nhalo el Courvoisier, elixir de amor en Kyoto, que me trae aquel aroma a hembra embriagador de mi ebria japonesa, sirena no serena en el baño, a donde iba a refugiarse invariablemente antes de perder el sentido. Miro la botella (me costó convencer a la camarera, de que me la dejara en la mesa, aquí en Le Routier, y no le quita ojo mientras seca copas tras la barra): ídolo negro, con su largo cuello más bien fálico, caigo ahora en la cuenta, y el laureadorado Napoleón en el membrete se metamorfosea en un panzudo nipón, Hotei, dios del buen humor, cuya imagen vi en tantos locales de Shimabara, el antiguo barrio alegre de Kyoto.

Camden Lock no es ese locus amoenus, si me permites el latinajo, pero el puente curvo ahí al fondo sobre la esclusa siempre me pareció que le daba un aire japonés a este rincón del noroeste de Londres.

La llavecita de oro en el escote, blanquiancho, de la camarera morena (hace un rato hablaba en italiano al teléfono) titila sobre la honda hendedura a cada nuevo giro de copa.

Recordé una llave de Kyoto —a Kyoto key…— que abría una cajita japonesa de los secretos más íntimos. Y se superpuso un rostro tricolor.

Negra la cabeza, blanca la cara y carmín los labios, así la vi suspendida anoche en un sueño, y al abrir la boca tenía pintados de negro los dientes.

Maquinalmente saqué un cigarrillo (te gusta que imite la humareda de la caja), pero aún no lo enciendo, busqué su buqué de nuevo y cuco levanto de nuevo el copón de coñac hacia la nariz, agitándolo, empapándome de su olor, remembrándola, brandy and randy, coñac y concha, besuqué besucubusqué su buqué, respirándola ya entre los vapores del baño y de alcohol, suelto su pelo, mientras trataba de secar sus miembros, impregnada aún de coñac la fina camisa de algodón que se le pegaba al cuerpo empapado, aquella noche de marzo en que siguiendo el ejemplo de su marido, y mi Maestro, le hice la corte con Courvoisier por la vía más corta: por la copa hacia la cópula.

Fue el marido, afrancesado profesor de universidad, el que la aficionó al coñac —siempre el fine champagne Courvoisier—, remedio casi terapéutico, creía él, para que su mujer se abandonara y abandonara las inhibiciones de una estricta educación confuciana. El tratamiento fue especialmente intensivo cuando yo empecé a acudir a cenar a su casa, invitado por su hija, estudiante de la Universidad de Dôshisha. Ella fue la llave que me abrió el hogar del matrimonio japonés de edad madura (él de cincuenta y cinco años y diez años más joven ella) que me abrieron sus corazones desde la primera cena. Sushi y Courvoisier, aspiro el aroma marinado en la memoria.

Se suponía que cortejaba a la hija, aunque tampoco ella demostró excesivo interés por mí; pero en realidad era la madre la que me alegraba el ojo y me hizo perder la cabeza. Aunque veinticinco años mayor que su hija, era más atractiva, increíblemente juvenil, con su esbelta figura, tan elegante de movimientos, sobre todo en quimono. Pero resultaba más provocativa vestida a la occidental, enseñando las piernas algo arqueadas. Y no digo nada aún de su lascivia innata, de su insaciabilidad que al final ya sin freno —como habría de comprobar en carne propia el agotado marido— era capaz de alargar con extrema habilidad. Nada tenía de extraño que fuera la madre la que me cautivara, el propio marido reconoció sin ambages que si estuviera en mi lugar sería también ella la que le atraería más.

Después de pagar el débito conyugal (cada diez días, el diezmo que le resultaba menos gravoso), el marido se encontraba sin fuerzas y sin ideas, así es, exhausto. Prematuramente avejentado, con una arteriosclerosis cerebral que empezaba a manifestarse con alteraciones de la visión, del equilibrio y de la memoria, el marido temía no llegar a satisfacer los apetitos crecientes de su mujer y cuco se ayudaba con una inyección al mes de testosterona y se inyectaba cada dos o tres días, sin que lo supiera su doctor, quinientas unidades de hormonas gonadótropas. Pero los verdaderos estimulantes de su sexualidad van a ser los celos que le ocasiona el joven rival (este grato papel lo interpreto yo), y el coñac, mano de santo siempre a mano en el altarejo o tokonoma, que le levantaba el ánimo y hacía caer cada vez más bajo a su mujer, sin sentido a veces y otras con su sexto sentido exacerbado, consentido todo ya, dócil marioneta entregada a sus manipulaciones nocturnas.

La primera vez que ella perdió el conocimiento en la bañera, después de haber bebido mucho los tres aquella noche (fue un sábado de fines de enero, el 28, creo), el marido, después de sacarla del agua, me pidió que le ayudara a secarla, a ponerle el camisón y a llevarla a la cama. Después comprendí que le excitaba la idea de echarla en mis brazos.

Cuando se quedó a solas con ella pudo al fin contemplarla desnuda a placer, a la luz de una lámpara fluorescente que trajo de su despacho. Ella, que por oscurantismo puritano, le obligaba a apagar la lámpara para hacer el amor, permitía ahora que la explorase hasta en sus partes más recónditas. Veo a la cruda luz el brillo metálico de su cara lisa, aluminio iluminado, con sus gruesas gafas de aro de acero, prácticamente encima de ella. No supo nunca si aquella noche ella dormía como un leño o se hizo la bella durmiente (pero ella tenía siempre un aire entre semidormida y semidespierta, cierta reserva lánguida, seductora) para que él diera rienda suelta a sus más obsesivos deseos.

Empedernido fetichista de los pies o feetishist, para decirlo más pronto (y bien vi en el cuarto de baño con qué aplicación secaba las junturas de los pies de su mujer desmayada), ella no le había permitido nunca ni que siquiera le besara el empeine. Eso es cosa sucia. Y qué lindos, sus piececillos asustadizos, nadie diría que son los de una mujer cuarentona. Ella llevaba generalmente, incluso en verano, esos calcetines cortos que sólo dejan libre el dedo gordo. También a mí me gustaba sentirlo removerse en mi mano, tabicarme con él las narices, guaseando con voz nasal, antes de desnudar su pie. Piel de nieve.

Aquella primera noche de licencias el marido pudo lamerle a placer los dedos de los pies, y subir a besarle el sexo, excepcional momento exquisito en que el torpe miope dejó caer sus frías gafas sobre el cálido vientre y a punto estuvo de despertarla. Apagó rápido las luces y, después de darle un luminal disuelto en un beso comunicante, volvió a iluminarse con la iluminada.

Del sexo subió a las axilas, una de sus zonas erógenas. Las besó salaz. También yo saboreé así la sal de sus axilas.

Ella tocó su pecho, sus miembros, lo palpó como nunca lo hiciera, y en plena alucinación pronunció el nombre de su futuro amante. Otra noche ebria, de marzo, ella mordió la lengua del marido y llamó al amante, apasionada, mordisqueó la oreja y aquí murmura su nombre, lo grita en el orgasmorir. La pequeña muerte anunciaba ya la grande. Mourra bien qui mourra le dernier…

Un día después, el 25 de marzo exactamente, ella hizo al fin el amor directamente con el amante, sin marido intermediario.

Hace un par de horas, poco después del mediodía, al salir del metro en Camden Town, un grupo de pelones y pelonas entonaba sus harakiries. (Recordé que en uno de tus sueños, o recuerdos de tus reencarnaciones, te escondías disfrazada de monje budista en los templos del Himalaya, huyendo de un marido o de un amante celoso. Si has tenido la idea peregrina de hacer la romería a Katmandú, espero que estés bien vacunada, porque el Times anuncia hoy que en los tres últimos meses doscientas personas han muerto de viruela en Nepal.)

Y vi en el cielo enfoscado una nube nevada, globosa en la base, que me hizo recordar el paisaje de unas lunas, no, de unas dunas, sí y no, de unas nalgas muy blancas, tal como surgieron temblando en el fondo de la cubeta, al revelar en mi cuarto (de baño) oscuro las fotos que le tomara con nocturnidad y alevosía el marido pornofotógrafo.

Fui yo el que le habló de la Polaroid, y hasta le presté la cámara, pero el resultado no colmaba sus apetencias hiperrealistas, su meticuloso amor al primer plano, y recurrió a su Zeiss-Ikon. Menuda iconología (sex-icône…), y con la mayor naturalidad me pidió que le revelara aquellas vistas casi ginecológicas de su esposa. Todas aquellas poses que le hacía adoptar, sin darse ella cuenta, el poseso. Y me hizo cómplice de su voyeurismo.

Inmaculado culo, y el vientre, y los senos, y las axilas, y sus escondrijos más recónditos… Tenía razón el rijoso marido, ni el más pequeño lunar, ni siquiera un puntito en su cuerpo blanquísimo, como pronto iba a verificar yo a conciencia en aquel cuarto de pensión de Osaka.

Al marido le excitaba imaginar que allí hacíamos el amor en cama occidental (los celos eran el estímulo que le permitía impersonar al amante en las noches de lujuria con su mujer, que cerraba los ojos, le seguía el juego, y prolongaba en los abrazos cada vez más flojos del marido los vigorosos combates de horas antes), cama o futons, nous foutons, como se decía en francés, et nous nous en foutons, hacíamos el amor, y lo demás no importaba, reinventamos un Kamasutra por los suelos y caímos aún más bajo y ella se prestó con perfecta impudicia, como en las poses fotográficas, a todas las acrobacias y flexiones sexuales y ejercicios, gimnasia de Asia y hasta sueca…

Fina de cuerpo, pero fuerte y en forma. En su juventud había sido campeona de tenis y de natación.

Suavísimas las breves curvas de sus senos, de su vientre, de sus muslos (las ingles excavaban una perfecta O junto al sexo), de su surco más suculento.

El marido, a medida que se acentuaba su arteriosclerosis y subía peligrosamente su tensión, redoblaba imprudentemente los esfuerzos amatorios, aguijoneado por los celos y la lascivia elusiva de su mujer, hasta el punto de que sólo pensaba en una cosa, hacer el amor con ella, y muy en particular, tomando la parte por el todo, en esa cosa o quisicosa que él llamaba el órgano excepcional de su mujer.

En realidad, cualquier parte del cuerpo de su mujer, descubierto súbitamente, podía encandilarlo. Incluso sin el estímulo del alcohol, como la noche del 31 de marzo, en que ella cometió la imprudencia o más bien la impudencia de asomar la punta de los dedos del pie izquierdo fuera de la manta y él, al ver el brillo de las uñas, se cambió de cama y acto seguido penetró con inusitado vigor a la sorprendida esposa.

El brillo del lóbulo de la oreja, de una blancura inimaginable, también podía obrar milagros. O el de las perlas de unos pendientes… Como aquella tarde de comienzos de abril, víspera de la festividad de Inasi, a las cuatro y media, en que el marido descubrió y siguió a su mujer paseando por la Kawara-machi, atraído por el señuelo de unas perlas en las orejas, pendientes que ella no se ponía estando con él y se quitaba antes de llegar a casa. Pero se los pondrá especialmente para él, y con qué efecto, nueve días más tarde, la noche del domingo 17 de abril, después de la cena y del baño, cuando el marido ya estaba acostado. Se le ocurrió a ella ponerse los pendientes para dormir, o para despertar su pasión; le volvió la espalda y la vista de los lóbulos por detrás, ese esplendor de orejas, le pareció a él de perlas, le hizo salir de su cama para meterse en la de ella, y cuco acurrucarse contra su espalda besándole la oreja. Qué torpe su forma de besar, se dijo ella, estableciendo la comparación, pero no le hizo ascos a sus cosquillas de lengua, fue fundiendo el hielo inicial (siempre parecía fría en los comienzos) y entró en el doble fuego para repetir con el marido lo que poco antes había hecho con el amante en un cuarto de Osaka. Le mostró o demostró, uno por uno, todos nuestros juegos. Pero le hizo trampas. Sabía que estaba ya muy enfermo y apenas tuvo piedad de su torpeza, lo espabiló, lo prendió en su frenesí, lo avivó hasta la muerte. En el ardor supremo, cayó sobre ella como un pelele, aflojando el abrazo mortal. Era la una y media de la madrugada y tenía el lado izquierdo paralizado. Su mujer reconocería que no apagó sus celos en los días siguientes. El Maestro murió, de una segunda hemorragia cerebral, el 2 de mayo, un lunes nefasto, hacia las tres de la madrugada. Es posible que alguna noche anterior oyese mis pasos furtivos en su jardín.