EN 1806, Napoleón se dispuso a dar una lección al rey de Prusia. Tanto en Auerstadt como en Jena, los ejércitos prusianos sufrieron aplastantes derrotas, y después, lo que quedaba de ellos marchó hacia el este para unirse a un ejercito ruso, mandado por Bennigsen. El mes de febrero siguiente, Napoleón se enfrentó a estas fuerzas combinadas, en la villa de Preussisch-Eylau, cerca de Königsberg.
Eylau fue una de las más sangrientas y terribles batallas de Napoleón. Comenzó con una violenta tempestad de nieve y con una temperatura muy por debajo de cero. Los hombres de los dos ejércitos estaban hambrientos y lucharon con desesperada ferocidad para conseguir el escaso refugio que les ofrecían los edificios de Eylau. Las bajas fueron muy cuantiosas en ambos bandos y casi una cuarta parte de los combatientes encontró la muerte. La lucha terminó al caer la noche del segundo día, más por el agotamiento que por haberse tomado decisión alguna. Después, durante la noche el ejército ruso empezó a retirarse hacia el norte. Los supervivientes de las fuerzas prusianas, cuya acción de flanco contra las tropas de Ney había estado a punto de decidir la victoria, ya no tenían motivo para permanecer allí y efectuaron su repliegue hacia el este, a través del pueblo de Kuttschitten. La caballería que protegía su retaguardia la constituían los dragones de Ansbach.
La relación entre esta unidad y el resto del ejército prusiano era absurda, pero, en la Europa central de aquel período, esto no era raro. No muchos años antes, y todavía en el recuerdo de los soldados más veteranos, el regimiento había sido la única fuerza montada del principado independiente de Ansbach, y había prestado juramento de obediencia al margrave gobernante. Después, Ansbach pasó muy malas temporadas y el último margrave tuvo que vender sus tierras y sus gentes al rey de Prusia. Fue preciso entonces prestar nuevos juramentos de obediencia, pero el nuevo señor no tardó en demostrar que era tan inseguro como el anterior. El año antes de Eylau, los dragones experimentaron un nuevo cambio de status. La provincia de Ansbach había sido cedida por los prusianos a Baviera y, puesto que Baviera era aliada de Napoleón, ello significaba que, estrictamente hablando, los pobladores de Ansbach debían haber luchado ahora contra los prusianos, y no al lado de estos. Sin embargo, los dragones se mostraban tan indiferentes ante la anomalía que presentaban como ante la causa por la que luchaban. El concepto de nacionalidad poco significaba para ellos. Eran soldados profesionales, en el sentido que este término significaba en el siglo XVIII. Si habían caminado, combatido, padecido y muerto durante dos días y una noche, no era por amor a los prusianos ni por odio a Napoleón; era porque se les había adiestrado para ello, porque ansiaban recoger los despojos de la victoria, y porque temían las consecuencias de la desobediencia.
Por tanto, cuando su caballo se abrió camino entre los bosques de las afueras de Kuttschitten, aquella noche, el sargento Franz Schirmer pudo estudiar su situación y trazar planes para salir airoso de ella, sin graves reparos para su conciencia. No quedaban muchos de los dragones de Ansbach, y de los que quedaban pocos sobrevivirían a las futuras calamidades. Los heridos y los que tenían miembros congelados serían los primeros en morir, y después, una vez perdidos o devorados los caballos, el hambre y la enfermedad exterminarían a todos los demás, excepto los más jóvenes y fuertes. Veinticuatro horas antes, el sargento hubiera podido esperar, razonablemente, ser uno de estos pocos, pero ahora ya no le era posible hacerlo. Aquella tarde, también él había sido herido.
La herida le había afectado de un modo extraño. Un coracero francés le había asestado un sablazo, y el sargento había parado el golpe con su brazo derecho. La hoja se había deslizado oblicuamente a través de los músculos más gruesos del deltoides, llegando hasta el hueso, precisamente sobre el codo. Era una fea herida, pero el hueso no estaba roto y, por tanto, no le había sido necesario someterse a las torturas de los cirujanos del ejército. Un camarada le había vendado la herida y le había colocado el brazo en cabestrillo, contra el pecho, con un correaje. Ahora, la herida latía dolorosamente, pero la hemorragia parecía detenida. Se sentía muy débil, pero pensó que ello podía deberse al hambre y al frío más que a una grave pérdida de sangre. Lo que le resultaba más extraño era el hecho de que, junto con su dolor físico, sentía una extraordinaria sensación de bienestar.
Se había apoderado de él mientras le vendaban la herida. Los sentimientos de sorpresa y terror con los que al principio había contemplado la sangre que corría a lo largo de su brazo inutilizado, habían desaparecido de repente, y en su lugar había surgido una absurda y espléndida sensación de libertad y euforia.
Era un joven robusto y de mentalidad práctica, poco inclinado a las fantasías, y algo entendía de heridas. La suya había sido lavada por su propia sangre y, por tanto, podía considerarse limpia, pero, a pesar de todo, siempre quedaba la posibilidad de que no escapara a la muerte por gangrena. También entendía algo de guerras, y no sólo se daba cuenta de que la batalla se había perdido según todas las probabilidades, sino también de que la retirada los llevaría a una campiña que ya había sido despojada de todo por los ejércitos en movimiento. Sin embargo, esta seguridad no entrañaba desesperación. Era como si hubiera recibido, junto con su herida, un perdón especial por sus pecados, una absolución más poderosa y completa que la que pudiera darle cualquier sacerdote mortal. Llegó a pensar que Dios le había enviado una señal, y que todas las medidas drásticas que se viera obligado a tomar a fin de conservar la vida, gozarían de la aprobación divina.
Su caballo tropezó cuando trataba de abrirse paso entre la nieve alborotada por el viento, y el sargento tensó las riendas. Había muerto la mitad de los oficiales y a él le habían puesto al mando de uno de los destacamentos del flanco. Tenía órdenes de mantenerse en el flanco y lejos del camino principal, y durante algún tiempo le resultó fácil hacerlo, pero ahora, después de salir del bosque y sobre aquella profunda capa de nieve, la marcha presentaba serias dificultades. Dos de los dragones que le seguían habían desmontado ya, y caminaban al lado de sus caballos. Podía oír sus pasos en la nieve, al final de la columna. Si llegaba a sentir la necesidad de caminar conduciendo a su caballo, sabía que tal vez no tendría después fuerzas suficientes para volver a montar.
Pensó durante unos momentos en esta posibilidad. Después de una batalla de dos días, en la que se había combatido con la mayor desesperación, las posibilidades de que la caballería francesa todavía fuese capaz de hostigar la retirada por un flanco eran remotas. Por consiguiente, aquella vigilancia del flanco no era más que una precaución sacada del libro de ordenanzas. Desde luego, no valía la pena correr riesgos para seguirla. Dio una breve voz de mando y la columna empezó a dirigirse de nuevo hacia el bosque y la carretera. Poco temía que su desobediencia fuese descubierta. Si lo era, diría simplemente que había perdido el camino y no le castigarían severamente por no haber sabido cumplir lo que era un deber de oficial. Por otra parte, tenía otros asuntos más importantes en que pensar. La comida era lo primero.
Afortunadamente, el macuto que llevaba debajo de su larga capa todavía contenía la mayor parte de las patatas heladas que había hurtado el día antes en una granja. Podía comerlas a intervalos y en secreto. En momentos como aquellos, el hombre de quien se sospechaba que disponía de una despensa privada corría un cierto peligro, cualquiera que fuese su graduación. Sin embargo, las patatas no durarían mucho y, al final de aquella marcha, no habría calderos de sopa hirviente. Incluso los caballos podrían considerarse más afortunados, ya que no se había perdido ninguno de los carromatos de suministro y en ellos todavía había forraje para un día. El hambre acabaría primero con los hombres.
Trató de contener una sensación de pánico. Había de tomar una decisión sin tardanza y el pánico no le ayudaría. Podía notar ya cómo el frío hacía mella en él. No pasarían muchas horas antes de que la fiebre y el agotamiento se hicieran cargo, irrevocablemente, de la situación. Apretó involuntariamente con las rodillas la silla de montar, y en aquel momento se le ocurrió la idea.
El caballo se había inquietado ligeramente al notar la presión. El sargento Schirmer aflojó los músculos de sus muslos e, inclinándose hacia adelante, dio al animal unas palmadas afectuosas en el cuello con su mano izquierda. Sonreía para sus adentros cuando el caballo reanudó su marcha. Apenas el destacamento llegó a la carretera, el plan del sargento estaba ya establecido.
Durante el resto de aquella noche y la mayor parte del día siguiente, el ejército prusiano avanzó lentamente hacia el este, en dirección a los lagos Masurianos, y después giró hacia el norte, en la dirección de Insterburg. Poco después del anochecer, y con el pretexto de ir a buscar a un rezagado, el sargento Schirmer abandonó el destacamento y cabalgó hacia el sur, a través de los lagos helados y siguiendo la ruta general de Lötzen. Por la mañana se encontraba al sur de esta ciudad.
Había llegado ya casi al límite de su resistencia. La marcha desde Eylau hasta el punto en que desertó había sido ya toda una prueba, pero el viaje campo a través desde allí hubiera acabado con las fuerzas de cualquier hombre, aunque no estuviese herido. Ahora, el dolor de su brazo era intolerable en ciertos momentos y el sargento temblaba tanto, a causa de la fiebre y del frío, que apenas podía sostenerse sobre la silla de montar. Empezaba a preguntarse, en efecto, si no se había equivocado en su estimación de las intenciones de Dios, y si lo que él había considerado como un signo del favor divino no resultaría ser una indicación de la muerte que se le aproximaba. Sea como fuere, sabía que si no encontraba muy pronto un refugio como el que su plan exigía, moriría.
Tiró de las riendas y con gran esfuerzo levantó de nuevo la cabeza para mirar a su alrededor. A lo lejos, a su izquierda y a través de la blanca desolación de un lago helado, pudo ver la silueta baja y negruzca de una granja. Sus ojos siguieron recorriendo el paisaje, puesto que cabía la posibilidad de que hubiera un edificio más cercano que investigar. Pero no había nada. Casi perdidas las esperanzas, dirigió la cabeza de su caballo hacia aquella granja y reanudó su marcha.
La zona en la que se encontraba el sargento estaba habitada principalmente por polacos, aunque en aquella fecha formara parte del reino de Prusia. Nunca había sido muy próspera y después de haber pasado por ella el ejército ruso, que se apoderó de las reservas de grano y forraje y se llevó consigo el ganado, era poco más que un páramo. En algunos pueblos, los caballos de los cosacos habían devorado incluso la paja de los tejados, y en otros las casas habían sido demolidas para encender hogueras. Las campañas de los ejércitos de la Santa Rusia podían ser más devastadoras para sus aliados que para sus enemigos.
Acostumbrado como estaba a las campañas militares, al sargento la devastación no le pillaba de sorpresa. En realidad, su plan se basaba en ella. Una campiña que acababa de abastecer a un ejército ruso no atraería a otro ejército durante largo tiempo. Un desertor podía considerarse casi seguro allí. Sin embargo, lo que sí le sorprendía era la ausencia de una población hambrienta. Desde la madrugada, había pasado ante varias granjas, y todas ellas estaban abandonadas. Había comprendido entonces que los rusos se habían mostrado más exigentes que de costumbre (tal vez porque se encontraron allí con polacos), y que los habitantes, al no poder ocultar comida suficiente para sobrevivir hasta la primavera, habían huido a lugares más al sur, que tal vez hubieran sido más respetados. Por consiguiente, la situación era desesperada para él. Tal vez pudiera sostenerse en su montura otra hora, pero si todos los campesinos de las cercanías se habían marchado con los demás, era hombre muerto. Volvió a levantar la cabeza, parpadeando para desprender el hielo que cubría sus pestañas, y forzó la vista.
En aquel momento, vio el humo. Ascendía en una delgada columna desde el tejado del edificio al que él se dirigía, y lo vio sólo por un momento antes de que desapareciera. Todavía se encontraba lejos, pero no le quedaba ninguna duda acerca de lo que había visto. Aquella era una zona de turba y aquel humo procedía de un fuego de turba. Con renovado ánimo, apremio a su caballo.
Necesitó otra media hora para llegar a la granja y, al acercarse a ella, vio que se trataba de un lugar mísero y mal cuidado. Había un edificio bajo, de madera, que era a la vez establo y vivienda, un corral vacío para ovejas y un carro destartalado casi oculto bajo la nieve. Eso era todo.
Los cascos del caballo sólo dejaban oír un leve crujido sobre la nieve helada. Cuando se acercó más, soltó las riendas y extrajo cuidadosamente su fusil de su larga funda. Una vez lo hubo cebado, colocó el arma a través de las alforjas y apoyada en las mantas enrolladas, junto al pomo de la silla. Después, cogió de nuevo las riendas y siguió avanzando.
En un extremo del edificio había una ventanilla cerrada, y junto a ella una puerta. La nieve del exterior había sido apartada desde la última nevada, pero, exceptuando la fina columna de humo de turba en el tejado, no había ningún otro signo de vida. Se detuvo y miró a su alrededor. La cerca del corral estaba abierta. Junto al carro había un pequeño montículo de nieve que probablemente ocultaba los restos de un pajar. No había excrementos de ganado en la nieve fresca, ni se oía ninguna ave de corral. Excepto el leve suspiro del viento, el silencio era absoluto. Los rusos se lo habían llevado todo.
Dejó que las riendas se deslizaran entre sus dedos y el caballo sacudió la cabeza. El ruido metálico pareció muy intenso y enseguida dirigió la mirada hacia la puerta de la casa. Si aquel ruido había sido oído, la primera reacción de los habitantes sería de pánico y, suponiendo que motivase la inmediata apertura de la puerta y el pronto acatamiento de sus deseos, este pánico le sería útil.
En cambio, si inducía a alzar una barricada detrás de la puerta, se encontraría en graves dificultades. Tendría que echar la puerta abajo, y no podía correr el riesgo de desmontar hasta estar seguro de que aquel era el punto final de su viaje.
Esperó. En el interior de la casa no se oía nada. La puerta permanecía cerrada. Su instinto de dragón le impulsaba a golpear la puerta con la culata de su fusil, y gritar a los que estuvieran en el interior que salieran o los mataría, pero apartó de sí esta tentación. La culata del fusil podría entrar en juego más tarde, pero de momento intentaría la actitud amistosa que había planeado. Trató de llamar, pero el sonido que salió de su garganta fue apenas un sollozo. Desconcertado, lo intentó nuevamente:
—¡Ho!
Esta vez logró emitir una especie de graznido, pero se apoderó de él una abrumadora sensación de impotencia. Un momento antes había estado pensando en golpear una puerta con su arma de fuego, e incluso en echarla abajo, y ahora no le quedaban ni siquiera fuerzas para gritar. Había una especie de rugido atronador en sus oídos y creyó que iba a caerse. Cerró los ojos, luchando contra aquella horrible sensación, y cuando volvió a abrirlos vio que la puerta se abría lentamente.
La cara de la mujer que se encontraba en el umbral y le estaba mirando estaba tan ajada por el hambre que era difícil cuál podía ser su edad. A no ser por las trenzas que rodeaban su cabeza, incluso su sexo habría sido motivo de duda. Las voluminosas prendas de campesina que llevaba eran totalmente deformes, y pies y piernas estaban abrigados con arpillera, como los de un hombre. Le miró opacamente, después dijo algo en polaco y dio media vuelta para volver a entrar. Él se inclinó hacia adelante y habló en alemán:
—Soy un soldado prusiano. Ha habido una gran batalla. Los rusos han sido derrotados.
Lo dijo como si estuviera anunciando una victoria. Ella se detuvo y volvió a mirarle. Sus ojos hundidos carecían de toda expresión. El sargento tuvo la curiosa idea de que seguirían manteniendo aquella mirada fija incluso si él desenvainaba el sable y la rajaba con él.
—¿Quién más hay en la casa?
Los labios de ella volvieron a moverse y esta vez habló en alemán.
—Mi padre. Estaba demasiado débil para marcharse con nuestros vecinos. ¿Qué desea?
—¿Qué le ocurre a su padre?
—Padece consunción.
—¡Ah!
Si se hubiera tratado de la epidemia, él hubiera preferido morir en la nieve antes que quedarse allí.
—¿Qué quiere? —repitió ella.
Como contestación, él desató los cordones de su capa y la apartó para enseñarle su brazo herido.
—Necesito un techo y descanso —dijo—, y alguien que me prepare la comida hasta que se haya curado mi herida.
Los ojos de ella pasaron de la casaca ensangrentada de él hasta su fusil, y después a las repletas alforjas debajo de este. Él supuso que ella pensaba que, si tenía la fuerza suficiente, podía apoderarse del arma y matarlo. Colocó firmemente la mano sobre el fusil y los ojos de ella volvieron a encontrarse con los suyos.
—No hay comida para preparar —dijo ella.
—Yo tengo comida de sobra —repuso él—; la suficiente para compartirla con aquellos que me ayuden.
Ella seguía mirándole. Él le dirigió un gesto tranquilizador y después, sosteniendo firmemente el fusil con su mano izquierda, pasó la pierna derecha a través de la silla de montar y se deslizó hasta el suelo. Al tocarlo con los pies, las piernas cedieron debajo de él y quedó tendido en la nieve. Una terrible sensación dolorosa, parecida a una quemadura, se extendió desde su brazo hasta todos los nervios de su cuerpo. Gritó y después, durante unos momentos, permaneció echado y sollozando. Finalmente, sin soltar su fusil, se levantó tambaleándose.
La mujer no había hecho ningún gesto para ayudarle. Ni siquiera se había movido. Pasó junto a ella, atravesó el umbral y entró en la casa.
Una vez en el interior, miró a su alrededor, desorientado. La luz procedente del umbral y que se filtraba a través del humo de la turba le permitió ver borrosamente un tosco camastro de madera, sobre el cual había lo que parecía ser un montón de sacos.
Procedía de allí un susurro gimoteante. La fogata de turba emitía un brillo opaco en la estufa de arcilla situada en el centro. El suelo era de tierra, cubierto por una blanda capa de cenizas y polvillo de turba. Aquel aire cargado estuvo a punto de sofocarlo. Se acercó a la estufa y avanzó entre los soportes del tejado, hasta el espacio en el que habían estado antes los animales. Bajo sus pies, la paja estaba muy sucia, pero de una patada amontonó parte de ella junto a la parte posterior de la estufa. Sabía que la mujer le había seguido y que se encontraba ahora junto al enfermo. Podía oír el susurro de una conversación. Arregló el montón de paja, dándole cierta semejanza con un lecho, y cuando terminó extendió sobre ella su capa.
Los susurros habían cesado. Oyó un movimiento detrás de él y se volvió.
La mujer estaba mirándole. Tenía entre las manos una pequeña hacha.
—La comida —dijo ella.
Él asintió con la cabeza y volvió a salir al patio. Ella le siguió y se quedó mirándole mientras él, sosteniendo el fusil entre sus rodillas, desataba las correas que sostenían las mantas sobre el caballo. Finalmente, lo consiguió y dejó caer las mantas enrolladas sobre la nieve.
—La comida —repitió ella.
Él levantó el fusil, y apoyando la culata contra su cadera izquierda, deslizó la mano hasta la llave. Con un esfuerzo, logró amartillarla y entonces trasladó su dedo índice al gatillo. Después colocó el extremo del cañón junto a la cabeza del caballo, debajo del oído.
—Aquí está nuestra comida —dijo, y oprimió el gatillo.
En sus oídos resonó el estampido del disparo y el caballo se desplomó pataleando. El fusil se había desprendido de su mano y yacía sobre la nieve, todavía humeante. Recogió las mantas y se las puso debajo del brazo, antes de recoger el arma. La mujer seguía mirándole, inmóvil. Él le dirigió un gesto con la cabeza y, señalando con un gesto el caballo, se encaminó hacia la casa.
Casi antes de que llegara a la puerta, ella se había arrodillado junto al animal moribundo, y empezaba a trabajar con su hacha. Él miró hacia atrás. Estaban allí la silla y las alforjas, y también su sable. Ella no tendría dificultad en matarlo con el sable mientras él yaciera, impotente. Sin duda creería que había una fortuna en la cartera de cuero que guardaba debajo de su casaca. Durante unos momentos observo los rápidos y desesperados movimientos de los brazos de ella, así como el oscuro torrente de sangre que se extendía en la nieve, a su lado. ¿Su sable? Ella no necesitaría ningún sable, si tenía la intención de acabar con él.
Entonces notó que volvía la agonía periódica de su brazo y pudo oír sus propios gemidos. Supo, de pronto, que nada más podía hacer para poner orden en el mundo, más allá de su cuerpo. Cruzó tambaleándose la entrada y se dirigió a su yacija. Colocó el fusil en el suelo, bajo su capa. Después se quitó el casco, desenrolló sus mantas y se tendió en aquella cálida oscuridad, dispuesto a luchar por su vida.
La mujer se llamaba Maria Dutka, y tenía dieciocho años cuando el sargento Schirmer la vio por primera vez. Su madre había fallecido cuando ella era todavía muy joven y, puesto que no había más hijos y su padre no había podido encontrar una segunda esposa, le habían enseñado a efectuar todo el trabajo de un hijo y un heredero en la granja. Además, la enfermedad crónica que padecía el padre persistía desde hacía tiempo, y los períodos de mejoría se hacían cada vez más raros. La joven estaba ya acostumbrada a pensar y actuar por su cuenta. Sin embargo, no era testaruda. Aunque la idea de matar al sargento, a fin de evitar el reparto del caballo muerto con él, le pasó por la mente, primero discutió la cuestión con su padre. Era profundamente supersticiosa por naturaleza, y cuando el padre sugirió que tal vez algún poder sobrenatural había influido en la providencial aparición del sargento, ella comprendió el peligro que representaba su plan. Vio, también, que incluso en el caso de que el sargento muriese a causa de su herida —y estuvo muy cercano a la muerte en aquellos primeros días— los poderes sobrenaturales podrían juzgar que los pensamientos homicidas de ella habían hecho inclinar la balanza. Por consiguiente, cuidó al herido, con una especie de angustiosa devoción, que lógicamente el agradecido sargento interpretó de otro modo. Más tarde, sin embargo, ella hizo algo que a él le conmovió todavía más. Cuando, en el curso de su convalecencia, intentó darle las gracias por haber cumplido tan fielmente su parte en el trato hecho, ella le explicó sus motivos con la mayor sencillez y un absoluto candor. En aquel momento, él se sintió a la vez conmovido y divertido. Después, cuando reflexionó acerca de lo que ella había dicho y el hecho de que lo hubiera dicho, experimentó unas sensaciones mucho más sorprendentes. A medida que la comida que compartían restablecía el aspecto juvenil de ella y su vitalidad, él empezó a observar los movimientos del cuerpo de la joven y a modificar con satisfacción sus anteriores planes para el futuro.
Se quedó en casa de los Dutka durante ocho meses. Conservado bajo la nieve, el cadáver del caballo les suministró a todos carne fresca hasta que llegó el deshielo, y después aprovecharon los restos tras ahumarlos y secarlos. Para entonces, el sargento se sentía ya con fuerzas para ir con su fusil al bosque y regresar con algún ciervo. Las verduras empezaron a crecer y después, durante unas pocas semanas memorables, el viejo Dutka mejoró y mientras el sargento y Maria tiraban del arado, a falta de caballo, pudo incluso labrar su tierra.
La presencia continua del sargento era considerada ya como un hecho normal. Ni Maria ni su padre hacían la menor alusión a sus antecedentes militares. Él era una víctima de la guerra, como lo eran ellos. Los vecinos que regresaron no consideraron en absoluto extraña su presencia. También ellos habían pasado el invierno trabajando para desconocidos. Si el viejo Dutka había encontrado un prusiano robusto y trabajador para ayudarle a restablecer su situación, tanto mejor. Y si algún curioso se preguntaba cómo le pagaba el viejo Dutka o por qué un prusiano se tomaba la molestia de trabajar unos terrenos tan pobres, siempre había alguien para recordar las anchas caderas y las robustas piernas de Maria, y la cosecha que se podía obtener con la ayuda de un hombre tan joven y vigoroso.
Llegó el verano. Se libró la batalla de Friedland. Los emperadores de Francia y Rusia se reunieron en una balsa anclada en el río Niemen. Se firmó el Tratado de Tilsit. Prusia fue despojada de todos sus territorios al oeste del Elba y de todas sus provincias polacas. Bialla, que se hallaba tan solo a pocos kilómetros al sur de la granja de los Dutka, se encontró de pronto en la frontera rusa, y Lyck se convirtió en una plaza con guarnición militar. Las patrullas de la infantería prusiana recorrieron el territorio en busca de reclutas, y el sargento se ocultó en los bosques junto con otros hombres jóvenes. Se encontraba ausente, en una de estas excursiones, cuando el padre de Maria murió.
Después de la ceremonia del entierro, él sacó su cartera de cuero y, junto con Maria, se sentó ante la mesa para contar sus ahorros. El fruto de numerosas distribuciones de botín y los sueldos de cuatro años como suboficial eran más que suficientes para compararse con la pequeña cantidad que Maria obtendría gracias a la venta de la propiedad de su padre a un vecino. Desde luego, ninguno de los dos estaba dispuesto a seguir trabajando la tierra. Habían visto lo que podía suceder cuando llegaban los ejércitos rusos y, con las nuevas fronteras, los rusos estaban a menos de una jornada de camino. Esto les pareció a los dos un argumento de más peso, para abandonar aquel lugar, que la precaria posición del sargento como desertor. Evidentemente, el lugar al que había de dirigirse debía ser uno en el que no hubiera rusos ni prusianos, y donde Maria, que ya estaba encinta, pudiera criar a sus hijos con la seguridad de poder alimentarlos.
A principios de noviembre de 1807, partieron, con una carretilla construida a partir de los restos del carro de Dutka y se encaminaron hacia el oeste. Era un viaje difícil y peligroso, puesto que su ruta atravesaba Prusia y sólo se atrevían a viajar de noche. Sin embargo, no pasaron hambre. Llevaban víveres en su carretilla y les duraron hasta llegar a Wittenberg. Esta fue, también, la primera ciudad en la que entraron a la luz del sol. Por fin, habían salido del suelo prusiano.
Sin embargo, no se quedaron en Wittenberg, ya que al sargento le parecía demasiado cercana a la frontera de Prusia. A mediados de diciembre, llegaron a Mühlhausen, recientemente incorporada al reino de Westfalia. Allí nació el primer hijo de Maria, Karl, y allí se casaron Maria y el sargento. Durante algún tiempo, el sargento trabajó como mozo de cuadra, pero después, cuando tuvo ahorros suficientes, inició un negocio como tratante de caballos. Prosperó. Las mareas de las guerras napoleónicas se extinguían mansamente en el puerto que él y Maria habían encontrado. Durante varios años pareció que se habían alejado los malos tiempos, pero después la enfermedad que había padecido su padre atacó también a Maria. Dos años después de nacer su segundo hijo, Hans, falleció.
Con el tiempo, el sargento Schirmer volvió a casarse y su segunda esposa le dio diez hijos más. Murió en 1850, siendo un hombre respetado y próspero.
Sólo una vez durante aquellos años felices en Mühlhausen, Franz Schirmer se vio atormentado por el recuerdo del delito militar que había cometido. En 1815, en virtud del Tratado de París, Mühlhausen se convirtió en una ciudad prusiana. En este año se celebró el segundo matrimonio del sargento, y, si bien no creyó probable que los registros de la iglesia fueran revisados en busca de nombres de desertores, siempre existía la posibilidad de que fueran empleados para verificar las listas de movilización. Él no podía resignarse a correr aquel riesgo y mostrarse fatalista. Después de tantos años de inmunidad frente al arresto, había perdido la costumbre de vivir al día. La perspectiva de morir ante un pelotón de fusilamiento, por remota que pudiera ser, no podía arrostrarla ya con el vigor de antes.
¿Qué podía hacer, pues? Reflexionó cuidadosamente sobre esta cuestión. Recordó que en el pasado había confiado en Dios, y que en momentos de grave peligro Dios había sido magnánimo con él.
Pero ¿podía todavía confiar simplemente en Dios? Y se preguntó también si aquel era realmente un momento de grave peligro. Al fin y al cabo, había otros muchos Schirmer en los archivos del ejército prusiano y sin duda algunos de ellos se llamaban también Franz. ¿Era realmente necesario recurrir a Dios para asegurarse contra la posibilidad de que la lista de aquellos ciudadanos que habían adquirido su exención militar en Mühlhausen, fuese comparada con la lista de desertores del ejército en Potsdam? ¿O era, realmente, más prudente hacerlo? ¿No podía Dios, que tanto había hecho por su siervo, disgustarse al ver que aquella responsabilidad menor también era cargada sobre sus espaldas, sin que el siervo hiciera nada al respecto? ¿No había, pues, algo que su siervo pudiera hacer por sí mismo, sin invocar la ayuda del Todopoderoso?
¡Sí, desde luego había algo!
Decidió cambiar su nombre por el de Schneider.
Sólo topó con una ligera dificultad. Era muy sencillo cambiar su apellido y el de su hijo menor, Hans, pues tenía buenos amigos en la alcaldía, y su excusa de que había otro tratante de caballos que se llamaba igual y vivía en una ciudad cercana, fue aceptada de inmediato. Sin embargo, el primer hijo, Karl, presentaba un problema. El niño, que ahora contaba siete años de edad, acababa de ser clasificado para su futura movilización por las autoridades militares prusianas, y el sargento no tenía influencias ni amigos en los círculos militares de Prusia. Además, cualquier trámite oficial para cambiar el nombre del niño fácilmente podía suscitar precisamente aquellas investigaciones sobre su origen que él quería evitar. Al final, no hizo nada con respecto al apellido de Karl. Y así fue como, aunque los hijos de Franz y Maria fueron bautizados con el apellido de Schirmer, crecieron con diferentes apellidos. Karl siguió siendo Karl Schirmer y Hans se convirtió en Hans Schneider.
El cambio de nombre del sargento jamás le causó ni un momento de ansiedad o de inconveniencia en toda su vida. La ansiedad y los inconvenientes resultantes de ello se abatieron, más de cien años después, sobre la cabeza de Mr. George L. Carey.