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DOS SEMANAS más tarde, George fue a París.

Al virar lentamente el avión procedente de Nueva York y empezar a perder altitud, preparándose para el aterrizaje en Orly, pudo ver como la ciudad se ofrecía perezosamente a su vista por debajo del ala de babor. Alargó el cuello para divisar algo más. No era la primera vez que volaba sobre París, pero sí la primera en que lo hacía como civil, y tenía curiosidad por comprobar si todavía podía identificar hitos en otro tiempo familiares. Se trataba, además, del comienzo de una nueva relación con aquel lugar. Para él había sido, sucesivamente, una zona en un mapa, la ubicación de un cuartel general de las Fuerzas Aéreas, un parque de atracciones en el que pasar períodos de permiso, y un gris laberinto de calles en el que uno consumía largos turnos de espera en busca de medios de transporte que lo llevaran a su casa. Ahora se había convertido en una capital extranjera en la que había de atender a ciertos negocios, con un punto de partida que, en un momento de humor, había imaginado como el de una odisea. Ni siquiera el hecho de saber que actuaba meramente como el sustituto barato de un competente investigador privado llegaba a disipar la agradable sensación de expectación que le embargaba.

Su actitud había cambiado ligeramente en las dos últimas semanas.

Aunque todavía consideraba su conexión con el mismo como una desventura, ya no la contemplaba como un grave desastre. Varias cosas habían conspirado para reforzar su sentido común en esta cuestión. Se había producido la protesta del señor Budd contra el envío de un hombre tan capacitado para una misión tan pedestre. Sus colegas habían expresado malignamente su convicción de que, aburrido por la revisión de tantas reclamaciones, había alterado astutamente los hechos a fin de conseguir unas vacaciones gratuitas. Y, por encima de todo, hubo la decisión del señor Sistrom en lo referente a asumir un interés personal en el asunto. El señor Budd, malhumorado, la había atribuido a vulgar codicia, pero George sospechaba que el deseo, aparentemente simple, del señor Sistrom en cuanto a ordenar la herencia mientras tuviera esta posibilidad, contenía elementos de otros deseos de tipo menos crematístico. Sin duda, era fantástico sugerir que, en un asunto financiero de cualquier tipo, un socio de la firma Lavater, Powell y Sistrom pudiera estar influido por consideraciones románticas o sentimentales, pero, como George ya había percibido, la fantasía y el caso Schneider Johnson nunca habían estado muy distantes entre sí. Además, la creencia de que en el señor Sistrom había todavía, aunque oculta, una personalidad juvenil resultaba tranquilizadora, y la tranquilidad era algo que George necesitaba.

Tras una nueva visita a Montclair, se había puesto a trabajar para descifrar el diario de Moreton. Cuando hubo completado la tarea e identificado todos los documentos fotografiados que había en la caja de escrituras, fue consciente de la sensación, para él poco familiar, que pueden inspirar la inadecuación y la duda interna. Münster, Mülhlhausen, Karlsruhe y Berlín…, él mismo había lanzado bombas sobre muchos de los lugares en los que Moreton había trabajado para reunir la historia de la familia Schirmer. Y sin duda, había matado a algunos de sus habitantes. ¿Tendría él la paciencia y el ingenio necesarios para hacer lo que había hecho el señor Moreton? Se sentía inclinado a dudarlo. Resultaba humillante consolarse con la idea de que probablemente su tarea sería más sencilla.

La mañana siguiente a su llegada a París, fue a la embajada de Estados Unidos, estableció relaciones con su departamento legal y pidió que le recomendaran un intérprete alemán-inglés cuyos servicios ellos ya hubieran utilizado, y cuyas declaraciones juradas fuesen aceptadas más tarde por el Tribunal de Huérfanos en Filadelfia y la Custodia de Propiedades Aliadas.

Cuando regresó a su hotel le esperaba una carta. Era del señor Moreton.

Muy apreciado señor Carey:

Muchas gracias por su carta. Desde luego, me ha interesado mucho saber que mi viejo amigo John Sistrom ha decidido continuar la investigación del asunto Schirmer, y me ha complacido el hecho de que usted vaya a asumir esta responsabilidad. Le felicito. John J. debe tener muy buen concepto de usted para confiarle esta tarea. Puede tener la seguridad de que ningún periódico sabrá por mí ni una palabra acerca de este asunto. Veo con agrado su halagüeña intención de tomar las mismas medidas de precaución que asumí yo para asegurar el secreto. Si me permite darle un consejo sobre la cuestión del intérprete, no admita ninguno que le dé la impresión de que no va a gustarle personalmente. Pasarán tanto tiempo juntos que si desde un buen principio no es de su agrado, acabará por aborrecerle.

En cuanto a aquellos puntos de mi diario que para usted no acababan de estar claros, incluyo en una hoja por separado mis respuestas a sus preguntas. Sin embargo, recuerde que yo confío en mi memoria y que, en algunos casos, esta me ha fallado. Las contestaciones las doy de acuerdo con todo lo que pueden dar de sí mis conocimientos y creencias.

He reflexionado sobre sus problemas en Alemania y me parece probable que el padre Weichs, el párroco de Bad Schwennheim, se cuente entre aquellas personas con las que usted se pondrá en contacto en los primeros momentos. Pero cuando traté de recordar lo que yo le dije a usted con respecto a mi conversación con el párroco, tuve la impresión de haber olvidado varios detalles importantes. Sé que mi diario sólo explica los hechos más concretos. Esta fue mi última entrevista en Alemania y yo tenía ganas de regresar cuanto antes a mi país. Sin embargo, como puede imaginar, recuerdo vivamente esta ocasión. Un relato más detallado de la entrevista tal vez pueda serle útil.

Como le expliqué, él me informó acerca del fallecimiento de Friedrich Schirmer y yo le expuse con cautela mis razones para hacer averiguaciones sobre aquel hombre. Después sostuvimos una conversación que, en lo que se refiere hasta cierto punto a Johann Schirmer, voy a exponerle tal como la recuerdo.

El padre Weichs es, o era, un hombre alto y rubio, con una cara huesuda y unos ojos azules de mirada penetrante. No tiene un pelo de tonto, se lo advierto. Y en él no hay actitudes pasivas. Mi alemán entrecortado hizo que los músculos de sus mandíbulas se movieran con impaciencia. Por suerte, habla bien el inglés y, una vez terminado el intercambio de cortesías, este fue el idioma que empleamos.

—Yo esperaba que fuese usted un pariente —me dijo—. En una ocasión me habló de un tío de América al que nunca había visto.

—¿Tenía parientes aquí? ¿Estaba casado? —pregunté.

—Su esposa murió hace unos dieciséis años, en Schaffhausen. Ella era suiza. Vivieron allí más de veinte años. Su hijo nació allí, pero cuando ella murió, él regresó a Alemania. Durante su última enfermedad solía hablarme de su hijo Johann, pero hacía muchos años que no lo había visto. Johann estaba casado y él había vivido con la pareja algún tiempo, pero después se pelearon y él abandonó su casa.

—¿Dónde vivían?

—En Alemania, pero no me dijo en qué lugar. Este tema le resultaba muy penoso. Me habló de esto una sola vez.

—¿Y por qué se pelearon?

Ante esta pregunta, el padre Weichs titubeó. Evidentemente, conocía la respuesta, pero sólo me contestó:

—No puedo decírselo.

—¿No lo sabe? —insistí yo.

Vaciló de nuevo y después respondió cautelosamente:

—Es posible que Friedrich Schirmer no fuera un hombre tan simple como parecía. Esto es todo lo que puedo decirle.

—Comprendo.

De mortuis… El pobre hombre estaba muy enfermo.

—Entonces, padre, ¿no tiene usted la menor idea acerca del paradero de Johann?

—Ninguna, lo siento. Revisé las pertenencias del anciano en busca de la dirección de alguien a quien poder comunicarle su muerte, pero no encontré nada. Vivía en el sanatorio para ancianos y la directora me dijo que no recibía cartas; tan sólo su pensión cada mes. ¿Recibirá el hijo la herencia, ahora?

Yo estaba preparado para esta pregunta. En cierto momento había pensado en depositar mi confianza en el clérigo, pero el hábito de la cautela era muy fuerte en mí. Contesté con una evasiva:

—El dinero se encuentra en fideicomiso —dije, y cambié de tema preguntándole qué había sido de las pertenencias del difunto.

—Poca cosa había, aparte de las ropas con las que fue enterrado —me contestó.

—¿Ningún testamento?

—No. Había unos pocos libros y unos cuantos papeles antiguos, recuerdos de su servicio militar y otros por el estilo. Nada de valor. Me he hecho cargo de ello hasta que las autoridades me digan que puedo destruirlo.

Naturalmente, yo estaba decidido a examinar todo aquello, pero tenía que actuar con tacto.

—¿No podría verlas, padre? —inquirí—. Creo que sería apropiado decir a sus parientes en América que lo he hecho.

—Desde luego, si así lo desea.

Había hecho un paquete con los papeles y había incluido en el mismo el rosario del difunto. Los examiné.

Debo decirle que se trataba de una colección patética. Había viejos programas suizos de conciertos y catálogos de exposiciones del ramo de la electricidad en Suiza, un diploma de contabilidad de una escuela comercial en Dortmund, y el menú autografiado de un banquete ofrecido en 1910 para los empleados alemanes de la fábrica de Schaffhausen en la que él había trabajado. Había también cartas de empresas comerciales de toda Alemania que contestaban a la solicitud de un empleo como contable. Las fechas eran de 1927 en adelante. El solicitante había escrito desde Dortmund, Maguncia, Hannover, Karlsruhe y Friburgo, en ese orden de fechas. Estaban los papeles del ejército y los documentos relacionados con la pensión vitalicia que él había conseguido con sus ahorros. En momentos expansivos se me ha oído decir que las cosas aparentemente sin importancia que un hombre conserva, los recuerdos privados, todo lo que él acumula durante su existencia, son un índice de los secretos de su alma. Si esto es así, entonces Friedrich Schirmer debió de llevar una vida interior singularmente carente de acontecimientos.

Había dos fotografías: la de Johann e Ilse, que usted ha visto, y otra de la difunta Frau (Friedrich) Schirmer. Comprendí que debía hacerme con la de Johann a cualquier precio y la separé como por casualidad.

—Nada de interés, como puede ver —dijo el padre Weichs.

Yo asentí.

—Sin embargo —alegué— me pregunto si no sería una buena acción por mi parte llevarme algún recuerdo suyo para entregarlo a sus parientes en Estados Unidos. Si estas cosas han de ser destruidas, es una lástima no conservar algo suyo.

Reflexionó por unos instantes, pero no pudo ver objeción alguna. Me sugirió el rosario y yo me mostré inmediatamente de acuerdo, y sólo saqué a relucir la foto como si fuese una ocurrencia ulterior.

—Si, por alguna razón, alguien reclamase la foto, siempre podría sacar una copia y devolverle a usted el original —dije.

Y así fue como me la llevé conmigo. También me llevé su promesa de que, en caso de que él se enterase del paradero de Johann Schirmer, me lo comunicaría. Como usted sabe no he vuelto a tener noticias de él. El día siguiente, a primera hora de la mañana, el ejército alemán cruzó la frontera e inició su avance en Polonia.

Bien, esto es todo, muchacho. Mi esposa ha tenido la bondad de mecanografiar todo esto y espero que le sea de alguna utilidad. Si algo más puedo hacer, hágamelo saber. Y si cree que, sin traicionar la confianza en usted depositada por su firma, puede informarme sobre la marcha de sus gestiones, me encantará saber lo que quiera decirme. Usted ya sabe que el único de todos esos Schneider y Schirmer que he llegado a conocer y que realmente me ha caído bien es ese viejo sargento Franz. Supongo que el hombre se encontró ante un dilema peliagudo. ¿Qué le ocurre a una sangre como esta? Sí, ya sé que sólo se transmiten ciertas características, y que todo es cuestión de genes y cromosomas, pero si llega a encontrar un Schirmer con una barba como la de Franz, hágamelo saber. Sea como fuere, le deseo la mejor suerte.

Sinceramente,

ROBERT L. MORETON

George dobló la carta y contempló la hoja de papel que la acompañaba, con la respuesta a sus preguntas. Al hacerlo, el teléfono sonó apremiante junto a su cama y se dio la vuelta para contestar a su llamada.

Mademoiselle Kolin desea verle, señor.

—Muy bien. Ya bajo.

Era la intérprete que le había sido recomendada por la embajada.

—¿La señorita Kolin? —había exclamado George—. ¿Una mujer?

—Desde luego, se trata de una mujer.

—Yo creía que me proporcionarían a un hombre. Ya saben que he de viajar de un lado a otro y hospedarme en hoteles. Va a resultar un poco raro que…

—¿Por qué? No ha de dormir con ella.

—¿No había ningún hombre disponible?

—No con la capacidad de la señorita Kolin. Usted dijo que le interesaba una persona de la que pudiéramos responder si se quería que el testimonio del intérprete fuese aceptado por un tribunal norteamericano. Nosotros podemos recomendarle totalmente a la señorita Kolin en este sentido. Siempre nos valemos de ella o de la señorita Harle para tareas importantes de esta índole, y lo mismo hacen los británicos. Harle se encuentra ahora en Ginebra, desempeñando otra misión, y por tanto le mandamos a la señorita Kolin. Tiene usted la suerte de que se encuentre disponible.

—Está bien. ¿Cuál es su edad?

—Treinta y pico, y es muy atractiva.

—¡Por el amor de Dios!

—No debe usted preocuparse —le aseguró el funcionario de la embajada, con una risita forzada.

George ignoró la risita y solicitó el historial de la señorita Kolin.

Había nacido en una de las ciudades serbias de Yugoslavia y se había licenciado en la Universidad de Belgrado. Para los idiomas, tenía un talento casi fenomenal. Un comandante británico que trabajaba con una organización benéfica la había descubierto en un campo de personas desplazadas en 1945 y se había servido de ella como secretaria. Después trabajó como intérprete para un equipo jurídico norteamericano que estaba preparando los juicios de Nuremberg. Cuando este equipo terminó su trabajo, uno de los abogados, tan impresionado por su capacidad como secretaria como por su dominio de diversos idiomas, le dio cartas de recomendación para la International Standards Organization y para la embajada de Estados Unidos en París, y le aconsejó que procurase crearse una especialidad como intérprete y traductora jurada. No tardó en forjarse una reputación, y ahora gozaba de un buen nombre en las conferencias comerciales internacionales por la rapidez y fiabilidad de su trabajo. Sus servicios estaban más que solicitados.

Había varias mujeres que esperaban en el vestíbulo del hotel y George tuvo que pedir al conserje que le indicara cuál de ellas era su visitante.

Desde luego, Maria Kolin era atractiva. Tenía aquel tipo y aquella postura que dan el mejor aspecto a unas ropas de poco precio. Cara y facciones eran más bien anchas, con piel morena y cabellos de color pajizo. El único maquillaje que se permitía era el lápiz de labios, pero aplicado con vigor. Daba la impresión de haber regresado de una temporada de vacaciones en un lugar de esquí.

Aunque forzosamente había de haber observado que el conserje la señalaba, permaneció impasible cuando George se acercó, y cuando este le dirigió la palabra fingió sobresaltarse.

—¿La señorita Kolin? Soy George Carey.

—¿Cómo está usted?

Tocó la mano que él le alargaba como si se tratara de un periódico enrollado.

—Me alegro de que haya podido venir —dijo George.

Ella se encogió de hombros, rígidamente.

—Como es natural, usted desea hablar conmigo antes de tomar la decisión de contratar mis servicios.

Su inglés era muy claro y preciso, casi sin acento.

—En la embajada me han dicho que es usted una persona muy atareada y que he tenido mucha suerte de encontrarla disponible —aseguró George, con la más amistosa de sus sonrisas.

Ella le miró vagamente.

—¿Sí?

George empezaba a sentirse irritado por la actitud de ella.

—¿Nos sentamos en cualquier lugar y hablamos, señorita Kolin?

—Claro.

George se encaminó, a través del salón, hacia unas butacas confortables cerca del bar. Ella le siguió con excesiva lentitud, con lo que la irritación de George fue en aumento. Podía ser una mujer atractiva, pero no había motivo para comportarse como si estuviera esquivando un torpe intento de seducción. Se había presentado para conseguir un trabajo. ¿Le interesaba o no le interesaba? Y en este último caso, ¿por qué perder tiempo viniendo?

—Vamos a ver, señorita Kolin —dijo cuando se sentaron—, ¿qué le explicaron en la embajada acerca de esta tarea?

—Que usted iba a Alemania para hablar con varias personas a propósito de un pleito judicial. Que deseaba transcripciones al pie de la letra de estas entrevistas. Que más tarde tal vez fuese necesario acudir a una embajada de Estados Unidos para que estas transcripciones fueran legalizadas ante notario. El período durante el cual usted requeriría mis servicios no sería inferior a un mes ni superior a tres meses. Yo percibiría mis honorarios habituales por cada mes de trabajo, y además me serían pagados todos mis gastos de viaje y alojamiento.

Y de nuevo miró más allá de él, erguida la cabeza y con la actitud de una dama de alcurnia importunada por un lascivo proletario.

—Más o menos es así —admitió George—. ¿Le dijeron de qué trataba el pleito?

—Dijeron que era una cuestión altamente confidencial y que sin duda usted me explicaría lo que yo necesitara saber.

Una leve sonrisa indiferente… los hombres se comportan como chiquillos con sus insignificantes secretos.

—De acuerdo. ¿Qué pasaporte tiene, señorita Kolin?

—Francés.

—Yo tenía entendido que era yugoslava…

—Tengo ciudadanía francesa. Mi pasaporte es válido para Alemania.

—Sí, esto es lo que me interesaba saber.

Ella asintió con la cabeza, pero sin decir nada. Cabía mostrar paciencia con una persona lerda, pero nadie estaba obligado a seguirle siempre la corriente.

En aquel momento, George tuvo varias frases en la punta de la lengua, en su mayoría destinadas a poner un brusco punto final a aquella conversación, pero optó por tragárselas. El hecho de que ella no fingiera ser más estúpida de lo que era o tener más interés del que realmente tenía por aquel empleo, no justificaba que él la insultara. La joven no era precisamente un ejemplo de buena educación, pero eso no importaba. ¿Acaso la convertía en una mala intérprete? Por otra parte, ¿qué esperaba él que hiciera ella? ¿Adularle?

Entonces le ofreció un cigarrillo.

Ella lo rehusó moviendo negativamente la cabeza.

—Gracias, pero prefiero estos —y sacó un paquete de Gitanes.

Él le dio fuego con una cerilla.

—¿Desea hacerme alguna pregunta con respecto a este trabajo? —inquirió George.

—Sí —contestó ella, exhalando el humo—. ¿Ha tenido alguna experiencia con el uso de un intérprete, señor Carey?

—Ninguna.

—Está bien. ¿Habla usted alemán?

—Un poco.

—¿Qué es un poco? No se trata de una pregunta superflua.

—Sé que no lo es. Pues bien, hablo el alemán que aprendí en el bachillerato. Después de la guerra estuve destinado en Alemania durante unos meses y allí pude oírlo hablar cada día. Entiendo el contenido de la mayoría de las conversaciones entre alemanes, pero a veces me desoriento hasta el punto de creer que escucho una discusión sobre política, cuando en realidad se trata de una conversación sobre la cría de aves de corral. ¿Contesta esto a su pregunta?

—Perfectamente. Le explicaré por qué. Cuando se utiliza un intérprete, no siempre es fácil abstenerse de escuchar también la conversación que se está traduciendo. Y con ello pueden producirse confusiones.

—De hecho, es mejor confiar en la intérprete y no pretender sustituirla.

—Exactamente.

El camarero estaba pendiente de ellos, pero George ignoro su presencia. Parecía que la entrevista había terminado y él no tenía el menor deseo de prolongarla. El cigarrillo de ella estaba ya a medio fumar. Cuando se hubiera consumido otro medio centímetro del mismo, él se levantaría.

—Supongo que usted conoce muy bien Alemania, ¿no es así, señorita Kolin?

—Sólo ciertos lugares.

—¿Renania?

—Un poco.

—Me dijeron que había trabajado en los preparativos para los juicios de Nuremberg.

—Así es.

—Como yugoslava, debió de juzgarlos muy satisfactorios, ¿verdad?

—¿Lo cree así, señor Carey?

—¿No aprobó estos juicios?

Ella contempló su cigarrillo.

—Los alemanes retuvieron a mi padre como rehén y lo fusilaron —contestó secamente—. A mi madre Y a mí nos enviaron a Leipzig, a trabajar en una fábrica. Mi madre murió allí a causa de un envenenamiento de la sangre producido por una herida infectada que ellos se negaron a tratar. No sé con exactitud que les ocurrió a mis hermanos, excepto que en un momento dado fueron torturados hasta morir en un cuartel de las SS en Zagreb. Sí, ya lo creo que aprobé los juicios de Nuremberg. Si consiguieron que las Naciones Unidas se sintieran fuertes y justas, desde luego que los apruebo. Pero no me pida que los aplauda.

—Sí, comprendo que usted hubiera deseado una venganza más personal.

Ella se había inclinado hacia adelante para apagar la colilla de su cigarrillo. Después, volvió lentamente la cabeza y sus ojos se encontraron con los de él.

—Mucho me temo que yo no tengo su fe en la justicia, señor Carey —dijo.

Había en sus labios una extraña y leve sonrisa y él comprendió súbitamente que estaba a punto de perder los estribos.

Entonces ella se levantó y, ante él, se alisó el vestido.

—¿Desea saber algo más? —preguntó fríamente.

—Nada más, muchas gracias —también él se levantó—. Ha sido muy amable al venir, señorita Kolin. Todavía no sé con exactitud cuándo me marcharé de París, pero me pondré en contacto con usted apenas lo sepa.

—Está bien. —La joven recogió su bolso—. Adiós, señor Carey.

—Buenas tardes, señorita Kolin.

Con un leve saludo, ella se alejó.

Durante unos momentos, George contempló el cigarrillo que ella había apagado y las manchas de carmín de labios en él, y después se encaminó hacia el ascensor y subió a su habitación.

Inmediatamente, telefoneó al funcionario de la embajada.

—Acabo de ver a la señorita Kolin —le dijo.

—Perfectamente. ¿Todo arreglado?

—No, ni mucho menos. Mire, Don, ¿no puede proporcionarme otra persona?

—¿Qué le pasa a Kolin?

—No lo sé, pero sea lo que sea no me gusta.

—Debe de haberla pillado en uno de sus malos días. Ya le dije que como refugiada había pasado por algunas experiencias muy desagradables.

—Mire, yo he hablado con muchos refugiados que habían tenido experiencias desagradables, pero hasta el momento no había hablado con uno que me hiciera simpatizar con la Gestapo.

—Lo siento. Sin embargo, su trabajo es irreprochable.

—Pero ella no.

—Usted quería el mejor intérprete disponible.

—Me quedaré con el que ocupe el segundo lugar.

—Todos los que han trabajado con Kolin sólo han tenido palabras de alabanza para ella,

—Puede ser muy apta para conferencias y comités, pero esto es algo diferente.

—¿Qué diferencia puede haber? Supongo que no está usted en viaje de vacaciones, ¿no es así?

Había ahora una nota de irritación en la voz de su interlocutor y George titubeó.

—No, pero…

—Supongamos que hay después una disputa legal sobre el testimonio. Le va a ser bastante difícil explicar que desperdició la oportunidad de conseguir una intérprete fiable solo porque no le agradó su personalidad, ¿no le parece, Carey?

—Bueno… —George se interrumpió y después suspiró—. De acuerdo, pero si cuando regrese me he convertido en un alcohólico, le enviaré las facturas del médico.

—Probablemente acabará casándose con la chica.

George se rio cortésmente y colgó el teléfono.

Dos días más tarde, él y Maria Kolin salían para Alemania.