uarters and halfdollars…, murmuró, quizá soñando con sus ahorros, la chica que ya llevaba un buen rato cabeceando contra mi hombro en el autobús que corría entre blancos campos de algodón al caer la noche.
Pese a la máscara del maquillaje, del mucho rímel que agrandaba el negror de sus ojos y del rojo de sus labios de fuego, hubiera debido adivinar que no tenía más que diecisiete años y se había escapado de casa.
Su vestidito blanco (enviado como regalo de Pascua por la madre siempre ausente, supe luego, que aún no había caído en la cuenta de que la niña estaba ya más crecida que ella) no daba más de sí, pese a sus reiterados estirones, demasiado corto para tales muslos, y horas más tarde, cuando me contó que había estado trabajando de camarera en Memphis, deduje que su figura tuvo que resultar provocativa incluso para los puteros que frecuentaban los bares de Gayoso Street.
El autobús se detuvo en la frontera de Texas y ella aceptó acompañarme al motel La Mirada (debajo del letrero de neón parpadeaba un gran ojo luminoso), sin duda porque no tenía donde caerse muerta de sueño. Y porque esperaba, ¿con razón?, que le dejara de recuerdo algunos dólares.
Si en mitad de la noche los gritos de su pesadilla no me hubieran despertado para tomarla sudorosa en mis brazos, intentando calmarla, tal vez no me habría contado nunca la peripecia de su vida.
Había vuelto a soñar que su tío la perseguía en coche —el mismo Ford tenaz de otras persecuciones reales por el pueblo de Mississippi de donde era oriunda— a través de los campos, mientras ella intentaba correr más rápido con la pesada y tintineante bolsa del tesoro (una bolsa con moneda menuda sólo) hacia el bosque cercano; pero sus pies quedaron presos en las ensortijadas raíces de un árbol y el perseguidor ya le daba alcance. Veía su cara de demonio, con dos rizos oscuros como cuernos a ambos lados de la frente, sonriendo feroz mientras abría su navaja barbera…
Se diría que era el Mal en persona, para la sobrina, que al principio se retorcía las manos con angustia y a medida que hablaba de él apretaba los puños y los dientes, aumentando la furia con el sonido silbante de sus palabras.
Acuclillada sobre la cama en unas braguitas demasiado rosas, de vez en cuando se apartaba con un manotazo la oscura cabellera para descubrir la negrura profunda de su odio. Agrandándose sus ojos negros, muy juntos, con el temor, a veces; otras, achicándose duros de rabia. Así, con la cabeza levantada hacia el techo o hacia un cielo invisible, entre implorante y desvalida, por un momento llegué a ver sus ojos como los del perrillo de Goya semienterrado en la arena o en el magma del enigma.
Se puso un quimono negro que sacó de entre los trapos de su bolsón de viaje, pero a los pocos minutos, reviviendo uno de sus enfrentamientos con el tío, empezaba a resbalarle por los hombros y sus gesticulaciones la volvían a dejar medio desnuda.
Evocaba un tormentoso desayuno en que su tío la acusó de hacer novillos y estuvo a punto de azotarla con el cinto, si no llega a interponerse la cocinera negra, que también había impedido que le tirara un vaso de agua a su tío.
Su labio superior temblaba, con un tic insistente, al revivir la escena.
Quise calmarla, enlazándola por la cintura, y le dije meloso que se sentara, Sit down, honey…, intentando besarla. No se hizo esa miel para la boca del asno porque ella se echó a reír, como si rebuznara sarcástica, honey, honey, honey…, y me dijo que así la llamaba sólo la maldita cocinera negra. Maldita, sí, así dijo, a pesar de que me contó que la había criado desde bebé, con la mayor entrega, lo mismo que a su madre y a sus tres tíos. En realidad, a su tío menor, el benjamín de la familia, la maldita vieja negra lo seguía acunando en sus brazos cuando berreaba de miedo o de furia, un hombretón de treinta y tres años, que había sido su compañero de primeros juegos, aunque le llevaba dieciséis años (: en uno de sus primeros recuerdos se veía en casa del nieto de la cocinera negra jugando a su lado en el suelo con sus carretes de hilo, que echaban a rodar, pero el grandullón del tío intentaba quitárselos y la hacía llorar), el bobo baboso de la familia, y llegó a darle náuseas verlo comer u hocicar como un cerdo a su mesa, agarrado a un escarpín de raso ya amarillento como si fuera un mendrugo.
Al verla así, toda pintarrajeada y con ademanes y meneos no menos vulgares, costaba creer que era el último vástago de una de las más distinguidas familias del Sur, mi miss del Mississippi, y que era la tataranieta de un gobernador del Estado, bisnieta de un general y nieta de un abogado que escandía versos de Horacio y Catulo mientras escanciaba vaso tras vaso de whisky y acabó vendiendo a un club de golf su último terreno, contiguo a su mansión de columnas griegas desconchadas, para enviar a Harvard a su hijo primogénito, que acabó el primer año de derecho antes de acabar con su propia vida, ahogado sin más causa que el honor perdido de su hermana, y para casar a su única hija con un joven banquero de Indianapolis que la repudió enseguida porque no le debieron de salir las cuentas de una próxima paternidad.
Y en definitiva vendió el último terreno de la familia también para seguir bebiendo peligrosamente porque el doctor le había pronosticado reiteradamente que se estaba matando.
No hay vieja familia del Sur sin su tara y ella tal vez intentaba escapar, sin saberlo y en vano, a la herencia familiar. De tal madre, tal hija…, como decía determinista su abuela, la envarada y quejumbrosa dama de pelo blanco y ojos tan negros como los de ella, que había prohibido pronunciar en casa el nombre de la madre.
En cuanto a su padre, no lo conoció nunca; y es probable que su propia madre, tan promiscua como lo sería ella, de tal palo no santo, tal astilla, ni siquiera supiera a ciencia cierta quién era, entre el cortejo de galanes de noche que aspiraban el aroma a madreselva en la hamaca del discreto rincón del jardín en que también se hamaquearía la hija con viajantes de comercio, cómicos de la legua y algún que otro donjuán de paso, pues los galanes del pueblo ya se habían hamaqueado todos suficientemente.
Cuando apareció el exuberante galán de corbata roja, con el espectáculo de variedades que acababa de llegar al pueblo, ella no podía por menos de caer en el señuelo. Y no se recató de mostrarse con él, incluso pasó desafiante ante el almacén de aperos en que trabajaba su tío. Cuando éste vio la corbata roja, y la cara pintarrajeada de su sobrina, lo vio todo rojo.
Por fortuna no vio al hombre de corbata de fuego, como lo vieron su hermano idiota y el adolescente negro que lo cuidaba, en el jardín de la casa familiar, meciéndose tan pimpante con la sobrina y haciendo luego sus pases de magia. Se metía y sacaba una cerilla encendida en la boca para dejar boquiabiertos al idiota y al negrito y acabar poniendo al rojo, de furia, a la enamorada impaciente. Era un artista variopinto y sabía además, entre otras habilidades, rascar un serrucho como si fuera un banjo.
No llegó a ver tampoco, por suerte, cómo su sobrina se deslizaba en la oscuridad por el peral cuyas ramas tocaban la ventana de su dormitorio (la abuela la encerraba con llave inútilmente todas las noches) para reunirse con el artista de la corbata roja en la hamaca del jardín, bajo los cipreses, como había venido haciéndolo casi todas las noches con sus sucesivos amantes de paso.
Pero al tío no le interesaba tanto lo que ella hiciera en lo oscuro como lo que pudiera parecer que hacía a plena luz y delante de todos, para descrédito de él y de su familia.
Así que cuando la volvió a ver con el hombre de la corbata roja, a toda velocidad en un coche, sin duda robado, se dijo, que venía de frente, y de pronto dio media vuelta y salió a escape, él apretó los dientes y el acelerador para iniciar la persecución.
Les perdió la pista en las últimas callejas del pueblo y salió al campo. Incluso tuvo que correr a pie, campo traviesa, intentando localizarlos. Siguió las huellas de los neumáticos, se internó entre los espinos y matojos del bosque, rastreando como un perro de caza. Al fin, bajo el sol de plomo candente, en una hondonada arenosa, descubrió el Ford del delito. Cuando corría hacia él, arrancó y se alejó a toda velocidad claxonando con recochineo.
Cuando regresó a su coche, se encontró con que encima le habían desinflado las ruedas. La chirigota que colmaba el vaso de su paciencia, y el cáliz de su pasión, porque el dolor de cabeza era ya insoportable y a cada latido le clavaban una corona de espinas.
Pero su verdadera jaqueca crónica, y quebradero de cabeza, era la sobrina. Aun desde antes de nacer le venía causando problemas. Por culpa de esa bastarda, su hermana se había quedado sin banquero y él sin el empleo prometido en su banco. Además la niña había sido bautizada insensatamente por la madre con el nombre del hermano suicida que no sólo había perdido su vida sino que además había hecho perder a la familia su último trozo de tierra.
Por eso trató de compensar en parte sus pérdidas apoderándose del dinero que enviaba mensualmente la hermana pródiga, desde hacía dieciséis años, para manutención y cuidado de su hija.
La orgullosa dama de pelo blanco quemaba ritualmente todos los meses los cheques que enviaba su hija, con el fósforo que le encendía su hijo El-Sostén-de-la-Familia. En realidad eran cheques falsificados y sin valor que éste había sustituido hábilmente.
El día antes de su fuga, la bastarda había reclamado porfiadamente a su tío el dinero que acababa de enviarle su madre en la última carta. Tuvo que conformarse con los diez dólares que le dio pero sabía que de nuevo la estaba robando.
¿Para qué necesitaba con tanta urgencia el dinero?
Se lo tomó por su mano en la noche del Sábado de Gloria y el tío idiota y el chico negro de catorce años que lo cuidaba, sus antiguos compañeros de juego, cuando la vieron descolgarse por el peral como otras noches, no sabían que era su último descenso por el árbol del Mal y que se escapaba, tras forzar una pequeña caja metálica en el dormitorio-santuario cerrado a cal y canto de su tío, llevándose casi siete mil dólares: cuatro mil que le había ido robando durante dieciséis años, mes a mes, más casi tres mil que el tío había ido ahorrando, centavo a centavo, durante casi veinte años.
Quien roba a un ladrón, tiene cien años de perdón, estuve a punto de soltarle, sin tener en cuenta que la cadena puede ser perpetua…
El seductor de la corbata roja no le robó sólo el corazón sino también, a los pocos días de escaparse con él, los siete mil dólares que le había incitado a robar.
Vine a deletrearte mi Q buscándote por Kew Gardens, así como suena. Quel Q!, te oigo murmurar, y sin embargo no sé si debí haber venido hoy a los jardines de Kew porque este mediodía te vi, lo juro o juraría que eras tú, en el laberinto de tenderetes de ropa vieja del mercadillo de Camden Town. Vi tu melena, y el meneo de tu trasero en unas bombachas finas como gasas. Desapareciste entre unos tapices persas o perversos tras los que se probaban ropas vaporosas tres odaliscas sin velos.
Te busqué aún por Camden High Street abajo pero la ruidosa manifestación greco-chipriota pro Makarios y los choques con los partidarios de la Junta griega me cortaron el paso. De todas formas, mejor verte aquí que suponerte en Chipre.
Paseando bajo la bóveda de cristal y palmeras, hace un rato, pensaba en otras palmeras más salvajes y en la carrera de la vida que seguirá mi miss del Mississippi, si había conseguido llegar a Los Angeles. Huía del tío (su única posibilidad era perseguirla él solo porque no podía denunciarla por el robo que él mismo había venido cometiendo durante dieciséis años) y buscaba a la madre sin dejar de perseguir al amante de la corbata roja.
El último paradero conocido de la madre era Hollywood, donde vivió con un productor de cine, del que se divorció hacía tres años en México. Y no olvidaba que el galán de la corbata roja tenía pretensiones de actor cómico y su Meca era Hollywood.
Su número del serrucho-banjo podría tener éxito. Si no le cortaban antes las alas…
Sentado ahora frente a la alta Pagoda, torre irreal en este atardecer tan inglés, me he puesto algo budista y me digo que nuestras vidas son meras proyecciones imaginarias. Ilusiones de La Mirada…
Llegué a preguntarme si ella estaría encinta, aunque aún no se le notaba, y acaso por eso le pidió insistentemente el dinero a su tío y acabó robándoselo.
Nunca me sentí tan miserable como en el motel La Mirada (ojalá no del Ojo Ubicuo) aquella mañana. Sólo me quedaba un billete de cincuenta dólares. Me deslicé como un ladrón mientras ella dormía y sobre la mesa de noche dejé la cajita que brillaba como una moneda. A. M. B. Adiós Muy Buenas… Aún quedaba un preservativo. Pero a lo mejor ya no lo iba a necesitar. Fue mi regalo y mi robo.