e regardais seulement, sólo miraba…, a menos que realmente dijera: I was only looking. Yo creí, acaso con precipitación, que quería emular a la desconocida del Sena, asomándose así de puntillas al Pont-Neuf, y por eso la abordé.
Al otro lado del puente brillaban iluminadas las letras de oro de LA SAMARITAINE. Y acababa de entrar en acción (¿buena?) el buen samaritano.
La había visto sola, cabizbaja y encogida en uno de los bancos semicirculares de piedra del puente (era ya de noche y empezaba a refrescar) poco antes de que se doblara sobre el pretil. Menuda, pese a los tacones, empinándose temeraria hacia el río. Su abrigo oscuro, algo corto, le descubría las corvas, pulidas y finas, como sus piernas.
No tenía intención de suicidarse, dijo, y su aliento olía a alcohol. (Sí, también ella bebía, y no sólo coñac…)
Pocas noches antes le había sucedido casi lo mismo, cuando se asomaba al parapeto del Quai des Grands-Augustins, y un policía joven se le acercó tan inquieto como incauto. En realidad, el Sena le fascinaba. Sobre todo de noche, y después de haber bebido, en que parece ensenada (Sena marítimo, mar íntimo…) y esconder en su seno misteriosos reflejos.
No hay dos sin tres, y yo me convertí en el tercer desconocido que la abordaba en la calle últimamente. En realidad en el cuarto, contando con un turista de África del Sur que había intentado ligar con ella en el metro, en Londres, unos veinte días atrás, como caería en la cuenta cuando ella volvió sobre sus pasos y nos instalamos en el pequeño café de la rue Dauphine en el que se había tomado dos Pernods apenas media hora antes. Ahí le dijo entonces adiós para siempre —y le dio los últimos billetes de despedida— un antiguo amante inglés. Pidió el tercer Pernod, y encendió un cigarrillo, antes de hablarme de Mr. Mackenzie.
La expresión triste, algo perruna —de perro apaleado— en sus bellos ojos castaños que aún parecían más largos subrayados de negro hasta más allá de los rabillos. Otras veces, mientras seguía hablando, tenían un brillo de inocencia casi infantil que apenas sin transición pasaba a ser de astucia o de desconfianza. Una venilla azul latió unos instantes en el rabillo del ojo derecho, al pronunciar el nombre de Mr. Mackenzie. O quizá fue el de Mr. Horsfield. Un rictus de fatiga o de amargura en la boca. Negror, al bajar los párpados. Las cejas, dos arcos muy finos, indicaban que aún ponía cuidado en maquillarse. Tendría unos treinta y cinco o treinta y seis años, aunque las ojeras moradas y las incipientes patas de gallo le añadían años. La corta melena morena enmarcaba el rostro redondo y bastante pálido. Unos mechones se sacudían sobre la frente a la vez que sus manos menudas y de largos dedos, como las de una oriental. Su espeso pelo negro tenía reflejos rojizos, naturales, como habría de comprobar luego, cuando pude acariciar su cabeza, sentir la suavidad de plumón de su pelo.
En realidad, la separación entre ella y Mr. Mackenzie se produjo unos siete meses antes de que se encontraran por azar en la rue Dauphine. Y la verdadera despedida hacía poco más de un mes, la noche en que se apostó frente a la casa de Mr. Mackenzie, cerca del boulevard Saint-Michel, y lo fue siguiendo hasta un restaurante alsaciano en el boulevard Montparnasse. Mr. Mackenzie era un inglés de clase media, de estatura media y de mediana edad, cuarenta y ocho años exactamente. Se había retirado del negocio familiar, pasaba temporadas en París y podría ser calificado de «anglais moyen sensuel» —la «liaison» con ella así lo certificaba— e incluso había cometido su pecado de juventud: la publicación de un libro de poemas. La relación amorosa en París con esta compatriota que parecía de nacionalidad tan incierta como su clase quizá tuviera su origen en su reprimida vena poética, que lo impulsaba de vez en cuando hacia lo anómalo, lo inesperado y los peligros del sentimentalismo.
Pero no fue un poema lo que ella recibió ese día en que se atrevió a seguirlo, y las piernas le flaqueaban, sino un mazazo de Maître Legros, el abogado de Mr. Mackenzie, que le notificaba que con el cheque adjunto —de mil quinientos francos— su cliente le interrumpía la pensión semanal.
El cheque era mucho más pequeño que la humillación y se puso a escribir a Mr. Mackenzie en un café —animada por un Pernod—, pero el conato de carta quedó adornado de banderillas. (Otras veces, cuando no le salía la carta, garabateaba caras y más caras redondas de una simplicidad infantil.) Le había entrado la duda de si Mr. Mackenzie estaba en París y decidió averiguarlo in situ. Al verla entrar en el restaurante, blanca como un fantasma, Mr. Mackenzie debió de pensar que le iba a hacer una última escena dramática o al menos darle la cena. Pero pudo empezar a comer tranquilamente su guisado de ternera, había que fingir naturalidad, y ella sólo aceptó servirse un vaso de la garrafa de vino. No estaba dispuesta a aceptar más humillaciones, que el grosero abogado de él le reclamara unas cartas que ella había destruido. Sin duda temía algún vago chantaje, que ella llegase a mostrar alguna frase de este tenor: Quiero que huelles mi cuello con tu pie… Tampoco estaba dispuesta a aceptar aquel cheque humillador, pero se marchó del restaurante —después de cruzarle o más bien de acariciarle la cara con los guantes, en un beau geste démodé— sin devolvérselo. Y cuando volvió a ver a Mr. Mackenzie, en el pequeño café de la rue Dauphine, lo pasado pasado estaba, se atrevió a pedirle que le prestara cien francos. Cuando se cree que ya se ha perdido todo, aún es posible perder la dignidad. Pero la noche de la escena del guante hizo su entrada en aquel restaurante del boulevard Montparnasse un joven inglés delgado y moreno, George Horsfield, que habría de ser su próximo amante. Tres cuartos de hora más tarde salió a buscarla por los bares de Montparnasse y su corazonada era razonable porque la encontró no mucho después ahogando sus penas (¿en La Coupole?) en una copa. Y acabó desahogándose en su hotel, bebiendo la botella de whisky que él guardaba en su cuarto. Adivinó que estaba sin blanca: ella abrió el bolso, sacó unos pocos francos y le dijo que dijo que devolvería el cheque de mil quinientos francos. Aceptó sin protestar los billetes doblados en cuatro —exactamente mil quinientos francos— que él le puso en la mano; pero no se convertiría en su amante hasta que ella regresó a Londres.
Allí vivía su hermana y se estaba muriendo su madre. Pero apenas mantenía contacto con la familia. En realidad se había casado, unos diez años antes, para huir de Londres y de un pasado mediocre. Había vagabundeado por toda Europa con su marido —salvo por España e Italia, precisó— y su matrimonio se acabó cuando se acabó el dinero y se les murió su hijito en Hamburgo. Pudieron enterrarlo gracias al dinero que les prestó la prostituta de corazón de oro que vivía en el piso de abajo. Luego había trabajado de maniquí y de modelo de artistas en París. Y cuando pasó de moda o ya no conseguía posar, logró sobrevivir gracias al dinero de varios amantes. La última vez que volvió a Londres, hacía tres años, sólo pudo aguantar catorce días. Londres se le antojaba sombrío y deprimente. Pero su próximo amante inglés, Mr. Horsfield, logró avivar la idea del regreso y le dio su dirección en Londres, antes de acompañarla a un taxi. De todas formas, al despertar de la borrachera a la mañana siguiente en su cuarto de hotel, en el Quai des Grands-Augustins, decidió encomendar al azar su decisión: volvería a Londres si sonaba un claxon antes de que ella contara hasta tres. Quizá fue un sonido de corno inglés o anglo-claxon…
Desde la estación Victoria, Londres empezó a derrotarla nuevamente. Le pidió al taxista que la llevara a un hotel tranquilo y barato en Bloomsbury y se encontró en un cuartucho helado de cortinas sucias similar al que ocupaba en el mismo barrio diez años atrás, cuando su primera partida. La carrera de su vida había trazado un círculo vicioso en el sentido que puede tener la palabra vicioso en inglés: cruel.
Envió sendas cartas a su hermana Norah y a Neil, su primer amante y último amigo, creía, anunciándoles su presencia en Londres. Su hermana acudió enseguida a su hotel quizá para tantear qué nuevos problemas se avecinaban con el regreso de la hermana pródiga. Sintiéndolo mucho no podía alojarla en su casa de Acton, donde cuidaba a la madre, porque una amiga enfermera ocupaba el único cuarto disponible. Norah tenía treinta años y parecía avejentada —se vería en su cara como en un espejo—, pero en realidad era la misma de siempre. Sufrió nuevas humillaciones y desplantes, tanto de Norah como del tío Griffiths, pues desde su divorcio se había convertido en la oveja negra de la familia. Norah siempre había estado celosa de ella y se lo demostró nuevamente cuando acudió a visitar a su madre. No podía aceptar que la bella dama senil de trenzas blancas reconociera verdaderamente a la hija que volvió como si nada, al cabo de los años de olvido, mientras la hija que la cuidaba asiduamente con devoción no había recibido el menor gesto de reconocimiento. Tal vez volvió a Londres para despedirse de la madre y acompañarla al cementerio una agradable mañana de primavera. Recordó cuán unida había estado a su madre hasta que nació Norah y acaparó ya sus atenciones. Por entonces, tenía seis años, murió su padre. Con qué facilidad se pierde lo que más queremos. O, incluso, lo destruimos. Uno de sus recuerdos de infancia: oía feliz el batir de alas, contra la lata de tabaco, de la mariposa que había logrado cazar con la mano poco antes. Pero cuando abría la lata, la mariposa de alas estropeadas ya no volaba. No era cruel, aunque se lo llamaran, sólo pretendía guardar esos colores que brillaban en el aire. Estaba convencida de que sólo de niño se es uno mismo. Luego somos lo que los otros quieren o esperan que seamos.
Mr. James, es decir, Neil, había sido su primer amante, cuando ella tenía diecinueve años, y su relación acabó británicamente, sin escenas. Él le prometió que sería siempre su amigo y en diversas ocasiones le había prestado dinero que ella pensaba devolverle algún día. Mr. James era un rico coleccionista, mucho mayor que ella, que sólo se interesaba verdaderamente por sus cuadros; pero la recibió amablemente, le regaló tres cuartos de hora de su precioso tiempo, le ofreció un whisky y prometió enviarle algún dinero. Cumplió la promesa, días después, pero le advirtió en una nota que esas libras eran las últimas.
Le quedaba aún Mr. Horsfield, George, que sería pronto su amante.
Se había mudado a una pensión en Notting Hill y le gustaba pasear por los alrededores. Para recordarla, y ojalá encontrarte, también yo he recorrido el laberinto gris y rojo, las idénticas calles desiertas en esta tarde de domingo, Chepstow Crescent, Pembridge Villas…, pasé a Moscow Road para instalarme a tomar café en Maison Bouquillon, donde tantas veces el olor a croissant te llenaba de nostalgias parisienses.
Espero que la nostalgia no te llevara a Portugal, porque hay más casos de cólera y catorce personas han muerto allá, según mi Sunday Times. Lisboa y Oporto, las ciudades más afectadas, pero también se han dado casos en el Algarve.
Cuántas tardes de lluvia no nos habremos mecido en el marcielo azul del póster frente a tu cama. El rumor del mar era el de los autos que corrían por Finchley Road. Algún día oleremos el alga del Algarve…
En la mesa de al lado una dama tocada con un gran tulipán amarillo ataca con brío su brioche, y sin necesidad de madeleine me traslado en el recuerdo al pequeño café-tabac de la rue Dauphine esquina a la rue du Pont-de-Lodi.
Había telefoneado a George al poco de llegar a Londres y la segunda noche que salieron, poco después de la muerte de la madre, cuando se despedía de ella en el taxi a la puerta de su pensión de Notting Hill, ella le pidió que no la dejara sola. Subió con ella a su habitación, enorme y apenas amueblada, en un quinto piso, que daba a los jardines traseros. Hicieron el amor oyendo el traqueteo de un tren lejano (sospecho que también le diría en francés despacio, despacio: doucement, doucement) y él había querido irse poco después, como si hubiera ya llegado a su destino, pero ella le recordó que había prometido quedarse aquella noche.
De todas formas, no llegó a hacerse ilusiones: cuando decidió volver a París y él le dijo que se reuniría con ella, no le creyó o le dio lo mismo.
Y le contestó que le daba lo mismo si le enviaba dinero o no, si venía o no, porque siempre encontraría a alguien.
Al cabo de diez días estaba de nuevo en París, primero en un hotel de la Île de la Cité, y poco después en el del Quai des Grands-Augustins.
La víspera de la partida a Londres, cuando regresaba al hotel, un hombre la vino siguiendo por el quai oscuro y le hizo proposiciones. Lo dejó airada a la puerta del hotel, pero poco más tarde, sola en su habitación, no le desagradó del todo pensar que ella —la sin dinero— en realidad podía valer dinero.
Una noche, al poco del regreso, después de beberse dos coñacs en un café de la plaza Saint-Michel en el que había intentado escribir a Mr. Horsfield, cuando caminaba hacia la plaza del Châtelet, otro desconocido empezó a seguirla. Se puso a su altura y ella esperó a llegar a la próxima farola para ordenarle que la dejara tranquila. No fue necesario porque el joven vio que ella no lo era, exclamó un Oh! là là! elocuente y se dio media vuelta. Ella se echó a reír, encajando con buen humor la afrenta, pero le mortificó aceptar que el tiempo acaba haciéndonos una mala pesada.
¿Qué habrá sido de ella? Mr. Mackenzie sostenía que le faltaba el instinto de conservación, el más elemental instinto de autodefensa, y estaba convencido de que no saldría adelante.
¿Sólo le quedaba ahogar las penas en alcohol o ahogarse? Quizá se asomaba al río porque le gustaba recibir en la cara la caricia húmeda del relente.
Y aunque la dueña del hotel del Quai des Grands-Augustins prefiriera lo contrario, le era más fácil llevar una botella a su habitación que un hombre. Tendida en su gran cama contemplaría una vez más un pequeño óleo sin marco, colgado en una esquina, que llegó a detestar: una botella de tinto medio vacía, o medio llena, un cuchillo y un trozo de gruyere.
Y sin embargo, en esa misma cama mullida, cubierta con un ajado edredón rosa, ella podría volver a abandonarse suave, con placer, y no sólo por complacer…
A veces me pregunto si no habrá vuelto a Londres, a sentirse definitivamente derrotada, o a acordarse del pasado mejor, como su madre, que había vivido de niña en América del Sur, y añoraba el calor y la luz en un país frío y gris.
Hoy el cielo tiene un azul levemente velado y secreto que a ella le gustaría —el azul del cielo de Londres en primavera— y decido ir como el domingo pasado a buscarte por los jardines de Kensington.