echaría con gusto esta carta el día de sus aniversarios, aunque aún faltan, déjame contar, veinticuatro días exactamente. Nació un 4 de agosto —en Stamford, Connecticut: ya sé, otra yanqui…— y, destino o casualidad, los acontecimientos más importantes de su vida le llegaban puntualmente en fecha tan canicular. El día de su mayoría de edad el tío John, anciano fabricante de botones recién retirado y supuestamente enfermo del corazón, se la llevó a dar la vuelta al mundo en compañía de un señorito de compañía, digamos, y aprendiz de pintamonas, llamado Jimmy. El siguiente 4 de agosto, casi al final del largo viaje iniciático, el tal Jimmy la hizo mujer. Ese regalo de cumpleaños se lo hizo en una casa solariega inglesa, cerca de Ledbury, convertida en vergonzante casa de huéspedes finos, un día antes de verse obligada a regresar apresuradamente con su tío a los Estados Unidos. Otro John habría de llevarla de nuevo a Europa, y a su Jimmy, que se había quedado en París, gracias a las generosidades de ella y de su tío, haciendo que estudiaba pintura en la academia Julien. Al año siguiente, también un 4 de agosto, se casó precipitadamente de madrugada con un rico propietario de Filadelfia y ese mismo día por la tarde —el viaje de novios por mar era el más adecuado a sus planes— se embarcaron en Nueva York en el Pocahontas con rumbo a Europa. Zarparon con una tempestad que fue la causante, estaba convencido su marido, de que ella enfermara del corazón. (Graduada de Poughkeepsie, Nueva York, propendía a exhibir su cultura, prêt-à-reporter, aprendida con alfileres, y me la imagino durante la travesía, entre dos crisis cardiacas o dos mareos, explicándole a su marido quién era la princesa piel roja Pocahontas. La infortunada india se había casado sin amor también con un John. O quizás hablaba y hablaba, era tan parlanchina, del capitán John Smith y de los primeros colonos de Virginia.) Al desembarcar en Le Havre les estaba esperando un gordinflote muy moreno, con las manos hundidas en los bolsillos de la americana. Voilà Jimmy. A ella le costaría reconocerlo, porque el Jimmy que ella había dejado en Europa, un año atrás, era esbelto y atractivo. Tras un año de buena vida de París, con sus restaurantes, el mancebo estaba cebado. París ya no tenía secretos para él y decidieron que les sería muy útil alojarlo en el espacioso piso parisiense que les esperaba. El matrimonio no consumado, a causa de la grave dolencia de ella, convirtió al marido en mero enfermero. Los ajetreos de los viajes no le venían bien a ella y se quedaron a vivir en París. Por fortuna, Jimmy estaba allí (durante casi tres años…) para echarle una mano, distraer a la esposa que necesita reposo. ¿Le repasaría ella también, a aquel pintamonets, la diferencia entre un Hals y un Wuwerman?, tal como iba a instruir, en paseos pintorescos, a su amante inglés. Pero eso fue luego, en la ciudad alemana de Nauheim, a donde acudió atraída sin duda por las virtudes curativas de las aguas ferruginosas de su balneario, las más indicadas para problemas circulatorios y cardiacos, frecuentado por personas de su clase.

Los establecimientos balnearios de Hesse solían ofrecer puestos de bañero a los estudiantes, durante julio y agosto, y yo hice mi agosto literalmente en Nauheim. Fue allí donde la conocí.

Desde un ojo de buey del edificio de los baños, cuya piedra parece que también se ha puesto rojiza por el calor, la veo avanzar ligera por el sendero de grava, conversando animadamente con su marido, un hombrecito atildado: menuda y bonita, en un vestido blanco de falda acampanada con ornamentos chinescos, azules como sus ojos, parece que camina de puntillas, sobre afilados zapatos blanquiazules de tacones como estiletes. El fulgor de cobre de su melena, bien peinada, bajo el sol tibio de la mañana. Y las gotas de sangre, de unas cuentas de coral, en la blancura perfecta de su garganta, tan suave. Al abrirle la puerta del edificio de los baños calientes, se volvió hacia el marido, acariciándose el hombro con la barbilla, y sonreía seductora. ¿A quién iban destinadas realmente sus coqueterías? ¿Al empleado de los baños?, llegó a aventurar su marido sin darle mayor importancia. Y la verdad es que también yo creía que aquella sonrisa equívoca, cuando nos miraba por encima del hombro, era una invitación inequívoca: Voy a entrar en ese vaho, tan blanca, tan dócil, y tú eres un hombre…

En realidad acabé convirtiéndome en el hombre de confianza de su marido. Quizá mi uniforme blanco, de aire médico, inspiraba confianza. Durante casi dos semanas me convertí en el oyente del marido. ¿Es de fiar un marido engañado? Aún me lo pregunto.

Los baños, y las nuevas amistades del balneario, parece que fueron buenos para el corazón de su mujer, porque durante nueve veranos, hasta su treinta y nueve cumpleaños, ella acudió puntualmente con él a Nauheim.

El día de su treinta cumpleaños tomó posesión, ante una reliquia luterana, del apuesto Capitán inglés, y terrateniente, tres años mayor que ella, que antes de una semana se convertiría en su amante. Eso fue ante las mismísimas narices de su marido y de la esposa del Capitán, que asistieron impotentes a esa toma de posesión. Habían conocido, en el Hotel Excelsior de Nauheim, al matrimonio inglés (típicamente inglés: ella tan alta y tan rubia, de ojos azules, en traje sastre azul; él, igualmente alto, rubio, de ojos muy azules, apolíneo de oscuro, y de tez color ladrillo) e intimaron de inmediato. El Capitán era un sentimental inveterado y su esposa debió prever que no tardaría en volver a las andadas con la atractiva y coqueta americana. Fue ésta, con intención de empezar a educar al rudo Capitán, la que organizó la excursión al castillo de Marburgo. Le encantaba organizar y guiar visitas a ruinas, museos y monumentos. Se preparaba para la ocasión con Baedekers y manuales consultados en el último minuto.

Si estuviera ahora aquí sentada a esta mesa solitaria en la terraza de The Queen’s Head (faltan aún dos horas para que abran el pub), seguramente me informaría de que en aquella casa de ladrillo de dos plantas, al otro lado de la pista de tenis, ahí en el 90 de Brook Green, vivió de niño el distinguido autor inglés Ford Madox Ford, aunque ninguna placa azul lo conmemora. A menos que no me indicara que en el jardín de este pub ocultó alguna vez Dick Turpin a su yegua Black Bess.

Aquel 4 de agosto, particularmente caluroso, los dos matrimonios tomaron el tren de las dos cuarenta de la tarde en Nauheim y en cincuenta minutos se plantaron en Marburgo. Se perdieron por el dédalo de calles de la vieja ciudad, visitaron frescas iglesias de dos chapiteles, se asomaron al verdiancho valle del Lahn y subieron al castillo de Santa Isabel de Hungría. Aunque el marido no lo especificó, no me parece improbable que ella les contara la vida y milagros de la santa durante el ascenso. Subieron y bajaron por rápidas escaleras de caracol, atravesaron cámaras en penumbra y finalmente llegaron al pináculo de la torre, al museo del castillo, a la sala de los archivos, donde ella quería ver y mostrarles el borrador de la Carta de Protesta que Lutero había redactado durante su estancia allí. El Capitán apoyó las palmas de las manos en la vitrina de la reliquia. Y aquí se hace un silencio para las explicaciones de ella: Aquí está la Protesta que nos hace protestantes, este papel no papal nos hace sobrios, honestos, trabajadores, limpios, no como los italianos, los polacos, los españoles o los irlandeses, sobre todo los irlandeses… Y aquí, otra pausa, para buscar la metáfora o la comparación que explique la acción subsiguiente. Apretamos con un dedo el conmutador y se hace la luz. Pulsamos con un dedo un botón y se produce una gran explosión. Busca, por favor, otras imágenes más contundentes. ¿El dedo de Dios tocando el de Adán? ¿O el dedo del diablo?

Y a continuación ella puso un dedo —conjeturo que fue el del corazón— sobre la muñeca del Capitán. ¿Sentiría en la yema del dedo cómo se aceleraba su pulso? Fue un instante de una rara intensidad, electrizante, y el pánico en el rostro del Capitán reflejaba el de su mujer y el del marido, pues los tres comprendieron inmediatamente que una atracción irresistible acababa de desencadenarse. La mujer del Capitán acabó por disimular, borrando de paso la inicial sospecha del incauto marido americano, al achacar su turbación a una mera metedura de pata, ya que resultaba que ella, de aspecto tan inglés, era en realidad irlandesa y católica…

Ese cuatro de agosto de su treinta cumpleaños la americana protestante además se vio libre de la rival, una jovencísima morenita inglesa muy enferma del corazón, con la que el Capitán mantenía en Nauheim unas relaciones posiblemente platónicas. La «pobre ratita», como la llamó el Capitán, oyó tras un biombo indiscreto, en el vestíbulo del hotel, todo lo que éste decía de ella, que no representaba nada en su vida, a la señora americana. Fue demasiado fuerte para su frágil corazón, que se rompió, mientras preparaba arrebatadamente el equipaje. Tan grácil y débil, como una marioneta descoyuntada, entre las fauces de un baúl. Así la encontraron. En realidad ella era la verdaderamente enferma del corazón, pues la señora americana, excelente actriz, consiguió engañar al marido y a los médicos con una dolencia imaginaria que ella había urdido con Jimmy para poder seguir juntos los dos. Desde la entrada en escena del amante inglés, y quizá ya antes, Jimmy perdió sus poderes y lo vería, para su propia humillación, tal como era: un chulo gordo y sin gracia, un craso error…

En diciembre de ese mismo año el Capitán se presentó en París, para visitar a la pareja americana, y sobre todo para expulsar violentamente del paraíso gratuito al zángano que ya estaba de más.

Pasarán nueve años de perfecto ménage o tejemenaje a cuatro, o más bien a tres —ya que el marido americano parece ser, según dijo, que seguía siendo el cornudo ciego—, en el que las dos parejas coincidirán todos los veranos en Nauheim, se verían ocasionalmente en París y pasaron casi seis semanas juntos en Menton. La mujer del Capitán, acostumbrada a los viajes y virajes sentimentales del marido, más sentimental que libertino, confiaba quizás en que esta nueva aventura sería la última y acabaría por entrar en razón y en la buena senda del perfecto casado. En cualquier caso, prefería que el marido se la diera ante sus propias narices sin engañarla en el fondo y en la forma, antes de que él le mintiera, como otras veces, y no pudiera controlar sus locuras y riesgos y gastos imprudentes.

Fue un adulterio sin sobresaltos, podría decirse, hasta que la esposa y amante americana cumplió treinta y nueve años. El marido nunca lo sospechó, pero el espectro de la «pobre ratita» rondaba quizá vengador por las frondosas alamedas de Nauheim en el noveno aniversario de su muerte. Ella había sido desbancada por la señora americana en el corazón del Capitán y ahora, exactamente nueve años después, otra jovencísima morena, de veintiún años, aunque altísima y delgada, iba a ocupar el puesto de la adúltera casi cuarentona en circunstancias parecidas.

Era una chica extraña, de boca elástica, que a veces resultaba grotesca, y otras realmente hermosa. Me la recuerdan, ahí en la pista de tenis, esas dos adolescentes desgarbadas, quizá gemelas, de espesas matas de pelo negro realmente idénticas, en idénticos minivestidos blancos, que golpean con sus raquetas una pelota emplumada.

Pelotas de bádminton…

La mujer del Capitán era la tutora de la chica, hija de su única amiga, y no previó que no hay que imponer una nueva compañía femenina, por más inocente que sea, a un marido tan sentimental. ¿No se daría cuenta, al cabo de ocho años, de que la niña acabaría por hacerse mujer?

El fatal desenlace, como habría de comprobar el americano cornudo, iba a producirse una vez más el cuatro de agosto.

Como la «pobre ratita», la señora americana iba a oír de labios del Capitán unas palabras mortíferas. Aquella noche el Capitán debía llevar a la chica a un concierto en el Casino y la señora americana los siguió con la intención de unirse a ellos. El Capitán, en vez de seguir por la avenida del Casino, condujo a la chica bajo el espeso follaje del parque. Se sentaron en un banco, rodeados de noche, de música apagada. La espía americana se escondió tras un árbol y alcanzó a oír las palabras de amor del Capitán. Y pudo ver a la luz de la luna la expresión radiante de la chica. ¿Estaba leyendo correctamente esos rasgos tan expresivos? La orquesta del Casino atacaba la marcha de Rakóczy.

El robusto corazón de la amante americana corrió desbocado, más rápido que ella. Su marido, desde el salón del hotel, la vio venir por el sendero de grava iluminado, más blanca que el papel, apretándose el pecho con una mano. Entró alocada por la puerta giratoria del salón, con tan mala fortuna, que casi se da de boca con el desconocido bocazas que había estado intentando infructuosamente entablar conversación con el vecino de butaca americano, más monosilábico o sí-no-silábico que un inglés, con su marido, y que no resultó tan desconocido porque era el propietario de la casa solariega cerca de Ledbury y no tardaría en contarle al americano que aquella mujer era la mismísima que había visto salir a las cinco de la mañana del dormitorio de Jimmy. Ella se tapó la cara con las manos, al ver al loro inglés, y subió apresuradamente a su habitación. El marido la encontró muerta, tendida en la cama, en una pose casi estudiada, sujetando con la mano derecha un frasquito marrón vacío que debió de haber contenido nitrato de amilo. El marido creía aún que su mujer era una enferma y no se dio cuenta entonces de que se había suicidado. La mató la vanidad, según él, no tanto el desamor del Capitán como la humillación de que se descubrieran sus relaciones con alguien tan rastrero y vulgar como Jimmy, lo cual le haría perder además el respeto del marido custodio.

En más de una ocasión dudé del marido, de la veracidad e imparcialidad de lo que me contaba. ¿Y si el engañado era a su vez un engañador? ¿Y si fue él el que sustituyó el medicamento por veneno en el frasquito marrón? Llegó a confesarme que la odiaba. ¿No era una forma de vengarse de tan largo engaño? La vida misma lo vengó con una nueva muerte: el Capitán quiso renunciar al amor de la chica, cortar de raíz unas relaciones que aún no eran íntimas, y acabó cortándose la garganta. Con un cortaplumas. Dios mío, ¿cómo lo haría?

La tragedia es un suma y sigue, hasta que se consumen amores y odios. La chica se volvió loca, al conocer su muerte, y el americano viudo se casó con ella para seguir haciendo el papel de enfermero al que ya estaba habituado. La viuda del Capitán también se casó. A terrateniente muerto, terrateniente repuesto.

El americano me repitió en varias ocasiones que la suya era la historia más triste. Y al principio creí que me decía, en inglés, la historia de un sádico. O de una sádica, porque ella hizo sufrir mucho al pobre marido. Contaba y contaba para combatir la soledad, no me cabe duda.

También yo sólo sé que estoy solo…

Anoche veía desde la ventana de mi palomar a las parejas arrullándose arrollándose arrobándose en la pradera de Brook Green. Una hippy de túnica y larga melena negras, con una cinta roja en la frente, estaba sola tumbada boca arriba junto a la alambrada alumbrada de la pista de tenis. Estuve en un tris de bajar de mi torre de alfil, como tú la llamas en francés. Hubiera podido invitarla a subir, incluso proponerle la cama vacía de Miss Rose. Pero me dije que a lo mejor prefería dormir al sereno. Espero que no andes por el mundo tú también con la mochila a cuestas. Si andas soleándote por Córcega, ten cuidado, porque, según el Times, los independentistas siguen poniendo bombas. La hippy en la hierba me hizo pensar en la india Pocahontas. ¿Recuerdas su retrato grave y engolado, tocada con un alto sombrero de fieltro y con un abanico de plumas en la mano derecha? ¿Recuerdas cuando fuimos en peregrinación a Gravesend?

¿Una tumba es nuestro único final?

Y ahora estoy solo. Y sin una mala partida, porque aún no sabes que se acabó el juego de cartas comerciales en francés y en español. Mr. James dejó su negocio de adulteración, perdón, de importación de vinos, para presentarse a candidato conservador por Aldridge-Brownhill en las próximas elecciones. Por cierto, en Christie’s se subastaban hoy cuatrocientas mil botellas de vino de Burdeos, de Borgoña, del Rin y de Mosela.

Ahora recuerdo que a ella le gustaba el vino del Rin cortado con agua. Amargo, sin duda, el último trago.

Y olvidé mencionar que en la pose en que reposaba muerta, boquiabierta en la cama, se diría que miraba perpleja la bombilla que pendía del techo. ¿Esperaba que antes que la muerte llegara la gracia?