omicida al final en vez de suicida?
(Nunca te hablé, ¿o sí?, de mi época suiza, suicida… Estoy apropiadamente en Swiss Cottage, desierta la terraza, y me reveo ahora en Zurich —¿el yo es irreal?— sonambulando de madrugada al borde del agua frondosa por la Schanzengraben. Y ahora —tras la nube, un gajo de luna, en cuarto menguante— esta imagen de mis noctambulaciones reales por aquella ciudad irreal: halo helado, de finísima lluvia, que el viento rocía en torno a las farolas.
Hice la ronda de noche por Finchley Road y comprobé una vez más que no había luz en tu observatorio o palomar encristalado. Ya no otro domo de placer…, creo yo. Y el caso es que me pareció verte una hora antes en la boca del metro de Swiss Cottage. Volví al café frente a tu casa y la estuve vigilando, camuflado tras el periódico, como un mal detective, hasta que me convencí sin demasiada convicción de que no podías estar en Londres. ¿Estás de vacaciones o te has ido a alguna de tus misiones babélicas? A veces pienso que te metiste a intérprete porque no pudiste ser actriz… Espero que no te hayas ido a Baltimore, en donde anoche los disturbios y el pillaje dejaron un balance de un muerto y doscientos heridos.
Bajé hasta The Golden Cage —jaleo de viernes en la jaula de oropel o de tropel: pelotera árabe-israelí a la entrada—, pero no me atreví a aventurarme en la discoteca de la discordia y vine a Swiss Cottage, ya cerrado hace casi una hora, para hablarte de otras tabernas suizas y rondas de noche de lobos.
Solo a una mesa de mi taberna favorita, mi yelmo de acero o de Mambrino, Stahlhelm, ante una jarra de vino de Alsacia. Pobre del que no se sacia con un vaso de Alsacia y un trozo de buen pan. Sobre todo cuando no probaba bocado desde la noche anterior. Otras veces no me decidía a salir a la niebla y me quedaba bebiendo solo en mi leonera o lobera abuhardillada. Empinando la botella panzona, revestida de paja, o una más gruesa de kirch. Esperaba entonces la llegada de mi próximo cumpleaños para cerrar —de un golpe— el paréntesis vicioso de mi vida. Suicida alejado de toda sociedad —misántropo y licántropo: lobo sólo para sí mismo, encarnizándose consigo mismo, lejos de las manadas— durante aquellos nueve meses. Hasta que una mujer fácil entró en mi vida difícil. Éramos los polos opuestos que se atraen, los extremos que se acabarían tocando.
Ella, a la que nunca le faltaba compañía, las malas compañías, llegaría a reconocer que en su multitud estaba tan sola como yo, el solo feroz, y tampoco podía amar de verdad, ni tomarse en serio la vida, a los demás y a sí misma.)
¿O había matado a mi alma gemela?
Pero era su cuerpo el que yacía, desnudo, a mis pies, con un cuchillo clavado bajo el seno izquierdo, donde acababa de ver las marcas delatoras del reciente mordisco del amor.
Sus labios tan rojos como su sangre.
Y blanca como una muerta.
Aún rebelde, el mechón de muchacho sobre su frente.
Su pelo platino a lo garçon descubría el nácar de la oreja, tan delicada.
Hermana hermafrodita…
Hermana Hermann, hubiera podido llamarla también, ya que me recordaba tanto a Hermann, mi amigo de infancia; y ella, la pecadora que se sabía tantas vidas de santos, especialmente la de san Francisco, hubiera podido llamarme Hermano Lobo, sobre todo cuando estábamos en el restaurante El Viejo Franciscano.
Y yerma Afrodita…, porque nuestras relaciones no llegaron a dar el fruto apetecido. O acaso sí.
Se había salido con la suya, finalmente, se cumplió la predicción que me hizo apenas tres semanas atrás, en el Alten Franziskaner, a los dos días de conocernos: cumplirás mi orden, aunque te cueste, y me matarás…
¿Era una histérica que buscaba un histrión para su ensayo de muerte bufa o una calculadora que había adivinado mis impulsos tanáticos y trataba de hacerme su esclavo?
Un domingo por la noche, después de deambular incansablemente por los suburbios, mis pasos perdidos me llevaron al jolgorio de Al Águila Negra, Zum schwarzen Adler, según rezaba la vieja enseña a la entrada. Entre la humareda y vahos y muchedumbre podían distinguirse, en la sala del fondo, las siluetas descoyuntándose al ritmo frenético de la música. Me quedé en el alboroto, en el alborozo con smog de la primera sala, apretujado y zarandeado, y una ola salvadora me empujó hacia la damisela de la camelia, sola en el diván, cerca de la barra. Llevaba un minivestido vaporoso, con un escote profundo, y sonriente me hizo un sitio a su lado.
Entre bondadosa y algo burlona, o zumbonachona, empezó a ocuparse del pobre desvalido (¿qué vamos a beber?) y hasta me limpió mis quevedos empañados. Fue entonces cuando pude verla verdaderamente, empezando por la camelia marchita en su pelo a lo garçon. Y su bonita figura, fina, más bien epicena; también fina y muy pálida la cara, de rasgos bien dibujados, en la que contrastaban la boca rojo sangre y el gris hielo de sus ojos. Pidió vino, un bocadillo, brindamos, y me obligó a comer algo. Le gustaba mi docilidad. El foxtrot amansa al lobo feroz… (Pronto habría de llamarme Lobito: Wölfchen.)
Quiso sacarme a bailar y se escandalizó (al mover a ambos lados su cabeza, atusada seda, saltaba sobre la frente un bucle rebelde) cuando le dije que no sabía.
Le pedí que no se fuera, al irse a bailar a la otra sala, y me dijo que echara una cabezada y que después vendría otro rato. Pese al barullo del bar me quedé traspuesto en el diván y soñé con un señor risueño, muy viejecito, que no sé si era Goethe, hasta que ella volvió y me puso la mano en el hombro. Quise que se quedara conmigo esa noche pero tenía una cita en el Odeon-Bar. Me concedió cenar con ella el martes, en El Viejo Franciscano. Allí estaba yo puntualmente para servirla, más servilmente incluso que el camarero que también se llamaba Emil. Allí pude admirarla con más detenimiento que en Al Águila Negra. Sus risas y sus gestos serios, en serie, sus bromas y sus veras, sin transición, el fuego de sus labios al rojo y el hielo de sus ojos claros. ¡Qué hermosa era!
En sus ojos grises había la tristeza y la soledad de un iceberg que se aleja en la noche.
También me dijo aquella noche que quería conseguir que me enamorara de ella, aunque ella no se iba a enamorar nunca de mí. Yo la necesitaba a ella para aprender a bailar, a reír, a vivir. Ella me necesitaba, supongo, para que la ayudara a morir. Fue allí cuando me anunció que yo la mataría. Pero, inmediatamente, volvió a recuperar el buen humor y el apetito, trinchaba su muslo de pato y, ¡abre la boca!, me hizo probar su mejor bocado.
A la tarde siguiente, empezaron sus lecciones de baile.
Empezó con un foxtrot, mi zorra platinada, dio sola los cuatro primeros pasos, ¿ves?, luego me alzó la mano izquierda, enlazó con mi brazo libre su cintura y me dejé llevar tan dócil como torpe, tropezando a cada paso. ¡Pareces de palo! Pero sólo lo parecía, porque notaba el vaivén de su vientre, de sus muslos que me empujaban firmes a dar otro paso en falso.
El balance de las primeras lecciones, y vaya balanceos, lo hicimos al día siguiente en el baile del Hotel Balances, donde perdí el equilibrio una vez más y mi profesora me echó en brazos de otra bailarina, amiga suya, de alocada melenita rubia, que me haría sentir el cimbreo de su cintura, la cadencia de sus caderas, el ritmo de sus rodillas y la flexi-habilidad de sus piernas. Se llamaba Maria y pronto me haría su amante, uno de sus amantes o quizá deba decir clientes.
Una noche que volví más triste y solo que de costumbre, al empezar a desnudarme a oscuras en mi cuarto, un olor muy especial —no el acre a tabaco habitual— a perfume y mujer me hizo volverme y descubrir a Maria en mi cama, algo asustados sus grandes ojos azules, sonriéndome.
Mi profesora de baile o alcahueta le había dado la llave de mi cuarto porque saltaba a la vista que yo necesitaba hacer otros ejercicios físicos. En realidad me preparaba para el gran baile de máscaras que habría de tener lugar tres semanas después en los salones del Globo.
También me había presentado, cuando conocí a Maria, al Orfeo moreno, un joven y apuesto sudamericano llamado Pablo, que tocaba el saxofón o, mejor dicho, los dos saxofones en el baile del Hotel Balances. Sentí celos, qué corazonada, cuando me lo presentó. Sin embargo, acepté sin problemas que fuera uno de los amantes de Maria, supe compartirla con él. Lo que no acepté, una noche que Maria y yo estuvimos fumando y bebiendo en su buhardilla, era compartirla a la vez, la orgía a tres.
Mi profesora de baile también se acostaba, o se acostó alguna vez con Maria, supuse, porque conocía al dedillo caricias muy íntimas, su forma de mover la lengua.
Mis relaciones con el bello Pablo eran ambivalentes, mezcla de fascinación y repulsión. Era además el mago de las drogas, un alquimista de las mixturas, tenía remedios para todos los males del mundo. Acudía con frecuencia a los locales de mala nota donde tocaba, recibí alguna madrugada drogada en el City-Bar.
Y llegó la gran noche de la mascarada en los salones del Globus o Globo. ¿Mi profesora de baile me concedería al fin el otro baile? ¿El de la vida? Globusca de la buscona porque ella no me quiso decir cómo iba disfrazada. No te cuento, porque tú lo conoces tan bien como yo, qué es un torbellino un bullicio un rebullicio de máscaras y músicas, un tornado trastornado, que nos hace girar y perder la cabeza. Subía y bebía, bajaba y me abrazaban, iba a otra sala y salía en volandas hacia otros besos. Pablo, inflando sus carrillos sobre la serpiente plateada, me lanzó un saxofonazo de reconocimiento. Pero aún no había llegado al infierno, a la última estancia de aquel pandemónium.
En las paredes negras ardían farolillos de colorines y al fondo, orco voltaico, tocaba una orquesta electrizante de diablos con retortijones. Fui hasta el bar y pedí un whisky. Mientras bebía miré al jovencito de frac y sin careta sentado junto a mí sobre un alto taburete. A pesar del maquillaje, reconocí el bello perfil de mi amigo de infancia.
Ella sonrió, ¿me has encontrado?, y yo no sabía que iba a perderla enseguida.
Bebíamos en nuestros altos taburetes, fuimos a dar una vuelta por las otras salas, hicimos un rato los dos la corte a una misma mujer… Luego mi profesora de baile sacó a bailar a una belleza que parecía apenada, la puso alegre de espíritu y de cuerpo, y después me contó que la animó con la magia de Lesbos…
Nos perdíamos en ese laberinto de cuerpos, y perdí la noción del tiempo. La gente empezaba a irse y en una de las salas ya medio vacías vi a una bellísima Pierrette negra con la cara pintada de blanco. Bailamos y, al buscar su boca, sonrió equívoca y superior, y la reconocí sin dudas. Nos besamos, un instante intenso. Al acabar la música, seguimos abrazados y de pronto, a través de las rendijas de los cortinajes, empezó a entrar la indecisa luz del día. Bailamos todos otra vez, apretujadas parejas frenéticas, que el día iba a dispersar pronto, y en ese último baile abandonó mi profesora su superioridad porque sabía que ya no la necesitaba, que ya era suyo.
Acabó el baile, se produjo la desbandada, y lo que recuerdo es tan fragmentario como el resto de aquella noche. Nos habíamos quedado solos ella y yo, hasta que Pablo el saxofonista apareció en batín de seda y nos ofreció uno de sus mejunjes, llenó tres vasitos con aquel brebaje y sacó de una cajita de madera pintada tres larguísimos cigarrillos amarillos. Caleidoscopio vertiginoso —miríadas de imágenes irisadas— a cada bocanada. Vi y oí visiones que podría referir sólo el que tuviera mil lenguas (O daβ ich tausend Zungen hätte!) y mil ojos y mil oídos. Sé entonces que tuve mil yoes y para nombrarlos necesitaría mil nombres y mil alias.
Cuando volví en mí, ya no estaban a mi lado mi profesora y soror mística ni Pablo. Recorrí otra vez las salas, vacías, y al abrir la última puerta encontré tendidos desnudos, sobre tapices en el suelo, a ella y a Pablo, muy juntos, durmiendo agotados tras el combate amoroso. Vi la marca de los dientes del pretendiente o latin lover, bajo el cándido seno. Saqué el cuchillo y zas lo hundí. Pablo sonrió y dobló una esquina del tapiz para cubrir el seno atravesado. Atrás, osado musiquista, yo había cumplido su deseo. Todo era irreal. Nada era cierto porque todo estaba permitido. Permutado. El cuchillo era ilusorio pero real la punzada de mis celos. Con él no maté a la mujer real —pobre putilla en brazos de su chulo—, pero sí a mi mujer ideal.