iel roja, tendida boca abajo en la canoa cuan larga era (¡seis pies! —sí, traduzco: ¡1’83!) mientras le iba untando cui-uy-dadosamente de Nivea las zancas. Ardientes, como sus hombros picudos y la estrecha placa al rojo de su espalda. Volvió hacia mí su perfil afilado de iroquesa y se mordió la raya de sus labios contraídos. Estaba en un ay o en un uy. Y eso que era morena. Ay, untarse bien. Rebañando la lata. Poca…, untas antes su nariz aguileña. De lechuza, más bien. Surco de las gafas en el caballete. Dos carbones ardientes los ojos. También yo (después de tanto solazarnos) tenía mi ración de solazo. Luego me tocaría a mí el turno…, que te embadurno —pero ya no iba a quedar crema. La roja enseña del calor en mis rodillas. La lepra escarlata de mis muslos. Ni vea, ¡uydado!, ni oiga… (Su grito en el agua…)
Pictografía palustre. Un mundo de signos en el Dümmersee. Le lac des signes: V, el vuelo de los cisnes del ocaso. ¿O acaso ocas u otros palmípedos? Yo no tenía la pasión ornitológica del padre de Erich, mi camarada de vacaciones. Hubiera debido traerse los prismáticos del viejo Kendziak. Erich ya lejos, en la otra canoa, con la amiga de mi piel roja. Y ésta, con su espalda huesuda contra mi pecho, mientras yo seguía avizorando el paisaje lacustre: S, la silueta del somorgujo casi como la S de nuestra canoa de alquiler: S5, negro sobre blanco. ¡¡¡¡¡¡…, la hilera de polluellos saliendo del cañaveral. Y dos ánades a nado, hacia la canoa: 22. Y tres, la gran golondrina que trisa a ras del agua: 3. Y, erectos, sus pies (¡del 43!) levantaron dos grandes admiraciones a proa.
Palotes palustres. Despacito y buena taquigrafía: mi taquimecanógrafa, de pie junto a la canoa, escribiendo una y otra vez con su fino índice-espárrago mi nombre en el agua. Y ponía el punto sobre la i con un circulito o aguarismo. Onda de ondina. Y tuve que contarle allí mismo la historiacuática de Ondine, el amour fou de Fouqué, que se llamaba en realidad Elizabeth von Breitenbach. Isabel del Arroyo Grande. Dios mío, ¿qué hay en un nombre de agua? O acaso, dudo ahora, ¿era Breitenbauch? ¿Vientre grande?
Pelo fino (negra madeja escurriendo por su hombro derecho) sobre mi vientre. Negro sobre azul. ¿Notaría algo? Mecidos en la canoa. Cerró los ojos y movió la cabeza sobre mi taparrabos ya azulón. ¡Te estoy empapando!, pero no me importaba. ¿Su sien siente el endurecimiento? ¿O el enderezamiento? Acaricié sus brazos, sus húmeros-cúbitos-radios, rocé apenas sus párpados con mis labios. Su sien caliente, ¿asiente? Abrió los ojos cara al cielo azul (de Prusia): allá en el horizonte la gran V veloz, a vuelapluma. También ella hubiera podido decir allí de paso: mejor ave-del-paraíso en mano que Emil volando…
Paraíso de instantes. La terne eternidad que se disuelva en el éter… Esta golondrina hace verano. Esta tarde de julio aún no se agosta. El hago y deshago de las olas. La cabriola de mi ondina en el lago. Que lo fugaz no quite lo intenso. La quemadura del sol que aún dura. La picadura de tábano en el antebrazo que aún pica. Y ese beso con sabor a mirabeles, disfrútalo. Carpe diem!, tout court: los pescadores con cañas allá en la orilla y más abajo los saltos de carpa de la chica de vientre escurrido.
Picoteo rápido, flotando en el lago aferrada con las dos manos a la borda de la canoa, mientras yo le iba poniendo en la boca —una a una y otra más— un kilo de mirabeles. La merienda india del martes.
Pensadores abatidos: aquel atardecer del martes en la cálida calina gris. Atravesé el remo sobre la canoa, que se deslizaba lenta a la deriva. Delante de mí, ensimismada, mi piel roja larguirucha quién sabe en qué pensaría (la noche anterior me enteré, por su amiga, que tenía novio; pero yo ya me había fijado por la mañana, la primera vez que la vi, en su anillo de compromiso), sus huesudas rodillas contra las sienes y el mentón hundido en el pecho. ¿Éramos reales o aparecidos que volverían a desaparecer en el aire turbio? Las grandes golondrinas casi nos rozaban como si la canoa estuviese vacía.
Pequeños detalles, ¿de poca monta?, para recordarla, de pe a pa. Empezar por el principio. Parada, y fonda. Pensión Holkenbrink, en ese poblado casi lacustre, Dümmerlohhausen, en donde la conocí. Aquel lunes de fines de julio. Después de buscar en vano alojamiento en Lembruch, llegamos a la otra punta del lago, al tranquilo Dümmerlohhausen, con el sol de cara, poco antes de las ocho de la mañana, y Erich el Rojo (más exactamente, el pelirrojo casi calvo) paró la moto ante un edificio nuevo, amplio y limpio, con ventanas floridas y jardín: «Holkenbrinks Pensionhaus». Pensión verdaderamente completa. Llegamos a tiempo de desayunar (tenían un cuarto para nosotros) y antes de dar cuenta de la ensalada de patatas y salchichas surtidas (¡una ristra: Knack-Schlack-Blut-Leberwurst!), del pan con mantequilla y del café-café, ya nos habíamos repartido a las dos huéspedas madrugadoras: la que estaba en los huesos, más larga que un día sin pan, para este quijote; y para Erich el fuerte Sancho-Panzer el cebo y el sebo de la regordeta que sin duda no tenía anemia aunque se llamara Annemie. A la mía (con un vestido de cintura de avispa anillado de blanco y amarillo) le calculé entre veinticinco y veintinueve años, pero tenía en realidad veintitrés. Como la amiga. Taquimecanógrafas ambas en la cercana Osnabrück. Y resultaba que también iban a bañarse al lago aquella mañana.
Pasado al sol. ¿Dónde están las Niveas de antaño? Ay, untarse después de hacer el amor. La segunda noche, en mi cuarto. (Erich a divertirse toda la noche con Annemie en la otra punta del lago —el embrujo de Lembruch by night! Habíamos descubierto que se pasaba muy bien de nuestro cuarto al de ellas por un tejadillo comunicante.) Palúdica y, al ludir, lúdica. Temblando de fiebre cuando nos rozábamos a pelo, pubis eléctricos. El arpa de sus costillas. El xilófono de su espinazo. Dos pequeños címbalos cobrizos, sus senos. El tenso pandero de su vientre. Musicanga de gemidos. Y, después de la cena, volvimos a lubricarnos. Ay, ayuntándose la bellibestia de dos espaldas. Al rojo. Y sus brazos culebras de coral me abrasaron. Laocoontentísimo…, pese al ardor. Pero aquella noche no todo fue amarnos e inflamarnos. En plena noche se despertó con náuseas. Se había comido los dos pasteles de tocino (yo no me atreví con el mío) que compré de cena. Y yo hacía de enfermero solícito sosteniéndole la frente mientras ella arrojaba rojiamarillos grumos —de tocino, especulé, y lo verifiqué de visu, sin fruncir la nariz ante tal colorista espectáculo. Después la ayudé a enjuagarse la boca, a volver a la cama y le doblé un cojín bajo la nuca: Du biss gutt!, sí, yo era un buenazo. Y, algo más tarde, las violentas bascas de la tormenta nocturna.
Paladeándola, esa noche, antes de la cena. No sólo de pan y agua vive el hombre. Breve forcejadeo antes de vencer su resistencia. Deslicé mi boca por la lisa delicia de su vientre con sabor a mirabel aunque no llegué, pusilánime, al anus mirabilis. Oh ma belle de nuit! Ella intentó aún despegarse. Cuneándola de derecha a izquierda, así, cunnilingustación suculenta. Empalándola con mi lengua ladina. Abrí las rojas valvas (aquella tarde, en uno de sus buceos en el lago, había sacado con un puñado de lodo dos almejas de agua dulce: una, muerta; pero la otra se resistía —¡puro músculo el molusco!— a que la abriéramos para nuestra lección de biología: manto, biso, barbas…) y con la punta de la lengua lamía (otro día hablaremos de lamelibranquios…) su pequeña inflamación tuberosa. Bien relamida, la muy lamida, y la sorbí con ansia. Otro lametón, y su gritito, uno solo, voluptuoso. Y después, la potente pinza de sus rodillas me separó del lamedal.
Perfumes de ayer. El olor a gaufre (crujiente el barquillo bajo sus grandes dientes espolvoreados de blanco) y a sopicaldo y a tierra mojada, en esta orilla del Támesis, la echó de nuevo en mis brazos y sólo falta la noche y el rechinido de aquella sierra circular a la salida del pueblo. Y por un momento, creí que los parasoles rojiblancos de este pub al final de Old Palace Lane, que baja en picado al río, eran los del Café de la Playa Schomaker junior. (O! Maker!, en el viejo Oldenburg no sabían pronunciar la sch inicial…) Y la copita de aguardiente después de comer, mirando deshilacharse una larga estela blanquecina en el cielo, tenía sorbo a sorbito —Schnapsidee!— el dulce frescor del agua de vida con bruma que nos bebimos la última noche en la canoa que hubiera debido ser piragua ardiente. Diente con diente, y casi podíamos masticar la espesa bruma del lago.
Poco a poco, en esta otra tarde de julio, vuelven las imágenes —y sonidos y olores y sabores— de aquellas vacaciones en el lago Dümmer. De nuevo, el abejorro zumbón alrededor de las pintas de cerveza (Hummelancholie! J’ai le bourdon…) me trajo el recuerdo de aquel otro que ella salvó del agua, la primera tarde, y puso a secar al sol en la punta de la canoa. Tentado estaría de beberme un shandy, una clara, a su salud. Y tres tardes más tarde, retiró de la cuneta una a una, para ponerlas a salvo, todas aquellas babosas. Compungida ante una espachurrada. Fue la tarde en que me contó que la desfloró, a los quince años, un profesor. Profe proficiente con profiláctico. Después vendría el aguacero. A guarecernos. Allí detrás del álamo. Contra el álamo. Al amor del álamo. Temblón. Con medio tacón era tan alta como yo. Hicimos el amor de pie. Cómo me temblaban luego las rodillas. Calados hasta los huesos. La última vez que hicimos el amor al fresco. Pero antes de llegar al final, quiero refrescarte algunos recuerdos más recientes.
Peregrinamos a Gravesend, ¿hizo ya tres años, a fines de marzo o primeros de abril?, para depositar un narciso recién arrancado del Royal Terrace Pier (hubieras preferido encontrar narcisos de las nieves, violetas caninas y dragones en el jardín vecino a la iglesia de San Jorge), ante la tumba de la princesa india trasplantada de su Virginia natal a la Corte del rey James I, porque habías estado leyendo aquella biografía novelada color granate de la que me recitabas algún trozo escogido, como el final casi sollozado: sonreía, era feliz y se hundió blandamente en la muerte… O algo así. A los veintidós años. Una breve vida imaginaria. Debí hablarte entonces, en aquella iglesia fría como una nevera o sepulcro blanqueado, no de la verdadera princesa india allí enterrada, desde 1617, sino de la piel roja alemana a la que bauticé con su nombre, Donjuán Bautista, inmersos ambos en las aguas del Dümmer. En realidad poco importaba su nombre de pila, Selma, que no le cuadraba, del mismo modo que poca gente recuerda que a la princesa india la bautizaron con el de Rebecca. Y poca sabe que su verdadero nombre —secreto— era Matoaka. A menos que fuera Matoata. Nombres para guardar el anonimato. Selma Wientge. También ella tenía un nombre verdadero, Pultuke, que yo le puse haciendo de hombre de las cavernas. Yo Uthutze, y tú Pultuque… ¡Tarzán de la Selma! E inventamos una ruda neolingua neolítica con vocablos como venablos para cazar venados, con haches de piedra y jotas como lajas sajantes y erres como arpones, que ella ablandaba hablando en cama, como si balbuceara en el lecho del lago, anguilingualinguando lánguida… Esos eran nuestros verdaderos nombres. Uthutzepultuqueamos en nuestra época de pedernal, pescando salmones y curtiendo pieles de oso. Sólo le preocupaba, chica limpia, que no supiéramos fabricar jabón. Tampoco olvidaba en su bolsotonelete los tampones o. b. (siempre me intriga esa marca) que, confiaba, empezaría a usar el próximo viernes. Y observando el fino bordado de la marca de la vacuna contra la viruela en el antebrazo de mi piel roja del Dümmer, no me vino entonces a las mientes que la pobre princesa india murió precisamente de viruela en Gravesend, cuando se disponía a regresar a su Virginia natal.
Powwow: asamblea de piel rojas. Vine a Richmond, rico mundo de signos, para recordarlas. Y seguir tus huellas. El librero de viejo gruñón de Richmond Hill me dio recuerdos para ti (el reloj junto al escaparate sigue parado a las 4.30, hora de Greenwich), pero antes se puso rojo de furia y de tos (sí, perdió la flema) porque el aprendiz de librero que tiene ahora había puesto Amerika en la sección de viajes. ¡El Kafkarrabias! El otro cliente (¿un alemanote?), rubicundo, con cuatro pelos al cepillo y gafas a lo Truman, parecía desaprobar serio mis bromas. Still! We are not amused… Y siguió desempolvando periódicos de la pila.
Patos al agua. El ronco trepidar del avión (:¿No te habrás ido a Chipre? Las flotas griegas y turcas van a toda máquina hacia allá para armar la morimorena. También me pregunto si Miss Rose seguirá en Grecia. O decidirá volver ya. Su gato no la va a reconocer. O viceversa. Ayer al mediodía se fugó al parque y no quería bajar del árbol. El olmo de los colmos. Sacudiendo su lata de comida al pie. ¿Por qué me haces esto, Why? Pero tampoco hay que ir lejos para correr peligros. El Times de Miss Rose lo certifica hoy: se han vuelto a abrir a los turistas las puertas de la Torre de Londres. ¿Dónde la próxima bomba?) surcando el lago azul de orillas de niebla algodonosa, hacia Twickenham, me hizo atravesar la laguna del olvido con el silbido de saeta, Pfeilf!, y el rugir de aquel reactor sobre el Dümmer que espantó al somorgujo que observábamos desde la canoa.
Primer beso, bajo el agua. A lo somorgujo. Nuestro primer beso. Subacuático. Aquella tarde del lunes, de nuevo en el lago, de pie junto a la canoa. Ella y su amiga ya llevaban ocho días de vacaciones y se irían el próximo viernes por la mañana. No había tiempo que perder. La llevé de la mano un poco más lejos, pronuncié su nombre de piel roja y ella captó al vuelo mi mirada, dudó una media vuelta, y nos sumergimos del todo para besarnos, fuera de las miradas. 1, 2, 3…, hubiera podido contar hasta 27. Cuando mi ondina empezó con sus buceos, aquella mañana, resistía 27 segundos. Pero, galante cronometrador, le dije que 32 y cabeceaba como si no diera crédito a mis ojos. Pero luego, ya en la canoa, nos besamos hasta perder la cuenta y casi el conocimiento. (A la noche siguiente ya nos hacíamos el boca a boca como expertos socorristas, aunque no logramos evitar el chin-chin de nuestras gafas culo de vaso. Aplicados estudiantes de lenguas vivas.) Las nubes, allá al sudeste, se acumularon como sacos polvorientos, las ondas se agrisaron y los árboles se sacudían con violencia sus pelucas locas. Ya estaba allí, cada vez más cerca, la tormenta nuestra de cada día. De prisa, ¡y corriendo!
Poses de una nitidez fotográfica. Mi piel roja montando a pelo sobre la proa de la blanca canoa, mojado el cabello y azul la raja de sus labios. Fresca mañana del martes. Sus finas piernas espoleando el agua. La empujé, ¡Al lago!, y me sonreía aún desde el agua. Instrucciones para subir a pulso a la canoa. Aúpa, y pupa. Al final de sus vacaciones, o casi, me fijaría en las diversas moraduras, negrones, azulones y verdines que coloreaban sus muslos. Lo que no me impidió recostar en ellos mi cabeza.
Párrafo a párrafo, intento empezar de nuevo a recordarla. Como para no agotar jamás ese idilio breve de verano. Que sólo podía durar hasta el viernes por la mañana. Ella no se hizo nunca ilusiones. El miércoles, entre el follaje, mirando pasar hormigas de carga, mi cigarra provisional reconoció que lo nuestro quizá sólo hubiera podido durar si ella hubiera podido ser para siempre, a todas horas y días, mi piel roja de otra época, viviendo despreocupados nuestra pasión lacustre, sin temor a quedarse encinta, etcétera certera. Tampoco quiero dejar para el final sus lágrimas con lluvia, del jueves, corriendo por sus mejillas. Aquel jueves por la tarde perdidos en el campo desolado. La llamé por su nombre de princesa india y arreció su lloro, su mascarilla de lechuza churretosa se contrajo, se desgarró en la boca y lanzó un desgarrador grito de cuervo. (Lady into raven. Nevermore…) Apreté contra mi cara la suya, no de poca monta el dolor de mi muchachuela mochuela, y mecí su hipo-lloro acunándola con mi palma en la nuca. A la temprana mañana siguiente, a las cinco, la acompañé al autobús que se la llevaría para siempre. La recordé en otros momentos, rondando aún por Richmond toda la tarde. El recodo del río, en lontananza desde un altozano de Richmond Hill, una gran coma entre las frondas trémulas, me acercó de golpe al Dümmer. Primera visión, la primera mañana, desde Lembruch. Paleta palustre, de pintor impresionista más bien: azul, con manchitas blancas y amarillas (nenúfares) y manchas verdes (islotes de juncos). En un sueño mi ondina piel roja se alzaba flaquialtísima y desnuda en medio del lago (giacométtica-esquelética, como las estatuillas de madera articuladas que los antiguos egipcios solían pasear entre las mesas de los banquetes, ¡crac!, ¡croc!… Comed, bebed y sed feli-) y cabizbaja levantaba sobre el agua con ambas manos, pendiente de un hilo, como una gran plomada, una bola-sol con rayos serpenteados. Al este, los álamos de la gran avenida que bordea el lago empezaron a grisear agitados. En el centro del Dümmer, bajo la bola del sol, una canoa con dos remeros… Y, de pronto, un muro de bruma. Remamos rápido para atravesarlo. Y otro. Remamos aún más rápido y paleteamos frenéticamente pero no conseguíamos salir de aquellos vastos salones de brumazón. Y por los dédalos alrededor de Richmond Green volví a vernos en la noche del miércoles navegando en nuestra S5 hacia la nebulosa de Orión. Ligeros de equipaje: una botella de schnaps. Al caer la noche decidí probar el aguardiente con bruma por los bares revueltos de Bayswater. Al salir del metro, la luna era un paréntesis luminoso que se cierra sobre Queensway: )