UN CONTABLE llamado Friedrich Schirmer había fallecido en Bad Schwennheim en 1939. Había tenido un hijo llamado Johann. Buscar a este hijo. Si había muerto, buscar entonces a su heredero.
Tales eran las instrucciones de George.
Había probablemente millares de Johann Schirmer en Alemania, pero sobre este se sabían algunas cosas. Había nacido hacia 1895, en Schaffhausen. Se había casado con una mujer llamada Ilse. Existía una fotografía de los dos, tomada a principios de los años veinte. George tenía una copia. Serviría probablemente de muy escasa ayuda como identificación positiva en esta primera etapa, pero podía resultar útil para refrescar la memoria de antiguos vecinos o conocidos de la pareja. Las caras suelen ser mejor recordadas que los nombres. La fotografía suministraba además otra pista, aunque débil: el sello del fotógrafo en el soporte indicaba que había sido tomada en Zurich.
No obstante, el primer movimiento en el plan de campaña que Sistrom le había trazado era, tal como había recomendado Moreton, ir a Bad Schwennheim y comenzar allí donde la anterior investigación se había interrumpido.
Cuando murió Friedrich Schirmer, hacía varios años que no veía a su hijo, pero siempre cabía la posibilidad de que la guerra hubiera cambiado las cosas. En casos de emergencia, las familias tienden a reunirse y, en opinión del señor Sistrom, hubiera sido lógico que Johann tratase de establecer contacto con su padre en aquellos años. En este caso, se le habría notificado oficialmente el fallecimiento de este, y tal vez hubiera quedado registrada esta notificación, con la inclusión de sus señas. Cierto que Moreton no había recibido ninguna noticia a este respecto desde Bad Schwennheim. Pero esto no demostraba nada. El cura podía haber olvidado su promesa e incluso haberla incumplido, su carta podía haberse perdido en las inseguridades del correo en tiempo de guerra, y también cabía que él se hubiese incorporado al ejército alemán como capellán castrense. Había infinitas posibilidades.
En el tren que les llevaba a Basilea, George explicó todo esto a la señorita Kolin.
Esta le escuchó atentamente y, cuando él hubo terminado, hizo un gesto de asentimiento.
—Sí, lo comprendo. Desde luego, no puede usted descuidar la menor posibilidad. —Hizo una pausa y preguntó—: ¿Espera conseguir mucho en Bad Schwennheim, señor Carey?
—Mucho, no. No sé exactamente cuáles son los procedimientos alemanes, pero yo diría que, cuando fallece un anciano como ese Friedrich, las autoridades no revuelven cielos y tierra en busca de parientes a los que notificárselo. Tampoco nosotros lo hacemos. ¿Para qué? No hay herencia a la vista. Y suponiendo que Johann escribiese, la carta llegaría al sanatorio y lo más probable es que fuese devuelta con la anotación «Destinatario fallecido», o cualquier otra por el estilo. Lo más fácil es que el párroco no se enterase siquiera.
Ella frunció los labios.
—Es curioso lo de ese viejo.
—No mucho, estas cosas ocurren cada día.
—Dice usted que el señor Moreton no encontró nada referente al hijo entre los papeles del viejo, excepto esa fotografía. Ni cartas, ni tampoco otras fotos, salvo la de su difunta esposa. Nada. Se nos dice que se pelearon. Sería interesante saber por qué.
—Probablemente, la esposa se cansó de tener el suegro en casa.
—¿De qué murió?
—No sé de qué dolencia de la vesícula.
—Debió de saber que se estaba muriendo, y sin embargo no escribió a su hijo antes del fin, ni siquiera pidió al cura que lo hiciera…
—Tal vez ya no le importaba en absoluto.
—Tal vez —la joven reflexionó unos momentos—. ¿Sabe cómo se llamaba el párroco?
—Era el padre Weichs.
—Entonces creo que podría hacer averiguaciones antes de ir a Bad Schwennheim. Podría enterarse, a través de las autoridades eclesiásticas de Friburgo, de si el padre Weichs todavía sigue allí. Si ya no está, podrán decirle dónde se encuentra. Con ello, puede ganar mucho tiempo.
—Es una buena idea, señorita Kolin.
—En Friburgo, también puede usted averiguar si algún pariente reclamó las pertenencias del anciano.
—Creo que para esa información deberemos ir a Baden, pero siempre podemos probar en Friburgo.
—¿No le molesta que le haga estas sugerencias?
—En absoluto. Muy al contrario, me resultan de gran utilidad.
—Gracias.
George no consideró necesario mencionar que, de hecho, las ideas ofrecidas por ella ya se le habían ocurrido a él. Había estado pensando en la señorita Kolin desde que tomó, de mala gana, la decisión de emplear sus servicios.
Le desagradaba y, si había que creer al señor Moreton, acabaría por detestarla. No era una persona a la que hubiera elegido libremente para que le prestase unos servicios. En todos los aspectos, ella le había sido impuesta. Por lo tanto, carecería de todo sentido el comportarse con ella como si hubiera de representar —como, por ejemplo, debería representar una buena secretaria— una extensión de parte de su propia mente y voluntad. Más bien ocupaba la posición de una asociada indiferente con la que tenía el deber de colaborar amigablemente hasta concluir un determinado trabajo. Se había encontrado en situaciones semejantes en el ejército y las había aceptado con filosofía, y no había razón para no hacer ahora lo mismo con esta.
Y así, tras haberse preparado para lo peor, había descubierto que la señorita Kolin, que se había presentado aquella mañana en la Gare de l’Est con su maleta y una máquina de escribir portátil, ofrecía un aspecto muy agradable. Cierto que había avanzado por el andén como si se dispusiera a hacer frente a un pelotón de fusilamiento, y cierto también que parecía como si aquel día hubiera sido insultada ya varias veces, pero le había saludado amistosamente y a continuación le había desconcertado al sacar un mapa excelente de la Alemania Occidental en el que, en beneficio de él, había trazado los límites de las diferentes zonas de ocupación. Había aceptado con una comprensión muy práctica la manifiesta reserva que él mostraba en lo referente al caso, y se había mostrado alerta y eficiente cuando él había procedido a explicar en detalle la índole del trabajo que había de realizar en Alemania. Y ahora estaba brindando sugerencias inteligentes y útiles. Kolin en pleno trabajo era, evidentemente, una persona muy diferente de Kolin entrevistada para ofrecérselo. O tal vez el hombre de la embajada había tenido razón y, tras haber pasado ella por uno de sus malos días, ahora disfrutaba de uno mejor. En este caso, bien valdría la pena de descubrir si era posible evitar estos malos días. Nunca es conveniente perder las esperanzas.
Después de dos días buenos en Friburgo, la actitud de George con respecto a su colaboradora experimentó un nuevo cambio. No se trataba de que ella le agradara más, pero sí había adquirido un respeto por su capacidad, que, desde un punto de vista profesional al menos, resultaba mucho más tranquilizante. A las dos horas de su llegada, la joven había descubierto ya que el padre Weichs se había marchado de Bad Schwennheim en 1943, reclamado por el Hospital del Sagrado Corazón, una institución para hombres y mujeres incapacitados situada en las afueras de Stuttgart. Al terminar el día siguiente, sabía ya que las pertenencias de Friedrich Schirmer habían sido retiradas de acuerdo con una ley sobre los indigentes que morían intestados, y que el pariente más próximo del difunto había sido registrado como «Johann Schirmer, hijo, paradero desconocido».
Al principio, él había tratado de dirigir personalmente cada paso de la investigación, pero, a medida que eran enviados de un funcionario a otro, la laboriosa y larga rutina de los interrogatorios y las traducciones, seguidos por las respuestas y sus correspondientes interpretaciones, resultó absurda. Por sugerencia de George, ella empezó a interpretar lo sustancial de las conversaciones, pero después, en medio de una de las entrevistas, ella la interrumpió con impaciencia.
—Esta no es la persona con la que usted quiere hablar —le había dicho—. Aquí, perderá el tiempo. Creo que hay un método más sencillo.
A continuación, él se mantuvo en la retaguardia permitiendo que ella llevara la iniciativa, cosa que hizo con una energía y un aplomo considerables. Sus métodos para tratar con la gente carecían de sutileza, pero eran eficaces. Con aquellos que mostraban una cooperación ella agilizaba los trámites, con las personas obstructivas adquiría una actitud imperiosa, y ante las suspicaces mostraba una sonrisa radiante pero metálica. George decidió que, en Estados Unidos, aquella sonrisa no hubiera seducido ni siquiera a un adolescente hambriento de sexo, pero, al parecer, en Alemania la cosa funcionaba. Su triunfo definitivo fue el de persuadir a un melancólico funcionario de la jefatura de policía para que telefonease a Baden-Baden, a fin de consultar los registros judiciales acerca del paradero de lo que había dejado en este mundo Friedrich Schirmer.
Todo resultó muy satisfactorio y George así lo expresó, lo mejor que pudo.
Ella se encogió de hombros.
—No me parece necesario que pierda usted su tiempo con estas gestiones tan simples y rutinarias. Si cree poder confiármelas a mí, lo haré con mucho gusto.
Fue aquella misma noche cuando descubrió algo todavía más desconcertante acerca de la señorita Kolin.
Habían adquirido la costumbre de hablar brevemente sobre el programa del día siguiente mientras cenaban. Después, ella se retiraba a su habitación y George escribía cartas o leía. Sin embargo, esa noche se enzarzaron en una conversación con un hombre de negocios suizo en el bar, antes de cenar, y más tarde este los invitó a sentarse a su mesa. El motivo era, evidentemente, seducir a la señorita Kolin, si esto podía realizarse sin demasiados problemas, y si George no presentaba objeción alguna. George no tenía ninguna. El hombre era simpático y hablaba bien el inglés, y a George le interesó ver cómo se las arreglaba para lograr su objetivo.
La señorita Kolin había tomado cuatro coñacs antes de cenar y el suizo había ingerido varios Pernods. Durante la cena, ella bebió vino, y también lo hizo el suizo. Después de cenar, este la invitó a tomar más coñac y, una vez más, pidió copas grandes. La señorita Kolin se bebió cuatro, y lo mismo hizo el suizo. Después de tomar la segunda, este se mostró muy afectuoso y trató de acariciar la rodilla de la joven. Esta rechazó la maniobra con aire ausente, pero con plena eficacia. Cuando hubo terminado su tercera copa, el suizo dedicaba a George una amarga disertación sobre el tema de la política fiscal norteamericana. Poco después de la cuarta, se puso muy pálido, se excusó rápidamente, abandonó la mesa y ya no reapareció. Con un ademán de la cabeza, dirigido al camarero, la señorita Kolin encargó una quinta copa para ella.
George había observado en otras veladas que a ella le gustaba el coñac y que rara vez pedía otra cosa para reconfortarse bebiendo. Incluso se había fijado en que, cuando pasaron la aduana en Basilea, ella llevaba una botella de coñac en su maleta. Sin embargo, no había observado que la afectara en lo más mínimo. Si se le hubiera interrogado sobre este punto, habría contestado que la señorita Kolin era un modelo de sobriedad.
Ahora, mientras ella saboreaba su quinta copa, George la contempló, fascinado. Sabía que, de haber bebido él lo mismo que ella, en aquellos momentos estaría ya inconsciente. Por su parte, ella ni siquiera se mostraba locuaz. Se mantenía muy erguida en su silla y tenía todo el aspecto de una joven profesora, atractiva pero puritana, dispuesta a corregir por primera vez un caso de exhibicionismo juvenil. Había, en una comisura de la boca, una mera sospecha de saliva, pero la hizo desaparecer limpiamente con la lengua. Sus ojos estaban empañados, pero con ellos enfocó cuidadosamente a George.
—Entonces, ¿iremos mañana al sanatorio de Bad Schwennheim? —preguntó con toda precisión.
—No, no lo creo. Primero, iremos a ver al padre Weichs en Stuttgart. Si él sabe algo, tal vez sea innecesario ir a Bad Schwennheim.
Ella asintió con la cabeza.
—Creo que tiene usted razón, señor Carey.
Después miró su copa durante unos momentos terminó su contenido de un sorbo y se levantó tranquilamente.
—Buenas noches, señor Carey —dijo con firmeza.
—Buenas noches, señorita Kolin.
Cogió su bolso, dio media vuelta y se situó ante la puerta. Seguidamente, empezó a caminar directamente hacia ella. Pasó rozando una mesa, pero no se desvió ni se tambaleó. Era una exhibición milagrosa de autodominio. George vio como salía del restaurante, cambiaba de dirección hacia el mostrador del conserje, recogía la llave de su habitación y desaparecía por la escalera. Para un observador casual, tenía todo el aspecto de no haber bebido nada más fuerte que una copa de vino del Rin.
El Hospital del Sagrado Corazón resultó ser un siniestro edificio de obra de ladrillo, en las afueras de Stuttgart, junto a la carretera de Heilbronn.
George había tomado la precaución de enviar un largo telegrama al padre Weichs. En él mencionaba la visita del señor Moreton a Bad Schwennheim en 1939 y expresaba su deseo de saludar al padre. Él y la señorita Kolin esperaron pocos minutos antes de que apareciera una monja que les guio, a través de varios pasillos solitarios y con muros de piedra, hasta la habitación del clérigo.
George recordaba que el padre Weichs hablaba bien el inglés, pero le pareció más diplomático comenzar la conversación en alemán. Los vivarachos ojos azules del sacerdote miraron alternativamente a los dos mientras la señorita Kolin traducía la cortés explicación de George sobre su presencia allí, así como su esperanza de que el telegrama (que podía ver claramente sobre la mesa del cura) hubiese llegado para recordarle cierta ocasión en 1939, cuando…
Mientras escuchaba, los músculos de las mandíbulas del padre Weichs se habían estremecido con impaciencia. Ahora interrumpió a sus visitantes y habló en inglés.
—Sí, señor Carey. Recuerdo a aquel caballero y, como puede ver, he recibido su telegrama. Por favor, siéntense.
Les indicó unas sillas y él se acomodó ante su mesa.
—Sí —repitió—. Recuerdo muy bien a aquel caballero. Tengo mis motivos para recordarlo.
Una sonrisa torcida arrugó sus flacas mejillas. Era la suya una cabeza escultórica e interesante, pensó George.
A primera vista, cabía pensar que debía de ocupar un alto cargo eclesiástico, pero después uno se fijaba en los viejos y deteriorados zapatos que ocultaba bajo la mesa y esta ilusión se desvanecía.
—Me pidió que le transmitiera sus cordiales saludos —dijo George.
—Muchas gracias. ¿Viene usted en su nombre?
—Por desgracia, el señor Moreton está ya jubilado y es un inválido.
Resultaba difícil no mostrarse algo pomposo delante del padre Weichs.
—Desde luego, lamento saberlo —el clérigo inclinó cortésmente la cabeza—. Sin embargo, no fue el caballero en sí mismo lo que hace que le recuerde. Veamos. Fallece un hombre de avanzada edad y que lleva una vida solitaria. Yo soy su confesor. Llega el señor Moreton y me hace una serie de preguntas sobre él. Esto es todo. No es una cosa tan inusual como puedan ustedes creer. A menudo, una persona de cierta edad que durante largos años ha vivido olvidada por sus parientes, adquiere un interés para estos cuando muere. Desde luego, no es tan corriente que venga un abogado norteamericano, pero tampoco esto es en sí tan extraño. Hay muchas familias alemanas que tienen vínculos con su país. —Hizo una pausa y añadió secamente—. Pero el incidente llega a ser memorable cuando demuestra ser un asunto importante para la policía.
—¿La policía?
George procuró no reflejar la sensación de culpabilidad que de pronto le había invadido.
—¿Le sorprendo, señor Carey?
—Mucho. El señor Moreton estaba investigando por encargo de un cliente norteamericano perfectamente respetable, sobre la cuestión de una herencia… —empezó a explicar George.
—Una herencia —le interrumpió el clérigo— que, según él dijo, consistía en una modesta cantidad. —Hizo otra pausa y, antes de seguir hablando, dedicó a George una sonrisa irónica—. Sé, desde luego, que los tamaños siempre son relativos y que en Estados Unidos no se mide por el mismo rasero que en Europa, pero incluso en Estados Unidos parece exagerado calificar de modesta cantidad una suma de tres millones de dólares.
Por el rabillo del ojo, George vio que la señorita Kolin se sobresaltaba por una vez, pero esta era una satisfacción muy pequeña en aquel momento.
—El señor Moreton se encontraba en un compromiso, padre —dijo—. Había de ser discreto. Los periódicos de nuestro país ya habían causado problemas al dar una excesiva publicidad a este caso. Se habían presentado innumerables reclamaciones de la herencia. Además, el caso era muy complicado. El señor Moreton no quería suscitar las esperanzas de nadie, para después tener que disiparlas.
El sacerdote frunció el ceño.
—Su discreción me puso en una postura muy peligrosa ante la policía. Y con ciertas otras autoridades… —añadió vagamente.
—Lo comprendo, y lo siento mucho, padre. Creo que si el señor Moreton hubiera sabido… —se interrumpió—. ¿Le importaría contarme lo que sucedió?
—Si cree que puede interesarle… Poco antes de la Navidad de 1940, vino la policía y me hizo preguntas sobre la visita que me había hecho el señor Moreton un año antes. Yo les dije todo lo que sabía. Lo anotaron y se marcharon. Dos semanas más tarde, volvieron con otros hombres que no pertenecían a la policía, sino a la Gestapo. Me llevaron a Karlsruhe. —Sus facciones se endurecieron—. Me acusaron de mentir con respecto a la visita del señor Moreton. Dijeron que se trataba de un asunto de gran importancia para el Reich. Dijeron también que si no les decía lo que ellos deseaban saber, sería tratado tal como lo habían sido algunos de mis hermanos en la Iglesia. —Había estado contemplando sus manos, pero ahora alzó la cabeza y su mirada buscó la de George—. Es posible que pueda usted sospechar lo que deseaban saber, señor Carey.
George se aclaró la garganta.
—Yo diría que deseaban saber algo acerca de un hombre llamado Schneider.
El sacerdote asintió con la cabeza.
—Sí, alguien llamado Schneider. Dijeron que el señor Moreton había estado buscando a esa persona y que yo ocultaba lo que sabía. Estaban convencidos de que yo sabía quién era esta persona, heredera del dinero americano, y que el señor Moreton había comprado mi silencio para que el dinero pudiera ir a parar a Estados Unidos. —Se encogió de hombros—. Lo triste de los hombres malignos es que no pueden creer ninguna verdad que no pinte el mundo con los colores que ellos desean.
—¿No se interesaban por Friedrich Schirmer?
—No. Creo que al final se convencieron de que esto era un truco del señor Moreton para despistarlos. No lo sé. Tal vez sólo se cansaran de mí. Sea como fuere, me dejaron marchar. Pero, como puede ver, tengo mis razones para recordar al señor Moreton.
—Sí, pero no veo cómo hubiera podido él prever los problemas que había de causarle.
—Señor Carey, no guardo ningún rencor —se reclinó en su sitio—, pero me gustaría saber la verdad.
George titubeó.
—La familia de Friedrich Schirmer era una rama de la familia Schneider en cuestión. Se necesitaría largo tiempo para explicar su conexión, pero puedo asegurarle que el Gobierno alemán no la conocía.
El clérigo sonrió.
—Por lo que puedo ver, todavía es necesaria la discreción.
George se ruborizó.
—Soy tan sincero como me es posible, padre. Este caso siempre ha sido muy especial. Ha habido tantos falsos aspirantes a la herencia que, incluso en el caso de encontrar uno que fuese legítimo, ahora sería enormemente difícil probar la justicia de su reclamación ante los tribunales americanos. Lo cierto es que, según todas las probabilidades, nunca triunfará ninguna de tales reclamaciones. El dinero pasará, simplemente, a la Commonwealth de Pennsylvania.
—Entonces, ¿cuál es la razón de su presencia aquí señor Carey?
—Se debe en parte a que el bufete de abogados para el que yo trabajo sucedió al señor Moreton en este caso. Y en parte, a que nuestro deber consiste en encontrar el heredero. Y en parte, también, a que este asunto ha de quedar resuelto para que nuestra firma cobre sus honorarios.
—Esto, por lo menos, es hablar con sinceridad.
—Tal vez pueda añadir, también, que si existe un heredero legítimo, es él o ella el que debe recibir el dinero, y no la Commonwealth de Pennsylvania. El Gobierno federal y el estatal cobrarán la mayor parte de la misma en forma de impuestos, al fin y al cabo, pero no existe motivo para que alguien más no pueda disfrutar también de ello.
—El señor Moreton hizo mención de un fideicomiso.
—Bueno…
—Ya veo que también esto exige discreción.
—Mucho me temo que sí.
—¿Era Friedrich Schirmer el heredero legítimo?
—Así lo creía el señor Moreton.
—Entonces, ¿por qué no lo explicó así el señor Moreton a los jueces?
—Porque Friedrich Schirmer había muerto y porque él temía que si se descubría que Friedrich no tenía ningún heredero vivo, el Gobierno alemán falsificara uno para quedarse con el dinero. En realidad, llegaron a presentar un anciano y alegaron que el heredero era él. El señor Moreton combatió esta reclamación durante más de un año.
El padre Weichs guardó silencio durante unos momentos y después suspiró.
—Está bien. ¿Y cómo puedo ayudarle ahora, señor Carey?
—El señor Moreton dijo que usted le había prometido informarle si aparecía Johann, el hijo de Friedrich Schirmer. ¿Apareció?
—No.
—¿Sabe si llegó alguna carta para Friedrich Schirmer al sanatorio donde este falleció?
—Hasta mediados de 1940 no llegó ninguna.
—¿Usted lo hubiera sabido?
—¡Ya lo creo! Yo visitaba a menudo el sanatorio.
—¿Y después de mediados de 1940?
—El sanatorio fue requisado por el ejército. Se convirtió en el cuartel general de una escuela de adiestramiento para operadores de radio.
—Comprendo. Bien, parece que esto es todo —dijo George, levantándose—. Muchas gracias, padre.
Pero el padre Weichs había hecho ya un gesto de protesta.
—Un momento, señor Carey. Usted ha preguntado si Johann Schirmer fue a Bad Schwennheim.
—¿Sí?
—Él no vino, pero sí vino su hijo.
—¿Su hijo?
George había vuelto a sentarse, lentamente.
—¿Puede resultar interesante para usted este hijo?
—Si fuese un nieto de Friedrich Schirmer me interesaría muchísimo.
El padre Weichs asintió con la cabeza.
—Vino a verme a mí. Debo explicar que cuando el ejército ocupó el sanatorio, yo visité al comandante de la escuela para ofrecer los servicios de mi ministerio a aquellos que los desearan. El comandante no era un hombre religioso, pero se mostró complaciente con mi petición y facilitó la tarea en lo posible a aquellos que deseaban asistir a la misa.
Hizo una pausa y miró a George, con expresión pensativa. Al cabo de unos momentos continuó:
—No sé si usted ha servido en el ejército, señor Carey… —George asintió—. ¡Perfectamente! Entonces tal vez haya observado que había ciertos hombres (entre los jóvenes combatientes, quiero decir) que no eran religiosos y sin embargo consideraban necesario a veces buscar alguno de los consuelos de la religión. Al parecer esta necesidad surgía cuando habían de encontrar el valor suficiente para hacer frente a la muerte o la mutilación, después de haber visto qué eran tales cosas. En estos momentos, el elaborado materialismo de los más inteligentes de entre ellos demostraba ser tan inútil y estéril como los mitos heroicos que se les habían infundido en las Juventudes Hitlerianas. Descubrían que necesitaban algo más y, a veces, recurrían a un sacerdote para encontrarlo. —Sonrió levemente—. Desde luego, en aquellos momentos la cosa no era tan simple como puede parecer ahora. Aquellos jóvenes acudían a mí alegando razones triviales para hablar de sus familias, para pedir consejo sobre algún problema material, para que les prestase un libro o una revista, para enseñarme fotografías que habían tomado, o para disfrutar de la tranquilidad de un jardín. Sin embargo, la razón aparente carecía de importancia. Aunque no siempre se dieran cuenta de ello, lo que deseaban era, en cierto modo, entrar en contacto con el sacerdote. Querían algo que, en el fondo de sus corazones, creían que tal vez yo pudiera darles: una paz y una fuerza interiores.
—¿Y el nieto de Schirmer fue uno de ellos?
El Padre Weichs se encogió de hombros.
—No estoy seguro. Tal vez sí. Pero voy a decírselo. Le habían enviado a aquella escuela para un entrenamiento especial. Era un…
Titubeó, y después, mirando a la señorita Kolin, pronunció la palabra Fallschirmjäger.
—Era un paracaidista —aclaró ella.
El sacerdote asintió con la cabeza.
—Esto es, muchas gracias. Vino a verme un día de septiembre o de octubre…, no lo recuerdo muy bien. Era un joven alto y vigoroso, con todo el tipo de un soldado. Había sido herido en Bélgica, en el ataque contra la fortaleza de Eben-Emael, y todavía no estaba lo bastante restablecido para volver a combatir. Vino a preguntarme si yo sabía algo acerca de su abuelo, Friedrich Schirmer.
—¿Dijo de dónde era él? —preguntó George inmediatamente.
—Sí. Procedía de Colonia.
—¿Dijo en qué trabajaba su padre?
—No. No recuerdo que lo dijese.
—¿Tenía hermanos?
—No, era hijo único.
—¿Sabía, cuando vino, que su abuelo había muerto?
—No. Fue para él una gran decepción. Cuando él era un chiquillo, su abuelo había vivido en la casa de sus padres y había sido muy bueno con él. Después, un día hubo una disputa y el abuelo se marchó.
—¿Dijo cómo sabía que el anciano había vivido en Bad Schwennheim?
—Sí. La pelea fue muy seria y, después de marcharse Friedrich, los padres del chico jamás volvieron a mencionar su nombre. Pero este había querido a su abuelo. Antes incluso de que él fuese a la escuela, el viejo le había enseñado a escribir y a realizar algunos ejercicios de cálculo. Más tarde, el abuelo le ayudó con los problemas de aritmética y le hablaba frecuentemente de asuntos comerciales. ¿Sabía usted que Friedrich Schirmer era contable?
—Sí.
—El muchacho no lo había olvidado. Cuando tenía unos catorce años, sus padres recibieron una carta del anciano, en la que este decía que se retiraba para vivir en Bad Schwennheim. Él les oyó comentar esta carta. Después la destruyeron, pero él recordó el nombre del pueblo y, cuando fue enviado a la escuela militar, trató de encontrar a su abuelo. Hasta que yo se lo dije, no sabía que, por una extraña casualidad, él vivía entonces en el mismo edificio donde había muerto el anciano.
—Comprendo.
El padre Weichs contempló sus manos.
—Viéndole o hablando con él, nadie hubiera dicho que se trataba de un joven al que era necesario proteger contra la desilusión. Creo que yo le fallé en este aspecto. No le comprendí hasta que ya era demasiado tarde. Vino a verme varias veces y me hizo muchas preguntas sobre su abuelo. Después comprendí que quería convertirle en un héroe, pero en aquellos momentos no se me ocurrió. Contesté a sus preguntas con toda la amabilidad posible. Después, un día me preguntó si yo no creía que su abuelo Friedrich había sido un buen hombre, un hombre excelente. —Hizo una pausa y después siguió hablando con lentitud y cautela, como si eligiera defensivamente sus palabras—. Le di la mejor respuesta que pude encontrar. Dije que Friedrich Schirmer había sido un hombre muy trabajador y que había padecido su larga y dolorosa enfermedad con paciencia y valor. No pude decirle nada más. El joven aceptó mis palabras y empezó a hablar entonces con rencor de su padre, el cual, me dijo, había expulsado de casa al anciano en un momento de rabia y celos. Yo no podía permitirle que hablase de esta manera, ya que podía faltar a la verdad. Le dije que estaba cometiendo una grave injusticia con su padre y que debía dirigirse a él y pedirle que le contara la verdad —alzó los ojos y miró sombríamente a George—. Él se echó a reír y me dijo que todavía no había recibido nunca de su padre algo que fuese bueno, y que no conseguiría de él la verdad. Siguió hablándome burlonamente de su padre, como si lo despreciara. Después se marchó y ya no volví a verle.
Afuera, en los balcones de hierro del hospital las sombras se estaban alargando. Un reloj dio la hora.
—¿Y cuál era la verdad, padre? —preguntó George.
El clérigo meneó la cabeza.
—Yo era el confesor de Friedrich Schirmer, señor Carey.
—Desde luego. Perdone.
—En nada le ayudaría saberlo.
—No, estoy de acuerdo. Sin embargo, dígame una cosa, padre. El señor Moreton hizo una lista aproximada de los documentos y fotografías que se encontraron después de la muerte de Friedrich Schirmer. ¿Era eso todo lo que él tenía? ¿No se encontró nada más?
Con gran sorpresa por su parte, vio una expresión de malestar en el rostro del sacerdote. Su mirada evitó la de George. Durante unos momentos, hubo una nota furtiva en la expresión del padre Weichs.
—Los documentos antiguos —añadió rápidamente George— pueden constituir pruebas muy importantes en casos como este.
Los músculos de las mandíbulas del padre Weichs se tensaron.
—No había otros documentos —dijo.
—¿Ni fotografías?
—Ninguna que pudiera ser del menor valor para usted, señor Carey —replicó el clérigo secamente,
—¿Pero había otras fotografías o no? —insistió George.
Los músculos de las mandíbulas del padre Weichs empezaron a contraerse.
—Le repito, señor Carey, que no habrían tenido ningún valor en su investigación —aseguró.
—¿No habrían tenido valor? —repitió George—. ¿Quiere decir que ya no existen, padre?
—Exactamente. Ya no existen. Yo las quemé.
—Comprendo —dijo George.
Hubo un denso silencio mientras los dos hombres se miraban fijamente. Después, el padre Weichs se levantó suspirando y contempló el paisaje a través de la ventana.
—Friedrich Schirmer no era un hombre agradable —dijo finalmente—. No creo causar daño a nadie dicíendole esto. Incluso puede haberlo sospechado por lo que he dicho hasta el momento. Había muchas fotografías. Nunca tuvieron importancia para nadie, excepto para Friedrich Schirmer, y posiblemente para aquellos a quienes él las compró.
George comprendió entonces.
—Está bien —exclamó—. Está bien, lo comprendo todo.
Sonrió, mientras reprimía un vivo deseo de echarse a reír.
—Él había hecho las paces con Dios —afirmó el padre Weichs—. Me pareció justo destruirlas. Los deseos secretos de los difuntos deberían terminar junto con la carne que los creó. Además —añadió—, siempre existe el peligro de que estas imágenes eróticas caigan en manos de chiquillos.
George se levantó.
—Gracias, padre. Hay un par de cosas que me gustaría preguntarle. ¿Llegó a saber a qué unidad de paracaidistas pertenecía el joven Schirmer?
—No, siento decirle que lo ignoro.
—Está bien, esto podemos averiguarlo más tarde. ¿Cuál era su nombre de pila, padre, y su graduación? ¿Lo recuerda?
—Sólo recuerdo un nombre. Creo que era Franz. Franz Schirmer. Era sargento.