8

VODENA, QUE ANTES se llamaba Edessa y que fue en otro tiempo la sede de los reyes de Macedonia, está a unos ochenta kilómetros al este de Salónica. Se encuentra entre una densa vegetación de viñedos, granados, higueras y moredas, en la falda del monte Chakirka, a unos doscientos metros sobre la llanura de Yiannitsa. Torrentes de aguas centelleantes descienden líricamente a lo largo de las faldas del monte hasta el Nisia Voda, un afluente del Vadar que discurre con rapidez junto a la ciudad, en dirección al río principal. Las tejas de las casas brillan bajo el sol. No hay hoteles turísticos.

George y la señorita Kolin llegaron allí en un coche alquilado en Salónica. No fue un viaje placentero, pues hacía mucho calor y la carretera era accidentada. El estado de su estómagos les privó incluso del consuelo de un buen almuerzo y una botella de vino en su lugar de destino. Mientras el chófer se lanzaba afanosamente en busca de comida y bebida, ellos entraron en un café, ahuyentaron las moscas el tiempo suficiente para tomar unos sorbos de coñac, y después empezaron a buscar, no sin cierto desaliento, algún tipo de información.

Casi inmediatamente les sonrió la suerte. Un vendedor de dulces del mercado no sólo recordaba bien la emboscada, sino que en aquellos tiempos había estado trabajando en una viña cercana. Los andartes, que llegaron una hora antes que los camiones alemanes, le habían avisado para que se pusiera a salvo.

Cuando regresó el chófer, persuadieron al vendedor para que dejase al cuidado de un amigo su parada de golosinas cubiertas de moscas y los guiara hasta el lugar del encuentro.

El depósito de gasolina había estado situado junto a un apartadero del ferrocarril, a unos cinco kilómetros de Vodena, cerca de la carretera secundaria que conducía a Apsalos. Los camiones habían sido sorprendidos en esta, a unos tres kilómetros de distancia del depósito.

Era un lugar ideal para una emboscada. La cuesta era muy empinada y en aquel punto la carretera describía una curva cerrada debajo de un promontorio, lo que permitía a los atacantes esconderse entre los árboles y los matorrales. Más abajo y más allá de la carretera, no había ninguna clase de refugio. Las minas habían sido colocadas más allá del viraje, de modo que, al estallar una debajo del primer camión, este bloqueara el camino para los que lo seguían, en un punto en el que los vehículos no podían dar media vuelta ni sus ocupantes encontrar protección y replicar al fuego que se les hacía desde arriba. Para los andartes ocultos en el monte, la operación debió de resultar bastante fácil. Lo más notable era el hecho de que dos de los once alemanes que ocupaban los camiones hubieran conseguido regresar con vida, lo cual sólo podía deberse a que fueran hombres muy rápidos en la huida o a que los disparos desde la montaña estuvieran muy mal dirigidos.

Los hombres que encontraron allí la muerte habían sido enterrados más abajo, en un terreno llano contiguo a la carretera. Según el vendedor del mercado, en aquella época la tierra estaba muy húmeda a causa de las lluvias. La fila de tumbas todavía podía distinguirse entre la maleza. El teniente Leubner y sus hombres habían amontonado unas cuantas piedras, formando montículo sobre cada una de ellas. George había visto este tipo de tumbas alemanas en Francia y en Italia y supuso que en aquel momento cada una de ellas también había ostentado el casco de acero de su ocupante, y tal vez una placa de madera con su número, nombre y graduación. Todo dependía del tiempo del que se dispusiera para tales refinamientos. Buscó las placas de madera, pero, si es que alguna vez habían existido, ahora no había trazas de ellas. Debajo de un matorral cercano encontró un casco alemán oxidado, y esto fue todo.

—Siete tumbas —observó la señorita Kolin cuando volvieron a subir por la colina—. Esto es lo que cabía esperar a juzgar por la carta del teniente de Frau Schirmer. Eran diez hombres y su sargento. Dos hombres regresaron. No se encontraron los cadáveres del sargento y del conductor del primer camión. En total, siete tumbas.

—Sí, pero Phengaros dijo que sólo hubo un prisionero, precisamente el conductor. Por consiguiente, ¿dónde estaba el sargento? ¡Veamos! El chófer fue herido cuando el camión chocó con la mina, pero no murió. Es muy probable que el sargento se encontrase en la cabina, a su lado. Probablemente, también él resultó herido. El teniente Leubner dijo que no era hombre capaz de rendirse sin pelear. Suponiendo que abandonara la carretera y que se le diera caza para matarlo a cierta distancia de ella…

—Pero ¿cómo, señor Carey? ¿Cómo pudo alejarse de aquí?

George recorrió el borde de la carretera y miró hacia abajo.

El terreno rocoso descendía casi en vertical hacia el valle que había abajo. Era absurdo suponer que un hombre, incluso ileso, tratara de bajar por allí bajo los disparos que se le dirigían desde el monte y desde la carretera. Los dos hombres que huyeron consiguieron hacerlo gracias a que se encontraban en el último camión y no haber resultado heridos, pero el sargento estaba a más de doscientos metros de distancia de cualquier refugio. No había tenido la menor oportunidad de salir de allí.

George ascendió un breve trecho en la colina para contemplar la escena desde el lugar que ocuparon los atacantes. Desde allí, la situación de los hombres que ocuparon aquellos camiones todavía parecía más desesperada. Pudo imaginar la escena: los camiones que subían fatigosamente por la carretera, la ensordecedora explosión de la mina, el tableteo de las metralletas y los disparos de los fusiles, las sordas explosiones de las granadas lanzadas a la carretera, las voces de mando y los gritos de los moribundos.

Descendió de nuevo hasta el coche.

—Está bien, señorita Kolin —dijo—; ¿qué cree usted que sucedió?

—Creo que fue capturado junto con el conductor y que los dos estaban heridos. Creo que el sargento murió a causa de sus heridas o lo mataron cuando trataba de escapar al dirigirse los andartes al lugar de su encuentro con Phengaros. Naturalmente, Phengaros pensaría que sólo se había hecho un prisionero.

—¿Y los documentos del sargento? Tenían que entregárselos a Phengaros.

—También debieron de apoderarse de los papeles de los alemanes a los que mataron aquí.

George reflexionó.

—Sí, puede que tenga razón. Al menos, es una explicación razonable. Sin embargo, todavía queda una manera de poder saber con certeza lo que ocurrió, y es encontrar a alguien que estuviera presente.

Con un gesto de la cabeza, la señorita Kolin indicó el vendedor de dulces.

—He estado hablando con este hombre. Dice que los andartes que realizaron esta acción eran de Florina. Esto concuerda con la información del coronel.

—¿Conocía a alguno de ellos por su nombre?

—No. Sólo ha dicho que eran de Florina.

—Otro callejón sin salida. Está bien, mañana iremos allí. De momento, será mejor que emprendamos el regreso. ¿Qué propina cree que debo darle a ese viejo?

A primera hora de la tarde llegaron a Salónica. Parecía como si hubiera ocurrido algo inusual durante su ausencia. En las calles se veían más policías que de costumbre y los tenderos se encontraban en las aceras. Discutiendo animadamente con sus vecinos. Los cafés estaban atestados.

En el hotel se enteraron de la noticia. Poco antes de las tres de aquella tarde, un camión del ejército se había detenido ante la entrada del Banco de Crédito Euroasiático, en la calle Egnatie, donde había esperado unos momentos. De pronto, habían saltado del mismo, por la parte posterior, seis hombres armados con metralletas y granadas. Tres de ellos se habían situado inmediatamente junto a la entrada, mientras los tres restantes irrumpían en el banco. Dos minutos más tarde, volvieron a salir con un botín de dólares, escudos y francos suizos por valor de varios cientos de miles de dólares. Diez minutos más tarde, y prácticamente antes de que los transeúntes hubieran advertido que sucedía algo, habían saltado de nuevo al camión y este se había perdido de vista.

La operación había estado perfectamente organizada. Los asaltantes sabían con exactitud en qué caja fuerte se guardaba el dinero y también cómo llegar a ella. Nadie había resultado herido. Un empleado, que había tenido el valor de poner en marcha un timbre de alarma, sólo había recibido un culatazo en la cara por su audacia. El timbre no había sonado por la sencilla razón, descubierta más tarde, de que sus cables habían sido desconectados. Los asaltantes habían saludado con el puño en alto. Evidentemente, habían contado con un correligionario comunista en el banco, y, sin duda, este robo era uno más en la serie organizada para alimentar los fondos del Partido. Naturalmente, las sospechas sobre la identidad del correligionario se habían acumulado sobre el empleado valiente. ¿Quién se hubiera atrevido a hacer lo que hizo este, de no haber sabido de antemano que no corría el menor riesgo? La cosa parecía clara y, por tanto, la policía lo estaba interrogando.

Tal fue el relato que sobre los hechos les hizo un excitado empleado de la recepción del hotel. El barman del hotel confirmó los hechos, pero este tenía una teoría más sofisticada sobre los motivos de los atracadores.

¿Por qué, preguntaba, todos los grandes robos que tenían ahora lugar eran obra de comunistas que con ellos pretendían aumentar los fondos del Partido? ¿Es que nadie más robaba ya? Sí, desde luego que se habían producido robos políticos, pero no tantos como la gente suponía. ¿Y por qué los bandidos habían de saludar puño en alto al marcharse? ¿Para demostrar que eran comunistas? ¡Absurdo! Meramente, trataban de dar esta impresión para engañar a la policía y desviar la atención de esta. Podían estar seguros de que la policía preferiría culpar a los comunistas. Todo lo malo era achacado a los comunistas. Él, desde luego, no era comunista, pero…

Y así siguió hablando extensamente.

George le escuchaba, distraído. En aquel momento, lo que más le interesaba era el descubrimiento de que su apetito había hecho repentinamente su reaparición, y que podía contemplar sin repugnancia la perspectiva de una buena cena.

Florina se encuentra en la entrada de un profundo valle, quince kilómetros al sur de la frontera yugoslava. A unos sesenta kilómetros de distancia, a través de las montañas y hacia el oeste, está Albania. Florina es el centro administrativo de la provincia del mismo nombre y es un importante nudo ferroviario. Cuenta con una guarnición militar y con una ciudadela turca en ruinas. Posee más de un hotel. No es tan pintoresca como Vodena, ni tan antigua. Nació como insignificante etapa de relevo de caballos en una carretera romana que unía Durazzo con Constantinopla, y ya demasiado tarde para compartir las efímeras glorias del Imperio Macedonio. En una tierra que ha contenido tantas de las fuentes de la civilización occidental, Florina es una advenediza.

Pero si bien Florina no posee una historia de gran interés para los compiladores de guías de viaje, sí tiene, en el sentido eduardiano de la palabra, un pasado.

En el verano de 1896, dieciséis hombres se reunieron en Salónica. Allí fundaron una organización política que, años después, se convertiría en la más formidable de las sociedades terroristas secretas de los Balcanes, e incluso de Europa. Su nombre era el de Organización Revolucionaria Macedonia Interna, y sus siglas ORMI. Su credo era «Macedonia para los macedonios», su bandera una calavera y unas tibias rojas sobre fondo negro, y su lema, «Libertad o Muerte». Sus argumentos eran el cuchillo, el fusil y la bomba. Sus fuerzas armadas, que vivían en las colinas y montañas de Macedonia, aplicando las leyes de la ORMI y cobrando sus impuestos a los habitantes de pueblos y ciudades, eran conocidas como comitadjis. Su juramento de obediencia se prestaba sobre una Biblia y un revólver, y el castigo para la traición era la muerte. Entre los que prestaban este juramento y servían a la ORMI se contaban hombres acaudalados, así como campesinos, poetas y también soldados, y filósofos al mismo tiempo que asesinos profesionales. Por la causa de la autonomía macedonia, se daba muerte a turcos y búlgaros, serbios y valacos, griegos y albaneses. También se mataba a macedonios por la misma causa. Cuando comenzó la primera guerra balcánica, la ORMI era una importante fuerza política, capaz de ejercer una influencia considerable sobre los acontecimientos El comitadji macedonio, con sus cartucheras y su fusil, se estaba convirtiendo en una figura legendaria, en un heroico defensor de mujeres y niños contra el salvajismo de los turcos, en un caballero de las montañas que prefería la muerte al deshonor y que trataba a sus cautivos con cortesía y magnanimidad. El hecho de que, según algunos observadores cínicos, las salvajadas de los turcos se cometieran generalmente como represalia por las atrocidades realizadas por los comitadjis, y de que la conducta caballeresca sólo se demostraba cuando existía la posibilidad de impresionar con ella a simpatizantes extranjeros, parecía ejercer muy poco efecto sobre la leyenda. Esta persistió, con un vigor considerable, y hasta cierto punto todavía se mantiene. En la plaza principal de Gorna Djoumaia, la capital de la Macedonia búlgara, hay incluso un monumento al «Comitadji desconocido». Es cierto que fue erigido en 1933 por bandoleros de la ORMI que saquearon la ciudad, pero el gobierno central búlgaro de la época no presentó ninguna objeción al respecto, y casi con toda seguridad todavía sigue allí. Si bien ya no militan en la ORMI poetas e idealistas, sigue siendo una fuerza política y, según las épocas, ha prestado sus servicios, con admirable imparcialidad, tanto a fascistas como a comunistas. La ORMI es, y siempre ha sido, una institución muy balcánica.

Florina fue uno de los baluartes «fundadores» de la ORMI. Poco después de la importante reunión de Salónica en 1896, un exsargento del ejército búlgaro, llamado Marko, empezó a reclutar en Florina una banda de la ORMI, que al poco tiempo se convirtió en la más poderosa de la zona, así como en la más distinguida. El poeta búlgaro Yavorov y el joven escritor Christo Silianov se contaban entre los que se unieron a ella y (aunque Silianov, el escritor, cayó en desgracia al mostrar una afeminada aversión a degollar a sus prisioneros) ambos prestaron un intenso servicio activo con los hombres de Florina. Marko fue muerto por los soldados turcos, pero la banda se mantuvo como unidad efectiva y desempeñó un papel destacado en la rebelión de 1903. Las técnicas irredentistas del sabotaje, la emboscada, el secuestro, la intimidación, el robo armado y el asesinato forman parte de la herencia cultural de Florina y, aunque hoy se necesite una invasión y una guerra para inducir a los habitantes de la provincia, fieles cumplidores de la ley, a dedicarse de nuevo a esas antiguas habilidades, siempre hay, incluso en tiempo de paz, unos cuantos hombres audaces dispuestos a echarse al monte y recordar a sus infortunados vecinos que las tradiciones de sus antepasados todavía están vivas.

George y la señorita Kolin llegaron en tren desde Salónica.

El Hotel Partenón era un edificio de tres plantas cerca del centro de la ciudad. Había debajo de él un café y un restaurante en el que se podía entrar directamente desde la calle. Su tamaño era más o menos el de un hotel comercial de tercera clase, en una ciudad como Lyon. Las habitaciones eran pequeñas y la instalación de fontanería muy primitiva. La cabecera de la cama, en la habitación de George, era de hierro, pero alrededor del somier había un marco de madera. Por sugerencia de la señorita Kolin, George pasó su primera media hora allí trabajando con un fuelle y un bote de DDT, atacando las grietas de la madera. Después, bajó al café y al poco rato la señorita Kolin se reunió con él.

El propietario del Partenón era un hombre más bien bajo, de cara grisácea y cabellos grises cortados como un cepillo, y ataviado con un arrugado traje gris. Cuando vio aparecer a la señorita Kolin, abandonó la mesa más cercana al mostrador del bar, junto a la cual había estado hablando con un oficial del ejército, y se acercó a ellos. Hizo una reverencia y dijo algo en francés.

—Pregúntele si quiere tomar una copa con nosotros —dijo George.

Una vez traducida la invitación, el hombrecillo se inclinó de nuevo, se sentó murmurando unas palabras de excusa e hizo chasquear los dedos en dirección al camarero.

Los tres tomaron ouzo y se intercambiaron fórmulas de cortesía. El propietario del hotel se excusó por no hablar inglés y después empezó a inquirir discretamente acerca de los asuntos que los habían traído a la ciudad.

—Aquí tenemos pocos turistas —observó—, y siempre he dicho que es una lástima.

—El paisaje, desde luego, es muy atractivo.

—Si tienen tiempo mientras estén aquí, deben hacer alguna excursión en coche. Yo mismo me ocuparé de alquilárselo.

—Es muy amable por su parte. Dígale que en Salónica nos enteramos de que había unos excelentes terrenos de caza cerca de los lagos, al oeste.

—¿Acaso el caballero desea ir de caza?

—Esta vez no, por desgracia. Estamos en viaje de negocios. Sin embargo, nos dijeron que la caza es aquí muy abundante.

El hombrecillo sonrió.

—Hay toda clase de caza en las cercanías. En las montañas, también hay águilas —añadió a media voz.

—¿Águilas que también se dedican a la caza, tal vez?

—Seguramente, esto se lo contaron también al caballero en Salónica.

—Siempre he tenido entendido que este es un lugar muy romántico del país.

—Sí, el águila es un ave romántica para muchos —afirmó el dueño del hotel con picardía.

Evidentemente, era una de aquellas personas que no dejan pasar por alto la menor broma, una vez ha hincado sus dientes en ella.

—También es un ave de presa.

—¡Desde luego! Cuando los ejércitos se desintegran, siempre hay unos cuantos que prefieren seguir juntos y librar una guerra privada contra la sociedad. Sin embargo, aquí en Florina el caballero no debe temer nada. Las águilas están bien seguras en el monte.

—Es una lástima. Nosotros esperábamos que usted pudiese ayudarnos a encontrar una.

—¿Encontrar un águila? ¿Acaso el caballero comercia en plumas valiosas?

Pero George se estaba aburriendo ya y dijo:

—Está bien, dejemos de hablar a medias. Dígale que soy un abogado y que, si es posible, deseamos hablar con alguien que perteneciera al grupo del ELAS dirigido por Phengaros en 1944. Explíquele que no hay en ello ningún aspecto político, y que sólo deseamos investigar acerca de la tumba de un sargento alemán que murió cerca de Vodena. Dígale que represento a parientes de ese hombre, que viven en Estados Unidos.

Observó la cara del hombrecillo mientras la señorita Kolin traducía las palabras. Durante unos momentos apareció una expresión extraordinaria en su cara arrugada y grisácea, una expresión compuesta, en partes iguales, por interés, sorpresa, indignación y temor. Después bajó un telón y la cara recuperó su inexpresividad. Su propietario levantó la copa y la vació de un trago.

—Lamento —dijo con toda precisión— que en este asunto no pueda prestarles ninguna ayuda.

Dicho esto se levantó.

—Espere un momento —exclamó George—. Si no puede ayudarme, pregúntele si conoce a quien pueda hacerlo.

—El propietario del hotel titubeó y después miró al oficial sentado ante la mesa, junto al mostrador del bar.

—Un momento —dijo secamente.

Se acercó al oficial e, inclinándose sobre la mesa, empezó a hablarle rápidamente.

A los pocos momentos, George vio que el oficial le dirigía una rápida mirada, después de lo cual dijo algo al dueño. El hombrecillo se encogió de hombros. El oficial se levantó entonces y se aproximó.

Era un joven moreno y esbelto, con ojos brillantes, unos pantalones de montar muy anchos y una cintura tan estrecha como la de una muchacha. Llevaba las insignias de capitán. Se inclinó ante la señorita Kolin y dirigió una sonrisa amable a George.

—Le ruego que me disculpe, caballero —dijo en inglés—. El propietario del hotel me dice que están ustedes realizando una investigación.

—Exactamente.

El joven hizo chocar sus tacones.

—Capitán Streftaris —dijo—. ¿Es usted norteamericano, señor…?

—Me llamo Carey. Sí, soy norteamericano.

—¿Y esta señora?

—La señorita Kolin es francesa. Es mi intérprete.

—Gracias. Tal vez yo pueda ayudarle, señor Carey.

—Muy amable por su parte, capitán. Siéntese, por favor.

—Gracias.

El capitán hizo girar la silla, colocó el asiento entre sus piernas y se sentó con los codos apoyados en el respaldo. Había en este gesto un matiz curiosamente insolente. Sonrió de nuevo, pero esta vez con menos amabilidad.

—Ha logrado que el dueño de este hotel se sienta muy intranquilo, señor Carey.

—Lo lamento. Todo lo que le he pedido es que me pusiera en contacto con alguien que formara parte del grupo de Phengaros en 1944. También le he dicho que en mi gestión no había ningún aspecto político.

El capitán suspiró.

—Señor Carey —dijo—, si yo me dirigiera a usted, en Estados Unidos, y le pidiera que me pusiera en contacto con un gángster buscado por la policía, ¿estaría usted dispuesto a ayudarme?

—¿Es esta una comparación adecuada?

—Desde luego que sí. No creo que usted comprenda muy bien los problemas que tenemos aquí. Es usted un extranjero, desde luego, y esto le excusa, pero resulta muy indiscreto investigar cuestiones de esta clase.

—¿Le importa decirme por qué?

—Estos hombres son comunistas, hombres fuera de la ley. ¿Sabe usted que el propio Phengaros se encuentra en la cárcel bajo la acusación de un delito criminal?

—Sí. Hablé con él hace dos días.

—¿Cómo dice?

—El coronel Chrysantos, en Salónica, tuvo la amabilidad de disponer que yo pudiera entrevistar a Phengaros en la prisión.

La sonrisa del capitán se desvaneció y el joven retiró sus codos del respaldo de la silla.

—Le ruego que me excuse, señor Carey.

—¿Por qué?

—No había entendido que se encontraba aquí en misión oficial.

—Bien, para ser exacto…

—No creo que hayamos recibido órdenes de Salónica. De haberlas recibido, desde luego, el comandante me habría dado instrucciones.

—Un momento, capitán; no quiero que haya ningún malentendido. Mis asuntos son legales, más bien que oficiales. Se lo explicaré.

El capitán escuchó atentamente la explicación, y, cuando George la hubo terminado, mostró una expresión de alivio.

—Entonces, ¿no se encuentra usted aquí por recomendación del coronel Chrysantos?

—No.

—Debe usted saber, señor Carey, que yo soy el oficial del servicio de información militar en este distrito. Sería muy desagradable para mí que el coronel Chrysantos creyera que…

—Desde luego. El coronel es un hombre muy eficiente.

—¡Ya lo creo!

—Y también un hombre muy ocupado. Por lo tanto, creí que sería mejor no volver a molestar al coronel, y conseguir de manera no oficial los nombres de algunas de estas personas.

El capitán se mostró perplejo.

—¿No oficial? ¿Hasta qué punto?

—Podría comprar los nombres, ¿no cree?

—Pero ¿a quién?

—Pues bien, eso es lo que yo esperaba que el dueño del hotel pudiera indicarme.

—¡Ah! —el capitán se permitió por fin sonreír de nuevo—. Señor Carey, si el propietario supiera dónde poder comprar los nombres que usted desea, no sería tan imprudente como para admitirlo ante un extraño.

—Pero ¿no tienen ustedes la pista de algunas de estas personas? ¿Qué ha sido de todas ellas?

—Algunos encontraron la muerte peleando con las fuerzas de Markos y otros están al otro lado de la frontera, con nuestros vecinos. Los demás… —se encogió de hombros— han tomado otros nombres.

—Pero seguramente algunos vivirán cerca de aquí…

—Sí, pero no puedo recomendarle que se dedique a buscarlos. Hay en esta ciudad ciertos cafés donde, si hiciera usted las preguntas que le ha hecho aquí al hotelero esta noche, podría encontrarse en situación muy desagradable.

—Comprendo. ¿Y qué haría usted en mi lugar, capitán?

El capitán reflexionó profundamente durante unos momentos, y después se inclinó hacia adelante.

—Señor Carey, no quiero que crea que no estoy dispuesto a proporcionarle toda la ayuda que me sea posible.

—No, desde luego que no.

Sin embargo, el capitán no había terminado.

—Quiero ayudarle en todo lo que me sea posible. No obstante, permítame, por favor, que le explique una cosa. Usted desea saber, simplemente, si ese sargento alemán murió o no murió en aquella emboscada. ¿Es así?

—Exactamente.

—¿Usted no desea especialmente saber el nombre de la persona que le vio morir?

George consideró la pregunta durante unos momentos.

—Bien, vamos a plantear la cosa de otra manera —dijo finalmente—: Lo más probable es que el sargento muriera. Si fue así y yo puedo adquirir una razonable certeza de este hecho, entonces eso será todo lo que yo deseo saber. Mi gestión habrá terminado.

El capitán asintió con la cabeza.

—Muy bien. Vamos a suponer ahora, por un momento, que se pudiera obtener de algún modo esta información. ¿Estaría dispuesto a pagar, por ejemplo, trescientos dólares por esa información, sin saber la procedencia de la misma?

—¡Trescientos dólares! Es mucho dinero, ¿no cree?

El capitán movió la mano, como restando importancia a la cuestión.

—Digamos, pues, doscientos. Lo de la cantidad es lo de menos.

—Entonces, digamos cien dólares.

—Como usted quiera. Sin embargo, ¿los pagaría, señor Carey?

—Bajo ciertas condiciones, sí.

—¿Qué condiciones, por favor?

—Pues bien, puedo decirle ya que no estoy dispuesto a pagar cien dólares sólo por el placer de que alguien me diga que conoce a alguien más que conoce a su vez a un hombre que tomó parte en aquella emboscada, y que dice que el sargento alemán murió en ella. Yo desearía algún tipo de prueba que demostrase la veracidad de su historia.

—Comprendo, pero ¿qué prueba podría haber?

—En primer lugar, lo que yo querría es una explicación razonable del hecho de que el cadáver del sargento no fuese encontrado por la patrulla alemana que llegó poco después. Había allí soldados muertos, pero el sargento no se contaba entre ellos. Un testigo fiable debería saber la respuesta a esta pregunta.

—Sí, es muy lógico.

—Pero ¿hay alguna posibilidad de obtener esta información?

—Esto es lo que yo he estado pensando. Tal vez vea una posibilidad, sí. No puedo prometer nada. ¿Sabe usted algo acerca de los métodos policiales?

—Sólo lo más usual.

—Entonces, sabrá usted que, cuando se trata con criminales, a veces es prudente conceder a los menos peligrosos una inmunidad temporal, e incluso proporcionarles un cierto estímulo, si con ello se puede averiguar algo acerca de lo que están haciendo los demás.

—¿Se refiere usted a pagar a los informadores?

—No exactamente. El informador pagado rara vez resulta satisfactorio. Se le paga una y otra vez a cambio de nada, y después, cuando llega el momento en que puede resultar útil, se le encuentra con la garganta cortada y el dinero del Gobierno ha sido desperdiciado. No, los tipos de los que yo hablo son los delincuentes menores, cuyas actividades pueden tolerarse porque gozan de la confianza de aquellos a los que nosotros deseamos ponerles la mano encima. Esos tipos no informan ¿comprende?, pero al mostrarles una cierta amistad aparente y pasarles por alto sus pequeñas fechorías, es posible aprender muchas cosas más interesantes.

—Comprendo. Si hubiera algo de dinero en ello y nadie corriera peligro, una de estas personas podría averiguar lo que yo deseo saber.

—Exactamente.

—¿Tal vez se le ocurre algo?

—Sí, pero primero debo realizar una discreta investigación para ver si cabe establecer un contacto seguro. Creo que le coronel Chrysantos se enfadaría mucho conmigo, señor Carey, si yo pusiera su vida en peligro —dirigió una radiante sonrisa a la señorita Kolin—, o la de madame.

La señorita Kolin bajó la vista y George sonrió.

—No, no conviene que se enfade el coronel. Pero, de todos modos, es muy amable por su parte tomarse todas estas molestias, capitán.

El capitán alzó la mano en un ademán de protesta.

—No tiene importancia. Si por casualidad usted mencionara ante el coronel que yo le he podido prestar algún pequeño servicio, tenga la seguridad de que me vería bien recompensado.

—Naturalmente, pienso mencionarlo. Pero ¿quién es la persona que, según cree, puede echar una mano en este asunto?

—Es una mujer. Exteriormente, es la propietaria de una bodega, pero en realidad comercia secretamente en armas. Si un hombre desea un fusil o un revólver, acude a ella, y ella se lo proporciona. ¿Por qué no la detenemos? Pues porque otra persona iniciaría enseguida el mismo comercio, alguien a quien no conoceríamos y a quien no podríamos mantener tan fácilmente bajo vigilancia. Tal vez un día, cuando podamos estar seguros de cortar sus fuentes de suministro, le echemos el guante. Hasta entonces, es mejor que las cosas sigan tal como están. Le encanta hablar por los codos y, para nuestros fines, es una persona más que adecuada.

—¿Pero no sabe ella que se encuentra bajo vigilancia?

—Sí, ya lo creo, pero soborna a mis hombres. El hecho de que estos acepten su dinero hace que ella se sienta segura. Todo transcurre de una manera muy amistosa. Sin embargo, como no queremos alarmarla, primero debemos consultar con ella. —Se levantó, como disponiéndose súbitamente a poner manos a la obra—. Tal vez esta noche.

—Muy amable por su parte, capitán. ¿No quiere quedarse para tomar una copa?

—No, muchas gracias. Es que tengo una cita. Mañana le enviaré aquí una nota con las señas a las que debe usted ir si ella está de acuerdo, y todas las demás instrucciones necesarias.

—De acuerdo. Me parece muy bien.

Hubo varios taconazos y un nuevo intercambio de cortesías al marcharse el oficial. George hizo una seña al camarero.

—¿Y bien, señorita Kolin? —preguntó, cuando les hubieron servido de nuevo—. ¿Qué opina?

—Creo que la cita del capitán es, casi con toda seguridad, con su amante.

—Quería decir si opina usted que de esto puede salir algo. Usted conoce esta parte del mundo. ¿Cree que hará lo que ha dicho, acerca de ponerse en contacto con esa mujer?

Ella se encogió de hombros.

—Creo que por cien dólares el capitán haría prácticamente cualquier cosa.

George necesitó unos momentos para apreciar la implicación de estas palabras.

—Pero el capitán no se quedará con el dinero… —dijo.

—¿No?

—No. Eso es para la mujer de la bodega, en caso de que dé la información.

—No creo que él vaya a darle cien dólares. Tal vez veinte. A lo mejor, nada.

—Está usted bromeando.

—Usted me ha preguntado mi opinión.

—El capitán es uno de esos jóvenes tipo ejecutivo dinámico. Todo lo que desea es una palmada de su jefe en la espalda. Ya lo verá.

La señorita Kolin sonrió sarcásticamente.

George no pudo descansar bien aquella noche. Las precauciones que había tomado contra las chinches habían servido, en cierto aspecto, para convencerle de que colchón y somier debían de estar rebosantes de bichos. En la oscuridad no tardó en imaginar que le estaban atacando. De nada servía ahora recordar el DDT que había aplicado, ya que las chinches balcánicas probablemente se comían el insecticida como si fuera un helado. Cuando una cuarta y minuciosa investigación no consiguió revelar ni un solo atacante, le invadió la desesperación, deshizo la cama y procedió a una nueva campaña contra el colchón, con el insuflador. Se alzaba ya entre las montañas la luz rosada del amanecer cuando consiguió conciliar el sueño.

Despertó a las nueve, malhumorado. Mientras desayunaba en el café de la planta baja, llegó una carta del capitán.

Muy señor mío:

La mujer es madame Vassiotis, dueña de la bodega de la calle Monténégrine. Le esperará, pero no hasta esta tarde. Dígale que va de parte de monsieur Kliris. No hable de mí. Se le ha dicho lo que usted desea y es posible que tenga una respuesta para ello. El precio será de 150 dólares USA, pero no dé el dinero a la mujer ni hable de él. Deseo tener la seguridad personal de que ha quedado usted satisfecho antes de pagar. Si, cuando yo lo vea esta noche, me dice que todo ha ido bien, yo me ocuparé de que el dinero llegue a ella por mediación de monsieur Kliris.

La carta estaba escrita en una hoja de papel en blanco e iba sin firmar.

George no la enseñó a la señorita Kolin.

La calle Monténégrine resultó ser un empinado pasaje, lleno de inmundicias, en el barrio más pobre de la ciudad. Las casas estaban maltrechas y su aspecto era repelente. Hileras de ropa tendida colgaban a través del pasaje, entre algunas de las ventanas superiores, y en otras ventanas las sábanas habían sido puestas a airear en las repisas. Había gran cantidad de chiquillos por todas partes.

La bodega estaba situada cerca del extremo más alto del pasaje, junto al patio de un almacenista de materiales de construcción. Había una entrada con una cortina de hileras de cuentas, y dos o tres escalones conducían al interior. George y la señorita Kolin entraron y se encontraron en una especie de bodega, con barriles de vino apilados en ambos lados junto a las paredes y un gran mostrador de madera en el centro. La luz procedía de una lámpara de aceite colocada en un estante. El aire era fresco y había un olor a vino rancio y barricas viejas que no resultaba del todo desagradable.

Había en la tienda dos personas. Una de ellas, un anciano con pantalones de sarga azules, estaba sentado en un banco y bebía un vaso de vino. La otra era madame Vassiotis.

Era sorprendentemente obesa, con grandes pechos colgantes y un inmenso regazo. Estaba sentada en un taburete bajo, al que ocultaba casi por completo, junto a una puerta en la parte posterior de la tienda. Cuando ellos entraron, se levantó lentamente y avanzó hacia la luz.

Su cabeza era pequeña para aquel cuerpo enorme y llevaba los negros cabellos peinados atrás, muy estirados. Parecía como si su cara hubiera de pertenecer a una persona más joven o menos gorda, pues todavía era una cara fresca y de forma delicada, y bajo unas gruesas pestañas los ojos eran negros y brillantes.

Murmuró unas palabras de salutación.

La señorita Kolin contestó a ellas. George le había dado instrucciones de antemano para la entrevista, y la joven no se molestó en traducir las frases preliminares. George vio que madame Vassiotis asentía con un gesto de comprensión y miraba al anciano. A continuación, ella dirigió una breve inclinación a George y, con un signo de invitación, les hizo atravesar una puerta que llevaba a una sala de estar.

Había en ella tapices turcos en las paredes, un diván con cojines de felpa y unos cuantos muebles victorianos más bien desvencijados. Recordaba la cabina de una adivina en una feria ambulante. Sólo faltaba la bola de cristal.

Madame Vassiotis sirvió tres copas de vino, se arrellanó pesadamente en el diván e indicó unas sillas a sus visitantes. Una vez sentados estos, la mujer cruzó las manos sobre su regazo y les miró plácidamente, como si esperase que alguien propusiera un juego de salón.

—Pregúntele —dijo George— si ha podido conseguir respuesta a las preguntas que le formuló monsieur Kliris.

Madame Vassiotis escuchó muy seria la traducción y después, con un gesto de asentimiento, empezó a hablar.

—Manifiesta —explicó la señorita Kolin— que ha podido hablar con uno de los andartes que tomó parte en aquel encuentro cerca de Vodena. La información que ella tiene es que el sargento alemán resultó muerto.

—¿Sabe cómo murió?

—Se encontraba en el primer camión del convoy alemán. Estalló una mina debajo de él.

George reflexionó durante unos momentos. Él no había mencionado ninguno de estos hechos ante el capitán. La cosa parecía prometedora.

—¿Vio el informante al sargento ya muerto?

—Sí.

—¿Se encontraba en la carretera?

—Estaba allí donde cayó cuando el camión recibió los efectos de la explosión.

—¿Qué ocurrió después con el cadáver?

George vio que madame Vassiotis se encogía de hombros.

—¿Sabe ella que el cadáver no estaba allí cuando llegó después la patrulla alemana?

—Sí, pero su informante no puede ofrecer ninguna explicación al respecto.

George volvió a reflexionar. Aquello resultaba extraño. Un hombre experimentado en la guerra sabría probablemente que el suboficial al mando de una columna alemana viajaría en el primer camión, y con toda certeza cualquiera que hubiese tomado parte en aquella emboscada sabría que el primer camión era el que había hecho explotar la mina. Era muy posible que el informante se hubiera encontrado alejado de la carretera, disparando contra los demás camiones, pero, ante la perspectiva de ganarse unos cuantos dólares por sus servicios, quisiera quedar bien presentando un testimonio razonable.

—Pregúntele si su amigo sabe cuáles eran las heridas que sufrió el sargento.

—No puede decirlo con exactitud. El sargento yacía en medio de un charco de sangre.

—¿Está ella absolutamente segura de…? —se interrumpió—. No, espere un momento. Pregúntelo de otra manera. Si el sargento hubiera sido su hijo, ¿estaría ella totalmente segura de su muerte a juzgar por lo que su amigo le ha explicado?

Apareció una sonrisa en aquellos labios delicadamente curvados y seguidamente un temblor de hilaridad sacudió el voluminoso cuerpo cuando la mujer entendió la pregunta. Después, con un esfuerzo que le arrancó un gruñido, se levantó del diván y se dirigió a la mesa, donde abrió un cajón. Extrajo de él un trozo de papel que entregó a la señorita Kolin, con una explicación.

Madame había previsto sus dudas y pidió una prueba que demostrase que su amigo vio el cadáver. Este le contó que despojaron a los muertos de su equipo y que él se quedó con la cantimplora del sargento. Todavía la tiene. Lleva el número y el nombre del sargento grabados en la correa. Están escritos en este papel.

Madame Vassiotis volvió a sentarse y, mientras George examinaba el papel, tomó un sorbo de vino.

George conocía bien el número, pues lo había visto antes en varios documentos. Debajo de él, con letras mayúsculas, alguien había escrito: «SCHIRMER, F.».

George lo estudió cuidadosamente durante unos momentos y después asintió con la cabeza. Él no había mencionado el nombre de Schirmer ante el capitán. No cabía pensar en un engaño. La prueba era concluyente. Tal vez no se supiera nunca lo que ocurrió después con el cadáver del sargento Schirmer, pero no había la menor duda de que madame Vassiotis y su misterioso conocido estaban contando lo que ellos sabían acerca de lo sucedido.

Asintió otra vez y, cogiendo su copa de vino, la alzó cortésmente, en un gesto de brindis dedicado a aquella mujer.

—Dele la gracias de mi parte, señorita Kolin —dijo mientras dejaba de nuevo la copa—, y dígale que me considero satisfecho.

Sacó un billete de cincuenta dólares, lo puso sobre la mesa y se levantó.

Vio en la cara de la mujer una expresión de asombro, rápidamente disimulada, y a continuación también ella se levantó, dedicándole una inclinación y una sonrisa. Era evidente que estaba muy contenta. Si su dignidad lo hubiera permitido, habría cogido el billete para echarle un vistazo más detenido. Les rogó entonces que bebieran un poco más de vino.

Cuando finalmente pudieron abandonar la bodega, George se volvió hacia la señorita Kolin.

—Será mejor que le diga que no mencione estos cincuenta dólares ante monsieur Kliris —dijo—. Yo tampoco hablaré de ellos con el capitán. Con un poco de suerte, tal vez esa mujer cobre dos veces.

La señorita Kolin estaba terminando su sexto coñac después de la cena, y sus ojos se empañaban ya con rapidez. Estaba sentada, muy erguida en su silla, y de un momento a otro decidiría que había llegado la hora de ir a acostarse. Hacía ya largo tiempo que el capitán se había marchado, con el aspecto de un hombre de cuyo carácter bondadoso alguien ha sabido aprovecharse. Sin embargo, no había rechazado los cien dólares que George le ofreció. Era de suponer que en aquellos momentos estuviera celebrando la ocasión con su querida. Para George, nada más quedaba por hacer en Florina.

—Nos marcharemos mañana por la mañana, señorita Kolin —dijo—. En tren hasta Salónica. En avión hasta Atenas, y otro avión hasta París. ¿De acuerdo?

—¿Su decisión es definitiva?

—¿Se le ocurre algún motivo que obligue a continuar con este asunto?

—Yo nunca he tenido ninguna duda de que el hombre había muerto.

—No, es cierto, siempre lo ha sostenido. ¿Va a acostarse?

—Creo que sí. Buenas noches, señor Carey.

—Buenas noches, señorita Kolin.

Mientras contemplaba su cuidadoso avance hacia la puerta del café, George se preguntó melancólicamente si la joven mantenía aquel rígido autocontrol hasta llegar a su cama, o si, en la intimidad de su habitación, se permitía desplomarse sin sentido.

Acabó poco a poco su copa. Se sentía deprimido y deseaba explicarse el porqué. Desde el punto de vista del joven abogado de un conocido bufete, que, tan sólo unas pocas semanas antes, había tenido la satisfacción de ver escrito su nombre en la puerta de una oficina de Filadelfia, hubiera tenido que sentirse encantado por el giro de los acontecimientos. Se le había confiado una tarea difícil y poco remuneradora, y la había efectuado con rapidez y eficiencia. Ahora podía regresar, confiado, para asumir otras actividades más serias y más útiles. Todo marchaba perfectamente, pero no le estaba causando ningún placer la situación. Era absurdo. ¿No podía ser que, en el fondo de su corazón, hubiera esperado, absurdamente, descubrir al reivindicante de la herencia Schneider Johnson, y llevarlo triunfalmente para presentarlo a aquel viejo chocho, pero en cierto modo todavía juvenil, que era el señor Sistrom? ¿No sería que lo que le estaba inquietando ahora, era, meramente, una estúpida sensación de decepción? Había de ser esto, desde luego. Por unos momentos, casi logró convencerse a sí mismo de que había descubierto la razón de su presente estado de ánimo, pero seguidamente descubrió la verdad, que era todavía menos digerible: se había estado divirtiendo.

Sí, era esto. Al inteligente, ambicioso y pretencioso señor Carey, con su elegante y sonriente familia, sus trajes de Brooks Brothers y sus títulos obtenidos en Princeton y en Harvard, le gustaba jugar a los detectives, le gustaba buscar a inexistentes soldados alemanes, le gustaba tener tratos con personas tan extrañas como Frau Gresser, tan desagradables como el coronel Chrysantos y tan indeseables como Phengaros. ¿Y por qué? ¿Por el valor de tales experiencias en la práctica de su profesión legal? ¿Porque amaba a sus semejantes y estos le inspiraban curiosidad? ¡Tonterías! Lo más probable era que los complicados sistemas defensivos de su juventud, las pomposas fantasías de grandes sillones presidenciales y salas de juntas con paneles de madera, de poder y riqueza ocultos entre las tramoyas, empezaran a derrumbarse, y que el adolescente atacado por el acné empezara a surgir, aunque tardíamente, bajo los focos de la escena. ¿No sería que, al encontrar algo acerca de un hombre ya muerto, había empezado a encontrar, por fin, algo acerca de sí mismo?

Suspiró, pagó la cuenta del bar, recogió su llave y subió a su habitación.

Esta estaba situada en la parte frontal del hotel, en el segundo piso, y, de noche, la luz que brotaba desde las ventanas sin persianas al otro lado de la calle era casi tan intensa como para permitir leer. Por consiguiente, cuando abrió la puerta no buscó inmediatamente el interruptor de la luz. Lo primero que vio, al retirar la llave de la cerradura, fue su maleta abierta sobre la cama, con su contenido esparcido sobre el cobertor de la misma. Avanzó rápidamente, pero, apenas había dado dos pasos, la puerta se cerró de golpe detrás de él. Dio media vuelta.

Había un hombre de pie junto a la puerta. Estaba en una zona de sombra, pero la pistola que empuñaba era claramente visible a la luz procedente de la calle. La pistola se adelantó mientras el hombre hablaba.

Hablaba con voz muy queda, pero, a pesar de que George tenía en aquel momento los sentidos embotados, el fuerte acento cockney era inconfundible.

—Tranquilo, muchacho —dijo la voz—. No se excite. No, no se mueva. Ponga las manos detrás de la cabeza, quédese bien quieto, y rece para que no le ocurra nada. ¿Me ha entendido?