enofobia y racismo en el Reino Unido… Superioridad de la raza negra… Atrocidades griegas en Chipre… Atrocidades turcas en Chipre… Mr. Nixon sin ton ni son o el enredo de las cintas sin fin… Mr. Wilson y la inflación… Por qué escasea ahora el azúcar… Krishna y la expansión de la conciencia… Esperanto para la paz… El Apocalipsis ya ha empezado…, entre otros tópicos, que seguí a trozos esta mañana en Hyde Park Corner mientras te buscaba de grupo en grupúsculo. Creí verte (¿por qué me sigo haciendo ilusiones?) junto a nuestros viejos conocidos de la gorra que siguen al cabo de los años sosteniendo y escoltando la misma pancarta que anuncia que el fin está próximo: THE END IS AT HAND. ¿Fin feliz?

La misma que vimos aquí el primer día que nos levantamos —tan tarde— juntos. Debió de ser idea tuya venir al Speakers Corner. Y comimos casi a la hora española una pretendida tortilla Spanish en un café de Edgware Road. Lo de la tortilla fue también idea tuya. Guardo el recuerdo pero no te guardo rencor.

Por aquí anda de nuevo el anticristo de tirabuzones rubios, colmillos de vampiro y palidez cadavérica, en su chilaba clara, que alguna vez cruzamos también detrás de Brook Green. El azul del cielo en sus ojos de demonio. Pobre diablo…

El negro en su sempiterno terno azul marino a rayas, con los pulgares en el chaleco, volverá a hacer su consabido chiste banal sobre las bananas de Jamaica a costa de la lady de turno. También vi al borrachín de la hojarasca en la bragueta. Y al poeto coqueto del alto tupé y anillo en la oreja que se parece al joven Ezra Pound.

Ante un grupo de pelados y peladas vocifeharengando el Hare Hare, me asaltó la idea (¿peregrina?) de que a lo mejor te has metido en alguna secta —¿o en alguna comuna de squatters? Reconoce que también tú tienes cierta debilidad por místicos, chiflados y toda especie de marginales. Al pasar junto a aquel monasterio budista de Harvestock Hill que anunciaba que los jueves a las siete de la tarde había charla y sesión de meditación, ya querías meterme allí de cabeza. Para salir de dudas o de Budas.

Alguna vez me vi en Speakers Corner (en otro avatar) con los brazos en cruz y el pelo sobre los ojos, subido a tres cajas de Express, repitiendo en sánscrito sin parar: De todas las formas de ilusión, la mujer es la más importante… Ya lo creo.

Fui luego hasta el quiosco de bebidas y me tomé, recostado en una tumbona con los colores del arco iris, un té con Sunday Times. La noticia de unas bombas en Messina casi me hace saltar. Como esta madrugada. Te paseabas tan despampanante por ese puerto, con unas hojas de parra por bragas y con una hoz en la mano que relucía como una luna, oyendo silbidos, aplausos y comentarios para todos los gustos. Y de pronto todo empezaba a temblar y las casas te venían encima entre nubes de polvo. No sé si fue un sueño tremonitorio (sic), espero que no, o de venganza siciliana…

Recorrí luego despacio, a lo largo de Bayswater Road, todo el bric-à-brac-abracadabra-batikburrillo-pop-purrí-dalimatías de artesanías post-hippies y arte pre-post (preposterous, mejor que absurdo) contra la verja del parque, recordando las visitas más o menos comentadas que tantos domingos hicimos juntos. En realidad tú mirabas las obras con interés, te detenías a veces a charlar con los artistas y hasta tomabas en serio las explicaciones. El gigante barbirrojo y la giganta de pelo y falda cortos verdes siguen hundidos en sus sillas plegables junto a su furgoneta. Van Gogh y Magog…, y recuerdo ahora que no te hizo ni pizca de gracia el mote que les puse. (¿Por falta de respeto al artista? Todos los días miro la postal del viejo azul que llora, sentado en su silla, con los puños en los ojos, que tú clavaste hace mucho en mi biombo chino. Nada hay más triste que ver llorar a un viejo…)

Comí bastante tarde en nuestro restaurante chino favorito de Queensway. Ante la torre de tapas fui destapando recuerdos, saboreando instantes pasados que no se evaporaron. Al otro lado del cristal, fluía la vida. Vi en algunas parejas la pareja que fuimos, a la deriva despreocupadamente por Queensway. En la pequeña iglesia de la acera de enfrente entraba y salía de vez en cuando alguna mujer con la cabeza cubierta. Te imaginé de devota. De tapadillo…

Maison Pechon no abre los domingos. Me hubiera gustado endulzarme los recuerdos.

Dormí la siesta en Holland Park, después de vigilar allá el correteo de las ardillas. Me despertó el coro de los pavos reales mezclado con el zumbar de los aviones. Me quedé mirando el azul del cielo. Un ojo azul entre nubes. Los presagios…, en una estela que se deshilacha por el cielo. La fiebre volvía a subir. (El maldito Why tiene la culpa, cogí frío la otra noche buscándolo por Brook Green. Para nada.)

Al caer la tarde deambulé por King’s Road, hasta que me metí en Picasso para hablarte de mi demoiselle d’Avignó, una compatriota tuya que encontré hecha una equis en un bar de Barcelona. En un bar de la calle de Avignó, casi esquina a Escudillers, lleno de bote en botarate aquella noche de principios de octubre. Un grupo de turistas franceses hablaban o cacareaban confusamente de irse a un bar con nombre de artistas, Gargallo, Chirico, me pareció. Su mesa estaba llena de botellas de vino vacías y creí que estaba con ellos la morena muy pálida, en un elegante vestido de seda azul marino y ancho cuello blanco, que tragaba vino tinto y morcilla con la voracidad de una campesina a la que pretendía dar veracidad. Y pintarrajeada como una puta del barrio chino. ¿Mera actriz? Una señoritinga de París, rica y ociosa, para la que —si la vida no es sueño— el mundo podía ser un teatro.

Entablamos conversación, en cuanto se largaron sus kirikokoreantes compatriotas. Entre vaso y vaso, que me hacía llenar con frecuencia, me pregonó sus ideas —lugares comunes— comunistas.

Le pedí, por favor, que bajara la voz.

(Un montón de años le acaban de caer a dos anarquistas en Barcelona. ¡Cuarenta y ocho y veintiuno! Al menos no el garrote vil, como hace cuatro meses. El garrote…, otra palabra española universal. Para que nadie diga que inventen ellos…)

Estaba bebida, me di cuenta demasiado tarde, con el pelo revuelto, en bataille, y su palidez iba en aumento a medida que trasegaba más tinto. Pero seguía marxcullando, Marx y Marx… Típico de ella. Viajó a Barcelona en coche-cama y se trajo de periódico de cabecera L’Humanité. Pero no vino a Barcelona a causa de sus ideales comunistas, supe luego, sino atraída por un compatriota de vacaciones en Barcelona que le envió un telegrama en París pidiéndole que se reuniese con él inmediatamente.

La primera escena me la hizo o quiso que la hiciéramos enseguida. Se quedó mirando los aros casi olímpicos de vino tinto en el mantel de papel y me puso su tenedor en mi mano derecha, me la tomó y la deslizó, debajo de la mesa, por su muslo sedoso… Al principio no comprendí, pero quería sin lugar a dudas que le clavara el tenedor en el muslo… Luego ella echó hacia atrás la silla, se levantó y se levantó el vestido para ver la herida. Creerían que era una turista borracha que quería bailar o cantar flamenco. Cante rondo, como decía… Me gustaron su combinación y sus bragas azul cielo y, sobre todo, sus muslos desnudos. Yo debería precipitarme sobre ella y, de rodillas, besar su muslo, chupar la sangre de la heridita que sólo existía en su imaginación calenturienta. Trinchar su muslo no era mi especialidad. Estaba más borracha de lo que supuse y seguía llorando sobre mi brazo, hasta que accedí a llenar de nuevo su vaso de vino tinto y hacérselo beber.

La culpa la tuvo el tal Tropfmann —o algo así— que la hizo venir apresuradamente a Barcelona para nada. Casi al mismo tiempo en que iba a presentarse de pronto la pasión de su vida, una muerta, se diría, verdadero esqueleto ambulante, aquella rubia fatal con la que podía abrazar a la vez a Eros y Tánatos. Sin duda era un intelectual. Y no supo o no quiso interpretar su vodevil, el tal Truppmann. Tampoco quiso estresarse con su ménage à trois en el Hotel de las Cuatro Naciones, que ambas desearon lujuriosas una noche de pesadilla. Tal vez quiso salvarla de las garras de la rubia esquelética. O deseó al esqueleto perverso sólo para él, el posesivo obsesivo novio de la muerte. ¿Sólo con la muerte no era impotente?

Temblando de excitación ante la vieja muerta que era su madre, se quitó el pijama y empezó a masturbarse… Necrofilialmente. ¡Basta! Trop c’est trop, Troppmann! ¿Eran ciertos esos horrores o trataba de épater a la burguesa que leía a Sade? Aunque nunca comió mierda. Ella sabía, como el todo París, que él tenía una vida sexual anormal pero pensaba que un degenerado lo es porque sufre. Y quería salvarlo, sobre todo de los peligros y tentaciones de la muerte. Empezó cuidándolo. Fue a visitarlo en cuanto supo que cayó enfermo y, para empezar a demostrarle lo dócil y solícita que era, bebió el vino blanco que a él le apetecía verla beber. Luego ella le besó la mano, le acarició la frente, se arrodilló junto a la cama, le besó la frente y dejó que le metiera la mano bajo la falda y por las piernas y por las nalgas, tan frescas… Sin embargo, nunca llegaron a hacer el amor.

Quiso que saliéramos a respirar la noche de Barcelona. Pero aún bebimos vino en otro bar de Escudillers. Nos sentamos en una terraza de la Rambla de Capuchinos y de pronto se le antojó pasearse por el barrio chino. Se tambaleaba de mi brazo tropezando a cada paso por la calle Arco del Teatro y en la calle Cid se empeñó en que la ayudara a buscar un local nocturno de travestis llamado La Criolla. Logré convencerla de que volviéramos a su hotel, en la esquina de la Rambla. ¿Estaría aún allí el tal Troppmann? Me pidió que la acompañara a la habitación. En realidad la ayudé a subir. Hacía calor y abrí la ventana. Me preguntó si oía los tiroteos en la calle Fernando. Sólo el estampido de un tubo de escape. Sin duda deliraba. Ahora me pedirás que beba de nuevo y que cante… Antes de que yo abriera la boca, abrió el armario y sacó una botella de champán casi llena y se sirvió un vaso. Estaba tibio pero se lo bebió casi de golpe. Y otro, rápidamente, sin ofrecerme uno a mí.

De pie, mirando hacia la alfombra, empezó a cantar con voz grave:

J’ai rêvé d’une fleur

Qui ne mourrait jamais.

Se interrumpió de pronto para ir a echar el cerrojo a la puerta y me pidió que me tumbara en la cama.

Y despacio, pieza a pieza, se fue desnudando. Sólo se dejó las medias. Más claras que sus muslos. Su cuerpo era más atractivo que su cara.

Volvió a cantar, con voz casi ronca sacudiendo la cabeza:

J’ai rêvé d’un amour

Qui durerait toujours.

El llanto ahogó su voz. Vino llorando desnuda hacia mi cama, se arrodilló y hundió su cara arrasada de lágrimas en la almohada.

—Estoy bebida —dijo.

La botella y el vaso estaban vacíos en la mesilla. Y podía verla en la luna del armario de enfrente. Vista de Barcelona con luna llena. Se metió en cama con sus zapatos blancos, levantando el trasero, y hundió la cabeza en la almohada.

Le hablé al oído y ella me echó el aliento con algunas incoherencias. Recuerdo mejor su aliento a vino que lo que ella me dijo. Recuerdo mejor su voz ardiente y grave que sus palabras, a veces incomprensibles.

—¿No tienes miedo de la muerte?

Se precipitó a cerrar la ventana y volvió a la cama para anunciarme:

—No puede entrar.

(¿Troppmann o Tropfmann?)

No me oía. Se diría que andaba y hablaba en sueños:

—¿Tienes miedo de Frascata?

Se tendió a mi lado desnuda e inmóvil, muy pálida, como una muerta o haciéndose la muerta.

Se trataba de una comedia, sin duda, pero no comprendía su sentido o sinsentido.

¿Me había dicho Frascata o Frascati?

Contra el trancazo, nada mejor que trincar. Contra la fiebre, ebriedad. Seguí evocando a mi cantactriz ebria en el drugstore de Chelsea: una go-go girl de medias blancas y muslos macizos se movía al compás que yo tarareaba mentalentamente oyendo la voz grave y ardiente que no se me borrará jamás. Una flor que no morirá jamás. Siempre viva. Immortelle… Y después, dernière bataille, última botella, en el Trafalgar. La empuñó, junto a la barra, un mozalbete bebido que quiso cortar la discusión. Nada que ver conmigo. Bebe y deja beber…

Mi frente ardiente contra los azulejos. Azul lejos… Y echo de menos la mano fresca en la frente. Mientras me desaguaba en la letrina de ese pub, leí unos letrones sobre el distribuidor automático de los preservativos (¿de verdad alguien en algún lado espera una carta mía?) que aquí te copio tal cual:

SOMEONE

SOMEWHERE

WANTS

A LETTER

FROM YOU