t. Martin’s Lane no tardará en animarse, a la salida de los teatros, y escogí adecuadamente el Salisbury —el pub de los actores— para repasar otra vez y con otra cerveza los recuerdos de mi actriz inglesa de Berlín.
Actriz y, encima, cantante.
En realidad nunca la vi en papel alguno, excepto en el de su propia vida de vodevil, y sólo una vez la oí cantar, mal pero con gancho, en un pequeño bar de Montparnasse en pleno Schöneberg, al comienzo de una bocacalle de Tauentzienstrasse.
Someone, vuelvo a oír su voz velada, exactly, grave, like you, y se inflan o inflaman en un beso muy brillantes sus labios.
Era guapa y al mismo tiempo había algo irresistiblemente cómico en su apariencia: quizá su cabecita morena de pelo muy corto resultaba demasiado pequeña para su estatura, como de ave zancuda, o sus grandes ojos castaños parecían desproporcionados en un rostro tan largo y fino o demasiado claros, como implantados artificialmente, bajo el flequillo negro y excesivamente subrayados de negro. O era tal vez el maquillaje muy blanco de sus mejillas, casi de Augusto, que contrastaba con su largo vestido de seda negro.
Cantaba ausente, Now I know why Mother, con un descuido e indiferencia que tenían su encanto, flojas contra los costados sus manos.
Finas y nerviosas, veteadas de venas como las de una mujer madura. Pero sólo tenía diecinueve años, aunque yo le calculé veinticinco la primera vez que la vi, pocos días antes, una tarde de otoño, en casa de Fritz, uno de mis alumnos particulares.
Lo primero que me llamó la atención, mientras marcaba en nuestra presencia el número de uno de sus numerosos amantes, fue el verde esmeráldico (¿sinople?) o verde coleóptero, no sé cómo llamarlo, de sus uñas. Escarabajos egipcios. Uñas cantáridas…
Y muy amarillentos de nicotina los dedos de la fumadora empedernida.
También yo fumé sin parar esperándote, iluso, en Torino esta tarde, camuflado tras mi Times respetable (confío en que no se te haya ocurrido al menos peregrinar al norte de la India porque siguen aumentando los casos de viruela, sobre todo en Utter y Pradesh: en lo que va de año ya han muerto 22.556 personas), atento de vez en cuando a las caras fugaces de Oxford Street. No sé por qué, esta mañana empezó a resonar Torino en mi cabeza. No tu café favorito. A menos que fuera la ciudad. Siempre quisiste ver con tus ojos la Sábana Santa. Santo antojo… Te vi atravesar la calle contoneándote sobre tus coturnos de suela de corcho pero el espejismo se desvaneció junto a mi vidriera: era de verdad cojita y lo que creí mochila una joroba. Fenómenos de Oxford Circus, y yo seguía esperando el milagro… Mi paciencia se acabó con el paquete y salí a ojear por Soho.
Al bajar por Argyll Street, me puse a reír de pronto para mosqueo de los que hacían cola ante el Palladium para ver y oír, ÚLTIMOS DÍAS, a «Mama» Cass. Debí haber pasado revista a la fila porque tú tienes o tenías una cassette de la Cass, la Mamá Grande o, si prefieres, el Mamut Blanco… Que oímos en tu caja negra con las pilas tan gastadas que producía un barrito de elefante barítono.
Me reí porque recordé una cena de Año Nuevo en la pensión de Frl. Schroeder, con los demás huéspedes, en la que mi encantadora «cantactriz» soltó con gran desparpajo que había actuado en el Palladium de Londres, sin duda para impresionar a la patrona y sobre todo a una colega cantante de music-hall. Pero sus mentiras las contaba sobre todo, sospecho, para acabar por creérselas. Había una ingenuidad casi disparatada en sus mentiras, a veces tan absurdas como ella misma.
Frecuentemente, y sin razón particular, me hacía reír. Estás loco, me decía, como extrañada; pero al instante se contagiaba, y reíamos como dos locos.
Soho Square, tan recoleto, no se parece ni remotamente a Wittenbergplatz, plaza mayor abierta a todos los aires de Berlín, y sin embargo hoy poco después del mediodía, medio nublado, masticando un perrito caliente frente a la estatua empelucada de Charles II, que parece que va a seguir de paseo entre los macetones floridos del square, empecé a recordar los buenos días soleados, ella sin contratos y yo sin clases, en que nos pasábamos las horas muertas sentados en un banco mirando a los paseantes y comentándolos.
Ahí pasa otra doña Papo de Sapo…, que nos recordaba a Frau Karpf, su anterior patrona, cuando vivía en una calle retirada detrás del último tramo de la KuDamm, cerca del Halensee. Frau Karpf venía con su papada temblona a servirnos el café y la huéspeda ronroneaba amabilidades, en su alemán elemental, tan particular, incluso la llamaba ángel, acurrucada como un gato en aquel diván desvencijado de su cuarto.
Y volvía a saltar felina para prepararme en un periquete su mejor mejunje: vertía dos huevos en dos vasos y los sazonaba —me desazonaba— con un salsajo de soja y vinagre que revolvía con su estilográfica. ¿Sal y pimienta?
Mira a la de pescuezo y cabeza de avestruz, allá ante el escaparate del Ka-De-We. Frau Strauss…
No necesitábamos ir al zoo cercano para admirar la fauna del après-midi.
Pero no se daba cuenta, la mirona, de que era ella la principal atracción, con su boina amarilla y un viejo abrigo de piel despellejado, se diría que de perro sarnoso.
Tenía grandes planes para ambos y se preguntaba en voz demasiado alta qué dirían todos los que pasaban si supieran que estaban ante el escriTOR más extraordinario, futuro Nobelpreis, y ante la mayor y más maravillOSA, Damen und Herren, actriz del mundo. Le lloverían los grandes contratos como lluvia de oro.
No fue la lluvia de oro precisamente, ella no entendía de mitologías, lo que la dejó encinta.
Fue un regalo casi navideño de Klaus, el rubito que la acompañaba al piano, y a algo más; pero por poco tiempo: se vino solo a Londres a mediados de aquel enero para sincronizar música de películas y befabemí acabó plantándola por otra compatriota emparentada con un lord.
Ella encajó el desengaño con una furtiva lágrima y una risotada. Los males nunca vienen solos: antes del amante, ya había perdido el trabajo en el bar.
Los padres le pasaban una módica mensualidad a la actriz sin trabajo que le iba permitiendo sobrevivir en Berlín.
Nunca estuve seguro de que era cien por cien cierto lo que contaba de su familia.
Al principio creí que su madre era francesa, según me dijo Fritz, pero ella reconoció luego que lo de la mère era mera invención, para darse porte.
¿Tenía de verdad una hermana angelical de diecisiete abriles llamada Betty? Mr. Jackson, su padre, ¿era el dueño de una fábrica textil cerca de Manchester? Tal vez, siguiendo con las improbabilidades, su madre era una rica heredera con una casa solariega y tierras.
Su padre, cómplice o comprensivo, le había permitido dejar los estudios y venirse a Londres para empezar a trabajar de extra en el cine. Luego obtuvo un papelito en una compañía de gira por provincias. Fue entonces cuando encontró a Diana, otra actriz mayor que ella, con la que se fue a Berlín en busca de oportunidades que nunca se acabaron de presentar. Diana la cazadora encontró al poco tiempo un banquero con el que se fue a París dejando sola a su amiga en Berlín. También ella suspiraba por tener un amante rico.
Cuando aún no se habían manifestado los primeros síntomas del embarazo, encontramos a Clive, un corpulento millonario yanqui al que nunca vi sobrio. A la hora del desayuno, según confesión propia, ya había trasegado media botella de whisky. Y ella no le iba a la zaga: empezó a beber tanto como él, aunque nunca la vi borracha. Sus ojos parecían a veces huevos escalfados y la capa de maquillaje, cada día más espesa, no lograba ocultar los estragos de los tragos.
Pero Clive llegó en el buen momento porque sus padres, sin duda para forzarla a volver a casa, le habían suprimido la mensualidad y no lograba encontrar trabajo. En realidad sólo hablaba de encontrarlo, sin hacer otros esfuerzos, encerrada a todas horas en su habitación. En una de nuestras raras salidas, al bar Troika, dimos con el yanqui providencial. En el Troika empezó apropiadamente nuestra peculiar ménagerie à trois. El magnate, la corista y el mangante. Le había prometido a ella montarle un espectáculo, proyecto que cada día resultaba más quimérico, y con frecuencia nos embarcaba en viajes fantásticos, por tierra-mar-y-aire, a Egipto, a Tierra de Fuego, a Tahití, a Singapur, a Japón, a Kenia, a Qué-sé-yo… Y yo sería su secretario particular, sin ninguna ocupación, salvo el ocio ininterrumpido. La buena vida es breve y Clive se desvaneció como un sueño, dejándonos en su hotel una nota de despedida y trescientos marcos. Esa misma noche gastamos cincuenta en una cena —que a ella le sentó mal— y el resto, que pensaba gastarse en renovar su vestuario, habría de servirle para pagar el Schwangerschaftsun-terbrechung. Aborto queda más corto…
Por fin llegó la primavera y los cafés sacaban sus terrazas al sol en la KuDamm y en Savignyplatz. Nosotros íbamos en un taxi como un coche mortuorio a la clínica. (Tú sabes lo que es ese paso, cómo se pasa. Desgraciadamente, yo no pude acompañarte.) La recordaré siempre en aquella cama, con carita de niña buena sin el maquillaje.
Después hubo unas vacaciones separadas por medio y ella dejó nuestra pensión de Nollendorfstrasse para compartir un apartamento supermoderno con una chica alemana cerca de Breitenbachplatz, en Wilmersdorf. Allí la vi por vez primera vestida toda de blanco, que le sentaba muy bien, pero su cara parecía aún más delgada y envejecida. También había cambiado de peinado, qué ondas tan elegantes. Sus ojos rehuían los míos y antes de que el teléfono sonara dos veces, Erwin? Paul?, ya había comprendido que su vida era de nuevo muy agitada.
Apenas nos volvimos a ver después de mi visita, creo que tres o cuatro veces, y cuando empecé a echarla de menos y pensaba telefonearla, en el aniversario de nuestro encuentro, recibí una postal suya de París. ¿Había seguido el mismo camino que su amiga Diana? Un mes después, me envió otra postal de Roma. ¿Todos los caminos llevan a Amor? (Recuerdo ahora que Fritz pronunciaba Love como Larv… ¿La máscara del amor sobre la cara de mi inglesa de Berlín?) No he vuelto a saber de ella. Pero cada vez que bajaba al metro de Wittenbergplatz y veía contra los azulejos amarillos y verdes el gran anuncio de la pelirroja de largo vestido amarillo que tocaba el piano Bechstein al borde del lago azul al anochecer, Now I know why Mother, volvía a oír de nuevo, Told me to be True…, su canción más triste.