n peu trop de monde, habría dicho con su dejo inglés mi maestra o maîtresse de las Middlands, de encontrarse en esta taberna seudo cockney de Piccadilly, de pronto llena de turistas franceses.
(Sólo entendí, en el barullo de la barra, que repetían Toulon, Toulon tout court. No te habrás metido en danzas en ese puerto, confío, donde —según el Times de hoy— anteanoche se armó la marimorena entre norteafricanos y marinos franceses. Murió apuñalado un marino de veinte años. Las peleas empezaron, explica el periódico, en algunos dáncings. Disputas por las filles…)
El francés había sido una de sus asignaturas preferidas, con la botánica, y recuerdo que recordaba su primera gramática francesa, una gramática parda, tan precisamente como el peral que florecía como una ola espumosa junto a la casa de campo de Nottingham, donde transcurrió su infancia y adolescencia. No cabía de contenta, a la hora de hacer los ejercicios, en aquel colegio estatal de Nottingham, tratando de escribir correctamente en francés por ejemplo: «Le di el pan a mi hermanito». (A Billy, de cuatro años, o a Tom, que sólo tenía dos…)
Era entonces bastante tímida y solía esconder avergonzada sus uñas completamente roídas. También escondería, debajo de la cama, cuatro años después, cuando ya era toda una mujer de dieciséis años, la caja de caramelos que comía al levantarse y al acostarse. Era su placer solitario, su secreto vergonzoso.
Su secreto más vergonzoso —aunque ya no solitario—, algo después, cuando una atractiva e intrépida profesora, Miss Inger, de porte deportivo y tan experta, doce años mayor que ella, le hizo probar otras dulzuras a escondidas.
Pero estoy haciendo añicos la lógica cronológica porque antes, meses antes, fue su primer amor: un fino oficial de los Royal Engineers, de veintiún años, y ascendencia polaca, como indicaba su nombre, Anton Skrebensky, amigo de la familia de ella, que también era de origen polaco por la rama materna.
Pocos días después de conocerla, cuando la acompañaba a casa una cálida noche de julio, a eso de las nueve y media, lo recordaba muy bien, bajo los fresnos de la colina de Cossethay, el guerrero no resistió la atracción de la esplendorosa chica morena, de piel dorada y ojos dorados, en un ligero vestido blanco (le gustaba vestirse de blanco en verano) y puso sus labios contra sus labios y ella los entreabrió y lo apretó contra su cuerpo delgado y firme para recibir suave y profundo, cada vez más profunda-suavemente, su primer beso en la boca.
Siento aún sus labios contraídos, endureciéndose gradualmente, con la duración del beso. Endureciendo a la vez la boca y el cuerpo, que era su forma crispada de besar.
Fui uno de sus amantes, antes de casarse con un inspector de Escuela, y prolongué mis emociones —perpetuo vicario— con las de sus amores precedentes.
A veces, al recordar, dudo entre lo vivido y lo referido. Recuerdo, en cualquier caso, experiencias concentradas.
Fue Skrebensky el que la llevó a la feria de Derby pero soy yo el que me veo, en su lugar, montando con ella en el barco-columpio que prefiero llamar barquito-volador, lanzados cada vez más alto, agitada su melena negra, resplandeciente de excitación su rostro, tan brillante la luz amarilla de sus ojos, riendo a carcajadas y chillaaando, cayendo de golpe en la profunda sima, remontándonos de nuevo en la cima de una ola aérea hasta otro tiempo, cuando era muy pequeña y su padre la montaba en el barquito-volador, más alto, más saltos, y la gente miraba desaprobadoramente cómo el mocetón hacía volar por los aires a la chiquilla aterrada, aferrada a su banco. Luego se la llevaba de la mano, tan paliducha, a tomar limonada y le pedía que no le dijera a la madre que se mareó. Y ya en casa, acababa por vomitar, escondida tras el sofá del salón. (Como hizo Why este mediodía con las raspas de los arenques que fui a comprarle ex profeso al mercado de Shepherd’s Bush.) Era la mayor de ocho hermanos, seis chicas y dos varones, y de niña siempre fue la favorita del padre, la niña de sus ojos. A veces la llamaba Milady. La damita y el granjero, que había intentado enseñarle (¿a los cuatro años?: era uno de sus primeros recuerdos), muy temprano una mañana de viento glacial, a plantar patatas. Patética, más bien, la lección porque la niña torpe impacientaba a su padre y acabó echando a correr, hasta un regato que corría entre hierbas y piedras. Se veía sola en mandil azul y con un gorro de lana roja.
Tuvo una adolescencia muy soñadora, con lecturas de leyendas e historias de amor, y ella misma alguna noche, asomada a la ventana de su dormitorio, con el pelo suelto sobre las espaldas, veía la silueta de la iglesia vecina como un castillo y se imaginaba como la doncella presa en su torre, esperando la llegada del caballero que había de —cuando alguno de sus hermanos aporreaba la puerta y finalmente su madre le mandaba abrir.
Skrebensky apareció en su horizonte como una figura exótica y romántica, más como aristócrata que como soldado, y era en realidad hijo de un barón polaco.
Un aura de leyenda áurea envolvía su romance que se cerraría con broche de oro. Me refiero al oro o aro del Rin. Antes de su partida, al África tenebrosa, él le ofreció un anillo, que sumergieron en un vaso de vino del Rin, y ambos bebieron el vino, casi de comunión; luego ella sacó el anillo del fondo del vaso, lo ató con un cordoncillo y lo colgó del cuello.
También fue regalo de Skrebensky la enorme caja de caramelos —se la envió poco antes de partir— que ella guardaba bajo la cama para ella sola.
(Caramelos de amantes… Más amargos los caramelos de menta que su tío Tom sacó de un distribuidor automático de la estación de Nottingham, después de ver ambos alejarse el tren que se llevaba a Anton Skrebensky.)
La enorme caja de caramelos siguió escondida bastante tiempo, aunque ya estaba vacía. ¿Por qué no quiso compartirlos?, seguía preguntándose mucho después, avergonzada.
Pronto iba a esconder con mayor vergüenza la relación con Winifred Inger, su profesora. Cuando estaban juntas en clase, existía una imantación entre ambas y la atracción se concretó, por primera vez, durante la primera clase de natación. Ella temblaba en su ceñido bañador, al borde de la piscina, esperando la aparición de la profesora: tenía la figura de la Diana que había visto en los libros y sus rodillas —se fijó prendada— eran de mármol, tan pulidas, y altivas así separadas. Se hundió en el agua tras la profesora, que enseguida la retó a una carrera. Braceaba ansiosa detrás, anhelando alcanzarla; pero Winifred, con qué facilidad, llegó la primera y con una media vuelta elástica la atrapó por la cintura y la sujetó contra ella, apretándose en el agua uno contra otro, los dos cuerpos en un feliz enlace.
Algo después Winifred la invitó a tomar el té el sábado en un encantador bungalow (cabaña, más bien) a orillas del Soar y la alumna creyó encontrarse en el paraíso terrenal. Allí tomaron el té, en placentera intimidad, y hablaron del amor. (Miss Inger llegaría a sostener, sospecho que arrimando la tesis a su ascua, que todos los hombres eran unos impotentes incapaces de tomar o de coger de verdad a una mujer.)
Al caer la tarde, y pese a la lluvia, le propuso bañarse en el río. Ambas se desnudaron juntas en la penumbra y salieron cogidas de la mano. La profesora la guió en la oscuridad, muy juntos sus cuerpos desnudos. La lluvia resultó una ducha escocesa y ambas corrieron a refugiarse en el bungalow ateridas. Adheridas.
Llegaron a ser inseparables. Cuando no estaban en casa de Winifred, ambas buscaban el contacto con la naturaleza. También pasaron muchas tardes deliciosas en el río. Winifred era muy aficionada a los deportes acuáticos, al remo y a la natación. Y su alumna tenía verdadera inclinación, desde pequeñita, por el agua que corre. De niña se pasaba las horas muertas mirando cómo fluían regatos y arroyuelos. Jamás olvidaría el momento encantado, feliz, en que vio el revoloteo azul de un martín pescador.
(La recuerdo aquella noche ventosa de marzo, en Nottingham, en que propuso bajar al río. Su expresión radiante, a orillas del Trent, un brillo casi salvaje en sus ojos, mirando cómo el río discurría silencioso en la ancha noche.)
Llegaron las vacaciones y la separación: Winifred se fue a Londres y ella se quedó en Cossethay. Poco a poco el amor empezó a amortiguarse, la pasión dio paso al pesimismo, la mirada de la memoria no le traía siempre imágenes agradables, veía a veces a la profesora sin atractivo, sus caderas se ancheaban, sus tobillos y brazos eran demasiado gruesos, todo su cuerpo se amazacotaba en una pesada adherencia.
No sé si todo fue cálculo, pero la alumna encontró la forma de encasquetarle a su tío Tom, un solterón que dirigía una mina en un pueblo de Yorkshire, y ya era hora de que se casara, a la profesora y amante que empezaba a caerle pesada.
Hace un rato, en Piccadilly, miraba la silueta de la estatua de Eros, en alto sus talones, alones ya, convertida en un ave rara —¿Fénix?— que levantaba el vuelo. De pronto la media luna, en cuarto creciente, salía de una nube como en un decorado. Pensé que mi maestra tenía algo lunar y la recuerdo en fases.
A los dieciséis años llevaba un diario en el que transcribía sus irreflexiones, sus pensamientos más espontáneos. Después de admirar la luna, escribió una noche: «Si yo fuera la luna, sabría dónde brillar».
Si yo fuera la luna… —tal vez quiso anularse en ella, hacerse una, en comunión.
Deseó esa comunión en su primera noche de luna llena con Anton Skrebensky, después del baile de boda de su tío Fred en la vecina granja de los abuelos, cuando la vio tan grande y tan blanca allá sobre la colina. Y ella ofreció el pecho a aquella blancura, se fue llenando de luna. Y Skrebensky quiso apartarla de allí y la cubrió con su capote, sentados mientras le tomaba la mano, a la ausente, hasta que ella le pidió que la dejara sola. Ella tiró el capote y caminó hacia la luna. Volvió la música y él fue tras ella y bailaron de nuevo. Él la acarició, apretándose ya ella contra él, bajo la luna llena; pero fue él quien quedó vacío mientras ella lo besacudía, lo besaba profunduramente. Creo que llegó a asustarlo. La acompañó a casa en silencio, y ella corrió a su cuarto y se asomó a la ventana levantando los brazos para ofrecerse a la claridad del cielo. Imagen que tal vez había visto en alguno de los libros de Merlines y Lancelotes que animaron sus noches de adolescencia.
Skrebensky volvió seis años después, cuando ella tenía veintidós años, y reanudaron su luna de hiel —se diría— durante unos días de vacaciones con un grupo de amigos en un bungalow de la costa de Lincolnshire. Fue durante la primera semana de agosto y habían fijado para el 28 de ese mes la fecha del matrimonio. Salieron del bungalow de noche, a la luz de la luna, y caminaron a orillas del mar oyendo el rolar de las olas, de una fosforescencia fantasmal. El escenario está reclamando un abrazo y él ha de cumplir como prometido; la acarició sobre su traje de seda azul, electricidad que se desliza sobre su piel hipersensible (se diría que le faltaba una capa de piel), sobre sus muslos y por su vientre, y él entró tan excitado en ella, que se dejó tumbar en la húmeda arena y seguía aún mirando a las nubes luminosas, mientras él jadeaba satisfecho y ella se sentía tan fría como la arena sobre la cual estaba acostada.
Otra noche, después de cenar, atravesaron los campos de golf hasta las dunas y el mar. El cielo estaba tachonado de estrellitas, brillantes como brillantes. Una gran blancura se extendía por la arena y de pronto surgió una duna incandescente, una luna que los inundó de luz. La superficie del mar brillaba en escamas de plata (si me permites que arrime el ascua a mi descripción) y ella entró en el agua, ofreciendo los senos a la luna y el vientre a las olas. Se volvió hacia él y le gritó: Quiero ir. ¿A dónde?, le preguntó él como lo haría yo. Y ella dijo: No sé. Él sí sabía a dónde ir y se la llevó a las dunas, a una hondonada oscura. Aquí no, dijo ella, y volvió a la claridad. Ella yacía inmóvil, con los ojos fijos en la luna. Él la penetró sin prólogos o introducciones previas, le hizo el amor como si fuera una lucha, hasta que cayó rendido, con la frente hundida en el cabello de ella y el mentón en la arena. Vio que ella seguía mirando a la luna. Pero brillaba una lágrima, que rodó por su mejilla. Una lágrima cayó en la arena…, supongo. Al día siguiente, que era el de la partida, apenas se hablaron. Pero se dieron cuenta de que habían terminado. Catorce días más tarde él se casaba con la hija de su coronel.
Ella volvió a Beldover —el pueblo, un poco más al norte, al que se había mudado su familia tres años antes— y anunció que se había roto su compromiso.
Una tarde lluviosa a comienzos de octubre en que paseaba por el campo, estuvo a punto de morir bajo los cascos de unos caballos desbocados. Se subió a un gran roble, para pasar al otro lado de un seto que la separaría de los caballos, pero acabó cayendo. La violenta caída le provocaría un aborto. Al destino le gustan las simetrías crueles: hizo por primera vez el amor con Skrebensky, meses atrás, bajo un gran roble a las afueras de Beldover. Supongo que no sería el mismo roble.
En realidad, prometerse con Skrebensky había sido una debilidad, supongo que lo hizo confundiendo compasión con pasión. El la apremiaba constantemente, quería saber cuándo se casarían y ella contestaba con nuevas evasivas. Hasta que un día —y sucedió aquí, en Londres— frente al Támesis dorado de Richmond al atardecer, después de cenar en la terraza de un hotel junto al río, le dijo que ella no se casaría nunca. Se echó a llorar, con hipos sincopados. Tony, no… Los otros comensales los miraban. Eran las ocho de la tarde pero todavía había suficiente luz. Salieron precipitadamente y a ella se le ocurrió meterlo en un taxi. Iban ya por Kensington Gardens y él seguía llorando. Fue demasiado penoso para ella, secándole las lágrimas con su pañuelito, completamente empapado de lágrimas, y tuvo que sacarle del bolsillo su propio pañuelo para seguir secándole la cara y el bigote empapados de lagrimocos. Mi amor, lo llamó. Imagino la cara de circunstancias que pondría el taxista mirando por el retrovisor a aquel gentleman llorando como un mocoso.
Yo creo que ella sólo fue feliz con él en una ocasión. Y fue aquí, en Londres, meses antes de la ruptura, durante aquellas vacaciones de Semana Santa que pasaron en un hotel de Piccadilly.
(Hace un par de horas, entré en el Ritz, a buscar papel de escribir. Se está acabando mi bloc Belles Lettres. Pensaba escribirte desde ese lujo, calma y discreción, pero finalmente preferí venir a nuestra ruidosa taberna de Piccadilly. Toulon, Toulon, vuelven a la carga esos dos gorilas con gorras escocesas que levantan sus dos vasos vacíos a la pelirroja de abultada camisa de seda blanca, tras la barra, Two…, haciendo la uve de la victoria con los dedos, hasta que ella comprendió que querían dos whiskies largos…)
Solían cenar en la habitación y muchas madrugadas estaban aún despiertos para contemplar desde su alto balcón cómo se difuminaba el rosa resplandor sobre las arboledas oscuras de Green Park y se dibujaba allá hacia la estación Victoria cada vez más clara la torre bizantina de la catedral de Westminster, e iba aumentando el runrún de la circulación por Piccadilly. El aire era frío y volvían al dormitorio. Se bañaban antes de meterse en la cama. Nos bañábamos, quiero decir.
Recuerdo que a ella le gustaba que dejara abiertas las puertas medianeras del cuarto de baño, para que se caldeara el dormitorio. Me miraba bañarme desde la cama y yo, con el pelo aún chorreando sobre los ojos, veía su cara dorada y su melena oscura contra la blanquísima almohada, avivándose la llama amarilla de sus ojos, mientras me secaba y el cuarto se reflejaba borroso e irreal en el espejo empañado del fondo. Al acercarme a la cama sus brazos me rodeaban por la cintura y aspiraba el olor a jabón de mi piel. Nos dormíamos enlazados, hundidos en el mismo sueño profundo. Hasta el mediodía…
La vi por última vez, seis años después, en una pequeña estación del Tirol austríaco (¿en luna de miel?), alejándose envuelta en pieles contra la ventisca.