GEORGE CAREY procedía de una familia de Delaware que parecía una ilustración para el anuncio de una marca de automóviles de lujo. Su padre era un médico próspero, con el pelo blanco como la nieve. Su madre procedía de una antigua familia de Filadelfia y era un miembro importante del club de jardinería. Sus hermanos eran altos, robustos y apuestos. Sus hermanas eran esbeltas, atléticas y vivarachas. Todos tenían una dentadura sana y regular, que mostraban al sonreír. En realidad, toda la familia parecía tan feliz, tan segura de sí misma y tan afortunada que era difícil no sospechar que entre sus componentes tal vez la verdad fuese otra. Pero no era así, pues realmente eran personas felices, seguras y afortunadas. Eran también personas sumamente satisfechas de sí mismas.
George era el hijo más joven y, aunque sus hombros no eran tan anchos como los de sus hermanos ni su sonrisa reflejaba tanta autosatisfacción, era el miembro de la familia que gozaba de mayor talento e inteligencia. Cuando terminaron sus días de gloria en los campos de fútbol, sus hermanos se abrieron camino, sin rumbo fijo, en el mundo de los negocios. Los planes de George para el futuro habían quedado perfectamente trazados desde el momento en que terminó sus estudios superiores. A pesar de que su padre abrigaba la esperanza de tener un sucesor en su carrera, George no quiso fingir por la medicina un interés que no sentía. Lo que a él le interesaba eran las leyes, y no la carrera de Derecho dirigida a los tribunales y a lo penal, sino la que permitía llegar, a cierta edad, a la presidencia de compañías de ferrocarriles o grandes siderúrgicas, o bien a los círculos de alta política. Pero si bien la guerra, que estalló poco después de graduarse él en Princetown, eliminó gran parte de la solemnidad y las pretensiones de su carácter, y tuvo unos efectos beneficiosos sobre su sentido del humor, nada hizo para cambiar su decisión con respecto a la profesión elegida. Después de cuatro años y medio como piloto de bombardero, ingresó en la Facultad de Derecho de Harvard. Allí se graduó, cum laude, a principios de 1949, y después, tras haber pasado un año muy útil como secretario de un juez tan famoso como erudito, se incorporó a la firma Lavater, Powell y Sistrom.
El bufete de Lavater, Powell y Sistrom, en Filadelfia, era uno de los más importantes del este de Estados Unidos, y la larga lista de sus socios parecía una selección de candidatos prometedores para una vacante en el Tribunal Supremo. Sin duda, su sólida reputación todavía procedía hasta cierto punto de recuerdos de las vastas manipulaciones con activos a las que se dedicó en los años veinte, pero durante los últimos treinta años pocos casos importantes de sociedades mercantiles se dieron en los que este bufete no hubiera representado un papel de cierta envergadura. Seguía siendo una firma progresiva y con empuje, y ser invitado a unirse a ella representaba para cualquier abogado joven una marca aprobatoria más que halagüeña.
Por tanto, mientras ordenaba sus pertenencias en uno de los bien amueblados despachos de Lavater, George tenía motivos para sentirse satisfecho con el progreso experimentado en su carrera. Desde luego, su edad era un tanto avanzada para la posición que ocupaba, de tipo algo junior, pero era lo bastante listo como para comprender que sus cuatro años en las Fuerzas Aéreas no habían sido desperdiciados por completo desde un punto de vista profesional, y que la distinción de su hoja de servicios había influido tanto en su presencia en el bufete Lavater como su trabajo en la facultad o las calurosas recomendaciones del sesudo juez. Ahora, si todo iba bien (¿y por no había de ir?), le cabía esperar una rápida promoción, valiosos contactos y una expansión de su reputación personal.
Creía poder considerar que había «llegado».
La noticia de que iba a realizar un trabajo en el caso Schneider Johnson fue pues, para él, un golpe desagradable. Fue, además, una sorpresa de otra índole. El tipo de casos que normalmente ocupaba a la firma Lavater, Powell y Sistrom era el que forja reputaciones con tanta seguridad como rinde dinero. Por lo que George recordaba acerca del caso Schneider Johnson, era uno de esos asuntos de dudosa seriedad ante los cuales un abogado de empresas con cierto respeto por su reputación pagaría por mantenerse al margen.
Había constituido una de las más notorias y absurdas historias de búsqueda de heredero de fortuna, en los años anteriores a la guerra.
En 1938, Amelia Schneider Johnson, una anciana senil con ochenta y un años a cuestas, falleció en Lamport, Pennsylvania. Había. vivido sola en la decrépita casa de madera que fue el regalo de boda del ya fallecido señor Johnson, y sus años de declive habían transcurrido en atmósfera de discreta pobreza. Sin embargo, cuando murió se descubrió que su activo incluía tres millones en obligaciones, que había heredado, en los años veinte, de su hermano Martin Schneider, un magnate de las bebidas refrescantes. La buena mujer había mostrado una excéntrica desconfianza con respecto a los bancos y las cajas de seguridad, y había guardado los bonos en un baúl metálico, debajo de su cama. También había recelado de los abogados y se había abstenido de hacer testamento. En aquella época, en Pennsylvania, la ley que regía las herencias venía determinada por una normativa de 1917 que decía, en efecto, que cualquier persona con un parentesco sanguíneo con el difunto, por remota que fuera esta relación, podía tener derecho a participar de la herencia. El único pariente conocido de Amelia Schneider Johnson era una solterona de edad provecta, la señorita Clotilde Johnson, pero se trataba de su cuñada y por tanto no quedaba amparada por la ley. Con una entusiasta y desastrosa cooperación de los periódicos, comenzó entonces la búsqueda de parientes consanguíneos de Amelia.
En opinión de George, era perfectamente comprensible la avidez de los periódicos. Habían olfateado otro caso Garrett. La anciana señora Garrett había muerto en 1930, dejando diecisiete millones de dólares y ningún testamento, y ocho años más tarde el caso seguía en pie, con toda su pujanza y con tres mil abogados que aún sacaban su tajada, veintiséis mil aspirantes a la herencia y, por encima de todo, un intenso olor a corrupción. El asunto Schneider Johnson bien podía resultar igualmente largo. Cierto que la herencia era menos cuantiosa, pero el volumen no lo era todo. No faltaban los aspectos humanos —una fortuna en juego, el romántico aislamiento de la anciana en sus años de declive (había perdido a su único hijo en el frente del Argonne), la muerte solitaria sin un solo pariente junto a la cabecera de su cama, la búsqueda infructuosa del testamento— y nada indicaba que no fueran a producirse también exasperantes dilaciones. El nombre de Schneider y sus modificaciones norteamericanas presentaban una amplia distribución. La anciana debía de haber tenido parientes cercanos en algún lugar, aunque tal vez ella no los hubiera llegado a conocer. A ellos, o a él. ¡O a ella! Sí, podía ocurrir incluso que hubiese un solo heredero. ¡O heredera! ¿En una granja de Wisconsin? ¿En la oficina de una inmobiliaria en California? ¿Tras el mostrador de un drugstore en Texas? ¿Cuál de los miles de Schneiders, Snyders y Sniders en Estados Unidos iba a ser el afortunado? ¿Quién era el millonario ignorante de su condición? ¿Una broma de mal gusto? Tal vez sí, pero siempre divertida de seguir, y además de interés nacional.
Y había demostrado ser de interés nacional. A principios de 1939, el administrador de la herencia recibió la notificación de que ocho mil personas reivindicaban ser aspirantes a la herencia, un ejército de abogados de escasa reputación se había movilizado para explotar a los candidatos, y el caso en general había empezado a pasar rápidamente al reino irreal de la fantasía, el embuste y la trampa jurídica, en el que permanecería hasta que, al estallar la guerra, cayera súbitamente en el olvido.
George no podía imaginar siquiera qué clase de negocio pudiera buscar la firma Lavater, Powell y Sistrom con la resurrección de un cadáver tan desagradable.
Fue el señor Budd, uno de sus socios más veteranos, quien le ilustró al respecto.
La carga principal de la herencia Schneider Johnson había gravitado sobre el bufete Moreton, Greener y Cleek, una antigua y muy respetable firma de abogados de Filadelfia. Habían sido los consejeros legales de la señorita Clotilde Johnson y, siguiendo las instrucciones de esta, habían efectuado la búsqueda formal de un testamento. Una vez debidamente establecida la ausencia de testamento, el asunto fue presentado ante el Tribunal de Huérfanos de Filadelfia, y el Registro de Testamentarías había nombrado a Robert L. Moreton como administrador de la herencia. Permaneció en este puesto como administrador hasta finalizar el año 1944.
—Y muy bien hecho por su parte —dijo el señor Budd—. Si al menos hubiera tenido el sentido común de permanecer en él, yo no lo culparía. Pero no fue así, porque ese viejo chocho mantuvo a su propia firma como asesora legal del administrador. ¡Válgame Dios, en un caso como este equivalía a un suicidio!
El señor Budd era un hombre rechoncho, con una cabeza alargada, bigote bien recortado y gafas bifocales. Tenía una sonrisa fácil, la costumbre de utilizar frases hechas ya anticuadas, y un aire de buen humor despreocupado que inspiraba a George una viva suspicacia.
—Los honorarios combinados —aventuró George con precaución— debieron de ser muy cuantiosos con una herencia de esta envergadura.
—Ningún honorario —declaró el señor Budd— es lo bastante cuantioso para justificar que un despacho legal decente se mezcle con una caterva de cazadores de herencias y de granujas. Hay, en todo el mundo, docenas de estos casos de herencia. ¡Fíjese en la fortuna de Abdul Hamid! Los británicos se mezclaron en este asunto y dura ya desde hace treinta años, o tal vez más. Lo más probable es que nunca llegue a quedar zanjado. ¡Recuerde el caso Garrett! Piense en cuántas reputaciones habrá echado ya a perder. ¡Hombre, pero si siempre ocurre lo mismo! ¿Es A un impostor? ¿Es B un chiflado? ¿Quién murió antes de que muriese quién? ¿Tía Sara o tía Flossie? ¿Ha estado trabajando un falsificador con tinta falsamente envejecida? —alzó los brazos en un ademán de desaliento—. Le aseguro, George, que en mi opinión el caso Schneider Johnson, dio el tiro de gracia al bufete Moreton, Greener y Cleek como firma decente de asesores jurídicos. Y cuando Bob Moreton enfermó en 1944 y tuvo que retirarse, esto significó el fin. La firma se disolvió.
—¿Y no pudieron Greener o Cleek hacerse cargo de la administración?
El señor Budd fingió escandalizarse.
—Mi querido George, no se asume tan fácilmente una misión como esta. Es una recompensa por unos servicios eficientes y leales. En este caso, nuestro docto, respetado y reverenciado John J. Sistrom fue el afortunado.
—Ya comprendo.
—Las inversiones funcionan, George, y nuestro John J. se queda con los honorarios como administrador. Sin embargo —prosiguió el señor Budd, con una nota de satisfacción en su voz—, no parece ser que esto vaya a durar mucho tiempo. Comprenderá el porqué dentro de un momento. Por lo que el viejo Bob Moreton me contó en su momento, al principio la posición era la siguiente. El padre de Amelia se llamaba Hans Schneider. Era un alemán que inmigró en 1849. Finalmente, Bob Moreton y sus socios se convencieron de que, si había alguien realmente merecedor de asumir la herencia, era alguno de los parientes del padre en Alemania. Sin embargo, toda la cuestión quedaba gravemente complicada por el asunto de la representación. ¿Sabe usted algo al respecto, George?
—Al comentar la ley de 1947, Bregy ofrece un resumen muy claro de las normas anteriores.
—Bien contestado —sonrió el señor Budd—, porque yo, sinceramente, no sé ni jota al respecto. Ahora bien, prescindiendo de las tonterías de los periódicos, he aquí lo que ocurrió en este caso. En 1939, Bob Moreton fue a Alemania para investigar la otra rama de la familia Schneider. Autoconservación, desde luego. Necesitaba hechos para seguir peleando si había de enfrentarse a todas aquellas reivindicaciones falsas. Pero, cuando regresó ocurrió lo peor que podía ocurrir. Siempre ocurren las peores cosas en este maldito caso. Al parecer, los nazis husmearon las investigaciones que estaba efectuando Bob. Lo que hicieron entonces fue echar por su cuenta un rápido vistazo al asunto y presentar a un viejo llamado Rudolph Schneider, y a continuación reclamar para este toda la herencia.
—¡Lo recuerdo! —exclamó George—. Contrataron a McClure para que les defendiera el caso.
—Exactamente. Ese tal Rudolph procedía de Dresde o algún lugar por el estilo, y dijeron que se trataba de un primo hermano de Amelia Johnson. Moreton, Greener y Cleek se enfrentaron a esta aseveración y dijeron que los documentos presentados por los alemanes eran falsos. Sin embargo, el caso seguía corriendo por los tribunales cuando nosotros entramos en guerra en 1941, y en lo que a nosotros respecta la guerra le puso fin. La Custodia de la Propiedad Extranjera en Washington intervino y presentó una reivindicación, a causa, claro está, de la reivindicación alemana. El caso quedó congelado. Cuando Bob Moreton se retiró, entregó todos los documentos a John J. Había más de dos toneladas de ellos y en estos momentos se encuentran en nuestras cajas fuertes, allí donde quedaron cuando la firma Moreton, Greener y Cleek los entregó en 1944. Nadie se ha molestado nunca más en echarles un vistazo. No había razón para ello. Pues bien, ahora hay una razón.
A George, al oír aquello, se le cayó el alma a los pies.
Eligiendo aquel momento para llenar su pipa, el señor Budd evitó la mirarla de George mientras proseguía:
—Tal es la situación, George. Parece ser que, con el cálculo de valores e intereses, la herencia asciende ya a cuatro millones, y la Commonwealth de Pennsylvania ha decidido ejercer sus derechos y reivindicar la totalidad. Sin embargo, han preguntado a John J., como administrador, si se propone pleitear al respecto y, sólo para salvar las formas, él piensa que deberíamos revisar los documentos para asegurarnos de que no hay pendiente ninguna reivindicación importante. Y por esto voy a decirle lo que deseo que haga, George. Tan sólo verificar este punto para él. Asegurarse de que nada pueda pasarle por alto a John J. ¿De acuerdo?
—Sí, señor, he comprendido.
Sin embargo, no consiguió eliminar del todo un tono de resignación en su voz. El señor Budd le miró, con una sonrisa comprensiva.
—Y si esto ha de dar un cierto aliciente a su trabajo, George —añadió—, puedo decirle que desde hace algún tiempo vamos algo escasos de espacio en el archivo. Si puede usted eliminar allí toda esa masa de papel, se habrá ganado el sincero agradecimiento de todo el personal.
George consiguió esbozar una sonrisa.