3

LA CASA era un edificio de aspecto confortable rodeado por varias hectáreas de jardín bien cuidado, y George no pudo menos que pensar que el desenlace financiero de la firma Moreton, Greener y Cleek no debió de ser tan desastroso como había insinuado el señor Budd. La segunda señora Moreton resultó ser una mujer esbelta y pulcra, de unos cincuenta años. Tenía una actitud directa y enérgica, y una sonrisa acompañada de un aire protector. Parecía probable que hubiera sido la enfermera de Moreton.

—¿El señor Carey, verdad? No lo fatigue. Ahora se le permite sentarse en la cama por las mañanas, pero debemos tener mucho cuidado. Trombosis coronaria.

Condujo al visitante a través de un porche galería, en la parte posterior de la casa.

El señor Moreton era un hombre corpulento, sonrosado y lacio, como un atleta venido a menos. Tenía los cabellos cortos y blancos y unos ojos muy azules, y en su cara abotargada todavía había trazas del joven guapo que debió de ser en otro tiempo. Estaba recostado sobre almohadas y envuelto en una manta, en una cama de día provista de un atril para libros. Saludó a George efusivamente, apartando a un lado el atril e incorporándose hasta sentarse, para poder estrecharle la mano. Tenía una voz suave y agradable y olía levemente a agua de lavanda.

Durante un par de minutos preguntó por las personas de la oficina de George a las que él había conocido, y después, acerca de varios ciudadanos de Filadelfia que George nunca había oído nombrar. Finalmente, se echó de nuevo, con una sonrisa.

—No permita nunca que le convenzan de que se jubile, señor Carey —dijo—. Uno vive en el pasado y convierte en un pelmazo. Y, además, un pelmazo embustero. Yo le he preguntado cómo está Harry Budd. Usted me ha contestado que está bien. Lo que en realidad yo quiero saber es si está calvo.

—Pues sí —contestó George.

—Y si, a pesar de tan estudiada lozanía, tiene ya su úlcera, o tal vez una buena hipertensión.

George se echó a reír.

—Porque si la tiene —prosiguió benévolamente el señor Moreton—, me parece muy bien. Es un hijo de mala madre al que nada le he de envidiar.

—¡Vamos, Bob! —exclamó su esposa en un tono de reproche.

Él siguió hablando sin mirarla.

—Ahora, el señor Carey y yo vamos a hablar un poco de negocios, Kathy.

—Está bien. No te fatigues demasiado.

Moreton no replicó y, al marcharse ella, sonrió.

—¿Un trago, muchacho?

—No, muchas gracias. Creo que el señor Budd le explicó por qué quería verle.

—Desde luego. El asunto Schneider Johnson. De todos modos, yo lo habría supuesto —miró de soslayo a George—. De modo que usted encontró aquello, ¿verdad?

—¿Encontré qué, señor Moreton?

—El diario y las fotos, y todo aquello sobre Hans Schneider. ¿Lo encontró, verdad?

—Lo tengo todo en mi coche, junto con algunas cosas suyas que también aparecieron en la caja.

Moreton asintió con la cabeza.

—Lo sé. Yo mismo lo puse allí… encima de lo demás.

—Creo que no le entiendo, señor Moreton.

—Lo supongo, pero yo se lo explicaré. Como administrador, estaba éticamente obligado a entregarlo todo, sin que faltara absolutamente nada. Pues bien, este material confidencial era algo que yo no quería ceder a nadie. Yo quería destruirlo, Pero Greener y Cleek no me lo permitían. Decían que si ocurría algo después y John J. lo averiguaba, yo me vería en apuros.

George se limitó a proferir una breve exclamación sin ningún significado. En realidad, él no había creído que Moreton, Greener y Cleek hubieran ocultado informaciones importantes. Era algo que se le había ocurrido meramente para engatusar al señor Budd. Ahora se sentía un tanto escandalizado.

Moreton se encogió de hombros.

—Por consiguiente, todo lo que podía hacer yo era tratar de camuflar aquello. Bueno, pues no lo conseguí. —Contempló melancólicamente el jardín por unos momentos y después se volvió rápidamente hacia George, como si quisiera disipar un recuerdo desagradable—. Supongo que la Commonwealth de Pennsylvania anda de nuevo detrás del botín, ¿no es así?

—Sí. Quieren saber si el señor Sistrom piensa pleitear con ellos en este asunto.

—Y Harry Budd, a quien no le agrada ensuciarse sus lindos dedos con estas cosas, no ve llegar el momento de sacarse este asunto de su despacho, ¿verdad? No, no tiene usted que contestar, joven. Vayamos al grano.

—¿Desea que saque esos papeles del coche, señor Moreton?

—No los necesitaremos —contestó Moreton—. Sé lo que hay en esa caja tan bien como pueda saber mi nombre. ¿Ha leído aquel librito que Hans Schneider escribió para sus hijos?

—Sí.

—¿Y qué le parece?

George sonrió.

—Después de leerlo, tomé una decisión. Si alguna vez tengo hijos, jamás les explicaré ni media palabra sobre mis experiencias en la guerra.

El anciano se echó a reír quedamente.

—Ellos le obligarán a explicarlas. Lo que habrá de procurar es evitar tener un hijo como Hans, que escriba lo que usted diga. Esto es peligroso.

—¿Qué quiere decir?

—Se lo explicaré. Yo era el administrador, desde luego, pero fui a Alemania porque mis socios me enviaron allí. Eso fue como poner el arado delante de los bueyes. Llevábamos arrastrando este caso demasiado tiempo y querían terminarlo de una vez. Mis instrucciones consistían en confirmar lo que ya creíamos: que no había ningún heredero legítimo para este legado. Pues bien, cuando descubrí que Hans era probablemente un hijo del primer matrimonio de Franz Schneider, tuve que informarme acerca de ese matrimonio para completar el cuadro. Como usted sabe, fui a Potsdam para ver si podía encontrarlo a través de los archivos regimentales. Al principio, fracasé.

—Pero el día siguiente volvió allí para proceder a otra investigación…

—Sí, pero había tenido toda una noche para pensar. Y había pensado de nuevo en lo que había escrito Hans. Sí había allí algo de verdad, el sargento Schneider había sido baja en la batalla de Eylau y había desaparecido en la retirada. Seguramente, el diario de guerra había de registrar este hecho en la lista de bajas. Por tanto, al día siguiente, en vez de repasar de nuevo todas las listas nominales, hice que el intérprete me tradujera el relato regimental de la batalla. —Suspiró ante esta reminiscencia—. Hay algunos momentos en la vida, joven, que siempre parecen agradables por más veces que se les dé vueltas en la cabeza. Este fue uno de ellos. Era ya cerca del mediodía y empezaba a hacer mucho calor. El intérprete tenía dificultades con aquella escritura antigua y vacilaba en la traducción. Después empezó con el relato de la larga marcha desde Eylau hasta Insterburg. Yo sólo escuchaba a medias. En realidad, estaba pensando en una marcha atroz que hice yo en Cuba, durante la guerra hispano-norteamericana. Pero entonces, algo que el intérprete dijo me hizo pegar un brinco.

Hizo una pausa

—¿Qué dijo?

Moreton sonrió.

—Recuerdo sus palabras con toda exactitud. «Durante esa noche —cito a partir del diario de guerra, Franz Schirmer, un sargento, abandonó el destacamento que tenía bajo su mando, diciendo que iba a socorrer a un dragón que se había rezagado a causa de la cojera de su caballo. Cuando amaneció, el sargento todavía no se había incorporado a su destacamento. Se constató que en este no faltaba nadie más, y que nadie se había rezagado. Por consiguiente, el nombre de Franz Schirmer fue incluido en la lista de desertores».

Durante unos momentos reinó el silencio.

—¿Y bien? —añadió Moreton—. ¿Qué le ha parecido esto?

—¿Y ha dicho usted Schirmer?

—Exactamente. El sargento Franz Schirmer, S-c-h-i-r-m-e-r.

George se echó a reír.

—¡Valiente bellaco! —exclamó.

—Exactamente.

—Por lo tanto, todo aquello que les contó a sus hijos sobre la cobardía de los prusianos que lo dejaron por muerto era…

—Puro cuento —contestó secamente Moreton—. Pero usted ya ve las implicaciones.

—Sí. ¿Y qué hizo usted?

—Lo primero que hice fue tomar medidas de seguridad. Ya habíamos tenido bastantes problemas con los periódicos, empeñados en investigar el caso y publicar lo que les parecía, y antes de partir para Alemania yo había acordado una estrategia con mis socios. Yo había de mantener en el mayor secreto posible lo que hiciera, y, para asegurarme de que no me acompañase un intérprete que tuviera contactos con los periódicos alemanes, había de buscarlo en París. Otra cosa que acordamos fue utilizar una clave para los asuntos confidenciales. Esto puede parecerle absurdo, pero si alguna vez ha tenido experiencias con…

—Lo sé —le interrumpió George—. Vi los recortes de prensa.

—Bien. Pues yo había estado enviando a mis socios informes sobre mis gestiones, en forma de diario. Cuando descubrí lo de Schirmer, empecé a utilizar la clave. Era una clave de tipo sencillo, pero suficiente para nuestro propósito. Verá, yo ya había imaginado qué podía ocurrir si los periódicos se hacían con el nombre de Schirmer: toda una nueva inundación de reclamaciones por parte de los Schirmer, los Sherman y otros. Lo último que hice fue despedir al intérprete. Le dije que abandonaba la investigación y le liquidé sus honorarios.

—¿Y esto por qué?

—Porque yo me disponía a continuarla y no quería que ninguna persona ajena a la firma tuviera una visión completa de la misma. Y fue un acierto el despedirle porque más tarde, cuando los nazis fueron en pos de la herencia y Francia fue ocupada, la Gestapo detuvo al segundo hombre que yo utilicé, para interrogarlo. Si este hubiera sabido lo que sabía el primero, nos habríamos visto en un aprieto. Conseguí el segundo intérprete a través de nuestra embajada en París. Cuando llegó, yo ya había fotografiado la anotación en el diario de guerra (lo encontrará en el expediente) y estaba a punto de marcharme.

—¿A Ansbach?

—Sí. Allí encontré los datos del bautizo de Franz Schirmer. De nuevo en Mühlhausen, hallé en el archivo la inscripción del matrimonio entre Franz y Maria Dutka, los nacimientos de Karl y Hans, y el fallecimiento de Maria. Pero lo más importante lo encontré cuando regresé a Münster. Karl, el hijo, aparecía en la lista de reclutas para 1824, como Karl Schirmer. Franz había cambiado su nombre, pero no el de su hijo primogénito.

George pensó con intensidad.

—Supongo que Franz cambiaría su nombre cuando Mühlhausen fue cedido a Prusia…

—Esto fue lo que pensé yo. En lo que a los prusianos se refería, él era un desertor, pero supongo que no le preocupó lo de Karl.

—Cambió el nombre de Hans…

—Pero Hans era entonces un bebé. Crecería con toda naturalidad como un Schneider. Cualquiera que fuese la razón, así sucedieron las cosas. Hans había tenido seis hermanos y cinco hermanas. Todos ellos llevaban el apellido Schneider, excepto uno, Karl. El apellido de este era Schirmer. Todo lo que había de hacer yo era descubrir cuál de estas personas había tenido hijos (primos de Amelia) y si alguno de estos hijos seguía con vida.

—Debió de ser un trabajo ímprobo.

Moreton se encogió de hombros.

—Bien, en realidad no fue tan duro como puede parecer. En el siglo pasado, los índices de mortalidad eran más altos. De los once hermanos y hermanas, dos chicos y dos chicas murieron en una epidemia de tifus antes de cumplir los doce años, y otra de las niñas fue arrollada por un caballo desbocado cuando contaba quince años de edad. Esto significaba que yo sólo había de ocuparme de seis. Cuatro de ellos los puse en manos de un agente de investigaciones privadas, especializado en este tipo de cosas. De los otros dos me ocupé yo mismo.

—¿Y Karl Schirmer fue uno de estos dos?

—Sí. Y a mediados de Julio había terminado con los Schneider. Habían tenido hijos, sí, pero ninguno de ellos había sobrevivido a Amelia. Por tanto, seguía sin aparecer un heredero. El único que quedaba por investigar era Karl Schirmer.

—¿Tuvo hijos?

—Seis. Había trabajado como aprendiz con un impresor de Coblenza, y se casó con la hija de su patrono. A partir de mediados de julio, me dediqué a recorrer las ciudades y pueblos de Renania, y a mediados de agosto los había localizado a todos menos uno, y seguíamos sin heredero. El que faltaba era un hijo, Friedrich, nacido en 1863. Cuanto sabía acerca de él era que en 1887 se había casado en Dortmund y que era tenedor de libros. Y entonces empecé a tener problemas con los nazis.

—¿Qué clase de problemas?

—Pues bien, en el verano de 1939 todo extranjero que viajara por Renania haciendo preguntas, consultando registros oficiales y enviando cables cifrados tenía las mayores probabilidades de convertirse en un elemento sospechoso, pero como un necio, yo no había pensado en ello. En Essen fui interrogado por la policía y se me exigió que explicara todas mis actividades. Me las arreglé lo mejor que pude y los policías se fueron, pero regresaron al día siguiente. Esta vez les acompañaban un par de chicos de la Gestapo —el señor Moreton sonrió con malicia—. No me importa confesárselo, muchacho, pero me alegré de tener pasaporte norteamericano. No obstante, al final conseguí que me creyeran. Creo que ayudó el hecho de que estuviera tratando de impedir que la prensa se enterase de lo que yo estaba haciendo. Tampoco a ellos les gustaban los periódicos. Lo más importante fue que conseguí mantener al margen el nombre de Schirmer, pero de todos modos ellos no dejaron de armar jaleo. Al cabo de dos semanas, recibí un cable de mis socios, en el que se me decía que la embajada alemana en Washington había notificado al Departamento de Estado que, en el futuro, el Gobierno alemán representaría a todo súbdito alemán que reclamase la herencia Schneider, y que había solicitado información completa acerca del estado actual de las investigaciones del administrador al respecto.

—¿Quiere usted decir que la Gestapo había comunicado a su Ministerio de Asuntos Exteriores lo que usted estaba haciendo?

—Desde luego que sí. Así fue como empezó aquella reivindicación suya con el falso Rudolph Schneider. No tiene usted idea de la dificultad que representa, políticamente y de cualquier otra manera, discutir la validez de documentos presentados y avalados por el Gobierno de una potencia amiga, y con ello me refiero a una potencia que mantenga relaciones diplomáticas normales con el Gobierno de uno. Es como acusarles de falsificar sus propios billetes de banco.

—¿Y la rama Schirmer de la familia, señor Moreton? ¿Llegaron a meterse los nazis en esto?

—No, no lo hicieron. Recuerde que ellos no tenían los documentos de Amelia para ayudarles, como los teníamos nosotros. Ni siquiera tenían la verdadera familia Schneider, pero esto era difícil de demostrar.

—¿Y Friedrich Schirmer, el hijo de Karl? ¿Pudo usted encontrarlo?

—Sí, joven, ya lo creo que lo encontré, pero me costó mis buenos sudores, Hallé su pista por fin a través de una agencia de colocaciones en Karlsruhe. Aquella gente averiguó que en sus listas, cinco años antes, ya había estado inscrito un contable de edad ya provecta, llamado Friedrich Schirmer. Le habían encontrado un trabajo en una fábrica de botones, en Friburgo de Brisgovia. Por consiguiente, fui a la fábrica de botones. Allí me dijeron que él se había jubilado tres años antes, cumplidos ya los setenta, y que había ingresado en una clínica de Bad Schwennheim. Trastornos de la vesícula, me dijeron. Creían que probablemente habría muerto ya.

—¿Y había muerto?

—Sí, estaba muerto —Moreton miró al jardín como si lo odiase—. No me importa decirle, muchacho, que para entonces también yo me estaba sintiendo muy viejo y cansado. Era la última semana de agosto y, a juzgar por lo que decía la radio, apenas cabía dudar de que al cabo de una semana Europa estaría en guerra. Deseaba volver a casa. Nunca he sido de esos hombres a quienes les gusta verse metidos en un buen fregado. Además, estaba teniendo dificultades con el intérprete. Era lorenés, Francia estaba movilizando y él temía no tener tiempo para ver a su mujer antes de incorporarse a su regimiento. Por otra parte, empezaba a resultar difícil comprar gasolina para el coche. Me acometía la tentación de olvidarme de Friedrich Schirmer y largarme. Y sin embargo, no podía decidirme a marcharme sin realizar antes una verificación final. Veinticuatro horas más era todo lo que necesitaba.

—Y entonces hizo la verificación…

Ahora, cuando tenía los datos que deseaba, George se estaba impacientando con las reminiscencias de Moreton.

—Sí, la hice. Pero sin el intérprete. Estaba tan asustado que le dije que cogiera el coche, se fuera con él a Estrasburgo y me esperase allí. Fue, por otra parte, una idea afortunada, pues cuando la Gestapo lo detuvo más tarde, él ya no sabía que yo me había trasladado a Bad Schwennheim. Fue una suerte. Llegué allí en tren. ¿Conoce ese lugar? Está cerca de Friburgo, en Baden.

—Nunca he seguido esta ruta.

—Es uno de esos pequeños centros de vacaciones estivales, con pensiones, hoteles de familias y pequeñas villas al borde de los bosques de abetos. Había constatado ya que la mejor persona a la que consultar en este tipo de investigaciones era el párroco, de modo que lo busqué sin perder tiempo. Podía ver la iglesia —era como un reloj de cuco, en una falda de la colina— y yo hablaba lo bastante el alemán como para averiguar, a través de un transeúnte, que la casa del párroco estaba algo más allá de la iglesia. Me dirigí hacia allí y vi al párroco. Por suerte, hablaba inglés. Desde luego, le conté los embustes usuales…

—¿Embustes?

—Que se trataba de una nadería, de un pequeño legado, etcétera. Es necesario jugar las cartas así. Si uno ya contando la verdad en un trabajo como este, va aviado. ¡La codicia! Le sorprendería saber lo que ocurre con gente perfectamente normal cuando empiezan a pensar en millones. Por tanto, conté las mentiras de costumbre e hice las preguntas de costumbre.

—¿Y el cura dijo que Friedrich Schirmer había muerto?

—Sí —Moreton sonrió tímidamente—, pero también dijo que era una lástima que yo hubiese llegado demasiado tarde.

—¿Demasiado tarde para qué?

—Para el entierro.

—¿O sea que había sobrevivido a Amelia?

—En más de diez meses.

—¿Tenía esposa?

—Había fallecido dieciséis años antes.

—¿Hijos?

—Un hijo llamado Johann. Su fotografía es la que usted tiene en la caja. Ilse era la esposa del hijo. Johann debe de tener ahora unos cincuenta años.

—¿Quiere decir que vive?

—No tengo ni la menor idea, joven —replicó alegremente Moreton—. Pero si vive, es, sin lugar a dudas, el heredero de la fortuna Schneider Johnson.

George sonrió.

—Dirá usted que era, ¿no cree? Como alemán, nunca podría percibir la herencia. La Custodia de las Propiedades Aliadas le vetaría su reclamación.

El señor Moreton se rio por lo bajo y sacudió la cabeza.

—No esté tan seguro de ello, muchacho. Según el párroco, Friedrich pasó más de veinte años de su vida trabajando para una industria alemana de electricidad, en una planta situada en Schaffhausen, en Suiza. Johann nació allí. Técnicamente, sería suizo.

George se movió en su silla y durante unos momentos se sintió demasiado confuso para pensar con claridad. Las rosadas y rollizas mejillas del señor Moreton temblaron al contener este la risa. Se sentía satisfecho ante el efecto de su afirmación. En cambio, George notó que le invadía la irritación.

—Pero ¿dónde vivía? —quiso saber—. ¿Dónde vive?

—Yo tampoco lo sé. Ni el párroco lo sabía. Por lo que pude deducir, la familia regresó a Alemania a principios de los veinte. Pero Friedrich Schirmer no había visto a su hijo y su nuera durante años, ni sabía nada de ellos. Es más, no había en los papeles que dejó nada que indicara que alguna vez habían existido, excepto la fotografía y algunas cosas que él le dijo al cura.

—¿Hizo testamento Friedrich?

—No. No tenía nada que justificara hacerlo. Había vivido gracias a una modesta pensión. Apenas le quedaba dinero para ser enterrado decentemente.

—Pero seguramente usted hizo algo para encontrar a ese Johann…

—En aquellos momentos, poca cosa podía hacer yo. Pedí al padre Weichs, el párroco, que se pusiera inmediatamente en contacto conmigo si se sabía algo acerca de Johann, pero la guerra comenzó tres días después. Nunca más he oído hablar de todo este asunto.

—Pero cuando el Gobierno alemán reclamó la herencia, ¿no les informó usted acerca de la situación y les pidió que buscaran a Johann Schirmer?

El anciano se encogió de hombros, con impaciencia.

—Naturalmente, si se hubiese llegado al punto de que ellos tuvieran una posibilidad real de respaldar la reclamación de su Schneider, habríamos tenido que hacerlo. Pero, tal como estaban las cosas, era mejor no enseñar nuestras bazas. Ellos ya habían sacado a relucir a un Schneider falso. ¿Qué podía impedirles exhibir a un falso Johann Schirmer? ¿Y si descubrían que Johann e Ilse habían fallecido sin dejar descendencia? ¿Cree que lo hubiesen admitido? Además, no esperábamos que la guerra durase más de un mes o dos y pensábamos en todo momento que podríamos regresar a Alemania y solucionar el asunto adecuadamente y a nuestro gusto. Después, claro, vino lo de Pearl Harbor y para nosotros eso significó ponerle punto final a todo.

Moreton se reclinó en sus almohadas y cerró los ojos. Había pasado un rato divertido, pero ahora estaba cansado.

George guardó silencio. Por el rabillo del ojo podía ver a la segunda señora Moreton, que hacía acto de presencia entre bastidores. Se levantó.

—Sólo hay una cosa sobre la cual no tengo una idea clara, señor Moreton —dijo.

—¿Qué es, joven?

—Ha dicho usted que cuando en 1944 cedió sus atribuciones al señor Sistrom, no quiso que él se enterase de estos hechos. ¿Por qué?

Moreton abrió lentamente los ojos.

—A principios de 1944 —contestó—, mi hijo fue asesinado por las SS tras escapar de un campo de prisioneros de guerra en Alemania. Mi esposa no andaba entonces muy bien de salud y el disgusto acabó con ella. Cuando llegó el momento de ceder la administración, sospecho que no me era posible aceptar la idea de que Alemania pudiese sacar algo de nuestro país a consecuencia de mis gestiones.

—Lo comprendo.

—No fue una actitud muy profesional —dijo el anciano con un tono de desaprobación—. Ni ética. Pero era lo que yo sentía entonces. Ahora… —se encogió de hombros y en sus ojos brilló de nuevo una chispa traviesa—, ahora lo único que me pregunto es qué dirá Harry Budd cuando usted se lo explique.

—Y yo me estoy preguntando lo mismo —admitió George.

El señor Budd dijo:

—¡Oh, Dios mío!

Lo dijo con gran vehemencia y ordenó a su secretaria que averiguase si el señor Sistrom estaba disponible para una reunión de consulta.

John J. Sistrom era el socio más antiguo de la firma (Lavater y Powell habían muerto años atrás) y había estado muy bien considerado por el viejo J. P. Morgan. Era un personaje remoto y ominoso que entraba en su despacho y salía de él por una puerta privada, rara vez visto como no fuese por otros socios antiguos. George le había sido presentado al incorporarse a la firma y había recibido un rápido apretón de manos. Era un hombre muy viejo, mucho más que Moreton, pero delgado y ágil, un saco de huesos lleno de energía. Jugueteó con un lapicero de oro mientras escuchaba la explicación que le ofrecía el señor Budd con un tono de disgusto.

—Comprendo —dijo finalmente—. Y bien, Harry, ¿qué quiere que haga yo? Buscar a algún otro, ¿verdad?

—Sí, John J. Pensé que alguien como Lieberman podría sentirse interesado.

—Es posible. ¿Cuál es ahora el valor exacto de la herencia?

Budd miró a George.

—Cuatro millones trescientos mil, señor —dijo George.

El señor Sistrom frunció los labios.

—Vamos a ver… El impuesto federal se llevará un buen bocado. Por otra parte. Esto ha estado encallado durante más de siete años, de modo que se ha de aplicar la legislación de 1943. Esto significa el ochenta por ciento de lo que quede para la Commonwealth.

—Si un aspirante a la herencia lograse sacar medio millón, podría considerarse afortunado —observó Budd.

—Medio millón de dólares libres de impuestos es mucho dinero hoy en día, Harry.

El señor Budd se echó a reír y Sistrom se volvió hacia George.

—¿Cuál es su opinión sobre esa cuestión de Johann Schirmer, joven? —quiso saber.

—A primera vista, señor Sistrom, la reivindicación me parece sólida. Un punto importante a su favor parecería ser el hecho de que, aunque la herencia en sí queda sometida a la ley de 1917, la reclamación de Schirmer satisfaría las condiciones más estrictas de la ley de 1947. No cabe hablar aquí de representación. Friedrich Schirmer era un primo hermano y además sobrevivió a la anciana.

Sistrom asintió con la cabeza.

—¿Está usted de acuerdo con esto, Harry?

—Sí, desde luego. Creo que Lieberman estará encantado de poder actuar.

—Resultan muy curiosas algunas de esas herencias antiguas —comentó distraídamente Sistrom—. Abren extrañas perspectivas. Un dragón alemán de la época napoleónica deserta después de una batalla y se ve obligado a cambiar de nombre. Y ahora, más de cien años después y a más de seis mil kilómetros de distancia, nosotros nos preguntamos cómo hemos de manejar una situación surgida de un hecho tan remoto. —Sonrió vagamente—. Es un caso interesante. Siempre podríamos alegar que Friedrich heredó antes de que se nombrase la Custodia de las Propiedades Aliadas. Ha habido un par de casos de reclamaciones germano-suizas contra la Custodia, que han salido victoriosas. Hay toda clase de posibilidades.

—¡Y como van a divertirse los de la prensa cuando se enteren!

—Bien, yo creo que no deben enterarse, ¿verdad? Al menos por el momento. —Al parecer, el señor Sistrom había tomado una decisión—. Me parece que no debe actuar con precipitación en este asunto, Harry —dijo—. Desde luego, no vamos a enredarnos en ningún jaleo montado por los periódicos, pero nosotros poseemos una cierta información a la que nadie más tiene acceso. Ocupamos una buena posición. Creo que, antes de tomar cualquier decisión con respecto a quién va a actuar en el caso, al menos deberíamos enviar discretamente a alguien a Alemania, para saber si es posible encontrar a ese Johann Schirmer. No me agrada la idea de permitir que la Commonwealth se quede con todo ese dinero sólo porque a nosotros nos incomode pelear con ella. Si el hombre ha muerto sin dejar herederos, o si no podemos dar con él, siempre podremos volver a considerar el asunto. Tal vez entonces yo explique simplemente a la Commonwealth los hechos y deje que se las compongan por su cuenta. Pero si hay alguna posibilidad de que el hombre esté vivo, por leve que sea, deberíamos multiplicar nuestros esfuerzos para encontrarlo. Y no es necesario que le paguemos a otra firma unos honorarios sustanciosos para este fin. Nuestra tarifa por servicios se cobra tanto si nuestras gestiones son fructíferas como si no lo son. No veo motivo para dejar escapar esta oportunidad.

—Pero, válgame Dios, John J…

—Es perfectamente ético que los abogados del admistrador procuren encontrar el heredero y que se les pague por sus gestiones.

—Ya sé que es ético, John J., pero de todos modos…

—En este tipo de oficina la vía puede llegar a ser demasiado estrecha —dijo Sistrom con firmeza—. Y no creo que sólo porque temamos que pueda molestarnos un poco de publicidad en la prensa, debamos permitir que este negocio escape de manos de la familia.

Reinó el silencio, sólo interrumpido por un suspiro del señor Budd.

—Está bien —dijo este—, si plantea las cosas de este modo, John J. Pero supongamos que ese hombre se encuentra en la zona comunista de Alemania, o en la prisión como criminal de guerra…

—Entonces lo volveremos a pensar todo. Vamos a ver, ¿a quién enviará?

Budd se encogió de hombros.

—Yo diría que un investigador privado, experto y fiable, es lo que necesitamos.

—¿Un investigador privado? —el señor Sistrom dejó caer su lapicero de oro—. Mire, Harry, nosotros no vamos a sacar un millón de dólares de ese asunto. Los investigadores competentes son demasiado caros para una operación como esta. No, creo tener una idea mejor.

Se volvió en su sillón y miró a George.

George esperó con el corazón en un puño y entonces cayó la bomba.

El señor Sistrom sonrió con benevolencia y preguntó:

—¿Qué me diría de un viajecito a Europa, señor Carey?