicho que este era el final de la carretera?

—Si le acompañamos nos demostrará que está diciendo la verdad.

—¿Y usted no preferiría esperar aquí, señorita Kolin?

—Gracias, pero no.

Se apearon y echaron a andar.

Durante unos veinte metros, el anciano caminó delante de ellos, explicando algo y haciendo amplios gestos dramáticos, pero después se detuvo y señaló en una cierta dirección.

Desde luego, habían llegado al final de la carretera, o, al menos, al final de aquel tramo de la misma. En otro tiempo, un gran túnel de piedra había canalizado un torrente de montaña por debajo de la calzada. Ahora, los restos del mismo consistían en un profundo barranco que el mismo torrente había agrandado por ambos lados.

—Dice que fue volado por los alemanes y que las lluvias invernales lo han agrandado cada año.

—¿Y se supone que hemos de cruzarlo?

—Sí. La carretera continúa al otro lado y allí es donde nos esperan. Él se quedará junto al coche.

—¿A qué distancia del otro lado nos estarán esperando?

—No lo sabe.

—Aquel consejo sobre el calzado confortable debió advertirme. Bien, supongo que, puesto que ya estamos aquí, lo mejor será continuar.

—Como usted quiera.

El lecho del torrente estaba seco y pudieron abrirse camino por encima de las piedras y entre los peñascos, sin demasiados problemas. Sin embargo, escalar la otra orilla resultó menos fácil, ya que el barranco era allí más profundo. La noche era calurosa y la camisa de George se pegaba a su cuerpo, mientras ayudaba a la señorita Kolin a subir hasta el otro tramo de carretera. Una vez allí, descansaron unos momentos para recuperar el aliento, y después miraron atrás. El anciano les saludó con la mano y regresó a su coche.

—¿Cuánto tiempo cree que necesitaremos para regresar a pie a Florina desde aquí, señorita Kolin? —preguntó George.

—Creo que el viejo esperará. Todavía no se le ha pagado.

—Pero no he sido yo quien lo ha contratado.

—Sea como sea, él esperará que usted le pague.

—Ya lo veremos. De todos modos, será mejor que hagamos lo que él ha dicho.

Echaron a andar.

Excepto el canto de los grillos y el rumor de sus propios pasos, no se oía ningún otro ruido en el camino. En una ocasión, percibieron a lo lejos el leve campanilleo de una oveja, pero esto fue todo. Llevaban varios minutos caminando sin cesar, en silencio, cuando la señorita Kolin observó a media voz:

—Hay alguien en el camino, frente a nosotros.

—¿Dónde? Yo no puedo ver a nadie.

—Junto a esos matorrales a los que nos acercamos. Ha salido de la sombra por unos momentos y la luz de la luna le ha dado en la cara.

George notó que sus pantorrillas se endurecían mientras seguía andando. Mantuvo los ojos fijos en los matorrales, y poco después observó un movimiento entre las sombras y un hombre se plantó en medio del camino.

Era Arthur, pero un Arthur muy diferente de aquel que había hablado con George en el hotel. Llevaba pantalones de montar, una guerrera de campaña con el cuello abierto y una gorra de plato. Los zapatos delgados y puntiagudos había sido sustituidos por unas botas de media caña. Del ancho cinturón de cuero que rodeaba su cintura colgaba una funda de pistola.

—Buenas noches, amigos —dijo, cuando se acercaron a él.

—Hola —contestó George—. Señorita Kolin, le presento a Arthur.

—Encantado de conocerla, señorita.

—El tono era humildemente respetuoso, pero George pudo observar que aquellos ojos astutos e insolentes tomaban las medidas de la joven.

La señorita Kolin saludó con la cabeza y un breve «buenas noches». Su hostilidad era claramente audible.

Arthur frunció los labios al captarlo.

—Espero que no habrán tenido ningún problema para llegar aquí, ¿verdad, señor Carey? —preguntó con vivo interés.

De pronto, se había convertido en el anfitrión de fin de semana que se excusa por las deficiencias del servicio de trenes local.

—Nada que valga la pena mencionar. ¿Nos esperará aquel viejo?

—No deben preocuparse por él. ¿Seguimos andando?

—Desde luego. ¿Hacia dónde?

—No está muy lejos. Dispongo de un medio de transporte. Está aquí cerca, en el camino.

Arthur echó a andar y los otros dos le siguieron en silencio. Medio kilómetro más allá, la carretera terminaba de nuevo. Esta vez, la obstrucción se debía a un deslizamiento de tierras de la colina, que había atrasado un tramo de unos cincuenta metros. Sin embargo, se había trazado un estrecho sendero sobre los restos del deslizamiento y avanzaron por él, cautelosamente, hasta que reapareció la carretera. En realidad, George y la señorita Kolin caminaban dando rumbos, en tanto que Arthur lo hacía con pie tan seguro como si se encontrara en la calle de una ciudad. Cuando encontraron nuevamente la carretera, él les estaba esperando.

—Ya falta muy poco —les dijo.

Recorrieron otro medio kilómetro. Crecían tamariscos en el flanco de la colina, y la luz de la luna proyectaba sombras deformadas a través del camino. Más allá, las sombras adquirieron solidez y Arthur moderó su marcha. Aparcado en la carretera, que era ya lo suficientemente ancha para permitir que maniobrara en ella un vehículo, había una camioneta provista de un toldo.

—Hemos llegado, amigos. Suban por detrás.

Mientras hablaba, iluminó el vehículo con una linterna.

—Usted primero, señorita. Tenga cuidado. Más vale no estropear sus medias de nilón, ¿verdad? ¿Ve ese estribo que hay aquí? Pues bien, basta que ponga un pie en él y…

Se interrumpió al ver que la señorita Kolin subía con toda facilidad a la camioneta.

—Me he encontrado otras veces en un camión del ejército británico —observó ella fríamente.

—¿De verdad, señorita? ¡Vaya, vaya, vaya! Eso está muy bien, ¿verdad? A propósito —continuó, mientras George seguía a la joven—, voy a tener que cerrar el toldo. Mucho me temo que hará un poco de calor, pero tampoco iremos muy lejos.

—¿Es necesario que lo haga? —gruñó George.

—Lo siento, pero así es, amigo. Mis compañeros tienen sus manías con respecto a que se sepa o no su paradero. Cuestión de seguridad, usted ya me comprende…

George y la señorita Kolin se sentaron en dos salientes en forma de caja que había en el interior del camión, mientras su custodio soltaba las correas del toldo. Cuando terminó de asegurarlo, oyeron que se instalaba en el asiento del conductor y ponía el motor en marcha. La camioneta empezó a avanzar sobre el pedregoso camino.

Arthur era un conductor más bien impetuoso y la camioneta daba tumbos y describía virajes de una manera un tanto alarmante. En su interior, era imposible mantenerse sentado y los dos pasajeros tuvieron que agazaparse bajo el toldo, agarrándose a unas asas metálicas. La atmósfera, que no tardó en mezclarse con los humos del tubo de escape, se hizo casi irrespirable. George se daba cuenta de que el vehículo efectuaba una serie de virajes casi cerrados y sabía que estaban ascendiendo por una cuesta muy abrupta, pero al poco rato perdió todo sentido de la dirección. Después de unos diez minutos de vivas incomodidades, y cuando ya empezaba a pensar en pedirle a Arthur, a gritos, que se detuviera, después de un último viraje la camioneta empezó a correr sobre una superficie relativamente lisa y finalmente se detuvo. Unos momentos después, se levantó la lona de la parte posterior, entró el aire junto con la luz lunar, y la cara de Arthur hizo también su aparición.

—Un terreno bastante accidentado, ¿verdad? —comentó sonriente.

—Sí.

Se apearon del vehículo y se encontraron en lo que en otro tiempo había sido el patio de una casa de pequeñas dimensiones. Todo lo que quedaba ahora de ella era una pared medio derruida y un montón de escombros.

—Los chicos de ELAS fueron los causantes de esto —explicó Arthur—, ya que los del otro bando lo utilizaban como fortaleza. Síganme.

La casa en ruinas se encontraba en la cima de una colina cubierta de pinos. Siguieron a Arthur a lo largo de un camino que salía de la casa y se adentraba en el bosque.

Caminaron en silencio sobre agujas de pino durante unos cincuenta metros, y finalmente Arthur se detuvo.

—Esperen un momento —dijo.

Esperaron mientras él se adelantaba. La oscuridad era muy intensa bajo los árboles y reinaba en el aire un intenso olor a resina de pino. Después de la atmósfera en el interior de la camioneta, aquel aire fresco y aromático resultaba delicioso. Ante ellos, se elevó un leve murmullo de voces entre la oscuridad.

—¿Ha oído esto, señorita Kolin?

—Sí. Hablaban en griego, pero no he podido distinguir las palabras. Me ha parecido que era un centinela que daba el quién vive y recibía una respuesta.

—¿Qué le parece todo esto?

—Creo que hubiéramos tenido que dejar dicho a alguien adónde pensábamos dirigirnos.

—No sabíamos adónde nos dirigíamos, pero yo he hecho cuanto he podido. Si no hemos regresado cuando la femme de chambre limpie mi habitación por la mañana, ella encontrará una carta dirigida al director de mi oficina. En ella hay el número de matrícula del coche de aquel viejo, así como una nota de explicación para el capitán.

—Ha sido una medida prudente, señor Carey. Yo he observado algo… —se interrumpió—. Ya regresa.

Su oído era muy agudo. Pasaron varios segundos antes de que George pudiera oír el suave rumor de unos pasos que se aproximaban.

Arthur apareció entre las sombras.

—Adelante, amigos míos —dijo—. En marcha. Dentro de unos momentos tendremos un poco más de luz.

Le siguieron por el sendero, el cual se estaba volviendo ahora menos abrupto. Más tarde, cuando se niveló del todo, Arthur blandió una linterna y George vio al centinela apoyado en un árbol, con su fusil bajo el brazo. Era un hombre delgado y de mediana edad, ataviado con unos pantalones de color caqui y una raída camiseta. Les miró con fijeza cuando pasaron junto a él.

Habían dejado atrás los pinos y pudieron ver una casa ante ellos.

—En esa colina había antes una aldea —explicó Arthur. Fue borrada del mapa por algunos de los muchachos… Todo quedó arrasado, excepto nuestra barraca, aunque tuvimos que hacerle una buena cantidad de remiendos. En realidad, la habían dejado para el arrastre. Pertenecía a un pobre infeliz, un desviacionista, al que le rebanaron el cuello.

Volvía a ser el anfitrión de fin de semana, orgulloso de su casa y animado por los mejores deseos de que sus invitados compartieran su entusiasmo.

Se trataba de un edificio de dos plantas con paredes estucadas y con un tejado de anchos aleros. Todas las ventanas tenían los postigos cerrados.

Junto a la puerta había otro centinela. Arthur le dijo algo y el hombre proyectó el haz de una linterna en sus caras, antes de hacer un gesto de asentimiento a Arthur e indicarles que entrasen. Arthur abrió la puerta y sus acompañantes le siguieron al interior de la casa. Había una sala larga y estrecha, con una escalera y varias puertas. Junto a la puerta frontal, colgaba de un gancho una lámpara de petróleo. El techo no estaba enyesado y no quedaba gran cosa de las paredes. Tenía todo el aspecto de lo que era en realidad: una casa que había sido semidestruida por la explosión de una bomba o una granada, y después reparada temporalmente.

—Ya hemos llegado —anunció Arthur—. Esta es la antesala del cuartel general.

Había abierto la puerta de lo que parecía ser un comedor, puesto que había allí una mesa sobre caballetes y con un banco a cada lado. Sobre la mesa había botellas, vasos, un montón de cuchillos y tenedores, y otra lámpara de petróleo. En una esquina de la habitación había, en el suelo, varias botellas vacías.

—No hay nadie en casa —dijo Arthur—. Supongo que no les sentará mal un trago, ¿verdad? Sírvanse ustedes mismos. El cuarto para aliviar ciertas necesidades se encuentra a la derecha, si a alguno le interesa. Yo volveré enseguida.

Salió de la habitación, cerrando la puerta tras él, y le oyeron subir por la escalera.

George contempló las botellas. Había vino griego y aguardiente de ciruelas. Miró a la señorita Kolin.

—¿Un trago, señorita Kolin?

—Sí, por favor.

Sirvió dos vasos de aguardiente. Ella cogió el suyo, lo apuró de un trago y lo ofreció de nuevo a George, para que se lo llenara otra vez. Este lo hizo.

—Un aguardiente de lo más fuerte, ¿no cree? —preguntó, como para ponerla a prueba.

—Así lo espero.

—Bien, no suponía que fueran a conducirme hasta un lugar que parece un cuartel general militar. ¿Qué cree usted que es?

—Tengo una idea al respecto —contestó ella, mientras encendía un cigarrillo—. ¿Recuerda que hace cuatro días asaltaron un banco en Salónica?

—Creo recordar algo al respecto. ¿Por qué?

—Al día siguiente, mientras íbamos en tren a Florina, leí en el periódico el relato de este hecho. Daba una descripción exacta del camión que fue utilizado.

—¿Y que?

—Hemos venido aquí en ese mismo camión, esta noche.

—¿Qué dice? Usted bromea.

—No —contesto la señorita Kolin, tomando un nuevo trago de aguardiente.

—Entonces, está equivocada. Después de todo, debe de haber docenas, tal vez centenares, de esos camiones militares británicos abandonados en Grecia.

—No con ranuras para introducir matrículas falsas.

—¿Qué quiere decir?

—Observé estas ranuras cuando él enfocaba con la linterna para ayudarme a subir. Las matrículas falsas estaban en el suelo, en la parte posterior de la camioneta. Cuando nos detuvimos, las coloqué allí donde pudiera darles la luz de la luna mientras nos apeábamos. La parte de número que pude ver era la misma que se citaba en la noticia del periódico.

—¿Está totalmente segura?

—A mí, todo esto me gusta tan poco como a usted, señor Carey.

Pero George estaba recordando algo que había dicho el coronel Chrysantos: «Son listos y peligrosos y la policía no los captura».

—Sólo con que sospechen a medias que sabemos algo… —empezó a decir.

—Sí. Podría resultar muy desagradable.

La intérprete levantó el vaso para tomar un nuevo trago, pero se inmovilizó.

Se oía rumor de pasos bajando por la escalera.

George terminó rápidamente su aguardiente y sacó un cigarrillo.

El docto juez del que él había sido secretario, había dicho en cierta ocasión que era imposible practicar la ley durante largos años sin constatar que ningún caso, por claro que aparentase ser, podía considerarse totalmente a salvo contra la lamentable tendencia de la realidad a asumir la forma y proporciones del melodrama. En aquella época, George sonrió con cortesía y se preguntó si él también expondría semejantes generalizaciones cuando llegara a ser juez. Ahora lo recordó.

Se abrió la puerta.

El hombre que entró en la habitación era rubio y atlético, ancho de hombros y con manos grandes. Su edad debía de situarse entre los treinta y los cuarenta años. El rostro era enérgico, con unas mejillas enjutas, una boca que reflejaba determinación y unos ojos fríos y alerta. Caminaba muy erguido y la camisa de campaña que llevaba se tensaba sobre su pecho. Con el revólver que llevaba en su funda colgada del cinturón, parecía como si llevara uniforme.

Su mirada pasó, rápidamente de George a la señorita Kolin, mientras Arthur, que le había seguido, cerraba la habitación y se colocaba cerca de él.

—Siento que hayan tenido que esperar —dijo Arthur—. Señor Carey, le presento a mi jefe. Habla un poco el inglés —se lo enseñé yo—, pero evítele las palabras complicadas. Sabe quiénes son ustedes.

El recién llegado hizo chocar los tacones y les dirigió una leve inclinación.

—Schirmer —anunció brevemente—, Franz Schirmer. Creo que desean hablar conmigo.