NO TUVO dificultad en hallar los expedientes Schneider Johnson. Estaban empaquetados con papel impermeable y disponían en el archivo de un espacio exclusivo, desde el suelo hasta el techo. Era evidente que el comentario del señor Budd acerca de su volumen total no era exagerado. Por suerte, todos los paquetes habían sido cuidadosamente etiquetados y ordenados de una forma sistemática. Tras asegurarse de que entendía el sistema utilizado, George hizo una selección de los paquetes y ordenó que le llevaran algunos de ellos a su despacho.
La tarde estaba ya avanzada cuando comenzó su trabajo y, con la vaga intención de obtener un cuadro general del caso antes de iniciar seriamente su tarea con las reivindicaciones, abrió una voluminosa carpeta cuya etiqueta rezaba: «Recortes de prensa Schneider Johnson», si bien esta inscripción resultaba un tanto errónea. Lo que de hecho contenía el paquete era el historial de la desesperada batalla de la firma Moreton, Greener y Cleek con la prensa, y sus esfuerzos para atajar el torrente de reivindicaciones absurdas que les estaban abrumando. Su lectura resultaba patética.
La historia comenzaba dos días después de que Moreton hubiera sido nombrado administrador de la herencia. Un rotativo de Nueva York había descubierto que el padre de Amelia, Hans Schneider («el Viejo pionero», como le llamaba el periódico), se había casado con una joven neoyorquina llamada Mary Smith. No sin cierta excitación, el periódico sostenía que el nombre del heredero desconocido podía ser Smith en vez de Schneider.
Los señores Moreton, Greener y Cleek, como abogados del administrador, se apresuraron, tal y como era su deber, a negar esta pretensión, pero en vez de indicar, con mayor o menor extensión, que, puesto que todos los primos hermanos de Amelia por parte materna habrían muerto, la familia Smith de Nueva York no podía ser calificada legalmente como heredera, se habían limitado a citar el texto de la ley según el cual «no podía haber representación admisible entre colaterales después de los nietos de hermanos y hermanas y los hijos de tías y tíos». Esta desafortunada cita, subtitulada burlonamente «Sofismas», fue la única parte de la respuesta que salió publicada.
En su mayoría, las subsiguientes manifestaciones de los socios del bufete sufrieron el mismo sino. De vez en cuando, algunos de los periódicos más responsables habían hecho serios esfuerzos para interpretar de cara a sus lectores las leyes de la testamentaría, pero en ningún momento, por lo que pudo ver George, se habrían molestado los socios en echarles una mano. El hecho de que, al no tener Amelia parientes próximos vivos, los únicos herederos posibles fueran sobrinos o sobrinas del difunto Hans Schneider que todavía vivieran cuando falleció Amelia, nunca fue explícitamente manifestado por los socios de la firma. Lo que con mayor claridad expusieron fue la sugerencia de que resultaba improbable que hubiera en Estados Unidos «primos hermanos de la difunta legataria que hubieran sobrevivido a esta», y que si existía alguno lo más probable era que se le encontrase en Alemania.
Hubieran podido ahorrarse este esfuerzo. La sugerencia de que el heredero legal pudiera encontrarse en Europa en vez de algún lugar como Wisconsin no había ofrecido interés para los periódicos de 1939, y la posibilidad de que no existiera ninguno habían preferido ignorarla por completo. Además, un diario emprendedor de Milwaukee acababa entonces de dar a la historia un nuevo giro. Con la ayuda de las autoridades de inmigración el investigador especial de este periódico había logrado averiguar el número de familias apellidadas Schneider que habían emigrado desde Alemania en la segunda mitad del siglo XIX. El número era considerable. ¿Era mucho suponer, preguntaba el periódico, que al menos uno de los hermanos más jóvenes del «Viejo pionero» hubiera seguido el ejemplo de este en lo que se refería a emigrar? ¡Claro que no! La caza se reanudó y escuadras de investigadores especializados removieron esperanzadamente los archivos de la ciudad, los registros de compraventa de bienes inmuebles y los archivos estatales, siguiendo las huellas de los Schneider inmigrantes.
George volvió a empaquetar el expediente y lanzó un suspiro. Sabía que ya las próximas semanas no iban a resultarle muy placenteras.
El número total de reclamaciones presentadas rebasaba las ocho mil y descubrió que cada una disponía de su correspondiente carpeta. En la mayoría de estas había sólo dos o tres cartas, pero muchas eran voluminosas y otras constituían paquetes enteros rebosantes de affidávits, fotocopias de documentos, viejas fotografías y árboles genealógicos. Otros contenían Biblias antiguas y otros recuerdos familiares, y uno, por alguna razón inexplicable, ofrecía incluso un grasiento gorro de piel.
George empezó a trabajar y, al finalizar su primera semana en esta tarea, había revisado setecientas reivindicaciones y se compadecía ya de los señores Moreton, Greener y Cleek. Muchas de ellas procedían, naturalmente, de chiflados y maniáticos. Había, por ejemplo, la del hombre encolerizado de Dakota del Norte que aseguraba que su nombre era Martin Schneider, que no estaba muerto y que Amelia Johnson le había robado su dinero mientras él estaba durmiendo. Había la de la mujer que reclamaba la herencia en nombre de una sociedad californiana para la propagación de la herejía catafrigia, basándose en que el espíritu de la difunta Amelia había entrado en la señora Schult, secretaria honoraria de dicha sociedad. Y había la del hombre que escribía desde un hospital estatal, con tintas multicolores, diciendo que él era el hijo legítimo de Amelia, fruto de un primer matrimonio secreto con un hombre de color. Sin embargo, la mayoría de los reivindicantes parecían ser personas que, aunque tal vez no desequilibradas, tenían unas nociones muy rudimentarias sobre lo que constituía prueba. Había, por ejemplo, un hombre de Chicago, llamado Higgins, que había presentado una reclamación complicada a partir de sus recuerdos de haber oído decir a su padre que la prima Amelia era una vieja tacaña y miserable; y otro hombre exigía una parte del legado alegando la existencia de una carta muy antigua de un pariente danés llamado Schneider. No faltaban tampoco aquellos que declinaban cautelosamente todo envío de pruebas para sustentar sus exigencias, por temor a que fuesen robadas y empleadas para apoyar la reclamación de otras personas, y otros pedían dietas de viaje a fin de poder presentar personalmente sus casos ante el administrador. Y por encima de todo, había los abogados.
Sólo treinta y cuatro de las primeras setecientas reclamaciones examinadas por George habían sido revisadas por abogados, pero necesitó más de dos días para estudiar estos expedientes. En su mayor parte, estas alegaciones eran de dudosa validez, y un par de ellas eran evidentemente fraudulentas. En opinión de George, ningún abogado digno las hubiera tocado siquiera, pero en este caso habían intervenido abogados indignos, que no sólo las habían tocado sino también defendido. Habían citado precedentes inexistentes y fotografiado documentos sin ninguna utilidad. Habían contratado los servicios de investigadores sin escrúpulos para efectuar pesquisas carentes de todo sentido, y los de dudosos genealogistas para que dibujaran árboles familiares falsificados. Habían escrito cartas altisonantes e insinuado oscuras amenazas. Lo único que no había hecho ninguno de ellos era aconsejar a su cliente que retirase su reclamación. En una de estas carpetas había una carta dirigida al administrador por una mujer de avanzada edad, llamada Snyder, en la que esta se lamentaba de que no le quedara más dinero para pagar los servicios de su abogado y pedía que no por ello quedase relegada al olvido su justa reclamación.
En su segunda semana de trabajo con estos expedientes, George consiguió, a pesar de un molesto resfriado, aumentar hasta mil novecientos el número de expedientes examinados. Al concluir la tercera semana llegó a los tres mil, y al finalizar la cuarta pudo considerar que había llegado a la mitad de su tarea. Se sentía muy deprimido. La monotonía de su trabajo y el efecto acumulativo de tantas muestras de la estupidez humana se estaban haciendo sentir con todo su peso. La sonriente conmiseración de sus nuevos colegas y el hecho de saber que estaba comenzando su carrera en el bufete Lavater, Powell y Sistrom con lo que no dejaba de ser una broma pesada de oficina, nada hacían para mejorar su ánimo. El señor Budd, al que había encontrado últimamente en el ascensor cuando acababa de almorzar, le había hablado campechanamente de béisbol y ni siquiera se había molestado en interesarse por sus progresos. El lunes de la quinta semana, por la mañana, George contempló con angustia los montones de expedientes que todavía estaban pendientes de examen.
—¿Ha terminado con la O, señor Carey?
Quien le hablaba era el conserje que se ocupaba del archivo, buscaba las carpetas y las llevaba al despacho de George o las recogía en él.
—No, será mejor empezar ahora por la P.
—Si usted quiere, señor Carey. puedo sacar el resto de la O.
—Esta bien, Charlie. Siempre que pueda hacerlo sin que se derrumbe toda la pila.
Los huecos que había abierto en las monumentales pilas de paquetes habían reducido considerablemente la estabilidad de los restantes.
—Desde luego, señor Carey —contestó Charlie.
Agarró un montón de carpetas cerca del suelo y tiró de ellas. Se oyó un rumor deslizante y después un estruendo cuando un alud de paquetes cubrió al conserje. Entre la nube de polvo provocada por el derrumbamiento, este se incorporó tosiendo y lanzando un juramento. Se llevó una mano a la cabeza. Empezaba a manar sangre de un corte sobre su ojo.
—¡Válgame Dios, Charlie! ¿Cómo ha podido ocurrir esto?
El conserje asestó una patada a un objeto sólido enterrado bajo el montón de carpetas que le rodeaba.
—Ese maldito trasto me ha dado en la cabeza, señor Carey —explicó—. Debía de estar apilado junto con todo lo demás.
—¿Se encuentra bien?
—Sí, desde luego. No es más que un rasguño. Lo siento, señor Carey.
—Será mejor que vaya a curárselo.
Tras haber puesto al conserje en manos de uno de los empleados del ascensor y cuando la polvareda del archivo se hubo posado de nuevo, George entró y examinó el desorden reinante. Tanto la O como la P habían desaparecido bajo un alud de S y W. Apartó varios paquetes y entonces pudo ver lo que había causado el corte en la ceja del conserje. Era una caja grande, negra y barnizada, del tipo que antes solía recubrir las paredes en los despachos de los antiguos abogados de grandes familias. Pintadas en blanco sobre ella había las palabras: «SCHNEIDER. CONFIDENCIAL».
George arrastró la caja hasta sacarla de las carpetas que la cubrían y trató de abrirla. Estaba cerrada y no había ninguna llave sujeta a una de las asas. Entonces titubeó. Su misión en la tarea se centraba en las carpetas de las reivindicaciones y era una tontería perder el tiempo satisfaciendo su curiosidad acerca del contenido de una vieja caja para escrituras. Por otra parte, se necesitaría más de una hora para ordenar el caos que tenía a sus pies. De poco serviría quedar cubierto de polvo y telarañas para acelerar este proceso, y Charlie no tardaría en regresar. Entró en el cuarto del conserje, cogió un escoplo y un martillo en el estante de las herramientas, y volvió yunto a la caja. Unos pocos golpes cortaron la delgada plancha que rodeaba la lengüeta de la cerradura y pudo abrir la tapa.
A primera vista, el contenido parecía consistir simplemente en unas cuantas pertenencias personales procedentes de la oficina del señor Moreton. Había una agenda encuadernada en piel, con sus iniciales grabadas en oro, una escribanía de ónix, una caja de madera tallada para cigarros, un cuaderno de notas con tapas de cuero repujado, y, haciendo con él, un par de bandejas para cartas, también recubiertas de piel. En una de estas bandejas, había una toalla pequeña, unas cuantas aspirinas y una botella con cápsulas de vitaminas. George levantó la bandeja. Debajo de ella había una gruesa carpeta cuya etiqueta rezaba: «INVESTIGACIÓN ALEMANA SOBRE SCHNEIDER, POR ROBERT L. MORETON, 1939». Echó un vistazo a un par de hojas, vio que el texto estaba redactado en forma de diario y lo colocó a un lado para leerlo más tarde. Debajo había un sobre de papel grueso que contenía un montón de fotografías, en su mayor parte, al parecer, de documentos legales alemanes de diversas clases. Aparte de todo ello, la caja sólo contenía un paquete sellado y un sobre también lacrado. En el paquete habían escrito: «Correspondencia entre Hans Schneider y su esposa, junto con otros documentos hallados por Hilton G. Greener y Robert L. Moreton entre los efectos de la difunta Amelia Schneider Johnson, septiembre de 1938». La inscripción en el sobre decía: «Fotografía entregada a R. L. M. por el padre Weichs, en Bad Schwennheim».
George volvió a colocar los objetos personales de Moreton en la caja de escrituras y llevó el resto del contenido a su despacho. Lo primero que hizo, una vez allí, fue abrir el paquete sellado.
Las cartas que había en él habían sido cuidadosamente numeradas y marcadas con sus iniciales por Greener y Moreton. Se trataba de setenta y ocho cartas, todas ellas atadas en pequeños paquetes con cinta de seda, y cada uno con una flor prensada. George desató uno de los paquetes. Las cartas de este pertenecían al período de noviazgo de los padres de Amelia, Hans Schneider y Mary Smith. Demostraban que Hans trabajaba entonces en un almacén y que estaba aprendiendo el inglés, y que Mary había estado aprendiendo el alemán. George las juzgó formales, monótonas y aburridas. Sin embargo, su valor para Moreton debía de ser considerable, ya que probablemente habían permitido encontrar con rapidez a la familia Smith en cuestión, y llevado a la eliminación de esta en la lista de los aspirantes a la herencia.
George ató de nuevo el paquete y dedicó su atención a un álbum de viejas fotografías. Había en él fotos de Amelia y de Martin en su infancia, de su hermano Frederick, que había muerto a los doce años de edad, y, desde luego, de Hans y Mary. Más interesante, porque era incluso más antiguo, resultaba un retrato en daguerrotipo de un anciano que lucía una espesa barba.
Estaba sentado muy erguido y con una actitud enérgica, agarrando con sus manazas los brazos del sillón del fotógrafo y con la cabeza firmemente apoyada en el respaldo. Los labios eran gruesos y denotaban determinación. Había, detrás de la barba, un rostro de facciones pronunciadas y vigorosas. La placa de cobre plateado sobre la que se había obtenido la foto estaba pegada a un soporte de terciopelo rojo. Debajo de ella, Hans había escrito: «Mein geliebt Vater, Franz Schneider, 1782-1850».
El documento restante era una delgada libreta de notas encuadernada en piel y con las páginas cubiertas por la fina escritura de Hans. Estaban escritas en inglés. En la primera, elaboradamente adornada con rasgos ornamentales trazados a pluma, había una descripción del contenido del libro: «Relato del papel heroico que representó mi querido padre en la batalla de Preussisch-Eylau, librada en el año 1807, de sus heridas, y de su encuentro con mi querida madre, que le salvó la vida. Escrito por Hans Schneider para sus hijos, en junio de 1867, a fin de que puedan sentirse orgullosos del nombre que llevan».
El «Relato» se iniciaba con los acontecimientos centrados en Eylau y seguía con descripciones de las diversas acciones libradas por los dragones de Ansbach frente al enemigo, y de incidentes espectaculares en la batalla, como una carga de la caballería rusa, la captura de una batería de cañones y la decapitación de un oficial francés. Evidentemente, lo escrito por Hans era una leyenda aprendida sobre las rodillas de su padre. Parte del relato tenía la ingenuidad de un cuento de hadas, pero a medida que avanzaba cabía ver cómo Hans, hombre de mediana edad, trataba, no sin cierta perplejidad, de reconciliar sus recuerdos de infancia con su sentido adulto de la realidad. George pensó que la redacción del «Relato» debió de constituir para él una extraña experiencia.
Sin embargo, después de la descripción de la batalla la pluma de Hans mostraba mayor seguridad. Las emociones del héroe herido, su certeza de que tenía a Dios a su lado, su determinación en cuanto a cumplir con su deber hasta el postrer momento…, todo ello estaba escrito con verdadera unción. Y cuando llegaba el terrible momento de la traición, cuando los prusianos abandonaban cobardemente al héroe herido mientras este ayudaba a un camarada moribundo, Hans dejaba brotar un torrente de denuncia con tonos bíblicos. Si Dios no hubiera guiado los cascos del caballo del héroe hacia la granja de la linda Maria Dutka, sin duda todo habría estado perdido. En realidad, Maria se había mostrado comprensiblemente suspicaz ante el uniforme prusiano, y (como más tarde había confesado ante el héroe) sus instintos humanitarios habían estado a punto de verse sofocados por el temor por su virtud y por su padre enfermo. Pero finalmente, claro está, todo había sucedido como Dios manda. Una vez curada su herida, el héroe había regresado triunfalmente a su hogar con su salvadora. El año siguiente, había nacido Karl, el hermano mayor de Hans.
El «Relato» terminaba con una solemne homilía sobre los temas de la plegaria y la obtención del perdón de los pecados. George cerró la libreta y pasó a examinar el diario del señor Moreton.
Moreton y un intérprete contratado por él en París, habían llegado a Alemania a fines de marzo de 1939. Primero, deseaba seguir los pasos de Hans Schneider. Después, cuando supiera dónde había vivido la familia Schneider, pretendía descubrir qué había sido de todos los hermanos y hermanas de Hans.
La ejecución de la primera parte de su plan resultó sencilla. Hans procedía de algún lugar de Westfalia, y en 1849 un hombre en edad militar había precisado un permiso para abandonar el lugar. En Münster, la antigua capital del estado, Moreton logró encontrar los datos sobre la partida de Hans. Este había llegado a Mühlhausen y se había dirigido a Bremen.
En Bremen, una búsqueda en los archivos de las autoridades portuarias, para examinar las antiguas listas de pasajeros, reveló que Hans Schneider, de Mühlhausen, había embarcado en el Abigail, un barco inglés de seiscientas toneladas, el 10 de mayo de 1849. Esto coincidía con una referencia, en una de las cartas de Hans a Mary Smith, a su viaje desde Alemania. Moreton llegó entonces a la conclusión de que estaba siguiéndole los pasos al Hans Schneider que le interesaba. Seguidamente, se trasladó a Mühlhausen.
Allí, sin embargo, le esperaba una situación embarazosa, pues descubrió que, a pesar de que los libros de las iglesias registraban matrimonios, bautizos y entierros hasta la Guerra de los Treinta Años, ninguno de los que cubrían los años 1807 y 1808 contenía la menor referencia al nombre de Schneider.
Moreton digirió esta decepción durante veinticuatro horas, pero después tuvo una idea. Regresó a los archivos.
Esta vez examinó los correspondientes a 1850, el año en que murió Franz Schneider. Los datos de su defunción y su entierro estaban debidamente registrados, así como la ubicación de la tumba. Moreton fue a inspeccionarla y fue entonces cuando se llevó la más desconcertante de las sorpresas. Una lápida ya muy deteriorada aportaba la curiosa información de que en aquel lugar reposaba Franz Schneider, junto con su amada esposa Ruth. Y según el «Relato» de Hans, el nombre de su madre era Maria.
Moreton tuvo que regresar a los archivos una vez más. Necesitó largo tiempo para remontarse desde 1850 a 1815, pero cuando lo hubo hecho disponía de los nombres de no menos de diez hijos de Franz Schneider, así como de la fecha del matrimonio de este con Ruth Vogel. También se había enterado, con gran desánimo por su parte, de que ninguno de los hijos se llamaba Hans o Karl.
Pronto se le ocurrió, sin embargo, la idea de que debía de haber tenido lugar un matrimonio previo en alguna otra ciudad. Pero ¿dónde podía haberse celebrado este matrimonio anterior? ¿Con qué otras ciudades había estado relacionado Schneider? ¿En qué ciudad, por ejemplo, fue reclutado por el ejército prusiano?
Sólo podía haber un lugar donde esta clase de preguntas consiguieran respuesta. Moreton y su intérprete se trasladaron a Berlín.
El señor Moreton tuvo que esperar hasta fines de marzo para abrirse paso entre la maraña de la burocracia nazi y profundizar lo suficiente en los archivos de Potsdam para llegar a los documentos de los dragones de Ansbach en tiempos de las guerras napoleónicas. Entonces necesitó menos de dos horas para averiguar que, entre 1800 y 1850, el nombre de Schneider había figurado una sola vez en las listas nominales del regimiento. Un tal Wilhelm Schneider se había matado al caerse del caballo en 1803.
Este fue un golpe muy duro. La anotación del señor Moreton en su diario, correspondiente a ese día, terminaba con las siguientes palabras, llenas de desaliento: «Por tanto, sospecho que se trata de una búsqueda inútil. Sin embargo, mañana haré una verificación. Si no da resultado, abandonaré la investigación, pues considero que la imposibilidad de vincular positivamente a Hans Schneider con la familia de Mühlhausen en los registros hace que todo ulterior esfuerzo resulte vano».
George volvió la página y se quedó mirándola, atónito. La siguiente anotación en el diario consistía únicamente en cifras. Llenaban totalmente la página, línea tras línea de ellas. Hojeó rápidamente las páginas. Con la excepción de las fechas de encabezamiento, a partir de entonces todas las anotaciones en el diario —y este seguía a lo largo de más de tres meses— consistían en números. Además, los números formaban grupos de cinco. No sólo el señor Moreton había decidido no abandonar sus pesquisas en Alemania, sino que había juzgado necesario registrar los resultados de las mismas en clave.
George abandonó el diario y echó un vistazo a la colección de documentos fotografiados. Leía el alemán con dificultad incluso cuando estaba impreso en letras romanas, y la escritura alemana del tipo tradicional le resultaba totalmente incomprensible. Aquellos documentos estaban todos ellos escritos a mano, pero un cuidadoso escrutinio de dos o tres de ellos reveló que se referían a los nacimientos y defunciones de personas llamadas Schneider, aunque esto no tenía nada de sorprendente. Los dejó a un lado y abrió el sobre lacrado.
La fotografía entregada a R. L. M. por el padre Weichs en Bad Schwennheim resultó ser el retrato, tamaño postal, de un joven y una muchacha sentados en un banco rústico, sin duda propiedad de un fotógrafo profesional. La mujer era hermosa aunque un tanto fofa, y posiblemente estuviera embarazada. El hombre no presentaba ninguna característica sobresaliente. Las ropas de ambos correspondían a los principios de la década de 1920. Daban la impresión de una pareja próspera de la clase trabajadora en un día de fiesta. Detrás de ellos había un telón pintado, con pinos nevados. En la esquina de la foto estaba escrito con letra alemana: «Johann und Ilse». La marca del fotógrafo, en la montura, demostraba que la foto había sido hecha en Zurich. No había nada más en aquel sobre.
Charlie, el conserje, entró con una tira de esparadrapo en la frente y otro montón de carpetas, y George siguió trabajando con las reclamaciones. Sin embargo, aquella noche se llevó el contenido de la caja a su apartamento y allí volvió a revisarlo todo cuidadosamente.
Se encontraba en un aprieto. Le habían pedido que verificara las reclamaciones de la herencia recibidas por el antiguo administrador, y nada más. Si la caja de escrituras no se hubiera caído y producido un corte en la frente del conserje, probablemente ni siquiera se habría fijado en ella. La habrían retirado de los montones de paquetes con los expediente de las reivindicaciones y se habría quedado en el archivo. Él hubiera continuado su tarea con las reclamaciones, para después, sin duda, comunicar simplemente al señor Budd lo que el señor Budd deseaba oír: que no había ninguna reivindicación digna de ser discutida y que la Commonwealth de Pennsylvania podía obrar a su gusto. Y entonces él, George, se habría visto libre de todo aquel endiablado asunto y dispuesto a ser recompensado con una misión más adecuada a sus habilidades. Pero ahora diríase que se encontraba ante dos opciones, y que tanto una como otra le pondrían en ridículo. Una consistía en olvidarse del contenido de la caja de escrituras y con ello correr el riesgo de que el señor Sistrom pusiera el grito en el cielo, y la otra en darle la lata al señor Budd con absurdas fantasías.
La alta política y las presidencias de las compañías de ferrocarriles parecían aquella noche cosas muy distantes. Hasta primera hora de la mañana no se le ocurriría la manera de plantear con tacto el asunto al señor Budd.
Este recibió el informe de George con impaciencia.
—Ni siquiera sé si Bob Moreton vive todavía —dijo irritado—. Sea como sea, esa historia de la clave sugiere, al menos para mí, que el pobre hombre se encontraba en un estado avanzado de paranoia.
—¿A usted le dio la impresión de que gozaba de buena salud, cuando le vio en 1944, señor Budd?
—Pudo haber tenido un aspecto saludable, pero, a juzgar por lo que usted me explica, parece ser que no era así.
—Pero él continuó su investigación…
—¿Y qué? —suspiró el señor Budd—. Mire, George, en este negocio no queremos complicaciones. Sólo queremos librarnos de él, y cuanto antes mejor. Sé que usted quiere hacer las cosas como es debido, pero yo diría que la cosa es bien sencilla. Basta con buscar un traductor de alemán para esos documentos fotografiados, averiguar de qué tratan, y después verificar las reclamaciones de personas llamadas Schneider y comprobar si los documentos hacen referencia a alguna de ellas. Así de fácil, ¿no cree?
George creyó llegado el momento de utilizar el tacto.
—Sí, señor. Pero lo que yo había pensado era una manera de acelerar precisamente este asunto. Verá usted, yo todavía no he revisado las reivindicaciones de los Schneider, pero, a juzgar por el volumen de papel que hay en el archivo, debe de haber por lo menos tres mil. Ahora bien, he necesitado casi cuatro semanas para revisar el mismo número de reclamaciones corrientes, y es seguro que los expedientes de los Schneider requerirán más tiempo todavía. Sin embargo, he estado estudiando algunos detalles y tengo la impresión de que, si puedo revisarlas con el señor Moreton, ello puede ahorrar mucho tiempo.
—¿Cómo? ¿Qué quiere decir?
—Verá, he revisado algunos de los informes sobre su pleito contra la reclamación de Rudolph Schneider y el Gobierno alemán. Me ha parecido evidente que Moreton, Greener y Cleek disponían de un gran número de hechos, cosa de la que carecía la otra parte. Creo que tenían una información muy definida acerca de que ya no quedaba ningún heredero Schneider con vida.
El señor Budd le miró con los ojos entornados.
—¿Está sugiriendo, George, que Moreton, como administrador, continuó hasta establecer más allá de toda duda que no había ningún heredero, y que entonces él y sus socios guardaron silencio sobre este hecho, para poder seguir cobrando honorarios del Estado?
—Podría ser, ¿no cree?
—¡Menuda imaginación tienen ustedes, los jóvenes! —súbitamente, el señor Budd volvía a ser el hombre jovial de siempre—. Está bien, ¿qué es lo que pretende?
—Si pudiéramos acceder a los resultados de las pesquisas confidenciales de Moreton, acaso dispondríamos de información suficiente para poder considerar innecesario todo ulterior examen de estas reclamaciones.
El señor Budd se rascó la barbilla.
—Comprendo. Sí, no está nada mal, George —asintió enérgicamente con la cabeza—. De acuerdo. Si el viejo todavía vive y está en sus cabales, vea qué puede hacer. Cuanto antes nos saquemos de encima ese lastre, tanto mejor.
—Sí, señor —contestó George.
Aquella tarde recibió una llamada de la secretaria del señor Budd para decirle que una consulta dirigida al club del señor Moreton había revelado que este vivía ahora retirado, en Montclair, Nueva Jersey. Budd había escrito al anciano, pidiéndole si podía ver a George.
Dos días después llegó una contestación de la señora Moreton. Esta decía que su esposo guardaba cama desde hacía varios meses, pero que en vista de su anterior asociación, y siempre y cuando la visita del señor Carey fuese breve, el señor Moreton se alegraría de poner su memoria a la disposición del señor Carey. El señor Moreton dormía por la tarde. Tal vez el viernes por la mañana, a las once, resultase conveniente para el señor Carey.
—Esta debe de ser su segunda esposa —comentó el señor Budd.
El viernes por la mañana, George metió la caja de escrituras con todo su contenido original en el maletero de su coche y se dirigió a Montclair.