6

PERNOCTARON EN STUTTGART. Mientras cenaban, George resumió los resultados de su trabajo.

—Podemos ir directamente a Colonia y tratar de encontrar a Johann Schirmer y su mujer, revisando los registros de habitantes de la ciudad —continuó después—, y también podemos revisar los registros del ejército alemán, encontrar los documentos referentes a Franz Schirmer y de este modo conseguir las señas de sus padres.

—¿Por qué debería el ejército tener la dirección de sus padres?

—Pues bien, si él hubiera servido en nuestro ejército, en su ficha personal figuraría probablemente la dirección de sus padres, o de su esposa en caso de estar casado, como parientes más próximos. Alguien a quien notificar la muerte del combatiente es una cosa que a la mayoría de los ejércitos les gusta tener. ¿Qué opina usted?

—Colonia es una gran ciudad; antes de la guerra tenía casi un millón de habitantes. Sin embargo, nunca he estado en ella.

—Yo sí. Cuando la vi, era un caos de destrucción. Lo que no había hecho la RAF lo hizo nuestro ejército. Ignoro si los archivos de la ciudad se salvaron o no, pero, por si acaso, me inclino por recurrir primero a los registros militares.

—Está bien.

—De hecho, creo que el ejército es la posibilidad. Así matamos dos pájaros de un tiro. Descubriremos lo que fue del sargento Schirmer al mismo tiempo que buscamos a sus padres. ¿Tiene alguna idea de dónde pueden encontrarse los archivos del ejército alemán?

—Bonn es la capital de Alemania Occidental. Lógicamente, debieran estar ahora allí.

—Sin embargo, no está totalmente segura de que así sea, ¿verdad? Pues yo tampoco. De todos modos, creo que mañana iremos a Frankfurt. Puedo preguntarlo allí a amigos del ejército norteamericano. Ellos lo sabrán. ¿Otro coñac?

—Muchas gracias.

Otra cosa que había descubierto acerca de la señorita Kolin era que, aunque probablemente consumiera, en público o en la intimidad de su habitación, más de media botella de coñac cada día, no daba la impresión de padecer en ningún momento la menor jaqueca.

Necesitaron casi dos semanas para averiguar lo que el ejército alemán sabía acerca del sargento Schirmer. Este había nacido en Winterthur en 1917, hijo de Johann Schirmer (mecánico) y de Ilse, su esposa, los dos de pura raza germánica. Procedente de las Juventudes Hitlerianas, se había incorporado al ejército a la edad de dieciocho años y, en 1937, fue ascendido a cabo. Se le trasladó del Cuerpo de Ingenieros a una unidad especial de la aviación (Fallschirmjäger) en 1938, y el año siguiente se le ascendió a sargento. En Eben-Emael recibió un balazo en el hombro, del cual se curó satisfactoriamente. Había tomado parte en la invasión de Creta y se le había concedido la Cruz de Hierro (tercera clase) por conducta distinguida. Aquel mismo año, más tarde, padeció en Bengasi disentería y malaria. En 1943, mientras servía en Italia como instructor de paracaidistas, se fracturó una cadera. Se abrió una investigación oficial para determinar quién había sido el responsable de dar la orden de saltar sobre terreno boscoso. El tribunal alabó la conducta del sargento al abstenerse de transmitir una orden que juzgaba equivocada, al mismo tiempo que él la obedecía. Después de cuatro meses en el hospital y en un centro de rehabilitación, seguidos por un período de permiso por enfermedad, un tribunal médico le declaró no apto para ulterior servicio como paracaidista, o cualquier otra misión de combate que exigiera marchas prolongadas. Fue destinado entonces a las fuerzas de ocupación en Grecia, donde sirvió como instructor de armamento en el 94.º Regimiento de Guarnición, en la División de Líneas de Comunicación estacionada en la zona de Salónica, hasta el año siguiente. Después de una acción contra los guerrilleros griegos durante la retirada de Macedonia, se le declaró «desaparecido, probablemente muerto». Su pariente más próximo, Ilse Schirmer, Elsass Str. 39, Colonia, recibió la correspondiente notificación.

Encontraron la Elsass Strasse, o lo que de ella quedaba, en los restos de la ciudad antigua, junto al Neumarkt.

Antes de caer el rosario de bombas que la destruyeron, había sido una calle estrecha con tiendas pequeñas sobre las cuales había oficinas, y con un almacén de tabaco en su parte central. Era evidente que este almacén había recibido un impacto directo. Todavía se mantenían en pie algunas de las paredes externas, pero, con la excepción de tres pequeños comercios en un extremo de la calle, todos los edificios de esta habían sido desfondados. Crecían hierbas en los suelos de los que habían sido sótanos, y varios carteles anunciaban que estaba prohibido adentrarse en las ruinas o depositar basuras en ellas.

El número 39 había sido un garaje algo retirado de la calle, en un espacio situado entre otros dos edificios, y al que se llegaba por debajo de un pasaje abovedado. El arco de bóveda todavía se mantenía en pie. Clavado en los ladrillos había un rótulo metálico, oxidado. Todavía se podía leer en él: «Garage und Reparaturwerkstatt. J. Schirmer-Bereifung, Zübehor, Benzin».

Cruzaron por debajo del arco hasta el lugar donde había estado el garaje. Sólo quedaba un solar, pero la planta del edificio aún era visible; no debía de ser un garaje muy grande. Todo lo que restaba ahora de él era un foso de reparaciones. Estaba medio lleno de agua de lluvia y flotaban en ella fragmentos de una vieja caja.

Mientras se encontraban allí, empezó a llover.

—Será mejor ver si podemos averiguar algo en la tienda que hay al final de la calle —dijo George.

El propietario de la segunda de las tiendas en las que preguntaron era un instalador electricista, y pudo darles alguna información. Solo llevaba allí tres años y nada sabía acerca de los Schirmer, pero en cambio sabía algo acerca del antiguo garaje. Había pensado en alquilar el solar para utilizarlo él, con la intención de instalar allí un taller y un almacén, al tiempo que utilizaba las habitaciones que había sobre su tienda como vivienda. El solar no daba a la calle y, por tanto, su valor era escaso. Él tenía la intención de comprarlo barato, pero el propietario había pedido demasiado y entonces él tomó otras medidas. La propietaria era una tal Frau Gresser, esposa de un químico que trabajaba en los laboratorios de una gran fábrica en Leverkusen. Cuando las mujeres empiezan a regatear, ya se sabe que lo mejor es… Sí, había anotado las señas de ella en alguna parte, pero si el caballero estaba pensando en adquirir aquella finca, él debía aconsejarle que lo pensara dos veces antes de perder el tiempo discutiendo con…

Frau Gresser vivía en un apartamento de planta superior en un edificio recientemente reconstruido cerca de Barbarossa Platz. Tuvieron que llamar tres veces antes de encontrarla en casa.

Frau Gresser era una mujer robusta, desaliñada y jadeante, con una edad cercana a los sesenta años. Su apartamento estaba amueblado con el estilo funcional, tipo bar de cócteles, propio de la Alemania de preguerra, y abarrotado de chucherías tirolesas. Escuchó con suspicacia sus explicaciones acerca de su presencia allí, antes de invitarles a sentarse. Después, se retiró y telefoneó a su marido. Regresó al cabo de un rato y dijo entonces que estaba dispuesta a contestar sus preguntas.

Explicó que Ilse Schirmer era una prima suya y había sido su amiga de la infancia.

—¿Viven aún los Schirmer? —inquirió George.

—Ilse Schirmer y su marido murieron durante los grandes bombardeos aéreos sobre la ciudad, en mayo de 1942 —interpretó la señorita Kolin.

—¿Heredó Frau Gresser el garaje de ellos?

Frau Gresser dio señales de indignación cuando se le repitió la pregunta y contestó hablando rápidamente.

—De ningún modo. El terreno era de ella, es decir, de ella y de su marido. El negocio de Johann Schirmer había quebrado. Ella y su esposo le habían echado una mano para que empezara de nuevo, a fin de ayudar a Ilse. Naturalmente, también esperaban sacar un beneficio, pero el principal motivo que les impulsó a hacerlo fue la bondad de sus corazones. No obstante, el negocio era suyo. Schirmer era solamente el administrador. Tenía un porcentaje sobre los ingresos y disponía de un apartamento sobre el garaje. Nadie podría decir que no se le hubiera tratado generosamente. Sí, después de todo lo que habían hecho por él los amigos de su esposa, había tratado de engañarles con respecto a los ingresos del garaje.

—¿Quién era su heredero? ¿Dejó algún testamento?

—Si hubiera tenido algo que dejar, excepto deudas, su heredero habría sido su hijo Franz.

—¿Tenían otros hijos los Schirmer?

—Por suerte, no.

—¿Por suerte?

—Ya le resultaba bastante duro a la pobre Ilse alimentar y vestir a un hijo. Nunca fue muy fuerte y, con un marido como Schirmer, la mujer más robusta hubiera acabado por enfermar.

—¿Qué pasaba con Schirmer?

—Era perezoso, era tramposo y además bebía. Cuando la pobre Ilse se casó con él, no lo sabía. Era un hombre que engañaba a todo el mundo. Cuando nosotros lo conocimos tenía un próspero negocio en Essen. Creíamos que era un hombre inteligente, y hasta que se marchó su padre no se supo la verdad.

—¿La verdad?

—Era su padre, Friedrich, el que tenía una buena cabeza para los negocios. Era un buen contable y mantenía a su hijo bajo el debido control. Johann no era más que un mecánico, un trabajador manual. El padre era el que tenía cerebro. Sabía lo que era el dinero.

—¿Era Friedrich el propietario del negocio?

—Era una sociedad. Friedrich había vivido y trabajado durante muchos años en Suiza. Johann se crio allí. En la primera guerra mundial, no luchó por Alemania. Ilse le conoció en 1915, cuando pasaba unos días con unos amigos en Zurich. Se casaron y se quedaron a vivir en Suiza. Todos sus ahorros los tenían en francos suizos. En 1923, cuando se hundió el marco alemán, regresaron todos ellos a Alemania (Friedrich, Johann, Ilse y el pequeño Franz) y compraron el garaje en Essen muy barato, con su dinero suizo. El viejo Friedrich sabía hacer negocios.

—Entonces, ¿Franz nació en Suiza?

—Winterthur se encuentra cerca de Zurich, señor Carey —dijo la señorita Kolin—. Recordará que esto se mencionaba en los registros del ejército. Sin embargo, a pesar de ello estaba obligado a solicitar la nacionalidad suiza.

—Sí ya lo sé. Pregúntele por qué se vino abajo la sociedad.

—Cuando oyó la pregunta, Frau Gresser titubeó.

—Tal como ha dicho antes, Johann no tenía talento para…

Frau Gresser vaciló de nuevo y guardó silencio. Su rostro mofletudo había enrojecido y brillaban en él gotitas de sudor. Finalmente, habló.

—Preferiría no hablar sobre este asunto —tradujo la señorita Kolin.

—Está bien. Pregúntele por Franz Schirmer. ¿Sabe ella qué fue de él?

Vio retratarse el alivio en la cara de Frau Gresser, cuando la mujer comprendió que no se iba a insistir sobre el tema de la partida de Friedrich Schirmer. Este detalle suscitó la curiosidad de George.

—A Franz se le dio por desaparecido en Grecia, en 1944. La carta oficial dirigida a su madre fue entregada a Frau Gresser.

—El comunicado decía: «Desaparecido, presumiblemente muerto». ¿Recibió alguna confirmación oficial de su muerte?

—Oficialmente, no.

—¿Qué quiere decir con esto?

—Uno de los oficiales de Franz escribió a Frau Schirmer para decirle lo que le había ocurrido a su hijo. Esa carta fue entregada también a Frau Gresser. Al leerla, no tuvo ninguna duda de que Franz había muerto.

—¿Conservó la carta? ¿Es posible que la veamos?

Frau Gresser estudió esta petición durante unos momentos, pero finalmente asintió con la cabeza y, dirigiéndose a una cómoda cuya forma parecía destinada a reducir su resistencia al viento, sacó de ella una caja metálica llena de papeles. Después de una prolongada búsqueda, apareció la carta del oficial, junto con la notificación original de la baja. Entregó ambos documentos a la señorita Kolin, dándole al mismo tiempo ciertas explicaciones.

—Frau Gresser desea explicar que Franz omitió comunicar a las autoridades militares que sus padres habían muerto y que fueron las autoridades postales las que entregaron las cartas.

—Comprendo ¿Qué dice la carta?

—Es del teniente Hermann Leubner, de la compañía de Ingenieros, del 94.º Regimiento de Guarnición. Lleva la fecha del 1 de diciembre de 1944.

—¿En qué fecha se declaró desaparecido a Franz, en la notificación militar?

—El 31 de octubre.

—Perfectamente.

—El teniente escribe lo siguiente: «Apreciada Frau Schirmer: Sin duda, las autoridades militares ya le habrán comunicado el hecho de que su hijo, el sargento Franz Schirmer, ha sido incluido en la lista de desaparecidos. Escribo como oficial suyo para explicarle las circunstancias en que tuvo lugar este triste suceso. Fue el 24 de octubre…» —se interrumpió.

—Se estaban retirando ya. No podían molestarse en enviar informes sobre sus bajas cada día —observó George.

La señorita Kolin asintió con la cabeza.

—La carta sigue diciendo: «El regimiento se estaba desplazando hacia el oeste desde Salónica, hacia la frontera griega y en la dirección general de Florina. El sargento Schirmer, como soldado experimentado y hombre responsable, fue enviado con tres camiones y diez hombres a un depósito de gasolina situado a varios kilómetros de la carretera principal, cerca del pueblo de Vodena. Tenía la orden de cargar la mayor cantidad posible de gasolina en los camiones, destruir la restante y regresar, llevando consigo los soldados que habían estado vigilando hasta entonces el depósito. Por desgracia, su destacamento cayó en una emboscada de una de las bandas terroristas griegas que habían estado intentando obstaculizar nuestras operaciones. Su hijo se encontraba en el primer camión, que voló por los aires al pasar sobre una mina colocada por los terroristas. El tercer camión pudo detenerse a tiempo para evitar la mayor parte del fuego de ametralladora desencadenado por los terroristas, y dos de los hombres que viajaban en él consiguieron escapar y reunirse con el regimiento. Yo mandé personalmente un destacamento que se trasladó al lugar de la emboscada. Su hijo no se encontraba entre los muertos que encontramos y enterramos, ni tampoco había la menor traza de él. También faltaba el conductor de su camión. Su hijo no era hombre capaz de rendirse sin estar herido. Es posible que quedase inconsciente a causa de la explosión de la mina, y que fuese capturado. No lo sabemos. Sin embargo, no cumpliría yo con mi deber si alentase sus esperanzas en el sentido de pensar que, si fue capturado por aquellos griegos, tal vez esté vivo. Ellos no tienen el código del honor militar que tenemos nosotros, los alemanes. También es posible, desde luego, que su hijo se librase de ser capturado, pero le fuese imposible reunirse inmediatamente con sus camaradas. De ser así, será usted informada por las autoridades cuando haya alguna noticia de él. Era un hombre valiente y un buen soldado. Si ha muerto, podrá usted tener el orgullo y el consuelo de saber que dio la vida por su Führer y su patria».

George suspiró.

—¿Esto es todo?

—Añade un «Heil Hitler» y firma la carta.

—Pregunte a Frau Gresser si oyó algo más acerca de este asunto, a través de las autoridades militares.

—No, no supo nada más.

—¿Hizo algún intento para averiguar más detalles? ¿Probó a través de la Cruz Roja?

—Le dijeron que la Cruz Roja no podía hacer nada.

—¿Cuándo lo preguntó?

—A principios de 1945.

—¿Y a partir de entonces no volvió a hacerlo?

—No. También pidió información a la Volksbund Deutsche Kriegsgräberfürsorge, es decir, la organización de tumbas de guerra. No sabían nada.

—¿Se hizo alguna solicitud para que se le declarase como presuntamente muerto?

—No había ninguna razón para hacerlo.

—¿Sabe si él estaba casado?

—No.

—¿Tuvo alguna correspondencia con él?

—Ella le escribió una carta de pésame cuando murieron sus padres, pero sólo recibió de él una mera nota de agradecimiento. Ni siquiera preguntó dónde habían sido enterrados. Ella pensó que esto demostraba falta de sentimientos. Poco después, le envió un paquete, y él ni siquiera se molestó en darle las gracias por ello. No volvió a enviarle nada más.

—¿De dónde procedía su respuesta en 1942?

—De Bengasi.

—¿Guardó ella la carta?

—No.

Frau Gresser volvió a hablar. George observó cómo vibraba su rostro rubicundo y cómo saltaban sus ojillos malignos del uno al otro. Se estaba acostumbrando ya a la interpretación y se le había enseñado a no tratar de anticipar la conversación mientras esperaba. En aquel momento pensaba que sería desagradable tener algún tipo de obligación con Frau Gresser. La cuota de interés emocional que esta cargaría forzosamente habría de ser exorbitante.

—Dice —explicó la señorita Kolin— que a ella no le gustaba Franz, y que nunca le había gustado, ni siquiera cuando era un chiquillo. Era un muchacho sombrío y malhumorado, que recibía con ingratitud cualquier gesto amable. Sólo le escribió para cumplir un deber con su difunta madre.

—¿Qué opinaba él sobre los extranjeros? ¿Salía con algunas chicas en especial? Lo que trato de saber es si ella cree que era el tipo de hombre capaz de casarse con una chica griega, por ejemplo, o con una italiana, de surgir esta posibilidad.

La respuesta de Frau Gresser fue rápida y agria.

—Dice que, en lo referente a mujeres, él era uno de esos hombres capaces de hacer todo lo que le sugiriese su naturaleza egoísta. Era capaz de hacer cualquier cosa si se le presentaba la oportunidad…, excepto casarse.

—Comprendo. Está bien, creo que esto es todo. ¿Quiere preguntarle si podemos quedarnos con estos papeles durante veinticuatro horas, para sacar unas fotocopias?

Frau Gresser reflexionó cuidadosamente sobre esta petición. Sus ojillos adquirieron un tono opaco. George pudo comprender que de pronto los documentos habían adquirido para ella un gran valor.

—Desde luego, le daré un recibo por ellos y mañana le serán devueltos —dijo—. Explíquele que el cónsul de Estados Unidos deberá legalizarlos ante notario, y que de no ser así podríamos devolvérselos hoy mismo.

Frau Gresser los entregó de mala gana y, mientras estaba escribiendo el recibo, George recordó algo.

—Señorita Kolin, trate nuevamente de averiguar por qué Friedrich Schirmer abandonó el negocio en Essen.

—De acuerdo.

George siguió redactando el recibo, mientras oía cómo formulaba la pregunta la señorita Kolin. Hubo una pausa momentánea y, a continuación, Frau Gresser contestó con una verdadera andanada de palabras. Mientras hablaba. Su voz se alzó, adquiriendo un tono cada vez más agudo. Después enmudeció. George firmó el recibo y alzó la vista para descubrir que la mujer le estaba mirando con una expresión indignada, acusadora. Le entregó el recibo y guardó los documentos en el bolsillo.

—Dice —explicó la señorita Kolin— que este asunto no puede ser discutido en presencia de un hombre y que no puede tener nada que ver con sus investigaciones. Sin embargo, añade que, si usted no cree que ella dice la verdad, me lo explicará confidencialmente a mí. No dirá ni una palabra más al respecto mientras usted siga aquí.

—De acuerdo. La esperaré abajo. —Se levantó y se inclinó ante Frau Gresser—. Le quedo muy agradecido señora. Lo que me ha explicado representa para mí una ayuda inestimable. Me ocuparé de que sus papeles le sean devueltos sin falta mañana. Buenos días.

Sonrió afablemente, se inclinó de nuevo y salió. Había abandonado el apartamento antes de que la señorita Kolin hubiera acabado de traducir su discurso de despedida.

La joven se reunió con él en la calle, diez minutos más tarde.

—¿Y bien? —preguntó él—. ¿De qué se trataba?

—Friedrich hizo proposiciones a Ilse Schirmer.

—¿A la esposa de su hijo?

—Sí.

—Vaya, vaya, vaya. ¿Le ha contado detalles?

—Sí. Y disfruta contándolos, esa mujer.

—Pero si el viejo debía de frisar entonces los sesenta años…

—¿Recuerda las fotografías que destruyó el padre Weichs?

—Sí.

—Las enseñó a su nuera.

—¿Sólo se trata de esto?

—Al parecer, su intención no ofrecía lugar a dudas. También le propuso, veladamente, tomar unas fotografías similares de ella.

—Entiendo —dijo George, mientras trataba de representarse aquella escena.

Vio una habitación destartalada en Essen y un contable de edad provecta sentado en ella, colocando viejas fotografías, una por una, sobre la mesa, de modo que la esposa de su hijo pudiera verlas mientras ella se inclinaba sobre su labor de costura.

¡Cómo debía de latir el corazón de aquel hombre mientras vigilaba la cara de ella! Su mente debía de estar repleta de preguntas y dudas.

¿Sonreiría ella o fingiría escandalizarse? Ella estaba sentada muy quieta, absolutamente inmóvil, y había dejado de trabajar. Seguramente no tardaría en sonreír. Él no podía ver sus ojos. Al fin y al cabo, no había nada malo en una pequeña broma íntima entre suegro y nuera… Ella era una mujer ya adulta y bien debía de estar enterada de ciertas cosas… Él sabía que le caía bien. Todo lo que deseaba hacer era demostrarle que no era aún demasiado viejo para bromear un poco y que, aunque Johann de poco sirviera, había en la casa un hombre en quien ella podía confiar. Y finalmente colocaba la última fotografía, la más osada de todas. Seguía la broma. Ella todavía no había sonreído, pero tampoco había fruncido el ceño. Las mujeres eran unas criaturas extrañas. Uno había de elegir su momento, comportarse con gentileza y después demostrar audacia. Ahora, ella levantaba lentamente la cabeza y le miraba. Sus ojos estaban muy abiertos. Él sonrió y dijo lo que había planeado decir, aquella sutil observación sobre el hecho de que unas fotos nuevas siempre son mejores que las viejas. Pero ella no sonrió como respuesta. Se estaba levantando y él pudo observar que temblaba. ¿A causa de qué? ¿De excitación? Y de pronto, repentinamente, soltó un sollozo aterrorizado y salió corriendo de la habitación, dirigiéndose al taller donde Johann estaba reparando aquel taxi Opel. Después, todo se convertía en una pesadilla, con Johann gritando y amenazando a su padre e Ilse sollozando, mientras el pequeño Franz lo escuchaba todo, pálido el semblante, sin comprender lo que ocurría, pero sabiendo que, de algún modo, el mundo se estaba acercando a su fin.

Sí, pensó George, un cuadro muy detallado, aunque probablemente poco preciso. Sin embargo, se trataba de una de aquellas escenas con las que nadie puede mostrarse nunca totalmente preciso, y menos aquellos que toman parte en ellas. Jamás sabría lo que ocurrió en realidad, pero tampoco importaba mucho. Con toda seguridad, Friedrich, Johann e Ilse, los protagonistas principales, habían muerto. ¿Y Franz? Miró a la señorita Kolin, que caminaba junto a él.

—¿Usted cree que Franz ha muerto? —preguntó.

—Las pruebas parecían definitivas, ¿no le parece?

—En cierto modo, sí. Si el hombre hubiera sido amigo mío y hubiera tenido esposa y una familia a la que quisiera, yo no trataría de alentar en su mujer la esperanza de que estuviera vivo. Y si ella fuese lo bastante ilusa como para seguir creyendo que no había muerto, yo intentaría, con el mayor tacto posible, hacerle abrir los ojos. Pero esto es diferente. Si presentáramos estas pruebas ante un tribunal y pidiéramos permiso para suponer muerto a Franz Schirmer, se reirían de nosotros.

—No veo por qué.

—Vamos a ver. El hombre se encuentra en un camión que cae en una emboscada de los guerrilleros. Aquel teniente llega algún tiempo después y echa un vistazo a la escena. Hay numerosos muertos, pero no está el cadáver de nuestro hombre. Por tanto, tal vez ha huido y tal vez ha caído prisionero. Si está prisionero, dice el teniente, no existe la menor esperanza, puesto que los guerrilleros griegos tienen la costumbre de matar a los prisioneros. «Un momento —dice el juez—. ¿Está usted afirmando que todos los guerrilleros griegos que peleaban en 1944 mataban invariablemente a todos sus prisioneros? ¿Está dispuesto a demostrar que no hubo ningún caso de soldados alemanes que sobrevivieran después de su captura?». ¿Qué puede contestar el teniente a esto? Yo no sé apenas nada acerca de la campaña de Grecia, ya que no estuve allí, pero sí sé que si todos aquellos guerrilleros hubieran estado tan bien adiestrados y organizados y hubieran sido tan aficionados a darle al gatillo que ningún alemán de los que cayeron en sus manos habría sido lo suficientemente listo o afortunado para lograr evadirse, habrían expulsado a los alemanes de Grecia mucho antes de que comenzaran los desembarcos de Normandía. Pues bien, en vista de ello vamos a alterar el enunciado de la prueba. Digamos que los guerrilleros griegos mataban a menudo a sus prisioneros.

Y entonces…

—¿Pero es que cree que él no ha muerto? —preguntó ella.

—Claro que creo que ha muerto. Sólo estoy tratando de indicar que hay una gran diferencia entre una probabilidad ordinaria, cotidiana, y las probabilidades calculadas que la ley prefiere. Y la ley tiene razón. Le sorprendería saber con cuánta frecuencia aparecen personas que han sido dadas por muertas. Un hombre es despedido de su trabajo y se pelea con su esposa, por lo que se va a la orilla del mar, se quita la americana, la deja en la playa junto con una nota de suicida, y ya no se sabe más de él. ¿Muerto? Tal vez. Pero a veces se le encuentra por casualidad, años más tarde, viviendo con un nombre distinto y con una esposa diferente en una ciudad al otro lado del continente.

Ella se encogió de hombros.

—Eso es otra cosa.

—No tanto. Vamos a enfocarlo de otro modo. Estamos en 1944. Supongamos que Franz Schirmer es capturado por los guerrilleros pero, por suerte o por ser muy hábil, consigue fugarse. ¿Qué va a hacer? ¿Buscar su unidad? Las fuerzas de ocupación alemanas están tratando de escapar a través de Yugoslavia, y su recorrido no tiene nada de agradable. Si él abandona su escondrijo y trata de reunirse con las fuerzas alemanas, está seguro de que los guerrilleros volverán a capturarlo. Estos ocupan ya todos los lugares. Es mejor quedarse algún tiempo donde está. Es un hombre lleno de recursos, adiestrado para vivir en condiciones muy duras. Puede seguir viviendo. Cuando vea que la situación lo permite, se marchará. Pasa el tiempo. El país vuelve a estar bajo el control de los griegos. Ahora, le separan cientos de kilómetros de la unidad alemana más cercana. En Grecia, estalla la guerra civil. En la confusión resultante, logra abrirse camino hasta la frontera turca y la atraviesa sin que nadie le ponga la mano encima. Es un hombre con conocimientos técnicos y no le asusta buscarse un empleo.

—En febrero de 1945, Turquía estaba en guerra con Alemania.

—Tal vez esto ocurra antes de febrero.

—Entonces, ¿por qué no presentarse al cónsul alemán?

—¿Y por qué había de hacerlo? Alemania se está derrumbando. La guerra ha terminado prácticamente. Tal vez le gusta el lugar donde se ha asentado. Y por otra parte, ¿para qué ha de regresar a una Alemania en plena posguerra? ¿Para ver a Frau Gresser? ¿Para ver lo que ha quedado de la casa de sus padres? Tal vez se casó con una chica italiana cuando estaba en Italia, y desea regresar allí. Incluso es posible que tenga hijos. Hay docenas de razones posibles por las que no se presentaría ante el cónsul alemán. Tal vez recurrió al de Suiza.

—Si se hubiera casado, su expediente militar lo indicaría.

—No, si se casó con alguien con quien se suponía que no había de casarse. Recuerde las normas que dieron los americanos y los británicos para sus soldados, con respecto a casarse con mujeres alemanas.

—¿Qué piensa hacer?

—Todavía no lo sé. Tendré que pensarlo.

Cuando regresó al hotel, se sentó y escribió un largo telegrama dirigido al señor Sistrom. Primero expuso brevemente las últimas novedades en la investigación, y pidió instrucciones. ¿Había de volver ya a su país, o bien debía continuar y tratar de confirmar la muerte de Franz Schirmer?

Al día siguiente recibió la respuesta.

«TRAS HABER MIRADO DEBAJO DE TANTAS PIEDRAS SERÍA UNA LÁSTIMA DEJAR UNA DE ELLAS SIN REMOVER STOP SIGA TRATANDO DE CONFIRMAR O NO LA MUERTE DE FRANZ STOP LE SUGIERO CONCEDER TRES SEMANAS A LA TAREA STOP SI EN SU OPINIÓN NO ENCUENTRA NINGUNA PISTA INTERESANTE PASADO ESTE TIEMPO ABANDONAREMOS EL ASUNTO STOP SISTROM».

Aquella noche, George y la señorita Kolin salieron de Colonia rumbo a Ginebra.

La señorita Kolin había actuado como intérprete en conferencias del Comité de la Cruz Roja Internacional, y sabía que los funcionarios de su sede central podían prestarles ayuda. Al poco tiempo, George entró en contacto con un funcionario que había trabajado en Grecia, para la Cruz Roja, en 1944. Era un suizo delgado y de aspecto muy serio, cuya actitud parecía indicar que nada podía sorprenderle ya. Hablaba muy bien el inglés, y además otros cuatro idiomas. Su nombre era Hagen.

—No hay la menor duda, señor Carey —dijo—, de que los andartes solían matar a sus prisioneros. No estoy diciendo que lo hicieran simplemente porque odiaban al enemigo, o porque les gustara matar, usted ya me entiende. Es difícil explicar qué otra cosas hubieran podido hacer las más de las veces. Una guerrilla de treinta hombres como máximo no está en condiciones de vigilar y alimentar a los prisioneros que capturan. Además, Macedonia sigue la tradición balcánica, y allí matar a un enemigo parece ser un hecho de escasa importancia

—Pero ¿por qué coger prisioneros? ¿Por qué no matarlos enseguida?

—Generalmente, los cogían para interrogarlos.

—Si usted se encontrase en mi lugar, ¿cómo se las arreglaría para establecer sin lugar a dudas la muerte de este hombre?

—Pues bien, dado que sabe usted dónde se produjo la emboscada, podría tratar de entrar en contacto con alguno de los andartes que operaron en esa zona. Es posible que recuerden el incidente. Sin embargo, yo diría que tal vez le resulte difícil persuadirlos para que se les refresque la memoria. ¿Sabe si se trataba de un grupo ELAS, o si era un EDES?

—¿EDES?

—Estas iniciales griegas significan Ejército de Liberación Nacional Democrático, es decir, los andartes anticomunistas. Los ELAS eran los andartes comunistas, es decir, el Ejército de Liberación Nacional Popular. En la zona de Vodena, lo más probable es que pertenecieran al ELAS.

—¿Tiene importancia lo que fuesen?

—La tiene, y mucha. Debe recordar que en Grecia ha habido tres años de guerra civil. Ahora, dominada ya la rebelión, no es tan fácil encontrar a los que pelearon en el bando comunista. Algunos han muerto, otros están en la cárcel y otros siguen ocultándose. Hay muchos de ellos refugiados en Albania y Bulgaria. Tal como están las cosas, seguramente le será difícil entrar en contacto con hombres del ELAS. Es bastante complicado.

—Sí, creo que sí. ¿Y que posibilidad real existe en lo que respecta a descubrir lo que deseo saber?

Monsieur Hagen se encogió de hombros.

—A menudo, en este tipo de asuntos he visto la suerte actuar de un modo tan extraño que ya no trato de calibrar las posibilidades. ¿Es muy importante el asunto que le trae aquí, señor Carey?

—Hay un buen puñado de dinero en juego.

El otro suspiró.

—¡Pueden haber ocurrido tantas cosas! Sepa que hubo centenares de hombres declarados como «desaparecidos, presumiblemente muertos», cuando simplemente habían desertado. A fines de 1944, Salónica estaba llena de desertores alemanes.

—¿Llena?

—Sí, ya lo creo. El ELAS reclutó a la mayoría de ellos. Hacia la Navidad de 1944, había muchos alemanes que peleaban junto a los comunistas griegos.

—¿Quiere decir que, a fines de 1944, un soldado alemán podía deambular por Grecia sin que lo mataran?

Una pálida sonrisa apareció en el rostro melancólico de monsieur Hagen.

—En Salónica, podían verse soldados alemanes sentados en los cafés y paseando por las calles…

—¿Uniformados?

—Sí, o parcialmente uniformados. Era una situación muy curiosa. Durante la guerra, los comunistas de Yugoslavia, Grecia y Bulgaria habían acordado crear un nuevo estado macedonio. Todo ello formaba parte de un plan ruso, más amplio, con vistas a una federación comunista balcánica. Pues bien, apenas se marcharon los alemanes, una fuerza llamada Grupo Macedonio de Divisiones del ELAS se apoderó de Salónica y se dispuso a ejecutar este plan. Ya no les importaban los alemanes, pues tenían un nuevo enemigo con el que luchar: el Gobierno legal griego. Y lo que deseaban para luchar eran soldados bien adiestrados. Fue Vafiades quien tuvo la idea de reclutar desertores alemanes. Él era el comandante del ELAS en Salónica, en aquel entonces.

—¿Puede ponerme en contacto con ese Vafiades? —preguntó George.

Vio que la señorita Kolin le miraba fijamente, al tiempo que aparecía una expresión de angustiada perplejidad en la cara de monsieur Hagen.

—Mucho me temo que esto sería un poco difícil, señor Carey.

—¿Por qué? ¿Acaso ha muerto?

—Pues bien, parece haber ciertas dudas precisamente acerca de lo que le ocurrió. —Monsieur Hagen daba la impresión de elegir cuidadosamente sus palabras—. Lo último que oímos acerca de él, directamente, fue en 1948. Dijo entonces a un grupo de periodistas extranjeros que, como jefe del Gobierno Democrático Provisional de la Grecia Libre, se proponía establecer una capital en suelo griego. Fue más o menos en esa época cuando su ejército capturó Karpenissi, tengo entendido.

George miró a la señorita Kolin con una expresión de ignorancia.

—Markos Vafiades se hacía llamar general Markos —murmuró ella—. Mandaba el ejército rebelde de los comunistas griegos en la guerra civil.

—¡Oh, ya comprendo! —George notó que se le enrojecía el semblante—. Ya le dije que no sabía absolutamente nada acerca de la situación en Grecia —se justificó—. Y temo que estos cambios de nombres todavía me desoriente más.

Monsieur Hagen sonrió.

—Lo comprendo, señor Carey. Aquí estamos más cercanos a este tipo de cosas. Vafiades era un griego nacido en Turquía, que antes de la guerra trabajaba en una manufactura de tabacos. Era comunista desde hacía varios años y por esta razón había estado en la cárcel. Sin duda, tenía un respeto por la tradición revolucionaria. Cuando los comunistas le dieron el mando del ejército rebelde, decidió que se llamaría simplemente Markos. Es un nombre que tiene sólo dos sílabas y resulta más impresionante. Si los rebeldes hubieran ganado, él tal vez se hubiera convertido en un hombre tan importante como Tito. En realidad, y si me permite la comparación, tenía algo en común con su general Lee. Ganó sus batallas, pero perdió la guerra, y por las mismas razones. Para Lee, la pérdida de Vicksburg y Atlanta, en especial la de Atlanta, significó las destrucción de sus líneas de comunicación. Para Markos, que al mismo tiempo se enfrentaba a un enemigo superior en número, el cierre de la frontera yugoslava ejerció el mismo efecto. Mientras los comunistas de Yugoslavia, Bulgaria y Albania le ayudaron, su posición fue sólida, ya que, retirándose a través de estas fronteras, podía interrumpir cualquier acción militar cuyo desarrollo le fuese desfavorable. Después, al otro lado de la frontera, podía reagrupar y reorganizar sus fuerzas en plena seguridad, reunir refuerzos y aparecer de nuevo, con efectos devastadores, en algún sector del frente gubernamental en el que el enemigo ocupara unas posiciones débiles. Cuando Tito se peleó con Stalin y retiró su apoyo al plan de Macedonia, cortó en dos las líneas laterales de comunicación de Markos. Es mucho lo que Grecia le debe a Tito.

—Pero ¿no cree que de todos modos Markos hubiera perdido finalmente la guerra?

Monsieur Hagen expresó la duda con una mueca.

—Tal vez. La ayuda británica y norteamericana hizo mucho, cosa que yo no niego. El ejército y las fuerzas aéreas de Grecia experimentaron una transformación completa. Sin embargo, el hecho de que se le negara la frontera yugoslava a Markos permitió utilizar estas fuerzas con rapidez y de modo decisivo. En enero de 1949, después de más de dos años de lucha, las fuerzas de Markos ocupaban Naoussa, una gran ciudad industrial situada tan sólo a ciento treinta kilómetros de Salónica. Nueve meses más tarde, podían darse por vencidas. Todo lo que restaba de ellas era un foco de resistencia en el monte Grammos, cerca de la frontera albanesa.

—Comprendo —George sonrió—. Pues bien, no parece que sea muy probable que yo consiga tener una conversación con el general Vafiades, ¿no cree?

—Mucho me temo que no será posible, señor Carey.

—E incluso si lo consiguiera, no tendría mucho sentido por mi parte preguntarle acerca del sargento alemán que fue capturado en una emboscada en 1944.

Monsieur Hagen inclinó cortésmente la cabeza.

—Ninguno.

—Por lo tanto, permítame ir directo al grano. En 1944, los guerrilleros —los andartes como los llaman ustedes, ¿verdad?— mataron a algunos alemanes pero reclutaron a otros. ¿Correcto?

—Ciertamente.

—Por tanto, si el soldado alemán en el que estoy interesado consiguió salvar su vida después de aquella emboscada, no sería una fantasía el concederle una posibilidad del cincuenta por ciento de seguir con vida, ¿no es así?

—No tiene nada de absurdo. Es muy razonable.

—De acuerdo, pues. Muchas gracias.

Dos días más tarde, George y la señorita Kolin se encontraban en Grecia.