—CUARENTA Y CINCO mil muertos, incluidos tres mil quinientos civiles asesinados por los rebeldes, y setecientos que perecieron a causa de las minas colocadas por estos. Doble número de heridos. Once mil casas destruidas. Setecientas mil personas expulsadas de sus hogares en las zonas ocupadas por los rebeldes. Veintiocho mil personas trasladadas a la fuerza a países comunistas. Siete mil pueblos saqueados. Esto es lo que Markos y sus amigos le costaron a Grecia.
El coronel Chrysantos hizo una pausa y, reclinándose en su sillón basculante, miró a George y a la señorita Kolin con una sonrisa amarga. Era la suya una postura muy efectiva, pues se trataba de un hombre realmente guapo, de ojos oscuros y penetrantes.
—Y he oído decir a los británicos y a los norteamericanos —añadió— que hemos sido demasiado duros con nuestros comunistas. ¡Demasiado duros!
Y extendió sus largas y delgadas manos.
George murmuró algo vagamente. Sabía que la idea del coronel sobre lo que constituía la dureza era muy diferente de la suya, y que una discusión al respecto no podía ser provechosa. Monsieur Hagen, el funcionario de la Cruz Roja, al entregarle la carta de presentación para el coronel Chrysantos, le había explicado claramente la posición de este. El coronel era un amigo deseable tan sólo por el hecho de ser un alto jefe en la rama de Salónica del contraespionaje militar griego, el hombre que podía hacerse con el tipo de información que George necesitaba. Por otra parte, no era persona por la que uno pudiera abrigar sentimientos muy amistosos.
—¿Estas cifras incluyen también a los rebeldes, coronel? —preguntó.
—La de los muertos, sí. Veintiocho mil de los cuarenta y cinco mil eran rebeldes. Con respecto a sus heridos, como es lógico, no disponemos de cifras precisas, pero, además de los que matamos, capturamos a trece mil, y otros veintisiete mil se rindieron.
—¿Tiene usted listas de los nombres?
—Desde luego.
—¿Sería posible comprobar si el nombre de este alemán figura en una de esas listas?
—Desde luego. Sin embargo, ya sabe que sólo capturamos a un número muy reducido de alemanes.
—No obstante, valdría la pena probarlo, aunque, tal como le he dicho, ni siquiera sé si ese hombre sobrevivió a la emboscada.
—¡Ah, sí! Ahora hablaremos de esto. El 24 de octubre de 1944 fue el día de la emboscada, según dice usted, y esta tuvo lugar cerca de un depósito de gasolina en Vodema. Creo posible que los andartes procedieran de la zona de Florina. Enseguida lo veremos.
Oprimió un pulsador en su mesa y entró un joven teniente con gafas de montura de concha. El coronel le habló enérgicamente en griego durante medio minuto, y, cuando dejó de hablar, el teniente contestó con un monosílabo y salió de la habitación.
Al cerrarse la puerta, el coronel se relajó.
—Un buen muchacho —comentó—. Ustedes, los occidentales, a veces comentan que nosotros no podemos ser eficientes, pero ya lo verán…
Hizo chasquear los dedos, dedicó una sonrisa seductora a la señorita Kolin y después miró a George para comprobar si le importaba que él hubiese dirigido semejante sonrisa a su chica.
La señorita Kolin se limitó a enarcar las cejas y, seguidamente, el coronel ofreció cigarrillos.
George juzgaba casi divertida la situación. La curiosidad del coronel sobre la índole de la relación existente entre sus visitantes había sido evidente desde el primer momento. La mujer era atractiva, el hombre tenía un aspecto pasablemente viril, y por tanto resultaba absurdo suponer que viajaran juntos por asuntos de negocios, sin aprovechar al mismo tiempo su asociación para otras actividades placenteras. Sin embargo, el hombre era un anglosajón y por tanto nadie podía estar seguro. En ausencia de toda prueba positiva con respecto a si los componentes de la pareja eran o no amantes, el coronel estaba empezando a buscar algún indicio. Más tarde lo intentaría de nuevo, pero entretanto el trabajo era lo primero.
El coronel se alisó la guerrera.
—Ese alemán que le interesa, señor Carey…, ¿era alsaciano?
—No, procedía de Colonia.
—Muchos de los desertores eran alsacianos, y ya sabe usted que algunos de ellos odiaban a los alemanes tanto como nosotros.
—¿De veras? ¿Estuvo usted en Grecia durante la guerra, coronel?
—A veces. Al principio, sí. Más tarde, estuve con los británicos, en sus fuerzas de incursión. Eran una especie de comandos, ya me entiende. Fue una época muy feliz.
—¿Feliz?
—¿No fue usted soldado, señor Carey?
—Yo era piloto de bombardero, y no recuerdo haberme sentido nunca muy feliz al respecto.
—No, desde luego, pero el aire es diferente de la lucha en tierra. Usted no ve al enemigo que mata. Es usted una máquina de guerra, impersonal.
—Para mí fue suficientemente personal —replicó George, pero su observación no fue oída.
Había, en los ojos del coronel, la luz del recuerdo.
—Se perdió usted muchas cosas volando, señor Carey —dijo con expresión soñadora—. Recuerdo cierta ocasión…
Y con ello empezó a perorar.
Al parecer, había tomado parte en numerosas incursiones británicas contra guarniciones alemanas en territorio griego. Pasó a describir con gran lujo de detalles lo que juzgaba, evidentemente, como algunas de sus experiencias más divertidas. A juzgar por la satisfacción con la que recordaba los hechos, era indudable que para él fueron aquellos unos tiempos felices.
—… salpicó con sus sesos toda la pared al recibir una ráfaga de una metralleta Bren… apoyé mi cuchillo en su bajo vientre y lo rajé hasta las costillas… las granadas mataron a todos los hombres de la habitación excepto uno, al que yo arrojé desde la ventana… huyó sin sus pantalones, por lo que pudimos apuntar allí donde nos pareció mejor… trató de salir de la casa para rendirse, pero sus movimientos eran demasiado lentos y la granada de fósforo le prendió fuego como si fuera una antorcha… le solté una ráfaga de mi Schmeisser y casi lo corté en dos…
Hablaba con rapidez, sin dejar de sonreír y acompañando sus explicaciones con gestos graciosos. De vez en cuando, empleaba el francés. George apenas se molestó en seguir sus explicaciones; pero ello no importaba, ya que toda la atención del coronel se había concentrado ahora en la señorita Kolin. Esta exhibía su sonrisa de superioridad, pero había algo más en su expresión: una nota de placer. De haber estado observando a los dos sin saber de que se hablaba, pensó George, se hubiera podido suponer que el apuesto coronel la estaba obsequiando con una ingeniosa explicación sobre ecos de sociedad. Todo ello resultaba bastante desconcertante.
El teniente regresó a la habitación, con una maltrecha carpeta llena de papeles debajo de su brazo. El coronel enmudeció instantáneamente y se irguió en su sillón para recibir la carpeta. La miró con fijeza, mientras el teniente hacía su informe. En cierto momento, formuló una seca pregunta y recibió una respuesta que pareció satisfacerle. Finalmente, hizo un gesto con la cabeza y el teniente se retiró. El coronel se relajó nuevamente y sonrió con cierta complacencia.
—Se necesitará tiempo para verificar las listas de prisioneros —dijo—, pero, tal como yo esperaba, disponemos de otras informaciones. Lo que no puedo decir es si les servirán o no de ayuda. —Contempló de nuevo el fajo de papeles desgarrados y grasientos que habían colocado ante él—. Esa emboscada de la que usted habla fue, muy probablemente, una de las diversas operaciones realizadas aquella semana por un grupo del ELAS con base en los montes cercanos a Florina. Eran treinta y cuatro hombres, en su mayoría procedentes de Florina y de los pueblos cercanos. El jefe era un comunista llamado Phengaros. Era oriundo de Larisa. En esta acción fue destruido un camión del ejército alemán. ¿Le parece que puede tratarse del caso que a usted le interesa?
George asintió con la cabeza.
—Es este. Había tres camiones, y el primero tropezó con una mina. ¿Se dice aquí algo sobre prisioneros?
—No se habla de prisioneros, señor Carey, pero, afortunadamente, puede usted preguntarlo.
—¿Preguntarlo a quién?
—A Phengaros —el coronel sonrió—. Fue capturado en 1948. Lo tenemos bien encerrado.
—¿Todavía?
—Bien, fue puesto en libertad gracias a una amnistía, pero vuelve a encontrarse entre rejas. Es miembro del Partido, señor Carey, y un miembro peligroso. Un hombre valiente, tal vez, y apto para matar alemanes, pero esos políticos no cambian de manera de ser. Es una suerte para usted que no se le hubiera fusilado hace ya mucho tiempo.
—Me pregunto porqué no se le fusiló…
—No es posible fusilar a todos estos rebeldes —contestó el coronel, encogiéndose de hombros—. Nosotros no somos alemanes, o rusos. Además, a sus amigos de Ginebra no les hubiera gustado.
—¿Dónde puedo ver a ese hombre?
—Aquí, en Salónica. Tendré que hablar con el comandante de la prisión. ¿Conoce usted a su cónsul en esta ciudad?
—Todavía no, pero tengo una carta para él de nuestra legación en Atenas.
—¡Perfectamente! Diré al comandante que es usted un amigo del embajador norteamericano. Esto será suficiente.
—¿Por qué, exactamente, se encuentra en la prisión ese Phengaros?
El coronel consultó los papeles de la carpeta.
—Robo de joyas, señor Carey.
—Creía que había dicho usted que era un preso político…
—En Estados Unidos, señor Carey, sus criminales son todos ellos capitalistas. Aquí, en la época actual, son a veces comunistas. Los hombres como Phengaros no roban para sí mismos, sino para los fondos del Partido. Desde luego, si los capturamos los encerramos en la prisión como criminales comunes. No se les puede enviar a las islas como presos políticos. Últimamente, han realizado varios golpes de envergadura, cosa que no deja de ser tradicional. Incluso el gran Stalin robó un banco para engrosar los fondos del Partido cuando era joven. Desde luego, hay algunos de esos bandidos de la montaña que sólo fingen robar para el Partido, y lo que hacen es guardar para sí lo que consiguen. Son hombres listos y peligrosos, y la policía no suele capturarlos. Pero Phengaros no es de esa clase. Es un simple fanático iluso, de esos que siempre acaban dejándose capturar.
—¿Cuándo podré verle?
—Mañana, quizá. Ya veremos. —Volvió a pulsar el botón para llamar al teniente—. Dígame —preguntó—, ¿tienen, usted y madame, por casualidad algún compromiso esta noche? Me agradaría enseñarles nuestra ciudad.
Veinte minutos más tarde, George y la señorita Kolin salieron del edificio para encontrarse de nuevo bajo el calor y la luz deslumbrante de una tarde en Salónica. La excusa de George, de acuerdo con la cual había de escribir un largo informe aquella noche, había sido aceptada con pronta comprensión. En cambio, la señorita Kolin tuvo, al parecer, más dificultad para esquivar la hospitalidad del coronel. Sin embargo, la conversación al respecto transcurrió en griego y George no pudo comprender nada.
Cruzaron la calle, en busca de la sombra que había al otro lado.
—¿Cómo se las ha arreglado para excusarse? —preguntó él, mientras se dirigían hacia el hotel.
—He explicado que tenía el estómago trastornado por la comida y las moscas, y que probablemente me encontraría mal durante toda la noche.
George se echó a reír.
—He dicho la verdad —añadió ella.
—Oiga, lo siento. ¿Cree que debe verla un médico?
—Ya pasará. ¿Usted todavía no tiene molestias estomacales?
—No.
—Las tendrá más tarde. Este es mal lugar para el estómago, cuando una persona no está acostumbrada.
—Señorita Kolin —dijo George al cabo de un rato ¿qué opina usted, realmente, acerca del coronel Chrysantos?
—¿Y qué puede pensar una sobre semejante hombre?
—¿No le agrada? Se ha mostrado muy eficiente y servicial.
—Sí, no cabe duda de ello. El hecho de mostrarse servicial halaga su vanidad. Sólo hay una cosa que me agrada en ese coronel.
—¿Qué es?
Ella caminó durante unos momentos en silencio. Después habló en voz baja, tan baja que George apenas pudo oír lo que decía.
—Sabe cómo se ha de tratar a los alemanes, señor Carey.
Fue en aquel momento cuando George experimentó el primer síntoma de futuros trastornos en su estómago y sus intestinos. Y, en aquel momento, también se olvidó del coronel Chrysantos y de los alemanes.
—Empiezo a comprender lo que usted quería decir al hablar de la comida y las moscas —observó al doblar la esquina en dirección al hotel—. Si no le importa, creo que debemos entrar unos momentos en una farmacia.
El día siguiente, el teniente ayudante del coronel llegó a su hotel en un coche del ejército, para conducirlos a la prisión. Esta era un antiguo cuartel que se alzaba junto a los restos de un viejo fuerte turco, en los arrabales occidentales de la ciudad. Con la alta muralla que lo rodeaba y los montes de Kalamara al otro lado de la bahía, como telón de fondo, desde fuera recordaba un monasterio. En su interior, reinaba el olor de una inmensa y mal cuidada letrina.
Los papeles que enseñó el teniente les valieron la admisión y se les condujo hasta el edificio de la administración donde les atendió un funcionario civil ataviado con un ceñido traje de seda, que se excusó por la ausencia del comandante, debido a una misión oficial, y les ofreció café y cigarrillos. Era un hombre delgado y de aspecto angustiado, con el hábito de hurgarse la nariz, a través de la cual daba la impresión de intentar, aunque sin éxito, vaciarse a sí mismo. Después de tomar el café, cogió un pesado manojo de llaves y los condujo a lo largo de una serie de pasillos con puertas de acero en ambos extremos, las cuales abrió y volvió a cerrar a medida que avanzaban.
Finalmente, entraron en una habitación de paredes encaladas y con una reja que la dividía por la mitad desde el suelo hasta el techo. A través de la reja, pudieron ver otra puerta.
El funcionario adoptó una expresión de excusa y murmuró algo en deficiente francés.
—Phengaros no es un buen preso y a veces se comporta violentamente —tradujo la señorita Kolin—. El comandante no desea que nos expongamos a ningún riesgo. Por esta razón, la entrevista debe tener lugar en este ambiente poco confortable. Se excusa por ello.
George asintió con la cabeza. Distaba de sentirse a sus anchas. Había pasado una noche desagradable y fatigosa, y el olor del lugar le impedía olvidar este hecho. Además, nunca había estado hasta entonces en el interior de una cárcel y, si bien había supuesto que esta experiencia forzosamente había de resultar deprimente, no estaba preparado para la vívida sensación de culpabilidad personal que aquel ambiente suscitaba.
Se oyó ruido en la puerta situada más allá de la reja y George dirigió la mirada allí. Se había abierto en la puerta una estrecha mirilla y unos ojos miraban a través de ella. Después, giró una llave en la cerradura y la puerta se abrió. Un hombre entró lentamente en la habitación.
El preso era delgado y nervudo, con ojos oscuros y hundidos, y una nariz curvada como un pico. Tenía la piel morena y curtida como si hubiera trabajado largo tiempo bajo el sol, y en su afeitada cabeza crecía una corta pelambrera negra. Llevaba una camiseta de algodón y unos pantalones de tela basta, sostenidos en la cintura por una tira de arpillera. Iba descalzo.
Titubeó cuando vio las caras al otro lado de la reja y el guardián que le seguía le obligó a avanzar empujándole con una porra. Entonces avanzó hasta que la luz le dio de lleno. El guardián cerró la puerta y se quedó de espaldas a ella. El funcionario hizo una seña a George.
—Pregúntele cómo se llama —dijo George a la señorita Kolin.
Esta formuló la pregunta. El prisionero se pasó la lengua por los labios y sus negros ojos miraron, más allá de ella, a los hombres, como si la joven fuese un señuelo que hubiera de hacerle caer en una trampa. Después, miró a la intérprete y seguidamente al funcionario, y murmuró algo.
—¿De qué se trata? —tradujo la señorita Kolin—. Saben ustedes perfectamente cuál es mi nombre. ¿Quién es esta mujer?
El funcionario le gritó algo, violentamente, y el guardián volvió a hurgarle las costillas con la porra.
George habló apresuradamente:
—Señorita Kolin, explíquele, tan amistosamente como pueda, que soy un abogado norteamericano y que mi gestión nada tiene que ver con él, personalmente. Se trata de un asunto privado, legal. Dígale que sólo queremos interrogarle acerca de aquella emboscada en Vodena. No hay en esta pregunta ningún ángulo político. Nuestra única finalidad, al interrogarle, es confirmar la muerte de un soldado alemán al que se declaró desaparecido en 1944. Explíqueselo lo mejor que pueda.
Mientras ella hablaba, George contempló la cabeza del prisionero. Los negros ojos chispearon con suspicacia en su dirección, a medida que ella se explicaba. Cuando hubo terminado, el preso reflexionó unos instantes y finalmente contestó.
—Atenderá a las preguntas y decidirá si ha de contestarlas cuando las haya oído.
Detrás de George, el teniente empezaba a decirle algo, airadamente, al funcionario de la prisión, pero el abogado fingió no advertirlo.
—De acuerdo —dijo George—; pregúntele su nombre. Debe identificarse.
—Phengaros.
—Pregúntele si recuerda la emboscada contra los camiones.
—Sí, la recuerda.
—¿Estaba él al mando de aquellos andartes?
—Sí.
—¿Qué ocurrió, exactamente?
—No lo sabe. Él no estaba allí.
—Pero si ha dicho…
—Él dirigía al mismo tiempo un ataque contra el depósito de gasolina. Fue su lugarteniente el que se ocupó de los camiones.
—¿Dónde está el lugarteniente?
—Murió. Fue fusilado unos meses después por las bandas fascistas, en Atenas.
—Está bien. Pregúntele si alguno de los alemanes que iban en los camiones fue hecho prisionero.
Phengaros reflexionó unos momentos y después asintió con la cabeza.
—Sí. Uno.
—¿Vio él a este prisionero?
—Lo interrogó.
—¿Qué graduación tenía?
—Cree que era un soldado raso. Era el hombre que conducía el camión que chocó con la mina. Estaba herido.
—¿Está seguro de que no hubo otros prisioneros?
—Sí.
—Dígale que, según nuestras informaciones, en aquel primer camión había dos hombres que no regresaron y cuyos cadáveres no fueron encontrados después por el destacamento alemán que llegó allí más tarde. Uno era el conductor del camión, el que, según él dice, fue interrogado. El otro era el sargento al mando del destacamento. Deseamos saber qué le ocurrió al sargento.
Phengaros empezó a gesticular enfáticamente mientras hablaba.
—Dice que él no estaba allí, pero que si hubiera quedado un sargento alemán con vida, sin duda sus hombres lo hubieran hecho prisionero para interrogarle. Un sargento hubiera podido dar más informaciones que un simple chófer.
—¿Qué le ocurrió al chófer?
—Murió.
—¿Cómo?
Hubo unos momentos de vacilación.
—A causa de sus heridas.
—Está bien, vamos a dejar este aspecto. Cuando él servía en el ejército del general Markos, ¿conoció a algunos alemanes que también luchaban con él?
—Unos pocos.
—¿Alguno cuyo nombre pueda recordar?
—No.
—Pregúntele si conoce a alguien que todavía viva y que tomara parte en la emboscada de los camiones.
—No conoce a nadie.
—Seguramente, no estarán todos muertos. Pídale que trate de recordar.
—No conoce a nadie.
Phengaros ya no miraba a la señorita Kolin, sino que tenía la vista fija al frente.
Hubo una pausa y George sintió que le tocaban el brazo. El teniente se lo llevó algo más allá, para un aparte.
—Señor Carey, este hombre no desea dar información que pueda comprometer a sus amigos —le explicó en inglés.
—Desde luego, lo comprendo.
—Excúseme un momento, por favor.
El teniente se dirigió al funcionario de la prisión y mantuvo con él una conversación en voz baja. Después, regresó junto a George.
—Puede obtenerse esta información, señor Carey —le aseguró a media voz—, pero se necesitará algún tiempo.
—¿Qué quiere usted decir?
—Ese Phengaros es un hombre difícil de persuadir, al parecer, pero si usted lo desea se le puede aplicar cierta presión disciplinaria…
—¡No, no! —contestó apresuradamente George, cuyas rodillas empezaron a vacilar—. A menos que dé esta información de manera totalmente voluntaria, no puede tener ningún valor legal como prueba.
Se trataba de una falsa excusa, pues de todas maneras la declaración de Phengaros no tenía ningún valor legal. Era el testimonio de los testigos oculares (si es que había alguno) lo que podía tener importancia. Sin embargo, a George no se le ocurrió en aquel momento nada mejor.
—Como usted quiera. ¿Hay algo más que desee preguntar?
La actitud del teniente reflejaba ahora un cierto aburrimiento. Había interpretado correctamente la actitud de George. Si la investigación de este podía desarrollarse con una timidez tan patente, no podía ser de gran importancia.
—Creo que no, muchas gracias. —George se volvió hacia la señorita Kolin—. Pregúntele al funcionario de la prisión si va contra las reglas dar al prisionero unos cigarrillos.
Cuando oyó esta consulta, el funcionario dejó de hurgarse la nariz y a continuación se encogió de hombros. Si el americano deseaba desperdiciar unos cigarrillos con un tipo tan poco cooperativo podía hacerlo, pero antes los cigarrillos debían ser examinados.
George sacó un paquete de cigarrillos y se lo entregó.
El funcionario investigó el interior, pellizcó el paquete y se lo devolvió. George lo ofreció al preso a través de la reja.
Entretanto, Phengaros había estado esperando con una leve sonrisa en los labios. Sus ojos se encontraron con los de George y, con una leve e irónica inclinación, aceptó los cigarrillos. Al hacerlo, empezó a hablar.
—Comprendo la sensación de malestar que le mueve a ofrecerme este obsequio señor —tradujo la señorita Kolin—. Si yo fuera un criminal, lo aceptaría con placer. Pero el destino de mis camaradas en manos de los reaccionarios fascistas todavía inquieta muy poco a la conciencia del mundo. Si su conciencia le está atormentando, señor, ello habla en favor de usted. Sin embargo, todavía no me he corrompido tanto aquí como para permitirle que alivie esta sensación al precio de un paquete de cigarrillos. No. Aunque los hubiera fumado muy a gusto, señor creo que su destino debe ser el de cualquier otra ayuda americana.
Y con un rápido gesto de la muñeca arrojó los cigarrillos al guardián que se encontraba detrás de él.
El paquete cayó al suelo y, mientras el guardián lo recogía, el funcionario empezó a vociferar, indignado, a través de la reja y el otro hombre se apresuró a abrir la puerta que había detrás de ellos.
Phengaros les dirigió un breve saludo y se retiró.
El funcionario dejó de gritar y se volvió hacia George, deshaciéndose en excusas.
—Une espèce de fausse-couche —dijo—; je vous demande pardon, Monsieur.
—¿Por qué? —contestó George—. Si él cree que yo soy un repugnante lacayo de los criptofascistas-imperialistas, tiene perfecto derecho a negarse a fumar mis cigarrillos.
—Pardon?
—También ha tenido el buen gusto de no arrojármelos a la cara. En su lugar, yo hubiera hecho exactamente lo mismo.
—Qu’est-ce que Monsieur a dit?
El funcionario miraba desesperadamente a la señorita Kolin. George movió la cabeza de un lado a otro.
—No se moleste en traducir, señorita Kolin. No lo entendería. Pero usted sí me ha comprendido, ¿verdad, teniente? Sí, ya me lo parecía. Y ahora, si no le importa, me gustaría largarme de aquí antes de que ocurra algo muy inconveniente en el interior de mi estómago.
Cuando llegaron al hotel, les esperaba allí una nota del coronel Chrysantos. Contenía la información de que el examen de todas las listas importantes no había logrado descubrir a nadie llamado Schirmer que hubiera muerto o sido capturado en la campaña contra Markos. Tampoco se había concedido amnistía alguna a persona que llevara este nombre.
—Señorita Kolin —dijo George—, ¿qué se puede beber cuando se tienen estas molestias estomacales?
—El coñac es lo mejor.
—Entonces, vamos a pedirlo.
Más tarde, una vez realizado el experimento, dijo:
—Cuando estábamos en Colonia, mi firma me dio permiso para proseguir la investigación durante tres semanas más si yo juzgaba que estábamos realizando progresos. Ha pasado ya una de ellas, y todo lo que hemos averiguado es que, según todas las probabilidades, ese Franz Schirmer no fue capturado por los hombres que atacaron los camiones.
—Sin duda, ya es algo.
—No deja de tener un cierto interés en el mejor de los casos, pero lo cierto es que esto no nos lleva a ninguna parte. Voy a conceder al asunto otra semana más. Si, para entonces, no nos acercamos más a la verdad, regresaremos a casa. ¿De acuerdo?
—Perfectamente. ¿Qué hará durante esta semana?
—Haré lo que creo que debía haber hecho antes. Ir a Vodena y buscar su tumba.